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Agustín 1
LA HISTORIA DE LA GRACIA
(cf. PATOUT-BOURNS J., Gracia, en: FITZGERALD A. D. [ed.], Diccionario de San Agustín. San Agustín a través
del tiempo, Burgos 2001 608–611)
Los seres humanos fueron creados originalmente con la inteligencia y el deseo que hacen
que la verdad y la bondad divinas sean su único descanso y felicidad. Más aún, fueron
movidos por la presencia del Espíritu Santo para encaminarse hacia Dios, pero de una manera
a la que ellos podían contradecir y contradijeron.
Lo mismo que los demonios, los seres humanos cayeron al tratar de ponerse a sí mismos
en el lugar de Dios: amando su propia bondad e intentando el ejercicio autónomo de su propio
poder. En ese pecado original, la humanidad entera cayó corporativamente. Cada individuo
nace llevando la culpa y las consecuencias del pecado cometidos cuando todos eran uno en
Adán.
Pero incluso en su condición caída y pecadora, los individuos humanos no están privados
de toda asistencia divina, por la cual pueden reconocer la verdad y buscar el bien manifestado
a ellos. Sin embargo, tienden a seguir la orientación establecida en el primer pecado: dominar
a sus semejantes, orientarse hacia el mundo inferior y las exigencias del cuerpo mortal. De
este modo, las costumbres carnales y las pautas culturales llegan a guiar e incluso a controlar
las precepciones, los juicios y las elecciones de los individuos y de los pueblos.
Si falta una asistencia divina más plena, el entendimiento, la voluntad y la acción de los
seres humanos fallarán en cuanto a la verdad y la bondad. Los seres humanos terminarán
confirmando su defección inicial y corporativa y cada uno de ellos será condenado
eternamente.
Sin embargo, a diferencia de los demonios, Dios mueve al arrepentimiento a algunos de
los seres humanos caídos, los restaura en la bondad y los conduce a la gloria.
En este punto Agustín destacó la operación divina que separa a los elegidos de aquellos
pecadores que se dejará que sufran la condenación debida a su culpa adamítica y a su culpa
personal.
En efecto, algunos no reconocen nunca las exigencias de la ley, nunca oyen la
predicación del Evangelio de Cristo, nunca reciben la invitación a poner su confianza en una
promesa de perdón, y a orar pidiendo el don de la caridad por el cual puedan amar a Dios y
al prójimo.
Otros oyen la predicación pero experimentan repulsión o no se sienten movidos por el
llamado y se apartan.
Sin embargo, los elegidos se impresionan por la predicación del Evangelio: Dios adapta
la predicación a sus disposiciones anteriores (como ha ilustrado en su propia persona en la
Confesiones) o ablanda los corazones de estas personas para que respondan a la predicación
(como ejemplifica en sus lecturas de la conversión de Pablo). En ambos casos el llamamiento
divino no aguarda a que se produzca una elección humana autónoma, sino que evoca y
asegura la respuesta de la fe, de tal modo que el resultado salvífico habrá que atribuirlo a la
sola misericordia divina (cf. Rm 9,16; Pr 8,35 LXX).
Así, sin referencia a los méritos anteriores, contemporáneos o subsiguientes de esas
personas, Dios separa a los que llegan a ser creyentes cristianos de aquellos otros que morirán
en sus pecados.
Sin embargo, esta liberación es aún incompleta: el Espíritu, que mora en el creyente, no
suplanta por completo el amor de sí mismo y la concupiscencia heredados, no arranca de raíz
las costumbres establecidas bajo el reinado del pecado antes del conocimiento de la ley. En
vez de ello, el Espíritu inicia la lucha entre el bien deseado y el mal inevitable, una lucha
descripta por Pablo en Rm 7: Dios es amado de veras, pero no con todo el corazón, como
habría que amarlo según el mandamiento y la verdad; un amor de sí mismo y un gusto por
las satisfacciones carnales, asentados en lo profundo, siguen dividiendo la energía de la
persona; el bien preceptuado es realizado de manera habitual, pero no consecuentemente.
La eficacia de la operación del Espíritu no debería verse restringida por la oposición de
la concupiscencia y del amor de sí mismo, o por las necesidades del cuerpo mortal: todo ello
debería verse vencido por el poder del amor divino. Pero, en vez de ello —explica Agustín—
, Dios permite que los cristianos sigan experimentado su flaqueza y su dependencia de la
ayuda divina para impedir un resurgimiento del orgullo y de la confianza en sí mismos, que
son los que causaron la caída original de la humanidad. Esto es: se concede una gracia menor,
para prevenir un pecado mayor.
La lógica que entiende descubrir Agustín en Rm 9,16 (“no se trata de querer o de correr,
sino de que Dios tenga misericordia”) y 1 Co 4,7 (“¿Qué tienes que no lo hayas recibido?”)
exige que la consumación del proceso de salvación, no menos que su paso inicial, sea por
necesidad absolutamente gratuito. Los cristianos no pueden atribuirse a sí mismos el mérito
de usar con provecho las ayudas que Dios ha proporcionado, pues la caridad se concede a
Gracia y Pneumatología 04 — Lectura sobre S. Agustín 4
En la gloria del Cielo, el conocimiento y el amor de Dios que tienen los santos, es llevado
a una plenitud que hace que el pecado y el fallo sean imposibles: los espíritus están liberados
del error y de la flaqueza, de forma que no pueden pecar; sus cuerpos están perfectamente
animados, de forma que no pueden morir ni exigir nada desordenado; todos sus apetitos y
deseos están ordenados hacia el amor de Dios.
A diferencia de Adán y Eva en el Paraíso, los santos en el Cielo reciben tal plenitud de
gracia, que no pueden pecar ni fallar. Esta gloria y libertad son la realización de la divina
misericordia y no el logro del esfuerzo de la criatura.
La doctrina de Agustín sobre la gracia sirvió no sólo como fundamento para el desarrollo
de la piedad cristiana latina a fines de la Edad Antigua, sino también como influencia
determinante en la elaboración de la Teología Escolástica durante el período medieval y,
luego, como patrimonio común, reclamado durante los siglos XVI y XVII por teólogos
católicos, luteranos y reformados.
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