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Gracia y Pneumatología 04 — Lectura sobre S.

Agustín 1

LA HISTORIA DE LA GRACIA
(cf. PATOUT-BOURNS J., Gracia, en: FITZGERALD A. D. [ed.], Diccionario de San Agustín. San Agustín a través
del tiempo, Burgos 2001 608–611)

El pensamiento de Agustín, aunque puede ser presentado en términos filosóficos e


históricos, era radicalmente histórico.
El desarrollo de su pensamiento se refleja no sólo en sus avances en la interpretación de
Pablo, sino también en sus sucesivos intentos por analizar los fundamentos de la ciudad de
Dios mediante lecturas literales y en sentido figurado de los capítulos iniciales del Génesis.
De este modo, Agustín desplegó una bien estudiada analogía entre la historia de la
humanidad y la vida de los individuos — desde la creación y la caída, pasando por la ley y
la fe, hasta llegar a la gracia y a la gloria. Las variadas formas de la operación divina pueden
distinguirse y ordenarse recorriendo las etapas del proceso de la salvación.

Los seres humanos fueron creados originalmente con la inteligencia y el deseo que hacen
que la verdad y la bondad divinas sean su único descanso y felicidad. Más aún, fueron
movidos por la presencia del Espíritu Santo para encaminarse hacia Dios, pero de una manera
a la que ellos podían contradecir y contradijeron.
Lo mismo que los demonios, los seres humanos cayeron al tratar de ponerse a sí mismos
en el lugar de Dios: amando su propia bondad e intentando el ejercicio autónomo de su propio
poder. En ese pecado original, la humanidad entera cayó corporativamente. Cada individuo
nace llevando la culpa y las consecuencias del pecado cometidos cuando todos eran uno en
Adán.
Pero incluso en su condición caída y pecadora, los individuos humanos no están privados
de toda asistencia divina, por la cual pueden reconocer la verdad y buscar el bien manifestado
a ellos. Sin embargo, tienden a seguir la orientación establecida en el primer pecado: dominar
a sus semejantes, orientarse hacia el mundo inferior y las exigencias del cuerpo mortal. De
este modo, las costumbres carnales y las pautas culturales llegan a guiar e incluso a controlar
las precepciones, los juicios y las elecciones de los individuos y de los pueblos.
Si falta una asistencia divina más plena, el entendimiento, la voluntad y la acción de los
seres humanos fallarán en cuanto a la verdad y la bondad. Los seres humanos terminarán
confirmando su defección inicial y corporativa y cada uno de ellos será condenado
eternamente.
Sin embargo, a diferencia de los demonios, Dios mueve al arrepentimiento a algunos de
los seres humanos caídos, los restaura en la bondad y los conduce a la gloria.

El primer paso en el proceso de salvación de los seres humanos caídos es la promulgación


de la ley divina, para que por medio de ella los pecadores puedan llegar a conocer el peligro
en que se hallan y comprendan la necesidad que tienen de la asistencia divina.
En el caso de Adán y Eva, el mandamiento divino de no comer del árbol del conocimiento
y la absurda imputación hecho por el Diablo del motivo que Dios tuvo para dictar el
mandamiento, dio origen a un segundo pecado patente de desobediencia, por el cual se
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manifestó su pecado anterior —oculto— de orgullo, de modo que pudieran arrepentirse de


él.
Entre los descendientes de Adán y Eva, la ley divina (manifestada a la luz de la mente o
revelada a través de los sentidos corporales por el ministerio de Moisés y de los profetas o
por Cristo) indica el bien que debe realizarse y el mal que hay que evitar. Por medio de la
Palabra divina una persona puede conocer la bondad de la ley y la justicia del castigo con
que la ley amenaza.
Algunos logran dominar sus deseos carnales, crean algo que se parece a la virtud y caen
más profundamente en el pecado original de orgullo y de confianza en sí mismos. No
obstante, en la mayoría de las personas, las costumbres establecidas se sobreponen al intento
de posponer la satisfacción carnal y de ganar una recompensa eterna por medio de una
abstinencia temporal.
Como Adán y Eva, los que están siendo conducidos a la salvación son inducidos por
medio de la ley a reconocer su desamparo y la certeza de la condenación. De este modo,
abandonan el orgullo, aceptan la humildad y se encuentran preparados para recibir la gracia
siguiente: la gracia del Evangelio.

