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LA PRIMERA GRAN TRANSFORMACIÓN

Carlos Iván Degregori

Adaptación realizada de:


Degregori, Carlos Iván (2004). En Enciclopedia Temática del Perú: Diversidad cultural. Lima:
El Comercio. Vol. VIII, cap. 12 (páginas 162-174)

De los años 50 a los años 80

URBANIZACIÓN Y MIGRACIÓN
A comienzos de la década de 1950, el fútbol peruano se volvió profesional, al
menos en el papel. En 1969, el Perú clasificó por primera vez por méritos
propios a un mundial de fútbol. Lo volvió a hacer en 1977; ya antes en 1975,
había sido campeón sudamericano. En 1982 la blanquirroja se despidió de los
mundiales por el resto del siglo, y más. Tal vez los avatares del fútbol que se
convirtió en esas décadas en deporte nacional expresen de algún manera las
ilusiones y frustraciones de un proceso de cambios radicales ocurridos en la
sociedad peruana, que ha sido denominado procesos de modernización y que
aquí llamaremos «la primera gran transformación», haciendo explicita
referencia al clásico texto de Karl Polanyi.

Por cierto, estos procesos comenzaron a incubarse mucho antes y su historia


no es lineal, pero a partir de la década de 1950 irrumpieron con fuerza
inusitada para trastocar profundamente el rostro de nuestro país. El Perú vivió
en esos años el ocaso de lo que se llamó el poder oligárquico, y también de la
sociedad tradicional andina sustentada en la gran propiedad agraria y
servidumbre, para ingresar de lleno a una etapa de urbanización e
industrialización: una primera gran transformación.

Esas cuatro décadas decisivas se encuentran marcadas por una promesa: la


modernización; una revolución cultural: la escuela, y un nuevo actor social: el
cholo. A lo largo de esos años se pueden distinguir tres momentos que
coinciden gruesamente con las décadas de 1950 y de 1960, la de 1970, la de
1980. Cada uno encarna una manera distinta de hacer realidad esa promesa
de una modernización homogeneizadora, y enfrentada –cuando no enemiga– a
la tradición.

Durante las décadas de 1950 y 1960 pareció que la modernización podría


hacerse realidad de manera mas o menos ordenada, superando tradiciones
que debían ser dejadas de lado. No solo la tradición andina, considerada
arcaica, sino incluso la criolla. El ejemplo más claro fue la destrucción del
centro histórico de Lima, el derrumbamiento de los balcones y casonas para
dar paso a amplias avenidas –Tacna, Abancay, Emancipación– hoy
devastadas, mientras la capital se expandía a través de unidades vecinales,
conjuntos habitacionales (como el de San Felipe, en los terrenos del antiguo
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hipódromo), o urbanizaciones como San Borja en los terrenos del antiguo
aeropuerto de Limatambo, ejemplos de la siembra de cemento que en esas
décadas termino por engullir el amplio y fértil Valle de Lima.

Para las nuevas clases medias, entre 1950 y 1967 se generaron expectativas y
posibilidades de asenso social. Primero fue la bonanza en los precios de los
minerales como el cobre y el inicio de la explotación del yacimiento cuprífero de
Toquepala. Luego, la inversión extranjera, no solo en el sector minero sino
también en el manufacturero; el auge de la harina de pescado y el surgimiento
de un empresariado nacional pujante, y la expansión del gasto publico, que
posibilito la construcción de obras públicas como grandes unidades escolares y
hospitales públicos en las ciudades.

Fueron los años del reemplazo del indigenismo por el arte abstracto y la novela
urbana, de Fernando de Szyzslo, Mario Vargas Llosa y Julio Ramon Ribeyro;
de los nuevos poetas influidos por la poesía anglosajona; del rock y la nueva
ola. Pero también del auge mediático de la canción criolla –por esos años
alcanzó gran éxito el Festival Cristal de la Canción Criolla, que consagró
nuevos intérpretes y compositores– y de la revaloración o la invención pura y
simple de productos que, en esos años, se convertirían en símbolos de nuestra
identidad: el cebiche, el pisco sour, el pollo a la brasa, la Inca Kola, los helados
D'Onofrio y las cervezas Pilsen, Cristal, Cuzqueña, Arequipeña, San Juan, que
reflejaban el desarrollo de nuestra industria de alimentos y bebidas. A partir de
1956, y especialmente de 1963, se vivieron años de regocijo por una recién
estrenada democracia letrada, que incluía a los ciudadanos alfabetos y que
prometía seguir haciéndolo con quienes pasaron por la escuela. En el plano
político, el joven arquitecto Fernando Belaunde –líder de Acción Popular–
encarna ese periodo, ciertamente lleno de inquietudes y presagios, pero no
exento de optimismo y amabilidad. La “gente decente” gobernaba el país.

El entrampamiento del primer gobierno de Belaunde (1963-1968) dio paso a un


segundo momento, más crispado, marcado por una sensación de urgencia por
modernizar el país a paso ligero y manu militari, profundizando el modelo de
industrialización por sustitución de importaciones. Si no se había podido
cumplir la promesa dentro de marcos democráticos, el gobierno de las Fuerzas
Armadas, encabezado por el general Juan Velasco Alvarado, lo intentaría por
la vía autoritaria. Fue un periodo de irrupción de nuevos sectores sociales,
especialmente populares y rurales, y de reformas radicales; también de
crecimiento desmesurado del Estado y desmontaje de la incipiente democracia
política. Tras un segundo lustro tumultuoso y jalonado por masivas
movilizaciones sociales, este segundo momento pareció encontrar por fin una
salida a su entrampamiento a partir de la convocatoria a una Asamblea
Constituyente en 1978 y la promulgación, en 1979, de una nueva Constitución,
que sancionaba por primera vez en nuestra historia el voto universal,
incluyendo los analfabetos, categoría que para entonces se superponía con la
de monolingües quechuas, aimaras o de lenguas amazónicas, es decir, con los
pueblos indígenas.

