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JULIAN MARIAS

LA ESCUELA

ESTUDIOS DE
FILOSOFÍA ESPAÑOLA

biblioteca
<DZ LA

Revista Je Occidente

EMECÉ EDITORES
Diez nuevos ensayos agregados a to¬
dos los que componían Filosofía
actual y existencialismo en Espa¬
ña,, justifican el nuevo título de
este libro. En él se exponen, desde
dentro y con la máxima autoridad,
las doctrinas filosóficas de lo que se
viene llamando "la Escuela de Ma¬
drid’’. Desde sus antecedentes en
Unamuno hasta alguno de sus te¬
mas originales y promisores, pro¬
blemas apasionantes se discuten con
tanto rigor como atractivo. La "no¬
vela existencial o personal”, inicia¬
da por Unamuno hace sesenta años
y estudiada por Marías en 1948,
cuando no había novelas "existen-
ciales”, como un método de cono¬
cimiento. La anticipación de los te¬
mas del "existencialismo” en Espa¬ NUNC COCNOSCO EX PARTE
ña, desde otras formas de filosofía
bien distintas. El balance de "lo
que ha quedado de Unamuno”, sin
rehuir los más destacados proble¬
mas. Y, sobre todo, los estudios so¬
bre Ortega que han sido decisivos
en su comprensión y valoración:
Ortega y la idea de la razón vital,
la primera exposición sistemática de
su filosofía, hecha en 1948 y tra¬
TRENT UNIVERSITY
ducida al alemán, al francés y al LIBRARY ‘
inglés; la relación personal entre
Ortega y Marías; las facetas más
fecundas y originales del gran pen¬
sador español. Por último, la sig¬
nificación de otros filósofos espa¬
ñoles y su puesto en esta "escuela”,
tan efectiva como poco institucio¬
nal, afirmada siempre, sin una va¬
cilación, por Marías, cuya aporta¬
ción a esta línea de pensamiento
no necesita ser subrayada.

# # #

Los propósitos que animaron a José


Ortega y Gasset a la creación de la
Revista de Occidente en 1923 si-
(Sigue en la 2* solapa.)
Digitized by the Internet Archive
in 2019 with funding from
Kahle/Austin Foundation

https://archive.org/details/laescuelademadriOOOOmari
JULIÁN MARÍAS

La Escuela de Madrid
H

*
JULIÁN MARÍAS

La escuela
de Madrid
Estudios de filosofía española

Biblioteca de la
Revista de Occidente

EMEGE EDITORES
Buenos Aires
Refundición ampliada de
Filosofía actual y existencialismo en España

Queda hecho el depósito que previene la ley número 11.723.


© Emecé Editores, S. A. - Buenos Aires, 1959.
ADVERTENCIA

Este libro reúne y rejunde diversos estudios sobre la filosofía


española de nuestro tiempo, varios de ellos no publicados antes
en volumen. La filosofía española actual (Espasa-Calpe, Buenos
Aires, 1948) y El existencialismo en España (Universidad Na¬
cional de Colombia, Bogotá, 1953), aumentados con "Lo que
ha quedado de Miguel de Unamuno” (conferencia pronunciada
en la Cátedra Pío XII, de Bilbao, en febrero de 1994) y "La
situación intelectual de Xavier Zubiri” (contribución a su Home¬
naje, Madrid, 199,3), se publicaron bajo el título común Filosofía
actual y existencialismo en España (Revista de Occidente, Ma¬
drid, 1999).
Este nuevo libro contiene una decena de trabajos más, parte
de ellos escritos con ocasión de la muerte de Ortega en 1999,
otros referentes a diversos aspectos de la filosofía española con¬
temporánea. He elegido para este libro —de estructura natural¬
mente abierta y en desarrollo-— el título La escuela de Madrid.
Esta expresión, que he usado sin demasiada formalidad hace
muchos años, ha sido utilizada por Ferrater Mora, en la 4“ edi¬
ción de su Diccionario de Filosofía, en el mismo sentido, dándole
así alguna mayor solemnidad. Creo que designa con fidelidad
el núcleo central de un esfuerzo filosófico que me parece, hoy
como hace diez años, una fecunda posibilidad de vida intelectual.

J. M.

63215
.

*,

'
PRÓLOGO A
FILOSOFÍA ESPAÑOLA ACTUAL

Ofrezco al lector en este volumen cuatro estudios sobre otros tantos


pensadores españoles de nuestro siglo: Unamuno, Ortega, Mo-
rente, Zubiri. Son —junto con José Gaos, discípulo a su vez de
todos ellos— mis maestros. Unamuno en un sentido más lejano,
en la forma en que ha sido durante muchos años maestro de
buen número de españoles, con una mayor cercanía procedente
de algún trato personal, allá en 1934, y de una tenaz medita¬
ción de sus escritos; los otros tres, en una relación asidua y pró¬
xima de muchos años, hecha de filosofía y de amistad cordial.

Estos cuatro nombres significan lo más granado que la filo¬


sofía ha producido en España en este tiempo, después de tres
centurias de casi total ausencia; repárese en lo que esto supone,
sobre todo si se tiene en cuenta que, aparte Unamuno, cuyo
papel fué otro, han constituido esa realidad que se llama una
escuela filosófica, de la cual me honro en ser uno de sus últimos
eslabones. Sobre esto no cabe ninguna duda; y a pesar de tantos
hados adversos, me atrevo a confiar en que en España habrá
insólitamente, por obra de esa escuela, filosofía; si no, al tiempo,
que tiene la misión de decir lo incierto.
Y Unamuno, en un momento en que apenas había en nuestro
país vestigios de filosofía, y casi de vida intelectual, ejerció un
influjo profundo, vivo, violento, como entonces era menester,
hecho de calor más aún que la luz, sobre las mentes españolas;
y mientras creaba ese clima fértil del cual hemos beneficiado
todos, anticipaba perspicazmente lo que había de ser la filosofía
de las generaciones inmediatas, la que él mismo no podía en
10 LA ESCUELA DE MADRID

