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Olympe de Gouges
Prólogo de
Lina M eruane
«QUIEN PREGUNTA ES UNA m u j e r », aclara con osadía Olympe de
G ouges a los ciu d ad an o s franceses. E n 1791 se atreve a reescribir la
D eclaración de los D erech o s del H o m b re y el C iudadano Francés
en clave ad elan tad am e n te fem inista. D e allí en m ás, en medio de la
convulsionada escena p arisina de la Revolución, sus escritos públicos,
cartas, tratad o s, proyectos de c o n tra to s de m atrim o n io y divorcio
proponían la igu ald ad de las m ujeres en la vida p olíticay literaria. Esta
sección reúne los escritos m ás decisivos de su interpelación feminista.
Q u ie n p r e g u n t a
ES U N A M U JE R
Los derechos de la mujer
A la R e in a
PREÁMBULO
Las m adres, las hijas, las h erm an as, rep resen tan tes de la nación, ¡
solicitan co nstituirse en A sam blea N a c io n a l.1 Considerando que
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L
la ignorancia, el olvido o el desprecio de los derechos de la mujer
son las únicas causas de las desgracias públicas y la corrupción de
los gobiernos, h an resuelto exponer en una declaración solemne los
derechos naturales, inalienables y sagrados de la mujer. Para que
esta declaración esté siempre presente ante los miembros del cuerpo
social, recordándoles sin cesar sus derechos y deberes, perm itiendo
que los actos de poder de las mujeres, y los de los hombres, puedan ser
comparados en todo momento con el objetivo de cualquier institución
política; para que sean más respetados; para que las reclamaciones
de las ciudadanas, fundadas a partir de ahora en principios simples e
indiscutibles, velen siempre por el mantenimiento de la Constitución,
las buenas costum bres y la felicidad de todos.
En consecuencia, el sexo superior en belleza como valentía, en
los sufrim ientos m aternos, reconoce y declara, en presencia y bajo
los auspicios del Ser Supremo, los siguientes derechos de la m ujer y
la ciudadana.3
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derechos son la lib e rta d , la p ro p ied ad , la se g u rid ad y, sobre todo, la
resistencia a la o presión.
ni
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empleos públicos, según sus capacidades y sin otras distinciones que
las de sus v irtudes y talentos.
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determinan la cuota, la base impositiva, la recaudación y la duración
del impuesto.
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POSFACIO
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h Revolución? U n desprecio m ás evidente, u n desdeño más visible
En los siglos de corrupción, solo re in a ro n sobre la debilidad de l0j
hombres. Su im perio está d estru id o , ¿qué les queda? La convicción
de las injusticias del h o m b re. L a rec la m a c ió n de su patrimonio,
fundada en los sabios decretos de la natu raleza; ¿qué pueden temer
de tan bello proyecto? ¿Una frase im p e rtin e n te del legislador de las
bodas de Cana? ¿Tienen m iedo de que nuestros legisladores franceses,
correctores de esta m oral, p o r largo tiem p o aferrada a las ramas de la
política, pero que ya está fuera de tem porada, les repitan: «Mujeres, qué
tenemos en común ustedes y nosotros»? T odo, tendrían que contestar
ustedes. Si se obstinasen, en su debilidad, a p o n e r esta inconsecuen
cia en contradicción con sus principios, o p o n g a n valientemente la
fuerza de la razón a las vanas pretensiones de superioridad; únanse
bajo los estandartes de la filosofía; desplieguen to d a la energía de su
carácter, y verán p ro n to a esos arrogantes, n o convertidos en serviles
adoradores hum illados a sus pies, sino que orgullosos de compartir
con ustedes los tesoros del Ser S uprem o. N o im p o rta qué barreras
les antepongan, ustedes tien en el p o d e r de sobrepasarlas; solo tienen
que desearlo. Pasemos ah o ra al a te rra d o r re tra to de lo que ustedes
han sido en la sociedad; y ya que en este m o m e n to se debate sobre
una educación nacional, veam os si n u e stro s juiciosos legisladores
pensarán cuerdam ente sobre la ed u cac ió n de las mujeres.
Las mujeres h a n h ech o m ás d a ñ o q u e bien. L a limitación y
e , Imul° h a n sido su esfera. L o q u e la fu erz a les había quitad0.