En este punto Agustín destacó la operación divina que separa a los elegidos de aquellos
pecadores que se dejará que sufran la condenación debida a su culpa adamítica y a su culpa
personal.
En efecto, algunos no reconocen nunca las exigencias de la ley, nunca oyen la
predicación del Evangelio de Cristo, nunca reciben la invitación a poner su confianza en una
promesa de perdón, y a orar pidiendo el don de la caridad por el cual puedan amar a Dios y
al prójimo.
Otros oyen la predicación pero experimentan repulsión o no se sienten movidos por el
llamado y se apartan.
Sin embargo, los elegidos se impresionan por la predicación del Evangelio: Dios adapta
la predicación a sus disposiciones anteriores (como ha ilustrado en su propia persona en la
Confesiones) o ablanda los corazones de estas personas para que respondan a la predicación
(como ejemplifica en sus lecturas de la conversión de Pablo). En ambos casos el llamamiento
divino no aguarda a que se produzca una elección humana autónoma, sino que evoca y
asegura la respuesta de la fe, de tal modo que el resultado salvífico habrá que atribuirlo a la
sola misericordia divina (cf. Rm 9,16; Pr 8,35 LXX).
Así, sin referencia a los méritos anteriores, contemporáneos o subsiguientes de esas
personas, Dios separa a los que llegan a ser creyentes cristianos de aquellos otros que morirán
en sus pecados.

A los que fueron movidos primeramente a la fe en Cristo, se arrepintieron de sus pecados


y buscaron la ayuda divina, Dios les concede la inhabitación del Espíritu Santo, el don del
amor divino.
La presencia del Espíritu cambia las disposiciones de la persona, de tal modo que Dios
y el bien preceptuado por Dios sean amados por sí mismos, y no únicamente por el amor
propio que teme el castigo y espera una recompensa. Por primera vez desde su caída en el
pecado, la voluntad humana es capaz de amar, elegir e incluso realizar el bien.
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Sin embargo, esta liberación es aún incompleta: el Espíritu, que mora en el creyente, no
suplanta por completo el amor de sí mismo y la concupiscencia heredados, no arranca de raíz
las costumbres establecidas bajo el reinado del pecado antes del conocimiento de la ley. En
vez de ello, el Espíritu inicia la lucha entre el bien deseado y el mal inevitable, una lucha
descripta por Pablo en Rm 7: Dios es amado de veras, pero no con todo el corazón, como
habría que amarlo según el mandamiento y la verdad; un amor de sí mismo y un gusto por
las satisfacciones carnales, asentados en lo profundo, siguen dividiendo la energía de la
persona; el bien preceptuado es realizado de manera habitual, pero no consecuentemente.
La eficacia de la operación del Espíritu no debería verse restringida por la oposición de
la concupiscencia y del amor de sí mismo, o por las necesidades del cuerpo mortal: todo ello
debería verse vencido por el poder del amor divino. Pero, en vez de ello —explica Agustín—
, Dios permite que los cristianos sigan experimentado su flaqueza y su dependencia de la
ayuda divina para impedir un resurgimiento del orgullo y de la confianza en sí mismos, que
son los que causaron la caída original de la humanidad. Esto es: se concede una gracia menor,
para prevenir un pecado mayor.

