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Parece, sin embargo, que si identificamos a Dios con las posibilidades creativas
de un orden cósmico y con su prolongación indefinida en el horizonte de lo imaginable
no explicamos cómo una entidad matemática, puramente formal, puede generar la
extensión, la materialidad del mundo, su finitud o compactación en el espacio y en el
tiempo. Al fin y al cabo, estaríamos ante un concepto abstracto, al modo de un primer
motor lógico del mundo o de una especie de nous poietikos aristotélico. Spinoza se afanó
en disolver el dualismo entre lo formal y lo material, o entre lo mental y lo físico, o entre
lo infinito en potencia y lo finito en el acto, pero lo hizo de la manera más fácil y menos
convincente: postulando que la sustancia infinita ya tiene todos los atributos, incluidos el
pensamiento y la extensión. Se trata de una síntesis apresurada, de un monismo neutral
que no justifica cómo conviven ambos atributos en el seno de la misma sustancia
primigenia, ni qué otros atributos hay junto al pensamiento y a la extensión, ni por qué
debe tener o manifestar más de un atributo esa sustancia cuasi divina, en lugar de ser
absolutamente simple e indivisa en cuanto a sus propiedades. De hecho, no creo que de
su sistema metafísico emerja una solución nítida al problema de la unión entre lo físico y
lo mental, ni a la cuestión última sobre la naturaleza del universo, más allá de ciertas
fórmulas conciliatorias y tranquilizadoras para el filósofo.
Determinar también implica afirmar, no solo negar. Lo que ocurre es que al definir
una afirmación, implícitamente definimos una negación concomitante (la negación de
todo lo que no cae bajo esa afirmación). Por ello, parece un juego de palabras decir que
determinar es negar, pues con una lógica similar podríamos aducir que determinar es
afirmar, es especificar, es indicar la posición ontológica de un objeto. Lo cierto es que, en
sintonía con Spinoza, quien no puede concebir otra sustancia además de la sustancia
infinita que es Dios, es difícil imaginar un sujeto infinito que conviva con sujetos finitos.
Esos sujetos finitos serían emanaciones de su ser, partes insertadas en su subjetividad
infinita. Es posible entender una suma de objetos finitos, porque estos son limitados por
causas externas y en realidad constituyen partes de un todo que nosotros dividimos
artificialmente. Sin embargo, una suma de sujetos realmente sustanciales,
verdaderamente dotados de libertad, resulta inconcebible: implicaría multiplicar el
número de primeros motores inmóviles en el universo, lo que conllevaría,
indefectiblemente, la existencia de más de una causa sui.
De esta idea nace un Dios extraño, pero al mismo tiempo fascinante. Un Dios que
es el fruto de la cooperación entre las mentes. Un Dios que sintetiza las mentes
subjetivas. Un canto a la imaginación y a las posibilidades de la mente. No negaré, sin
embargo, que esta imagen de Dios y del universo no elimina por completo todas las
dificultades conceptuales asociadas, pues surgen al menos dos problemas independientes,
si bien íntimamente vinculados.
En primer lugar, Dios no sería el conjunto de todos los objetos del universo, sino
solo de las subjetividades, o de aquellos objetos ideales cuyo conjunto pueda ser miembro
de sí mismo. Esta condición dificultaría o prácticamente fulminaría cualquier posibilidad
de establecer una relación filosóficamente significativa entre Dios y el mundo material.
El mundo no es un conjunto ideal, mientras que en nuestro esquema el mundo sería el no-
Dios, como parece deducirse de influyentes paradigmas idealistas. El mundo se alzaría
como res extensa en oposición a la idealidad de la res cogitans, del Dios-mente emanado
de la síntesis de las mentes mundanas. Cabe argüir, con todo, que el sujeto puede también
considerarse objeto desde cierta perspectiva. Es sujeto porque posee la propiedad de darse
a sí mismo fines, controlando teleológicamente sus acciones, pero es también objeto, dado
que comparece como objeto del mundo. Lo que llamamos Dios sería entonces un límite
asintótico de la potencia creativa de la mente: una realidad ideal que preexiste y
manifiesta inmutabilidad, aunque nosotros nos aproximemos a ella conforme extendemos
el poder creativo de la mente. Metafóricamente, la relación entre la objetividad y la
subjetividad es concebible como una gran cadena causal, de naturaleza objetiva, donde la
subjetividad se manifiesta como una objetividad ampliada, como una especie de cono de
luz que avanza a través de la oscuridad del espacio y del tiempo. Ese cono se contrae en
el instante presente, pero se proyecta hacia los instantes futuros. En el instante presente,
la objetividad se condensa tanto, se comprime tanto, alcanza tal convergencia entre
rigidez estructural y expansión funcional, que adquiere las connotaciones de lo subjetivo.
Sin embargo, lo subjetivo sigue siendo objetivo; no es sino la integración temporal de
estructuras objetivas, la sincronización entre áreas y circuitos cerebrales.