Pero el Perú vivía procesos de transformación más profundos que las elites
urbanas no pudieron detectar ni supieron encauzar. La democracia universal

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recién estrenada sufrió desde el dia mismo de su entronización, los embates de
la violencia fundamentalista de Sendero Luminoso: el 17 de mayo de, la noche
anterior las primeras elecciones presidenciales en diecisiete años, los
senderistas iniciaron lo que llamaron “guerra popular” contra el Estado peruano.
En abierto desafío a la voluntad de millones de peruanos, su primera acción
fue, simbólicamente, la quema de ánforas electorales en la localidad
ayacuchana de Chuschi. La Constitución había otorgado sufragio universal y
sancionado derechos fundamentales, pero la democracia restaurada no supo
adaptarse a los profundos cambios demográficos y socioculturales que había
atravesado en país en las décadas previas, ni advirtió el agotamiento del
modelo de industrialización por sustitución de importaciones. Se vivieron por
eso, años de “desborde popular y crisis del Estado” -la frase es el titulo de un
libro del antropólogo José Matos Mar-, de alucinante crisis económica y
violencia política. Pero también del “otro sendero” –título de otro conocido libro,
de Hernando de Soto, publicado en 1986–, de la vitalidad de los nuevos
actores que habían irrumpido en la escena publica en las décadas previas,
especialmente los migrantes, y entre ellos de los pequeños y medianos
empresarios –“muchos informales”–, que probaron que estaban allí para
quedarse y redefinir el rostro del Perú. Ellos convirtieron esa crisis en una
oportunidad, no solo para enfrentarse masivamente a Sendero Luminoso en las
zonas rurales, sino para irrumpir en el mercado, en el comercio legal e ilegal –
en la producción de textiles, pero también de coca–, convirtiendo esa primera
etapa de “la gran transformación” en una historia abierta, de final incierto.

Superación a través de la educación

EL MITO DE LA ESCUELA
El acceso a la escuela creció en el Perú desde inicios del siglo XX, pero se
aceleró explosivamente desde 1950. Primero se masifico el acceso a la
escuela primaria, lo que dio lugar a la reducción del analfabetismo y la
generación de nuevas expectativas en las zonas rurales: un camino viable
hacia el progreso parecía hacerse realidad para amplios sectores a partir de la
expansión de la cobertura educativa.

TASA DE ANALFABETISMO
Tasa de analfabetismo de la población peruana de
15 años y mas (1940-1993)
Años Total Urbana Rural
1940 57,2 - -
1961 38,9 17,7 59,4
1972 27,5 12,5 51,9
1981 18,1 8,1 39,6
1993 12,8 4,2 28,1
Fuente: INEI.

Como se puede apreciar en el cuadro de tasa de analfabetismo, esta se redujo


drásticamente en el medio siglo que va entre 1940 y 1991. Más temprano en
las ciudades, pero luego también en el campo; primero en los varones, luego
también entre las mujeres. La alfabetización de ninguna manera fue el límite. A

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partir de las décadas de 1950 y 1960, el auge escolar comenzó a tocar las
puertas de la educación secundaria. En un principio encontró respuesta a
través de la construcción de las llamadas grandes unidades escolares y la
asignación de un porcentaje creciente del presupuesto nacional al sector
educación.

Los peruanos en general, y en especial los sectores pobres y rurales,


depositaron sus esperanzas y dedicaron sus esfuerzos a hacer realidad el
denominado “mito de la escuela”, es decir, lograr movilidad social –lo que en el
lenguaje cotidiano se conoce como “superación”– a través de la educación. La
fuerza de ese mito llevo en las décadas siguientes a una masiva presión para
ampliar la educación universitaria.

Así, mientras en 1960 existían aproximadamente 30 mil estudiantes en nueve


universidades en todo el Perú, hacia 1970 el número de estudiantes se había
más que triplicado. Hacia 1980, el número de estudiantes aumentó a 257.220,
y hacia 1990, a 314.798. En la década de 1970 el gobierno militar limitó la
creación desordenada de universidades, pero a partir de 1980 el crecimiento se
reinició con fuerza, hasta duplicarse en los siguientes veinte años. En esta
última etapa (1980-2000) fueron las universidades privadas las que más
crecían, sobre todo en provincias: de un total de dieciséis nuevas
universidades, catorce pertenecían al régimen privado. En la década de 1970,
el gobierno militar intentó encauzar la masiva demanda ciudadana por
educación, para lo que expidió un Decreto Legislativo (17437) y promulgó una
Ley General de Educación (DL 19326). Sin embargo, el autoritarismo del
régimen y su posterior crisis impidieron que se articulara un consenso nacional
alrededor del tema educativo. Al mismo tiempo, la inversión del Estado en
educación pública comenzó a reducirse, justo cuando una nueva generación de
estudiantes provincianos o migrantes consideraba que estaba a punto de
cumplir con todos los requisitos que planteaba el mito de la escuela, al haber
accedido a la educación superior.

