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INTRODUCCIÓN A LA FILOSOFÍA

Preliminares

Lo primero que hay que decir al emprender una introducción a la filosofía en el


marco de un programa de estudios teológicos es que no es el interés de esta
introducción repetir los contenidos ya vistos sobre el tema en los programas
de educación media de nuestro sistema educativo. No nos enredaremos en-
tonces en escuelas, pensadores e historia de la filosofía por sí mismos, sino en
su relación con la revelación bíblica considerando tanto sus puntos de con-
tacto como sus antagonismos y su mayor o menor utilidad para el pensa-
miento y la disciplina teológica cristiana. Los cristianos tenemos la firme con-
vicción de que en Cristo el ser humano obtiene la respuesta definitiva al misterio
de su condición paradójica y finita pudiendo, gracias a Él, integrar todo lo demás
en una unidad coherente y armónica. Pero esto no significa que manifestaciones
culturales como el arte, la ciencia, o la filosofía, que es la que interesa a nuestros
propósitos, no puedan seguirse desarrollando con un necesario y legítimo grado
de autonomía y con instrumentos adaptados a su naturaleza particular. Así, pues,
ni la revelación ni la teología elaborada con base en ella hacen nula o inne-
cesaria a la filosofía, entre otras cosas porque hay tres características que distin-
guen a Dios en grado superlativo: la verdad, el bien y la belleza. Él es la verdad
final y definitiva, el bien supremo y la belleza incomparable, y por todo ello es tam-
bién la norma o punto obligado de referencia para calificar como tales cualquier
verdad, virtud u obra de arte que el ser humano descubra. Y no podemos pasar
por alto que la filosofía se ocupa indistintamente de la búsqueda de la verdad en el
campo del conocimiento, del bien en el campo de la conducta y de la belleza don-
dequiera que se encuentre, por medio de esas tres disciplinas subordinadas y de-
signadas en su orden como epistemología, ética y estética, por lo tanto sus even-
tuales aportes a la comprensión racional de la revelación que Dios hace de sí
mismo en las Escrituras no se pueden pasar por alto impunemente.

En el contexto protestante evangélico del que formamos parte la filosofía ha


sido vista frecuentemente con recelo, y no podemos negar que Lutero, y Cal-
vino también, aunque en menor proporción, dado su trasfondo humanista, no
obstante su sapiencia no sólo en temas teológicos sino también filosóficos, contri-
buyó a estigmatizarla como peligrosa y condenable en la medida en que oscurecía
y ocultaba el sentido auténtico y claro de la revelación escritural. No le faltaba
razón al reformador, pero su polémica, más que con la filosofía en sí, era con la
densa y árida filosofía escolástica tardía en la que se apoyaba buena parte de la
teología católico romana con sus interpretaciones doctrinales contrarias a las Es-
crituras. En el calor del momento histórico que le tocó vivir, para Lutero como para
muchos evangélicos después de él, la filosofía es prácticamente sinónimo de tra-
dición, particularmente de la tradición católico romana contra la que él estaba re-

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accionando. Por eso los evangélicos han llevado demasiado lejos la contro-
versia contra Roma llegando a considerar que toda referencia favorable, ya
sea a la filosofía como a la tradición, son traición al mensaje del evangelio,
perdiéndose de mucho en el proceso. Este no es más que el resurgimiento de
la antigua y nunca resuelta discusión al interior de la iglesia entre la escuela teoló-
gica de Alejandría, favorable a la filosofía, y la escuela teológica de Siria y Asia
Menor que nunca dejó de considerar con sospecha a la filosofía, sin perjuicio de la
mayor o menor utilización que hayan hecho de ella a lo largo de todo el espectro
comprendido entre las posturas abiertamente condenatorias hacia la filosofía por
cuenta de pensadores cristianos insignes como Taciano, Hermias y Tertuliano y
las posturas pragmáticamente utilitaristas que le ven siempre una mayor o menor
utilidad práctica en el campo de la teología en cabeza de Justino Mártir, Atenágo-
ras, Teófilo, pero sobre todo Clemente y Orígenes de Alejandría. Valga decir que
muchos de los cristianos que han condenado la filosofía a lo largo de la historia
buscan apoyo en los escritos del apóstol Pablo, así como también en su momen-
to se han apoyado en las palabras del Señor Jesús en los evangelios para impug-
nar a la tradición, pero sacando en ambos casos de contexto sus afirmaciones e
interpretándolas más allá de las intenciones inmediatas del Señor y de su apóstol.
En el caso de la filosofía el pasaje paulino clásico utilizado contra ella es Colosen-
ses 2:8 “Cuídense de que nadie los cautive con la vana y engañosa filosofía que
sigue tradiciones humanas, la que va de acuerdo con los principios de este mundo
y no conforme a Cristo”. En efecto, el apóstol advierte aquí contra la filosofía,
pero no contra la filosofía considerada de manera general y a ultranza, sino
contra una filosofía en particular. Aquella que se caracteriza por seguir tradicio-
nes humanas (aquí vemos también de donde surge el vínculo y la asociación entre
filosofía y tradición), la que va de acuerdo con los principios de este mundo. Pero
¿qué hay entonces de la filosofía que no sigue tradiciones humanas, sino que sur-
ge de las reflexiones racionales y reverentes del creyente alrededor de la revela-
ción o, incluso, de la que aún surgiendo de tradiciones humanas guarda una pro-
funda afinidad con la revelación de modo tal que sus contenidos van de acuerdo o
son conformes a lo dicho por Cristo? ¿También deben ser desechadas no obstan-
te poder prestar algún tipo de utilidad a la teología cristiana? Porque una gran
proporción de filosofía a lo largo de la historia humana no encaja en la de-
nunciada por Pablo. Y si esto es así, ¿cómo hacer para distinguir la una de la
otra? ¿no es acaso tomándolas en consideración y examinándolas a ambas con
una sana actitud crítica apoyada en el criterio bíblico? Al fin y al cabo, condenar y
satanizar sin siquiera escuchar o conocer los contenidos de lo que se está
satanizando no parece muy justo. Por eso, en relación con la filosofía lo que
pretendemos hacer en esta materia es lo recomendado también por el apóstol Pa-
blo: “sométanlo todo a prueba, aférrense a lo bueno” (1 Tes. 5:21)

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Suscribimos entonces lo sostenido por el teólogo y filósofo alemán Paul Tillich cuan-
do defendía el lugar que la filosofía ocupa en la búsqueda de la verdad y la correla-
ción que existe entre filosofía y teología. La filosofía diagnostica formulando las
preguntas adecuadas una vez logrado lo cual la teología elabora las respues-
tas acudiendo a la revelación. En línea con lo expresado por este teólogo, el Dr.
Alfonso Ropero afirma: “Tanto la religión como la filosofía coinciden en buscar una
verdad que sirva para salvar las contradicciones y ambigüedades de la existencia”.
No por nada nuestra especial condición humana se manifiesta en el hecho de que el
hombre es el único ser vivo que pregunta. Es esencialmente preguntón. Todo niño lo
hace desde que adquiere conciencia y continúa haciéndolo durante toda su vida.
Como lo observa Gino Iafrancesco Villegas: “¡Y aquí está el hombre!… Sus ojos es-
pirituales interiores preguntan. La conciencia existencial de su naturaleza espiritual…
interroga. Se da cuenta de que pregunta… ¿Cuál es la historia de su pregunta? ¿por
qué pregunta? he aquí que nos hallamos preguntando… ¿Hay alguno que no haya
preguntado? Creo que no hallaré ese testimonio de un hombre por ninguna parte.
Ciencia, filosofía, religión, distintos nombres de un mismo producto…”.

Así, pues, la máxima ambrosiana (atribuida a Ambrosio, obispo de Milán) en el


sentido de que “toda verdad, sea quien fuese el que la predique, viene de
Dios”, ratificada por otro devoto pensador cristiano, Tomás de Aquino, durante la
Edad Media; reconoce de manera implícita un lugar legítimo a la filosofía en el
campo de la teología cristiana. Es posible entonces que el cristiano que se aventu-
ra en los caminos de la filosofía descubra de manera grata y contra todo pronóstico,
junto con el filósofo francés Gabriel Marcel, que la filosofía conduce a la adoración,
a veces con mayor convicción que la misma religión, como lo sostuvieron tam-
bién a lo largo de la historia de la filosofía otros ilustres teólogos y filósofos cristianos
como Agustín y Hegel.

De hecho, en la lista de pensadores cristianos encontramos a algunos de los


más destacados filósofos de la historia de la humanidad, por lo cual vale la pena
traer a colación aquí otra vez algunas reflexiones puntuales y orientadoras hechas
por el Dr. Alfonso Ropero sobre el particular:
… el cristianismo no es una filosofía sino una religión… no hay filosofía cristiana, sino cristia-
nos que, en su condición de tales, hacen filosofía como filósofos… el cristianismo, como reli-
gión, ha determinado una gran porción de la filosofía occidental, a la vez que la filosofía ha co-
loreado el entendimiento que el cristianismo tiene de sí mismo. El cristianismo no es, pero en-
gendra una filosofía, la lleva en su seno desde el momento que se presenta como una religión
universal. A su sombra y acuciada por las nuevas ideas y conceptos aportadas por la fe cris-
tiana nace una filosofía que incluye en su armazón el dato revelado y la luz de la razón, no
amoldando la fe a la razón, sino sanando con la fe las enfermedades de la razón.

Si la biografía del pensador explica su pensamiento, es evidente que la profesión de fe cristia-


na de un filósofo determina la dirección de su filosofía, de modo que el producto es esencial,

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sino formalmente cristiano… Para ser cristiana la filosofía no tiene que recibir la aprobación de
una Iglesia… la filosofía cristiana ha nacido a raíz de la necesidad de fundamentación racional
y lógica de las doctrinas y dogmas teológicos. En este sentido la filosofía cristiana no es autó-
noma. Nace y gira en torno a las verdades reveladas que, por otra parte, incluyen toda reali-
dad en cuanto susceptible de entenderse teísta o ateístamente.

… Habrá variaciones en el planteamiento y el lenguaje, diferencia de perspectivas y temas,


pero, al final, en tanto filosofía realizada por cristianos, será filosofía cristiana.

Ahora bien, lo anterior no significa que todo pensador cristiano sin excepción que
incursione en la filosofía está haciendo automáticamente filosofía cristiana en un sen-
tido positivo y afín con la fe y la teología. Como nos lo sigue diciendo el Dr. Ropero:
“no todos los filósofos que han profesado ser cristianos han realizado filosofía cristia-
na, pues, o los presupuestos de la fe no han sido objeto de su tarea científica, o han
arribado a conclusiones incompatibles con la misma”. Pero en contraste con ello y de
una manera que no deja de sorprender: “filósofos que no figuran en la nómina cris-
tiana, han contribuido a la reflexión filosófica en una dirección muy cristiana, que ha
sido aprovechada fecundamente por el pensamiento cristiano”. Todo esto ha sucedi-
do así porque la irrupción del cristianismo en el campo del pensamiento huma-
no da lugar a un nuevo estado de cosas, descrito de manera concluyente y sinté-
tica por el Dr. Ropero con las siguientes palabras:
El cristianismo pone en marcha un nuevo tipo de hombre que con el tiempo va a determinar la
situación histórica y cultural de Occidente, de modo que la religión cristiana va a afectar nece-
sariamente el modo y objeto de la filosofía. La filosofía que surge de la situación cristiana es
propiamente filosofía cristiana. Cuando, a partir de la ruptura protestante, Europa se divide en
naciones rivales e iglesias enfrentadas, que marca el fin de la síntesis medieval, la filosofía (la
razón) terminará por emanciparse de la teología (la fe) y cada vez será menos filosofía cristia-
na, aunque los filósofos conserven su profesión cristiana. La teología ya no dictará a la filosof-
ía su objeto de análisis, sino la ciencia, el nuevo paradigma de la civilización moderna. La
perspectiva científica regulará la reflexión filosófica. Es la situación en que nos hallamos.

Helenismo y cristianismo
Helenismo es el nombre que recibe la síntesis cultural emprendida y lograda
por los griegos en todos los territorios a los que se extendió su dominio e in-
fluencia por cuenta de las conquistas de Alejandro Magno. El cristianismo sur-
gió en un contexto helénico, pues a pesar de que políticamente hablando el domi-
nio griego sobre la tierra santa y el pueblo judío ya había sido sustituido por el domi-
nio romano en el primer siglo de la era cristiana, lo cierto es que los romanos, con-
quistadores de los griegos en lo político-militar, admiraban de tal modo su cultura que
se habían dejado conquistar dócilmente por ellos en lo cultural. El helenismo incluye
entonces todo el acervo filosófico de la antigua Grecia unido al aporte de los roma-
nos con sus propios filósofos de corte moralista (Cicerón, Séneca), en medio del cual
se levantó la revelación cristiana, generando la cuestión acerca de la manera en
que el cristianismo debía relacionarse con el helenismo y, particularmente, con

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las diversas filosofías vigentes dentro de él en esta época de la historia. A este
respecto existen variadas posturas en la actualidad, pero en esta materia nosotros
compartimos el punto de vista del Dr. Alfonso Ropero, quien esclarece este asunto al
informarnos que:
Es un hecho evidente que la filosofía helénica ejerció una influencia determinante en la teolog-
ía cristiana, pero sin llegar al punto de negar la originalidad de lo cristiano y menos pervertir su
carácter específico de religión espiritual centrada en la salvación como perdón de pecado y
unión con Dios mediante Cristo. La influencia helénica no concierne tanto al sentido propio del
Evangelio, a su “esencia”… cuanto a su presentación o “zona periférica”…
Los cristianos se sirvieron de la filosofía griega, como medio elaborado racional y críticamente
concorde a su propósito de investigación y esclarecimiento de los misterios cristianos, sin
comprometer la independencia y autonomía de su fe…

Asimismo, coincidimos también con él en sus apreciaciones acerca de la pluralidad


de aportes filosóficos que el cristianismo puede admitir sin traicionar su esen-
cia, sino más bien ayudando a establecerla con mayor firmeza:
El cristianismo no es una filosofía, por tanto se puede explicar intelectualmente, o reforzar a
nivel dogmático, con filosofías de orientación diversa. En este sentido, el pensamiento cristia-
no se va a mover siempre en ese círculo que da por buenas las verdades básicas de la reve-
lación analizadas y fundamentadas por aquellas filosofías que más se ajusten a su expresión
cultural. Nunca esclavos de ningún sistema… ponen en práctica lo que en otro contexto escri-
bió el apóstol Pablo: “Examinadlo todo y retened lo bueno”. Así puede decir Clemente de Ale-
jandría: “Cuando hablo de filosofía, no me refiero a la estoica, o la platónica, o la de Epicuro o
la de Aristóteles, sino que me refiero a lo que cada una de estas escuelas ha dicho rectamen-
te enseñando la justicia con actitud científica y religiosa. Este conjunto ecléctico es lo que yo
llamo filosofía” (Stromata I, 43).

Sin embargo, debido a lo ya señalado en cuanto a las explicables actitudes de los


reformadores hacia la filosofía, el protestantismo en general se ha cerrado de
manera más bien inconveniente a esta especie de “simbiosis” entre teología y
filosofía, dando como resultado que la investigación respecto de la mutua influencia
ejercida entre el helenismo y el cristianismo sea juzgada de manera sesgada y nega-
tiva por los investigadores protestantes, a lo cual hace referencia el Dr. Ropero de
este modo:
La historiografía protestante, en virtud de su principio sólo la Escritura, y su correlato de tradi-
ción igual a tergiversación, se ha esforzado siempre en demostrar que el molde del pensa-
miento griego desvirtuó, traicionó la sencilla originalidad del mensaje cristiano en el que se va-
ció… Es evidente que el cristianismo se revistió con elementos propios de la cultura greco-
romana circundante, pero lo que no se puede demostrar es que la forma cambiara el conteni-
do.

Por otra parte, el Dr. Ropero llama nuestra atención a una circunstancia frecuente-
mente pasada por alto que consiste en que el simple hecho de que los cristianos,
desde los autores sagrados en adelante, hayan decidido utilizar el idioma grie-
go como vehículo de expresión de la doctrina cristiana, ya implica necesaria-

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mente la influencia formal del helenismo en el cristianismo, derivándose de este
hecho una característica esencial del cristianismo en cuanto a su flexibilidad expresi-
va en el campo de las variadas culturas humanas. Esto es, la capacidad del cristia-
nismo para ser expresado en diversos y diferentes contextos culturales, sin traicionar
de ningún modo su esencia al hacerlo. Al fin y al cabo, ésta es la metodología segui-
da por todo esfuerzo misionero emprendido por el cristianismo a lo largo de la histo-
ria:
Desde un principio los cristianos hablaron el idioma todo idioma contiene en sí una filosofía
de los pueblos misionados, adaptándose a sus expresiones para comunicar cómoda y efi-
cazmente un mensaje que estaba por encima de determinaciones culturales y por tanto sus-
ceptible de expresarse en todas las formas culturales sin quedar sometido a ninguna.

Por último, el balance final que resulta de todas estas consideraciones previas
acerca de la relación entre helenismo y cristianismo es a todas luces positivo,
como lo declara el Dr. Ropero con ilustrada convicción: “Los cristianos manejaron los
esquemas mentales que les eran familiares para hacerse entender. ¡Qué duda cabe
que la reflexión filosófica prestó servicios innegables a la incipiente teología cristiana!”

Los presocráticos
Los presocráticos (anteriores a Sócrates) son considerados los filósofos que re-
presentan el estrato más antiguo de la filosofía griega recogida dentro del hele-
nismo. Para comenzar a ilustrar la tesis que acabamos de exponer podemos
empezar por la pregunta fundamental formulada por la filosofía y sobre la
cual comienza a elaborar la razón filosófica. Esto es: ¿por qué existe algo y
no nada? Es posible que la respuesta teológica cristiana a esta pregunta no sa-
tisfaga ni a los científicos ni a los filósofos, pero no puede ser desechada sim-
plemente con base en la insatisfacción generada, pues es tanto o más razonable
que todas las respuestas propuestas por la mitología e incluso aquellas defendi-
das por la filosofía e incipiente ciencia de los griegos. La respuesta cristiana es la
doctrina de la creación ex nihilo, es decir, de la nada, escuetamente expresada
así en la Biblia: “Dios, en el principio, creo los cielos y la tierra” (Gén. 1:1), ratifi-
cada de este modo en el Nuevo Testamento: “Por la fe entendemos que el uni-
verso fue formado por la palabra de Dios, de modo que lo visible no provino de lo
que se ve” (Heb. 11:3). En realidad, esta respuesta es mucho más sobria, pun-
tual y razonable que las provistas por los mitos e incluso que aquellas surgidas
de las especulaciones de todos los filósofos presocráticos que se ocuparon de
la causa o la razón de ser del cosmos y la naturaleza, siendo entre ellos Demó-
crito, tal vez en virtud de su marcado materialismo, el que más se acercó a las
comprobaciones de la actual ciencia naturalista y materialista con su postulación
meramente conjetural del átomo como partícula de la cual está constituido todo
lo que existe anticipándose a su época, pues hoy por hoy la ciencia ha confirma-
do la existencia constitutiva del átomo en todo lo que existe desde el punto de

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vista material, aunque éste no sea una partícula indivisible, como lo afirmó el
filósofo griego. Sin embargo, los filósofos presocráticos, más que determinar
de dónde surgió la materia fundamental constitutiva de todo lo que existe,
se ocuparon de tratar de establecer racionalmente cuál es esta materia o
principio fundamental de la que están constituidos todos los seres. Los
presocráticos presuponen, entonces, la existencia de una materia prima funda-
mental que constituye el universo, cuya naturaleza quieren descubrir y estable-
cer, sin preguntarse por el origen de esta materia. Por contraste, la Biblia no
se detiene a decirnos de qué está hecho todo lo que existe, sino a afirmar
su existencia como producto de un acto creador de Dios, quien hizo todo
lo que existe de la nada. No hay, pues, contradicción necesaria entre la la-
bor emprendida por los filósofos presocráticos y la respuesta provista por
la Biblia y la teología cristiana, pues persiguen objetivos diferentes, aun-
que estén relacionados de manera muy cercana entre sí. En el desenvolvi-
miento de la cuestión filosófica fundamental expresada en la pregunta ¿por qué
existe algo y no nada?, la Biblia prefiere enfocarla respondiendo a la pregunta
implícita por los orígenes, es decir, ¿de dónde surgió todo lo que existe?, mien-
tras que los presocráticos la formulan más bien preguntándose ¿de qué está
hecho todo lo que existe? Por eso lo afirmado por la Biblia en relación con el uni-
verso y todos los seres que lo constituyen no prohíbe ni impide la labor ni de los
presocráticos ni de los científicos naturales de la actualidad (físicos, químicos y
biólogos con especialidad) para continuar indagando dentro de su propio campo
de estudio. Dicho de manera sintética, si bien existen notorias diferencias entre
los muchos filósofos y escuelas presocráticas, puede decirse, en términos
generales, que los presocráticos coincidieron en el intento de ofrecer
una explicación racional [logos] del Universo [cosmos] en lugar de
hacerlo mediante mitos, a la manera de los poetas Homero y Hesíodo.
Tales explicaciones se limitaban, frecuentemente, a la postulación de un
primer principio [arjé] o elemento constitutivo de todas las cosas exis-
tentes. Los que postulaban un solo principio son considerados monistas,
mientras que los que planteaban principios diversos son exponentes de la es-
cuela pluralista. Como variaciones alrededor de este mismo tema puede con-
siderarse la cuestión del movimiento debatida entre Heráclito, defensor de la
tesis de que la realidad es eterno devenir pues todo fluye y cambia constan-
temente, y Parménides, quien afirmaba la permanencia con su doctrina del ser
inmutable, enfrentamiento dialéctico que sólo se resolverá con Aristóteles en
su momento. Sin perjuicio de estas particularidades, en general el punto
fronterizo entre la mitología y la filosofía es, entonces, la apelación al lo-
gos (razón) y no al mito como explicación. Sin embargo, en la cultura
popular la filosofía no dejó sin vigencia a la mitología, pero sí comenzó a
ejercer contra ella una crítica racional y a interpretar los mitos recogidos

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por los poetas de manera alegórica y no literal. El recurso a la razón por
contraste con los mitos para explicar la realidad determina también la apari-
ción y desarrollo de una incipiente ciencia entre los griegos, pero sin diferen-
ciarse ni separarse aún de la reflexión filosófica, de donde algunas escuelas fi-
losóficas de los griegos como la pitagórica y otros conspicuos pensadores co-
mo Heródoto, Tucídides e Hipócrates, se destacan por ser los precursores de
ciencias actuales como las matemáticas y la geometría (Pitágoras), la historia
(Heródoto y Tucídides) y la medicina (Hipócrates).

Hacia el final del periodo presocrático de la filosofía y combinándose a veces


con ellos surgen en Atenas los sofistas, filósofos itinerantes que son tal
vez los más controvertidos y cuestionados de los filósofos de la antigua
Grecia, pues más que por la veracidad de su discurso, se preocupaban
por el carácter persuasivo del mismo, de donde la forma, −es decir la re-
tórica, la oratoria y la elocuencia en el discurso−, es para ellos más im-
portante que el fondo, −es decir el contenido al cual la retórica sirve co-
mo vehículo expresivo−. Así, pues, la validez de una idea dependería de la
habilidad discursiva para plantearla y no de su correspondencia con los
hechos y la realidad. Ellos comienzan a abonar el terreno para que emerjan
dos formas de entender la naturaleza de la realidad y de la vida humana que
mantienen su dominio en una significativa parte del pensamiento actual: el re-
lativismo y el escepticismo. Por eso hoy por hoy decir “eso es un sofisma” es
afirmar que lo que se está diciendo suena muy bien, pero no es más que una
afirmación falsa que pretende embaucar a sus oyentes y que distrae y oscure-
ce el verdadero asunto de fondo que se quiere resolver.

Dejando de lado a los sofistas por razones obvias y volviendo con los pre-
socráticos, fueron ellos los que, en cabeza de Heráclito, postularon la
existencia del “logos” o razón universal que rige, fundamenta y determi-
na todo lo que existe de la manera en que existe. Y es la reflexión filosó-
fica alrededor del “logos” iniciada por los presocráticos y continuada por
la saga posterior de filósofos griegos la que brindó en su momento un
evidente punto de contacto entre filosofía y teología cristiana, puesto que
el evangelio y los escritos inspirados del apóstol Juan utilizan también el
término griego “logos” (traducido el español como “Verbo”) para referirse a
Cristo, en línea de continuidad con la tradición judía veterotestamentaria (es
decir, del Antiguo Testamento), que se ocupó en principio de la sabiduría divi-
na entendida como un atributo de Dios, hasta llegar a personificarla y distin-
guirla de Dios, como sucede, por ejemplo, en el libro de los Proverbios y el
pensamiento de Pablo, quien identifica a Cristo con la sabiduría eterna de Dios
(Pr. 1:20; 3:19; 8:1, 12; 9:1; 1 Cor. 1:24, 30). Justamente es el filósofo judío
Filón, de la ciudad de Alejandría, quien primero intentó entre el cruce del

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último siglo de la era antigua y el primero de nuestra era, una síntesis en-
tre la filosofía griega y el monoteísmo judío, utilizando para ello el con-
cepto del “logos” griego, equiparándolo a la Palabra de Dios tal como
ésta se entendía en el contexto teológico de los judíos1. Y si bien se con-
sidera en general que en este cometido Filón hizo tal vez demasiadas conce-
siones al pensamiento griego en detrimento del pensamiento teológico de la
tradición judía, lo cierto es que la resuelta caracterización que Juan hace en
su evangelio entre la persona de Cristo y el mismo Logos encarnado
como hombre (Jn. 1:14), remontándolo a su vez al Logos eternamente
preexistente con Dios en una unidad tan indisoluble que confiere al Lo-
gos sin reservas la condición e identidad divina (Jn. 1:1); es suficiente
fundamento bíblico para que el prestigioso y piadoso grupo de creyentes
y teólogos cristianos llamados “los apologistas griegos”, entre los
grandes padres de la iglesia primitiva, recurrieran al concepto bíblico
del “logos” compartido con la filosofía griega, y para entonces con una
ya larga tradición dentro de ella, para divulgar el cristianismo entre las clases
educadas de su tiempo, presentándolo con altura intelectual utilizando para
ello las herramientas propias de la dialéctica y la lógica griega desde el punto
de vista formal, pero con un contenido auténticamente cristiano escritural
que buscaba precisamente corregir la concepción defectuosa del logos
griego para ajustarla al Logos de los cristianos. Porque a esas alturas el
entendimiento del “logos” entre las diversas escuelas filosóficas griegas, a pe-
sar de contar con siglos de desarrollo y tal vez justamente a causa de ello, es-
taba lejos de ser unívoco y monolítico pues no existía un consenso entre todos
ellos sobre cómo debía entenderse. Podría decirse que la apelación al con-
cepto del “logos” era prácticamente común a todas las escuelas filosófi-
cas griegas, pero la manera en que cada una de ellas lo entendía difería
entre sí en mayor o menor grado. En un contexto como éste, el cristianismo
no ve dificultad ni objeción en entrar a terciar para proponer su propia concep-
ción del Logos a la que, por supuesto, considera la correcta y que converge
siempre en la persona de Jesús de Nazaret.

De hecho, desde sus mismos orígenes entre los presocráticos, la con-


cepción del “logos” no fue unánime, pues Heráclito lo concebía como for-
mando parte constitutiva de la materia universal, incluyendo al ser humano,

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Herederos del pensamiento de Filón en el campo cristiano fueron los eminentes teólogos de la
antigüedad: Clemente y Orígenes de Alejandría, a cuyo pensamiento, por conveniencia temática,
se hará más bien referencia en el Curso de Teología, Filosofía y Ciencia; el siguiente en nuestro
programa de estudios en uno de sus módulos, el de Prolegómenos. De cualquier modo estos per-
sonajes ya han sido mencionados y tratados también desde una perspectiva histórica en el módulo
de Historia del Cristianismo I, correspondiente al Curso de Historia, Doctrina y Práctica Cristiana I;
el segundo en nuestro programa de estudios.

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dada su innegable condición material, en una relación de identidad tan estre-
cha que no contempla casi distinción entre la materia universal y el logos. Esta
concepción panteísta del logos que lo iguala con el universo es corregida por
otro presocrático: Anaxágoras, quien postula la existencia de una Razón (lo-
gos) ordenadora fuera o más allá de la materia inanimada a la que prefirió lla-
mar “Nous” y no logos. Y si bien el término “nous” no careció de cierta acogida
entre los filósofos posteriores, fue el de “logos” el que se impuso para referirse
a esta noción tan inasible y que a partir de los presocráticos se convierte en un
punto de referencia obligado de la filosofía griega, desenvolviéndose en direc-
ciones en ocasiones complementarias entre sí, aunque no siempre coinciden-
tes. De paso hay que decir que los planteamientos de Heráclito y Anaxágo-
ras ponen sobre la mesa una cuestión que tiene su correspondencia en
el pensamiento cristiano posterior y mantiene hoy su vigencia, cuestión
que se manifiesta en la defensa cristiana de dos atributos divinos com-
plementarios pero siempre enfrentados y no siempre fáciles de conciliar:
la inmanencia y la trascendencia de Dios. Porque al igual que lo sucedido
con Heráclito respecto al logos, cuando el pensamiento cristiano ha enfatizado
demasiado la inmanencia divina en detrimento de su trascendencia, ha dado
lugar a concepciones equivocadas de Dios que desembocan en censurables
formas de panteísmo. Pero, por otro lado, cuando se enfatiza su trascendencia
por sobre la inmanencia, a la manera de Anaxágoras, se puede también des-
embocar en cuestionables formas de deísmo e incluso de agnosticismo, como
sucederá con el pensamiento filosófico moderno, según lo veremos a su tiem-
po. Por eso, no hay que olvidar que las Escrituras afirman por igual la inma-
nencia y la trascendencia divinas, por lo cual la teología debe sostenerlas am-
bas para poder así fundamentar el teísmo cristiano en contra de cualquier for-
ma de panteísmo, deísmo o agnosticismo.

Los filósofos clásicos

Hemos visto como los primeros filósofos griegos, los presocráticos, fueron en
general filósofos de la naturaleza preguntándose por los principios o elemen-
tos fundamentales que constituyen el universo o cosmos, brindando ocasión a
la teología cristiana de afirmar su doctrina de la creación ex nihilo y de decla-
rar el papel protagónico y determinante que el Cristo eternamente preexistente
en el seno de la divinidad, el Logos, la Sabiduría, la Palabra de Dios, la se-
gunda Persona de la Trinidad Divina, previo a su encarnación como hombre,
desempeñó y sigue desempeñando en esta creación (Col. 1:15-17). Es tanto
así que hoy por hoy hablar de “teología del Logos” en contexto cristiano es
hablar de cristología. Pero la cristología no concierne fundamentalmente al
papel del Logos antes de su encarnación como hombre (un papel cos-
mogónico, más allá de la historia humana), sino que esto es mera prepa-

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ración para lo que constituye el meollo de la cristología y del cristianis-
mo en general, la encarnación del Logos como hombre (su papel teológi-
co-antropológico en el centro de la historia humana), momento culminan-
te e insuperable de la revelación de Dios a los hombres que, como tal,
juzga y establece la mayor o menor validez de todos los demás momen-
tos y eventos auténticamente reveladores que puedan encontrarse antes
y después de la encarnación, vida, muerte y resurrección de Cristo, ya
sea en la Biblia e incluso en la filosofía o en el pensamiento no religioso
de la humanidad. Es precisamente debido a ello que los filósofos clásicos de
la antigua Grecia, a saber: Sócrates, Platón y Aristóteles, cobran importancia
para el pensamiento cristiano, aunque no coincidan con él en todo.

Sócrates
De los tres filósofos clásicos, es Sócrates quien hace el tránsito en la
reflexión filosófica entre el pensamiento cosmológico de los pre-
socráticos al pensamiento antropológico centrado en el ser humano
y el papel que éste desempeña en el cosmos. Como lo dice el Dr. Ro-
pero:
… durante siglos los hombres más despiertos buscaron la razón de todos los seres
del universo en la misma naturaleza, sin reflexionar sobre el hombre que planteaba
las interrogaciones… A medida que la filosofía avance en sus investigaciones natu-
rales, con el hombre como sujeto de las mismas, irá descubriendo la vida humana
como objeto de la investigación misma. A esto se llega con Sócrates. Él va a colocar
al hombre en el centro de la ciencia y la sabiduría.

