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I.

La noche
a) Cronotopo

Según Mijail Bajtin (1989) en el cronotopo artístico literario tiene lugar la unión de los
elementos espaciales y temporales en un todo inteligible y concreto. El tiempo se
condensa aquí, se comprime, se convierte en visible desde el punto de vista artístico; y
el espacio, a su vez, se intensifica, penetra en el movimiento del tiempo, del
argumento, de la historia. Los elementos del tiempo se revelan en el espacio, y el
espacio es entendido y medido a través del tiempo. La noche se condensa como un
espacio-tiempo único que les permite a los personajes de ambos cuentos tener una
transformación.

La noche no sólo es el momento en el que transcurren los hechos que los personajes
narran, sino que se fusiona con el espacio tangible de la ciudad o de la habitación, y
además, con una temporalidad nocturna, que en términos de realidad inmediata
corresponderían al momento en que se mete el sol hasta el momento en que sale.

En este caso se pueden determinar principalmente dos características que determinan


a la noche en contraposición del día: oscuridad y silencio, sobre todo en el momento
cumbre de ésta, que sería a partir de la media noche.

Ahora bien, la noche abre paso a la narración, es a partir de ella que los personajes
cobran vida y sentido. Bajtin habla entonces de los motivos que son componentes
fundamentales para el desarrollo del argumento, tales como encuentro-separación,
pérdida-descubrimiento, búsqueda-hallazgo, reconocimiento-no reconocimiento, etc. Se
centra en el motivo del encuentro y dice que en todo encuentro la definición temporal
(“al mismo tiempo”) es inseparable de la definición espacial (“en el mismo lugar”). En
este caso es imposible que el motivo del encuentro se dé aislado: “siempre entra como
elemento constitutivo en la estructura del argumento y en la unidad concreta del
conjunto de la obra, y, por lo tanto, está incluido en el cronotopo concreto que lo rodea”
(Bajtín, 1989) en el caso de este estudio sería el tiempo de la muerte en el espacio de
la noche.
Además, “en la literatura, el cronotopo del encuentro ejecuta frecuentemente funciones
compositivas: sirve como intriga, a veces como punto culminante o, incluso, como
desenlace (como final) del argumento” (Bajtin, 1989) y en ambos cuentos es
precisamente el punto culminante (en cuanto al encuentro inicial con la noche) y
también el desenlace (en el encuentro con la muerte). En el cuento de “Mi noche”, el
narrador espera la noche porque es ella la que vendrá con la muerte y el personaje
parece estar consciente de ello, es por eso que la llegada de la noche lo pone en un
vaivén de emociones:

Calma, más calma, así. No hay la menor prisa. El reloj tiene cuerda de sobra. La noche no se
iluminará aún. Y yo soy paciente, reflexivo, excepcionalmente ecuánime.
[…]
̶ ¡LA MULTITUD SE HA AHOGADO! Me exaspero.
̶ ¿Quién grita ahí?
̶ ¿NO SABE USTED LO QUE OCURRE?
̶ ¿Quién grita ahí? ¡Silencio!
̶ ¡¡SILENCIO!! (Tario, 2012: 144-145).

En el momento en que la noche llega con la muerte es el desenlace del cuento:

Y en aquella noche de que te hablo era imposible respirar. El cielo estaba demasiado bajo, la tierra
demasiado alta, y las raíces eran demasiado hondas. En aquella noche pavorosa los hombres
gemían, aullaban o se dejaban caer sobre cualquier superficie; […] ¡Dulce, dulce Muerte! (Tario,
2012: 150).

En “La noche”, el narrador la invoca desde el comienzo, pero es el momento en el que


comienza la noche cuando entramos al punto culminante de la historia, pues es a partir
de ahí donde comienza la anécdota del personaje:

Pero, ¿desde cuándo dura la noche? ¿Desde cuándo…? ¿Quién lo dirá? ¿Quién lo sabrá nunca? El
caso es que ayer salí como todas las noches después de la cena. […] Mientras bajaba hacia los
bulevares, miraba sobre mi cabeza el río negro y lleno de estrellas recortado en el cielo por los
tejados de la calle, que se curvaba y ondeaba como un auténtico torrente, un caudal rodante de
astros (Maupassant, 2011).

Y de igual forma que con el cuento de Tario, el desenlace llega con la noche trayendo a
la muerte:
Ningún reloj sonaba en los campanarios o en los monumentos. Pensé: «Voy a abrir el cristal de mi
reloj y tocaré la aguja con mis dedos.» Saqué el reloj… ya no sonaba… se había parado. Ya no
quedaba nada, nada, ni siquiera un estremecimiento en la ciudad, ni un resplandor, ni la vibración de
un sonido en el aire. Nada. Nada más. Ni tan siquiera el rodar lejano de un coche, nada.
(Maupassant, 2012).

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