rigor hacer, pero cuya necesidad le fué patente; tal vez antes que
a nadie en Europa.1
Ortega señaló, en plena mocedad, este papel de Unamuno,
hombre con quien tanto tuvo que contar, para potenciar su
espléndida figura, para evitar sus yerros y su innegable pro¬
pensión a la desmesura y el capricho. En 1908, a los veinti¬
cinco años, escribía: "Unamuno, el político, el campeador, me
parece uno de los últimos baluartes de las esperanzas españolas,
y sus palabras suelen ser nuestra vanguardia en esta nueva gue¬
rra de independencia contra la estolidez y el egoísmo ambien¬
tes. . . Y aunque no esté conforme con su méto.do, soy el primero
en admirar el atractivo extraño de su figura, silueta descompa¬
sada de místico energúmeno que se lanza, sobre el fondo sinies¬
tro y estéril del achabacanamiento peninsular, martilleando con
el tronco de encina de su yo sobre las testas celtíberas. . . El
espíritu de Unamuno es demasiado turbulento y arrastra en su
corriente vertiginosa, junto a algunas sustancias de oro, muchas
cosas inútiles y malsanas. Conviene que tengamos fauces discre¬
tas.” 2 Y un año después, con ocasión de los más ásperos re¬
proches que dirigió nunca a Unamuno, escribía esta frase, que
precisamente explica esa aspereza: "Y, sin embargo, un gran
dolor nos sobrecoge ante los yerros de tan fuerte máquina es¬
piritual, una melancolía honda... '¡Dios, qué buen vassallo si
oviese buen Señor!’ ” 3 Y el 4 de enero de 1937, recién muerto
Unamuno, escribía Ortega en La. Nación de Buenos Aires estas
palabras, tan distantes en el tiempo, coincidentes en su último
fondo, y en las que resuena ese rumor como de resaca que
guardan las cosas labradas por el oleaje espiritual de una vida
entera: "Ya está Unamuno con la muerte, su perenne amiga-
enemiga. Toda su vida, toda su filosofía ha sido, como la
de Spinoza, una meditatio mortis. Hoy triunfa en todas partes
esta inspiración, pero es obligado decir que Unamuno fué el
precursor de ella. Precisamente en los años en que los europeos
andaban más distraídos de la esencial vocación humana, que es

1 Véase mi libro Miguel de Unamuno. (Espasa-Calpe, Madrid, 1943;


39 ed. Emecé, Buenos Aires, 1953).
2 I,
''Sobre una apología de la inexactitud”, Obras Completas, 1946,
p. 117-118.
3 "Unamuno y Europa, fábula”, Ibid., p. 132.
PRÓLOGO A FILOSOFÍA ESPAÑOLA ACTUAL II

tener que morir, y mas divertidos con las cosas de dentro de la


vida, este gran celtíbero —porque, no hay duda, era el gran
celtíbero, lo era en el bien y en el mal— hizo de la muerte su
amada.. . Hay siempre en las virtudes y en los defectos de Una-
muno mucho de gigantismo. A esa idea del escritor como hombre
que se da en espectáculo a los demás, hay que ponerle una es¬
poleta de enorme dinamismo. Porque Unamuno era, como hom¬
bre, de un coraje sin límites. . . Unamuno sabía mucho, y mucho
más de lo que aparentaba, y lo que sabía, lo sabía muy bien.
Pero su pretensión de ser poeta le hacía evitar toda doctrina. En
esto también se diferencia su generación de las siguientes, sobre
todo de las que vienen, para las cuales la misión inexcusable de
un intelectual es ante todo tener una doctrina taxativa, inequí¬
voca, y, a ser posible, formulada en tesis rigorosas, fácilmente
inteligibles...” Y concluía, con una sombra de melancolía y
angustia en el acento: "La voz de Unamuno sonaba sin parar
en los ámbitos de España, desde hace un cuarto de siglo. Al cesar
para siempre, temo que padezca nuestro país una era de atroz
silencio.”
Fué Ortega el llamado a realizar entre nosotros esa misión
intelectual que señalaba. Por eso, desde él hay filosofía rigu¬
rosa en España, y hay, por añadidura, esa forma del filosofar,
la más eficaz de todas, que es la escuela. Desde dentro de ella,
nutrido de su sustancia, personalmente incorporado a la empresa
de hacer una filosofía española que fuese filosofía a secas, don
Manuel García Morente, Decano impar de la Facultad de Ma¬
drid, decía en 1935: "La obra de Ortega y Gasset significa
nada menos que la incorporación del pensamiento español a la
universalidad de la cultura. Esa incorporación no podía hacerse
más que por medio de la filosofía. . . Ahora bien, esto es lo
que don José ha hecho entre nosotros. Ha hecho filosofía, una
filosofía auténtica. Y por haberla hecho, ha incorporado el pen¬
samiento español a la corriente del pensamiento universal.” Y
agregaba: "Yo conocí a don José Ortega y Gasset hace veinti¬
siete años. ¡Veintisiete años! Durante esos veintisiete años, la
amistad fraternal que nos ha unido no ha sido enturbiada por
una sola nube. Han sido veintisiete años de convivencia diaria,
de compenetración íntima. ¿Puede usted imaginar lo que eso ha
12 LA ESCUELA DE MADRID