Sin embargo, hay que suscribir aquí la salvedad expresada así por el Dr.
Ropero: “A la preocupación por el mundo… sucede la preocupación por el
hombre; no que el uno tome el lugar del otro, sino que la orientación an-
tropológica va a servir de parámetro al estudio de la naturaleza y del resto
de las cosas”. Cabe entonces referirse como antecedente al filósofo
sofista Protágoras, autor de la conocida y controvertida sentencia
que reza: “El hombre es la medida de todas las cosas: de las que son,
en tanto que son, y de las que no son, en tanto que no son”. Si bien
esta sentencia en boca de un sofista es una afirmación a favor del relati-
vismo moral y del agnosticismo teológico (de hecho, podría decirse que
Protágoras era un poco ambas cosas: un relativista y un agnóstico), tam-
bién lo es que, desde la óptica cristiana escritural, en esta declaración hay
una gran dosis de verdad vista dentro del contexto adecuado. Ciertamente,
si se interpreta esta frase a la manera de los sofistas, dando a enten-
der que siempre hay que valorar lo que es bueno o malo, correcto o equi-
vocado, en relación con las necesidades del género humano o desde una
óptica meramente humana, sin referencia a ninguna otra norma o fuente

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superior a la que surge del individuo o de la sociedad de la que forma par-
te; entonces esta consigna sí debe ser cuestionada desde la perspec-
tiva cristiana, pues no sólo da pie a lo ya mencionado, sino también a un
subjetivismo inadmisible que nos conduce de forma inexorable a un es-
cepticismo extremo según el cual no podemos saber nada con certeza ab-
soluta, pues al final todo es relativo. Pero debemos señalar aquí por
otro lado que, según la Biblia, el hombre fue creado originalmente
para ser la medida de todas las cosas de este mundo por gratuita
concesión y delegación expresa de Dios mismo (Gén. 1:26-28; 2:19).
Sin embargo, al desobedecer a Dios perdió las facultades para poder ejer-
cer correctamente esta prerrogativa, de donde al intentar ejercerla en las
actuales condiciones de la existencia termina errando de muchas maneras.
Con todo, a partir de la encarnación de Cristo, el hombre sí vuelve a
ser la medida de todas las cosas sin temor a errar. Pero no cualquier
hombre, sino “Jesucristo hombre” (1 Tim. 2:5), que es quien proyecta
la humanidad a su máximo potencial. Y es que al margen de su divinidad,
Cristo es el modelo perfecto de la humanidad que, en cuanto hombre nos
brinda en sí mismo la medida de todas las cosas. No es casual que Pilato
lo haya presentado ante la multitud declarando: “Aquí tienen al hombre” (Jn.
19:5), anuncio que significa mucho más de lo que el procurador romano ten-
ía en mente al pronunciarlo, como lo ha afirmado la tradición cristiana reco-
gida por el pastor Darío Silva-Silva así: “Y, por cierto, no un hombre en parti-
cular, no aquél reo de sedición y blasfemia, sino EL HOMBRE, empleada
esencialistamente la expresión como sustantivo colectivo genérico... Pilato
sirve de altoparlante al inconsciente colectivo: Jesús es el arquetipo”. En es-
ta línea de humanismo cristiano debemos, pues, suscribir el famoso
dicho socrático: “Conócete a ti mismo” que, al decir del Dr. Ropero: “pro-
fundiza en el hombre como interioridad y prepara el terreno de Platón y de
Agustín hacia la intimidad”. Una intimidad que se ha vuelto cada vez más
esquiva para el hombre de hoy, cuya paradójica situación es descrita de este
modo por el psiquiatra A. J. Cury: “Gobernamos el mundo exterior, pero
tenemos gran dificultad en manejar nuestro mundo interior, el de los pen-
samientos y las emociones. Estamos subyugados por necesidades que
nunca fueron prioritarias… Es posible viajar por el mundo y conocer varios
continentes, y sin embargo no recorrer los caminos de su propio ser y co-
nocerse a sí mismo”. No obstante, el viaje a nuestra propia interioridad
posee una larga tradición dentro del pensamiento cristiano pues está,
por demás, suficientemente documentado en la Biblia. De hecho virtudes
cristianas tan apreciadas como la humildad y el dominio propio (Gál. 5:23;
2 Tim. 1:7; 2 P. 1:6), solo pueden ser cultivadas con éxito por quien se co-
noce a sí mismo y son tenidas en mucha mayor estima que la fuerza y la

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capacidad de conquista sobre los demás (Pr. 16:32; Ecl. 9:16-17). Pero el
conocimiento profundo de nuestra propia interioridad es provechoso
especialmente porque sólo a través de él podemos llegar al conoci-
miento de Dios, pues únicamente sumergiéndonos en nuestro inter-
ior descubrimos nuestra imperfecta condición humana, nuestra insu-
ficiencia radical, nuestra naturaleza incompleta y corrupta en la me-
dida en que somos tan sólo una estropeada “imagen y semejanza” de
una realidad diferente: la realidad de Dios que, a pesar de ello, no
está lejos de nosotros como para que no podamos invocarlo y en-
contrarlo en nuestro fuero interno para conformarnos a Él mediante
la redención efectuada por Cristo, sin tener que llevar a cabo actos ex-
ternos y heroicos como “subir al cielo” o “bajar al abismo”, pues, “… está
cerca de ti… en la boca y en el corazón” (Rom. 10:6-8). Cristo fomentó y
estimuló en sus discípulos el conocimiento de su interioridad (Mt. 15:16-
20), llevando a todos sus allegados a perder el miedo a asumir su historia
personal y a fortalecerse a través del reconocimiento de sus propias fragi-
lidades siendo fieles a su conciencia, para poder así apreciar el don divino
de la redención en toda su magnitud. El lema socrático “conócete a ti
mismo” se aviene bien con el cristianismo y se complementará dentro de
la filosofía griega, en línea con las virtudes cristianas de la humildad y el
dominio propio, por medio de la autarquía propuesta por los estoicos,
como se verá más adelante. Mientras tanto, Sócrates propugnó el culti-
vo de la virtud como fuente de la verdadera felicidad. Su máxima
“conócete a ti mismo”, adquirirá sobre todo un valor moral muy afín
con la moral y la ética cristiana. Pero lo que Sócrates no tuvo en cuenta
es que en la experiencia humana no basta con conocer lo que es bueno
para practicarlo, algo que sí tiene en cuenta con toda la seriedad que lo
amerita el cristianismo en los escritos del Nuevo Testamento, en especial
el apóstol Pablo en el capítulo 7 de su epístola a los Romanos. Pero esta
precisión no despoja de validez lo afirmado por Sócrates en cuanto a la
práctica de la virtud como meta ideal de la humanidad.
Por otra parte, el conocimiento de nosotros mismos se facilita a través
del método generalmente atribuido a Sócrates conocido como may-
éutica que consiste en hacerle ver al interlocutor que las respuestas a las
preguntas que formula se encuentran ya presentes dentro de él mismo, de
dónde debe extraerlas por medio de una escogida serie de preguntas re-
tóricas y consecuentes conceptualizaciones orientadas para hacerle ver
que en realidad siempre ha sabido aquello por lo que está inquiriendo,
aunque no fuera plenamente consciente de ello. Por otro lado, en la expo-
sición de su pensamiento y la defensa del mismo contra sus críticos
Sócrates, más que hacer alarde de conocimientos, asume una actitud de

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ignorancia calculada para, mediante las preguntas a veces obvias y de in-
cisivo sentido común que surgen de este estado de ignorancia estratégi-
camente asumido, hacer ver a sus críticos y a todos sus compatriotas co-
etáneos las debilidades, inconsistencias y sobre todo los prejuicios de su
propia manera de pensar. Esto es lo que se conoce como “ironía socráti-
ca”. La mayéutica busca entonces desentrañar de manera consciente las
“reminiscencias” cognitivas inconscientes que el individuo ya posee en sí
mismo sin saberlo. Mientras que la ironía socrática busca hacerlo cons-
ciente de sus prejuicios. Podría decirse que la mayéutica está diseñada
para mostrarle a quien se cree ignorante que en realidad no lo es, mien-
tras que la ironía socrática busca lo contrario: demostrarle a quien cree
saber mucho que en realidad es un ignorante. Y aquí no es desatinado
decir que ni la mayéutica ni la ironía socrática son ajenas a las Escri-
turas judeocristianas en el propósito de revelarnos lo que debemos
saber acerca de Dios y de nosotros mismos. No por nada en ellas se
recurre con frecuencia a las preguntas retóricas, que no son otras que las
preguntas que llevan implícita la respuesta. En efecto, Dios recurre insisten-
temente a este tipo de preguntas para revelarse al hombre (Job 38:1-41:14;
Isa. 40:12-14, 18, 21, 25-26, 28; 50:2; 66:1; Rom. 11:34-35; 1 Cor. 1:13, 20;
12:29-30). Porque en las Escrituras no se abordan propiamente las pregun-
tas clásicas de la ciencia, la filosofía y la religión, sino las preguntas agó-
nicas que surgen de los momentos de crisis humana, que suelen introdu-
cirse habitualmente con la fórmula ¿hasta cuándo? (Sal. 6:3; 13:1-2;
35:17; 74:9-11; 79:5; 80:4; 89:46; 94:3; Hab. 1:2; Apo. 6:10). Lo curioso es
que Dios responde en los mismos términos, con contrapreguntas que de-
bemos responder (Éxo. 10:3; 16:28; Nm. 14:11, 27, Jos. 18:3; 1 S. 16:1; 1
R. 18:21; Sal. 82:2; Pr. 1:22; Jer. 4:14; Hab. 2:6; Mt. 17:17), antes de po-
der hallar las anheladas respuestas a las nuestras y reconocer en el pro-
ceso que, tal vez, ni siquiera era procedente formularlas, como lo recono-
ció el patriarca Job al final de su libro (Job 42:1-6).
Finalmente, es famosa también la declaración socrática de ignorancia
que va más allá de la intención metodológica perseguida con la ya aludida
“ironía socrática”. Nos referimos a la máxima “Sólo sé que nada sé”,
bien interpretada en contexto cristiano por el filósofo, teólogo y místico
alemán de finales del Medioevo y principios del Renacimiento, Nicolás de
Cusa. Dijo él que: “Ningún hombre, ni el más diligente, llegará a encontrar
lo más perfecto de la sabiduría más que en encontrarse doctísimo en la
ignorancia que le es propia; y tanto más sabio será cuanto más ignorante
se reconozca”. En efecto, una de las nociones más sugestivas y esti-
mulantes de la historia del pensamiento humano es la llamada “docta
ignorancia” propuesta por Nicolás de Cusa, padre de la filosofía

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alemana entre el paso de la Edad Media al Renacimiento, en con-
cordancia con la frase ya citada atribuida a Sócrates. La “docta igno-
rancia” hace referencia a la imposibilidad de alcanzar un conocimiento
pleno y completo de nuestra realidad, por más que profundicemos en la
comprensión y el conocimiento de la misma, pues siempre que avanza-
mos un paso en esta dirección, el horizonte de lo que todavía ignoramos
se ensancha generando nuevas preguntas de las que no estábamos
conscientes previamente. Es como si con cada escalón alcanzado apare-
cieran dos más en el campo de visión de lo que aún nos falta por recorrer,
de modo que nunca podremos pretender haber recorrido por completo la
escalera, terminando finalmente con un claro convencimiento de que, a
pesar de que sabemos mucho más que al comienzo, paradójicamente
la extensión de lo que aún ignoramos también es mayor que la inicial.
Es decir que somos más “doctos” en lo que ignoramos que en lo que
sabemos. Pero el adquirir conciencia de todo lo que aún se ignora es
de cualquier modo un conocimiento valioso que fomenta en el hombre
la humildad ante la inconmensurable e inescrutable grandeza de Dios (Rom.
11:33-34). La Biblia brinda fundamento a esta noción al contrastar el cono-
cimiento mundano y jactancioso que pretende explicarlo todo, con la humilde
y piadosa sabiduría que reconoce sus limitaciones (1 Cor. 3:18-19; 8:1-2). La
noción de la “docta ignorancia” sirve entonces para contrarrestar el
envanecimiento típico del erudito, junto con el peligro de que en el cris-
tianismo se termine reemplazando la relación vital y personal con Cris-
to por el conocimiento acerca de Cristo.
El balance de Sócrates es, como puede verse, muy positivo al evaluarlo
a la luz del cristianismo. A pesar de ello no podemos olvidar que en la
medida en que Sócrates basa su conocimiento en el mero ejercicio de
la razón dentro de la más pura tradición filosófica, no estuvo exento de
errar por medio de interpretaciones divergentes de las Escrituras, como
en efecto lo hace en algunos asuntos de importancia menor, que no ensom-
brecen de todos modos sus notables coincidencias con el mejor y más es-
clarecido pensamiento teológico y filosófico de origen cristiano, coincidencias
más meritorias precisamente por proceder de la mera razón del filósofo sin
referencia directa a la revelación de Dios. Sin embargo, algunos padres de la
iglesia hostiles a la filosofía como Taciano llegaron a sugerir que los que los
filósofos griegos dijeron rectamente lo tomaron del pensamiento judío previo,
algo que no deja de ser meramente especulativo y sin ninguna comproba-
ción a su favor. En esta misma línea cristiana que busca restarle todo mérito
a la reflexión filosófica griega, en la medida en que Sócrates mencionó un
dialogo interno con lo que él llamó su daimon, algunos cristianos evangélicos
poco ilustrados y de corte fanático, que satanizan toda forma de filosofía,

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han querido desestimar y condenar todas las ideas de Sócrates argumenta-
do que sus doctrinas son “doctrinas de demonios”, negándoles todo el valor
que puedan tener por sí mismas, equiparando de forma ignorante los demo-
nios tal y como son comprendidos en la tradición judeocristiana, con la no-
ción de daimon en el pensamiento griego, y particularmente en el de Sócra-
tes, algo que no puede hacerse con la ligereza con que algunos cristianos lo
hacen.

Platón
El segundo de los filósofos clásicos de la antigua Grecia, discípulo dilecto de
Sócrates, es Platón quien nos da a conocer en sus famosos “diálogos” no
sólo su pensamiento sino el de su maestro Sócrates, pues este último no
dejó ningún escrito y lo que sabemos de él lo sabemos gracias a su discípu-
lo Platón, quien desarrolló más a fondo algunas de las líneas de pen-
samiento bosquejadas por su maestro imprimiéndoles un sello perso-
nal tan importante y sugerente y dándoles una forma tan acabada al in-
corporarlas en una escuela (La Academia) o sistema de pensamiento,
que pronto sobrepujó a su maestro en el alcance e influencia de sus
ideas. Cómo nos lo confirma el Dr. Ropero: “será Platón el que lleve las di-
rectrices de Sócrates a su último extremo filosófico”. Su influencia en el
pensamiento cristiano será tan determinante que es con Platón, remo-
zado a partir del siglo III d. C. por medio de la síntesis lograda por la escuela
neoplatónica con Plotino como su principal representante, que el cristianis-
mo y el helenismo alcanzan tal vez su enlace y punto de contacto más es-
trecho y culminante en el pensamiento del gran teólogo africano Agustín
de Hipona que condiciona todo el pensamiento cristiano de la Edad Media.
Se explica entonces la siguiente consideración del Dr. Ropero en relación
con este filósofo: “Se trata del filósofo más influyente de la humanidad. El
elemento platónico pesa mucho en el cristianismo”.
Para efectos de nuestro estudio, la ilustración gráfica más conocida de
Platón a través de la cual se puede ingresar a su pensamiento es el
llamado “mito de la caverna” (que más que un mito, es una alegoría), el
cual compara a la humanidad en general con una multitud de espectadores
ubicados y encadenados en una caverna de espaldas hacia la entrada y
contemplando la pared de fondo de la caverna en la que se proyectan y di-
bujan las sombras de todo lo que acontece a sus espaldas, que sería enton-
ces la verdadera realidad que la humanidad no puede contemplar por estar
observando únicamente las sombras proyectadas por aquella. Sombras que,
además, confunde equivocadamente con la realidad que tiene lugar a sus
espaldas. Para Platón el filósofo es aquel que deja de contemplar las som-
bras, rompe sus cadenas, da media vuelta y ve la realidad tal como ésta es
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verdaderamente. En este contexto, las sombras no serían más que las per-
cepciones particulares e individuales que los seres humanos obtenemos del
mundo exterior con nuestros sentidos, mientras que la realidad es el mundo
de las ideas que se halla presente previamente y desde siempre en nuestro
intelecto como los modelos o arquetipos originales que nos permiten distin-
guir e identificar como tales las sombras y apariencias que este modelo
mental proyecta en el mundo sensible. Platón vendría a resolver de este
modo la cuestión planteada por los presocráticos de tal modo que, al
decir de Julián Marías: “El ser verdadero, que la filosofía venía buscando
desde Parménides, no está en las cosas, sino fuera de ellas: en las ideas.
Éstas son, pues, unos ‘entes metafísicos que encierran el verdadero ser de
las cosas’ ”. No en vano Javier Mahillo también ha dicho que: “… comen-
zando por los presocráticos… el problema que se discute recurrentemente a
lo largo de la historia del pensamiento está en hasta dónde la información
aportada por nuestros sentidos nos alcanza el verdadero conocimiento del
mundo [Aristóteles] o, por el contrario, nos lo oculta o distorsiona [Platón]”.
Salta a la vista la conveniencia del planteamiento platónico desde la
óptica cristiana y por ende el gran atractivo que ejerció en la teología
cristiana antigua, pues Platón postula una división del mundo en dos par-
tes: el mundo superior, inteligible, inmutable e inmaterial de las ideas, que
sería la realidad verdadera, y el mundo inferior, sensible, cambiante y mate-
rial de las cosas concretas e individuales, que sería una realidad aparente.
De manera análoga, la Biblia afirma la existencia, más allá del mundo vi-
sible, físico y material, de un mundo invisible, inmaterial y espiritual,
más determinante que el primero en el acontecer y en la historia huma-
nas, de tal modo que lo que sucede en el mundo físico es con frecuen-
cia simple consecuencia y reflejo de lo previamente acontecido en el
mundo espiritual en el cual mora Dios por excelencia. De esta evidente
afinidad formal entre el platonismo y el cristianismo surge una alianza
entre teología cristiana y filosofía platónica por la cual, a partir de
Agustín y durante casi toda la Edad Media el vehículo filosófico utili-
zado por la teología cristiana para su elaboración y definición doctrinal
será el idealismo platónico. El platonismo confirma así, desde un punto de
vista meramente racional, lo que la Biblia nos revela de manera inequívoca.
El idealismo platónico tal vez no sea más que la expresión discursiva,
racional y metódica de una experiencia humana universal de carácter
intuitivo que, lamentablemente, suele ser sofocada por consideracio-
nes pragmáticas de carácter urgente e inmediato. En efecto, los seres
humanos sabemos instintiva o intuitivamente que la realidad que percibi-
mos por medio de los sentidos es sólo una parte de la realidad total, pero
debido a que esa impresión es más bien vaga e indefinida y no perceptible

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por los sentidos, muchos optan equivocadamente por ignorar o negar la
realidad invisible, ya sea con plena conciencia y de forma voluntaria o
también de manera sutil, velada e inconsciente al no tomarla en cuenta
para ningún efecto práctico. Las realidades invisibles nunca podrán, por su
misma naturaleza, hacerse concretas y tangibles para los sentidos, pues
aunque la razón puede intuirlas y postularlas, −a la manera del platonis-
mo−, éstas solo pueden ser captadas mediante la fe. Hacer caso omiso de
estas realidades puede ser tan insensato y peligroso para el ser humano
como lo es para el capitán de un buque ignorar que la parte del témpano
de hielo que se halla a la vista es solamente la punta del mismo, y que lo
que se encuentra bajo la superficie, oculto a los ojos, es mucho más volu-
minoso y tan real como lo primero. El apóstol Tomás no estaba dispuesto
a creer sino en lo que podía ver y palpar y debido a ello fue reprendido por
el Señor, culminando con la bienaventuranza pronunciada sobre los que
creen sin haber visto: “… −Porque me has visto, has creído –le dijo
Jesús−; dichosos los que no han visto y sin embargo creen” (Jn. 20:24-29),
ya que la misma fe se define como “la garantía de lo que se espera, la cer-
teza de lo que no se ve” (Heb. 11:1), de tal modo que: “Vivimos por fe, no
por vista” (2 Cor. 5:7). La Biblia dice que la realidad del Dios invisible se
puede inferir de las cosas visibles: “… las cualidades invisibles de Dios…
se perciben claramente a través de lo que él creó…” (Rom. 1:20), y que
estas últimas son, en contraste con las primeras, simplemente copia y
sombra de las invisibles, que son las verdaderas: “Estos sacerdotes sirven
en un santuario que es sombra y copia del que está en el cielo” (Heb. 8:5;
9:24), y por lo mismo, eternas: “Así que no nos fijamos en lo visible sino en
lo invisible, ya que lo que se ve es pasajero, mientras que lo que no se ve
es eterno” (2 Cor. 4:18), exhortándonos entonces a concentrar nuestra
atención en “las cosas de arriba, no en las de la tierra” (Col. 3:2). El cris-
tiano debe estar entonces en condiciones de hacer suya la siguiente de-
claración del filósofo y escritor norteamericano Ralph Waldo Emerson:
“Todo lo que veo me enseña a confiar en el Creador por todo lo que no
veo”.
Las anteriores correspondencias entre platonismo y cristianismo no deben
hacernos pensar que Agustín hubiera asumido el platonismo, tal como lo
conoció en el marco del neoplatonismo de Plotino, a ojo cerrado y de ma-
nera acrítica. Agustín era muy consciente de las numerosas incompati-
bilidades particulares y específicas entre platonismo y cristianismo y
procuró corregir los defectos del pensamiento platónico a la luz de la
revelación bíblica. Pero vio tal valor y utilidad en la filosofía platónica
para la causa del evangelio que, a pesar de lo anterior, no la desechó
sino que la incorporó debidamente corregida en el armazón doctrinal

18
elaborado por la teología cristiana a partir de ese momento. Los suceso-
res de Agustín en el campo del pensamiento cristiano durante la Edad Media
no fueron tan conscientes como el hiponense de las incompatibilidades entre
platonismo y cristianismo y permitieron que gradualmente el cristianismo se
viciara con algunas implicaciones que se seguían del platonismo en perjuicio
de importantes doctrinas cristianas que fueron poco a poco relegadas y olvi-
dadas, hasta que el aristotelismo brindó el medio filósofico de contraste que
era necesario para rescatarlas y reivindicarlas de conformidad con las Escri-
turas.
Algunas de las fundamentaciones e implicaciones del platonismo que con-
tradicen la revelación bíblica y que resaltan sobre el trasfondo general de
sus coincidencias son las siguientes:
 La doctrina de la preexistencia del alma. Para Platón el alma
humana existe desde antes de encarnarse como un determinado ser
humano de carne y hueso. En su preexistencia el alma humana ha
experimentado la contemplación de las ideas en estado puro, pero al
encarnarse ya no las recuerda, sino que las olvida. El conocimiento
del mundo de las ideas es, pues, una acto de recordación. Es re-
cordar lo que el alma contemplaba cuando habitaba en el plano celes-
te. Al encarnarse el alma cae de su estado ideal y toda la vida humana
se reduce a ser un intento de retornar a ese estado perdido que se
echa de menos y se añora (eros) con ansias. A pesar de las similitu-
des con la doctrina cristiana de la caída por causa del pecado
original, el pensamiento platónico habla únicamente de “la caída
del alma” sin que exista ninguna responsabilidad del ser humano
en ello, mientras que la doctrina cristiana de la caída evoca una
caída de la cual el ser humano es responsable por causa de la
desobediencia y que afecta a todo su ser: espíritu, alma y cuerpo
y no solamente a su alma. Por otra parte, el cristianismo niega la
preexistencia de las almas en sí mismas, sino únicamente como reali-
dades meramente potenciales contempladas previamente y desde
siempre en la mente divina del Dios Creador, pero sin llegar a existir
de ningún modo hasta que Dios decide de forma soberana el momen-
to de crearlas efectivamente en precisa concurrencia y sincronía con
la concepción biológica de un nuevo ser humano engendrado median-
te la unión del hombre y la mujer en el acto sexual procreativo 2 .

2
Aunque en este particular hay que decir que la teología discute la manera exacta en que un nue-
vo ser humano obtiene su alma correspondiente. Tertuliano sostuvo una propuesta llamada tradu-
cionismo que mantiene vigencia en amplios sectores del cristianismo, mientras que Agustín propu-
so una propuesta alterna llamada creacionismo, que también tiene gran acogida entre la cristian-

19
Agustín negó la preexistencia de las almas, doctrina platónica
que representa un peligro para el cristianismo, no sólo por no es-
tar de ningún modo revelada en las Escrituras, sino también por
la facilidad con que puede dar pie a doctrinas erróneas como la
metempsicosis o transmigración de las almas, más conocida ac-
tualmente como reencarnación. Con todo, antes de Agustín, teólo-
gos de la estatura de Clemente y Orígenes de Alejandría se dejaron
influir tanto por el platonismo que terminaron defendiendo y especu-
lando favorablemente a favor de doctrinas platónicas como la preexis-
tencia de las almas, a pesar del testimonio escritural en contra.
 La doctrina del cuerpo como cárcel del alma. En conexión con la
doctrina anterior, el platonismo también postula que el cuerpo es la
cárcel del alma, idea ya rechazada por el cristianismo primitivo al
condenar las doctrinas de los gnósticos con su dualismo carac-
terístico que veía una oposición irreconciliable entre la materia (el
cuerpo) y el espíritu, siendo la materia mala y el espíritu bueno, en
contra de la doctrina cristiana de la creación que sostiene que la crea-
ción material de Dios fue “buena en gran manera” (Gén. 1:31 RVR; Ecl.
3:11). El cristianismo, con todo y conceder más importancia al
mundo espiritual, no menosprecia el mundo material, pues lo con-
sidera también parte de la buena creación de Dios, escenario natural
del accionar humano que, más que desechado, debe ser redimido. La
doctrina platónica del cuerpo como cárcel del alma dio lugar dentro de
la iglesia al ascetismo monástico que pretende castigar el cuerpo para
liberar el alma, desentendiéndose de la realidad física y material a
nuestro alrededor, algo más propio de las doctrinas y religiones del le-
jano oriente que del cristianismo como tal. Por este camino, en un ni-
vel popular, muchos cristianos han llegado a creer que el punto
principal de la salvación llevada a cabo por Cristo es disfrutar de
“la inmortalidad del alma”, doctrina más griega que cristiana,
pues la doctrina cristiana al respecto no es la mera inmortalidad
del alma, sino que ésta es únicamente preparación para el mo-
mento culminante de la salvación que es la resurrección del
cuerpo. Como puede verse y deducirse, junto con sus beneficios y
debido a la negligencia de la iglesia medieval para depurarlo de sus
equivocadas connotaciones, el platonismo introdujo de nuevo en el
cristianismo del medioevo los viejos peligros ya sorteados en los
dos primeros siglos del cristianismo en contra de los gnósticos.
Esto es, terminar cuestionando doctrinas tan fundamentales en el

dad. Dado que esta cátedra no es de teología, se dejará de lado aquí la consideración de estas
propuestas que nos desvían de nuestro propósito original.

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cristianismo como la creación, la encarnación y la resurrección,
pues todas ellas implican una valoración positiva del mundo material y
sensible, algo que el platonismo está lejos de promover, razón por la
cual el cristianismo debe esperar la emergencia del pensamiento aris-
totélico para adquirir conciencia y corregir estas omisiones y equivo-
caciones introducidas en el cristianismo por el platonismo.

Aristóteles

El último de los filósofos clásicos de la antigua Grecia es Aristóteles, co-


nocido también como El Estagirita, el más eminente discípulo de Platón.
Con todo, no siguió en la misma línea del pensamiento de su maestro,
sino que le introdujo tales variantes que su pensamiento diverge no-
toriamente del de su maestro y obliga a caracterizarlo de manera in-
dependiente y a darle, por lo mismo, un tratamiento aparte. De hecho,
creó un nuevo centro de estudios en Atenas que rivalizó con La Academia
de Platón. Nos referimos a El Liceo de Aristóteles. Su escuela filosófica es
conocida también como “escuela peripatética”, porque la enseñanza se
impartía paseando. En el contexto teológico cristiano la filosofía aristotéli-
ca quedó relegada durante casi mil años, pues ya hemos dicho que fue el
platonismo el que se impuso en la cristiandad occidental por cuenta del
prestigio de Agustín, quien lo suscribió e incorporó a la teología oficial de
Occidente, pasando entonces desde el cierre de la Edad Antigua a la
Edad Media, dominando durante la mayor parte de ella. Incluso en el cris-
tianismo oriental, −dado que la prestigiosa escuela teológica de Alejandría
también incorporó el platonismo en su pensamiento teológico en cabeza
de sus dos exponentes más destacados, Clemente y Orígenes−, Aristóte-
les tampoco fue muy conocido más allá de sus obras sobre lógica y ética,
que eran por cierto los aspectos de su pensamiento en los que más
compaginaba con el platonismo. Así, pues, la metafísica y la episte-
mología aristotélicas, −es decir, aquellos aspectos de su pensamiento
que son los que le dan al mismo sus características más particulares
y distintivas y que lo distancian de Platón−, no fueron tenidas en cuen-
ta en el contexto de la cristiandad en general más allá de fragmentarias
consideraciones en la teología oriental del imperio cristiano bizantino.

Pero con la llegada de la escolástica hacia el cierre de la Edad Media, que


alcanzó su punto culminante con el teólogo Tomás de Aquino, el aristote-
lismo irrumpió de lleno en la teología cristiana, siendo justamente Tomás
quién emprendió la labor de incorporar en la teología cristiana a Aristóteles,
sintetizándolo con el platonismo dentro de un sistema de pensamiento
formalmente cristiano que recibe el nombre de Tomismo. Sin embargo,

21
aún antes de ser conocido y recobrado de manera generalizada en Occi-
dente, el contraste entre el platonismo y el aristotelismo estuvo latente ya
por medio del debate escolástico de los universales, planteado en su
momento por Boecio, es decir la cuestión que busca establecer si las
palabras que utilizamos para referirnos a todo lo que nos rodea
(géneros y especies), tienen existencia propia con independencia de
los objetos individuales y particulares a los que se refieren, o si estas
palabras son sólo eso y no se les puede, por tanto, atribuir existencia
propia cuando no se hallan asociadas a objetos particulares e indivi-
duales. Los que atribuían existencia propia a estas palabras con indepen-
dencia de los objetos a los que apuntan, son llamados realistas, mientras
que los que niegan a los universales existencia independiente de los obje-
tos y creen que ellos no son más que meras abstracciones a las que les
ponemos un nombre de manera más bien caprichosa, eran designados
como nominalistas. Ambas posturas marcan los dos extremos opuestos
del espectro y reflejaban o anticipaban ya de alguna manera las diferen-
cias existentes entre el platonismo y el aristotelismo, siendo el realismo
muy afín con el idealismo platónico, mientras que el nominalismo, o
por lo menos un realismo bastante matizado o moderado, lo sería
con el aristotelismo. Este asunto no es una discusión académica de cor-
te teórico solamente, sino que tiene profundas implicaciones prácticas,
como nos lo recuerda brevemente Justo L. González:

El realismo extremo, por ejemplo, puede rayar en el panteísmo; pero también puede
simplificar el problema de la transmisión del pecado original; o puede prestar apoyo a
la idea de la Iglesia como una realidad celeste que no depende de los humanos para
su autoridad. Por otra parte, al nominalismo extremo se le hace difícil explicar los fun-
damentos del conocimiento o la transmisión de la culpa del pecado original, al mismo
tiempo que para él la Iglesia viene a ser el conjunto de los creyentes, de quienes reci-
be su autoridad la jerarquía.

Tendremos que volver sobre esto más adelante. Retomando a Aristóteles,


en efecto, él es el gran sistematizador del pensamiento filosófico
griego. Mediante esta sistematización y ordenamiento, es él quien
sienta las bases para el posterior desarrollo especializado y metódico
de la ciencia. Su lenguaje y precisas distinciones semánticas alrededor
de conceptos íntimamente relacionados en el pensamiento griego como lo
son la materia y la forma, se han impuesto y continúan utilizándose en el
lenguaje científico de Occidente. Si bien no desecha del todo los linea-
mientos del pensamiento de su maestro Platón, procede a revisarlos,
matizarlos o modificarlos partiendo de un postulado muy diferente al
de su maestro, a saber: No hay nada en la mente que no haya pasado
antes por los sentidos. El alma humana no viene entonces dotada con

22
todo un mundo de ideas inmutables previas a la experiencia de las cuales
el mundo sensible no sería sino una sombra, sino que es una tabula rasa
u hoja en blanco en la cual se forman las ideas con posterioridad a la ex-
periencia sensible. Aristóteles distingue entre las ideas y las cosas a las
cuales las ideas hacen referencia, pero a diferencia de Platón no postula
una división entre ellas duplicando el mundo en dos realidades diferentes,
sino que defiende la unidad indisoluble existente entre ellas. Las percep-
ciones de nuestros sentidos son, pues, para Aristóteles la fuente primaria
del conocimiento, a diferencia de Platón quien consideraba que la mente
es la fuente más segura del conocimiento con independencia de nuestras
percepciones sensibles. A esta fuente primaria de conocimiento Aristó-
teles la llama experiencia, que consiste en el medio inicial por el cual
percibimos la realidad, pero que aún no nos provee explicaciones del por
qué la percibimos de esa manera. Esas explicaciones son provistas por
otro tipo de conocimiento: la ciencia, o conocimiento científico. Es aquí
donde descubrimos las razones por las cuales nuestras percepciones
empíricas son lo que son. Pero resta todavía una forma más de conoci-
miento adicional a las dos anteriores que Aristóteles defiende: la in-
teligencia (noús) que es el conocimiento o el saber de los principios,
campo en el que halla justificación plena la disciplina filosófica, siendo así
que “la filosofía es la ciencia de todos los seres por sus causas últimas y
sus primeros principios” (Ropero). Aristóteles logró así salvaguardar el lu-
gar y el importante y legítimo papel que la filosofía desempeña en el cam-
po del pensamiento humano, sin perjuicio del lugar asignado a la expe-
riencia y a la ciencia. El Estagirita no niega entonces el rol que la mente
desempeña en orden a la adquisición de un conocimiento ordenado y útil
de la realidad que nos rodea, en la cual nos encontramos y de la que a su
vez formamos parte; pero su papel es secundario y subordinado a la per-
cepción de los sentidos, que son los que proveen la materia prima del co-
nocimiento. La mente es meramente instrumental en el propósito de pro-
cesar, ordenar y clasificar las percepciones provistas por el mundo sensi-
ble para obtener así un cuerpo confiable de conocimiento, pero no es de
ningún modo la fuente autónoma de este conocimiento, como si lo era pa-
ra Platón. De la mano de este nuevo entendimiento de la realidad el
cristianismo recupera su positiva y, por cierto, muy bíblica valoración
del mundo concreto y tangible que había sido relegado y hasta pues-
to en entredicho por las implicaciones del pensamiento platónico. La
doctrina de la buena creación de Dios vuelve por sus fueros en el cristia-
nismo bajo la tutela de Aristóteles y, por ende, doctrinas derivadas de ella
como la encarnación y la resurrección sortean los peligros de ser interpre-
tadas de una manera sutil o abiertamente espiritualista en formas nuevas

23
del docetismo gnóstico ya denunciado y acertadamente condenado por la
iglesia primitiva en su momento. Aristóteles resuelve también el viejo
dilema planteado por los presocráticos Heráclito y Parménides al que
ya hicimos referencia, dejándolo en su momento en receso. La cuestión
del cambio o movimiento versus la permanencia. Recordemos que Herá-
clito era un defensor de lo primero, mientras que Parménides lo era de lo
último. Platón se decantó en este asunto por Parménides, pues para él las
ideas permanecerían inmutables a pesar de los cambios visibles en los
objetos del mundo sensible. Pero Aristóteles los concilia a ambos al
sostener, más bien, que hay un aspecto inmutable en las cosas al
que él llamó ousía o sustancia, algo inherente a las cosas materiales
que las hace ser lo que son pero que no existe con independencia de ellas,
dándoles sus características esenciales y permanentes al margen del
cambio. Esa sería la realidad profunda que define todas las cosas. Pero
adicional a la sustancia, las cosas poseen accidentes como el color
(cualidad) o el número (cantidad) que son aspectos cambiantes o muda-
bles en las cosas que no existen en sí mismas ni son necesarias para que
las cosas sean lo que son, sino que son aspectos contingentes de las co-
sas que van adheridos a la sustancia. En este orden de ideas del movi-
miento o cambio por contraste con la permanencia, Dios es definido por
Aristóteles como el motor inmóvil. Se apoya para ello en su convicción
inicial de que en el mundo de la Naturaleza todas las cosas cambian pues
poseen la estructura acto/potencia. En otras palabras el cambio sólo pue-
de darse a partir de algo que está en acto. Así, dice Aristóteles: un cuerpo
frío se calienta por la acción de otro cuerpo que ya está caliente, una cosa
se mueve porque otra le impulsa a ello, aquella porque otra a su vez le
otorga fuerza motriz. Pero no podemos prolongar la serie de los movi-
mientos indefinidamente, luego debe existir un primer motor que
transmite el movimiento a todas las cosas naturales y a quien nada mueve
y que debe entenderse como eterno, inmutable y acto puro. Aristóteles
lo identifica con Dios. Esta demostración de la existencia de Dios recibe el
nombre de "prueba por el movimiento" y la expone en el libro VIII de su
Física y en el libro XII de Metafísica, siendo un claro antecedente de la
prueba por el movimiento que más tarde encontraremos en Tomás de
Aquino. Ahora bien, el Primer motor o Dios no mueve a las cosas con cau-
salidad eficiente, al modo en que nosotros movemos una mesa empuján-
dola, mueve más bien con causalidad final. Dios mueve atrayendo hacia sí
a las cosas, del mismo modo que el amado "mueve" al amante, inspirando
amor y deseo, atrae como atraen los fines que despiertan en nosotros un
apetito por su posesión. El eros de Platón sigue, pues, vigente en la filo-
sofía aristotélica. Eros que en el cristianismo es depurado de las connota-

24
ciones sexuales inconvenientes que se le adosaron en el pensamiento
griego mediante la palabra griega ágape, el amplio y puro amor de Dios
por el que atrae todas las cosas a sí mismo hasta que: “… Dios sea todo
en todos” (1 Cor. 15:28).

Es innegable, entonces, que las ideas de Aristóteles trajeron un aire fresco


que el anquilosado pensamiento cristiano medieval necesitaba para reco-
brar aspectos importantes de su propia herencia a los que había hecho
caso omiso debido a su cerrado compromiso con la filosofía platónica.
Como ha sucedido recurrentemente a lo largo de la historia, la cristian-
dad tiene puntos ciegos en la comprensión del cristianismo al que
dice representar, –ya sea por compromisos con filosofías o ideologías en
boga o por simple descuido−, que hace que no se dé cuenta de algunas
de las riquezas de su herencia cristiana y termina descuidándolas o
excluyéndolas de su propia experiencia, hasta que no las ve expre-
sadas y enfatizadas en otros sistemas de pensamiento que, aún de
manera defectuosa y no siempre bien orientada, las honran mucho
mejor de lo que nosotros lo hacemos y estábamos llamados a hacer-
lo dentro de nuestra reflexión y práctica cristiana. Más que incorporar
lo ajeno, −algo a todas luces inconveniente y censurable desde donde
quiera que se le mire−, lo que la teología hizo fue recuperar lo propio del
cristianismo al verlo reflejado en lo ajeno, en este caso el aristotelismo.
Como resultado de ello la ciencia en el Occidente cristiano recibe el impul-
so requerido para su correspondiente desarrollo, puesto que es un hecho
establecido que el impulso y los logros de la ciencia moderna se de-
ben a una pléyade de devotos creyentes cristianos cuya fe y conoci-
miento de la Biblia los llevó a buscar sistemáticamente la revelación del
orden de Dios en la naturaleza y en el universo en general, con la convic-
ción de que el orden de Dios no sólo se reflejaría en el establecimiento de
las leyes morales para la humanidad, sino también en el establecimiento
de leyes naturales que deberían regir el funcionamiento de todo el mundo
material, leyes a cuya búsqueda estos primeros científicos cristianos se
dedicaron con pasión religiosa y en cuyos logros se apoyan hoy, les guste
o no, esos científicos agnósticos y ateos que reniegan de sus orígenes,
pero aún así edifican sobre el fundamento de los primeros.
Sin embargo, este mismo hecho ha traído un efecto colateral indeseable
a la civilización cristiana occidental que tiene que ver con la cada vez
más creciente y preocupante especialización de la ciencia. Como lo
señala el Dr. Ropero al evaluar el panorama inmediatamente posterior al
aristotelismo:

25
El espíritu griego ha entrado en el campo de las ciencias especializadas y, consiguien-
temente, desatiende la dedicación a la filosofía, que ahora deberá adscribirse a la fun-
damentación general de todos los conocimientos.

A esa especialización hizo referencia de manera lúcida el escritor peruano


Mario Vargas Llosa con estas palabras:
La especialización trae muchos beneficios... Pero también va eliminando esos deno-
minadores comunes... gracias a los cuales podemos coexistir, comunicarnos y sentir-
nos solidarios... confina en aquel particularismo contra el que nos alertaba el refrán:
no concentrarse tanto en la hoja como para olvidar que es parte de un árbol... nada
defiende mejor contra la estupidez de los prejuicios, del racismo, de la xenofobia, del
sectarismo religioso o político, o de los nacionalismos excluyentes, como esta com-
probación incesante... la igualdad esencial de todos los hombres.

Suscribiendo esta misma convicción, el también escritor y apologista cris-


tiano inglés del siglo XX, C. S. Lewis, en su novela de ficción Perelandra,
colocó en boca del malvado científico Weston la siguiente confesión que
corrobora lo anterior:
La tragedia de mi vida… y en realidad del mundo intelectual moderno en general es la
rígida especialización del conocimiento impuesta por la complejidad creciente de lo
que se conoce.

Esta consecuencia del pensamiento aristotélico incorporado al cris-


tianismo por la escolástica se sigue reflejando hoy en la ciencia,
completamente secularizada y desligada de la teología y de la filosof-
ía, siendo el principal motivo que impulsa su desarrollo el deseo de
saber independiente de su utilidad práctica, como lo planteó Aristóte-
les en su Metafísica. Pero todo esto no sucedió de manera inmediata a la
muerte de Aristóteles, sino que, como ya lo hemos dicho, debieron pasar
cerca de 1.600 años antes de que las ideas de Aristóteles encontraran el
terreno abonado para su germinación de la forma descrita en el contexto
del cristianismo gracias a la escolástica medieval. Mientras este momento
llegaba y una vez fallecido Aristóteles, el efecto más inmediato es que
desaparece en Grecia el interés por los problemas genuinamente me-
tafísicos. Y a esta pérdida en el objeto de estudio de la filosofía la acom-
paña también, por lo pronto, el abandono del motivo aristótelico que im-
primía el movimiento a su filosofía, esto es, la búsqueda del saber por el
simple placer de saber. En efecto, como nos los da a conocer el Dr. Rope-
ro:
En el nuevo ambiente cultural, social y político, la filosofía interesa por su utilidad… La
vida humana entra en escena como el problema más urgente. Al tratarse de un ser
social, la mayor fuente de complicaciones del hombre es su relación con los otros y
desde los otros consigo mismo. El problema ético pasa a primer plano… Ya no inter-
esa tanto saber qué es el hombre, sino como debe vivir.