El tema educativo se volvió especialmente sensible en las regiones central y


sur andina, tradicionales bolsones de pobreza rural. Allí, la promesa de la
modernización operó a través de la Reforma Agraria y la ampliación de la
cobertura educativa universitaria. Uno de los casos mas notorios fue el de la
Universidad San Cristóbal de Huamanga, en Ayacucho, que a partir de su
reapertura en 1959 se convirtió en la institución educativa de bandera y la que
más expectativas despertó en la región. Lo mismo sucedió con universidades
como la de San Antonio de Abad del Cusco, San Agustín de Arequipa, la del
Centro en Huancayo, y la Técnica del Altiplano en Puno, todas creadas o
potenciadas a principios de la década de 1960, en medio de un acelerado
proceso de urbanización en la sierra sur y central.
La crisis económica a partir de mediados de la década de 1970 y la
incapacidad del Estado y sus élites para gestar y gestionar un proyecto de
educación moderno y democrático para un país que depositaba en la
educación sus más grandes esperanzas favorecieron la radicalización dentro
de las universidades, proceso que sería aprovechado por los grupos
subversivos en la siguiente década.

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Dos procesos convergieron en las décadas de 1980 y 1990. Por un lado, el
incremento de universidades, principalmente en provincias. Por otro, el proceso
de privatización de la educación superior, que tuvo su auge en la década de
1990, conjuntamente con el incremento desmesurado de academias
preuniversitarias e institutos superiores. Ese proceso de expansión no estuvo
acompañado de mecanismos que aseguraran la calidad académica ni la
viabilidad financiera, ni la gestión institucional de los nuevos centros
educativos. En otras palabras, no hubo un proyecto de universidad acorde con
las expectativas de la población y las necesidades y posibilidades del país.

Entre 1948 y 1966, la cantidad de alumnos secundarios en el Perú se


multiplicó por 6, la de colegios por 5, 6 y el número de maestros casi se
quintuplicó. Más impresionante es aún constatar la aceleración del
incremento en los últimos ocho años de esta secuencia. En una década
entre 1948 y 1958, la cantidad de alumnos, colegios y maestros
prácticamente se había duplicado, y entre 1958 y 1966 esos rubros
crecieron más de tres veces.

Migración, la otra modernidad

LOS NUEVOS LIMEÑOS


Según el censo de 1940, había entonces 7 millones de peruanos. Casi dos
tercios de la población vivía en el campo (64,6) y apenas poco más de un tercio
en las ciudades (35,4). Desde entonces, cada tres décadas la población se ha
venido duplicando: 14 millones en el censo de 1972; aproximadamente 28
millones en el año 2004.

Una alta tasa de natalidad, la reducción de la tasa de mortalidad, el control de


las epidemias y enfermedades infecciosas, entre otros factores, contribuyeron a
ese crecimiento explosivo. Además, en cuarenta años se invirtió la relación
entre habitantes urbanos y rurales. Así, según el censo de 1981, casi dos
tercios de la población vivía en ciudades (65,2%) y apenas poco más de un
tercio en el campo (34,8%). Por cierto que la definición de población urbana
que hace el censo es bastante flexible. Pero aun así, las distancias culturales
entre ciudad y campo se acortaron. Ya en la década de 1960, José Matos Mar
hablaba de un proceso de “ruralización urbana y urbanización rural”.

De esta manera, el crecimiento explosivo de la población nos convirtió en un


país joven, y la migración masiva a las ciudades nos volvió un país
principalmente urbano. Estos cambios demográficos fundamentales
convirtieron a los jóvenes –especialmente jóvenes migrantes– en grandes
protagonistas de la historia peruana en la segunda mitad del siglo XX. Así, en
1961 los jóvenes constituían ya el 51,8% de la población urbana, para 1981
siete de cada diez habitantes urbanos eran jóvenes.

Se trataba de jóvenes, muchos de ellos migrantes, que se insertaron en los


circuitos económicos urbanos a través del proceso de industrialización por
sustitución de importaciones o del comercio y la pequeña empresa, y en los
circuitos culturales, a través de la expansión de la oferta educativa y de los
medios de comunicación masiva. Al hacerlo, incidieron y transformaron esos

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circuitos, y redefinieron sus identidades en medio de la vorágine migratoria.
Fue un proceso que termino modificando irreversiblemente la realidad
económica y socio-cultural del país.

La profundidad de los cambios fue tal, que a partir de la década de 1980 los
analistas hablan del “nuevo rostro del Perú”. Un Perú no solo urbano y joven,
sino también más costeño, pues la relación entre las regiones se transformó.
Entre 1940 y 1993 la población de la costa creció de 24% a 52,2% con relación
a la población total, mientras la de la sierra cayó del 63% al 35,8% y la de la
selva se mantuvo alrededor del 12%.

El resultado de este proceso fue bautizado por el sociólogo Carlos Franco


como “la otra modernidad”, entendiendo el impulso de los migrantes como
decisivo en la redefinición de la antigua imagen dual de un Perú escindido entre
un campo atrasado y tradicional, y una urbe moderna y pujante. Autores como
Aníbal Quijano hablaron de un proceso de “cholificación”. El término “cholo”
aludía al origen provinciano y mestizo de la nueva población, que a partir de
sus tradiciones rurales y sus experiencias urbanas gestó una forma diferente
de sentirse peruano, de perfilar una comunidad nacional y de construir
identidades socio-culturales. Entre la aceptación y la discriminación, el cholo,
que ingresó de manera desbordante en los rieles de una improvisada
modernización, fue el sector social más disputado por los diferentes proyectos
políticos de la época. La curva de migraciones a Lima creció dramáticamente
entre las décadas de 1940 y 1960. Según el censo de 1961, prácticamente la
mitad de la población limeña (48,6%) estaba compuesta por migrantes.
Todavía en 1933, el 38,8% del total de habitantes de la capital seguía siendo
migrante, aun cuando se comenzaban a consolidar los “nuevos limeños”, hijos
o nietos de quienes llegaron a Lima siendo jóvenes en las décadas previas.