* ° S devolvió la astu cia; h a n r e c u r rid o a to d o s los recursos i f
cantos, sin que p u d iera resistirse n i el m ás irreprochablichable- E1
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puertas de ia caridad le son cerradas; es p o b re y vieja, dicen, ;por
n0 supo hacer fortuna? ^
Podemos considerar o tros ejem plos au n m ás conm oved
Una persona joven sin experiencia, seducida p o r un hom bre?*
ama, abandonará a sus p ad res p a ra seguirlo; el ingrato la
después de unos años, y m ientras m ás haya envejecido la mujer) ^
la inconsistencia del hom bre será in h u m a n a ; si ella tuvo hijos’ él h
abandonará de todas form as. Si es rico, se creerá exento de compartir
su fortuna con sus nobles víctim as. Si está atado p o r algún compro
miso, violará este deber co nfiando en el apoyo de las leyes. Si está
casado, cualquier otro com prom iso q u ed a sin derechos. ¿Qué leyes
faltan entonces para ex tirp ar el vicio de raíz? L a ley del reparto de
las fortunas entre los hom bres y las m ujeres, y de la administración
pública. Se concibe fácilm ente que la m ujer nacida en una familia
rica gane con la igualdad de repartos. E n cam bio, ¿qué gana la que
nació en una fam ilia pobre, con m éritos y virtudes? La pobreza y el
oprobio. Si no sobresale p recisam ente en la m úsica o la pintura, no
puede ser adm itida en n in g u n a fu n ció n pública, aunque cuente con
todas las capacidades necesarias.
Solo entrego u n a visión general de las cosas; las describiré con
mayor profundidad en la nueva edición del co n ju n to de mis escritos
políticos, que planeo entregar al p ú b lico en algunos días, con notas.
Retom o m i tex to en relació n a las co stu m b res morales. El
matrimonio es la tu m b a de la c o n fian za y el am or. La mujer casad
puede im punem ente darle hijos b astard o s a su m arido, y Ia ^ort^ ^
que no les pertenece. L a que n o está casada apenas tiene derec ^
as leyes antiguas e in h u m an as le re c h azab an este derecho so
om re y el bien de su p ad re p a ra sus hijos, y n o se h a n hecho11
y s so re esta m ateria. Si in te n ta r d arle a m i sexo u n a consis
com°ra e y JUSta k ° y se p ercibe co m o u n a paradoja de &l P ^
0 S1 intentase algo im posible, le dejo a los hom bres fut
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gloria de abordar esta materia; pero, en la espera, puede ser preparada
gracias a la educación nacional, la restauración de las costumbres y
los convenios conyugales.
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• „ nnbre a au m en tar su fam ilia. C u a n d o exista una l
mujer-
* UZTh‘J0S mu>'legítimos de Agar, sirvienta de su
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Propongo un medio invencible para elevar el alma de las mujeres;
se trata de unirlas a todos los ejercicios del hombre: si el hom bre se
obstina en afirm ar que este m edio es impracticable, que com parta
su fortuna con la mujer, no según su capricho, sino según la sensatez
de las leyes. Se acaba el prejuicio, las costumbres morales se depuran
y la naturaleza recupera todos sus derechos. Q ue a esto se añada
el m atrim onio de los sacerdotes. Gracias a esto, jamás correrán el
riesgo de desaparecer n i el Rey7 — así reforzado en su tro n o — ni el
gobierno francés.
E ra m uy necesario que dijese algunas p alabras sobre los
disturbios que causa en nuestras islas, dicen, el decreto en favor
de los hom bres de color. Allá, la naturaleza se espanta; la razón y
la h um anidad aún no llegan a las almas endurecidas; la división y
la discordia agitan a ios habitantes. N o es difícil adivinar quiénes
son los instigadores de esta agitación incendiaria: los hay incluso
en la Asam blea Nacional; encienden en Europa un fuego que debe
incendiar Am érica. Los colonos pretenden reinar despóticam ente
sobre hom bres de los que son padres y hermanos; y, desconociendo
los derechos de la naturaleza, persiguen la fuente hasta en el m enor
tono de su sangre. Estos colonos inhum anos dicen: «Nuestra sangre
circula en sus venas, pero la derramaremos donde haga falta para
saciar nuestra codicia y nuestra ciega ambición». Es en estos parajes
más cercanos a la naturaleza que el padre desconoce al hijo; sordo
ante los gritos de la sangre, acalla todos los encantos; ¿qué se puede
esperar de la resistencia que afronta? Som eterla con violencia es
volverla terrible, es seguir manteniéndola encadenada, es dirigir todas
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las calamidades hacia América. U na m ano divina parece difundir
por doquier el don del hombre, la libertad; solo la ley tiene derecho
a reprim ir esta libertad, si degenera en licencias; pero debe ser igual
para todos, y es sobre todo ella quien debe contener a la Asamblea
Nacional en su decreto, dictado por la prudencia y la justicia. ¡Pueda
actuar de la m ism a form a p or el bien de Francia, y ser igual de
atenta con los nuevos abusos como lo ha sido con los antiguos, que
resultan cada día más terribles! M i opinión nuevamente es que hace
falta reconciliar el Poder Ejecutivo con el Poder Legislativo, porque
pienso que uno es todo, y que el otro no es nada; de allí quizá nacerá,
desgraciadamente, la pérdida del Imperio francés. Estos dos poderes
me parecen equivalentes a la relación del hombre y la mujer:8deben
estar unidos, pero con igualdad de fuerza y virtud, para convivir
juntos correctamente.
