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Santiago de Chile. Do 15/12/2019 23:57

Columnistas

Domingo 15 de diciembre de 2019

Defensa de los escaños protegidos


"Una democracia liberal interesada en la autonomía de cada persona debe
espantar el prejuicio que es producto del género y compensar las desventajas
históricas que afectan a un cierto grupo. La conclusión es una: el debate
constitucional debe asegurar la presencia de mujeres y de pueblos originarios".

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Uno de los problemas que el proceso constituyente habrá de resolver


es el de la representación.

Como no todos los ciudadanos podrán redactar las reglas, algunos


deberán hacerlo en el lugar de todos; pero, ¿cómo seleccionar a esos
pocos que representarán a los muchos?

La respuesta depende de la forma en que se conciba a la ciudadanía.

Un primer punto de vista afirma que si bien las personas son muy
distintas unas de otras —cada una con su historia, su género, sus
fuentes de identidad— todas ellas se igualan por su pertenencia a la
Carlos Peña comunidad política. En ese momento se desprenden de sus
diferencias, se igualan en la abstracción de la ley y se convierten en
ciudadanos. El de ciudadano sería un estatus que borra las
diferencias.

Bajo esa concepción cualquiera puede representar a cualquiera. Cada uno cuenta como uno y
cualquiera vale como cualquier otro. Poco importa si los representantes resultan ser todos del mismo
género o poseer la misma identidad étnica. La ciudadanía consistiría, justamente, en borrar por un
momento esas diferencias.

Al lado de esa concepción abstracta, hay otra.

Según esta, a la hora de la ciudadanía no debe olvidarse que hay factores mudos de la vida social
que clasifican a las personas —ex ante su desempeño— situando a algunas en posiciones de
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subordinación y otras, en lugares de dominación. Esos factores están alojados en la cultura y se


incorporan a la vida cotidiana y a las estructuras hasta hacerse naturales, como la respiración. Y
cuando la ciudadanía se define olvidando esos factores, lo que hace es contribuir a reproducirlos.

¿Cuáles serían esos factores que una concepción abstracta de la ciudadanía olvida y, al olvidarlos,
reproduce?

El más obvio es el género.

El género produce una distribución de roles o papeles sociales sobre la base de adscribir a los seres
humanos la previa calidad de hombre o de mujer. La esfera pública, la del poder y la competitividad,
se asigna al hombre; la esfera privada, de la afectividad y la familia, se asigna a la mujer. Y como esa
distribución es silenciosa, puesto que opera en el lenguaje, en las prácticas sociales, en la familia,
crea las condiciones para su propia realización; produce, por decirlo así, su verdad: las mujeres
acaban participando menos del poder y así “los hechos” fortalecen el prejuicio. Y el círculo vicioso
continúa girando.

El otro es, desde luego, la etnia originaria.

En este caso se trata de grupos que por generaciones han sido desaventajados y cuya cultura y
memoria no han encontrado un lugar en el espacio público, ahogadas por la idea de nación. Al haber
sido desaventajados, se han situado por debajo de la escala invisible del poder, lo que, de nuevo,
fortalece el prejuicio de que su cultura se extinguió definitivamente.

En la primera concepción la igualdad exige ceguera al género y a la etnia; en la segunda, la igualdad


exige compensar las desventajas que esos factores han introducido.

¿Cuál de esas concepciones de ciudadanía habrá de tenerse en cuenta a la hora de decidir la


representación en el grupo constituyente?

La segunda.

Hay quienes piensan que esa forma de concebir la ciudadanía atentaría contra los principios de una
democracia liberal. Pero se trata de un error. Una democracia liberal no tiene por qué ser ciega a los
factores mudos que distribuyen el poder. Por el contrario, una democracia liberal interesada de veras
en la autonomía de las personas debe preocuparse de que ella se realice efectivamente, tomando las
medidas para espantar el prejuicio que es producto del género o compensando las desventajas
históricas que afectan a un cierto grupo. Hay, desde luego, muchas otras formas de desventajas
heredadas, pero ninguna de ellas es tan fuerte ni transversal como el género o tan injusta como la
relativa a los pueblos originarios.

El debate constitucional en una sociedad moderna exige entonces asegurar ese tipo de
representación.

El debate democrático en una sociedad moderna —la chilena ahora lo es y el malestar de estos días
es la mejor prueba— debe someter a la reflexión las posiciones sociales que son fruto de la
naturaleza o de la historia, y cuando estas son inmerecidas, como las que dibuja el género o la etnia,
debe disponerse a corregirlas.

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