Una de las consecuencias de los cambios sociales durante el siglo XX


fue la acentuación del centralismo capitalino. Lima, donde en 1940 vivía
menos del 10% de la población total del país, se convirtió en 30 años en
una metrópoli que, ya en 1972, albergaba a uno de cada cuatro
peruanos. Hoy cobija a casi el 32% de la población nacional.

La mayoría de los migrantes eran pobres y el fracaso de los sucesivos


proyectos económicos en esas décadas impidió que la pobreza se atenuara.
Así, las ciudades, especialmente Lima, crecieron de manera desordenada y
principalmente por el esfuerzo de sus nuevos habitantes. A partir de 1950, un
cordón de chozas y casas humildes comenzó a rodear la capital. Siendo un
oasis en medio del desierto costeño, la oleada migratoria avanzó sobre las
tierras baldías en los márgenes del valle del Rímac, y luego, de los valles de
Chillón y Lurín.

Se formaron así las denominadas “barriadas”, como forma de urbanización


informal. Personajes como el dirigente barrial Poncho Negro iniciaron
invasiones nocturnas en las faldas de los cerros El Pino y San Cosme, en el
hoy distrito de El Agustino. Luego se sucedieron las ocupaciones de tierras a
orillas del río Rímac –en el hoy distrito de San Martín de Porres–, o en los
arenales de donde hoy se encuentran los actuales distritos de Independencia y

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Comas, más recientemente, en San Juan de Lurigancho. Lugares como la
Pampa de Amancaes, donde años atrás se paseaba el mítico José Antonio con
fino poncho de lino, sombrero de paja y caballo de paso, fueron sembrados de
esteras y después cemento.

La ciudad de Lima se expandió sin una adecuada planificación de los servicios


públicos, por lo que los nuevos limeños iban a solicitar constantemente al
Estado mejoras en servicios de vivienda, educación y salud. La presión del
cinturón de migrantes sobre el centro histórico de la ciudad, a la cual se sumó
posteriormente la crisis económica, significaron el final de la otrora Ciudad de
los Reyes. Los sectores altos y medios abandonaron el centro y se desplazaron
hacia el sur, tratando de trazar nuevas fronteras entre ellos y los migrantes. En
la década de 1980, la crisis económica y la violencia política dieron impulso a la
emigración fuera del país, que había comenzado tímidamente desde la década
de 1970. Se iniciaba la gestación de la diáspora peruana.

Lima se constituyó en el principal foco de atracción de la marea demográfica,


pero no el único. Otras ciudades se expandieron también, o surgieron de la
nada. Al crecimiento de las ciudades antiguas como Trujillo, Arequipa,
Chiclayo, Piura, Ica, Cusco o Huancayo, se sumó el crecimiento vertiginoso de
antiguas aldeas como Chimbote, Sullana, Juliaca, Pucallpa, Tarapoto o Tingo
María.

En la selva, por su parte, la campaña de colonización, que incluía la entrega de


tierras para la ampliación de la frontera agrícola, particularmente en la región
nororiental del país, se vio favorecida por la construcción de la Carretera
Marginal. En la selva central, la instalación de guarniciones de militares y
puestos policiales después de las guerrillas de 1965 y la entrega de créditos y
asistencia técnica para las plantaciones de café, té, la explotación forestal y la
producción agrícola, articularon la economía con el mercado costeño e
internacional. Sin embargo, en la década de 1980 la expansión del narcotráfico,
la ilegalidad y la subversión configuraron zonas de gran conflictividad en
diferentes zonas de la selva, especialmente en el Alto Huallaga. Durante esa
década tuvieron lugar procesos vertiginosos de auge y caída de centros
urbanos surgidos de la noche a la mañana alrededor del auge de la coca y el
narcotráfico: Tocache, Uchiza, Paraíso, Aucayacu, Palmapampa, son solo
algunos nombres asociados a este precario y violento proceso de urbanización
en la Amazonia.

POBLACIÓN TOTAL, URBANA Y RURAL EN EL PERÚ


Periodo 1940 – 2003
Años Total Urbana (%) Rural (%)
1940 7.023.111 35,4 64,6
1961 10.420.357 47,4 52,6
1972 14.121.484 59,5 40,5
1981 17.762.231 65,2 34,8
1993 22.639.443 70,1 29,9
2003 27.148.101 72,3 27,7

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LOS MEDIOS DE COMUNICACIÖN

El desarrollo de la radio y la televisión marcaron las décadas de la “primera gran


transformación”. Radios como Nacional, El Sol o Unión jugaron un papel importante en el
proceso de integración nacional. Posteriormente, la aparición de cadenas noticiosas de
alcance nacional, como Radio Programas del Perú (RPP) en 1963, reforzaron esta función.

El gobierno del general Velasco Alvarado obligó a los medios a difundir música y programas
peruanos. Si bien al finalizar su período, en 1975, muchos medios abandonaron esa
imposición, la demanda por este tipo de música había crecido tanto que emisoras como San
Isidro, Excelsior y Oriente comenzaron a dedicar más del 75% de su transmisión diaria a la
población rural y migrante. También surgieron emisoras provincianas con alcance regional,
como Tawantinsuyu, en el Cusco, Huanta 2000 en Ayacucho o radio Cutivalú en Piura.