representado para mí? Y cuando pienso en ello —y cada vez


pienso más en ello—-, me maravillo de la fortuna increíble que
he tenido. Cuando yo era niño, y empezaba a leer con entusiasmo
de neófito a Platón, a Descartes, a Kant, no solía contentarme
con las exaltaciones que me causaban los magníficos acordes
intelectuales de esos gigantescos pensadores, sino que, más allá
del texto escrito, más allá de la urdimbre mental, ideológica,
intentaba con la fantasía penetrar hasta las personas efectivas;
me representaba a Platón, a Descartes, a Kant mismos; imagi¬
naba su ser físico; me hacía la ilusión de oír su voz, de escuchar
su palabra viva, de cultivar su trato personal; en suma, de existir
yo en la vida real de ellos y ellos en la mía. Hubiera dado no sé
qué, cualquier trozo grande de mi ser, por poder milagrosa¬
mente verlos, oírlos, hablarles, siquiera un instante. Puede usted,
pues, suponer lo que para mí ha sido la amistad de Ortega y
Gasset.” Por cierto, cuando se haga una historia completa de
la mentalidad contemporánea, convendrá recordar que en estos
años se ha escrito un largo estudio sobre Morente, en el que
no aparece siquiera el nombre de Ortega.. .
Y al evocar Morente la situación española en la fecha en que
se inició su amistad, escribe: "Por entonces, la filosofía en Es¬
paña no existía. Epígonos mediocres de la escolástica, residuos
informes del positivismo, místicas tinieblas del krausismo, habían
desviado el pensamiento español de la trayectoria viva del pensa¬
miento universal, recluyéndolo en rincones excéntricos, inactua¬
les, extemporáneos. España permanecía, por decirlo así, al mar¬
gen del movimiento filosófico. Ni siquiera como simple espec¬
tadora participaba en él. Desde el primer momento, Ortega y
Gasset se propuso incorporar el pensamiento español a la co¬
rriente viva de la filosofía europea... La enseñanza filosófica
que don José Ortega ha dado durante veinticinco años en la
Universidad de Madrid ha creado en realidad la base del pensa¬
miento filosófico español. Esto lo saben muy bien las personas
a quienes la filosofía importa algo, aquí y fuera de aquí. Hoy,
la actuación universitaria de don José Ortega, complementada
por la de otros profesores que como amigos o discípulos han
recibido la influencia directa de su pensamiento, ha hecho de la
Universidad de Madrid uno de los lugares en donde se cultiva
PRÓLOGO A FILOSOFÍA ESPAÑOLA ACTUAL
13

la filosofía con más intensidad, escrupulosidad y amplitud.” 1


En la misma fecha, otro discípulo, perteneciente a la siguien¬
te generación, Xavier Zubiri, después de recordar in extenso su
largo trato con Ortega y su función resonadora, propulsora de
la filosofía, liberadora en ese sentido, sensibilizadora para lo filo¬
sófico, implacable en la exigencia de la verdad, escribía estas
frases cargadas de gravedad personal y filosófica: "Con todo, se
estaría muy lejos de haber entendido de una manera última y
radical la actuación de Ortega sobre quienes han estado en torno
suyo. Es posible —no lo sé— que en otras disciplinas baste con
que el maestro sea resonador, propulsor y sensibilizador. En filo¬
sofía hace falta algo más. El discipulado filosófico es una gene¬
ración intelectual, no para producir de la nada una capacidad
filosófica en los discípulos, pero sí para ponerla en marcha y
hacer de ella un habitus de la inteligencia. Para esto es preciso
darles una acogida intelectual, suministrarles un hogar, y esto
a su vez requiere tenerlo. Hay que ser algo más que un mono¬
lito hermético: hace falta poder trazar en torno suyo el ámbito
interno donde acoger al que quiere filosofar. Ortega ha sido
maestro en la acogida intelectual, no sólo por la riqueza insólita
de su haber mental, sino por el calor de su inteligencia amiga...
A los que acogió así, Ortega no sólo brindó elementos de tra¬
bajo —e incluso ciertos secretos de técnica—, sino que los asoció
a su propia vida e hizo de ellos sus amigos. Muchos le otorgamos
entonces nuestra confianza intelectual y nutrimos en él nuestro
afán de filosofía. Fuimos, más que discípulos, hechura suya, en
el sentido de que él nos hizo pensar, o por lo menos nos hizo
pensar en cosas y en forma en que hasta entonces no habíamos
pensado. Hoy es fácil alistarse bajo el nombre de un maestro
maduro; más difícil fué otorgarle nuestra adhesión ferviente en
momentos aún germinales, sobre todo cuando a ello iban apare¬
jadas toda suerte de hostilidades oficiales, sociales y algunas
veces incluso privadas. Y fuimos hechura suya, nosotros que
nos preparábamos a ser mientras él se estaba haciendo. Recibi¬
mos entonces de él lo que ya nadie podrá recibir: la irradiación
intelectual de un pensador en formación. Fuimos, finalmente,

1 El Sol, 8 de marzo de 1936. Recogido en Ensayos de M. G. Morente,


1945, p. 201-207.
LA ESCUELA DE MADRID
i4

hechura suya porque continuamos y continuaremos aprendiendo


de él.. Y concluía: "No es fácil discernir aún lo que será el
futuro filosófico. Sea de él lo que fuere, si el ser alumno perte¬
nece al pasado, el ser discípulo pertenece a lo que no pasa. Al
recorrer sumariamente estos veinticinco años de la labor docente
de Ortega, sus discípulos no podemos dejar de ofrendar al ejem¬
plar maestro, en testimonio de gratitud y adhesión vivientes, el
gaudium de veníate en que vivimos, hemos vivido y viviremos
unidos a él.” 1
Me he detenido, tal vez más de lo discreto, en estas citas,
por dos razones. La primera, porque era mi propósito indicar las
relaciones filosóficas entre los cuatro pensadores estudiados en
este volumen, y ninguna exposición puede mostrarlas más viva¬
mente que sus propias palabras, en que de un modo expreso se
han ido haciendo cuestión de sus formas de filiación espiritual
y mental. La segunda razón es que las páginas de este libro tienen
una significación análoga a la de los textos citados, y he creído
oportuno insertarlas así en una mínima "tradición” escolar. Si
de algo tengo orgullo es de no haber dimitido de mi puesto —el
último, sin duda, pero no por eso menos efectivo— en esa escue¬
la, cuando todo lo aconsejaba, y haberla afirmado cuando parecía
desvanecida sin remedio. Desde que en 1940 compuse, a mis
veintiséis años, una Historia de la Filosofía, apenas se encontrará
una línea en mis escritos donde no esté actuante esa tradición.
Pero no se piense en ninguna apelación al deber-, se ha tratado
de algo incomparablemente más profundo: el ser. ¿Qué quiere
decir esto?
Decía Spinoza, allá en la tercera parte de su Ética, que toda
cosa, en cuanto es en sí, tiende a perseverar en su ser. Por eso,
no he podido renunciar a mi inserción en esa escuela filosófica,
porque hubiera sido renunciar a mí mismo, en la medida en que
mi vida y mi persona están definidas por la filosofía. Porque
hoy —sería extraño que quedasen dudas acerca de esto— sólo