Los cristianos, divididos en su espíritu por el amor de sí mismos y el amor de Dios,


atacados por los apetitos del cuerpo mortal y por los deseos desordenados de sus almas,
asediados por las tentaciones y los atractivos de una sociedad regida por la gloria y la
ambición, habrán de escoger y realizar el bien que Dios preceptúa pero lo harán únicamente
por medio de una gran atención y esfuerzo.
Esa lucha que siguen librando ellos en la caridad hasta el final de sus vidas, pueden
sostenerla únicamente mediante una ulterior operación del Espíritu Santo: es el don de la
perseverancia.
Como hace con el acto inicial del don de la fe, Dios realiza la perseverancia de los santos
de maneras muy diversas.
Así, mediante el control del ambiente elegido, el gobierno divino del universo impide
tentaciones, proporciona las exhortaciones de alguien que predica y las reprensiones de quien
amonesta, y deja tiempo para el arrepentimiento después de una caída. Ciertas mociones del
Espíritu Santo dentro del espíritu humano podrán también ser necesarias: la intensificación
del amor en medio de una tentación, la gracia del arrepentimiento que hace que una
exhortación sea eficaz… Por muchos medios Dios asegura que los elegidos para la salvación
retengan o recuperen la caridad y continúen queriendo y obrando el bien exigido para entrar
en el Reino Celestial.
Aunque estos cristianos elegidos puedan pecar, no lo hacen. Su cooperación misma está
producida por la operación divina. Por eso la salvación resultante ha de ser atribuida
únicamente a la divina misericordia y no a la cooperación autónoma de ellos con la gracia.
Pues si el Espíritu hubiera exigido que ellos completaran el don de la caridad con sus
esfuerzos para realizar el bien y evitar el mal, esas personas habrían caído ciertamente y
merecerían la condenación.

La lógica que entiende descubrir Agustín en Rm 9,16 (“no se trata de querer o de correr,
sino de que Dios tenga misericordia”) y 1 Co 4,7 (“¿Qué tienes que no lo hayas recibido?”)
exige que la consumación del proceso de salvación, no menos que su paso inicial, sea por
necesidad absolutamente gratuito. Los cristianos no pueden atribuirse a sí mismos el mérito
de usar con provecho las ayudas que Dios ha proporcionado, pues la caridad se concede a
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quienes se humillan a sí mismos y buscan la ayuda de Dios. Arrepentimiento, oración,


perseverancia… son, por tanto, la obra del Espíritu. Dios recompensa lo que es fruto de la
gracia.
La lógica de la gratuidad significa —para Agustín— que el don de la perseverancia se
concede sin consideraciones de méritos anteriores, actuales o futuros de los cristianos. Sin
embargo, al conceder ese don, se dice que Dios selecciona, no entre pecadores para darles la
fe, sino entre los cristianos que han sido movidos ya a la fe y han sido conservados en la
caridad.
A causa de la misma misteriosa justicia se permite que algunos cristianos caigan y
merezcan la condenación, mientras que otros, que no tienen méritos mayores, son
conservados en la bondad y se les concede la bienaventuranza. Aunque la gratuidad y la
eficacia de la gracia inicial de la fe se convirtieron en la enseñanza aceptada por la Iglesia
latina, sin embargo la doctrina agustiniana sobre la perseverancia fue ignorada en buena parte
—con la excepción de Tomás de Aquino— hasta los debates suscitados por la Reforma.

En la gloria del Cielo, el conocimiento y el amor de Dios que tienen los santos, es llevado
a una plenitud que hace que el pecado y el fallo sean imposibles: los espíritus están liberados
del error y de la flaqueza, de forma que no pueden pecar; sus cuerpos están perfectamente
animados, de forma que no pueden morir ni exigir nada desordenado; todos sus apetitos y
deseos están ordenados hacia el amor de Dios.
A diferencia de Adán y Eva en el Paraíso, los santos en el Cielo reciben tal plenitud de
gracia, que no pueden pecar ni fallar. Esta gloria y libertad son la realización de la divina
misericordia y no el logro del esfuerzo de la criatura.

La doctrina de Agustín sobre la gracia sirvió no sólo como fundamento para el desarrollo
de la piedad cristiana latina a fines de la Edad Antigua, sino también como influencia
determinante en la elaboración de la Teología Escolástica durante el período medieval y,
luego, como patrimonio común, reclamado durante los siglos XVI y XVII por teólogos
católicos, luteranos y reformados.
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