En décadas más recientes, la televisión llegó a adquirir un peso todavía mayor. Las
transmisiones se iniciaron en el Perú en enero de 1958, a través de la actualmente llamada
Radio Televisión Peruana (RTP). En diciembre de 1958, se inició la era de la televisión
comercial, cuando dos antiguas radios incursionaron en el nuevo medio: América y
Panamericana, A inicios de la década de 1960 existían en el Perú 33.200 aparatos de TV, que
se incrementaron a cerca de 200 mil a fines de 1963, solo en Lima. A principios de la década
de 1980, el 70% de las viviendas en el país tenía un aparato de radio, y el 30% un televisor. A
mediados de la década de 1980 se calculaban en 8 millones los televidentes que veían TV a
diario en los 2 millones de aparatos existentes.

También la prensa escrita sufrió grandes transformaciones. La década de 1950 estuvo signada
por la aparición del semanario Caretas y la modernización del diario La Prensa. Vinculada de
este diario surgió en la misma década Última Hora, precursora de la prensa popular, que
introdujo la replana en sus titulares y crónicas rojas. En la década de 1960 aparecieron nuevos
diarios en formato tabloide, como Expreso (1961), Correo (1963) y Ojo (1968). En la década de
1970, el gobierno militar expropió los diarios y la televisión e impuso la censura, que quebró la
dinámica renovadora que se reinició, sin embargo, en la siguiente década, con la aparición de
nuevos tabloides como La República (1981) y El Observador (1981) y la renovación de El
Comercio –decano de la prensa nacional–, fundado en 1839. También la prensa popular
retomó su dinámica de crecimiento con la aparición de El Popular y otros diarios especializados
en deportes o espectáculos.

Urbanización y cambios sociales

EL SIGNO DE LA “CHOLEDAD”
El desequilibrio expresado entre un crecimiento urbano caótico y un Estado que
no fue capaz de proveer servicios básicos a la nueva población, llevó a los
migrantes a confiar en sus propias fuerzas; más precisamente, en el capital
social que traían consigo. Sus redes de parentesco y paisanaje les sirvieron
para establecer cabeceras de playa en las ciudades. La tradicional
reciprocidad, basada en la confianza de las relaciones cara a cara entre
parientes y paisanos, fue recreada para construir los nuevos barrios urbanos y,
junto a una ética del trabajo originada en las antiguas comunidades andinas,
sirvió para que muchos migrantes lograran hacerse un lugar en el mercado.

Porque los migrantes, especialmente aquellos provenientes de la sierra, no


llegaban a las ciudades como individuos solitarios, sino aprovechando lazos de
parentesco y paisanaje que favorecieron la proliferación de asociaciones de

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regionales. En 1957 se calculaba que existían 200 “clubes provincianos”. Para
1970, su número se elevaba a 1.050. En 1977 eran 4 mil, y en 1980, 6 mil. De
todos ellos, los de origen urbano eran unos 120, conformados por migrantes de
las capitales de provincias, y diecisiete eran de naturaleza departamental, que
representaban a migrantes del mismo número de capitales departamentales.

FRAGMENTO DE UNA SEMBLANZA DE SEBASTIÁN SALAZAR BONDY


SOBRE LA CIUDAD DE LIMA EN LA DÉCADA DE 1950
“Un recorrido por la capital nos proporciona, además, el testimonio patente
de la situación de todo el Perú. Desde los barrios y urbanizaciones
clandestinas –en cuyos recovecos y callejuelas es posible encontrar el
remedo de la aldea andina, que el habitante naturalmente, al construir su
improvisada vivienda, ha evocado– hasta el centro, y de aquí a las zonas
residenciales –la Lima quizá propiamente dicha, por lo florida, por lo pacífica,
por lo conventual que se nos aparece– el itinerario nos muestra la gama
peruana: allá, en los cerros, el hombre del Ande, la provincia campesina, que
ha emigrado en busca de un premio que no halló; luego, en los barrios que
ayer fueron el núcleo de la villa y que hoy, venidos a menos, subsisten como
refugio de los menesterosos, las razas costeñas –mestizos, mulatos y
negros–; más acá, en las urbanizaciones modestas de la clase media, el
compacto conjunto de la empleocracia aspirante, en la que no hay distingos
de procedencia y en la cual se juntan, sin discriminaciones, las familias sean
chiclayanas, cusqueñas o loretanas. El centro no es tampoco el predio de los
limeños: es el meollo de esta móvil y efervescente cita nacional. Tal vez sean
los sectores residenciales los que constituyen la parte genuina de la ciudad,
el bastión representativo del centralismo que devora los productos del
esfuerzo de los ciudadanos del Norte, el Centro, el Sur y el Oriente patrios”.
 Tomado de La ciudad que semeja al país.

Estas estrategias para la migración y la inserción en las ciudades sirvieron


también para la incorporación al mercado mediante actividades económicas
que iban desde el comercio ambulatorio hasta la confección de calzado, ropa, o
la mecánica automotriz. El proceso de urbanización coincidió así con la
conformación de una importante burguesía comercial, mestiza e indígena, que
formo “economías étnicas” en emporios como el jirón Gamarra o el mercado de
Caquetá. Para entonces, la sociedad rural de mistis e indios que describieran
las novelas de José María Arguedas se encontraba en una crisis final, mientras
la élite nacional no advertía la magnitud de las transformaciones que remecían
al país.