26
O como lo dijo Gónzalez Álvarez: “… la filosofía deja de ser un fin en si
misma y se constituye en medio para la vida feliz”. Por eso, esta será la
época de las escuelas morales y moralistas en el pensamiento filosó-
fico helénico vigente en el mundo grecorromano cuando aparece el
cristianismo. Estas escuelas, no obstante sus diferentes caracterizacio-
nes (estoica, epicúrea, escéptica y ecléctica), tienen todas en común
que de un modo u otro representan una vuelta al sentido primario de la fi-
losofía según Platón, tal y como la había heredado de Sócrates, quienes
habían establecido la doble identidad entre virtud y felicidad y virtud y
ciencia. No es que Aristóteles hubiera abandonado del todo este enfoque
eudemonista3, pero tal vez no ocupa ya el centro al que converge toda su
reflexión filosófica, como si lo fue en el caso de Sócrates y Platón en su
momento. En palabras del Dr. Ropero:
Se encuentra aquí precisamente la separación entre Platón y Aristóteles. Para el pri-
mero la filosofía es búsqueda del ser y a la vez realización de la vida verdadera del
hombre en esa búsqueda; es ciencia y, en cuanto ciencia, virtud y felicidad. Pero para
Aristóteles, el saber ya no es la misma vida del hombre que busca el ser y el bien, sino
una ciencia objetiva que se escinde y se articula en numerosas ciencias particulares,
cada una de las cuales adquiere su autonomía.

La reflexión metafísica y la utilidad práctica se escinden aquí, prevalecien-


do la utilidad práctica al tiempo que se relega y desecha la reflexión me-
tafísica, extremos entre los que oscilará indistintamente a partir de este
momento, no sólo el pensamiento filosófico secular, sino deplorablemente,
también el pensamiento teológico cristiano. Situación que en cualquier ca-
so es de lamentar puesto que conlleva la pérdida de un aspecto positivo y
necesario a favor de su aspecto enfrentado, también positivo y necesario.
Veamos, entonces, las escuelas moralistas surgidas después de Aristóte-
les en Grecia.

Las escuelas moralistas del Helenismo

Cómo se mencionó ya un poco más arriba, las escuelas filosóficas moralistas


surgidas de manera paralela o levemente posterior a Aristóteles y vigentes en
el contexto social grecorromano en el que el cristianismo hizo aparición son
fundamentalmente cuatro: Epicúreos, estoicos, eclécticos y escépticos.
Abordémoslos, pues, en este mismo orden.

Epicúreos
3
Concepto filosófico de origen griego compuesto de “eu”, bueno, y “daimon”, divinidad menor, que
recoge en esencia todas las diversas teorías éticas divulgadas por el helenismo y que tienen como
característica común ser una justificación de todo aquello que sirve para alcanzar la felicidad. En
su caso, Aristóteles hace consistir la felicidad humana en el desarrollo de las facultades intelectua-
les y la vida virtuosa.

27
Escuela filosófica fundada por Epicuro de Samos (341-270 a.C.), es la
primera de las filosofías eminentemente prácticas de la antigua Grecia que
se encuadran dentro de la conocida frase de los antiguos en el sentido de
que: “Primun est vivere, deinde philosophari” (Vivir es primero; filosofar,
después). Y su carácter práctico halla expresión, como ya se anunció, en
el campo de la ética. La ética es para Epicuro y su escuela, la ciencia
de la felicidad. Esta felicidad se alcanza mediante la búsqueda del
placer. Pero, contrario a lo que muchos piensan, los epicúreos no abo-
gaban por un placer de tipo sensual como el evocado hoy por hoy
con la palabra hedonismo, asociado a una relajación moral contraria
a la ética cristiana, sino más en línea con el budismo actual, es decir,
proclamando que el verdadero placer únicamente se puede encontrar
en la ataraxia (imperturbabilidad) o renuncia al deseo. Así se refiere el
Dr. Ropero a esta escuela filosófica, para la cual:
Feliz es aquel que no tiene deseos. Para hacer cesar el deseo hay que limitar las ne-
cesidades, único medio para obtener la calma, que es el perfecto placer. La renuncia
al deseo lleva a la ausencia de turbación (ataraxia) y a la ausencia de dolor (aponía).

Desde la perspectiva cristiana esta doctrina filosófica tiene alguna afi-


nidad con la virtud cristiana del contentamiento recomendada y prac-
ticada por el apóstol Pablo (1 Tim. 6:6-10; Fil. 4:11-13), que contrarresta
la codicia o el amor al dinero y a las posesiones materiales y temporales
que suele erigirse en un ídolo, identificado en su momento por el Señor
cuando declaró que “»Nadie puede servir a dos señores, pues menospre-
ciará a uno y amará al otro, o querrá mucho a uno y despreciará al otro.
No se puede servir a la vez a Dios y a las riquezas” (Mt. 6:24; Lc. 16:13).
Mucho más en estos tiempos de materialismo y consumismo frenético en
dónde el deseo por tener más y más parece ser el móvil de la vida del
hombre. Pero más allá de este leve punto de contacto es poco lo que
el cristianismo puede rescatar del epicureísmo, pues adolece de las
mismas falencias que desde la óptica cristiana cabe señalarle a la
ética budista. Esto es, su individualismo e indiferencia o carencia de
preocupación por lo social. La identificación epicúrea entre felicidad y
placer y de este último con la ataraxia y la aponía, conlleva el sacrificio de
la vida social. Y si bien en el cristianismo hubo sectores que hubieran es-
tado de acuerdo con este planteamiento, tales como los monjes anacore-
tas o solitarios de los inicios del movimiento monástico, la verdad es que
el individualismo aislacionista es contrario a la ética cristiana tal co-
mo ésta se nos revela en la Biblia. Esto, unido a la equivocada identifica-
ción popular del placer propugnado por los epicúreos con el placer sensual
contrario a la ética cristiana, hizo que el epicureísmo fuera visto con suspi-
cacia e incluso con una hostilidad que, en honor a la verdad, no tenía clara

28
justificación. Y con la irrupción del cristianismo, que vino a reforzar estas
prevenciones hacia el epicureísmo, se añadió además una adicional: la vi-
sión cristiana del dolor, que si bien no hace de él una búsqueda en sí
misma, si le ve una utilidad práctica para la vida que el epicureísmo le ne-
gaba con su valoración del placer, contrapuesto por simple definición al
dolor. Así, pues, como nos lo informa F. B. Walbank:
El epicureísmo jamás llegó a ser totalmente respetable (excepto durante un poco de
tiempo, en Roma, hacia fines de la república) y tanto en popularidad como en influen-
cia fue aventajado por las enseñanzas de la Stóa.

Lo cual nos conduce a nuestra siguiente escuela.

Estoicos
Zenón de Citium (334-262 a.C.), fundador de esta escuela filosófica, se
trasladó a Atenas y después de tomar contacto con la filosofía socrática y
cínica, entre otras, creó una escuela en una Stóa poililé, es decir, “pórtico
pintado”, palabra de la que deriva “estoicismo”. Si bien el estoicismo tiene
en común con el epicureísmo su carácter práctico centrado en la ética, a
diferencia de éste último con su postulación de la búsqueda del placer
como la finalidad de la vida humana mediante la que se alcanza la felici-
dad, el estoicismo propugnaba por la virtud como la fuente de la feli-
cidad. De las escuelas moralistas es ésta, entonces, una de las que más
afinidad guarda con el pensamiento de Sócrates y Platón. Añade al con-
cepto epicúreo de la ataraxia, que de cualquier modo también suscribe,
los conceptos de apatía y autarquía (ser señor de sí mismo). La apatía,
concepto muy cercano a la ataraxia o imperturbabilidad, difiere de ésta en
que, más que ser libre del deseo, la apatía consiste en ser libre de las pa-
siones. Distinción que debe mantenerse, puesto que sin perjuicio del
hecho de que los deseos y las pasiones suelan converger y darse juntos y
entremezclados, eso no significa que sean necesariamente sinónimos. Ya
volveremos sobre esto al ejercer la crítica al estoicismo desde el horizonte
cristiano bíblico. Continuemos, por lo pronto, señalando que para los es-
toicos el bien consiste en vivir conforme a la naturaleza, cuyo ele-
mento superior es la razón. Así se expresa al respecto el Dr. Ropero:
El sabio que quiere la felicidad no tiene más que vivir según la naturaleza, que para el
estoico, es tanto como decir según Dios, según la razón y según la virtud. Conformán-
dose al orden universal. Vivir conforme a la naturaleza significa, pues, vivir conforme a
la razón. Vivir conforme a la naturaleza es triunfar de las pasiones, dominarlas para
conseguir la imperturbabilidad (apatía) y llegar a ser señor de sí mismo (autarquía).

Se entiende por qué el estoicismo halló más acogida por parte de los cris-
tianos que el epicureísmo. De hecho fue esta doctrina filosófica griega
la que más acogida halló en el pensamiento latino de los romanos,

29
dentro de los cuales sus máximos exponentes son el filósofo Séneca
(4 a.C.-65 d.C.) y el emperador Marco Aurelio (121-180 d.C.). En rela-
ción con el primero de estos dos, el estoicismo muestra su superioridad
ética sobre el individualismo epicúreo, pues como nos lo informa el Dr.
Ropero, Séneca:
Afirma con toda claridad la hermandad de todos los hombres, basada en su naturale-
za común. Aconseja el amor al prójimo y formula otras muchas ideas que el cristia-
nismo naciente ponía ya en práctica. Esta circunstancia ha dado pie para las supues-
tas relaciones epistolares entre Séneca y Pablo. Algunos han llegado a sostener que
Séneca se convirtió al cristianismo. No es cierto. Sí lo es, empero, que se halla muy
próximo al cristiano en el campo del pensamiento. Tan cerca debieron considerarlo los
primeros Padres de la Iglesia, que Tertuliano lo llama Séneca saepe noster.

Es innegable la compatibilidad ética entre cristianismo y estoicismo, de ahí


que a la par de lo sucedido con el platonismo, el cristianismo incorporara,
ya sea de manera inadvertida o expresa y consciente, elementos estoicos
en el campo de la doctrina cristiana. En su exposición del Logos, por
ejemplo, Justino Mártir, uno de los más conspicuos teólogos cristianos in-
cluidos dentro del grupo de los apologistas griegos a los que ya se hizo
alusión cuando nos referimos a la apelación cristiana al concepto bíblico
del Logos equiparándolo con el logos griego; el historiador Justo L. Gonzá-
lez nos informa lo siguiente:
Justino distingue entre el logos seminal y las semillas del logos. Este vocabulario es
tomado prestado de los estoicos, pero se halla sin embargo revestido de un sentido
muy distinto… Justino toma elementos del estoicismo y los funde con su filosofía bási-
camente platónica, aunque afirmando siempre que la verdad total solo puede ser co-
nocida en el Verbo encarnado.

Del igual modo, este mismo historiador confirma lo expresado por el Dr.
Ropero previamente en relación con el gran Tertuliano, uno de los teólo-
gos más insignes de la antigüedad cristiana:
Aunque Tertuliano repudia explícita y vehementemente toda intervención de la filosof-
ía en los asuntos de la fe, lo cierto es que –quizá inconscientemente− él mismo adopta
con frecuencia la posición estoica, y hasta llega a expresarse con respecto a Séneca
en términos tan favorables que casi contradicen su repudio total de la filosofía pagana.

Justamente, −a propósito del pensamiento jurídico de Tertuliano−, uno de


los buenos aportes del estoicismo que encuentra acogida en el mar-
co del cristianismo bíblico es la doctrina de la ley natural que se in-
corporó al campo del derecho romano y que determina o condiciona en
mayor o menor grado todas las legislaciones de las naciones occidentales.
Es posible incluso que el Ius naturale o derecho natural hunda sus raíces
en esta doctrina estoica debidamente asimilada en el pensamiento cristia-

30
no por Tomás de Aquino y los pensadores posteriores de la Ilustración4.
Valga decir una vez más que esta incorporación no consiste en la inclu-
sión en la doctrina cristiana de algo ajeno a ella, sino en el descubrimiento
de lo propio el verlo reflejado en lo ajeno, puesto que ya el apóstol Pablo
se refirió a la ley natural en la epístola a los Romanos al declarar: “De
hecho, cuando los gentiles, que no tienen la ley, cumplen por naturaleza
lo que la ley exige, ellos son ley para sí mismos, aunque no tengan la ley.
Éstos muestran que llevan escrito en el corazón lo que la ley exige, como
lo atestigua su conciencia, pues sus propios pensamientos algunas veces
los acusan y otras veces los excusan. Así sucederá el día en que, por me-
dio de Jesucristo, Dios juzgará los secretos de toda persona, como lo de-
clara mi evangelio” (Rom. 2:14-16).
Con todo, la crítica al estoicismo desde la Biblia debe comenzar por
denunciar que, dando continuidad a la filosofía de Heráclito, esta
doctrina filosófica es demasiado materialista, pues la naturaleza mate-
rial tiene para ellos prioridad sobre el logos, ley, energía, razón o provi-
dencia que la anima y que orienta su desarrollo, concebido también de
forma corpórea. Es por eso que algunas de las doctrinas del ya menciona-
do teólogo Tertuliano son controvertidas: por la excesiva influencia estoica
que acusan, según nos lo confirma Justo L. González:
El estoicismo de Tertuliano le llevaba a concebir tanto el alma como a Dios mismo
como seres corporales, y esto a su vez le llevaba a afirmar que el alma surgía de las
almas de los padres, al igual que el cuerpo surge del cuerpo de los padres. Esta doc-
trina recibe el nombre de «traducionismo», y en la Edad Media fue abandonada por la
inmensa mayoría de los teólogos, a quienes disgustaba su materialismo excesivo.

En conexión con ello, la teología estoica es panteísta: no hay un Dios


fuera de la naturaleza o del mundo; es el mismo mundo en su totalidad el
que es divino. Algo que no debe perderse de vista pese a lo llamativo que
pueda ser para al cristiano la concepción estoica del universo como un to-
do armonioso y causalmente relacionado (es decir, todo está relacionado
por una serie de causas), que se rige por un principio activo, el logos
cósmico y universal del que el hombre también participa. Ni siquiera por el
hecho de que este logos cósmico, que es siempre el mismo, sea even-
tualmente llamado también por los estoicos Pneuma, pues sea como fuere
el logos se identifica en última instancia con el concepto de naturaleza
(physis), que es la que domina y contiene en sí misma ese poder que crea,

4
Thomas Hobbes establece una diferenciación entre ley natural y derecho natural: este último es la
libertad que posee cada hombre de usar su propio poder para preservar su propia vida, utilizando
todo aquello que le parezca más apto según su propio juicio; mientras que la primera es un precep-
to encontrado a través de la razón, por la cual al hombre se le prohíbe hacer aquello que destruiría
su vida.

31
unifica y mantiene unidas todas las cosas; poder que a pesar de no ser
simplemente físico sino una entidad fundamentalmente racional, no pasa
de ser una especie de alma del mundo o mente (razón) que todo lo rige y
de cuya ley nada ni nadie puede sustraerse. De nuevo, como sucede con
todas las formas de panteísmo, la inmanencia es enfatizada en perjuicio
de la trascendencia divina revelada en la Biblia. En efecto, para los estoi-
cos el logos es inmanente al mundo, es corpóreo, penetra y actúa sobre la
materia que es finalmente el principio pasivo, inerte y eterno que, en virtud
del logos produce todo ser y acontecer. El logos no crea de la nada,
como en el cristianismo, sino que actúa sobre la materia ya dada y de
la que forma parte. Todo en la naturaleza es mezcla de estos dos princi-
pios corpóreos que, en cuanto corpóreos ambos, caracterizan al estoicis-
mo como una doctrina eminentemente materialista.
Adicionalmente, el punto de vista estoico desemboca en una visión deter-
minista y hasta fatalista del mundo donde nada azaroso puede suceder,
sino que todo lo que sucede obedece a la necesidad inherente a la natura-
leza y a la razón (logos) presente en ella. De ahí la importancia que para
los estoicos tiene la noción del destino (griego moira, latín fatum), al que
hay que conformarse alineándose voluntaria y dócilmente con él. Así, pues,
al estar todos los acontecimientos del mundo rigurosamente determinados
y formar parte el hombre del logos universal, la libertad no puede consistir
más que en la aceptación de nuestro propio destino, el cual estriba fun-
damentalmente en vivir conforme a la naturaleza. El bien y la virtud consis-
ten, por lo tanto, en vivir de acuerdo con la razón, evitando las pasiones
que no serían sino desviaciones de nuestra propia naturaleza racional. Y
esto a la postre conduce a la censurable creencia de que no hay en reali-
dad bien ni mal en sí mismos, ya que todo lo que ocurre es parte de un
proyecto cósmico. En este marco estoico doctrinas cristianas funda-
mentales como la defensa de esa facultad compartida por ángeles y
seres humanos designada como albedrío o capacidad de decisión y
su correlacionado, la noción de responsabilidad, sin mencionar la
libertad cristiana, son por completo desdibujadas. Es debido a ello
que hoy en día se utiliza cotidianamente el término “estoicismo” para refe-
rirse a la actitud de tomarse las adversidades de la vida con fortaleza y re-
signada aceptación, mientras que en el cristianismo se deben tomar tam-
bién con fortaleza y aceptación, pero no con apática y pasiva resignación.
Justamente, es la noción estoica de la apatía la que requiere también ser
criticada desde la óptica cristiana, puesto que ni las pasiones, así como
tampoco el deseo en todos los casos, como lo promulgó a su vez el
epicureísmo, son siempre de condenar en el contexto de la ética

32
cristiana. Después de todo, como lo dijera Bárbara de Angelis: “... Lo que
nos atrapa es la pasión. Cuando un libro se escribe sin pasión, el lector
pierde el interés. Cuando un equipo juega sin pasión, el partido resulta
aburrido... para nutrir este apetito, recompensamos a quienes son capaces
de estimular nuestras emociones al punto de hacernos volar: los actores,
los atletas y los cantantes... ganan millones porque saben cómo despertar
nuestra pasión”. Para comprender mejor el papel que la pasión desempe-
ña en la vida cristiana, por oposición al estoicismo desapasionado y apáti-
co, hay que comenzar por definir la pasión como la concurrencia de senti-
mientos y emociones intensas a causa y en pos de un objetivo determina-
do. Es posible entonces identificar pasiones nobles y pasiones pe-
caminosas. La Biblia condena estas últimas (Rom. 7:5; St. 4:1-3), urgién-
donos a no dejarnos arrastrar por ellas (2 Tim. 2:22; Col. 3:5), como co-
rresponde a un verdadero cristiano, pues son las pasiones y deseos pro-
pios de la carne o naturaleza pecaminosa los que son de condenar (Gál.
5:24). Dejarse guiar por ellos es convertirse en una persona negativa y
destructivamente pasional, pero no positiva y constructivamente apasio-
nada. La diferencia entre lo pasional y lo apasionado estriba en que lo pa-
sional es desbordado, desordenado y caprichoso, mientras que lo apasio-
nado es dosificado, continuo y creciente. En este orden de ideas, Dios
demanda y espera una pasión crónica de sus hijos por la causa del Padre
Celestial. Al fin y al cabo Él ha mostrado una pasión ejemplar a través de
la historia para salvar al hombre. La pasión de Cristo no se limita a la Se-
mana Mayor, como muchos suelen creerlo. La pasión de Dios por el hom-
bre comienza en el Génesis al prometer un redentor (Gén. 3:15), y contin-
úa manifestándose crecientemente a través de apasionadas declaraciones
y acciones divinas a favor de su pueblo a lo largo de todo el Antiguo Tes-
tamento (Dt. 4:31-35, 5:29; Isa. 49:15; Eze. 33:11; Ose. 11:8-9; Miq. 7.18-
19), hasta la venida del Señor Jesucristo, expresión suprema de esta pa-
sión (Jn. 3:16; Mt. 23:37; Lc. 19:41). Como lo dice Max Lucado. “La crea-
ción más grande de Dios es su plan para llegar a sus hijos. El cielo y la tie-
rra no conocen una pasión mayor”. El cristiano que comprende esto, vivirá
siempre su fe de manera fervorosa y apasionada, como Dios lo amerita: “...
sirvan al Señor con el fervor que da el Espíritu” (Rom. 12:11). Como puede
verse, la actitud estoica refractaria a la pasión no es propiamente la
norma de la conducta cristiana, sino únicamente en lo que tiene que
ver con las malas, bajas o pecaminosas pasiones producto de los
deseos de la carne.
Del mismo modo, la noción estoica de la imperturbabilidad o impasibi-
lidad terminó afectando negativamente la comprensión cristiana del
carácter de Dios, atribuyéndole una insensibilidad que está lejos de Él y

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caracteriza más bien a los ídolos. Fue el propio Tertuliano, quien refirién-
dose a los ídolos y a la vanidad e inutilidad de la idolatría dijo: “Los que
nada sienten, tan impunemente son ofendidos como vanamente adorados”,
pronunciamiento que se halla en el mismo espíritu de los autores bíblicos
que hacen, entre otras, afirmaciones como ésta: “sabemos que un ídolo no
es absolutamente nada, y que hay un solo Dios” (Sal. 96:5; 1 Cor. 8:4).
Precisamente, basado en esto, el salmista hace las siguientes declaracio-
nes que, en cierto modo, no son más que de sentido común: “Los ídolos
de los paganos son de oro y plata, producto de manos humanas. Tienen
boca, pero no pueden hablar; ojos pero no pueden ver... oídos, pero no
pueden oír; ¡ni siquiera hay aliento en su boca! Semejantes a ellos son sus
hacedores y todos los que confían en ellos” (Sal. 135:15-18). En contraste,
la Biblia revela lo siguiente con respecto a Dios: “... dicen: ‘El Señor no ve;
el Dios de Jacob no se da cuenta. ‘Entiendan esto, gente necia... ¿Acaso
no oirá el que nos puso las orejas, ni podrá ver el que nos formó los ojos?”
(Sal. 94:9). El asunto es, pues, por un lado, denunciar la esterilidad de las
prácticas idolátricas y, adicionalmente, poner sobre la mesa la cuestión de
la sensibilidad divina por contraste con la insensibilidad de los ídolos. Es
decir, un Dios que no permanece imperturbable (ataraxia) e insensible
(apático) ante nuestras luchas y clamores, a la manera del impasible e im-
personal logos de los estoicos; sino un Dios Omnipotente que, sin embar-
go, escogió voluntariamente encarnarse como hombre para sufrir y sentir
con y como nosotros (Mt. 21:12; 26:37-38; Lc. 4:2; 10:21-22; 19:41; Jn.
11:33-36), identificándose y solidarizándose personalmente con los suyos
en sus dramas y alegrías (Heb. 4:14-16). Y es que, a diferencia de los ído-
los insensibles que insensibilizan de paso a sus engañados seguidores, el
Dios vivo y verdadero puede sensibilizar a los suyos (2 Cor. 1:3-7), de tal
modo que puedan, siguiendo su ejemplo, también identificarse y solidari-
zarse con sus hermanos de forma natural en sus momentos de alegría o
de prueba (1 Cor. 12:26), de conformidad con la exhortación del apóstol
Pablo que, contrario a la recomendación estoica, nos insta a expresar y
compartir nuestros sentimientos, emociones y nobles pasiones de manera
compasiva en el contexto del cuerpo de Cristo así: “Alégrense con los que
están alegres; lloren con los que lloran” (Rom. 12:15). Porque la razón fría
e impersonal de los estoicos no es la que guía el mundo, sino la
razón cálida profundamente personal y compasiva del Dios vivo y
verdadero revelado en la creación, en la Biblia y en Jesucristo.
En relación con la noción de “naturaleza” propia de los estoicos, hay
que señalar dos cosas. En primer lugar que, además de su marcado
materialismo, adolece también de una incomprensión de los nefastos
efectos estructurales introducidos en la naturaleza por el pecado de

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ángeles y seres humanos en cabeza de Satanás y Adán y Eva res-
pectivamente. En otras palabras, la naturaleza tal y cómo la experimen-
tamos y percibimos en las actuales condiciones de la existencia humana
no es lo que estaba llamada a ser en un principio. No es tan benévola ni
neutral como los estoicos lo presumen con ingenuidad, de modo que todo
lo que necesitemos sea dejarnos guiar por ella de manera resignada y na-
da más. Por supuesto, esto no quita que haya que estar de acuerdo con lo
declarado ya en la Edad Moderna por Francis Bacon (cuya reseña se halla
más adelante), en cuanto a que: “A la naturaleza no se la vence sino obe-
deciéndola”, puesto que, en efecto, la naturaleza posee leyes que no pue-
den violarse impunemente. La ciencia las estudia para luego servirse se-
lectivamente de ellas para beneficio propio, pero aún así ha tenido que en-
frentar los indeseables y dolorosos efectos colaterales que el uso y abuso
de la naturaleza ha traído sobre el género humano. En este sentido, la na-
turaleza siempre pasa cuenta de cobro de manera inapelable cuando se le
falta al respeto. Pero esto no explica todo el mal natural que el ser humano
ha tenido que enfrentar a lo largo de la historia. Nuestra comprensión de la
naturaleza no es del todo inteligible si no se menciona el desorden y el
mal introducido en ella por causa del pecado de ángeles y seres humanos
(Gén. 3:16-19; Rom. 8:19, 22). Y aquí es donde el cristianismo supera al
estoicismo al postular que por encima de la naturaleza se encuentra Dios,
el creador de la misma. Así, pues, mientras el estoicismo y la ciencia natu-
ralista se refieren tan sólo a la “naturaleza” como una realidad dada, im-
personal e inapelable; los creyentes apelan más bien a Dios como creador
de la naturaleza, un Dios personal que, no obstante los efectos funestos
que el pecado de ángeles y seres humanos ha acarreado a la naturaleza,
no ha renunciado nunca a su dominio providente sobre ella (Col. 1:17).
Por eso, si a la naturaleza no se la vence sino obedeciéndola, con mayor
razón la única manera de salir triunfantes cuando nos enfrentamos a Dios
es rindiéndonos a Él en la persona de Cristo. Los estoicos no toman en
cuenta tampoco que nuestra dificultad para someternos a la natura-
leza rectamente entendida proviene del hecho de que nuestra propia
naturaleza humana está corrompida y tiene, por lo mismo, la tendencia
a actuar de manera desnaturalizada o contra natura, ignorando a Dios con
imperdonable falta de voluntad y/o manifiesta y trágica impotencia (Sal.
14:1; 1 Cor. 2:13-14). El filósofo cristiano Pascal (a quien reseñaremos
también en su momento) lo expresó así: “Nada es tan importante al hom-
bre como su estado; nada le es tan temible como la eternidad; y así, el
hecho de que se encuentren hombres tan indiferentes a la pérdida de su
estado y al peligro de una eternidad de miserias, no es cosa natural…
Fuerza es que haya un extraño hundimiento en la naturaleza del

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hombre para que éste tenga a gloria encontrarse en tal estado, en
que parece imposible que nadie pueda permanecer”, preguntándose
un poco antes: “¿Cómo puede ser que razone así un hombre razonable?”.
Ya hemos visto y coincidido con los estoicos en que la moralidad pertene-
ce a nuestra naturaleza esencial a través de la ley natural, pero no pode-
mos pasar por alto con ellos nuestra esclavitud coyuntural al pecado que
campea a sus anchas en lo que la Biblia llama nuestra “carne” o nuestra
“naturaleza pecaminosa”, de donde el pecado vendría a ser una violación
universal y autodestructiva de nuestra humana naturaleza, tal como fue
creada al principio (Gén. 1:26). No por nada el apóstol Pablo se refiere al
pecado de la homosexualidad afirmando que: “… las mujeres cambiaron
las relaciones naturales por las que van contra la naturaleza. Asi-
mismo los hombres... y en sí mismos recibieron el castigo que merecía
su perversión” (Rom. 1:26-27). En segundo lugar, bíblicamente hablan-
do, la naturaleza en sentido amplio incluye la facultad creativa que
Dios otorgó al ser humano cuando lo creó. Facultad que el ser humano
debe utilizar para cultivar, cuidar y transformar positivamente los recursos
naturales que Dios ha puesto a su alcance en lo que se conoce en el
campo de la teología reformada como “el mandato cultural” (Gén. 1:26-28;
2:15). La cultura y la naturaleza no riñen necesariamente, sino que la
primera está incluida en la segunda, o mejor aún, la cultura es algo pro-
pio de la naturaleza humana, echando por tierra el “mito del buen salvaje”
que vive en comunión estrecha con la naturaleza virgen afectándola míni-
mamente, mito que puso tan de moda Rousseau durante la época de la
ilustración, asociado de maneras no del todo acertadas dentro del cristia-
nismo con Francisco de Asís y su orden monástica. La cultura ha sido
pervertida a partir de la caída, pero es originalmente buena y comple-
tamente “natural” a la especie humana. Es por ello que no deben verse
siempre connotaciones negativas en la palabra “artificial” por contraste con
lo natural. Porque ya Ortega y Gasset definió muy bien la cultura diciendo
que ella consiste en todo aquello que hay de artificial en el hombre, es de-
cir, todo aquello que no nos es dado en la naturaleza virgen sino que im-
plica una transformación o valor agregado por parte del ser humano sin
que ello implique una valoración negativa de la palabra “artificial”. El es-
toicismo no incorpora este entendimiento de la cultura como algo
positivo e inherente a la naturaleza humana tal como fue originalmen-
te concebida, algo que el cristianismo si hace corrigiendo una vez
más a la filosofía griega en sus desarrollos equivocados.
Por último y sin perjuicio de lo encomiable que pueda ser la hermandad de
todo los hombres promulgada por el estoicismo, lo cierto es que esta her-
mandad no está tan correcta y firmemente fundamentada en el estoicismo

36
como en el cristianismo. En efecto, así nos lo recuerda el Dr. Ropero al
declarar:
El cristianismo… dirá que la fraternidad de los hombres se basa en algo mucho más
profundo que la mera ciudadanía universal; la hermandad de todos los hombres se
basa en una paternidad común. Por la fe todos son hijos de Dios. Los hombres son
hermanos cuando Dios es aceptado como Padre. El vínculo entre los cristianos no es
de raza, patria, condición social o conveniencia, sino el amor en su doble sentido o di-
rección: amor a Dios y a los hombres. La naturaleza no basta para fundar la conviven-
cia fraternal, es preciso el lazo sobrenatural de la fe que auna a todos por igual en una
comunidad espiritual.

Dado que es en el discurso de Pablo a los atenienses en donde el apóstol


saca a relucir la paternidad de Dios sobre el género humano: “De un solo
hombre hizo todas las naciones para que habitaran toda la tierra; y
determinó los períodos de su historia y las fronteras de sus territorios. Esto
lo hizo Dios para que todos lo busquen y, aunque sea a tientas, lo encuen-
tren. En verdad, él no está lejos de ninguno de nosotros, ‘puesto que en él
vivimos, nos movemos y existimos’. Como algunos de sus propios poetas
griegos han dicho: ‘De él somos descendientes’” (Hc. 17:26-28), vale la
pena echarle un vistazo a este episodio. Pero más que para examinar en
detalle el contenido del discurso, algo que está más allá del alcance de
nuestra materia, para observar el encuentro entre el apóstol y los filóso-
fos estoicos y epicúreos de la época, encuentro que se da justo en esta
ocasión.

El esnobismo del helenismo tardío


Esta es la porción en la que el evangelista Lucas recoge el encuentro aludido:
“Mientras Pablo los esperaba en Atenas, le dolió en el alma ver que la ciudad
estaba llena de ídolos. Así que discutía en la sinagoga con los judíos y con los
griegos que adoraban a Dios, y a diario hablaba en la plaza con los que se en-
contraban por allí. Algunos filósofos epicúreos y estoicos entablaron con-
versación con él. Unos decían: «¿Qué querrá decir este charlatán?» Otros
comentaban: «Parece que es predicador de dioses extranjeros.» Decían esto
porque Pablo les anunciaba las buenas nuevas de Jesús y de la resurrección.
Entonces se lo llevaron a una reunión del Areópago. ¿Se puede saber qué
nueva enseñanza es esta que usted presenta? le preguntaron. Porque nos
viene usted con ideas que nos suenan extrañas, y queremos saber qué signifi-
can. Es que todos los atenienses y los extranjeros que vivían allí se pasaban
el tiempo sin hacer otra cosa más que escuchar y comentar las últimas nove-
dades” (Hc. 17:16-21). Si bien aquí no se encuentran expuestas las doctrinas
de estas dos escuelas filosóficas que hemos venido considerando, si queda en
evidencia la decadencia en que se hallaba a estas alturas la otrora prestigiosa

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filosofía griega con su centro en Atenas. En efecto, del interés original en la
verdad propio de los presocráticos y los filósofos clásicos se había pasado
gradualmente al interés en lo meramente práctico característico de las escue-
las moralistas epicúrea y estoica relegando a segundo plano la reflexión me-
tafísica hasta llegar a desecharla, para concluir en este punto en el que ambos
intereses habían cedido su lugar a la novedad, o mejor aún, a lo que está de
moda y nada más. El esnobismo había hecho presa de las escuelas filosó-
ficas griegas. Y las tres restantes que nos quedan por considerar en realidad
no superan a las dos ya tratadas, al punto que, descontando algunos de sus
motivos y actitudes debidamente matizados, en lo que toca a sus contenidos
no poseen elementos propios que sean rescatables a la luz de la revelación
bíblica. Pero aún así no sobra reseñarlas brevemente.

Eclécticos
El eclecticismo, más que una escuela en particular, es una actitud filosó-
fica que resurge periódicamente de formas diversas y no siempre re-
lacionadas entre sí más allá de la mera actitud metodológica compar-
tida por todas ellas. Esta actitud consiste en escoger (gr. Eklégein) y
unir elementos conceptuales pertenecientes a posturas diferentes o
heterogéneas, con una intención subjetivamente conciliadora. De en-
trada podría decirse que la intención conciliadora es algo encomiable en
todas las escuelas filosóficas de carácter ecléctico al examinarlas con cri-
terio cristiano, pero haciendo siempre la salvedad de que esta positiva in-
tención conciliadora no se puede promover a costa del sacrificio, distorsión
o abandono de la verdad revelada. De hecho el eclecticismo griego obe-
dece a una reacción contra el dogmatismo de las escuelas filosóficas do-
minantes y encontró diversas formas de expresión en varios pensadores
eclécticos griegos y latinos provenientes de las diversas escuelas filosófi-
cas en boga contra las cuales reaccionaron, cuyos puntos de vista difieren
entre sí y sólo tienen en común la actitud ecléctica. Recordemos que el
propio teólogo cristiano Clemente de Alejandría, tal como lo hemos citado
en la página 5 de esta conferencia, practicaba cierta forma de eclecticismo
cristiano para extraer de todas las escuelas filosóficas conocidas en su
tiempo lo que cada una de ellas tuviera de rescatable al ser examinada
desde la perspectiva bíblica. En un sentido amplio, en realidad, toda es-
cuela filosófica tiene algo de ecléctico, pues incorpora en mayor o menor
grado, sea de manera consciente o inconsciente, conceptualizaciones
previas recibidas de escuelas anteriores o contemporáneas. Pero en sen-
tido estricto sólo se considera ecléctica una escuela de pensamiento
que, intentado sintetizar aportes procedentes de diversas y disímiles
escuelas, carece sin embargo de un postulado central distintivo y di-

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ferenciado de las demás que articule y estructure toda su construc-
ción conceptual y le imprima un perfil particular característico.
Además, el eclecticismo debe incluir también una mínima voluntad de
síntesis por parte del pensador de turno. Porque cuando lo que hay es una
simple fusión de elementos heterogéneos es preferible hablar de sincre-
tismo. Por otro lado, al combatir el dogmatismo, los eclécticos no buscan
regirse por un criterio de verdad, sino por un criterio de probabilidad y na-
da más. En esto también hay virtudes que deben ser bien valoradas por el
cristianismo, pues el dogmatismo, proceda de donde proceda, suele
ser orgulloso y altivo al arrogarse la posesión exclusiva y excluyente
de la verdad, mientras que la actitud ecléctica, al margen de sus re-
sultados más o menos acertados, es más humilde, moderada y me-
nos pretenciosa. Al mismo tiempo, la voluntad selectiva presente en la
actitud ecléctica implica el reconocimiento del importante papel que juega
en la adquisición de conocimiento el elemento decisorio o volitivo del ser
humano y que por eso, a la postre, la filosofía nunca podrá pasar de ela-
borar un cuerpo de conocimientos que sean verosímiles, pero no necesa-
riamente veraces, pues en últimas siempre escogemos aquello a lo que
nos sentimos inclinados por razones que no son siempre tan racionales
como se pretende o presume. Lo cual significa un indirecto acercamiento a
un saber basado menos en los asépticos argumentos de la fría razón obje-
tiva que en las creencias vitales y subjetivas a las que nos inclina nuestra
voluntad, como sucede en el marco de la fe cristiana. Sin embargo, nues-
tra justificada benevolencia al considerar el eclecticismo hasta este mo-
mento, no debe hacernos pensar que el eclecticismo haya significado un
avance real y concreto sobre las demás escuelas filosóficas de la época
desde el punto de vista epistemológico, metafísico o práctico. Porque más
allá de la actitud ecléctica en sí en lo que tiene de humilde, moderada y
conciliadora, esta forma de pensamiento es poco o nada lo que aporta a lo
ya considerado.
Por eso obviaremos aquí a los filósofos griegos considerados eclécticos y,
dentro de los latinos, nos detendremos únicamente y de manera necesa-
riamente breve en los retóricos Marco Terencio Varrón y Marco Tulio Ci-
cerón (106-43 a.C.), éste último el pensador que para nuestros efec-
tos es el personaje más representativo de la filosofía ecléctica del
helenismo. Dado lo ya dicho en cuanto a que el eclecticismo no significa
un avance real y concreto sobre las demás escuelas filosóficas de la épo-
ca, debemos señalar sin embargo que estos dos pensadores son, tal vez
justo en virtud de su actitud ecléctica, los transmisores a través de los cua-
les hemos llegado a conocer algunas doctrinas e ideas filosóficas antiguas
y diversas, por lo cual su valor documental no puede desconocerse. De

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hecho, ambos son citados ampliamente por San Agustín y, en lo que tiene
que ver con Cicerón, de una manera muy favorable. No es para menos,
pues el interés inicial del joven inconverso e intelectualmente dotado
Agustín en el mero arte de la retórica, que hubiera hecho de él en el mejor
de los casos un sofista más desde el punto de vista filosófico, fue modifi-
cado cuando leyó a Cicerón, movido inicialmente por el interés profesional
por el cual un retórico lee a otro más reconocido que él para aprender de
su estilo y perfeccionar el propio. Pero la providencia hizo que el resultado
fuera muy diferente, como nos lo informa el historiador Justo L. González:
“Fue en Cartago, y con el propósito de mejorar su estilo, que Agustín leyó
‘El Hortensio’ de Cicerón, obra ésta que le hizo apartarse de la retórica pu-
ra y superficial y lanzarse a la búsqueda de la verdad”. Vale la pena leer el
efecto que la lectura de Cicerón tuvo en Agustín en las palabras que este
padre de la iglesia dirige a Dios, en ese diálogo que quedó magistralmente
registrado en su libro más conocido: Las Confesiones. Veámoslo, enton-
ces:
Más siguiendo el orden usado en la enseñanza de tales estudios, llegué a un libro de
un cierto Cicerón, cuyo lenguaje casi todos admiran, aunque no así el fondo. Este libro
contiene una exhortación suya a la filosofía, y se llama el Hortensio. Semejante libro
cambió mis afectos y mudó hacia ti, Señor, mis súplicas e hizo que mis votos y deseos
fueran otros. De repente apareció a mis ojos vil toda esperanza vana, y con increíble
ardor de mi corazón suspiraba por la inmortalidad de la sabiduría, y comencé a levan-
tarme para volver a ti. Porque no era para pulir el estilo… para lo que yo empleaba la
lectura de aquel libro, ni era la elocución lo que a ella me incitaba, sino lo que decía.