1 X. Zubiri: Ortega, maestro de filosofía (en el citado número de El Sol).


Por cierto, en un libro en que se acumulan más de cien referencias biblio¬
gráficas sobre Ortega, no se recoge ninguna de las de Morente y Zubiri
aquí citadas; y para dar alguna opinión del último, se recurre a tres líneas
en el prólogo a mi Historia de la Filosofía; siempre he desconfiado un
poco de la "erudición”, ¿qué le vamos a hacer?
PRÓLOGO A FILOSOFÍA ESPAÑOLA ACTUAL
!5

se puede hacer efectiva filosofía en España haciendo la que hay


que hacer, y que es la exigida por la situación íntegra de Occi¬
dente; y únicamente se puede entrar en esa filosofía penetrando
primero en el ámbito circunstancial y concreto en que ha tenido
existencia auténtica entre nosotros. Sólo así es posible algo que
pueda llamarse, en un sentido aceptable, "filosofía española
actual”; en cualquier otro caso hay que renunciar por lo menos
a uno de los tres términos que intervienen en esa expresión. Y
repárese en que tan pronto como se pierde cualquiera de los
adjetivos, el sustantivo queda inválido; porque la filosofía, si no
actual, no es; a lo sumo, fue, y su reaparición es la de un espec¬
tro que, por lo demás, nunca se deja invocar en serio; y un
español no tiene más medio de hacer filosofía auténtica que pen¬
sarla en vista de sus efectivas circunstancias, que incluyen forzo¬
samente su íntegra españolidad; de ahí el titánico esfuerzo y la
genialidad incomparable que supone el crear un ámbito filosófico
allí donde no existía, y hacer posible así una forma rigurosa¬
mente nueva de filosofar.
Pero el horizonte queda abierto. Si la escuela es el punto de
arranque, es a la vez lo que no tolera detención. Pertenece a la
esencia de la escuela filosófica la continuidad; pero continuidad
quiere decir, justamente, necesidad de continuar; nada más opues¬
to a ella que el estancamiento o la repetición: porque al hacer
"lo mismo” que el maestro, cercano o remoto, se hace precisa¬
mente "lo contrario” que él; mientras él hizo lo que tenía que
hacer en vista de sus circunstancias, se renuncia a la circunstancia
propia, y con ella al ser auténtico, al uno mismo que es cada cual.
El único modo de hacer lo mismo que nuestros antecesores es
hacer otra cosa; pero no otra cosa cualquiera, sino la que es aquí
y ahora necesaria.
Convenía quizá recordar estas cosas al intentar asistir a la
puesta en marcha de nuestra filosofía.
^ J. M.
Madrid, setiembre de 1946.
PRÓLOGO A
EL EXISTENCIALISMO EN ESPAÑA

Este libro está compuesto de cuatro trabajos, escritos en fechas


distantes, pero con una coincidencia de sentido que les da una
unidad inesperada. Los dos primeros, el que da su título al
volumen y el que lleva como epígrafe "La novela como método
de conocimiento”, fueron tema de dos de las conferencias que
tuve el honor de pronunciar en el Instituto de Filosofía de la
Universidad Nacional de Colombia en agosto de 1951. El tercero
fué publicado hace algunos años en forma de un pequeño volu¬
men, y también lo ha sido en inglés y en alemán. El cuarto, que
sirve de apéndice, fué escrito en fecha tan remota como 1938,
y requiere algunas palabras de justificación.
Poco antes de cumplirse los dos años de la muerte de Una-
muno, en plena guerra civil española, la revista Hora de España,
que se había publicado primero en Valencia y aparecía entonces
en Barcelona, me pidió un artículo sobre Unamuno. Su muerte
nos había afectado a muchos tanto como su vida. Recuerdo aque¬
lla madrugada de primeros de enero de 1937, en un tren de
guerra, de aquellos que salían cuando podían y llegaban a su
destino —si es que llegaban— a las horas más inverosímiles.
Después de una espera interminable en la estación de Albacete,
glacial, abreviada por algunas páginas de Proust —¡Proust en la
estación de Albacete, una noche de guerra!-—-, el tren me llevaba,
jadeante, hacia Valencia. Y de pronto, al amanecer, en una para¬
da, cerca ya de la ciudad, una voz que grita los periódicos fres¬
cos; y en mi mano, un diario anarquista con un estupendo título:
Fragua Social. Allí, entre noticias de bombardeos, partes de
guerra, consignas, invectivas y retórica revolucionaria, la muerte
de Unamuno en Salamanca. ¡La muerte de Unamuno! Estas
i8 LA ESCUELA DE MADRID