Las dinámicas modernizadoras que impulsaron la escolarización, la


industrialización, las migraciones y la expansión de las redes de comunicación,
impulsaron asimismo nuevos procesos de subjetivación, la creación de nuevos
sentidos comunes que, a partir de 1940, debilitaron las jerarquías impuestas
por la Colonia, ejemplificadas en la “Arcadia Colonial” que Sebastián Salazar
Bondy critico en su ensayo Lima la horrible. Allí, el “centro” aparecía como el
espacio de integración excluyente de las “periferias”. Para mediados del siglo
XX, dicho modelo de jerarquización colapsó, conjuntamente con el Estado
oligárquico, ante las emergencias de nuevos actores sociales.

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Las élites procedieron entonces a levantar una muralla imaginaria que
separaba a “los de adentro” de “los de afuera”, a “criollos” de “andinos”. En
realidad, esa muralla no tenía correspondencia con la realidad, pues desde
inicios del siglo XX la cultura peruana, particularmente en Lima, era un mosaico
de diversas manifestaciones difíciles de concebir en términos homogéneos.
Esa diversidad se incrementó entre las décadas de 1950 y 1980.

Nuevas maneras de ser y de sentirse peruano, y de sentir el Perú, se


expresaron a lo largo de todo ese periodo desde las canteras de la literatura y
de la música, la artesanía y la religión, la culinaria. Esas nuevas sensibilidades
establecieron una compleja interacción con los medios de comunicación, que
por esa misma época sufrieron una transformación revolucionaria a partir del
advenimiento de la radio a transistores y la televisión. Los medios adquirieron
un peso creciente en la redefinición de los gustos y sentidos estéticos de una
población que transformaba su imagen del Perú, reemplazando la visión de un
país que avanzaba ordenado, integrando pero manteniendo las jerarquías y las
debidas distancias, por una visión que no desdeñaba la tradición en nombre de
la modernidad, que la utilizaba más bien para fusionarla con elementos
modernos construyendo una cultura y afirmando una identidad bajo el signo de
la “choledad”.

LAS ARTESANÍAS

Hasta antes de la “primera gran transformación”, en los pueblos medianos y pequeños del Perú
se producían artesanías diversas con fines utilitarios (ceramios tejidos), festivos (máscaras) o
rituales (cajones de San Marcos). En la décadas de 1920 y 1930 las artesanías fueron
revaloradas gracias al indigenismo. Pero hacia la segunda mitad del siglo XX los procesos de
migración y urbanización, así como la expansión del mercado y la producción industrial,
produjeron profundas transformaciones. Algunas artesanías, como la talabartería o la
hojalatería, fueron arrinconadas por la producción industrial, por ejemplo, de zapatos de
plástico a bajo costo. Pero, por lo general, las artesanías lograron adaptarse a nuevas
funciones y a otro tipo de mercado: turistas, coleccionistas y familias urbanas que comenzaron
a valorar la producción artesanal como objeto de decoración.

De esta forma, se reprodujo en el Perú la polémica sobre las fronteras entre la alta cultura y la
cultura popular o “cultura de masas”. La tensión no se dio entre arte de vanguardia y diseño
industrial en serie, como en otros países donde corrientes artísticas como el pop art se
rebelaron contra el arte de vanguardia, sino entre arte y artesanía, entre la producción artística
de los estratos más urbanos y occidentalizados del país y la producción artesanal mestiza,
vinculada principalmente a la cultura andina. “Los artesanos repiten el mismo diseño, los
artistas crean”, era el argumento de quienes querían mantener las fronteras.

Sin embargo, las artesanías cambiantes de esos días aludían a una realidad más compleja. El
Premio Nacional de Cultura otorgado en 1975 por el Instituto Nacional de Cultura al retablista
ayacuchano Joaquín López Antay –pionero de la transformación del antiguo “cajón de San
Marcos en el actual retablo– dio carta de ciudadanía artística a las artesanías y redefinió –si no
abolió– las fronteras entre arte culto y popular.

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Nuevas formas de culto

CAMBIOS EN LA RELIGIOSIDAD
La “primera gran transformación” afectó también de manera profunda las
formas en que los peruanos vivieron y expresaron su experiencia religiosa. En
la religión institucional, los cambios más importantes fueron el crecimiento de
las iglesias evangélicas y las grandes transformaciones producidas por el
Concilio Vaticano II (1962-1965) en la Iglesia peruana y latinoamericana. Al
influjo de la Iglesia postconciliar, el Perú produjo por primera vez una reflexión
teológica de repercusiones mundiales a través de la obra del sacerdote
Gustavo Gutiérrez, autor de la Teología de la Liberación. La “opción
preferencial por los pobres” que Gutiérrez encontraba en los evangelios
sintonizaba con una época signada por las grandes transformaciones y
movilizaciones de las mayorías pobres del país y encontró eco en la formación
de las denominadas “comunidades cristianas de base”, muchas de las cuales
fueron muros de contención contra la violencia terrorista en la década de 1980.
También fueron con frecuencia las comunidades evangélicas que en esos años
crecieron sobre todo en las zonas rurales y urbanas más pobres y afectadas
por la violencia.

Surgieron, asimismo, nuevos cultos, sobre todo en aquellos sectores donde la


precariedad de las condiciones de vida y el desarraigo llevaron a muchos a la
marginalidad. La veneración de figuras como Sarita Colonia representó en este
contexto la necesidad de contar con alguien entronizado en el orden de lo
sagrado, pero al mismo tiempo, cercano. Por esa cercanía, en figuras como
Sarita se puede encontrar consuelo, depositar esperanzas, pero también
reclamar, a través de su culto, reconocimiento desde la condición de ciudadano
marginal.