Por supuesto, esto no significa que haya sido el eclecticismo filosófico de


Cicerón el que llevó a Agustín a la conversión, pues en la búsqueda de la
verdad motivada e iniciada a partir de su lectura de Cicerón, debió pasar
antes por la secta de los maniqueos, por el escepticismo de los académi-
cos y por el neoplatonismo de Plotino, antes de arribar sin reservas al cris-
tianismo; pero el punto aquí es que según el testimonio de Agustín la filo-
sofía no es, como muchos lo creen, antagónica por naturaleza a la revela-
ción cristiana, sino que para las personas honestas, humildes, disciplina-
das y sinceramente inquisitivas, puede ser el inicio del itinerario que los
conducirá a la fe, corroborando lo ya dicho en el sentido de que la filosofía
bien entendida también conduce a la adoración. Resta por decir de Ci-
cerón que al proponerse dar una versión latina de la especulación filosófi-
ca griega, su trabajo resultó ser una aportación fundamental para la fija-
ción del vocabulario filosófico en lengua latina. Y como corresponde a es-
tas escuelas moralistas, el énfasis de Cicerón está más en el deber que
concierne al ser humano que vive en comunidad y no en el mero conoci-
miento. Fiel al espíritu conciliador y tolerante del ecléctico y no obstante
suscribir importantes aspectos del estoicismo, Cicerón se aleja de la ima-

40
gen estoica del sabio consciente de su suficiencia y siempre por encima
de los demás mortales y busca una filosofía popular que diga cosas que
están en la conciencia de todos y en la vida común. En este cometido rei-
vindica tópicos que constituyen consenso en la reflexión de todos los pue-
blos tales como: existencia de Dios, espiritualidad e inmortalidad del alma,
norma moral que nos obliga a vivir según la propia naturaleza y en armon-
ía con la naturaleza universal, lugar preferente de la idea de justicia, e in-
sistencia en la noción de lo honesto como lo bueno por sí mismo, inde-
pendientemente de su utilidad.

Escépticos
El terreno para el surgimiento de esta escuela filosófica en el pensamien-
to griego fue abonado por los sofistas. Pero fue en el seno de La Acade-
mia fundada por Platón que surgió el escepticismo al amparo de la crítica
emprendida contra el platonismo por un significativo número de pensado-
res posteriores vinculados a La Academia. De hecho ya Cicerón, con todo
y no ser un escéptico, como buen ecléctico sin embargo ya suscribía el
escepticismo de esta escuela en algunos aspectos de su pensamiento en
su reacción contra el dogmatismo de platónicos y estoicos principalmente.
Los que sí militaron en el escepticismo fueron Pirrón y Sexto Empírico, tal
vez sus más conocidos exponentes en la antigüedad. El escepticismo
niega la existencia de una verdad objetiva y universal válida para to-
dos. Para ellos todos los juicios que podamos hacer sobre la realidad
son siempre subjetivos y, por lo mismo, relativos, por lo cual no pue-
den constituir un cuerpo absoluto de conocimientos. Por eso los
escépticos preferían no emitir juicios sino meras opiniones. Con esta acti-
tud ellos pretendían alcanzar la paz del alma, debido supuestamente a
que al no creer en nada, no entraban en conflictos con nadie y no se veían
obligados a defender sus opiniones ya que, para ellos, no existían verda-
des objetivas. Pero es difícil creer que se puede alcanzar la paz del alma
en un estado de ambigüedad e incertidumbre permanente, producto de la
carencia de confiabilidad de cualquier conocimiento adquirido que poda-
mos profesar. Agustín también militó en el escepticismo de La Academia
antes de convertirse. Y una vez lo abandonó fue un crítico incisivo del
mismo, señalando las contradicciones en que caía al sostener de manera
dogmática la imposibilidad del dogmatismo. Esto es, que al declarar que
no existe ningún conocimiento objetivo absoluto y confiable, los escépticos
estaban de algún modo haciendo una declaración dogmática de carácter
absoluto que obraba automáticamente en contra de lo sostenido por ellos
mismos. Según ellos, sí podemos estar seguros de algo y es de que no
hay nada seguro. Salta a la vista la contradicción lógica en la que incurren.

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Además, por su misma naturaleza el escepticismo no es susceptible de
demostración, por lo cual suscribir el escepticismo es en últimas un acto
de fe, pues no cuenta a su favor con ninguna demostración que lo confir-
me ni siquiera con un margen satisfactorio de probabilidad. La única utili-
dad del escepticismo se halla en lo que tiene que ver con la sana acti-
tud crítica a la que ningún ser humano debe renunciar para no caer
en censurables formas de credulidad supersticiosa. En este sentido
habría que darle la razón al pensador judío Isaiah Berlin cuando dijo: “El
escepticismo es un valor eterno que debemos preservar… ignoramos
dónde está el puerto. Hay que seguir, pues, navegando”. Porque el llama-
do “fideísmo”, definido como la fe que se atribuye en exclusiva el conoci-
miento de la verdad, y excluye del proceso a cualquier otra facultad humana
como la razón; no hace justicia a la fe bíblica sino más bien a la popular-
mente llamada “fe de carbonero”, entendida como la fe ciega que no quiere
ver más allá de lo que cree o desea creer. Este entendimiento defectuoso de
la fe hace que tengamos que despojar al término “escéptico” de sus conno-
taciones actuales que lo refieren siempre a la actitud humana que sostiene
la imposibilidad de cualquier conocimiento confiable. Porque etimológica-
mente la palabra “escéptico” deriva de “examinar”, de donde “si a un escép-
tico lo definimos como aquella persona que examina cada creencia en vez
de dejar a otros que piensen por él, tenemos un escepticismo sano que se
aviene tanto con la ciencia como con la Biblia” (Fred Heeren). En efecto, la
Biblia fomenta en el creyente el ejercicio de un saludable escepticismo o ca-
pacidad de examen que sirva de salvaguarda para no convertir la sana y
auténtica fe en credulidad supersticiosa e irracional (Lm. 3:40; 2 Cor. 13:5; 1
Tes. 5:21), advirtiéndonos para no dejarnos llevar por enseñanzas engaño-
sas (Efe. 4:14), tradiciones humanas (Isa. 29:13; Col. 2:8), maestros fraudu-
lentos (Mt. 7:15-20; 2 Cor. 11:15; 1 Jn. 4:1; 2 P. 2:1, 3; Heb. 13:7), o las pro-
pias emociones (Pr. 28:26). En palabras del teólogo Hans Küng, la fe admite,
e incluso exige, una “racionalidad crítica”. No podemos olvidar que, si bien el
Señor pondera la fe de los que sin ver creen, no por eso condenó el escepti-
cismo de Tomás sino que le otorgó las evidencias que éste requería para
creer (Jn. 20:27-29). Por eso la Biblia elogia la nobleza escéptica de los jud-
íos de Berea, que no impidió, sin embargo, que muchos de ellos creyeran:
“… todos los días examinaban las Escrituras para ver si era verdad lo que
se les anunciaba…” (Hc. 17:11-12). Pero dejando de lado este descargo
que hay que hacer a la actitud escéptica en lo que ella tiene de rescatable,
también hay que señalar que la crítica emprendida por los filósofos escép-
ticos al resto de escuelas filosóficas de la época es meramente negativa,
pues al señalar las mayores o menores grietas e inconsistencias de los
sistemas de pensamiento dogmáticos, no construyen de manera paralela

42
una positiva propuesta que sea una alternativa real a lo que critican. El
escepticismo a ultranza destruye sin construir nada a cambio. Y por
este camino conduce tarde o temprano al nihilismo, ya sea en su versión
insosteniblemente optimista o vitalista (Nietzsche), o en su versión más
consistentemente pesimista (Sartre), ambas censurables desde la óptica
cristiana, aunque estos serán temas de capítulos posteriores de nuestro
programa de estudio. Por lo pronto hay que decir que el escepticismo
hace de la duda un fin en sí misma y no un medio, como si lo plante-
ará en su momento Descartes con su legítima “duda metódica” y por este
camino desemboca en lo que Carlyle acertó a expresar diciendo que: “El
escepticismo significa, no sólo la duda intelectual, sino la duda moral”, de
donde el bien y el mal se convierten también en una mera ilusión subjetiva
de la humanidad, con todos los peligros que esto conlleva para la vida
responsable y respetuosa en comunidad promovida en la Biblia.

Cínicos
Aunque de hecho no alcanza, como escuela, a ser clasificada al mismo ni-
vel de las anteriores, vale la pena hacer una reseña sintética de esta filo-
sofía griega, así no fuera más que por las connotaciones que la palabra
“cinismo” tiene en la actualidad. Su nombre, despectivo y proveniente
de la palabra “perro”, se atribuye a dos orígenes diferentes aunque rela-
cionados entre sí y asociados a sus dos fundadores y exponentes más
destacados: Antístenes y Diógenes de Sinope. El primero de los orígenes
del nombre se atribuye al lugar donde Antístenes, el primer maestro cínico,
fundó la escuela y solía enseñar la filosofía, que era el santuario y gimna-
sio de Cinosargo, cuyo nombre significaría kyon argos, es decir perro ágil
o perro blanco. El segundo origen tiene que ver con el comportamiento
de Antístenes y de Diógenes, que se asemejaba al de los perros, por
lo cual la gente les apodaba con el nombre kynikos, que es la forma
adjetiva de kyon, perro. En efecto, el modo de vida que eligieron es-
tos personajes, Diógenes de manera particular, justifica en buena
medida la comparación por las ideas radicales que sostenían sobre la li-
bertad, su desvergüenza y sus continuos y gráficos ataques a las tradicio-
nes y los modos de vida sociales. Estos personajes reinterpretaron la doc-
trina socrática considerando que la civilización y su forma de vida era un
mal y que la felicidad venía dada siguiendo una vida simple y acorde con
la naturaleza. Despreciaban las riquezas y cualquier forma de preocupa-
ción material. Los cínicos fueron famosos por sus excentricidades, un
buen número de las cuales están incluidas en los escritos del historiador
griego Diógenes Laercio, puesto que su tocayo y antecesor de Sinope no
escribió, pero recibió buena atención por parte de Laercio en sus escritos,

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quien recopiló muchas de las anécdotas que se le atribuyen y por las cua-
les llegó a ser conocido. Aunque los cínicos influyeron en los estoicos en
ciertos aspectos de su moral, hay que tener en cuenta que los cínicos
eran críticos respecto de los males de la sociedad, mientras que la
actitud estoica era de mera indiferencia. La crítica de los cínicos se ca-
racteriza por un desprecio hacia la sociedad que manifestaban mediante
una franqueza desvergonzada, irreverente y provocadora. Desde la ópti-
ca cristiana neotestamentaria es rescatable la crítica franca de los
cínicos hacia los convencionalismos sociales superficiales que, en el
caso del cristianismo, ocultan muchas veces los verdaderos valores
humanos de fondo revelados en las Escrituras, pero no la actitud
desvergonzada, irreverente y provocadora con la que los cínicos la
revestían. La crítica social cristiana debe ser franca y ceñida a la verdad
revelada, pero expresada con una actitud de amor opuesta a la actitud
cínica. Quien mejor ilustra la actitud cínica es Diógenes de Sinope a través
de las anécdotas que se le atribuyen, que por censurables que puedan
llegar a ser, son sin embargo consistentes con su pensamiento. Se dice,
por ejemplo, que un día vio como un niño bebía agua con las manos en
una fuente y razonó de este modo: “Este muchacho me ha enseñado que
todavía tengo cosas superfluas”, y tiró el cuenco que utilizaba para tomar
agua, una de sus pocas posesiones materiales. Diógenes lucía un aspecto
descuidado, era burlón y sarcástico, se vanagloriaba de vivir como los pe-
rros y no lo consideraba un insulto sino un elogio, manifestando al mismo
tiempo un estilo agresivo y contestatario. Vivía en un tonel, y llevó su irre-
verencia a tal punto que se masturbaba en público, comía carne cruda y
escribía libros a favor del incesto y del canibalismo. Mediante muchos de
estos actos buscaba cuestionar de manera drástica, provocadora y des-
vergonzada a quienes lo observaban. Por ejemplo, cierto día en que se
estaba masturbando en el Ágora o plaza pública fue reprendido por ello. Y
quienes lo reprendieron obtuvieron por única respuesta del filósofo una
queja tan amarga como escueta: "¡Ojalá, frotándome el vientre, el hambre
se extinguiera de una manera tan dócil!". En otra ocasión, cierto hombre
adinerado lo convidó a un banquete en su lujosa mansión, haciendo espe-
cial hincapié en el hecho de que allí estaba prohibido escupir. Diógenes
hizo unas cuantas gárgaras para aclararse la garganta y le escupió direc-
tamente a la cara, alegando que no había encontrado otro lugar más sucio
donde desahogarse. Se cuenta también la anécdota de que estando un
día en las afueras de Corinto, se le acercó el propio Alejandro Magno que
deseaba conocer al filósofo y le ofreció concederle lo que quisiera, a lo
que éste respondió simplemente: “Lo que quiero es que te apartes a un
lado que me quitas el sol”. Esta anécdota pretende reflejar claramente que

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el sabio no necesita nada de los poderosos, que está por encima de las ri-
quezas materiales y de la ambición del poder. De hecho, se afirma que los
cortesanos y acompañantes de Alejandro comenzaron a burlarse del filó-
sofo, diciéndole que estaba ante el rey. Pero Diógenes no dijo nada, y los
cortesanos siguieron riéndose hasta que Alejandro cortó sus risas dicien-
do: “De no ser Alejandro, habría deseado ser Diógenes”. Según otra le-
yenda que se le atribuye, en un viaje a Egina fue capturado por los piratas
y vendido como esclavo. Cuando fue puesto a la venta como esclavo, le
preguntaron qué era lo que sabía hacer y él respondió: “Mandar. Com-
prueba si alguien quiere comprar un amo”.
Sea como fuere, y sin perjuicio de los aspectos relevantes de su crítica a
la estupidez humana, el evidente desprecio que Diógenes manifestaba
hacia la humanidad y su organización social no compagina de ningún
modo con la actitud cristiana, ni tampoco la forma en que lo expresaba,
así haya alguna coincidencia entre lo que Diógenes denunciaba y lo que el
cristianismo también está llamado a denunciar en ejercicio del espíritu
profético dentro de la iglesia. Después de todo, los profetas del Antiguo
Testamento llevaron a cabo ciertas acciones algo excéntricas también, en
obediencia a Dios, tales como: las señales del cinturón de lino, del cántaro
roto, y del yugo, ejecutadas por el profeta Jeremías (Jer. 13:1-11; 19:1-15;
27-28); la del cabello afeitado y dividido, y la del equipaje de exiliado, de
Ezequiel (Eze. 5:1-13; 12:1-16); el simbolismo contenido en los nombres
de los hijos de los profetas Isaías (Isa. 7:3; 8:1-4), y Oseas (Ose. 1:4-9); y
tal vez las más polémicas: la orden a Abraham de sacrificar a Isaac (Gén.
22:1-14); a Isaías de andar desnudo y descalzo por tres años (Isa. 20:1-6);
a Ezequiel de no hablar hasta nueva orden (Eze. 3:22-27; 24:25-27; 33:22),
de dormir de un solo lado de la maqueta de la sitiada ciudad de Jerusalén
y de comer alimentos cocinados con excremento (Eze. 4:1-17), además de
no hacer duelo por la muerte de su esposa (Eze. 24:1-2, 15-24); a Jerem-
ías, de comprar terrenos en territorios a punto de caer en manos enemigas
(Jer. 32:6-15, 25-44); y a Oseas, de tomar por esposa a una prostituta en
ciernes como Gómer y, después de ser avergonzado y abandonado por
ella, volverla a comprar en el mercado de esclavos para restaurarla como
esposa (Ose. 1:2-3; 3:1-3), todas las cuales tenían el propósito de ilustrar
y transmitir de manera gráfica, vívida, dramática e indeleble lo que sobre-
vendría en el futuro inmediato al pueblo de Israel o en el futuro escatológi-
co a la iglesia. Por eso, a pesar de la similitud aparente que pueda existir
entre las excentricidades de Diógenes y estas acciones proféticas, no de-
be verse en esto ningún respaldo bíblico a las acciones de Diógenes. Por-
que como alguien lo dijera, el cinismo es una de las peores formas de
decir la verdad. Es tanto así que lo que la palabra “cinismo” evoca hoy es

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una disposición maliciosa a no creer en la sinceridad o bondad humana,
buscando motivaciones oscuras en toda acción del hombre, y la tendencia
a expresar estas sospechas mediante la burla y el sarcasmo escandaloso,
ofensivo, hiriente e incisivo. La sátira y el humor negro obedecen en cierta
medida a la actitud cínica. Y con todo y el hecho de que algunas de las
críticas de los cínicos puedan ser oportunas desde la óptica cristiana, esto
no justifica de ningún modo la actitud que se encuentra detrás de ellas. La
forma de expresar las críticas o “cantar verdades” es tan importante
en el cristianismo como el mismo fondo de ellas, como puede verse en
la siguiente anécdota árabe que ilustra muy bien el punto:
En cierta ocasión, un sultán soñó que había perdido todos los dientes. Después de
despertar, mandó a llamar a un adivino para que interpretase su sueño. Qué desgra-
cia, mi señor! −exclamó el adivino−. Cada diente caído representa la pérdida de un
pariente de vuestra majestad. ¡Qué insolencia! −gritó el sultán enfurecido− ¿Cómo te
atreves a decirme semejante cosa? ¡¡¡Fuera de aquí!!! Llamó a su guardia y ordenó
que le dieran cien latigazos.
Más tarde ordenó que le trajesen a otro adivino y le contó lo que había soñado. Éste,
después de escuchar al Sultán con atención, le dijo: ¡Excelso Señor! Gran felicidad os
ha sido reservada. ¡El sueño significa que sobreviviréis a todos vuestros parientes! Se
iluminó el semblante del Sultán con una gran sonrisa y ordenó le dieran cien monedas
de oro. Cuando éste salía del palacio, uno de los cortesanos le dijo admirado: −¡No es
posible!, la interpretación que habéis hecho de los sueños es la misma que el primer
adivino. No entiendo porque al primero le pagó con cien latigazos y a ti con cien mo-
nedas de oro. −Recuerda bien, amigo mío− respondió el segundo adivino −que todo
depende de la forma en el decir.

La moraleja de esta historia hace referencia a uno de los grandes desaf-


íos de la humanidad: aprender el arte de comunicarse de manera cons-
tructiva y considerada. De la manera en que nos comuniquemos depende,
muchas veces, la felicidad o la desgracia, la paz o la guerra. Que la ver-
dad debe ser dicha en cualquier situación, de esto no cabe duda, más la
forma con la que debe ser comunicada es lo que provoca, en muchos ca-
sos, grandes problemas. La verdad puede compararse con una piedra
preciosa. Si la lanzamos contra el rostro de alguien, puede herir, pero si la
envolvemos en un delicado embalaje y la ofrecemos con ternura, cierta-
mente será aceptada con agrado. La verdad puede decirse con des-
precio, de manera cínica, o con amor, de manera cristiana. A propósi-
to de ello, Diógenes profesaba un desprecio tan grande por la humanidad,
que una de las anécdotas que protagonizó de manera recurrente consistía
en aparecer en pleno día por las calles de Atenas, con una lámpara en la
mano diciendo: “Busco un hombre”. Acto seguido Diógenes iba apartando
a los hombres que se cruzaban en su camino diciendo que solo tropezaba
con escombros, puesto que lo que él pretendía era encontrar al menos un
hombre honesto sobre la faz de la tierra y presumía que no existía ni uno
46
sólo en la Grecia antigua. Esta excentricidad, dejando de lado su actitud
despreciativa, no deja de tener resonancias en la Biblia porque lo cierto es
que Dios no deja de asombrarse en muchos casos por no poder hallar
hombres que estén dispuestos a ayudar (Sal. 22:11; Isa. 63:5); ya sea
tendiéndole la mano al prójimo en desgracia (Sal. 142:4); compadecién-
dose y brindando consuelo cuando se requiere (Sal. 69:20); interviniendo
con decisión para hacer justicia (Isa. 59:15-16); o intercediendo ante Dios
a favor de este mundo pecador (Eze. 22:30). En Sodoma y Gomorra
buscó siquiera a diez justos que lo motivaran a diferir o cancelar su justo
juicio sobre sus habitantes, sin encontrarlos (Gén. 18:24-32). Y en Jeru-
salén redujo incluso sus expectativas buscando a un sólo individuo que
justificara el perdonar a toda la ciudad sin encontrarlo, a semejanza de
Diógenes (Jer. 5:1). Por eso la pregunta abierta que Isaías registra en su
libro continúa vigente: “¿A quién enviaré? ¿Quien irá por nosotros?…”
(Isa. 6:8). No estaba entonces tan desencaminado Diógenes en su
búsqueda, si consideramos lo declarado por al apóstol en el sentido de
que: “… «No hay un solo justo, ni siquiera uno; no hay nadie que entienda,
nadie que busque a Dios. Todos se han descarriado, a una se han co-
rrompido. No hay nadie que haga lo bueno; ¡no hay uno solo!»” (Rom.
3:10-12).
Por último, en relación con el cinismo en su actual acepción, el teólogo y
mártir de la fe cristiana Dietrich Bonhoeffer dijo en cierta oportunidad lo si-
guiente: “Poner todo al descubierto es un acto cínico… desde la caída en
pecado debe haber misterio y ocultamiento… Quien dice la verdad con ci-
nismo, miente”. En efecto, teniendo en cuenta que el cristiano responsable
debe tomar en consideración a su prójimo y lo que sea más justo y conve-
niente para éste (Fil. 2:4), el poner al descubierto sin más las verdades
que nos han sido confiadas o que por alguna circunstancia hemos llegado
a saber acerca de alguien y dejarlo así expuesto a los inclementes seña-
lamientos o ataques de los demás bajo el pretexto de que nuestra lealtad
debe ser con la verdad antes que con alguien en particular, es una de las
más cínicas formas de legalismo. Si bien es cierto que nuestra lealtad final
es con la verdad, no podemos olvidar que la verdad no es un concepto
abstracto, sino una persona: Jesucristo (Jn. 14:6). Por tanto, si hemos de
honrar la verdad, hemos de preocuparnos también por las personas y es-
tar dispuestos a veces a callar y a asumir los riesgos que esto implica, no
en actitud cómplice, condescendientemente paternalista o dudosamente
indulgente; sino compartiendo y cargando a veces a conciencia con la cul-
pa que esta actitud nos puede acarrear al exponernos incluso a ser acu-
sados de encubrimiento. José, el padre legal del Señor Jesucristo es un
ejemplo gráfico de ello, quien ante el milagroso embarazo de María, “…

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resolvió divorciarse de ella en secreto”, debido a que: “... era un hombre
justo y no quería exponerla a vergüenza pública…” (Mt. 1:19). De aquí
surgen los dilemas a los que se suelen ver enfrentados con relativa fre-
cuencia los ministros del evangelio, católicos o protestantes indistintamen-
te, en el llamado “secreto de confesión” o en la reserva y confidencialidad
de la consejería pastoral cristiana, respectivamente. Y lo mismo podría
decirse del llamado “secreto profesional” en muchas de las profesiones vi-
gentes en la actualidad. No se puede, pues, argumentar la fidelidad a la
verdad como excusa fácil para ventilar los secretos de los hombres y en
ocasiones el callar y esperar el desenlace puede ser la mejor forma de
ayudarnos cristianamente los unos a los otros, llevando nuestras cargas
mutuas y cumpliendo así la ley de Cristo (Gál. 6:1-2). Decir la verdad pue-
de ser a veces irresponsable en la medida en que implica ya un juicio que
no nos corresponde a nosotros emitir (Rom. 2:16; 1 Cor. 4:5; 1 Tim. 5:24-
25). En conexión con ello, Salomón hizo la siguiente sabia declaración:
“Gloria de Dios es ocultar un asunto, y gloria de los reyes el investigarlo”
(Pr. 25:2).

La filosofía en la Edad Media


Nos ocuparemos muy rápidamente de la filosofía en la Edad Media debido a los
siguientes factores:
1. La Edad Media está dominada por el pensamiento religioso proveniente
del cristianismo, el judaísmo y el islamismo. Por lo tanto, la filosofía fue du-
rante esta época una auxiliar de la teología. “Philosophia ancilla theologiae”
(la filosofía, sierva de la teología), una convicción sostenida por la escolástica
medieval, convicción derivada del mismo Aristóteles, quien fue el que designó a
la teología como reina de las ciencias. Es a la filosofía de este periodo de la his-
toria en Occidente que se le puede adosar con mayor propiedad el calificativo
formal de “cristiana”, al margen de sus diversos planteamientos y enfrentamien-
tos entre sí y a su mayor o menor correspondencia con la revelación bíblica. En
consecuencia, los filósofos del Medioevo suelen ser primero teólogos y
luego filósofos. La síntesis lograda por la iglesia en la Edad Media no permite
el ejercicio del todo independiente de la filosofía en sus dominios, y en aquellos
territorios donde tuvo que ceder su dominio a los musulmanes, el islamismo es
también el que le marca la pauta al quehacer filosófico, por cierto mucho más
restringido en este ámbito que en el del cristianismo.
2. Dado que lo que es pertinente para los propósitos de nuestro programa de es-
tudio en el pensamiento de los teólogos cristianos, aún en su aspecto filosófico,
es abordado en su conjunto y de manera transversal, −ya sea expresa o inci-
dentalmente−, en otras materias de nuestro programa, tales como: Historia del

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Cristianismo I y II, Prolegómenos, y las diferentes teologías (Teología Básica,
Fundamentos de la Fe, Teología Contemporánea, Introducción a la Teología In-
tegral y Cristología), no vale la pena dedicarle al pensamiento filosófico cristiano
de la Edad Media demasiado espacio aquí, a riesgo de repetir lo ya expuesto al
respecto en estas otras materias de corte teológico-histórico. Esta es la razón
por la cual, más allá de ocasionales menciones, no nos hemos ocupado aquí
de reseñar a los teólogos y filósofos cristianos más destacados de la era
patrística tales como Justino Mártir y en especial los máximos exponentes
de la escuela teológica de Alejandría: Clemente y Orígenes, quienes incor-
poraron y desarrollaron el polémico pero siempre útil método de interpretación
alegórica característico de la filosofía griega, aplicado a la Biblia (Agustín dejó
muchas de sus reservas intelectuales hacia el cristianismo gracias a la interpre-
tación alegórica del Antiguo Testamento llevada a cabo por el obispo Ambrosio
de Milán en sus sermones). Asimismo, no hemos considerado el pensa-
miento de Plotino, fundador de la filosofía neoplatónica que influyó grande-
mente en Agustín, debido a que a pesar de no ser exactamente el mismo plato-
nismo al que ya hemos hecho alusión al reseñar a Platón, de todos modos se
apoya de tal modo en éste que en lo esencial y descontando su marcado com-
ponente místico, para nuestros efectos podemos asimilar el neoplatonismo de
Plotino con la filosofía platónica haciendo abstracción de sus diferencias meno-
res.
3. En conexión con lo anterior y como ya lo vimos al considerar a Platón y Aristó-
teles, el pensamiento filosófico de la Edad Media en la iglesia está muy li-
gado a estos dos filósofos clásicos, sin que se dé la emergencia en este pe-
riodo histórico de nuevos sistemas de pensamiento diferentes a estos dos, que
vayan más allá de suscribir uno de los dos o de intentar una síntesis entre am-
bos en el contexto de la religión cristiana o sus enfrentadas, el judaísmo o el is-
lamismo.
Establecido lo dicho, y descontando, por lo mismo a Agustín a quien ya hemos
hecho abundante referencia tangencial como el punto de enlace cristiano entre el
helenismo y la Edad Media, no sobra señalar algunos hitos o puntos de referencia
obligados en el pensamiento filosófico medieval. El primero de ellos tiene que
ver con los transmisores cristianos de la sabiduría clásica de la antigua Gre-
cia. Entre estos sobresale Boecio (480-525 d.C.) en Roma, erudito de quien
recogeremos lo expresado de él por el Dr. Ropero:
Se le ha llamado “el último romano”, esto es, el último gran representante de la cultura lati-
na… Boecio intentó la colosal hazaña de traducir al latín todas las obras griegas de Aristó-
teles y Platón y demostrar su concordancia, procuró salvar el legado del pensamiento grie-
go, incorporándolo al latín, en un ímprobo esfuerzo de adaptación y compilación… Es el
maestro de la lógica de la Edad Media. Por eso ha de ser llamado también “el primer es-
colástico”. De ahí su enorme importancia histórica. Sus traducciones y comentarios de la

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lógica de Aristóteles sirvieron de base al escolasticismo del Medioevo. Hasta finales del si-
glo XII Boecio fue el principal vehículo de transmisión del aristotelismo a Occidente. Sus
escritos aseguraron la pervivencia de la lógica aristotélica aún en el periodo de mayor os-
curidad medieval y han hecho de ella un elemento fundamental de la cultura y de la ense-
ñanza medievales.

Su obra más conocida, que llegó a ser la más leída y popular después de la Biblia
en la Alta Edad Media es la Consolación de la filosofía. Sin desconocer la magni-
tud de su labor, hay que puntualizar que Boecio, con toda su erudición, no fue
propiamente un pensador original, pero esto no quita mérito a su tarea de rescatar
un inmenso tesoro cultural puesto en peligro por las invasiones de los bárbaros.
En la misma línea de transmisión y salvamento de Boecio pero con menor
categoría creativa que éste encontramos a Isidoro de Sevilla (570-636 d.C.)
en España, con su famosa obra Orígenes o Etimologías, un compendio enciclopé-
dico donde está condensado todo el saber del pasado. Y en Inglaterra podría-
mos señalar de igual modo al monje británico Beda el Venerable (674-735
d.C.). De ellos tres ha dicho Julián Marías que:
Estos hombres salvarán la continuidad de la historia occidental y llenarán con la labor pa-
ciente el hueco de esos siglos de fermentación histórica, para que pueda surgir más tarde
la nueva comunidad europea.

Podría añadirse aquí también a Casiodoro (485-580 d.C.) en Italia, contemporá-


neo de Boecio, con su Instituciones de las letras divinas y seculares, obra que
también es un resumen de las ciencias de la antigüedad, brindando el modelo en
el que se forjó la enseñanza medieval y otro de los principales canales por los que
el Medioevo tuvo conocimiento de la antigüedad.
Merecen también mención en esta apretada relación las obras atribuidas inicial-
mente a Dionisio el Areopagita (Hc. 17:34), también conocidas como el Pseudo-
Dionisio por su carácter seudoepigráfico descubierto a partir del Renacimiento.
Con todo, su influencia fue muy grande durante la Edad Media, al punto que el Dr.
Ropero nos da el dato de que “Fue al autor más citado por Tomás de Aquino, en
total mil setecientas veces”. Dionisio, más teólogo que filósofo como corresponde
al espíritu medieval, con su teología mística y el ascetismo que la acompañaba,
contribuyó a difundir la filosofía neoplatónica de Plotino pero imprimiéndole un
carácter propio en el que no vamos a adentrarnos. De hecho, se ha llegado a
afirmar que fue a través de Dionisio que el neoplatonismo penetró en el pen-
samiento teológico medieval en mucho mayor grado que a través de Agustín
y sus discípulos.
Nuestro siguiente punto de referencia se concreta en el renacimiento carolingio,
en dónde sobresale desde una perspectiva filosófica Juan Escoto Erígena
(810-877 d.C.). Respecto a él así se expresa el historiador cristiano Justo L.
González:

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El más notable de todos los pensadores del renacimiento carolingio fue sin lugar a dudas
Juan Escoto Erigena… respetado por todos por su erudición, su pensamiento era visto con
suspicacia debido a la excesiva influencia que sobre él ejercía la filosofía griega, y debido
también a sus posiciones no siempre totalmente ortodoxas. Por estas razones, Erigena no
creó escuela, sino que se yergue solitario como una montaña en la llanura, de la cual mu-
chos obtienen materiales para sus propias construcciones, pero a la que pocos pretenden
ascender.

En un sentido similar se pronuncia el Dr. Alfonso Ropero, confirmando la anterior


apreciación:
Inspirándose en el Pseudo Dionisio, del que puede considerarse heredero y al que traduce
al latín, elaboró un sistema de corte neoplatónico bastante profundo y personal. Escoto
Erígena es una de las figuras más sorprendentes de la época. A diferencia de la mayoría
de letrados y pensadores de comienzos de la Eda Media, Erígena conocía a la perfección
la lengua griega.

Descontando este caso solitario, la siguiente parada hay que hacerla ya en la es-
colástica en propiedad en la parte final de la Edad Media (siglos XI-XIV d.C.), tam-
bién llamada Baja Edad Media. Se destacan aquí, por supuesto, los conocidos
teólogos y filósofos cristianos: Anselmo de Canterbury, Pedro Abelardo, Bue-
naventura, Alberto Magno, Tomás de Aquino y, ya iniciando la decadencia de
esta cumbre alcanzada con el tomismo, Juan Duns Escoto y Guillermo de Oc-
kham, con quienes, a su pesar, la intelectual y vitalmente estimulante escolástica
comienza a degenerar en simple y anquilosado escolasticismo, que es contra lo
que finalmente se reacciona con el Renacimiento y la Reforma Protestante. Pero
por lo pronto, dejemos de lado a estos dos últimos que miraremos un poco más
adelante, pues es oportuno detenernos antes brevemente en los filósofos
árabes (musulmanes) y judíos, fieles a nuestra metodología de exponer más lo
que es ajeno al cristianismo que lo que es propio de él en el campo filosófico,
complementando así el contenido de las demás materias relacionadas de nuestro
programa que se enfocan en el pensamiento cristiano. A este respecto el Dr. Ro-
pero nos informa:
En cierto sentido todos somos griegos, incluidos los árabes, quienes a partir del siglo VIII
comenzaron a traducir las obras griegas a ritmo cada vez más acelerado. Los cristianos
nestorianos, perseguidos por el poder del Papa y los emperadores cristianos, encontraron
buena acogida y refugio en los hijos de Alá. Buenos conocedores del griego, ignorado por
la latinidad europea, inmersa en el caos de sucesivas invasiones y gobiernos inestables,
los nestorianos serán empleados por la nueva estrella ascendiente del Islam para proveer-
se de la cultura clásica de Grecia… Los nestorianos, además, iniciarán esa larga tradición
de médicos humanistas, común a los filósofos árabes, judíos y cristianos, quizá porque los
médicos eran los personajes más próximos al hombre, a sus miserias y dolencias.
También, y muy importantes, hay que tener en cuenta a los maestros de filosofía de la Es-
cuela de Atenas, cerrada por Justiniano, y refugiados en Persia. Gracias a unos y otros los
musulmanes llegaron a dominar el griego mucho antes que los cristianos latinos o europe-
os. Por medio de sus traducciones al árabe, y de éstas al latín, recibe Occidente el pensa-
miento perdido de Aristóteles.

51
Así, la filosofía aristotélica encuentra destacada expresión en el pensamiento ára-
be musulmán antes de que suceda del mismo modo en el pensamiento cristiano
de Occidente. Este hecho tiene tanto peso que se considera en general que,
para la época de las Cruzadas, el pensamiento filosófico y la ciencia árabes
eran significativamente más avanzadas que las del Occidente cristiano. Sin
embargo, el historiador cristiano español César Vidal también nos informa que el
pensamiento de los árabes, no obstante haber tenido fructífero contacto con
Aristóteles y la cultura griega mucho antes que su contraparte, la cristiandad latina
occidental: “A diferencia de lo sucedido en Occidente, no supo conservar sus apor-
tes e incluso contribuyó de manera casi decisiva a su aniquilación”. Esto no obra
de ningún modo en contra de la importancia que tuvieron los filósofos árabes du-
rante la Baja Edad Media en su relación providencial con la cristiandad occidental.
Entre ellos se destacan, en primer lugar Al-Kindi (800-873 d.C.), en palabras del
Dr. Ropero: “el precursor del aristotelismo árabe que alcanzará su apogeo en Avi-
cena”, su posterior colega, connacional y correligionario a quien haremos también
referencia un poco más adelante. Volviendo con Al-Kindi, en su obra más conoci-
da en el Medioevo latino, titulada De la inteligencia y lo inteligible, combina ele-
mentos tomados de Aristóteles con otros procedentes de Plotino, pero que Al-
Kindi tomaba equivocadamente por aristotélicos, puesto que también es un hecho
que, como nos lo revela Abdurraman Badawi:
El papel de la filosofía helena en la formación del pensamiento teológico y filosófico árabe
será enorme. Aristóteles domina el escenario; un Aristóteles matizado de platonismo por
causa de una falsa atribución de los textos sacados de las Enéadas de Plotino a Aristóteles.
Por esto una especie de mezcla aristotélico-platónica constituirá el fondo de la filosofía co-
nocida de los árabes.