dos palabras juntas —muerte, Unamuno—, juntas como siempre,


pero con una preposición posesiva, que al hacer aparentemente
a la muerte de Unamuno, hacía a éste ya para siempre suyo.
¡Ya no había Unamuno! ¡Qué soledad, muerta quietud, desmayo
y silencio caía sobre nosotros! La tremenda realidad de Unamu¬
no, volatilizada de este mundo, en medio de ese estupor que es la
guerra.
Poco a poco nos fuimos dando cuenta. A los dos años ya
habíamos empezado los españoles a enterarnos, a perder de ver¬
dad a Unamuno. Yo llevaba varios años, desde mi adolescencia,
luchando con él —con Unamuno no se podía hacer más que
luchar—. Su influencia sobrecogedora —¡qiíé lectura de la Vida
de Don Quijote y Sancho a los diecinueve años, qué apasionadas
rayas en los márgenes, qué emoción ambigua ante el Sentimiento
trágico de la vida, qué entrañable amistad con San Manuel Bueno,
mártir, ese libro que sólo se puede leer de un tirón!— no dejaba
sosegar. Había que luchar; casi siempre para ser vencido: "Don
Miguel’’, genialidad, agonía, ojos en blanco y la serie de los
adjetivos privativos: inimitable, inclasificable, indecible, incom¬
prensible. Pero siempre tuve la impresión de que había que
agregar otro: infecundo. Yo no había sido nunca especialmente
"unamunista”; no tenía el menor vínculo personal con él; mis
conexiones y mis afinidades intelectuales venían de otro lado:
mis maestros universitarios. Ortega y Zubiri sobre todo. Había
adquirido la costumbre de entender de vez en cuando algunas
cosas; y no me resignaba a no entender sin, por lo menos, inten¬
tarlo. Y a Unamuno no lo entendía; ni me parecía que acabara
de entenderlo nadie. De ahí mi lucha ya antigua con él.
En esta situación, en unas semanas de irreal sosiego, me decidí
a habérmelas con Unamuno. El resultado de esa pugna fué un
escrito, "La obra de Unamuno: un problema de filosofía’’, que
acabé de escribir, casualmente, al dar las doce de la noche del
día 31 de diciembre de 1938; es decir, a los dos años justos,
hora por hora, de haber muerto Don Miguel. (No es suficiente¬
mente sabido que Unamuno había imaginado y previvido su
muerte súbita, en un poema, la noche vieja de 1906, treinta
años exactos antes de morir en su despacho, tal como lo había
imaginado). Este artículo mío no se publicó; las vicisitudes de
PRÓLOGO A EL EXISTENCIALISMO EN ESPAÑA 19

los últimos meses de la guerra destruyeron la revista, y mi tra¬


bajo en prensa no vió la luz. Meses después, ya restablecida la
paz en España, volví sobre el tema. El artículo estaba erizado
de problemas, de temas sólo enunciados y que pedían trata¬
miento; además, las circunstancias me llevaban a escribir libros
—algún día tendré que decir unas pocas palabras sobre esto,
pero todavía no es su hora—. Decidí sustituir el ensayo por un
libro entero, el que mi artículo pedía y postulaba. ¿Por qué
pedir siempre que hagan las cosas los demás? ¿Por qué no hacerlo,
por esta vez, yo mismo? En octubre de 1942 escribí la última
página de Miguel de Unamuno, y al hacerlo pensé poder despe¬
dirme de él (luego ha resultado que no había de ser del todo
así). El artículo germinal, de donde el libro había nacido, quedó
absorbido, transfundido en él, como la semilla en la planta
adulta.
¿Por qué me decido entonces a publicarlo ahora? Por una con¬
sideración histórica. Lo que tenía de más nuevo mi interpreta¬
ción de Unamuno era el trasladar el centro de su obra a la novela
y hacer, por primera vez, su teoría. Ahora bien, resulta que a
los pocos años de morir Unamuno y de escribir yo mi artículo,
el mundo se ha llenado de novelas que ahora se llaman existen-
ciales, y que responden en una u otra medida a los caracteres
que descubrí en las de Unamuno, en el nuevo género que bauticé
¡en 1938! con el nombre de novela existencial o personal. Es
decir, que el género dominante en la novela actual había sido
cultivado en España y hasta había sido tema de una teoría antes
de que en otras partes existiera. Esto da un indudable interés
a la primera versión de mi estudio sobre Unamuno. Y por eso
la publico aquí, sin quitarle ni ponerle una coma, como testi¬
monio del planteamiento de un problema filosófico en aquella
fecha exacta.
El estudio sobre "La novela como método de conocimiento”
fué escrito por mí originalmente en alemán, destinado a unas
conferencias en el Centro Italiano di Studi Umanistici e Filosofici,
de München, y en la Universidad de Heidelberg, en junio de
1951. Posteriormente, con algunas adaptaciones para un auditorio
distinto, he vuelto sobre el tema en algunas Universidades de los
Estados Unidos. La versión que aquí se publica incluye algunos
20 LA ESCUELA DE MADRID

de estos enriquecimientos. Como el lector podrá comprobar, se


trata del planteamiento general del problema que fué tratado
particularmente a propósito de Unamuno.
"Ortega y la idea de la razón vital” es una visión del pensa¬
miento orteguiano en su unidad, escrita, por decirlo así, en un
solo movimiento mental; prescindiendo de muchos detalles para
tratar de captar lo que se podría llamar el "argumento” de su
filosofía, y poder penetrar así en un conocimiento más analítico
de ella, o simplemente, en la lectura de la obra de Ortega, una
vez en posesión de las líneas centrales de su sistema metafísico.
Por último, el trabajo que da título a este libro fué escrito
en francés y publicado en la revista de París Dieu Vivant. El
texto español incluye algunas breves adiciones. Lo he puesto
al frente de este volumen porque, en rigor, los cuatro escritos
que comprende responden a ese tema, todos ellos explican por
qué no hay existencialismo en España, sino una filosofía que no
es existencialismo, pero que, no obstante, ha anticipado la novela
existencial y las más verdaderas de las tesis que bajo ese rótulo
circulan hoy ruidosamente por los dos hemisferios del planeta.