Sarita Colonia, joven migrante de Huaraz fallecida a los 26 años en 1940 en


Los Barracones del Callao, llegó a expresar un sentir popular: Sarita es
nuestra, porque es pobre y miserable como nosotros. Su culto, iniciado hacia
las décadas de 1940 y de 1950 por los marginados –ladrones, prostitutas,
homosexuales y vecinos de Los Barracones–, comenzó a expandirse en las
siguientes décadas entre los choferes, empleadas domésticas y desocupados,
al punto de que la primera hermandad, fundada en 1967, llegó a tener 2700
devotos inscritos en 1970. A inicios de la década de 1980, el libro de devotos
registró la visita de 50 mil fieles al cementerio Baquíjano del Callao, donde
reposan sus restos.

Otra novedad en el campo de la religiosidad fue la fundación de la Asociación


Evangélica de la Misión Israelita del Nuevo Pacto Universal, liderada por
Ezequiel Ataucusi y reconocida en 1969 como asociación legal. La asociación
de los “Israelitas del Nuevo Pacto”, como también se le llamaba, se constituyó
en un espacio de solidaridad y en un referente de identidad entre los más
pobres y desamparados del país, especialmente migrantes indígenas a la costa
y la selva, donde formaron comunidades utópicas en zonas de fronteras. Esta
suerte de fundamentalismo pacífico retomaba el Antiguo Testamento, y
consideraba que el paraíso se encontraba en la selva peruana y que su líder

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era el nuevo Mesías. Fallecido Ezequiel Ataucusi en el año 2000, y al no
resucitar al tercer día como creían sus seguidores, el culto entró en reflujo.

El otro fenómeno que marca estas décadas es la transformación –y expansión


a las ciudades– de las fiestas patronales, peregrinaciones y “fiestas
costumbristas” de pueblos y comunidades. Los clubes provincianos y
asociaciones regionales establecen canales de comunicación con sus
comunidades y pueblos de origen, a través de los cuales fluyen personas, pero
también remesas, influencias políticas y manifestaciones culturales que, en
este ida y vuelta, fueron transformándose y transformando la cultura de los
residentes en las ciudades y de los que permanecieron en sus lugares de
origen.

Así, mientras la devoción al Señor de los Milagros se difundía por diferentes


partes del país, la devoción por multitud de santos e imágenes sagradas se
expandía hacia Lima y los principales centros urbanos, donde comenzaban a
celebrarse sus fiestas y a salir en procesión imágenes antes desconocidas. Por
otro lado, celebraciones como aquellas en honor a la Virgen de la Candelaria
en Puno, o la Semana Santa de Ayacucho o Tarma, comenzaban a recibir
visitantes provenientes de diferentes partes del país. En un plano más profano,
pero ubicado igualmente en ese tiempo especial que es el de la fiesta, lo
mismo sucedía con los carnavales de Puno, Cajamarca o Ayacucho, el
Santiago de la sierra central, o más recientemente, la fiesta de San Juan, en la
Amazonia.

CONCIERTOS PARA TODAS LAS SANGRES

En la música, las décadas de 1950 a 1980 fueron el tiempo de los grandes intérpretes y
compositores. Los clubes provincianos, los coliseos y una incipiente industria discográfica
propiciaron la irrupción de la música andina –denominada folclórica– en las ciudades.
Surgieron artistas de gran popularidad, como Flor Pucarina y Picaflor de los Andes, así como
grandes intérpretes y compositores andinos, como el guitarrista Raúl García Zárate, los arpistas
Florencio Coronado y Soncco Sua, los violinistas Zenobio Daga y Máximo Damián y el
charanguista Jaime Guardia, entre otros.

También fue una época de auge y transformación de la música criolla. Entre los grandes
compositores destacan Chabuca Granda, Alicia Maguiña, Manuel Acosta Ojeda, Luis Abelardo
Núñez, el poeta Juan Gonzalo Rose, Augusto Polo Campos y Jorge Pérez “El Carreta”. Entre
los intérpretes, Jesús Vásquez, Los Embajadores Criollos, Los Morochucos, Óscar Avilés y
Lucha Reyes.

Los inicios de la renovación y difusión nacional de la música afroperuana, que alcanzó también
altas cotas de calidad con la popularización del cajón peruano, se encuentran ligados a los
hermanos Santa Cruz (Nicomedes y la bailarina Victoria). Artistas como Arturo Cavero, Lucila
Campos, Eva Ayllón, y más recientemente, Susana Baca, destacan en esta vertiente.

En este mismo periodo surgió la denominada “chicha”, cumbia peruana o “música tropical
andina”, en la que el huaino se fusiona con la cumbia, la toada o la música tex-mex. Surgió en
la década de 1960 con la aparición de conjuntos como Los Ecos, Los Mirlos y Juaneco y su
Combo, entre otros. En la década de 1980, un grupo originario de la sierra central, Los Shapis,
se convirtió no solo en el más popular sino en el precursor de la internacionalización del
género.

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Por último, se incorporan la música tropical y el rock. En el primero los peruanos fueron más
consumidores que creadores, salvo el caso del bolero, género en el que surgieron exponentes
locales como Lucho Barrios, Pedro Otiniano, Iván Cruz, Fetiche y Anamelba. Sin embargo, fue
la salsa la que desplazó a la música criolla a partir de la década de 1970 como la nueva marca
de identidad de los viejos barrios criollos populares y medios de Lima y del Callao. El rock
estuvo en un principio confinado a adolescentes de clase media urbana. En ese contexto surgió
el fenómeno denominado “la nueva ola”, cuyo exponente más importante fue el conjunto Los
Doltons. Por esos mismos años apareció fugazmente el precursor en el Perú de las vertientes
más contestarias del rock, el grupo Los Saicos. Pero recién en la década de 1980 se consolidó
un movimiento rockero nacional y, dentro de él, una vertiente más contestataria, llamada en su
momento “la movida subte”.