Lo anterior también es corroborado por Justo L. González quien al referirse a los


filósofos árabes y judíos de la Edad Media nos dice que:
Aunque estos filósofos a menudo pretendían no hacer más que exponer el pensamiento de
Aristóteles, lo cierto es que en más de una ocasión sus obras introducen ideas que no se
siguen necesariamente de la filosofía peripatética, y que surgían, no sólo de la propia co-
secha de los filósofos, sino también de algunos escritos de origen neoplatónico que circu-
laban bajo el nombre de Aristóteles –la Theologia y el Liber de causis.

Esto es, pues, común en mayor o menor grado a todos los filósofos árabes que
estamos rememorando. El siguiente es nuestra lista es Al-Farabi (870-950 d.C.),
quien fue el primero en intentar llevar a cabo una gran síntesis entre Platón y
Aristóteles a los que, a su juicio, consideraba conciliables. Esto lo caracteriza co-
mo un filósofo ecléctico. Es considerado el verdadero fundador del sistema de filo-
sofía árabe. Continuamos enseguida con Avicena (980-1037 d.C.), heredero de
los dos anteriores que llevó a más elevadas alturas su pensamiento filosófico. Se
le considera uno de los principales filósofos del Islam en toda su historia. Poseía
un talento enciclopédico que le permitió conocer la metafísica de Aristóteles casi

52
de memoria. A la sombra del desarrollo que hizo de los conceptos de esencia y
existencia propuestos en su momento por Al-Farabi, introduce la distinción en-
tre el Ser necesario (Dios) y los seres contingentes (las criaturas) que fue
típica de la escolástica. A la sazón terminó siendo uno de los filósofos más influ-
yentes en el pensamiento cristiano medieval. Su enfrentamiento con Algazel
signó el camino que seguiría la filosofía musulmana, al punto de llevar a César
Vidal a afirmar que:
Su obra [la de Algazel] El Renacer de la ciencia religiosa es una verdadera ofensiva contra
la filosofía griega y, muy especialmente, contra divulgadores como Avicena. Sin embargo,
el gran golpe que Algazel asestaría a cualquier intento filosófico en el seno del islam vino
de su obra La destrucción de los filósofos. Este texto, de enorme relevancia, explica en
buena medida la extirpación del pensamiento racional en el islam –un proceso diametral-
mente diferente al vivido por Occidente− y la conversión de los filósofos… en objetos de
clara persecución no sólo intelectual sino también física.

Terciando en este enfrentamiento encontramos al personaje con el que conclui-


mos este inventario de filósofos árabes medievales: el gran Averroes (1126-1198),
el más notable y famoso de los filósofos árabes. Este filósofo fue oriundo de
Córdoba, en la España musulmana. Como tal es uno de los ejemplos más ilus-
tres de la filosofía árabe española. Conoció y comentó extensamente las obras
de Aristóteles al grado de ser conocido en la Edad Media como “El Comentador de
Aristóteles”. Su obra más conocida es el Tahafut al-Tahafut (traducida al español
como “La destrucción de la destrucción”), en la que se enfrenta con Algazel a favor
de la compatibilidad de la filosofía con la religión. A pesar de ello, la ola de fana-
tismo que invadió la región andaluz de la España de entonces, en la que se des-
envolvía Averroes, llevó a la condenación de la filosofía en el espíritu intolerante
de Algazel, por lo que Averroes fue obligado a exiliarse para salvar su vida y sus
obras fueron quemadas públicamente. Meses antes de su muerte, sin embargo,
fue reivindicado y llamado a la corte en Marruecos. No obstante, muchas de sus
obras de lógica y metafísica se han perdido definitivamente como consecuencia de
la censura. Se le señala de manera injusta de ser el postulador de una doble
verdad: la de la filosofía y la de la religión, pero en realidad lo que Averroes
defendía era la existencia de una sola verdad susceptible de ser expresada
bajo formas diferentes, según el público al que se dirige.
Pasemos ahora a los filósofos judíos. Son de destacar dos de ellos. El primero es
Gabirol, más conocido como Avicebrón (1021-1058 d.C.), formado entre los
árabes en España, quien junto con su colega y sucesor, Maimónides, de quien
sin embargo divergía en su pensamiento filosófico, llegaron a gozar de amplia
influencia entre los cristianos a partir del siglo XIII. Su obra más conocida es La
Fuente de la vida, en la que muestra una clara influencia de la cultura griega. Pero
dejemos que sea Justo L. González quien nos sintetice su pensamiento:

53
Avicebrón se coloca en la tradición del judaísmo platonizante de Filón, aunque sin dejar de
acusar una fuerte influencia de la teología musulmana. Su cosmología, y el modo en que
entiende la relación entre las esferas celestiales, y entre los objetos concretos y sus formas
o ideas, todo esto es típicamente neoplatónico. Empero al llegar a la cuestión del origen del
mundo, Avicebrón se separa del neoplatonicismo para afirmar que el mundo ha sido hecho
por la voluntad de Dios, y no por una serie necesaria de emanaciones. En la filosofía de
Avicebrón esta Voluntad de Dios ocupa el lugar del Logos en el sistema de Filón; pero el
cambio mismo de nombre muestra que para Avicebrón la voluntad divina ha de tenerse por
anterior a la razón, y que el Creador es por tanto una Voluntad razonable más bien que una
Razón volitiva.

Continuando adelante, sin duda, el filósofo judío de mayor relevancia durante la


Edad Media es Maimónides (1135-1204 d.C.), también en España. Maimónides
se distancia de la tradición filósofica judía iniciada por Filón en que su aproxima-
ción a Aristóteles es mayor que hacia Platón. Sin embargo, como buen judío y al
igual que lo ha recalcado la filosofía judía desde Filón hasta Avicebrón, él defiende
en contra de Aristóteles la doctrina de la creación en el tiempo, si no con razones
estrictamente filosóficas o racionales, sí aceptándola por venir claramente expre-
sada en la Biblia. Con todo, la filosofía aristotélica ocupa en su pensamiento un
lugar mucho más importante que la neoplatónica, a diferencia de lo sucedido con
Avicebrón. Para él, como después lo será también para Tomás de Aquino, Aristó-
teles es el filósofo por excelencia. Su obra más divulgada, la Guía de los perplejos,
es una especie de suma teológica judía. Un inteligente intento de armonizar fe y
razón, conciliando el judaísmo rabínico con el aristotelismo. Iba dirigida a quienes
encontraban dificultades en conciliar la doctrina de las Escrituras con los datos de
la razón filosófica. Desde el punto de vista de Maimónides, no hay conflicto entre
ambas, puesto que, como nos lo informa Justo L. Gónzález en relación con el
pensamiento de Maimónides:
Para él… si bien hay verdades reveladas que la razón no puede probar, estas verdades no
se oponen realmente a la razón, sino que se encuentran por encima de ella. Una de tales
verdades es la doctrina de la creación, pues los argumentos en contra de ella y a favor de
la eternidad del mundo no son decisivos, como algunos podrían suponer. Pero tampoco es
posible probar lo contrario, es decir que el mundo ha sido creado por Dios a partir de la na-
da. En consecuencia, la doctrina de la creación que se deriva del Génesis puede ser acep-
tada por fe, sin argumentos racionales decisivos, pero también sin hacer violencia a la
razón.

La perplejidad de los perplejos o indecisos entre razón y revelación a los que diri-
ge su escrito no tiene, pues, fundamento, pues se origina en una falacia concebida
como petición de principio. Es decir, la creencia previa en la incompatibilidad entre
fe y razón antes de demostrar esta incompatibilidad, dándola entonces por senta-
da sin comprobaciones a su favor, para sólo después de ello tratar de demostrarla.
Concluimos así nuestro paso por la filosofía medieval para acometer ahora el pen-
samiento filosófico moderno que es el que, en realidad, se distancia y emancipa
drásticamente del pensamiento teológico cristiano al desarrollar ciertas líneas que

54
la escolástica trazó, llevadas hasta sus últimas y extremas consecuencias de la
mano del racionalismo moderno, como lo veremos a continuación.

La filosofía en el Renacimiento y la Reforma

Antecedentes
Antes de abordar en propiedad el tema del título, es necesario vincular el pensa-
miento filosófico moderno con algunos desarrollos particulares propios de la Es-
colástica, en el cierre de la Edad Media, que sirven como antecedentes al pensa-
miento moderno y abonan el terreno para el surgimiento del racionalismo en
sus múltiples variantes. Y debemos mencionarlos brevemente, con mayor razón
por cuanto en otras materias de nuestro programa ocupadas en el estudio del
pensamiento cristiano más significativo, no se les menciona o se lo hace tan sólo
para enunciarlos y nada más. Comencemos por decir que la síntesis escolástica
lograda con el tomismo (el pensamiento de Tomás de Aquino) como su más aca-
bada y elevada expresión, comenzó a descomponerse rápidamente después de él.
Al decir del Dr. Ropero:
Todavía hubo pensadores geniales y agudos, pero incapaces de sistematizar el pensa-
miento universal ni hacerse cargo de sus problemas, ocupados como estaban en proble-
mas limitados, deslizándose cada vez más en el juego dialéctico de la crítica y sutileza, por
la que la Escolástica es vulgarmente conocida.

Este proceso de descomposición comienza a hacerse evidente en el pensamiento


de Raimundo Lullio (1235-1315 d.C.), contemporáneo de Tomás de Aquino,
quien asumió como vocación personal la conversión de los árabes al cristianismo.
Al hacerlo apeló a la razón para demostrar las verdades de fe con tanta fuerza que
se le tacha de racionalista. Esto último obedece a que llegó a considerar y a sos-
tener que los misterios de la fe se apoyan en “razones necesarias”, y puesto que
por “razón necesaria” se entiende hoy por hoy aquello que demuestra una verdad
sin lugar a discusión, este entendimiento se impone a la hora de evaluar su pen-
samiento y calificarlo de manera inexacta como racionalista, sin tomar en cuenta
que las “razones necesarias” de Lullio a favor de los asuntos de fe no trataban tan-
to de demostrar para entender, sino más bien de persuadir para convertir a la fe, y
solamente desde ella, entender. Sus “razones necesarias” vendrían a ser más lo
que hoy y a partir de Leibniz se entiende por “razón suficiente”, que verdaderas
“razones necesarias”. Como sea, el hecho es que a Lullio se le caracteriza ya co-
mo un racionalista. En esta misma dirección, el franciscano inglés Roger Bacon
(1210-1292 d.C.), no obstante subordinar la filosofía y todas las ciencias a la teo-
logía, al distinguir tres tipos de conocimiento: por autoridad, por razón y por expe-
riencia y reducirlos todos a este último, entendido como el que se obtiene a partir
de los sentidos externos e internos (entre los cuales incluía las inspiraciones divi-
nas), apuntaló el desarrollo de la ciencia experimental en la cual la experiencia

55
queda reducida únicamente a las percepciones de los sentidos externos y termina
así desconociendo e incluso descalificando la experiencia religiosa. Un referente
más en esta tendencia sutil pero constante en el pensamiento filosófico de la épo-
ca lo constituye Sigerio de Brabante (1235-1282 d.C.), el exponente más repre-
sentativo de los llamados “averroístas latinos”, seguidores de la filosofía de Ave-
rroes en el occidente cristiano. En realidad, Sigerio no suscribía a ojo cerrado el
pensamiento de Averroes, pero si es un hecho que lo siguió en su afirmación de
“la unidad del intelecto agente”, doctrina que caracteriza el pensamiento de Ave-
rroes como una suerte de panteísmo velado en oposición a la ortodoxia cristiana.
Fue Sigerio el responsable de que se le endilgara a Averroes la doctrina de la “do-
ble verdad”, aunque aquí también de manera inexacta, puesto que Justo L.
González nos recuerda que:
Sigerio siempre insistió en el derecho de la filosofía a seguir el camino de la investigación
racional hasta sus últimas consecuencias, aun cuando luego fuese necesario declarar que,
en vista de que las conclusiones de la razón contradecían los datos de la fe, era necesario
abandonar las primeras y aceptar los últimos. En consecuencia, si bien en el campo filosó-
fico Sigerio era un racionalista estricto, en el campo de la teología se veía reducido al fi-
deísmo. Al parecer, sus afirmaciones eran sinceras, y Sigerio era un cristiano convencido.
Pero a pesar de ello su dicotomía entre la fe y la razón amenazaba echar abajo todo el edi-
ficio de la escolástica, que se basaba precisamente en la presuposición unas veces explí-
cita y otras no de que, si bien hay verdades que resultan inaccesibles a la razón, tales
verdades no son contrarias a la razón, sino que se encuentran por encima de ella, de modo
que la razón, si bien no puede descubrirlas, tampoco puede contradecirlas.

Pero este sometimiento formal de las conclusiones racionales al juicio de la teolog-


ía defendido por Sigerio en el caso de que hubiera contradicción entre ellas, no fue
suficiente descargo para que la historia deje de hacerlo responsable de la defensa
de la doctrina de la “doble verdad”. Después de todo Averroes, de quien de un
modo u otro se nutría Sigerio, había declarado la supremacía de lo filosófico en
el orden del pensamiento humano. Averroes no subordinaba la filosofía a la teo-
logía, sino todo lo contrario. Y al amparo de ello sucedió lo que el Dr. Ropero nos
refiere al abordar a los averroístas latinos con Sigerio a la cabeza:
Sus seguidores latinos [de Averroes] no podían llegar tan lejos, cristianos como eran tenían
la teología por reina indiscutible de las ciencias. Hacer comparaciones y hablar de subordi-
nación de la fe a la razón estaba fuera de lugar para los cristianos del medioevo y poco
acorde a la situación desde la que se enfrentaban al problema de la relación entre filosofía
y teología. Pero sí se podía hablar con propiedad de una división de competencias, que iba
a ir ganando terreno en las sucesivas generaciones, y que es parte del credo oficial del
protestantismo. La teología es estudio de lo revelado y, por lo mismo, jamás objeto de
prueba. La separación entre filosofía y teología tiene que ser total. Los dialécticos raciona-
listas de la Edad Media creen todos ellos en la verdad revelada como verdad, pero al inde-
pendizarla de la filosofía, abrirán la puerta a la posterior rebelión de ésta contra la fe.

Juan Duns Escoto (1265-1308 d.C.), a quien ya hemos mencionado junto con los
demás pensadores cristianos destacados de la escolástica cuyo estudio hemos

56
preferido omitir aquí, fue un pensador de grandes capacidades que representó un
avance en relación con Tomás en el sentido de proponer conceptos más sutiles,
hacer distinciones más precisas, llevar a cabo pruebas más estrictas y enriquecer
aún más las problemáticas abordadas por la escolástica. Sin embargo, fue él tal
vez quien llevó a la escolástica a su nivel de incompetencia o punto de inflexión en
el que se inicia su decadencia al comenzar a concentrarse demasiado en sutilezas
particulares (no en vano se le dio el título de Doctor Sutil) y en una crítica minucio-
samente focalizada en perjuicio de la visión de conjunto lograda por Tomás. A de-
cir verdad, Escoto tiene defensores y detractores por igual, como lo sostiene Justo
L. Gónzalez:
La contribución de Duns Escoto al desarrollo del pensamiento cristiano ha sido interpretada
de diversas maneras. Algunos ven en él el espíritu crítico que comenzó la demolición de la
síntesis medieval. Otros ven en él la culminación de la escuela franciscana, el hombre en
quien las intuiciones de San Buenaventura llegaron a su madurez. Algunos señalan su ar-
gumentación tortuosa y su gusto por las sutilezas, y afirman que esto es señal de deca-
dencia. Otros insisten en la penetración de su intelecto, y ven en su obra una síntesis se-
mejante a la de Santo Tomás. Algunos ven en él el comienzo de ese divorcio entre la fe y
la razón que a la larga llevaría a la caída del escolasticismo. Otros señalan su fe perfecta-
mente ortodoxa, su sumisión a la autoridad de la iglesia… como señales de su fe sincera
en el cristianismo medieval.

Sin perjuicio de la postura que se asuma para evaluar su pensamiento, lo cierto es


que parece haber acuerdo entre defensores y detractores en el sentido de
que Escoto fue uno de los puntos culminantes de la teología medieval y co-
mo tal, fue también el comienzo de un descenso. Si existe un campo en el
que el cristianismo posterior le es deudor es en su defensa del primado de la
voluntad por encima de la razón o el mero intelecto en orden a la fe. En esto
lleva más adelante las ideas de Avicebrón, trasladando al ser humano la primacía
de la voluntad que el filósofo judío atribuía a Dios. Es decir, que, sin caer en
irracionalismo, la fe es más un asunto de decisión (voluntad) que de com-
prensión (intelecto), idea desarrollada posteriormente por Blas Pascal con su
postulación de la fe como una apuesta y por el filósofo danés Sören Kierkegaard,
precursor del existencialismo moderno, con su “salto de la fe” como idea central de
su pensamiento. Sin mencionar a Schopenhauer en el campo no cristiano con su
obra magna El mundo como voluntad y representación. Aunque aquí ya estamos
anticipándonos al pensamiento filosófico moderno sin haber concluido la exposi-
ción de sus antecedentes medievales. Porque todavía vale la pena traer aquí, en
relación con Escoto, lo dicho por el Dr. Ropero respecto de él:
Escoto no busca ensalzar la filosofía a costa de la teología. Todo lo contrario. La preten-
sión verdadera de Escoto es acotar el campo teológico donde la fe pueda desenvolverse
con la autonomía e independencia debida, libre de las ilimitadas pretensiones de los racio-
nalistas… Si alguno creyera que la fe es demostrable por la razón no hace justicia ni a la
una ni a la otra. La razón, por ejemplo, puede ofrecer argumentos de probabilidad respecto
a la creencia en la inmortalidad del alma, argumentos que tienen cierto poder de persua-

57
sión, y que hasta pueden probar que esa inmortalidad no se opone a los dictámenes de la
razón, pero no constituyen una demostración en el sentido estricto.
Escoto, franciscano y creyente por convicción, está seguro de la verdad de los postulados
de la fe cristiana. Fiel a la gran tradición, cree que toda verdad es verdad de Dios, pero,
consciente del alcance lógico y racional de la filosofía considera que no es posible demos-
trar racionalmente los contenidos de la fe, hay cierta concordancia entre éstos y la razón,
más en cuanto no se oponen a ella, que en cuanto demostrativos. Las verdades cristianas,
incluida la creencia en Dios, no implican ninguna necesidad racional, se cree en ellas por la
autoridad de la revelación, no por pruebas racionales.
Escoto se va a convertir en el precursor de esa serie de pensadores que en lugar de bus-
car la síntesis entre la fe y la razón se preocupan en asentar las diferencias, los límites y
las competencias de ambos tipos de conocimiento. Como después hará Karl Barth en ple-
no siglo XX, dentro de la tradición protestante liberal contra la que se rebela… Quería ga-
rantizar así para la fe una inmunidad a prueba de los asaltos racionalistas, propósito evi-
dente en la escuela de Karl Barth.

Pero, de nuevo, estamos anticipándonos. Lo cierto es que, descontando las bue-


nas intenciones de Escoto y su loable intento de garantizar un espacio al ejercicio
de la disciplina teológica que fuera reconocido y respetado por la filosofía sin inje-
rencias indebidas por parte de ella y en sana convivencia mutua; su planteamien-
to contribuyó, a su pesar, al divorcio entre fe y razón por el cual la filosofía
se erigirá en la modernidad con pretensiones de superioridad y enfrenta-
miento con la teología, arrogándose el papel de juez final en el campo del
pensamiento, poniendo cada vez más a la ciencia de su lado en contra de la
teología, que asumirá cada vez más un papel defensivo. Guillermo de Oc-
kham (1280-1349 d.C.) no añade nada nuevo a lo dicho por Escoto sino que lo
ratifica, como se puede ver en las siguientes afirmaciones del Dr. Ropero:
Guillermo de Ockham continua la obra de Escoto… Ockham afirma aún más el carácter
autónomo y positivo de la fe… Las verdades cristianas sobrepasan las fuerzas de la razón,
están por encima de ellas, no les son contrarias… pero solo a la fe le pertenece aceptarlas.
La teología no es ciencia en sentido riguroso, como quieren los tomistas, sino explicación
doctrinal del contenido de la Escritura… La doctrina cristiana no se demuestra, se declara,
o como después dirá Karl Barth, el contenido del Evangelio no es objeto de prueba sino de
proclamación… En Ockham, como en Escoto, domina más el motivo riguroso del método
teológico, de puertas adentro, que el motivo apologético, de puertas afuera, de los primeros
escolásticos. El principio de autoridad vale tanto para la fe, como el principio experimental
para la filosofía y la ciencia… todos los intentos de probar racionalmente la existencia de
Dios, ya a priori ya a posteriori, carecen de sentido, puesto que imponen una limitación al
Infinito, que por definición no puede limitarse.

Sin embargo, con Ockham se pone otra vez sobre la mesa el asunto de los
universales y las posturas al respecto que van desde el realismo hasta el
nominalismo. De hecho, la mayoría de los pensadores medievales que hemos
venido tratando como preparación para abordar el pensamiento de la modernidad
iniciado con el Renacimiento y la Reforma, tal vez con Roger Bacon a la cabeza,
se inclinan más al nominalismo que al realismo, como corolario de la mayor o me-

58
nor influencia de Aristóteles en todos ellos. El nominalismo está de un modo u
otro en la raíz del desarrollo de una ciencia y una filosofía que se separan
cada vez más de la teología hasta emanciparse y levantarse en contra de ella.
Ya hemos dicho que Aristóteles imprimió con su filosofía un impulso a la ciencia
que el cristianismo requería para recobrar elementos puntuales de su propia
herencia, pero el método de Aristóteles seguía siendo deductivo, de lo general a
lo particular, al igual que el de Platón y la teología en general. Y en el método
deductivo, en lo que tiene que ver con los universales, el realismo se encuentra
siempre latente pesando más que el nominalismo. Las cosas cambian en el cierre
de la Edad Media y comienzos de la Edad Moderna, pues al llevar las ideas de
Aristóteles hasta sus consecuencias más extremas, aún el método de investiga-
ción debe cambiar, dando lugar al método inductivo experimental que va de lo par-
ticular a lo general, que es el que se impone dentro de la ciencia moderna y en el
que, como es obvio, el nominalismo con su énfasis en la realidad de los objetos
particulares, singulares o individuales por encima de los universales, es el que se
encuentra latente en el trasfondo. Con todo, es aconsejable hacer aquí la siguiente
claridad por cuenta de Justo L. González:
Occam ha sido clasificado como «nominalista», como lo ha sido la inmensa mayoría de los
teólogos de su época. Empero, lo primero que debe decirse del «nominalismo» de fines de
la Edad Media es que tal nombre puede aplicársele sólo en un sentido amplio e inexacto,
«porque este supuesto ‘nominalismo’ nunca afirmó que los universales son meros nombres,
ni negó que los conceptos universales comunican un verdadero conocimiento de la reali-
dad externa». De no ser porque el término «nominalismo» ha llegado a ser de uso general,
sería mejor hablar de un «conceptualismo realista», puesto que estos pensadores eran re-
alistas en el sentido en el sentido de que creían que los conceptos universales eran repre-
sentaciones adecuadas de la realidad, y conceptualistas en el sentido de que creían que
tales universales tenían una existencia real, aunque sólo como conceptos en la mente.

A este respecto también se pronuncia de manera muy acertada y objetiva A. E.


Baker a quien citamos a continuación:
Los primitivos escolásticos, cuyas obras ofrecen aún el mayor interés, fueron realistas, los
nominalistas prevalecieron únicamente en el periodo de decadencia del escolasticismo. Tal
vez los lectores modernos tiendan a restar importancia a estas viejas disputas. El interés
de tales controversias es, sin embargo, considerable. Por un lado, debemos reconocer que
el realismo se preocupó de defender la verdadera unidad del género humano y la primacía
de la razón humana; se mantuvo contrario a aquel falso individualismo que conduce al más
despiadado de los egoísmos y al desprecio de cuanto encierra un sentido de humanidad
como una Liga de Naciones; y elaboró una filosofía y una teología racionales, de acuerdo
con la doctrina cristiana. Por otro lado, el nominalismo, al subrayar la importancia y signifi-
cación de los individuos y de las cosas particulares, y al mostrar su predilección por lo úni-
co y lo concreto, defendió las manifestaciones del arte y de la religión y de la vida contra el
rígido esquema del determinismo; defendió, en una palabra, la libertad y la providencia. Pe-
ro esta doctrina tendía a convertir el misticismo en una manifestación no susceptible de
examen y a presentar la experiencia religiosa individual como un sustituto de todo método
racional, más bien que como un aliado suyo.

59
El Dr. Ropero también tiene algo que decir sobre estos tópicos, mostrando de for-
ma anticipada sus profundas implicaciones prácticas en el pensamiento moderno
cuyos antecedentes estamos documentando:
Para Aristóteles la ciencia trata de lo universal. Ockham mantiene que esta doctrina es
contradictoria. Sólo existe como había mantenido Roger Bacon lo singular y sólo el sin-
gular puede ser objeto primario de ciencia. Y para el conocimiento del singular, la intuición
es el punto de partida inexcusable. De esta manera Ockham inaugura la vía moderna: la in-
tuición concreta, la ciencia experimental. El empirismo será el desenvolvimiento natural del
nominalismo… Llevado hasta sus consecuencias más extremas, el nominalismo es una
doctrina de muy difícil conciliación con el cristianismo. Tiende hacia una posición según la
cual sólo existe aquello que puedo aprehender como individuo: un ejemplar ligado a mi co-
nocimiento por medio de mis sentidos, o por medio de mis sentidos ayudados por instru-
mentos. Un caballo, una brizna de hierba y hasta un microbio, cuando se inventa el micros-
copio unos siglos más tarde: he ahí lo que es real para el nominalista. Pero ¿y Dios? ¿Y la
misma Iglesia, considerada como cosa aparte de los individuos que la integran? Le es difí-
cil al nominalista extremo hacer de esto algo muy real. Y, efectivamente, las implicaciones
lógicas del nominalismo medieval le colocan en el mismo grupo de lo que más tarde había
de llamarse materialismo, positivismo, racionalismo o empirismo.

Dejando de lado esta discusión que únicamente viene a resolverse de manera sa-
tisfactoria desde una óptica cristiana en el siglo XX con el teólogo y filósofo protes-
tante Paul Tillich; el puntillazo final que deja servida a la filosofía y a la ciencia la
posibilidad de tomar distancia y emanciparse de la teología en la Edad Moderna lo
constituye lo señalado por Justo L. González en relación con Ockham y compañía
en el cierre de la Edad Media:
Quizá la nota más característica de la teología de estos hombres es la distinción que esta-
blecían entre el poder absoluto de Dios potentia absoluta y su poder ordenado potentia
ordinata. Esta distinción había sido utilizada ya en el siglo XI por quienes afirmaban que la
razón dialéctica era incapaz de penetrar los misterios de Dios. Pero en los siglos XIV y XV
vino a ser un principio constante para quienes habían sido educados según una versión
exagerada del voluntarismo de Escoto. Para estos hombres, la distinción entre la potentia
Dei absoluta y la potentia Dei ordinata era un modo de afirmar la prioridad de la voluntad
sobre la razón en Dios, y por lo tanto la aplicaban a la totalidad de su teología… Esta dis-
tinción no era un mero juego de lógica. Por el contrario, tenía importantes implicaciones re-
ligiosas y teológicas… En el campo de la teología, esta distinción destruía la unión entre la
fe y la razón que se encontraba en el centro mismo de los grandes sistemas escolásticos.

Y aunque no fuera su intención ni propósito expreso, la distinción dio lugar a la


separación, pues la teología obtuvo así una especie de “patente de corso” para
justificar de manera no racional e incluso irracional cualquier doctrina, por más
arbitraria o contraria a la razón que pudiera ser: el poder absoluto de Dios que es
capaz de hacer lo que quiere, aún violentando la razón. Patente de corso que se
volvería contra ella pues por este camino la filosofía y la ciencia se arrogaron poco
a poco el derecho de ocuparse del estudio e investigación de las manifestaciones
del “poder ordenado” de Dios en la medida en que éste obedecía a la racionalidad
que domina en la filosofía y la ciencia, al tiempo que, con desdén y menosprecio

60
crecientes, relegaban y restringían la teología al estudio de las presuntas manifes-
taciones irracionales y caprichosas del “poder absoluto” de Dios que serían las
propias de la fe.

Racionalismo

La emergencia del racionalismo moderno está muy ligada al Renacimiento y a la


Reforma Protestante, aunque ésta no haya sido nunca la intención expresa del
protestantismo, sobre todo a la vista de las pretensiones que el racionalismo pos-
terior reclamó en contra de la teología y la religión en general. Lo cierto es que el
nominalismo de Ockham influyó en Lutero, particularmente en su declara-
ción de independencia del creyente como individuo frente a las reclamacio-
nes del Papado. En palabras del Dr. Ropero:
Ockham representa el temprano toque de clarín en pro de la libertad de la conciencia reli-
giosa y de la investigación filosófica.

Libertad de la conciencia religiosa que constituye tal vez la más destacada


bandera de la Reforma Protestante. Sin embargo, esta libertad de examen y
de conciencia apela en los reformadores, con Lutero a la cabeza, más que a
la razón, a la experiencia mística apoyada en las Escrituras. En realidad, Lute-
ro reivindica en su experiencia y en la de todo auténtico creyente ese misticismo
especulativo que caracterizó a personajes célebres dentro del cristianismo del cie-
rre de la Edad Media tales como Tomás de Kempis, Juan de Ruysbroeck, pero
sobre todo el maestro Eckhart y el ya mencionado y nunca bien ponderado Nicolás
de Cusa en Alemania5. Misticismo que puede tal vez señalarse como el último
intento de la escolástica por justificar la fe ante la arremetida que la razón
comienza a emprender contra ella. Porque como lo señala también el Dr. Rope-
ro:
La mística viene a ser el refugio necesario de la fe, una vez perdida la certeza racional…
La Reforma está en continuidad directa con las aspiraciones místicas. Es puro misticismo
en su concepto del cristianismo y en el procedimiento de la justificación por la fe… La Re-
forma fue un arrebato místico, al cual no se ha prestado la suficiente atención.

Valga decir que el misticismo, como aspecto legítimo y necesario de la espirituali-


dad cristiana, tiene junto con sus pros, también sus contras en su versión radical.
Entre estos últimos está su aversión extrema por la teología, pues para el místico
pensar no es lo importante, sino sentir y obrar. El místico cultiva una experiencia
íntima de participación en la naturaleza tal que “lo natural” pronto va relegando a
segundo plano lo sobrenatural y desligándose, por lo mismo, de la revelación, el
dogma y la historia, todos los cuales se consideran lastres y cortapisas que la

5
Por razones de espacio, debemos omitir aquí el estudio del pensamiento de Nicolás de Cusa con su ya refe-
rida y estimulante noción de “la docta ignorancia”, de mucha mayor profundidad de lo que parece a primera
vista, y su propuesta de “teología negativa” tan determinante, pertinente y sugestiva como la anterior.

61
razón coloca a la verdadera espiritualidad subjetiva del individuo creyente. En esta
dirección puede muy bien terminarse dando la mano con el racionalismo crítico de
Kant que veremos en el cierre de este tema.
A propósito del individuo, fueron justamente el Renacimiento y el Humanismo
los que contribuyeron al enaltecimiento del individuo que fue tan caracterís-
tico a su vez de la Reforma, prevaleciendo así en el trasfondo del incipiente pen-
samiento moderno el nominalismo (favorable a los objetos individuales) por enci-
ma del realismo (favorable a los universales). Así se expresa el Dr. Ropero a este
respecto:
El origen laico de la Reforma es aquel género de individualismo que reconoce en cada per-
sona el derecho o, más bien, el deber de erigirse en juez supremo de la verdad; que reco-
noce, en una palabra, la opinión del hombre de la calle. El individualismo es el sello de la
época.
Consecuencia obligada e importante de tal individualismo es la revuelta del elemento se-
glar contra el elemento clerical, considerada por algunos como la característica fundamen-
tal de la Reforma. De la afirmación según la cual el deber del hombre es obrar con entera
independencia, al margen de preocupaciones teológicas, nace toda la diferencia entre el
pensamiento medieval y el pensamiento moderno. La filosofía, la ciencia, el arte y la políti-
ca cesan de estar subordinados a la teología. En cierto modo, la vida ha sido emancipada
de la religión, entendida de un modo despótico. La religión ahora, la verdadera religión por
la que suspiraban los místicos, forma parte de la vida secular y los deberes religiosos son
los deberes con la vida y el prójimo. El ideal de la Reforma consiste menos en renunciar al
mundo que en utilizar eficazmente lo que, después de todo, es el mundo de Dios y no del
diablo.

Ya hemos dicho que Lutero no fue de ningún modo un fraile ignorante y oscuran-
tista. De hecho conoce y valora el humanismo por encima de la jerga escolástica,
pero su postura ambivalente hacia la razón humana, instrumento por excelencia
del saber filosófico, es el terreno abonado para el surgimiento del racionalismo
moderno con su impugnación de la teología y de la religión en general. Leamos
una vez más al Dr. Ropero para entender las razones de esta ambivalencia:
Como es sabido Lutero divide la historia y la experiencia humana en dos ciudadanías o re-
inos: regnum mundi y regnum Christi. El reino de Cristo no pertenece a este mundo, está
fuera del alcance de la razón. Siguiendo a Ockham, Lutero rechaza los universales, acep-
tando únicamente la realidad de las experiencias particulares e individuales. Al negar la
realidad de los universales, Lutero limitaba por el hecho mismo el alcance de la razón a la
experiencia de los fenómenos de “este mundo”, es decir, al regnum mundi. La razón, afir-
maba, se ciñe exclusivamente al reino del mundo; dentro de este campo de acontecimien-
tos terrenos la razón es autónoma y redunda en la adquisición de conocimientos demos-
trables. Esto es lo que Lutero llamaba “razón natural” (ratio naturalis), cuya legitimidad
quedaba para él fuera de toda discusión o duda. Su bien conocida hostilidad hacia la
razón… que impregna… la mayor parte de su obra escrita, apuntaba hacia lo que él consi-
deraba una razón presuntuosa, una razón que se arroga el conocimiento de aquello que
pertenece al “reino” de la fe. La ratio naturalis no es otra cosa que el método de discusión e
investigación lógicas, y es necesaria al hombre; la razón arrogante sobre todo es la obra de
los escolásticos y de Tomás de Aquino en particular, ha dejado de ser ya un método, para

62
convertirse en un cuerpo de doctrinas establecidas. Esto era para Lutero una prostitución
de la razón al servicio de la injustificable presunción humana de conocer definitivamente a
Dios; semejante razón sólo podía estar al servicio del diablo, y Lutero la apellidaba en con-
secuencia Frau Hulda, la prostituta del demonio.

El mismo Lutero confirma lo anterior cuando afirma que: “Todo intento de salva-
guardar o fundamentar el orden de Dios mediante la razón, a menos que esta
haya sido previamente instruida e iluminada por la fe, es como si yo quisiera
alumbrar el sol con una linterna apagada”. Se corrobora así que la polémica de
Lutero en contra de la filosofía, más exactamente de la filosofía que caracteriza al
escolasticismo decadente y caduco, no es una descalificación a ultranza de la
razón como instrumento del quehacer filosófico, sino únicamente cuando ésta se
arroga atribuciones que no le corresponden. Ahora bien, volviendo al libre examen
como patrimonio no negociable y distintivo del protestantismo, hay que seguir al Dr.
Ropero cuando dice que de su mano:
El protestantismo auténtico… pone en marcha un nuevo espíritu que dará lugar a la duda
como condición previa de conocimiento, no por escepticismo, sino por puro amor a una
verdad que le sobrepasa siempre… Libre examen, pues, equivale a docta ignorancia, a
duda metódica de los propios resultados con vistas a no cerrarse a la comprensión total de
una verdad en movimiento.

Todo lo cual nos conduce ya, sin lugar a equívocos, al pensador considerado por
todos como el verdadero fundador del racionalismo moderno: el francés René
Descartes.

René Descartes

Digamos nuevamente y de manera clara, −por si no ha quedado establecido a


satisfacción−, que las condiciones que hicieron posible el surgimiento de la fi-
losofía moderna fueron propiciadas, para bien y para mal, por la Reforma Pro-
testante. Para puntualizar este aserto, el Dr. Ropero plantea los siguientes in-
terrogantes en relación con Descartes:
Pensemos en un solo detalle… la reivindicación del protestantismo de ofrecer culto a Dios
en la propia lengua nativa y, sobre todo, hacer accesible al pueblo, en su lengua, la lectura
de la Palabra de Dios. Esta reivindicación se hace realidad en la primera mitad del siglo
XVI: traducción de la Biblia al alemán por Martín Lutero; al castellano por Casiodoro de Re-
ina, al inglés por William Tyndale… Y ahora, fijémonos en el hecho que marca el comienzo
de la filosofía moderna: la publicación en lengua vulgar, en francés –un siglo después de
los acontecimientos antes narrados−, del Discurso del método (1637) de Descartes… Has-
ta entonces la lengua “oficial” de la filosofía, la lengua culta, era el latín, el mismo idioma
que hasta hace menos de medio siglo era el idioma oficial de la liturgia católica… esto fue
una novedad ya de por sí altamente significativa… nos preguntamos nosotros, ¿hubiera si-
do posible esta revolución sin la previa revolución protestante de las traducciones bíblicas
en lengua popular, entre otras cosas?... La duda de Descartes… ¿no tiene algo de remi-
niscencia de aquella otra duda, dramática, tremenda, que se atreve a afirmar que Papas y
concilios pueden caer en el error y que es preciso partir de la conciencia de uno mismo?