J. M.
Wellesley, Massachusetts, agosto de 1952.
Presencia y Ausencia
del Existencialismo en España
Los Congresos Internacionales, los encuentros, las revistas filo¬
sóficas, los catálogos de los editores de todo el mundo nos
llevan hacia una conclusión que hoy se impone a la mayoría
de las mentes: a mediados del siglo xx, la filosofía está divi¬
dida entre dos corrientes: el neoescolasticismo y el existencialis-
mo. A veces se añade, para tranquilidad de conciencia, el mar¬
xismo, pero se sabe que su interés y su importancia son ajenos
a la filosofía.
El neoescolasticismo -—casi exclusivamente neotomismo— mira
hacia el pasado, cree que la solución de los problemas, al menos
en lo esencial, existe ya, que sólo es menester recordarla, des¬
prenderla, tal vez desarrollarla, sobre todo hacerla aceptar, quizá
hacerla aceptable; en modo alguno descubrirla, inventarla, menos
aún echarla de menos, buscarla sin tener la certidumbre plena
de alcanzarla. Hay que subrayar un hecho —nada más que eso—:
el neotomismo se presenta como una filosofía cuya verdad está
asegurada racionalmente y con independencia de la fe: sin em¬
bargo, salvo alguna rarísima excepción, no hay más tomistas que
ciertos católicos —según Maritain, los que no carecen de inteli¬
gencia, los que son lo bastante inteligentes i; proposición en la
que Gabriel Marcel ha encontrado un ejemplo notorio de "fana¬
tismo venial”.1 2
En cuanto al existencialismo, de linaje kierkegaardiano, des-

1 Foi en Jesus-Christ et monde d’aujourd’hui (publicación de la Semana


de los Intelectuales Católicos). (París, 1949), P- 26.
2 "There we have the statement of a fanatic puré and simple; and we
could show how it is possible to proceed, by scarcely perceptible stages, from
such a venial fanaticism to a fanaticism that is not venial.” "The Malady of
the Age: A Fanaticized Consciousness", The Dublin Review, núm. 449, P- u
(London, 1950).
24 LA ESCUELA DE MADRID

arrollado sobre todo durante el último cuarto de siglo, parece


la filosofía del futuro, en todo caso la del presente. Se habla
de él en todas partes, inunda las bibliografías, los periódicos, las
conversaciones, incluso —según dicen— las costumbres. Se lo
encuentra a veces en los claustros; sólo las Universidades están
un poco difíciles.
Esta situación de la filosofía en Europa —reflejada, como en
un espejo cóncavo, en América, del Norte 1 y del Sur— tiene
sin embargo alguna excepción. En España hay ciertamente neo-
tomismo: en las Órdenes religiosas, en los Seminarios, en la
enseñanza oficial desde 1939, en las publicaciones de este origen.
Pero no hay existencialismo. ¿Cuáles pueden ser las razones de
esta ausencia?

DOS HIPÓTESIS

Los que están atentos sobre todo a los aspectos circunstan¬


ciales y externos de las cuestiones pensarán, desde luego, en la
posibilidad de una coacción. Pero la coacción está hoy casi tan
bien repartida como el buen sentido en tiempo de Descartes.
Tiene formas sensiblemente diferentes, y sin duda las hay más
incómodas; pero no hay que verla sólo bajo la especie de una
oficina de censura con lápices rojos, cuyas mallas, por lo demás,
no son siempre tan estrechas y dejan escapar peces muy gordas.
Hay también otras formas de coacción: la Prensa de partido o
de empresa, los grupos intelectuales en el poder, las condiciones
para prosperar en la enseñanza pública, la orientación de las
editoriales, la necesidad de tirar diez mil ejemplares como mí¬
nimo, sobre todo la presión social difusa, que es la más fuerte
y que impone ciertos tabús, bajo la amenaza de las más eficaces
represalias. Hay que pensar también en el poderío de las grandes
organizaciones internacionales de carácter intelectual, que dispo¬
nen de grandes recursos económicos y son capaces de abrir o ce¬
rrar las puertas a los pensadores, a los escritores, según la actitud
que toman frente a sus inspiraciones, y que tienen poderes casi
(

1 Para ésta, habría que agregar una tercera forma de filosofía: el empi¬
rismo lógico y todas las tendencias afines.
PRESENCIA Y AUSENCIA DEL EXISTENCIALISMO EN ESPAÑA 25

divinos, puesto que crean de la nada —no es difícil encontrar


ejemplos— y amenazan con la aniquilación.
La situación de coacción, por otra parte, es la normal. La vida
intelectual se ha desarrollado siempre bajo su imperio; tal vez la
única excepción, parcial ella misma, es el período comprendido
entre 1815 y 1914. Por tanto, hay que tener siempre en cuenta
las presiones que se ejercen sobre los escritores y los hombres
de ciencia; pero, a la inversa, nunca bastan para explicar los
hechos, excepto los casos en que la coacción se convierte en algo
que ahoga transitoriamente la vida intelectual entera.
En todo caso, esta primera hipótesis sólo sería válida para una
corriente del existencialismo, que no es la única, ni mucho me¬
nos. Hay que buscar, pues, por otro lado.
La segunda hipótesis es la del atraso cultural de España.
Todo el mundo sabe que desde el comienzo del siglo xviii las
ideas europeas han penetrado en España, en general, por los Pi¬
rineos, y —sobre todo en el siglo xix— con cierto retraso, de
quince años aproximadamente, es decir, de una generación.1
Acaso ocurra esto con el existencialismo; tal vez no ha llegado
todavía a España.
Pero la verdad es justamente lo contrario. Para empezar por
Kierkegaard, fué conocido en España muy pronto. Unamuno
aprendió el danés para leerlo en su texto original, muy poco
después de empezar este siglo; su artículo ' Ibsen y Kierkegaard
es de 1907; las obras posteriores de Unamuno, principalmente
Del sentimiento trágico de la vida (1913) y La agonía del cris¬
tianismo (1924), están llenas de alusiones a su "hermano Kier¬
kegaard”; Lowrie 2 ha subrayado que Unamuno es uno de los
primeros que han dado a conocer a Kierkegaard en España y en
América española; El concepto de la angustia fué traducido
al español en 1930.
En cuanto a la fenomenología, en 1913 —la fecha de las
Ideas— escribió Ortega un artículo "Sobre el concepto de sen¬
sación”, 3 donde exponía y discutía las doctrinas de Husserl y de