* * *
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se suelen ver esas famosas guinguettes9 que atraen a los paseantes
con su bajo costo. Sin duda una m ala estrella me perseguía desde la
mañana. Llego a la barrera, donde no encuentro ni siquiera el triste
coche aristócrata. D escanso sobre los peldaños de esta insolente
edificación donde están agentes. Suenan las nueve, y continúo p o r
mi camino. A parece u n vehículo, subo, y llego a las nueve y cuarto,
según dos relojes diferentes, al Puente Real. A garro el coche y vuelo
donde m i impresor, en la rue C hristine, porque solo puedo ir allí
de m añana. Tras corregir las pruebas, siempre me queda algo que
hacer, si las páginas no están bien apretadas y llenas. M e quedo
más o menos veinte m inutos; y cansada de cam inar, com poner e
im prim ir, me propongo ir a tom ar un baño en el barrio del Temple,
donde comeré. Llego a las once menos cuarto, según indicaba el
péndulo del baño; le debía pues al cochero una hora y m edia; pero,
para no tener problem as con él, le ofrezco 48 sois: pide más, com o
de costum bre, y hace ruido. Insisto ahora en no darle más de lo que
le debía, porque la persona equitativa prefiere ser generosa antes que
engañada. Lo am enazo con la ley, me dice que no le im porta, y que
le pagaré dos horas.
Llegamos donde un comisario de paz, que tendré la generosidad
de no nombrar, aunque el acto que se perm itió contra m í merece una
denuncia formal. Ignoraba seguram ente que la mujer que reclamaba
su justicia era la autora de tan ta beneficencia y equidad. Sin tom ar
en cuenta mis razones, me condena despiadadam ente a que le pague
al cochero lo que pedía. C om o conozco mejor la ley que él, le dije:
«Señor, me niego, y le ruego que tenga presente de que no está res-
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petando el principio de su cargo». Entonces este hombre, o mejor
dicho este enajenado, se enfurece, me amenaza con la cárcel si no
pago al instante, o que tendría que pasar el día en su oficina. Le pifio
que me conduzca al tribunal de departam ento o a la alcaldía para
quejarme de su autoridad. El solemne magistrado, que llevaba un
redingote polvoriento y repugnante como su conversación, me dice
brom eando: «¿Este asunto de seguro va a term inar en la Asamblea
Nacional?». Así podría ser, le digo; y me fui medio furiosa y medio
riendo del juicio de este m oderno Bride-Oison, diciendo: «¡Así que
este es el tipo de hom bres que ha de juzgar a un pueblo ilustrado!».
Siempre es así.
Aventuras similares le ocurren por igual a los buenos patriotas
com o a los malos. H ay una m isma queja sobre los desórdenes de las
secciones y los tribunales. N o se hace justicia; la ley es ignorada y la
policía actúa D ios sabe cómo. Ya no se pueden encontrar cocheros a
quienes confiar sus pertenencias; cam bian los núm eros como se les
ocurra, y muchas personas, como yo, han tenido pérdidas considerables
en los vehículos. Bajo el antiguo régimen, por m ucho que robasen,
uno encontraba lo perdido con una llam ada nom inal a los cocheros,
e inspeccionado los núm eros; en fin, uno estaba seguro. ¿Qué hacen
estos jueces de paz? ¿Qué hacen esos comisarios, esos inspectores del
nuevo régimen? Solo tonterías y monopolios. La Asamblea Nacional
debe poner g ran atención a este aspecto del orden social.
P ost scriptum
Esta obra estaba com puesta desde hace algunos días; se retraso en la
impresión; y al m om ento en que Talleyrand, cuyo nom bre será alabado
por la posteridad, acababa de entregar su obra sobre los principios de
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la educación nacional, esta producción ya estaba en prensa. ¡Me alegra
haber conocido las ideas de este orador! Y me vi llevada a detener las
prensas, y dejar estallar la alegría que sintió mi corazón cuando supe
que el Rey acababa de aceptar la Constitución, y que la Asamblea
Nacional (que adoro actualm ente, sin excluir al abate Maury; y La
Fayette es un dios), había proclamado unánim em ente una am nistía
general. ¡Providencia divina, haz que esta alegría pública no sea una
falsa ilusión! Devuélvenos, físicamente, a todos nuestros fugitivos,
y que junto a u n pueblo afectuoso yo pueda volar a recibirlos; y que
en este día solemne todos rindamos homenaje a tu poder.
Si