63
De hecho, Descartes fue siempre un buen creyente (católico) que tal vez no
pudo prever las implicaciones que llegarían a tener para la fe sus ideas, al ser
desarrolladas hasta sus últimas consecuencias por pensadores posteriores a
él. Como evidencia de ello cabe señalar que en el Discurso del método afirma
sin reservas su fe y su convicción acerca de la existencia de Dios, así como
también la naturaleza puramente espiritual del alma. Así, pues, con su duda
metódica él nunca pretendió atacar a la fe. Sin embargo, hechos estos nece-
sarios descargos a su favor, hay que coincidir también con el Dr. Ropero en
que Descartes:
Representa la primacía del yo humano (cogito ergo sum), constituida en fundamento y me-
dida de todas las cosas puestos por él mismo para fundar y medir toda certidumbre y toda
verdad.

Veamos, entonces, como Descartes, no obstante ser católico, adopta en su


filosofía dos reivindicaciones de la teología protestante. En primer lugar,
el derecho a leer por uno mismo, directamente, sin mediaciones, el gran
libro de la naturaleza, a semejanza de la manera en que el protestantismo
promovió la lectura de la Biblia sin mediaciones. Y en segundo lugar realiza en
filosofía lo que el libre examen llevó a cabo en la teología: el derecho de cada
individuo a investigar las razones y los motivos de su credo. La duda
metódica no sería un pecado, sino un deber de la persona que quiere estar in-
formada de sus ideas y creencias. Para Descartes la duda es un método para
descubrir la verdad y no un fin en sí misma, a la manera en que lo fue para los
escépticos de la antigua Grecia. Éstos dudaban de todo conocimiento y afir-
maban que no se puede alcanzar certeza absoluta sobre nada. A diferencia de
ellos, Descartes decide dudar precisamente porque cree que a través de la
duda es posible alcanzar certezas absolutas. Sea como fuere, Descartes dio
inicio al racionalismo moderno con su famosa frase “pienso, luego exis-
to” (cogito ergo sum), puesto que al margen de que ésta haya sino o no su
intención expresa, al amparo de esta frase desplazó a la fe y a la revela-
ción divina como la principal fuente de nuestras certezas, colocando en
su lugar al pensamiento y la razón humanas, llegando a afirmar que a Dios
podía hallársele por el camino de la razón y no el de la fe. Para Descartes
Dios es una de esas ideas, verdades o realidades claras y distintas de las que
no se puede dudar racionalmente, reeditando hasta cierto punto de manera
ampliada y matizada el argumento ontológico de Anselmo6. Para comprender
mejor este enfoque, debemos entender que el racionalismo cartesiano dis-
tinguía entre lo que él llamo res cogitans (sustancia pensante), es decir el
pensamiento humano del cual no podía dudarse y que sería, como ya se vio,
la fuente de la cual obtenemos la certeza fundamental de nuestra propia exis-
6
Este argumento se explicó en el módulo de “Teología Básica” del curso “Introducción a la Teología y a la
Biblia”.

64
tencia individual. Y en segundo lugar la res extensa (sustancia con exten-
sión), que es la constituida por el mundo físico percibido con nuestros senti-
dos, comenzando con nuestro propio cuerpo, de cuya existencia no podríamos
estar en principio tan seguros como lo estamos de la res cogitans. Ahora bien,
dado que existe una relación empíricamente evidente e innegable entre la res
cogitans y la res extensa, pero que únicamente tenemos certeza absoluta de
la existencia de la primera de ellas y no de la segunda, Descartes debe encon-
trar alguna idea o realidad clara y distinta que garantice también la existencia
de la res extensa y no solamente la de la res cogitans. Esa idea o realidad no
sería para él otra que Dios mismo. De ahí que incluya a Dios dentro de las
ideas o realidades claras y distintas de las que no se podría dudar. Dios es,
pues, para él la garantía final de que las percepciones que obtenemos con
nuestros sentidos de eso que él llamó res extensa, corresponden realmente
con la manera en que nuestra res cogitans las interpreta. Sin embargo, Des-
cartes se limita a afirmar que Dios es la realidad que vincula o comunica de
manera coherente la res pensante con la res extensa, pero no se detiene a
explicar cómo es que las vincula. Los que después de él tratan de ocuparse de
esta cuestión, designada técnicamente como “la comunicación de las sustan-
cias”, se van a ir decantando por una vinculación meramente mecanicista en
la que, al final, puede incluso prescindirse de Dios. No es de extrañar que así
haya sucedido ya que la claridad y la distinción son probablemente los carac-
teres de la verdad en las matemáticas, que es la más exacta y abstracta de las
ciencias, y por lo mismo, la más estrictamente determinista en términos de
causa/efecto. De ahí que Descartes termine dando pie a una concepción
del mundo rígidamente mecanicista. A partir de Descartes el modelo de
toda ciencia es la matemática, ya que sólo ésta reúne, completamente y
en sus mejores detalles, la condición prescrita por su criterio de la ver-
dad: la de resultar clara y distinta. Así, en el enfoque mecanicista de la
ciencia cualquier hecho puede darse por “explicado” una vez logramos
determinar su “causa”. Inicialmente la causa es Dios, pero una vez halla-
da una causa en apariencia más clara y distinta desde un punto de vista
racional, se puede entonces desechar a Dios. Como se verá en el desen-
volvimiento del racionalismo iniciado por Descartes, el ideal que va afianzán-
dose es lograr entonces que la materia, tanto la inorgánica como la orgánica,
incluyendo al ser humano, puedan ser explicados como se explica el funcio-
namiento de una máquina o de una construcción mecánica (mecanicismo). Y
en este proceso visto desde el horizonte cristiano, es obvio que es mucho más
lo que se pierde que lo que se gana, pues la gloria de Dios y la dignidad
humana quedan por completo reducidas a su mínima expresión. Como lo dice
el Dr. Ropero:

65
El espíritu que se atribuía a la naturaleza queda relegado al olvido. Para la teoría mecani-
cista del mundo la palabra “finalidad” carece en absoluto de sentido. Y por “sobrenatural”
se entiende lo que todavía desconocemos.

Pero el problema de establecer con mayor exactitud cómo opera aquello que
se dio en llamar la “comunicación de las sustancias”, está reservado para los
racionalistas posteriores, un buen número de los cuales a pesar de apoyarse
en Descartes, toman sin embargo distancia de él en asuntos que éste hubiera
deplorado, pero a los que de todos modos dio pie. El Dr. Ropero lo expresa
bien de manera sintética:
El hombre es solamente una máquina compleja. Descartes todavía necesitaba a Dios en
su teoría, pero no así sus herederos. Para éstos la materia se basta a sí misma para expli-
car cuanto existe.

El ocasionalismo: Guelincx y Malebranche

Si bien es el francés Nicolás Malebranche (1638-1715) el más destacado


representante del ocasionalismo que vamos a exponer enseguida, hay que
decir que antes de él Arnold Guelincx, filósofo holandés convertido al
calvinismo señaló esta dirección. En lo que tiene que ver con la manera en
que se da la “comunicación de las sustancias”, Guelincx sostiene que no hay
mediación posible y directa entre ellas, es decir entre la res cogitans y la res
extensa. El acuerdo o la mutua influencia que a primera vista se da entre
ellas obedece a la intervención directa y permanente de Dios, que sería quien
las relaciona y sincroniza entre sí para que se presenten en apariencia como
efectivamente relacionadas entre sí. La interacción que nosotros observamos
entre res cogitans y res extensa es en realidad una ficción en lo que tiene que
ver con establecer entre ellas una engañosa relación directa de causa y efecto,
pues en realidad Dios es la única causa de todo en estos dos campos de la
existencia. La designación de “ocasionalismo” con la que se conoce esta
propuesta se debe a que postula a Dios como quien pone en movimiento
en cada ocasión o instante, tanto a la res extensa, como también a la
idea equivalente en la res cogitans. De la sucesión regularmente repetida
que se da entre lo que Dios ocasiona en el campo de la res cogitans y lo que
Él también ocasiona, de manera consecuente, en el campo de la res extensa o
viceversa, nosotros inferimos una relación de causa. Pero no hay tal, lo único
que hay es sucesión y nada más. El hecho de que esta sucesión sea muy re-
gular, tanto que puede llegar a ser expresada en forma de leyes naturales,
no significa que haya una relación de causa entre la res cogitans y la res ex-
tensa, sino simplemente a que Dios no es caprichoso, sino que ha establecido
un orden tal que en situaciones normales la acción particular de Dios sobre la
res cogitans con ocasión de su acción correspondiente en la res extensa o vi-
ceversa, será la misma en la generalidad de los casos. No puede pasarse

66
por alto que Guelincx y Malebranche son cristianos de fe profunda, una
fe que condiciona de un modo u otro su enfoque filosófico. Se explica,
entonces, que el Dr. Ropero nos informe que con Malebranche: “vuelve a le-
vantar cabeza el Platón cristianizado de las doctrinas de Agustín”. Es tanto así
que, añade:
Para Malebranche la razón de que el hombre ignore a Dios y sea incapaz de verle, reside
no en la diferencia de naturaleza existente entre el Creador y la criatura, ni tampoco en la
incapacidad de la finitud para comprender la infinitud, sino en el pecado que ha roto la
unión y la comunión Dios-hombre que al principio pertenecía al orden natural creado por
Dios. Con Malebranche, pues, reaparece la doctrina religiosa del pecado, como clave her-
menéutica en filosofía.

Por eso habría que estar de acuerdo también con el historiador Justo L.
González cuando dice respecto de Malebranche que:
Sus contribuciones más importantes fueron dos: su doctrina según la cual todas las ideas
se conocen en Dios, y su afirmación de que Dios es la única causa eficiente de todas las
cosas… El primero quiere decir que Dios no es solamente la garantía, como Descartes
había afirmado, sino también el objeto de todo conocimiento… En esto Malebranche se
basaba en su propia interpretación de la teoría agustiniana de la iluminación.

El empirismo inglés: Bacon, Hobbes, Locke

Mientras en la Francia continental el idealismo racionalista de Descartes gene-


raba el tipo de reacciones que venimos reseñando, en Inglaterra el empirismo
fue el que ganó fuerza de la mano de estos tres pensadores como fruto del
movimiento de la ilustración y el iluminismo inglés, que antecedió medio siglo
a su equivalente francés, que es el que finalmente se hizo más popular y co-
nocido por sus resultados en la revolución francesa, de mayor impacto y al-
cance que la inglesa. De cualquier modo el empirismo sigue siendo un sis-
tema racionalista, aunque difiera en varios aspectos puntuales del raciona-
lismo cartesiano.
Francis Bacon (1561-1626) es el creador de la primera filosofía propia-
mente científica con la firme aspiración de que sus efectos y beneficios
se reflejen en un bienestar generalizado para todas las personas y no
sólo para las élites intelectuales e intelectualizadas. Por eso es que la em-
prendió tanto contra Aristóteles como contra Platón en lo que ambos tienen de
improductivos para la vida real. En este propósito práctico y democratizador
estuvo motivado por la ideología dominante en su época en Inglaterra, que no
era otra que el calvinismo emprendedor que impulsó el desarrollo de la ciencia
en la Royal Society, donde los calvinistas llegaron a predominar. La misma
madre de Bacon era una calvinista ferviente, aunque él nunca suscribiera esta
fe de manera personal. Sin embargo, su influjo se hizo sentir sobre el pensa-
miento de Bacon y motivó su arremetida en contra de la filosofía escolástica

67
en lo que ésta tiene de contemplación y de actividad especulativa abstracta sin
repercusiones concretas en la vida práctica y social. Era de esperarse que así
fuera en la medida en que el protestantismo no tiene sentido de vida contem-
plativa. Alimentado en ese espíritu, Bacon se centra en la física como ciencia,
a la que él llamó filosofía natural, pero en especial en lo que ésta tiene de
efectiva para la mejora de la calidad de vida del ser humano. Para Bacon la
justificación de esta filosofía natural únicamente se halla en sus resultados
concretos. Los mismos que se ponen en evidencia en su momento con la re-
volución industrial. Bacon representa, entonces, el impulso de base cris-
tiana protestante que tuvo como resultado el desarrollo de la ciencia
moderna, ya no como un modo de entender el universo, sino también y
sobre todo, como un modo de dominar la naturaleza que se traduce en
tecnología. En su obra Novum Organum, escrita en oposición y claro con-
traste con la obra clásica de lógica aristotélica, el Organum, propone su
método que no es otro que la experimentación, yendo más allá de la mera
experiencia, puesto que ésta no basta por sí sola, pues hay que observar los
fenómenos siguiendo un orden que sólo es posible en la experimentación.
Como sea, la base de su método es empírica, de donde el nombre de em-
pirismo viene bien al racionalismo por él promovido en Inglaterra. Dentro
de sus ideas vale la pena destacar su denuncia de los obstáculos que impiden
el desarrollo de la ciencia, a los que él llama “ídolos” en línea con el espíritu
profético en las Escrituras. Uno de ellos son los que el identifica como los
“ídolos del teatro”, que son justamente los que proceden de sistemas filosófi-
cos anteriores y de sus argumentos erróneos y falaces, a los que Bacon ataca
de manera más vigorosa, cuestionando la presunción generalmente aceptada
a lo largo de la Edad Media y en el Renacimiento en el sentido de que las opi-
niones más antiguas son necesariamente las mejores. Bacon llama nuestra
atención al hecho de que, si uno se detiene a considerarlo con atención, resul-
ta claro que las opiniones supuestamente más antiguas son en realidad más
jóvenes, porque son el producto de un mundo más joven. Según el mundo se
va haciendo más viejo, las opiniones nuevas muestran mayor madurez y expe-
riencia y, por tanto, han de preferirse a las antiguas.

Secretario durante algún tiempo de Francis Bacon, Thomas Hobbes (1588-


1679) formó parte posteriormente del círculo de intelectuales reunido alrede-
dor del sacerdote Mersenne, gran amigo de Descartes. Hobbes fue influido
también por Descartes. Pero a diferencia de él su sistema racionalista parte
de la percepción de los sentidos más bien que del cogito cartesiano que
parte de las ideas que el ser humano descubre en su mente. Es por esta razón
que lo hemos ubicado también como precursor de la tradición empirista ingle-
sa con su concepción materialista y mecanicista de la realidad. Sin embargo,

68
en cuanto a su énfasis en el pensamiento deductivo y no en el inductivo que
es el que llegaría a imperar en la ciencia, sigue siendo muy cartesiano. Pos-
tuló lo que él llamó un “cambio de moción” como la condición necesaria para
que los sentidos puedan percibir alguna cosa. Los cambios de moción estarían
determinados por la vigencia de las “leyes de la moción” que Hobbes identifica
como la inercia, la causalidad y la conservación de la materia. Su intención
de fundamentar toda la ciencia sobre el conocimiento natural constituye
uno de los puntos de referencia por los que se llega a esa actitud racio-
nalista y naturalista común entre muchos filósofos a lo largo del siglo
XVIII que representó y sigue representando un gran reto para la teología. Sin
ser todavía un filósofo crítico como tal en el sentido moderno, sienta las bases
para el racionalismo crítico de Kant, a quien veremos un poco más adelante,
al afirmar que Dios se encuentra fuera del campo del conocimiento, puesto
que en él no hay cambio de moción alguno como resultado de lo cual no hay
modo alguno en que podamos conocerle. Tal vez por esta razón se le haya
querido hacer pasar por ateo, juicio equivocado pues él admite que la razón
rectamente entendida alcanza para saber de la existencia de Dios y de su go-
bierno sobre el universo y el género humano, pero nada más. Justamente es
en el campo del gobierno donde se da su aporte más importante en el pensa-
miento, el cual estriba, al igual que Maquiavelo, en su contribución a la filo-
sofía y a la teoría política de su época con su controvertida defensa de la mo-
narquía absoluta como forma ideal de gobierno, aunque ya no por derecho di-
vino de los reyes, sino como resultado de un “contrato social”. Volviendo a lo
que más nos interesa, a partir de este punto su reflexión sobre Dios se encua-
dra de lleno en la tradición cristiana de la “teología negativa” que sostiene que
a Dios no se le puede definir mediante afirmaciones, sino únicamente median-
te negaciones. Es decir que, más que afirmar con precisión quién es o, por lo
menos, en qué consiste Dios; lo único que la teología puede hacer es referirse
a Él con base en nombres, expresiones o atributos negativos y/o indefinidos,
juicio que el cristiano no puede suscribir, pues aunque contenga alguna dosis
de verdad en la medida en que la teología sí debe corregir por medio de nega-
ciones los malos entendidos a los que puedan dar pie las afirmaciones bíblicas
y teológicas alusivas a Dios (por ejemplo, el lenguaje antropomórfico con el
que la Biblia se refiere a Dios, sin que deba entenderse que él sea un hombre
como nosotros), eso no significa que estas afirmaciones deban desecharse
para utilizar únicamente negaciones en el propósito de decir algo acerca de
Dios.

Pero es John Locke (1632-1704) quien le da al empirismo inglés su mejor y


más acabada expresión en su obra más conocida Ensayo sobre el entendi-
miento humano, en la que afirmaba que, aparte de la percepción de los senti-

69
dos, la mente es como una tabla rasa, pues no hay en ella ideas innatas. En
Inglaterra las ideas innatas, que fueron ya importantes en la obra de Descartes,
habían sido reforzadas por un grupo de pensadores conocidos como los pla-
tonistas o platónicos de Cambridge, con quienes ¡una vez más! Platón es re-
mozado en el pensamiento filosófico moderno. Estos platónicos habían con-
cluido con base en sus reflexiones que el cristianismo era la religión más ra-
cional de todas, conclusión compartida por Locke, pero a la cual llegó por ca-
minos muy distintos, según se puede ver en su obra La racionalidad del cris-
tianismo. De hecho, ambos lados tenían ideas diferentes de en qué consiste
realmente la razón humana. En la concepción de Locke lo que está proba-
do o demostrado en la experiencia es lo auténticamente racional y no las
ideas innatas carentes de prueba empírica. En esto se puede ver la influencia
que Bacon ejerció sobre él. Influencia manifestada también en el hecho de que,
como nos lo dice con precisión el Dr. Alfonso Ropero:
Locke hizo que la filosofía hablase el lenguaje del hombre de la calle. Sus obras filosóficas
fueron extraordinariamente populares, porque, para las clases cultivadas de la época, re-
presentaban la esencia del “sentido común”.

Ahora bien, lo que Locke entiende por experiencia no se limita a la información


externa que los sentidos proveen, pues él considera que existe también una
experiencia interna de nosotros mismos y del modo en que nuestras mentes
funcionan, experiencia que es también en cierto modo susceptible de observa-
ción o análisis. A la experiencia externa provista por los sentidos la llamó sen-
sación y a la experiencia interna reflexión. Estas serían las dos fuentes interre-
lacionadas del conocimiento. Notemos cómo, si bien la experiencia entendida
de este modo incluye el conocimiento científico, no se limita a él, sino que
abarca también el funcionamiento del entendimiento humano y su multiplicidad
de procesos. Es por eso que podríamos considerar a Locke como el primer
filósofo crítico en el sentido moderno, es decir el iniciador del estudio de las
posibilidades del intelecto humano que tendrá uno de sus puntos culminantes
en la obra de Kant. En esta dirección, es en Locke en quien emerge el inten-
to moderno de racionalización de la fe, es decir hacer de la fe algo tan ra-
zonable y racional que razón y fe vienen prácticamente a ser sinónimos. La fe
se ve reducida entonces a la razón. Valga decir que el interés de Locke aquí
es claramente conciliador, pues no pretende negarle a la fe su lugar, sino úni-
camente señalar que cualquier verdad de fe no puede ser contraria a la razón
porque ambas se complementan de tal modo que la una no tiene que temer
nada de la otra, pues el Autor de ambas es el mismo. Así, pues, para Locke la
revelación lo único que hace es confirmar la estructura verídica de la realidad
descubierta por la razón a través de la experiencia. Es por todo esto que Loc-
ke estaba convencido de que la razón bastaba para sostener las doctrinas
fundamentales del cristianismo tradicional, al margen de las ideas innatas y los

70
primeros principios a los que apelaba la teología tradicional. Sostenía, enton-
ces, que únicamente siguiendo este camino podría llevarse de nuevo al cris-
tianismo a su sencillez original y deshacerse así de las especulaciones inter-
minables y fútiles del escolasticismo teológico. Es más, para él la revelación
no deja de ser una realidad empírica, a pesar de no poder ser controlada y
examinada en el laboratorio. Pero sigue siendo empírica en cuanto que la re-
velación siempre llega a nosotros de modo que la reconocemos como tal úni-
camente a través de la experiencia personal. Como resultado de este plan-
teamiento Locke concluye que el cristianismo, una vez aligerado de todo
su lastre escolástico, es la religión más razonable de todas. En el marco
de este entendimiento empíricamente razonable de la fe los milagros con su
base sobrenatural no son aún negados, pero lo serán después en el pensa-
miento de los deístas, pero en especial en el de David Hume. Sea como fuere,
el intento por parte de Locke por simplificar de este modo el cristianismo con-
servando únicamente lo que le parecía esencial al mismo al ser examinado
con su criterio de racionalidad, tenía una finalidad claramente práctica: recon-
ciliar a las diversas facciones del cristianismo que, desde la Reforma protes-
tante, habían estado pugnando en su país y en toda Europa dando origen a
numerosas y sangrientas guerras religiosas. Porque también para Locke la to-
lerancia interreligiosa, sobre todo entre cristianos, es algo que la razón impone.
Y lo es, además, porque como lo añade el Dr. Ropero:
La verdad plena y armoniosa, que integra todos los puntos de vista y no deja nada verda-
dero fuera, no es algo establecido de una vez para siempre, a lo que pueden acomodarse
los hombres sin esfuerzo; es una conquista intersubjetiva a la que cada cual aporta su
perspectiva personal. Por eso mismo la tolerancia no es una cuestión religiosa ni política,
sino que es una exigencia auténticamente filosófica, pues la práctica de la tolerancia posi-
bilita la construcción intersubjetiva de la verdad y contribuye al progreso de las ciencias.
Con estas ideas Locke no hace sino dar un paso más en la dirección marcada por el prin-
cipio protestante del libre examen, que es principio de autonomía. Cada persona, desde la
más ignorante a la más culta, tiene el derecho y capacidad intelectual de juzgar las creen-
cias que se le exponen como objeto de fe o aceptación. Renunciar a este derecho es caer
en la superstición, en el caso religioso, en la dictadura en el terreno político y en absolutis-
mo en el reino de la ciencia.

Este es el motivo que subyace en sus famosas Cartas sobre la tolerancia,


donde defendió la libertad religiosa y que se constituyen en un hito para la
gradual consolidación del ideal de tolerancia en la sociedad moderna que in-
fluirá a su vez en la secularidad posmoderna en conceptos como pluralismo,
multiculturalismo y relativismo cultural y en el campo religioso en conceptos
como el universalismo.
Ya hemos dicho que el empirismo inglés es fruto de la manera en que en In-
glaterra se concretaron cincuenta años antes que en Francia los ideales de la
ilustración y el iluminismo. De hecho, el término “librepensador”, tan carac-

71
terístico de la ilustración, fue una invención inglesa, pues quien lo acuñó fue
un inquieto discípulo de Locke: Anthony Collins, en su Discurso sobre el libre-
pensamiento. Pero hay un aspecto más, relativo a Dios, que hay que des-
tacar como consecuencia del iluminismo inglés y del empirismo como su
más acabada expresión filosófica. Nos referimos a la concepción de Dios
designada como deísmo, por contraste con el teísmo cristiano tradicional.
Hoy por hoy el término ha venido a significar la opinión que sostiene que hay
un Dios creador, pero que éste, después de llevar a cabo el acto de creación
del universo ya no se ocupa de él ni mucho menos de los asuntos humanos,
negando así las doctrinas cristianas de la redención y de la providencia. Pero
en sus orígenes el deísmo significaba más bien el intento de reducir la religión
a sus elementos fundamentales, universales y razonables. Las doctrinas te-
ológicas básicas de los deístas ingleses del siglo XVIII eran, entonces: la exis-
tencia de Dios, la obligación de adorarle, el carácter moral de esa adoración,
la necesidad de arrepentirse por el pecado, y una vida tras la muerte de re-
compensas y castigos. Los deístas no sólo pretendían mostrar junto con Locke
que el cristianismo es razonable, sino que el cristianismo concuerda con la re-
ligión natural, despojándolo entonces de todos sus aspectos sobrenaturales,
como por ejemplo la revelación. Así, la supuesta religión universal de los deís-
tas no era sino una selección de aquellas doctrinas tradicionales cristianas que
les resultaban más afines, y que según ellos, podían sostenerse con base en
un uso correcto de la razón. Valga decir que su ética le debía mucho al estoi-
cismo y los requerimientos éticos del Nuevo Testamento se interpretaban en-
tonces en términos de la teoría estoica de la ley natural. Adicionalmente hay
que señalar que el deísmo tuvo una influencia importante en los primeros días
de los Estados Unidos a través de personajes tales como Benjamín Franklin,
Thomas Jefferson y Thomas Paine y en Francia en la persona de Voltaire, en-
tre otros. Pero con todo y afirmar la existencia de un Dios Creador, el deísmo
atrajo numerosos ataques por parte de quienes vieron en él una amenaza al
cristianismo ortodoxo con su base sobrenatural. De todos sus detractores tal
vez el más conocido fue William Paley, más que por la contundencia de
sus argumentos en contra del deísmo, por su argumento muy popular en
el sentido de que la complejidad de la creación señala hacia un creador,
de igual modo que la existencia de un reloj requiere que haya un relojero,
argumento que, por cierto, podría ser suscrito por un deísta. De hecho, el gol-
pe más rudo contra el deísmo no vino de los teístas cristianos, sino de David
Hume, como lo veremos un poco más adelante. Pero antes pasemos a otros
puntos obligados de referencia en el itinerario racionalista moderno.

La apuesta de la fe: Pascal

72
Contemporáneo de Descartes y Malebranche, Blas Pascal (1632-1662) es
una de las figuras más atractivas y fascinantes del pensamiento filosófico cris-
tiano moderno. En él se dan cita al mismo tiempo las raras dotes de un gran
físico, un gran matemático y al mismo tiempo, un gran místico. El Dr. Ropero
nos informa de él que:
Se conocía casi de memoria las Escrituras, leía a Agustín, junto a Montaigne, su “Biblia
profana”, y a Descartes, al que acepta y rechaza por igual.

Por temperamento y por circunstancias (murió muy joven, a la edad de 39


años), no fue un pensador sistemático, lo cual constituye tal vez uno de sus
principales méritos para mantenerle vigente, pero también la causa por la cual
no fue tan influyente en su tiempo, caracterizado por la tendencia a las siste-
matizaciones racionalistas. Desde el punto de vista filosófico es un pensador
de sabiduría aforística, siendo así que su obra clásica más conocida popular-
mente son sus famosos Pensamientos, dónde acuña frases o pensamientos
breves de una profundidad y contundencia sin par. En uno de sus pensamien-
tos más conocidos podemos ver al mismo tiempo su aceptación y su rechazo
hacia el racionalismo de su época iniciado por Descartes. Dijo él que existían:
“Dos excesos: no admitir la razón, y no admitir más que la razón”. Vemos aquí,
pues, que Pascal tomaba distancia tanto del fideísmo irracional, como del ra-
cionalismo a ultranza. De hecho, como creador del cálculo de probabilidades,
Pascal calculó los riesgos y beneficios de la fe cristiana, como resultado de lo
cual se la jugó toda por el cristianismo, concluyendo que con Cristo nada se
pierde, y se puede ganar todo. Es célebre también su frase por la cual afirma:
“Prefiero creer en un Dios que no exista, a no creer en un Dios que exista”. El
punto es que para él la fe es ante todo una decisión de la voluntad. Decisión
que se apoya en las probabilidades a su favor, y en esa medida, es comple-
tamente razonable, pero que no obedece 100% a la razón. Es por eso que
Pascal hablaba de la fe como una apuesta. La razón únicamente nos provee
de elementos de juicio para evaluar que tan acertada es la apuesta, pero no nos
exime de tener que apostar. Esto no significa que la fe no confiera certezas. Pe-
ro las certezas de la fe no se pueden establecer de manera indiscutible por me-
dio de la mera razón. Valdría la pena leer el testimonio de cómo Blas Pascal
llegó a las certezas que se obtienen cuando se apuesta por Cristo o se da el
“salto de la fe”. De su puño y letra él nos lo cuenta en ese trozo de pergamino
arrugado y amarillento que tanto apreciaba, pues siempre lo llevó consigo co-
sido al forro de su levita, conocido posteriormente como “el memorial de Pas-
cal” y que, palabras más, palabras menos, dice lo siguiente: “El lunes veintitrés
de noviembre del año 1654… desde cerca de las diez y media de la noche
como hasta las doce y media… FUEGO… El Dios de Abraham, el Dios de
Isaac, el Dios de Jacob, no el de los filósofos ni eruditos. ¡Certidumbre! ¡Certi-
dumbre! ¡Sentimiento! ¡Gozo! ¡Paz! El Dios de Jesucristo”. Para captar toda la

73
fuerza contenida en este histórico documento es necesario recordar que Pas-
cal fue contemporáneo de Descartes, a quien intentó seguir en su camino ra-
cionalista sin obtener nunca verdaderas certidumbres vitales en esta dirección.
Certidumbres que superaran el estricto y aséptico ámbito de la razón. Hasta
que el lunes 23 de noviembre del año 1654 en la experiencia conocida como
“su segunda conversión” obtuvo las certezas que la razón le negaba y lo
apostó todo por Cristo, experiencia tan profunda, intensa, reveladora y libera-
dora que lo afectó para siempre y lo llevó a escribir su famoso “memorial” que
llevó desde entonces siempre con él como un tesoro. Y tal vez a raíz de esta
experiencia acuñó una de sus frases más famosas, de seguro en respuesta al
“pienso, luego existo” de Descartes: “el corazón tiene razones que la razón no
conoce”, denunciando así la insuficiencia de la razón en los asuntos de fe.
Con todo, el racionalismo dominaría de tal modo su época que habrá que es-
perar el advenimiento del existencialismo y del personalismo modernos para
valorar en su justa dimensión las profundas intuiciones de Pascal, como lo
sostiene también el Dr. Ropero:
En Pascal se aprecian temas que saltarán a primera línea de la reflexión filosófica en el
existencialismo. Su íntima penetración en la existencia humana hace que sus pensamien-
tos no pierdan frescura, sino que permanezcan tan sugerentes como al principio. El estre-
mecimiento de la pequeñez humana, por una parte, y la capacidad de eternidad, por otra,
recorre su filosofía con el soplo esperanzador de la fe.

El idealismo subjetivo: Berkeley

El filósofo irlandés George Berkeley (1685-1753), pastor de la iglesia anglica-


na, alternó la actividad filosófica con la predicación evangélica. En Berkeley la
subjetividad del individuo vuelve por sus fueros por oposición a la presunta e
impersonal objetividad promulgada por la incipiente ciencia racionalista. Berke-
ley constituye en las islas británicas algo similar a lo que Malebranche con su
ocasionalismo representó en la Francia continental. Su filosofía no puede en-
tenderse de forma cabal aparte de su condición de auténtico creyente. Al igual
que lo sucedido en Descartes con su cógito, la filosofía de Berkeley también
puede condensarse en una frase de gran contenido: “Ser, es ser percibi-
do”. Esto es, que la cuestión del ser o la realidad de eso que Descartes llamó
res extensa no radica en las cosas en sí mismas, sino en la mente de quien
las percibe. En otras palabras las cosas no existen por sí mismas, sino única-
mente en la medida en que haya alguien que las perciba. El objeto depende
del sujeto. Sin sujeto que perciba no existe objeto percibido. Toda realidad ra-
dica en la mente del sujeto que percibe. Toda realidad es en primera instancia
espiritual. De ahí que a su propuesta se le llame idealismo subjetivo. Ahora
bien, ¿cómo garantiza Berkeley la permanencia de aquello que percibimos
una vez dirigimos nuestra mente y nuestros sentidos a otro objeto de percep-

74
ción y dejamos de percibir lo primero? Sobre todo teniendo en cuenta que toda
la naturaleza y el universo entero es demasiado vasto y complejo como para
depender en su existencia de la mera percepción del gran conjunto de sujetos
que conforman el género humano en un momento dado de la historia. De esto
se sigue que la naturaleza y el universo entero deben ser, entonces, una gran
idea que existe tan sólo porque está siendo eternamente percibida sin inte-
rrupción y en todos sus detalles por Dios mismo, el Sujeto por excelencia cuya
subjetividad es la que hace posible la subjetividad de cada persona humana y
la confiabilidad fundamental de las percepciones de todos y cada uno de noso-
tros. Por supuesto, además de exaltar a Dios como sería de esperarse de él,
apoyándose para ello hasta cierto punto en la presencia inmanente de Dios en
su creación, revelada también en las Escrituras (Hc. 17:28; Rom. 11:36; Col.
1:15-17; Heb. 1:3), pero debidamente matizada por su trascendencia en su
expresión filosófica de tal modo que no puede señalársele como panteísta;
también salta a la vista que con ello Berkeley se opone igualmente al materia-
lismo que iba ganando fuerza en el contexto del empirismo inglés, en especial
gracias a Locke. Aunque en realidad el idealismo subjetivo de Berkeley es una
variante del empirismo inglés, desarrollada en una forma inusual y contraria a
la dirección general que aquel iría a tomar, llevada además a su extremo. Si
bien es cierto que en Berkeley este entendimiento de la “comunicación de las
sustancias” destaca el papel de Dios en el proceso y la confianza que pode-
mos tener en Él, también lo es que partiendo de una postura similar Hume,
punto culminante del empirismo de las islas británicas, llega a conclusiones
diametralmente diferentes, como lo veremos más adelante. Pero Berkeley si-
gue siendo empirista en la medida en que no se cierra, sino, por el contrario,
las fomenta, a las percepciones obtenidas en la experimentación que está en
la base del desarrollo de la ciencia. Así se refiere a ello el Dr. Ropero:
Berkeley acepta, no obstante, los hechos de percepción tan abierta y completamente como
el sabio y el artista. No niega la existencia real de las cosas que el hombre puede tocar o
ver, pero esta existencia sólo se da en la mente, por eso “existir es ser percibido”. Pero si
percibimos sólo ideas ¿cómo se producen éstas? Según Berkeley Dios pone en el hombre
las ideas, y el orden y coherencia que guardan es lo que se conoce como “leyes de la natu-
raleza”… para él probar la existencia de Dios es más evidente que la del hombre. Como
para Malebranche, Dios es para Berkeley la única fuerza activa en el mundo. La intención y
el propósito de los ensayos de Berkeley consistía en combatir el materialismo, para lo cual,
partiendo de la teoría de las ideas de Locke, terminó por negar la existencia de la materia.

El idealismo subjetivo de Berkeley, si bien postula que el espíritu (mente) es el


origen de la materia, la cual no posee por tanto existencia independiente, pues
no puede existir si no es dentro de una mente que la contenga percibiéndola
(panenteísmo); no logra sin embargo establecer ni comprender cómo la mate-
ria puede actuar de manera recíproca sobre el espíritu. Con todo y ello y a pe-
sar de que el materialismo mecanicista fue el que terminó imponiéndose en el

75
marco del empirismo racionalista de Inglaterra, el pensamiento de Berkeley
parece resonar hoy de nuevo en el trasfondo del llamado “principio antrópico”
tan debatido en la actualidad tanto en el campo de la ciencia como en el de la
filosofía, sobre todo en su versión fuerte.

El monismo: Baruch Spinoza

Holandés de familia judía sefardita emigrada a Holanda para huir de la inquisi-


ción española, Baruch Spinoza (1632-1670) optaría por una alternativa dife-
rente al dualismo implícito, tanto en el sistema cartesiano, como en el ocasio-
nalismo postulado por Guelincx y Malebranche justamente para resolver el
problema cartesiano de la “comunicación de las sustancias”, solución ésta
última (la de Guelincx y Malebranche) que a Spinoza le parece muy artificiosa.
De profundas inclinaciones místicas, aunque no conformes con la ortodoxia
judía, razón por la cual fue expulsado de la sinagoga en 1656 por sus ideas
heterodoxas consideradas peligrosas por la comunidad; Spinoza fue no obs-
tante fiel a la idea del Dios único y supremo que había aprendido tanto en su
hogar como en la sinagoga desde temprana edad, reflejando esta convicción
en su sistema filosófico. Particularmente en la manera en que optó por resol-
ver el ya aludido problema de la “comunicación de las sustancias”. A diferencia
del dualismo cartesiano y del ocasionalismo que afirmaba o daba por sentada
la existencia independiente y diferenciada de la res cogitans y la res extensa,
Spinoza resolvió el problema acudiendo a un más explícito y coherente mo-
nismo, sosteniendo que no existían en realidad dos sustancias (dualismo), si-
no una sustancia única (monismo), de la cual los seres singulares, ya sean
naturales o espirituales, extensos o pensantes, no serían más que diversifi-
caciones empíricas o modos distintos de presentarse a la experiencia. Así,
pues, coincidía con Descartes en su predilección por el conocimiento matemá-
tico como la fuente del conocimiento verdadero, pero difería de él en su nega-
ción de cualquier distinción sustancial entre la res cogitans y la res extensa.
Éstas serían, a lo sumo, atributos diferentes de la misma sustancia, pero no
sustancias diferentes, puesto que toda la realidad no es más que una sola
sustancia divina. Y aunque no se puedan justificar del todo, se entiende de
cualquier modo el por qué de las prevenciones de la comunidad judía ortodoxa
a las ideas de Spinoza, pues su filosofía puede muy bien caracterizarse
como la expresión racionalista del panteísmo. Espíritu conciliador y místico
enfocado en el ideal del amor universal entre los seres humanos, Spinoza
exaltó la búsqueda de la verdad en el Absoluto y defendió la libertad religiosa
y la tolerancia frente al fanatismo. Sin embargo y al igual que en el estoicismo,
en su sistema no hay lugar para la auténtica condición de seres libres y res-
ponsables ya que todo está determinado y la libertad no sería más que una
ilusión debida a nuestra perspectiva parcial sobre la realidad. En el monismo
76
de Spinoza no hay lugar a individuación o a la existencia real de indivi-
duos. Dios es la única sustancia de toda la realidad, la única naturaleza
de todas las cosas que se manifiesta como naturaleza creadora, a la que
normalmente llamamos “Dios”, y como naturaleza creada a la que llamamos
“mundo”. El pensamiento y la materia son sólo atributos distintos de la misma
naturaleza divina, probablemente no los únicos, sino tan sólo los dos que los
seres humanos somos capaces de conocer. Como lo puntualiza el Dr. Ropero:
Para comprender plenamente a Spinoza y no interpretarlo mal, basta solamente cumplir
una condición: no olvidar ni un instante que su sistema es un monismo rigurosísimo y abso-
luto, que es el sistema inmanentista de la absoluta identidad entre la sustancia universal
única Dios y los modos de ser de la misma sustancia única, los diversos seres naturales
y espirituales… Descartes había partido del pensamiento como certeza primera: pienso,
luego existo. Spinoza parte del ser. Lo que existe, existe; el ser no se demuestra, se cons-
tata, lo existente existe… el ser es sustancia en sentido propio. Dios es el Ser universal...
El sistema spinozano es precisamente el absoluto monismo, el absoluto panteísmo, el per-
fecto inmanentismo.