1 Cf. Julián Marías: El método histórico de las generaciones (Madrid, 1949).


2 Walter Lowrie: Kierkegaard (Oxford, 1938), P- VII, 8, 12.
3 Obras Completas, I, p. 245 y ss.
26 LA ESCUELA DE MADRID

varios de sus discípulos. Las tesis doctorales de Zubiri1 y Gaos,2


dirigidas respectivamente por Ortega y Zubiri, versan sobre
cuestiones de fenomenología; la primera es de 1921, la segunda
de 1928. Las Investigaciones lógicas se publicaron en español,
traducidas por Mor en te y Gaos, en 1929.
Heidegger, por último, ha sido leído en España hace mucho
tiempo: Ortega habló de Sein und Zeit en febrero de 1928; al
año siguiente, Zubiri seguía sus cursos en Friburgo; en 1933,
tradujo ¿Qué es metafísica? Yo recuerdo haber leído por primera
vez Sein und Zeit en 1934, cuando era estudiante, a los veinte
años.
Esto quiere decir que los filósofos españoles han conocido
los orígenes de lo que se llama el existencialismo, tal vez antes
que los demás países europeos. Y no es una excepción: Brentano
ha sido traducido al español desde 1926; Spengler en 1923;
Dilthey, profundamente estudiado por Ortega en 1933, está tra¬
ducido íntegramente por españoles, en España y en Méjico. La
segunda hipótesis es, pues, también absolutamente insuficiente.
¿Cuál es la situación real de la filosofía española de nuestros
días? A mi modo de ver, el pensamiento español, en el siglo xx,
ha anticipado la mayor parte de los descubrimientos de los filó¬
sofos llamados existencialistas, y al mismo tiempo ha constituido
todo un lado de su doctrina, desconocido en otros lugares, y que
le ha impedido caer en ciertos errores cuyas consecuencias empie¬
zan a resultar visibles. Por esto, el existencialismo no ha sid®
una sorpresa en España, menos aún una revelación; más bien
nos sorprende un poco ver presentar como el "último grito”
ideas que hemos leído en español diez años, quince años, acaso
treinta años antes. Voy a intentar mostrarlo con algunos ejemplos.

EL PUNTO DE PARTIDA

Sería inexacto decir que la filosofía española de nuestro tiempo


tiene como fuente el pensamiento de Unamuno. Ante todo, por¬
que Unamuno, que hizo importantísimos descubrimientos filosó¬
ficos, no era en rigor un filósofo, y el carácter de su obra y de su

1 Ensayo de una teoría fenomenológica del juicio.


2 La crítica del psicologismo en Husserl.
PRESENCIA Y AUSENCIA DEL EXISTENCIALISMO EN ESPAÑA 27

pensamiento es un grave problema de filosofía.1 Además, porque


la corriente sensu stricto filosófica del pensamiento español actual
nace de un planteamiento del problema metafísico que significa
una esencial rectificación del de Unamuno, sobre todo de su
método. Pero hay que añadir que fué Unamuno quien despertó
la atención hacia las cuestiones últimas y decisivas, quien creó
el clima propicio, quien adivinó, por último, quizá antes que
nadie, lo que iba a ser el pensamiento metafísico de este medio
siglo que acaba de terminar.
En 1904 escribía Unamuno: "Esta falta de imaginación, que
es la facultad más sustancial, la que mete a la sustancia de nuestro
espíritu en la sustancia del espíritu de las cosas y de los prójimos,
esta falta de imaginación es la fuente de la falta de caridad y de
amor. Pero hay algo más hondo aún y que parecerá más absurdo
a muchos, y es que no creemos en la existencia de nuestros pró¬
jimos porque no creemos en nuestra propia existencia, en la exis¬
tencia sustancial quiero decir.” 2 Y luego: "Decidme; ¿por qué
ha de haber mundo, y no más bien que no hubiera ni mundo ni
nada? La existencia no tiene razón de ser, porque está sobre
todas las razones.” 3
Y la primera página del Sentimiento trágico de la vida dice
cuál es el tema de su interés: "El hombre de carne y hueso,
el que nace, sufre y muere —sobre todo muere—, el que come y
bebe y juega y duerme y piensa y quiere, el hombre que se ve
y a quien se oye, el hermano, el verdadero hermano.” "Y este
hombre concreto, de carne y hueso, es el sujeto y el supremo
objeto a la vez de toda filosofía, quiéranlo o no ciertos sedicentes
filósofos.” 4 La "única cuestión” para Unamuno es la perviven-
cia: me moriré, y necesito saber si moriré del todo o no, si me
aniquilaré o perviviré. El deseo de la inmortalidad, la necesidad
de justificarlo racionalmente, es el verdadero punto de partida de
la filosofía. Unamuno hizo de la idea de la muerte el centro de su
pensamiento; toda su filosofía es una meditatio mortis, a pesar