Revalorando identidades regionales

LA INVENCIÓN DE LA TRADICIÓN
“La tradición es viva y móvil, la matan los que la quieren fija”, escribió José
Carlos Mariátegui. En efecto, en medio de los procesos de modernización y
urbanización, muchas tradiciones decidieron no irse sino transformarse para
quedarse, y los peruanos de los nuevos tiempos rescataron algunas que
estaban por extinguirse, las recrearon, inventaron otras, les construyeron
genealogías y reinterpretaron su pasado para poder vivir un presente
vertiginoso y construir un futuro sin perder sus raíces.

La transformación de las fiestas patronales o de las artesanías –reseñada


paginas atrás– es prueba de esta afirmación. Mencionemos, además, dos
ejemplos. Uno tiene que ver con la revaloración de las identidades regionales,
que tuvo lugar en diferentes partes del país. Así, en 1944 las autoridades
cusqueñas decidieron revivir la celebración de la gran fiesta inca imperial, el Inti
Raymi. Entre sus consideraciones, todos ellos legítimos, figuraba también el
fomento del turismo, tema que retomaremos en el siguiente capítulo. La fiesta
comenzó a celebrarse después de siglos, con gran éxito. En 1978 se decidió
que la bandera del arco iris era la bandera del Tahuantinsuyo, y desde
entonces flamea en el Cusco, y es, además, insignia de los movimientos
indígenas en los países andinos.

Si en algún ámbito de la cultura puede verse masivamente esta tendencia a la


revaloración, recreación, fusión o pura invención, es en la culinaria. Como se
dijo al inicio de este capítulo, las primeras décadas de la “primera gran
transformación” vieron surgir un conjunto de potajes y bebidas que por esos
años se convertirían en símbolos de nuestra identidad, del “sabor nacional” o
regional: el cebiche, el pisco sour, el pollo a la brasa, la Inca Kola, los helados
D´Onofrio y las cervezas Pilsen, Cristal, Cusqueña, Arequipeña, San Juan. El
pollo a la brasa, invento de un suizo peruano a mitad del siglo XX, fue un
temprano fast food nativo que ganó el gusto popular antes de la llegada de las
cadenas transnacionales de pizzas, hamburguesas o pollo apanado que tal vez
por eso no han podido desplazarlo. La preferencia por la Inca Kola hizo que,
hasta fines del siglo XX, el Perú formara parte del puñado de países donde las
sodas más vendidas no eran la Pepsi o la Coca Cola, la cual finalmente optó
por comprar la compañía fundada en la primera mitad del siglo recién
transcurrido por José R. Lindley.

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En general, la movilidad geográfica producida por las grandes migraciones hizo
que, así como ocurrió con la música, también las comidas regionales salieran
de sus lugares de origen para ser conocidas en todo el país, mientras, en
tiempo de viajes y viajeros, se consolidaba una suerte de comida de carreteras
y malas noches: el caldo de gallina, el caldo de cabeza. En Lima, donde la
culinaria había recibido ya fuertes aportes españoles e italianos, se sumó el
aporte oriental, especialmente nikkei, que influyó, por ejemplo, en dar al
cebiche los contornos y sabores con los que ahora se conoce, o en la creación
del “tiradito”. En tiempos recientes, e incluyendo la denominada cocina
“novoandina”, Lima se convierte en uno de los centros más importantes de la
gastronomía latinoamericana.

Sin embargo, la “primera gran transformación” no logró cerrar la brecha entre


ricos y pobres, ni entre Lima y provincias. La pobreza, dígase claramente, pone
un límite y significa un peligro para la diversidad y la creatividad cultural. En la
extrema pobreza solo se puede hacer de la necesidad virtud, y concentrar la
creatividad en la supervivencia. Surgieron así, en los barrios pobres de las
ciudades en expansión, modestas innovaciones culinarias: las “salchipapas”,
las “tripitas”, los emolientes, y todo tipo de “combinados”, que se popularizan
sobre todo en la década de 1980 en medio de la crisis generalizada del país.
Este periodo terminó así, con luces y sombras. Por un lado, se revelaron las
grandes energías y la enorme creatividad desencadenadas por los procesos de
modernización y democratización social. Por otro, la incapacidad para construir,
a partir de ellas, un proyecto nacional que permitiera un esfuerzo de largo plazo
para superar nuestros problemas ancestrales.

ACTIVIDADES SUGERIDAS

1. El título del presente artículo: “La primera gran transformación”, alude al proceso
de modernización que vivió el país entre las décadas de 1950 y 1980. Respecto de
esta modernización, elabore un listado de 10 cambios culturales relativos a esta
época.
2. ¿A qué se refiere el autor con la expresión “el mito de la escuela”? ¿Cómo se
expresó concretamente este mito en el caso del Perú?
3. ¿Qué relación encuentra entre el fenómeno de la explosión demográfica
experimentada por el país en estos años y el surgimiento de “los nuevos limeños” y
sus características?
4. De acuerdo con la lectura, durante este periodo se desarrollaron “nuevas maneras
de ser y sentirse peruano”. Al respecto, señale y explique brevemente 3 maneras.
5. Luego de ver los documentales cuyos enlaces se colocan a continuación,
responda a la siguiente pregunta: ¿Qué es una “barriada” y cómo surgieron en
Lima?
http://www.youtube.com/watch?v=5GKbWGjdFOU
http://www.youtube.com/watch?v=aCi1nupjKJo

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