En razón de todo lo anterior es que el Dr. Ropero puede señalar bien las in-
conveniencias e incompatibilidades del sistema de Spinoza al contrastarlo con
la doctrina cristiana:
Entre otros problemas planteados a la doctrina cristiana, hay uno que destaca por su nega-
ción del núcleo antropológico más vital de la fe cristiana: la individualidad personal, y su
continuidad. Si todo es Dios, cada cosa no es más que un modo divino en constante trans-
formación. Hay caracteres individualizadores, pero no esencia individual, que en el hombre
supone negación de su personalidad, una de las doctrinas más queridas del cristianismo…
La persona unida a Dios no desaparece en su radical individualidad diferenciada.

La armonía preestablecida: Leibniz

Justamente en relación con este último asunto: la noción de persona tal como
se ha entendido dentro de la tradición cristiana, Gottfried Wilhem Leibniz
(1646-1716) hace a la sazón un importante aporte en esta dirección al respon-
der a Spinoza con la postulación de la mónada para resolver el problema car-
tesiano de la comunicación de las sustancias. Pero antes de ocuparnos de ello
debemos señalar que Leibniz fue un hombre de vasta erudición, descubrió,
independiente de Newton, los principios matemáticos del cálculo integral. De
la más arraigada y culta extracción luterana alemana, fue un espíritu concilia-
dor que se asemejó a Locke en su intención de lograr la reunión entre los
católicos y los protestantes con base en esa “teología del sentido común” que
es tan típica del racionalismo y que en él encuentra expresión concreta en su
obra Systhema theologicum. Pero su obra filosófica es más importante que su
obra teológica, pues se le considera el fundador de la filosofía alemana y la in-
teligencia más completa de su época, abarcando en su saber y haciendo con-
tribuciones puntuales en disciplinas muy diversas a tal punto que, siguiendo al

77
Dr. Ropero, podría decirse que en él confluyen todos los intereses vivos de la
filosofía del momento. Esta circunstancia, unida a su carácter conciliador de-
terminó en él su infatigable insistencia por la construcción de un saber
unitario, una visión integradora a la que dedicó su vasta cultura. Pero en
este propósito no podía aceptar el predeterminismo y el panteísmo de Spinoza.
Contra él propuso la distinción entre “verdades de razón” y “verdades
de hecho”. Las verdades de razón (propias de la lógica y las matemáticas)
son verdades necesarias, pero las verdades de hecho (las que encontramos
ya en el campo de la realidad empírica y palpable) no lo son. Son contingentes
e incluso probables, pero no necesarias. De la mano de esta postulación en-
tre verdades de razón y verdades de hecho llega Leibniz también a la dis-
tinción entre “razón necesaria” y “razón suficiente”, principio fundamen-
tal e imprescindible de la filosofía posterior. La razón necesaria tiene cabida
en el campo de las verdades de razón, pero en el campo de las verdades de
hecho no encontramos razones necesarias, sino únicamente razones suficien-
tes. En otras palabras, los hechos constatados por la experiencia sensorial no
tienen que ser necesariamente como son, pues podrían ser de otro modo, y si
son como son no es entonces debido a razones necesarias, sino a razones
suficientes. La existencia del mundo no obedece, pues, a una razón necesaria,
sino a una razón suficiente, pues aunque Dios creó el mundo, lo hizo de ma-
nera soberana y voluntaria (razón suficiente) y no porque estuviera racional-
mente obligado a crearlo (razón necesaria). De este modo, la relación de Dios
con el mundo es racional, pero no necesaria. Con este planteamiento Leib-
niz evita caer en el predeterminismo panteísta de sistemas filosóficos
como el de los estoicos o el de Spinoza, para el cual la relación entre
Dios y el mundo es necesaria, salvando no sólo la libertad y la soberan-
ía divinas, sino también el albedrío y la responsabilidad personal del ser
humano, doctrinas ambas muy apreciadas en la tradición cristiana.
Convergiendo también en esto último (la noción de persona dentro de la tradi-
ción cristiana), encontramos asimismo la manera en que Leibniz respondió a
la pregunta por la “comunicación de las sustancias” formulada por la filosofía
de Descartes. En respuesta a ello Leibniz niega, en primer lugar, que haya
comunicación entre el cuerpo y el alma. Y en segundo lugar, niega que haya
siquiera dos clases diferentes de sustancia, tomando distancia en ambos
asuntos tanto de Descartes como de Guelincx y Malebranche, sin que por ello
se incline a Spinoza. Y no hay dos clases de sustancia porque para Leibniz
todo lo que existe es espiritual, pero no a la manera del monismo panteísta de
Spinoza, sino que todo lo que existe es el conglomerado de muchísimas
sustancias, todas ellas de naturaleza espiritual, a las que Leibniz llamó
mónadas. Cada mónada es completa en sí misma de tal modo que no sólo no
pueden, sino que no necesitan comunicarse entre sí. En relación con la inca-
78
pacidad de las mónadas de comunicarse efectivamente entre sí, Leibniz lo
afirmó gráficamente diciendo que “las mónadas no tienen ventanas”. Y en re-
lación con la ausencia de necesidad de comunicarse entre ellas, ello obedece
a que cada mónada contiene una representación, desde su propia perspectiva,
de todo el universo, es decir de todas las otras mónadas. Es aquí, en la va-
lidez de la perspectiva individual de cada mónada, en donde se apoya su vi-
sión integradora, en la que a su vez se apoyará más adelante Hegel y todo el
idealismo alemán. Al decir del Dr. Ropero:
Leibniz es el precursor de la dialéctica de Hegel, el cual trata de salvar la historia del pen-
samiento, y la historia en general, en un proceso universal de acción, reacción y síntesis,
esto gracias a las aportaciones de la filosofía de Leibniz cuya visión integradora le llevó a
postular el perspectivismo, que hará escuela en Nietzsche y Ortega y Gasset. Hay momen-
tos de la verdad, que representan las diferentes aprehensiones que cada individuo y cada
época aportan al conjunto total de la misma. Máxima intuición intelectual que en el orden
de las ideas busca reconciliar antes que desintegrar… Los nuevos horizontes no anulan los
viejos, los enmiendan.

En este esquema, Dios es también una mónada, la Mónada suprema, infini-
tamente superior a las mónadas y causa de las mismas, que difiere específi-
camente de las demás, por una parte, en que es la única cuya existencia es
una verdad necesaria. Valga decir que en este punto Leibniz ofrece su propia
versión del argumento ontológico iniciado por Anselmo y abordado también
por Descartes. Y por otra parte, Dios se diferencia de las demás mónadas, por
cuanto él tiene una perspectiva universal, y no parcial, sobre todo el universo.
De todo lo anterior Leibniz deduce que lo que llamamos “comunicación
de las sustancias” no es en realidad más que una armonía preestableci-
da por la Mónada suprema. Así lo da entender en una de sus cartas:
A partir de la idea misma de la sustancia o del ser concreto en general, que afirma que su
estado presente siempre es consecuencia natural de su estado anterior, sigue la conse-
cuencia de que la naturaleza de cada sustancia individual, y por tanto de cada alma, con-
siste precisamente en expresar el universo. Fue hecha desde su propia creación de tal
modo que, en virtud de las leyes de su propia naturaleza, permanezca en armonía con lo
que sucede en los cuerpos, y especialmente en su propio cuerpo.

El historiador Justo L. Gónzalez añade algo que es muy ilustrativo y gráfica-


mente esclarecedor en relación con el pensamiento de Leibniz:
En otro pasaje, Leibniz argumenta que el alma y el cuerpo han de verse como dos relojes
que mantienen el mismo tiempo. La teoría de la comunicación directa de las sustancias
sería como imaginarse que es necesario que los dos relojes estén conectados entre sí para
marcar la misma hora. La teoría de las causas ocasionales [Guelincx y Malebranche] sería
como decir que el relojero tiene que estar interviniendo constantemente en los dos relojes,
moviéndolos simultáneamente. La teoría de la armonía preestablecida sencillamente afirma
que Dios es como un relojero perfecto, cuya creación es tal que cada mónada marcha al
ritmo del resto, aun cuando no hay conexión real entre ellas.

79
Al margen de lo más o menos convincente que nos parezca el planteamiento
de Leibniz y del hecho de que lo suscribamos o no, lo cierto es que hay un as-
pecto del mismo que, como cristianos, debemos valorarlo positiva y unánime-
mente. A éste aspecto se refiere el Dr. Ropero con estas palabras:
Su idea de la mónada, muy diferente a la sustancia de Descartes, será la intuición que
culmine en la noción de persona, como ser dinámico e independiente, singularmente único,
que excluye todo panteísmo y cualquier noción que niegue la continuidad personal. La sus-
tancia personal no puede comenzar más que por creación, ni perecer más que por aniqui-
lación. “Toda sustancia es como un mundo entero y como un espejo de Dios”. Esta será la
respuesta de Leibniz a Spinoza… El mundo está compuesto de sustancias infinitas, las
mónadas, como queda dicho. Con esta teoría se afirma clara y absolutamente la pluralidad
de seres singulares, poniendo de relieve las irreductibles diferencias entre las diversas sus-
tancias individuales.

En la misma línea de valoración positiva del pensamiento de Leibniz encon-


tramos a Aldo Agazzi, quien hace al respecto la siguiente evaluación conclu-
yente:
El significado más profundo de la especulación de Leibniz estaba en lo siguiente: la perso-
nalidad debe ser salvada: contra Spinoza y contra Malebranche, que la habían destruido al
negarle la sustancialidad; contra el mecanicismo, que le quitaba libertad; contra Hobbes,
que después de haber hecho de ello un mecanismo, la había aplastado bajo el despotismo;
contra todo contractualismo político, ya que el derecho surge de un principio natural que
instituye el estado para bien de todos y funda los principios jurídicos en la ética, poniendo
el estado al servicio del desenvolvimiento de la persona.

Pero con todo y el hecho loable de pretender salvar la irreductible individuali-


dad y singularidad personal de cada ser humano y sin perjuicio de su enco-
miable intención y visión integradora; lo cierto es que hay que conceder que al
negar la posibilidad de comunicación real y directa entre las mónadas, Leibniz
puede estar dando pie también para que la legítima individualidad personal del
ser humano degenere en censurable individualismo. Además, hay un pro-
blema adicional que Leibniz debe resolver para consolidar su enfoque: el
problema del mal en el mundo, ese mismo hecho incuestionable y desga-
rrador contra el que se ha estrellado tradicionalmente y en primera ins-
tancia la lógica de la fe, formulado desde la antigua Grecia por medio de la
llamada “Paradoja de Epicuro” que, tal como la recogió Hume de Tertuliano,
quien a su vez la citó de Epicuro, sostiene: “¿Es que Dios quiere prevenir la
maldad, pero no es capaz? Entonces sería impotente. ¿Es capaz, pero no
desea hacerlo? Entonces sería malévolo. ¿Es capaz y desea hacerlo? ¿De
dónde surge entonces la maldad? ¿Es que no es capaz ni desea hacerlo?
¿Entonces por qué llamarlo Dios?”. Recordemos que para Leibniz este mundo,
con toda su carga de mal, no existe por una razón necesaria, sino únicamente

80
por una razón suficiente. Y en sus Ensayos de teodicea7 acerca de la bondad
de Dios, la libertad del hombre y el origen del mal se da a la tarea de explicar
cuál o cuáles son esas razones suficientes por las que existe este mundo tal
como es. Sintetizando, lo que Leibniz afirma es que este mundo no es perfecto
sencillamente porque no puede serlo, pues en sentido absoluto únicamente
Dios es perfecto. Todas las criaturas, incluyendo entre ellas a todo el mundo
creado, son imperfectas por su propia condición creatural y sin que sean cul-
pables de ello, puesto que todo lo que sea finito y limitado es intrínsecamente
imperfecto. Esta imperfección en cuanto al ser de las criaturas, entendida
como la mayor o menor carencia de la perfección absoluta que sólo se
encuentra en Dios, es lo que Leibniz llamó “mal metafísico”. Un mal inevi-
table y, por lo mismo, “mal” no en el sentido problemático del término. Por lo
tanto, existe una razón necesaria para que el mundo sea imperfecto. Una
vez demostrado y aceptado lo anterior, Leibniz debe proceder a explicar por
qué, dentro de su inherente imperfección, el mundo no habría podido ser me-
nos imperfecto de lo que evidentemente es. Es aquí donde recurre a la noción
de razón suficiente. Es decir que este mundo es como es, no porque exista
una razón necesaria para ello, la razón necesaria sólo hace referencia a su
inherente imperfección y no al mayor o menor grado de imperfección que os-
tenta, sino porque existe una razón suficiente para que sea así. Desarro-
llando este argumento Leibniz nos conduce a que, dado el carácter perfecto
de Dios y la inherente y evidente imperfección del mundo por Él creado, de-
bemos concluir que de todos los necesariamente imperfectos mundos
posibles que Dios pudo haber creado, éste es el mejor de ellos. Un mun-
do en que el mal existe no sólo por cuenta de la necesaria imperfección
metafísica inherente a las criaturas, sino también procedente de las cria-
turas de naturaleza personal cuando se desvían del ser y de la voluntad
de Dios, eligiendo vivir por valores inferiores en lugar de los valores su-
periores presentados por la razón, en lo que Leibniz llamó “mal moral”,
del cual sí somos personalmente culpables y no puede ser atribuido direc-
tamente ni a Dios ni a ninguna otra instancia o circunstancias ajenas a noso-
tros mismos. Por último, existe el mal al que Leibniz designó como “mal
físico”, que incluye la enfermedad y el dolor, simple consecuencia del mal
moral, entendido como transgresión del orden cósmico que lleva a la criatura a
no vivir en armonía con el todo, en perjuicio propio. A propósito, cabe aquí una
aclaración en cuanto a la caracterización del pensamiento de Leibniz bajo la
expresión “armonía preestablecida”. Esta armonía no implica, cómo la pala-
bra misma puede llegar a sugerirlo equivocadamente, ausencia del mal moral

7
El término teodicea que significa “justicia de Dios” fue también introducido por Leibniz en el lenguaje filosó-
fico para describir el estudio formal del problema del mal.

81
o físico traducida en condiciones paradisíacas en el mundo, como es apenas
obvio, sino tan sólo un estado en el cual Dios, la Mónada suprema, prevé y es-
tablece no sólo las razones necesarias de cuanto acontecerá efectivamente
conforme a sus propósitos, sino también las razones suficientes para que su-
ceda lo que es probable que suceda en el marco más amplio de todo lo que
Dios ha establecido también como materialmente posible, marco del cual las
mónadas individuales creadas no pueden salirse por más que insistan en
transgredir de manera culpable el orden cósmico ideal para el que fueron
creadas. El desorden introducido por el mal moral y el mal físico no echa,
entonces, a perder de manera absoluta la armonía preestablecida en éste,
el mejor de los mundos posibles. Hay que reconocer aquí que, si bien
Leibniz no es la respuesta filosófica definitiva al problema del mal, de
cualquier modo tiene el mérito de mostrarnos nuevas alternativas para
poder comprenderlo.
La filosofía de Leibniz es la conclusión natural en la Europa continental
de la metodología propuesta por Descartes con su problemática “comu-
nicación de las sustancias”. Leibniz corta el nudo gordiano generado por las
diversas alternativas planteadas para resolver este dilema declarando senci-
llamente que no hay tal comunicación. Las mónadas no tienen ventanas y lo
que nos parece ser una impresión del mundo externo en nuestras mentes no
es más que el desdoblamiento de lo que, por su misma naturaleza creada, ya
estaba en ellas. Para Leibniz todas las ideas son innatas. No sólo las relati-
vas a las “verdades de razón”, como lo afirmaba toda la tradición cartesiana;
sino incluso las “verdades de hecho”, puesto que al fin y al cabo la mente no
aprende cosa alguna mediante la experiencia, incapacitada como está para
experimentar cosa alguna fuera de sí misma. Por eso, con todo y no conside-
rarse a sí mismo como un seguidor de Descartes, Leibniz fue la culminación
de la tradición racionalista comenzada por Descartes en el continente, cuyo
propósito era llegar al verdadero conocimiento a través de las ideas innatas en
la mente, más bien que mediante el mundo de las experiencias sensoriales. Y
la conclusión de Leibniz es que, en sentido estricto, no hay conocimiento,
porque el conocimiento implica una relación entre quien conoce y lo co-
nocido, relación que no existe en el contexto de la “armonía preestable-
cida”. Tal fue el callejón sin salida en el que el racionalismo idealista cartesia-
no se encontró con Leibniz, del cual no pudo salir hasta que emerge Kant,
quien abre nuevas vías al idealismo alemán, lo cual lleva al Dr. Ropero a de-
clarar:
Con Leibniz acaba propiamente el periodo filosófico del racionalismo instaurado por Des-
cartes y se inicia la nueva época del idealismo. Ahondando en la problemática planteada
por Descartes respecto a las sustancias y su comunicación que, como lo vimos conducía a
un callejón sin salida, Leibniz niega que los cuerpos se reduzcan a extensión. La esencia

82
de los cuerpos no es la extensión, sino la fuerza, la vis, la energía, por eso la física de
Leibniz no será estática pura mecánica, sino dinámica.

Valga decir que las ideas de Leibniz alrededor de la mónada parecen resonar
actualmente en el campo científico de la física cuántica con su “teoría de cam-
pos” y sus tres misteriosos principios, a saber: El principio de superposición, el
principio de incertidumbre y el principio de la no localidad. Pero esto escapa a
nuestros propósitos. Por lo pronto, antes de examinar a Kant, debemos volver
a lo sucedido en Inglaterra, en donde de la mano de David Hume el raciona-
lismo de los empiristas ingleses hace aguas y también llega a su propio
callejón sin salida, a semejanza de lo sucedido al cartesianismo en el
continente de la mano de Leibniz, del cual también va a salir gracias a la
obra de Kant, pero siempre debilitado del proceso y con consecuencias cada
vez más inquietantes y preocupantes para la comprensión racional de la fe en
el marco del cristianismo.

El racionalismo crítico: Hume y Kant

Con el pensador escocés David Hume (1711-1776), encuadrado dentro de la


tradición empirista británica, el escepticismo vuelve por sus fueros. Pero es
un escepticismo más elaborado que el de los griegos de la antigüedad. Hume
asestó un golpe definitivo al optimismo desbordado en las capacidades de la
razón al servicio de la ciencia, optimismo tan característico de los empiristas, y
de paso, este golpe también dejo sin piso al deísmo surgido dentro del empi-
rismo inglés. De hecho, Hume llevó el empirismo hasta sus últimas conse-
cuencias desnudando en el proceso todas sus debilidades. Los empiristas
habían afirmado que lo único que puede ser conocido es lo que se ha experi-
mentado. Pero al mismo tiempo daban por sentadas como realidades incues-
tionables cosas que la experiencia nunca ha demostrado de manera cabal e
indiscutible, tales como la causalidad y la sustancia. Hume llamó nuestra
atención al hecho de que, en estricto rigor racional, la causalidad y la
sustancia no pasan de ser en el mejor de los casos meras inferencias
conjeturales más o menos verosímiles que la razón humana deriva de la
experiencia provista por los sentidos, pero no realidades independientes
y demostradas. La mente hace asociaciones entre diversos acontecimientos
o realidades experimentadas, estableciendo entre ellos relaciones de causa y
efecto y a la vez le confiere a lo experimentado, de manera plausible, una pre-
sunta sustancia; pero eso no significa que esos acontecimientos se encuen-
tren realmente vinculados entre sí por una relación de causa y efecto, ni que
posean la sustancia que se les atribuye. Nuestro cerebro está ansioso por
descubrir y establecer un orden o unas pautas regulares en el propósito de
procesar los datos provistos por nuestra experiencia sensible y en ese cometi-
do termina viendo pautas donde no sabe si las hay verdaderamente, impo-
83
niendo a los hechos experimentados pautas artificiales, como la causalidad y
la sustancia, que no proceden necesariamente de los hechos experimenta-
dos sino de la mente del experimentador. Lo que llamamos causalidad no es
más que la coincidencia habitual que experimentamos entre dos acontecimien-
tos, coincidencia por la cual el uno suele seguir al otro, pero no una conexión
real de causa entre ambos. Ahora bien, Hume reconoce la utilidad de la cau-
salidad y la sustancia en la vida práctica como creencia instintiva, pero al
mismo tiempo afirma que ninguna de las dos es una realidad empírica ni mu-
cho menos una certeza racional. Su racionalismo radicalmente escéptico llegó
al punto de negar la certeza del cartesianismo en cuanto a la existencia real
del yo pensante o res cogitans. En otras palabras, no sólo cuestionó la exis-
tencia de la sustancia de los objetos experimentados (res extensa), sino
también la sustancia del experimentador. La experiencia no puede ni si-
quiera llevarnos a concluir con certeza que existe un “yo” sustancial de
carácter personal. Por eso dice el Dr. Ropero:
Hume… Niega la realidad sustancial del yo pensante y en su lugar afirma una serie de per-
cepciones o estados de conciencia… Para Hume el hombre es un repertorio de impresio-
nes incesantemente renovadas, colección de actos perceptivos, agrupación de puros acci-
dentes. No hay yo sustancial.
Hume llevó el empirismo a sus últimas consecuencias, convirtiéndolo en sensualismo. To-
dos los conocimientos humanos tienen su base en la experiencia y se reducen a impresio-
nes e ideas. El conocimiento descansa enteramente en la sensación. A las impresiones
atribuimos por fe valor objetivo. Las leyes de la asociación explican posteriormente la ela-
boración de los datos de la experiencia. Siguiendo la empresa demoledora de Berkeley
respecto al concepto de sustancia corpórea o material, Hume consuma la obra, al extender
su crítica al concepto de sustancia espiritual o yo, y a la idea de causalidad…
Según Hume, no tenemos conocimiento sensible, y menos intuición intelectual, de la iden-
tidad personal o permanencia sustancial del yo. La conciencia rinde testimonio únicamente
de un repertorio de diversas percepciones que se suceden con inconcebible rapidez y que
están en flujo continuo y perpetuo movimiento. En esta multiplicidad huidiza y cambiante y
en esta movilidad incesante y sucesiva introducimos nosotros mismos la unidad y la per-
manencia, es decir, la identidad…
La causalidad no es más que una ley psicológica, como la sustancia no es más que una
ilusión psicológica; tienen gran utilidad teórica y práctica… pero no son más que procesos
subjetivos e irracionales.

Al limitarse a la experiencia y reducir drásticamente lo que podemos conocer y


afirmar con certeza a partir de ella, es fácil entender por qué Hume es tal vez
el más conocido crítico moderno del sobrenaturalismo cristiano en gene-
ral y de los milagros en particular, que son la más clásica expresión de este
sobrenaturalismo. No por nada dedicó al cuestionamiento de los milagros una
significativa proporción de sus escritos, desvirtuándolos incluso con incisivo
sarcasmo. No podía ser de otro modo, pues el pensamiento de Hume con-

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duce irremediablemente al escepticismo metafísico. Es más, aún el natu-
ralismo en que se apoyaba la ciencia y la teología natural de los deístas que-
daron heridos de muerte, pues como vuelve a expresarlo el Dr. Ropero, para
Hume:
La ciencia es una mera constatación y descripción empírica, sin unidad ni causalidad. Exis-
te la experiencia, pero no la ciencia de la experiencia… No hay nada universal y necesario:
las cosas y los hechos son así, ahora, en este lugar, pero ningún principio nos asegura que
puedan, que deban ser siempre y en todas partes así.

La facultad científica de poder predecir el funcionamiento de las cosas con ba-


se en leyes universales que pueden ser proyectadas con toda confianza hacia
el pasado o hacia el futuro indistintamente, quedó lastimada y reducida a ser
únicamente una presunción. Es por eso que la ciencia de hoy busca apoyarse
cada vez más en la estadística y en la probabilística para proveer a sus pre-
dicciones de la mayor probabilidad posible. Por eso, en lo que tiene que ver
con las islas británicas, el optimismo ilustrado respecto a la razón y sus
capacidades llega al ocaso con Hume, al igual que lo sucedido gracias a
Leibniz en el desenvolvimiento del racionalismo idealista de Descartes
en el continente. Porque como pudo observarse, desde un punto de vista me-
ramente racional, la teología siempre había podido acudir al argumento on-
tológico de Anselmo a favor de la existencia de Dios en el marco del raciona-
lismo idealista de Descartes (Descartes y Leibniz lo reeditaron a su modo).
Asimismo, dentro del racionalismo empirista que no reconocía la validez del
argumento ontológico, podía sin embargo echar aún mano de los argumentos
basados en la causalidad (en especial el cosmológico) expuestos en su mo-
mento en las cinco vías de Tomás de Aquino y defendidos en mayor o menor
grado por los deístas. Pero el pensamiento de Hume terminó por impugnar
también este tipo de argumento, poniendo así a la teología en una posición
cada vez más desventajosa desde el punto de vista racional, situación que, en
honor a la verdad y a diferencia de lo sucedido en el campo filosófico a partir
de Kant, no cambió mucho para la teología con posterioridad a este pensador
que vamos a abordar enseguida.
Immanuel Kant (1724-1804), es en propiedad el iniciador del racionalismo
crítico en el campo de la filosofía moderna. Hume dejó preparado el terreno
para ello, pero fue Kant quien comenzó a trabajar en este terreno. Como pen-
sador de la Alemania continental recibió en principio el influjo de Descartes y
Leibniz, pero como él mismo lo indica en una de sus obras, fue Hume quien lo
despertó de su “sueño dogmático”. La vida de Kant fue muy apacible, educado
dentro de la más riguroso tradición pietista alemana. De hecho, aparte de sus
estudios en filosofía y física se interesó también en la teología y llegó a predi-
car varias veces en iglesias próximas a la universidad, aunque finalmente pre-
firió la enseñanza y no la carrera teológica, a diferencia de uno de sus ocho

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hermanos, nueve años menor que él, Hans Heinrich, quien sí llegó a ser teó-
logo y pastor. En su pensamiento se distinguen dos periodos: el precrítico y el
crítico, de los cuales el que ostenta el mayor interés para nuestros propósitos
es el segundo de ellos, pues es gracias a él que se considera que su pensa-
miento es para el racionalismo cartesiano y el empirismo inglés lo que Copér-
nico fue para Ptolomeo en el campo de la física cuando postuló que el sol no
giraba alrededor de la tierra sino viceversa. Es por eso que se dice que Kant
significó una “revolución copernicana” en el campo de la filosofía. Kant era de
temperamento conciliador, por lo que su pensamiento puede considerarse
un intento de mediación, conciliación y síntesis entre las conclusiones
dogmáticas del racionalismo cartesiano del continente que va de Descar-
tes a Leibniz, el escepticismo empirista de Hume en las islas británicas y
la falta de crítica de la llamada “filosofía del sentido común”, surgida al
término de la ilustración inglesa como reacción contra las sutilezas filosóficas y
racionales del empirismo y que presumía en términos generales que “el senti-
do común no se equivoca; la conciencia ingenua no yerra”.
Mediando entre estas tres corrientes de pensamiento Kant coincidía con los
empiristas en que todos los datos del conocimiento se derivan de la experien-
cia, pero a la vez le daba la razón a Hume en cuanto a que es imposible expe-
rimentar el ser o la sustancia misma de un objeto, lo que él llamó el «noume-
non» por contraste con los «fenómenos», entendidos estos últimos como el
conjunto de percepciones del mundo exterior que los sentidos nos brindan.
¿Cómo explicar entonces que estas percepciones nos lleguen de manera or-
ganizada y ordenada y no de manera caótica, si afirmamos que ese orden
como tal no reside en los objetos, como lo sostiene Hume? Aquí es dónde
Kant rescata algunos aspectos formales de la tradición racionalista cartesiana,
no en cuanto a que sostenga la existencia de ideas innatas previas a la expe-
riencia provista por los sentidos, sino a que afirma que al margen de la expe-
riencia existen en la mente ciertas estructuras necesarias inherentes a
ella que, en la medida en que las percepciones de los sentidos encajen
dentro de estas estructuras a las que él llamó “categorías”, nos permiten
obtener un conocimiento confiable de la realidad que nos rodea. En el
propósito de adquirir conocimiento es, pues, necesaria tanto la percepción
sensorial de lo que experimentamos, como las estructuras mentales universa-
les y necesarias, que existen independientes de la experiencia. Las estructu-
ras o categorías fundamentales de la mente que Kant identifica son:
tiempo y espacio. Estos dos no se encuentran en los objetos externos, sino
dentro de nosotros como patrones innatos en los que se organizan los datos
provistos por los sentidos. Si los fenómenos no se ajustan a estos patrones,
la mente no puede conocerlos, pues se encuentran más allá del alcance
del conocimiento y la experiencia humana. Aparte del tiempo y del espacio,

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Kant identificó otros cuatro grupos de categorías universales, inalterables y
necesarias que nos limitaremos a enunciar sin entrar en explicaciones al res-
pecto: Las categorías de cantidad: unidad, pluralidad y totalidad. Las categor-
ías de cualidad: realidad, negación y limitación. Las categorías de relación:
sustancia, causa y comunidad. Y por último, las categorías de modalidad: po-
sibilidad, existencia y necesidad. Dado que el conocimiento es el producto úni-
camente de las percepciones sensoriales que encajan y pueden ordenarse
sintéticamente dentro de estas categorías mentales, Kant señaló así enton-
ces las limitaciones de la mente humana en cuanto a la posibilidad de
adquirir conocimiento y, como tal, marca el punto de inflexión del raciona-
lismo en el cual éste alcanza su máximo desarrollo, pero comienza también su
decadencia. De hecho, para evitar las consecuencias escépticas de Hume,
Kant tendrá que reformar el concepto de “experiencia”. Así, Justo L. Gónzalez
nos aclara qué es lo que este pensador entiende por experiencia:
Lo que la percepción de los sentidos le ofrece a la mente no debe en realidad llamarse
«experiencia». Los sentidos no proveen sino una mezcla amorfa de percepciones, sin rela-
ción alguna entre ellas. «La experiencia consiste en la conexión sintética de los fenómenos
(percepciones) dentro de la conciencia, en la medida en que esa conexión es necesaria»
(Kant). La experiencia es el resultado del proceso mediante el cual la mente ordena los da-
tos de la percepción… Hay por tanto limitaciones muy importantes a que la mente humana
tiene que sujetarse limitaciones que son producto de su propia estructura. Pero hay tam-
bién un sentido en el que la mente, tal como Kant la entiende, tiene en el conocimiento un
papel mucho más positivo y creador que el que le daban los empiricistas.

A esto también se refiere el Dr. Ropero al señalar los avances del pensamien-
to de Kant respecto al de Hume:
Como vimos, para Hume la experiencia no ofrece necesidad alguna; el principio de causa-
lidad se origina de la experiencia, luego el principio de causalidad no es necesario. Kant
corrige este razonamiento y juzga que si bien la experiencia no ofrece necesidad alguna, el
principio de causalidad es necesario, luego no se origina de la experiencia y habrá que
buscar, por tanto, fuera de la experiencia una fuente de necesidad para él, que le lleva a
admitir la existencia de juicios sintéticos a priori.

Detengámonos aquí un momento para llamar la atención al hecho de que es


en este punto del pensamiento de Kant en dónde se apoya el agnosti-
cismo moderno, aunque sea un pensador posterior como Thomas Huxley,
el que haya acuñado el término como tal. El agnosticismo aplicado a Dios y
entendido como la presunta incapacidad de la razón humana para pronunciar-
se concluyentemente a favor o en contra de la existencia de Dios, hunde sus
raíces en el pensamiento de Kant contenido en una de sus obras más conoci-
das: la Crítica de la razón pura, en donde expone lo que hemos venido dicien-
do. En efecto, si por definición Dios trasciende el tiempo, el espacio y todas
las demás categorías racionales identificadas y relacionadas por Kant, de esto
se sigue que estamos condenados a concebir a Dios en el mejor de los casos

87
como el Eterno Desconocido, puesto que Dios no puede ser conocido por la
razón humana, que es lo que promulga el agnosticismo. Así, la rica concep-
ción de Dios propia del teísmo cristiano sigue empobreciéndose aún más,
pues ya vimos como el deísmo de la ilustración inglesa todavía reconocía y
afirmaba la existencia de Dios, pero despojado ya de su facultad de intervenir
en los asuntos de su creación. En el teísmo cristiano Dios está plenamente fa-
cultado por soberano derecho de creación a intervenir en su creación de la
manera en que lo considere más sabio y conveniente. En el deísmo ilustrado,
sin negar la existencia de Dios en su condición de Creador de todo lo que
existe, este Dios se encuentra ya impedido para intervenir de algún modo en
su creación, estando limitado en el mejor de los casos a ser un observador
pasivo de lo que Él mismo ha iniciado. Y en el agnosticismo moderno, ya no
es sólo Dios quien se encuentra impedido en relación con su creación, sino el
ser humano el que debe declararse ahora impedido a su vez para pronunciar-
se a favor o en contra de la existencia de Dios, pues sus facultades racionales
no alcanzan para ninguna de las dos cosas. La brecha entre Dios y el hom-
bre se hace cada vez más grande, pero no por cuenta del pecado como
lo sostiene la ortodoxia cristiana, sino por cuenta de la absoluta trascen-
dencia divina. Queda así abonado el terreno para el surgimiento del
ateísmo contemporáneo que da un paso más, y ya no se declara mera-
mente impedido para pronunciarse a favor o en contra de la existencia de
Dios, sino que procede ya a negarla. Sin perjuicio de lo anterior, es justo
decir que Kant no permaneció en este punto, sino que avanzó en relación
con él en su posterior obra Crítica de la razón práctica, aunque este avan-
ce todavía deje mucho que desear desde la óptica cristiana. Y es que el in-
terés filosófico de Kant es eminentemente práctico y no meramente teórico y
especulativo. No en vano es él quien formuló las preguntas clásicas a las que
la filosofía contemporánea sigue tratando de responder, todas ellas de notorio
carácter práctico, a saber: 1. ¿Qué puedo yo saber? 2. ¿Qué debo hacer? 3.
¿Qué puedo esperar? 4. ¿Qué es el hombre? Epistemología, ética, teología y
antropología se combinan entonces para dar respectivamente respuesta a es-
tas preguntas, aunque es evidente que el enfoque antropológico domina, pues
las tres primeras preguntas dependen de la respuesta que se dé a la cuarta de
ellas. En su Crítica de la razón pura Kant pretendió responder a la primera
pregunta señalando los ya aludidos límites del conocimiento humano, mientras
que en su Crítica de la razón práctica y su Crítica del juicio se concentró más
bien en la segunda y la tercera pregunta. En la elaboración de las respuestas
a estas preguntas Kant no niega la validez de la religión, pero afirma que
su única y más fundamental función es apoyar la moralidad humana y
nada más. Por cuenta de Kant la religión y la teología quedarían reduci-
das únicamente a ética. El mérito y la utilidad de la religión y la teología

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residen simplemente en el apoyo y confirmación que prestan a lo que
Kant llamó “el imperativo categórico” de alcance universal, enunciado
así por nuestro pensador en su versión más conocida: “Obra sólo de
forma que puedas desear que la máxima de tu acción se convierta en una
ley universal”. Todo lo demás incluido dentro de la teología y las prácti-
cas religiosas es meramente accesorio y hasta inconveniente en la me-
dida en que no sirva a este propósito. En este contexto Dios es tan sólo una
idea necesaria, un postulado de la razón práctica que estructura y le brinda
coherencia y consistencia a nuestro mundo ético. Pero este postulado no pue-
de ser demostrado en el campo de la razón pura, pues está más allá del al-
cance de la misma. Sólo puede ser reconocido como necesario en el campo
de la razón práctica con miras a la práctica coherente de la moralidad. Al decir
del Dr. Ropero:
En el mundo inteligible encontramos el hecho de la moralidad. El yo puro tiene conciencia
del deber, siente el hecho de la moralidad. A través de la puerta abierta por el hecho de la
moralidad, Kant penetra en el mundo de la inmortalidad. La perfección del orden moral exi-
ge premio o castigo; más, como esta recompensa o pena no tiene cumplimiento en la vida
presente, es necesario admitir otra existencia en la que tenga realidad. Por lo mismo, el
alma es inmortal. A la vez es necesario postular la existencia de Dios. Un Dios de justicia,
distribuidor de premios y castigos, con lo que se dé cabal cumplimiento a las exigencias del
orden moral. Dios y la inmortalidad del alma no son objetos del conocimiento teórico, sino
postulados de la razón práctica.

