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CORPUS CHRISTI: FIESTA DEL

AMOR
Celebramos este domingo la solemnidad del Cuerpo y Sangre de Cristo, más
conocida como Corpus Christi. Fue instituida por el Papa Urbano IV, en el siglo
XIII, con la finalidad de destacar de modo festivo el sacramento de la Eucaristía,
gran don que Jesucristo nos dejó como memorial perpetuo de su muerte y
resurrección, misterio pascual en el que selló con nosotros la alianza nueva y
eterna de su amor incondicional y se nos entregó como alimento imperecedero.
Como escribió el mismo Papa, quiso Jesús que, mediante la Eucaristía, “de la
misma forma que el hombre fue sepultado en la ruina por el alimento prohibido,
volviera a vivir por un alimento bendito; cayó el hombre por el fruto de un árbol
de muerte, resucita por un pan de vida…aquel fruto trajo el mal, éste la
curación” (Bula, 11.VIII.1264). En efecto, así como, refiriéndose al fruto
prohibido, Dios dijo a Adán y Eva: “si comen de él, morirán” (Gen 2,17),
refiriéndose a su cuerpo Jesús dijo “el que coma de este pan vivirá para
siempre” (Jn 6,51). Cada vez que comulgamos en la Misa, recibimos a Cristo
vivo, real y totalmente presente en la hostia consagrada: su cuerpo y su sangre,
su alma y su divinidad. Recibirlo nos hace semejantes a Él.

El recuerdo de lo que Dios ha hecho por nosotros es fundamental en la vida


cristiana porque alimenta nuestra fe, suscita en nosotros la alegría y nos
sostiene en los momentos de dificultad con la certeza de que no estamos solos y
que Dios no nos olvida. Lamentablemente, como hace unos años dijo el Papa
Francisco, en el frenesí en el que se suele vivir en este sigo XXI casi no hay
tiempo para recordar y la memoria se debilita cada vez más. “Así, eliminando
los recuerdos y viviendo el instante, se corre el riesgo de vivir en lo superficial,
en la moda del momento, sin ir al fondo, sin esa dimensión que nos recuerda
quiénes somos y de dónde venimos. Entonces la vida exterior se fragmenta y la
interior se vuelve inerte” (Homilía, 18.VI.2017). Por eso es tan importante que
en la Iglesia no sólo no perdamos de vista las grandes fiestas que tenemos a lo
largo del año litúrgico, sino que, al igual que debemos hacer con la Misa, las
celebremos de modo adecuado porque ellas nos recuerdan que somos parte del
pueblo santo de Dios, nos mantienen unidos a nuestras raíces que están en la
Santísima Trinidad y en aquellas generaciones que nos han precedido en la fe,
fortalecen nuestra identidad católica y, con ello, nuestra fidelidad al Evangelio.

La celebración del Corpus Christi nos recuerda que el Señor está siempre con su
Iglesia (Mt 28,20) y que la Eucaristía es, por excelencia, el “sacramento de la
caridad” porque en ella se manifiesta el amor infinito de Dios que llevó a Jesús a
dar su vida por nosotros (Benedicto XVI, Sacramentum Caritatis, 1). La
Eucaristía es sacramento de amor recibido, pero no recibido en soledad ni para
acapararlo y retenerlo cada uno para sí, sino amor recibido en comunidad y para
ser donado a los demás. En este sentido, es también “sacramento de unidad”
que nos hace presente que la Iglesia no es una suma de individuos, ni mucho
menos individuos aislados, sino que como el pan que recibimos es uno,
“nosotros, siendo muchos, formamos un solo cuerpo ya que todos comemos del
mismo pan” (1Co 10,17). Celebrar la Eucaristía hace posible que se dé la
comunión al interior de la Iglesia e impulsa a sus miembros a dar la vida por los
demás anunciando el Evangelio, ayudando a quien lo necesita y compartiendo
nuestros bienes con los más desafortunados. Como dijo el Papa Benedicto XVI:
“Al tomar a Cristo como alimento en la Eucaristía y acogiendo en nuestro
corazón su Espíritu Santo, nos transformamos realmente en el Cuerpo de Cristo
que hemos recibido, estamos verdaderamente en comunión con Él y entre
nosotros, y nos transformamos en verdaderos instrumentos suyos, dando
testimonio de Él en el mundo” (Homilía, 6.VI.2010).

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