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La Línea de la Concepción, 26 de mayo de 2.

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Allocutio a la Curia de la Legión de María.


Manual, c. 7 (“El legionario y la Santísima Trinidad”).

MARÍA Y LA SANTÍSIMA TRINIDAD:

En estos días vamos a celebrar unas solemnidades muy importantes: Pentecostés, la Santísima
Trinidad, el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Es una ocasión para descubrir la relación de María
Santísima con cada una de las Personas de la Santísima Trinidad. El “Manual” -lo acabamos
de escuchar- dice de Ella que es Madre de Dios Hijo, templo, sagrario y santuario del Espíritu
Santo e Hija de Dios Padre1. Se podría añadir que María Santísima es Esposa de Dios Espíritu
Santo. Esta relación particular de María con Dios uno y trino -unida a la plenitud de la gracia
que ha recibido desde su Concepción- la coloca en una situación muy por encima de toda
criatura, de manera que le da una intimidad con Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo que no
tiene criatura alguna. Lo podemos decir de otro modo: acercarse a Ella significa acercarse a
Dios.

La vida de la gracia -la plenitud de la gracia- la preparó para vivir una relación especialmente
íntima con cada una de las Personas divinas. Podemos pensar con que temor filial y cariño
trataría a Dios Padre. Ella mejor que nadie sabía que Él es el Autor de la vida, que Él la había
formado a su imagen y que la imagen divina que había en María Santísima superaba en
perfección toda imagen que hay en cada uno de nosotros. Podemos decir que, incluso con su
discreción para no sobresalir y vivir oculta para que sólo Dios la viera -como la joya que sólo
es para una persona amada, y no para exponerla a la curiosidad de los demás-, vivió como una
hija buena, educada, cariñosa y obediente sin igual.

La relación con su Hijo es -podríamos decirlo así- entrañablemente singular. Ella le dio su
cuerpo y su sangre para que Éste pudiera darnos de su Cuerpo y su Sangre como alimento de
vida eterna. Podemos decir que, de alguna manera, en cada Eucaristía, recibimos el cuerpo y
la sangre de nuestra Madre del Cielo. Desde que el Niño encuentra en las entrañas de su
Madre, ya tiene el poder de santificar, de llevar el Espíritu Santo, como ocurrió en la
Visitación a su pariente Isabel. Así podemos intuir que María Santísima es Medianera de
todas las gracias, porque lleva a su Hijo, el Autor de la gracia, a todos cuantos se acerca.

Su relación con el Espíritu Santo es de una intimidad singular. Es Él quien realiza la


Encarnación del Verbo en sus entrañas purísimas. Es Él quien, también, convierte el pan y el
vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo en cada Eucaristía; es Él quien derrama sus dones y
carismas para que podamos ser y actuar como Cristo, como hijos de Dios. Más que nadie supo
discernir, conocer y responder a las mociones divinas que vienen por el Espíritu Santo.

Podemos decir que si el Cielo es la visión de Dios, que si la relación de María Santísima con
Dios hace de Ella un espejo fidelísimo de su ser, de su rostro, María Santísima es el Paraíso,
es el lugar donde nos encontramos con Dios, donde conocemos a Dios, donde tratamos a
Dios, donde amamos a Dios. No se entiende que un cristiano que quiera aspirar a serlo, que
quiera ser santo, que quiera llevar con honra tal nombre, no sea íntimo de María Santísima.

Somos sus hijos. Y todo hijo se parece a sus padres. Ella es el camino que nos lleva a tratar a
Dios, no de un modo forzado o exterior, sino de modo connatural, porque si Ella es, entre las
1
“Manual”, pgs. 44-45.
criaturas, una persona divina, la más divina de todas las criaturas, acercarse a Ella significa
acercarse a Dios; tratarla a Ella significa aprender a vivir como Ella. En estos días, si
queremos celebrar muy bien estas solemnidades de Pentecostés, de la Santísima Trinidad y
del Cuerpo y la Sangre de Cristo, el mejor camino, el más corto y más fácil para ello, es la
Bienaventurada Virgen María. Si somos buenos hijos, nos pareceremos a Ella y nuestra
relación con Dios será muy fácil. María, precisamente por su trato con la Santísima Trinidad,
no nos aleja de Dios, sino que nos acerca a Él mucho mejor que cualquiera: ser de María
significa ser de Dios.

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