Para Kant los únicos elementos rescatables y necesarios a la religión


con miras a seguir prestando utilidad en la vida práctica son la afirma-
ción de la existencia de Dios como fuente de las acciones morales, la vi-
da del alma tras la muerte como ocasión para la retribución, y la libertad
del individuo como agente responsable. Esos tres puntos serían el meo-
llo de la religión natural, universal y verdadera. Sin embargo, con todo y el
hecho de haber contribuido a establecer una religión universal y natural amplia
en su alcance, pero reducida en su contenido; religión que no requeriría
ningún apoyo en una revelación particular y sobrenatural de carácter histórico,
como lo es el cristianismo; Kant, tal vez como expresión de su herencia pietis-
ta y luterana, afirma de todos modos el valor supremo de la Escritura por en-
cima de la tradición, pero sin estar dispuesto a conferirle a la primera un carác-
ter sobrenatural o inspirado en el sentido en que la iglesia siempre lo había en-
tendido y defendido. Las doctrinas luteranas pesan en Kant a la hora de valo-
rar críticamente la religión, pero no le impiden caer de nuevo en un legalismo
secularizado similar al legalismo religioso del catolicismo contra el que Lutero
se enfrentó. Es célebre la conclusión de su Crítica de la razón práctica, en la
cual se encuentra condensada y caracterizada la esencia final de su pensa-
miento. He aquí un significativo extracto de esta conclusión:

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Dos cosas llenan el ánimo de admiración y respeto, siempre nuevos y crecientes, cuanto
con más frecuencia y aplicación se ocupa de ellas la reflexión: el cielo estrellado sobre mí y
la ley moral dentro de mí… El primer espectáculo de una innumerable multitud de mundos
aniquila, por decirlo así, mi importancia como criatura animal, que tiene que devolver al
planeta (un mero punto en el universo) la materia de que fue hecho después de haber sido
provisto (no se sabe cómo), por un corto tiempo, de fuerza vital. El segundo, en cambio,
eleva mi valor como inteligencia infinitamente por medio de mi personalidad, en la cual la
ley moral me descubre una vida independiente de la animalidad y aún de todo el mundo
sensible, al menos en cuanto se puede inferir de la determinación conforme a un fin que
recibe mi existencia por esa ley que no está limitada a condiciones y límites de esta vida,
sino que va a lo infinito.

El idealismo alemán: Fichte, Schelling, Hegel

Kant sentó las bases en Alemania para el desarrollo del idealismo alemán.
Partiendo de él Johann Gottlieb Fichte (1762-1814) se encamina por la re-
flexión acerca de la personalidad y la vida independiente de la animalidad a la
que hizo alusión Kant. En una palabra: El yo. Este es el punto de partida y
el centro de su pensamiento. El yo posicionado frente a todo aquello que es
diferente a sí mismo, es decir posicionado de manera autónoma y libre frente
al no-yo. Ciertamente, el no-yo limita al yo, pero no lo determina. El yo se de-
termina a sí mismo. Dicho de otro modo, la conciencia del yo no tiene su fun-
damento en los fenómenos, sino en sí misma, en su autoconsciencia. De este
modo, Fichte, a semejanza de Platón, vuelve a fundamentar el conocimiento
no en los fenómenos externos al yo, sino en la autoconciencia del yo o en la
conciencia del sujeto que conoce. Por eso Fichte no acepta la dualidad kantia-
na entre el “noumenon” y el “fenómeno”, pues considera que conduce al es-
cepticismo. Su pensamiento se puede caracterizar también, en línea de
afinidad con Berkeley, como un idealismo subjetivo en el cual anticipa ya
en algunos aspectos la dialéctica hegeliana. En efecto, al enfatizar la prioridad
del yo contraponiéndolo con el no-yo como su limitante, Fichte tiene que pos-
tular una suerte de relación opuesta, enfrentada o antitética entre el yo y el no-
yo. Su método es antitético, pero no a la manera de Hegel, quien deducirá la
antítesis de la tesis inicial, algo que Fichte no hace, pues para él la antítesis no
se deduce de la tesis, sino que se encuentra al lado de ella como su opuesto y
su limitante. Así describe el Dr. Ropero la dialéctica de Fichte:
Estos opuestos consisten, por una parte, en la determinación del yo por el no-yo; por otra,
en la determinación del yo por sí mismo, en su propio acto de limitación. La tesis comienza
con la conciencia originaria del “yo” que se pone a sí mismo. Pero a la posición de yo, debe
seguir al punto la antítesis, el no-yo. Operar una síntesis de estas dos oposiciones significa
superar ambas concepciones particulares y llegar a la afirmación de un idealismo crítico en
el cual quede comprendida no sólo la actividad infinita del yo, sino su limitación por el
obstáculo del no-yo. La solución o síntesis de la tensión existente entre la pura actividad
del yo y el obstáculo que lo limita, equivale al proceso de la conquista de la libertad.

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De hecho la libertad como actividad propia del yo es una de las preocu-
paciones más sentidas del pensamiento de Fichte. Una libertad que se
concibe como la acción incansable del yo por la cual aspira al conocimiento de
Dios. Libertad entendida no como la mera potencia o posibilidad de acción, si-
no como la conformidad consciente y voluntaria del yo con su propio destino
racional, la acción basada en el conocimiento de la necesidad ineludible, el
sentido del deber limitado por la época histórica a la que el individuo pertenece.
Porque Fichte no sólo concibe un yo singular y empírico limitado por el no-yo,
sino que por encima de ambos ubica al “Yo” absoluto, entidad trascendente
que cede el paso paulatinamente a la noción de la divinidad como conocimien-
to absoluto y razón absoluta. En esta dirección Fichte terminó aproximándose
al neoplatonismo con su doctrina de las emanaciones, dando la impresión que
tanto el yo singular y empírico como toda su suerte de contrarios se derivan
como emanaciones y no como creaciones del Yo absoluto, como sí sucede en
el cristianismo. De cualquier modo, con su énfasis en el yo, en la subjetivi-
dad del individuo, en la personalidad, en la libertad como característica
más propia del yo y en el amor como la forma y la fuerza de la vida del yo,
son muchos los aspectos útiles de su pensamiento que el cristianismo
puede capitalizar para sí en el propósito de hacer cada vez más firme y
clara la doctrina cristiana en los tiempos modernos.
Friedrich Wilhelm Joseph von Schelling (1775-1854), es quien hace el rele-
vo a Fichte en el marco del idealismo alemán. Precoz hijo de un pastor protes-
tante, cursó estudios en el Seminario Teológico de Tubinga con miras a seguir
la carrera eclesial de su padre. Allí conoció y alternó en sus estudios con ge-
niales condiscípulos, tales como el poeta Hölderin y el futuro filósofo Hegel. A
los 20 años ya había estructurado todo un sistema de pensamiento, pero
como alcanzó un larga vida de casi 80 años, llegó a hacer por lo menos
cuatro sistemas representativos distintos, que podrían enunciarse así, en
su orden: 1. Filosofía de la naturaleza, 2. Idealismo trascendental, 3. Filo-
sofía de la identidad, 4. Filosofía de la mitología y la revelación. Partiendo
de Fichte, cuya obra conoció en Tubinga causando en él una fuerte y positiva
impresión, continuó en la línea iniciada por aquel de fundamentar filosófi-
camente la legitimidad de la conciencia subjetiva, es decir el yo. Así, en
sus Ideas para una filosofía de la naturaleza, se ocupa de explicar la manera
en que el desarrollo de la naturaleza inconscientemente espiritual llega al na-
cimiento de la conciencia. Pero su labor no concluye allí, sino que, establecido
lo anterior, en su Sistema de idealismo trascendental procede entonces a res-
ponder de qué modo la conciencia, que es de por sí únicamente sujeto, se
convierte a su vez en objeto. De aquí que debamos decir que su afinidad con
Fichte no es, sin embargo, absoluta ni mucho menos, pues Fichte abogaba,
como ya lo vimos, por un idealismo subjetivo, mientras que Schelling lo

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hace más bien por un idealismo objetivo. En este particular acusa también
la influencia de las ideas de Kant y la teoría de Leibniz acerca de las mónadas
vivas a los que también ya hemos hecho referencia. Esta divergencia de Sche-
lling respecto del pensamiento de Fichte en el que se apoya inicialmente, pue-
de obedecer también a su mayor interés y conocimiento en ciencias como la
biología y la química. De hecho, a Schelling se debe el impulso y el desa-
rrollo que la biología y la química recibieron en Alemania. Ahora bien, este
impulso echó mano, más que de investigaciones y demostraciones concluyen-
tes de carácter estrictamente científico; de las intuiciones de Schelling que,
con el tiempo y el posterior desarrollo de estas ciencias, demostraron ser cier-
tas. Y es que la “intuición intelectual” era fundamental en el pensamiento
de Schelling, hasta el punto que la hace extensiva a todos los grados de re-
flexión de la conciencia acerca de su propia actividad. Es tanto así que, en el
marco de su idealismo objetivo, Schelling no entendía por “objeto” la concien-
cia de un individuo como tal, sino la contemplación directa del objeto por el en-
tendimiento o “intuición intelectual”. No es casual que con Schelling el roman-
ticismo, movimiento de rebelión y reacción desesperada contra el formalismo
racionalista kantiano, haya encontrado el principio racional destinado a lograr
la libertad humana. En otras palabras, con su énfasis en la “intuición inte-
lectual” Schelling dotó al romanticismo de una base filosófica. Asimismo,
encabeza junto a Fichte la reacción contra la tradición racionalista cartesiana y
empirista que reduce el saber humano a las formulaciones mecánicas y ma-
temáticas que dominaban, y siguen haciéndolo en buena medida, en las
ciencias naturales, en especial en la física. El sistema filosófico de Sche-
lling no da pie al frío y determinado mecanicismo del racionalismo carte-
siano y del empirismo inglés, sino más bien al más cálido y espontáneo
paradigma científico orgánico, propio de la biología e, incluso, de la física
cuántica, que se impone dentro de la ciencia actual. La libertad vuelve a ser
tema central del pensamiento de Schelling, como lo fue en Fichte, con
quien coincide en concebir la libertad como “necesidad comprendida”. Esto es
que, una vez que ha comprendido su propia espontaneidad, la conciencia lle-
ga a conocerse a sí misma simultáneamente como libre pero también como
subordinada a la necesidad. Se esboza aquí de nuevo la más acabada dialéc-
tica hegeliana a la que ya hicimos breve alusión con Fichte. Una dialéctica que
en Schelling oscila entre la necesidad y la libertad en la historia. Dialéctica que,
en honor a la verdad, Schelling resuelve más a favor de la necesidad que de la
libertad, puesto que concibe la libertad más que como la hazaña de un indivi-
duo, como una conquista de la sociedad. Solución que formula en su tercera
etapa de pensamiento, la correspondiente a la Filosofía de la identidad, etapa
en la cual se ocupa de la libertad vinculándola al problema de la identidad en-
tre sujeto y objeto, declarando que en lo Absoluto se enmarca y ocurre el pro-

92
ceso del paso de lo singular a lo múltiple, de modo que es a través de las ac-
ciones libres de los individuos como tales que actúa y se manifiesta con carác-
ter de necesidad un proceso, sujeto a ley, en el cual se combinan en una uni-
dad el espíritu y la naturaleza, el sujeto y el objeto, la libertad y la necesidad,
el individuo y la sociedad. Pero para Schelling, no es el conocimiento el que
abre y hace posible dicho proceso, sino tan sólo la fe. Es significativo que
Schelling, como filósofo, haya escrito prolijamente sobre el tema religioso,
aunque su pensamiento no es uniforme al respecto, sino más bien complejo y
contradictorio, tal vez como reflejo de la evolución de su pensamiento en los
distintos sistemas que hemos relacionado. Inicialmente, por ejemplo, la identi-
ficación del universo con lo Absoluto lo conduce a un panteísmo del que pos-
teriormente se separa para optar por diferenciar al mundo finito del Absoluto
en términos neoplatónicos y místicos extraídos del pensamiento del místico
alemán Jakob Böhme. Concibe la revelación también como una oscilación
entre la universal necesidad y la libertad personal. Vale la pena en este
punto referirnos de nuevo a lo dicho por el Dr. Ropero:
Schelling concibe esta revelación de un modo universal que se particulariza según sus mo-
dos y objetos… Dios se revela primero en la naturaleza como necesidad, pero no nos dice
nada de su personalidad. La revelación de la naturaleza de Dios tiene lugar en la religión
revelada, que se concreta en un libro inspirado, donde Dios manifiesta su verdad personal
y libre. Sólo la fe, no la filosofía, puede alcanzar el término más elevado de la revelación, y
por eso la fe es el objetivo de la filosofía de la revelación, y es fe filosófica o religión filosó-
fica.

Estas disertaciones pertenecen ya a su última etapa, la de la filosofía de la mi-


tología y la revelación, surgida de sus lecciones en Berlín sobre filosofía de la
mitología y filosofía de la religión, cuando fue llamado a ocupar la cátedra que
Hegel había ocupado previamente hasta su muerte. Valga decir que en estas
conferencias contó entre sus oyentes con tres jóvenes que llegarían a ser muy
importantes: Sören Kierkegaard, Mijaíl Bakunin y Friedrich Engels. Sea como
fuere, lo cierto es que es en esta fase de su pensamiento en donde Schelling
estigmatiza toda filosofía basada en la razón, contraponiéndole la “filosofía de
la revelación” que busca la verdad más allá de los límites del entendimiento,
en la “experiencia religiosa”. Para ello se valió de complicadas interpretaciones
bíblicas y teológicas por medio de una filosofía de la mitología, anticipando
ya en cierto modo la valoración positiva que las ciencias de la religión y
la teología liberal harán del “mito” como categoría hermenéutica aplicada
a la Biblia, que no obstante, mediante este recurso ve en mala hora desvir-
tuado su tradicional y durante mucho tiempo incuestionablemente reconocido
valor histórico.
Georg Wilhmelm Friedrich Hegel (1770-1831), filósofo luterano educado en
la atmósfera pietista protestante de su nación, es el punto culminante del

93
idealismo alemán. Cinco años mayor que Schelling de quien fue condiscípulo,
fue Hegel quien desarrolló el más acabado y vasto sistema de pensa-
miento representativo del idealismo al que contribuyó también Schelling
y Fichte en su momento. En Tubinga cursó durante tres años estudios en
disciplinas teológicas. Precisamente, por su importancia para la comprensión
de la controvertida teología protestante dominante en el siglo XIX, conocida
como “teología liberal”, es que reservamos una reseña más extensa de él para
la materia “Prolegómenos” de nuestro programa de estudio. Aquí nos limita-
remos entonces a señalar algunos aspectos adicionales de su pensamiento no
incluidos en esa más extensa reseña como, por ejemplo, la identificación de
su obra más representativa en la que alcanza la cima de su pensamiento, titu-
lada La fenomenología del espíritu. La extensión de su pensamiento abarca
tanto que puede muy bien presentarse como una suma y compendio de todo
el pasado histórico de la humanidad. Como tal, constituye la última etapa de
esas formas de pensamiento filosófico especulativo que, a través de la historia,
han aspirado a una totalidad unificante. Hegel no limita el conocimiento ra-
cional, como lo hace Kant, a las capacidades y estructuras de la mente
humana. Por el contrario, el conocimiento racional y lógico es inagotable,
puesto que para él la realidad es racional, y no sólo comprensible racio-
nalmente. Lo real es racional y lo racional es real. La razón no es algo
estático o limitado al ser humano o al momento presente, sino que es una fun-
ción inherente a la vida misma que se despliega en el tiempo y en la historia.
Para él toda la filosofía tiene como objeto a Dios, de donde ésta viene a ser
una especie de teología y el quehacer filosófico algo así como un culto divino.
Después de todo, la razón es igual en Dios que en el hombre, operando con-
forme a las mismas leyes lógicas. A diferencia de Schelling, quien brindó fun-
damento filosófico al romanticismo, Hegel se enfrenta al romanticismo en su
expresión teológica llevada a cabo por el teólogo Friedrich Schleiermacher con
su énfasis en el sentimiento, de quien también nos ocuparemos con alguna
extensión en la materia “Prolegómenos” de nuestro programa de estudio. En
respuesta a él Hegel afirmaba enfáticamente que: “Existe… un Dios y no me-
ramente un sentimiento acerca de Dios”, puesto que, como lo plantea el Dr.
Ropero al abordar a Hegel:
Si Dios no pasa de la esfera del sentimiento a la del pensamiento, la relación del hombre
con Dios se relativiza, dando como resultado el ateísmo, predicción hegeliana que se cum-
ple en Feuerbach. La subjetividad del conocimiento de Dios dado por el sentimiento, es un
saber materialista, un producto finito que conduce con facilidad a concluir que Dios es lógi-
ca y psicológicamente una proyección del hombre. Pero resulta que “Dios no es la sensa-
ción más elevada, sino el pensamiento supremo”.

Hegel también emprende una crítica a la teología negativa en la medida en


que el racionalismo kantiano la ha llevado a extremos inaceptables a fuerza de

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resaltar lo incognoscible de Dios en perjuicio de lo que podemos conocer
acerca de Él en el contexto de la relación vital con Él, terminando entonces por
empujar a la teología negativa a exceder los límites dentro de los cuales está
justificada, y llevándola a traicionar lo que pretende salvaguardar: la plena rea-
lidad libre y trascendente de Dios, perdiéndose entonces en reflexiones antro-
pológicas que suponen la ocultación y, finalmente, la negación de Dios.
Digamos finalmente que el aporte de Hegel más distintivo y emblemático
para la filosofía posterior no radica en su idealismo en sí, sino en la
dialéctica como método del mismo. Dialéctica que será suscrita de lleno por
los hegelianos de izquierda, encabezados en el campo filosófico por los ateos
Ludwig Feuerbach y Carlos Marx, éste último tal vez su exponente más desta-
cado. Hegel aportó, asimismo, algunas expresiones que vendrán a ser clási-
cas de sectores muy conocidos y controvertidos de la filosofía posterior, tal
como la frase “muerte de Dios” y la palabra “alienación”, retomadas en senti-
dos distintos a los propuestos por Hegel que, al aludir a la “muerte de Dios” no
quería dar a entender que Dios había muerto en el sentido negativo en que lo
entendieron Nietzsche y sus seguidores, para justificar la proclamación de in-
dependencia y autonomía del hombre respecto de Dios, sino más bien en un
sentido positivo, interpretado por el Dr. Ropero de este modo:
Lo que muere con la muerte de Dios es el carácter abstracto del ser divino y la finitud que
quiere mantenerse independiente y autónoma de la vida divina. Dios no desaparece de la
vida en la muerte de Cristo, al contrario, con la resurrección indica que está presente en
una ‘subjetividad renovada’ que corresponde a la presencia del Espíritu Santo en el creyen-
te. La muerte y la resurrección de Cristo dan paso al tiempo del Espíritu, el reino de la reli-
gión en el corazón.

Y la alienación de Hegel está también lejos del entendimiento de la misma por


parte del marxismo, pues en Hegel está referida a la doctrina cristiana del pe-
cado original y la escisión o desgarramiento interno a que el sujeto se ve arro-
jado por causa de ella. Aunque hay que decir también que la consideración del
pecado llevada a cabo por Hegel en su filosofía carece sin embargo del peso,
seriedad y gravedad que reviste en la Biblia y en la tradición cristiana, razón
por la cual la redención llevada a cabo por Cristo tampoco ocupa un lugar cen-
tral en su pensamiento, con todo y el hecho de que su filosofía en el fondo no
pretenda más que reconciliar en Cristo el mundo de la fe y el mundo del pen-
samiento.

El mundo como voluntad: Schopenhauer

Arthur Schopenhauer (1788-1860), fue en Alemania uno de los contradicto-


res más encarnizados del idealismo y la dialéctica hegeliana. Intentó competir
con Hegel en Berlín, pero dado que éste estaba en su momento de mayor
prestigio como profesor de filosofía, Schopenhauer tuvo que abandonar la uni-
95
versidad por falta de estudiantes en sus clases, exacerbando así el desprecio
que sentía por Hegel. Desde el punto de vista del pensamiento, su oposición a
Hegel se debe a que mientras para éste último lo real es racional, para Scho-
penhauer la realidad es voluntad y la voluntad es ciega e irracional. Este
planteamiento está contenido en su obra más conocida: El mundo como volun-
tad y representación. En ella acusa una evidente influencia de Kant, quien es
tal vez el pensador que más moldea su pensamiento junto con los libros sa-
grados de la India a los que tuvo acceso por cuenta del orientalista Maier. De
Kant toma la distinción entre los “fenómenos” y el “noumeno”, dando un nuevo
sentido a estos conceptos con terminología extraída del lenguaje de los Vedas.
A su vez, toma distancia de la filosofía kantiana en lo que ésta sostiene sobre
la imposibilidad de acceder al “noumeno” o “la cosa en sí” y afirma que el ac-
ceso a ésta no se logra a través de la razón, sino a través de la voluntad: “No-
sotros mismos somos la cosa en sí”, diría Schopenhauer. Y lo somos porque
el individuo mismo, en sus necesidades, apetitos, deseos y anhelos insatisfe-
chos e insaciables, se define entonces como voluntad y nada más. Pero no la
voluntad entendida como una facultad vital del individuo humano meramente,
sino una voluntad infinita que pone el mundo en movimiento y lo mantiene en
inacabado funcionamiento, de la cual la voluntad humana es una extensión
únicamente, tal vez su más elevada expresión, condenada a la permanente
insatisfacción. Esa voluntad se expresa en el ser humano de manera cons-
ciente a través de la voluntad de vivir o el instinto de conservación, tanto en la
agresión, sea ésta de carácter defensivo u ofensivo indistintamente, como
en la sexualidad. Y dado que la tendencia de la voluntad es siempre querer
más, la vida es de por sí insatisfacción y, por lo mismo, constante dolor, o en
el mejor de los casos, hastío. Por eso, a diferencia de Leibniz, Schopenhauer
piensa que no vivimos en el mejor de todos los mundos posibles, sino en el
peor de ellos, puesto que toda existencia, al ser sustentada e impulsada por la
voluntad, es permanente dolor. Salta a la vista que el enfoque voluntarista de
Schopenhauer dista mucho del optimismo de los voluntaristas cristianos y jud-
íos de la Edad Media como Escoto y Avicebrón quienes, tomando distancia del
racionalismo que ya se vislumbraba en su época, enfatizaban y le daban ma-
yor prioridad a la voluntad de Dios que a su razón. En el caso de Schopen-
hauer, imbuido como estaba por el pensamiento religioso de la India, esta con-
fianza en la voluntad que exhiben Escoto y Avicebrón no es posible para él. Y
si no se decantó por el suicidio en su filosofía (parece ser que su padre murió
suicidándose), ni por el desenfreno vital y éticamente autónomo que caracte-
rizó a su discípulo Nietzche, fue justamente por la influencia del budismo en su
pensamiento. Así, Schopenhauer abogó por la vía religiosa ascética para su-
primir o superar el dolor de la vida guiada por la voluntad, pero un ascetismo
entendido y vivido dentro del marco del budismo y no del cristianismo. El ideal

96
místico del “nirvana” corona entonces su pensamiento como única posibilidad
de alcanzar la serenidad absoluta que aniquila la voluntad de vivir y su conse-
cuente dolor. Por eso Wanda Bannour afirma de Schopenahuer que éste: “en-
seña una religión sin trascendencia y sin horizonte escatológico, una religión
de la nada y de la muerte, una religión atea”.

Positivismo: Comte

El francés Augusto Comte (1798-1857) es el fundador del positivismo, co-


rriente de pensamiento que pese a lo novedosa que pretende ser en su mo-
mento, no es más que la consecuencia directa y extrema del empirismo inglés
con su énfasis en la experiencia sensible como fuente única del conocimiento.
Experiencia que, en el caso del positivismo, se circunscribe únicamente a los
fenómenos externos, excluyendo de ello la experiencia interna que el ser
humano tiene de sí mismo, muy en línea con Hume, quien negaba la sustan-
cialidad del yo empírico, y con Kant, quien restringía la posibilidad del conoci-
miento a los meros fenómenos y no al noumeno o la cosa en sí, que sería lo
que constituye la esencia real de las cosas percibidas por los sentidos, a la
cual éstos sin embargo no podrían llegar. La influencia de Comte en el pen-
samiento posterior es muy grande, contribuyendo a la cada vez más acentua-
da exaltación de la ciencia como la instancia definitiva del conocimiento
humano que haría obsoletos tanto al conocimiento teológico-religioso, propio
supuestamente de la mentalidad humana más básica, ancestral y primitiva (la
edad teológica, que sería la más antigua y caduca), y también al conocimiento
filosófico (la edad metafísica, más reciente, pero igualmente caduca), que ser-
ía visto en el mejor de los casos de manera condescendiente por parte de la
ciencia positiva, pero siempre desde una posición de superioridad epistemoló-
gica. El llamado cientifismo o cientificismo, es decir la ciencia como árbitro fi-
nal, como última palabra o como instancia definitiva y final en cualquier asunto
(la ciencia como religión, dirán algunos), es una consecuencia directa del posi-
tivismo de Comte. No en vano este pensador, con su cerrada defensa del co-
nocimiento que surge exclusivamente de los hechos positivos (de ahí el nom-
bre dado a su pensamiento), es decir únicamente aquellos cuyo funcionamien-
to puede constatarse y verificarse metódicamente mediante los sentidos; in-
tentó reducir también las disciplinas de estudio que se ocupan del ser humano
y las causas de su comportamiento a ciencias exactas. Así concibió a la so-
ciología, de la cual se considera el fundador. Ésta sería para Comte la
cúspide y el compendio de las ciencias exactas. El Dr. Ropero nos da una
puntual caracterización del espíritu positivo que movía a Comte y sus conse-
cuencias, con estas palabras:
El espíritu positivo se atiene a lo que se ofrece dado en la experiencia y se abstiene de
buscar las causas y principios de las cosas. No hay conocimientos absolutos. Todo es rela-

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tivo a nuestros órganos de conocimiento. El espíritu positivo, es decir, relativo, se convierte
en positivismo y relativismo… En este último estadio [el positivo], la búsqueda del «cómo»
de los fenómenos sustituye a la del «por qué», cuando el hombre elimina de su ser toda
sombra de misterio

No en vano fue a instancias de Comte que en París, en el periodo posterior a


la sangrienta Revolución Francesa, se erigió en la Catedral de Notre-Dame el
“templo a la diosa razón” con un acto teatral en el cual una guapa muchachita
parisiense representaba a la razón humana y era coronada como tal como
“nueva diosa” que sustituiría a los dioses provenientes de la ya superada edad
teológica de la humanidad. Este acto puede muy bien interpretarse como un
homenaje velado a la irrupción de la nueva religión de la ciencia, promovida
por Comte. Valga decir que hoy por hoy y pese al gran auge y autoridad que la
ciencia ha cobrado, el esquema positivista de la historia ha sido seriamente
revaluado de tal modo que, sin negar a la ciencia un papel preponderante en
la adquisición de conocimiento de gran utilidad teórica y práctica, ha reivindi-
cado al mismo tiempo la validez y necesidad del conocimiento filosófico y te-
ológico al demostrar cómo estos han coexistido de un modo u otro a lo largo
de las distintas etapas de la historia humana.

Restan por incluir en esta conferencia las reseñas del materialismo de Marx,
del vitalismo nihilista de Nietzche, del existencialismo de Kierkegaard, Heideg-
ger y Sartre y una relación apretada de algunos de los filósofos más destaca-
dos del siglo XX. Mientras éstas se elaboran, se sugiere a los estudiantes leer
reseñas del pensamiento de éstos en el libro de referencia de esta materia: In-
troducción a la Filosofía de Alfonso Ropero, publicado por editorial CLIE, y
complementarlas con las reseñas breves, puntuales y muy asequibles de Wi-
kipedia en internet u otras fuentes de investigación.

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Cuestionario Introducción a la Filosofía

1. ¿Cómo ha sido vista la filosofía en contexto protestante y por qué razones?


2. ¿Cómo debe interpretarse la alusión negativa a la filosofía hecha por el após-
tol pablo en Colosenses 2:8?
3. ¿Qué utilidad presta la filosofía a la teología que les permite a ambas discipli-
nas trabajar en equipo?
4. Un buen número de destacados filósofos de la historia fueron cristianos, ¿sig-
nifica esto que todo filósofo cristiano hace siempre filosofía cristiana en un
sentido positivo y constructivo?
5. ¿Cuál fue el primer fenómeno histórico y cultural que generó la cuestión de la
manera en que el cristianismo debía relacionarse con la filosofía?
6. Identifique y describa las dos posturas clásicas acerca de la mutua influencia
que el helenismo y el cristianismo ejercieron entre sí.
7. ¿Cuál es la razón primaria por la que el helenismo ejerce influencia en el cris-
tianismo y que constituye algo inevitable en todo esfuerzo misionero que el
cristianismo ha emprendido a través de la historia?
8. ¿Cuál es la pregunta filosófica fundamental?
9. ¿Por qué no hay contradicción necesaria entre los presocráticos y la Biblia y la
teología a la hora de responder la pregunta filosófica fundamental?
10. ¿Qué es lo que marca la diferencia fundamental entre la filosofía iniciada por
los presocráticos y la mitología griega?
11. ¿Cómo interpretaban los presocráticos los mitos griegos?
12. ¿Por qué los sofistas son los más controvertidos y cuestionados de los filóso-
fos de la antigua Grecia?
13. ¿Cuál es el asunto filosófico planteado por los presocráticos, con Heráclito a la
cabeza, que brindó en su momento un punto de contacto entre filosofía y teo-
logía cristiana y por qué?
14. Heráclito y Anaxágoras pusieron sobre la mesa una cuestión o discusión fi-
losófica que tiene su correspondencia en el pensamiento cristiano posterior y
mantiene hoy su vigencia ¿cuál es esta cuestión?
15. ¿Con cuál de los filósofos de la antigua Grecia se hace el tránsito en la re-
flexión filosófica entre el pensamiento cosmológico de los presocráticos al
pensamiento antropológico centrado en el ser humano y el papel que éste
desempeña en el cosmos?
16. ¿En qué sentido el cristianismo le puede dar la razón al sofista Protágoras
cuando dice que: “el hombre es la medida de todas las cosas…”?
17. ¿Hay afinidad, contradicción o absoluta correspondencia entre el “conócete a
ti mismo” de Sócrates y el cristianismo? Explique su respuesta.
18. ¿Son útiles en algún sentido y compatibles con el cristianismo la mayéutica y
la ironía socráticas? Explique su respuesta.

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19. ¿La frase socrática “sólo sé que nada sé” guarda relación con el cristianismo?
Explique su respuesta
20. ¿Cuál de los filósofos clásicos de la antigua Grecia ejerce una influencia de-
terminante en el pensamiento cristiano y a través de qué teólogos cristianos
de la antigüedad (señale también al principal de ellos) se dio esta influencia?
21. ¿Cuál es la ilustración gráfica más conocida de Platón a través de la cual se
puede ingresar en su pensamiento? Partiendo de ella, explique de qué modo
el pensamiento de Platón coincide con aspectos fundamentales de la cosmo-
visión cristiana bíblica.
22. ¿Qué aspectos del pensamiento de Platón son incompatibles con el cristia-
nismo y por qué?
23. ¿Cuáles fueron los aspectos del pensamiento aristotélico que más compagi-
naban con el platonismo y cuáles son los que le dan a su pensamiento sus ca-
racterísticas más particulares y distintivas y que lo distancian de Platón?
24. ¿En qué controvertido asunto del pensamiento filosófico cristiano de la Edad
Media estuvo latente ya el contraste entre el platonismo y el aristotelismo? Ex-
plique en qué consiste.
25. ¿Cuál es la frase o idea aristotélica en la que radica la diferencia fundamental
entre el aristotelismo y el platonismo y que podría señalarse como la raíz de
todos sus desacuerdos?
26. ¿Qué aspectos fundamentales del cristianismo descuidados durante la Edad
Media se recuperaron de la mano del pensamiento aristotélico y qué conse-
cuencias prácticas y positivas trajo este hecho al mundo moderno?
27. ¿Qué efecto colateral negativo trajo el pensamiento aristotélico al mundo mo-
derno?
28. Relacione los nombres de las escuelas filosóficas moralistas de la antigua
Grecia señalando qué tienen todas ellas en común al margen de sus diferen-
cias.
29. ¿Cómo se alcanza la felicidad según los epicúreos? Señale los puntos de con-
tacto y las falencias que tiene el epicureísmo desde la óptica cristiana?
30. ¿Qué tienen en común y en qué se diferencian la ataraxia de los epicúreos de
la apatía de los estoicos?
31. ¿Qué destacados pensadores y teólogos cristianos de la antigüedad estuvie-
ron influenciados por el estoicismo en sus aspectos compatibles con el cristia-
nismo?
32. Sin perjuicio de sus coincidencias ¿qué aspectos del estoicismo son incompa-
tibles con la doctrina cristiana bíblica?
33. ¿En qué censurable actitud degeneró el helenismo tardío y en qué consiste
esta actitud?

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34. ¿Qué tiene de positiva la actitud ecléctica desde la óptica cristiana y qué nom-
bre recibe esa actitud censurable que el eclecticismo contribuye a identificar,
denunciar y combatir donde quiera que se encuentre?
35. Sin perjuicio de la crítica bíblica a la que el eclecticismo se haga merecedor
¿qué filósofo ecléctico influyó positivamente en su momento sobre el gran teó-
logo cristiano Agustín de Hipona y por qué?
36. ¿En qué contradicción lógica insuperable caen los escépticos al tratar de sos-
tener el punto de vista filosófico que los caracteriza?
37. ¿Qué aspectos rescatables hay en el escepticismo desde la óptica cristiana?
38. ¿Qué aspectos rescatables y censurables hay en el pensamiento de los cíni-
cos desde la óptica cristiana?
39. ¿Qué papel desempeñó la filosofía en relación con la teología durante la Edad
Media y a qué filósofos clásicos estuvo ligada la teología cristiana para bien y
para mal?
40. ¿Qué pensadores cristianos se destacan durante la Edad Media por haber
sido transmisores de la sabiduría clásica de la antigua Grecia?
41. ¿Qué pensador cristiano sobresale desde la perspectiva filosófica durante la
época del renacimiento carolingio?
42. Relacione los nombres de los filósofos musulmanes y judíos más conocidos
de la Edad Media, señalando al más destacado dentro de ambos grupos, iden-
tificando una característica del pensamiento de alguno de ellos que le haya
llamado la atención.
43. ¿Cuáles son los pensadores medievales cristianos que sirven de antecedente
y preparación, abonando a su pesar el terreno para el surgimiento del bíblica-
mente controvertido racionalismo moderno?
44. ¿Qué consecuencias prácticas tiene en el pensamiento y la vida humana en la
modernidad (renacimiento en adelante) la discusión filosófica medieval sobre
“los universales” y las diversas posturas al respecto?
45. ¿En qué se diferencia la libertad defendida por Lutero y la reforma protestante
de la libertad tal y como ésta es entendida dentro del racionalismo moderno
iniciado por Descartes?
46. ¿Cuáles son las dos reivindicaciones de la teología protestante que Descartes
adopta en su pensamiento, llevándolas más lejos de lo que lo hicieron los re-
formadores?
47. ¿En qué consiste la cuestión filosófica iniciada por Descartes y ampliamente
debatida posteriormente en el pensamiento moderno, conocida con el nombre
de “comunicación de las sustancias”?
48. Describa brevemente en qué consiste el ocasionalismo de Malebranche.
49. ¿Cuáles son los más representativos exponentes del empirismo inglés y en
qué consiste éste último?
50. ¿De qué manera responde Pascal al racionalismo de Descartes?

101
51. ¿Cuál es la frase que compendia el idealismo subjetivo de Berkeley?
52. Describa brevemente en qué consiste el monismo de Spinoza y por qué debe
ser criticado desde la óptica cristiana.
53. Señale los aportes más importantes de Leibniz y su “armonía preestablecida”
al pensamiento filosófico y teológico posterior con su distinción entre razón
necesaria y razón suficiente y su explicación de la existencia del mal en el
mundo, identificando las tres clases de mal que este pensador postula.
54. ¿Qué realidades cuestionó el escepticismo de Hume que hasta entonces se
daban por sentadas dentro del empirismo inglés?
55. ¿De qué manera superó Kant el callejón sin salida al que condujo el escepti-
cismo de Hume?
56. ¿Por qué se dice que con Kant el racionalismo alcanza su más alto desarrollo
y comienza su decandencia?
57. ¿Qué nombre le dio Thomas Huxley a la actitud moderna hacia Dios a la que
dio pie la filosofía de Kant?
58. ¿Cuál es la única función que Kant le asigna a la religión?
59. ¿Qué aspectos doctrinales de la religión serían los únicos rescatables para
Kant en su “religión natural”?
60. En el marco del idealismo alemán, ¿cuáles son los aspectos útiles del pensa-
miento de Fichte que el cristianismo puede capitalizar para sí en el propósito
de hacer cada vez más firme y clara la doctrina cristiana en los tiempos mo-
dernos?
61. ¿Cuál es el tema central relacionado con la noción del “yo” en el que Schelling
se ocupa, al igual que su antecesor Fichte?
62. ¿En qué sentido el idealismo de Hegel lleva las ideas de Kant más lejos de lo
que lo había hecho este último?
63. ¿Cuál es el aporte más significativo y emblemático de Hegel a la filosofía pos-
terior?
64. ¿Cuál es la característica principal del pensamiento de Schopenhauer que
contrasta con el racionalismo moderno?
65. ¿En qué consiste el esquema positivista planteado por Comte y por qué está
ya revaluado y superado?
66. De acuerdo a su trabajo de investigación, señale brevemente lo que a su juicio
es lo más rescatable y lo más censurable del pensamiento de Marx, Nietzsche,
Kierkegaard, Heidegger y Sartre a la luz del criterio cristiano bíblico.
67. Descontando los anteriores, hable sobre un filósofo destacado del siglo XX
que le haya llamado especialmente la atención, señalando las razones para
ello.

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