1 Cf. Julián Marías: Miguel de Unamuno (Madrid, 1943). Aquí he


planteado el problema de una interpretación filosófica de la obra de Una¬
muno y de su significación metafísica.
2 Ensayos, V, p. 73.
3 Ensayos, V, p. 78.
4 Del sentimiento trágico de la vida, cap. I.
28 LA ESCUELA DE MADRID

de lo que llamaba la inquisición científica, es decir, la actitud


intelectual que consiste en olvidar el hecho de que los hombres
son mortales y no se resignan a ello.
Para comprender la muerte, Unamuno tiene que saber primero
qué es la vida. Pero es heredero de Kierkegaard, de William
James, de Bergson: es irracionalista, porque cree que la razón
es incapaz de captar la realidad individual, temporal y móvil de la
existencia, de la vida humana. La razón enrigidece lo vivo,
lo mata, lo paraliza. Hay absoluta oposición entre la razón y la
vida. Unamuno tiene que dar un rodeo, cuyas consecuencias han
sido fecundas: en lugar de hacer un sistema de filosofía, escribirá
novelas y dramas.
He hecho en detalle la teoría de las novelas de Unamuno,
de lo que bauticé en 1938 1 con el nombre de novela existencial
o —mejor aún— personal. ¿Qué novelas son éstas, Paz en la
guerra (1897), Niebla (1914), Abel Sánchez (1917), La tía
Tula (1920), San Manuel Bueno, mártir (1931)?
En 1946, Simone de Beauvoir publicó en Les Temps Moder-
nes un artículo titulado "Littérature et métaphysique”, en que
expone las posibilidades de la novela, especialmente desde el
punto de vista en que es cultivada por escritores como Sartre
y ella misma. "Ce n’est pas un hasard —dice Simone de Beau¬
voir— si la pensée existentialiste tente de s’exprimer aujourd’hui,
tantót par des traités théoriques, tantót par des fictions: c’est qu’
elle est un effort pour concilier l’objectif et le subjectif, l’absolft
et le relatif, l’intemporel et l’historique; elle prétend saisir l’essen-
ce au coeur de l’existence; et si la description de l’essence releve
de la philosophie proprement dite, seul le román permettra
d’évoquer dans sa vérité complete, singuliére, temporelle, le
jaillissement originel de l’existence.” 2 Y añade como conclusión:
"Honnétement lu, honnétement écrit, un román métaphysique
apporte un dévoilement de l’existence dont aucun autre mode
d’expression ne saurait fournir l’équivalent; loin d’étre, comme
on l’a parfois prétendu, une dangereuse déviation du genre roma-

1 En mi ensayo "La obra de Unamuno: un problema de filosofía”,


incluido en este volumen.
2 "Littérature et métaphysique”, Les Temps Modernes, 1 abril 1946,
p. 1160-1161.
PRESENCIA Y AUSENCIA DEL EXISTENCIALISMO EN ESPAÑA 29

nesque, il me’en semble au contraire, dans la mesure oü il est


réusi, l’accomplissement le plus achevé, puisqu’il s’efforce de
saisir l’homme et les evénements humains dans leur rapport avec
la totalité du monde, puisque luí seul peut réussir ce á quoi
échouent la puré littérature comme la puré philosophie: évoquer
dans son unité vivante et sa fondamentale ambiguité vivante cette
destinée qui est la nótre et qui s’inscrilt á la fois dans le temps
et dans l’éternité.” 1
Permítaseme citarme a mí mismo y reproducir aquí algunos
párrafos de mi libro Miguel de Unamuno (1943), la mitad del
cual está dedicado a establecer la teoría de la novela existencial
o personal de Unamuno:
"La novela de Unamuno nos pone en contacto con esa verda¬
dera realidad que es el hombre. Éste es, ante todo, su papel.
Otros modos de pensar —porque de pensar se trata— parten
de esquemas previos y abstractos. . . Unamuno, en cambio, pro¬
cura la mayor desnudez y autenticidad posibles en el objeto que
trata de abordar. Intenta llegar hasta la inmediatez misma del
drama humano y contarlo, simplemente, dejándolo ser lo que es.
La misión de la novela existencial o personal es hacernos patente
la historia de la persona, dejándola desarrollar, ante nosotros,
en la luz, sus íntimos movimientos, para desvelar así su núcleo
último. Se propone, simplemente, mostrar en su verdad la exis¬
tencia humana.
”Para conseguir esto cuenta con el recurso que se acomoda
más perfectamente a su temporalidad: el relato. No se trata de la
mostración estática de una estructura, por ejemplo psíquica, de
una 'figura’, ni siquiera de las fases en que se desenvuelve, sino
de asistir a la constitución misma de la personalidad, en el tiempo.
Con esto se puede ver la vida humana desde ella misma, revi¬
viéndola sin convertirla en cosa, sin mirarla como algo hecho
que está fuera de nosotros. La novela se realiza en el tiempo,
dura, y además apresa un tiempo vital, un ritmo, presuroso o
pausado, que es el de una vida, muy distinto del tiempo del reloj
que va pasando mientras leemos; así, la novela constituye el
órgano adecuado para mostrarnos algo que también acontece

1 Ibid., p. 1163.
LA ESCUELA DE MADRID
30

temporalmente. Las dos, novela y vida, consisten esencialmente


en temporalidad.” 1
"La novela personal es un método del que puede servirse la
ontología como un estadio previo. Hemos visto cómo la índole
temporal y viviente del relato nos lleva a la realidad misma de la
historia o vida del personaje humano. Ésta es su misión más
fecunda. Constituye una vía de acceso al objeto que es la exis¬
tencia humana y su personalidad, a lo que ha de ser tema de
indagación filosófica. Nos puede poner en contacto con la reali¬
dad misma que tenemos que describir y conceptuar metafísica-
mente. Y esto es método en su sentido pleno y originario. La
novela de Unamuno nos da una primera intuición viviente y efi¬
cacísima del hombre; y éste es, forzosamente, el punto de partida
de todo posible conocimiento metafísico: el encuentro con la
realidad que ha de ser su tema.” 2
"En otros términos, es un primer paso para elevarse a una
analítica existencial o un estudio metafísico de la vida humana y
de los problemas que afectan al ser mismo del hombre. Repre¬
senta un estadio previo, en que se puede tomar un primer con¬
tacto con el objeto de la meditación filosófica. Un contacto en
que éste se muestra en la plenitud de su riqueza y plasticidad,
en su auténtico ser temporal, en situación, por tanto, de servir de
base y apoyo a la reflexión fenomenológica.” 3

EL SER DEL HOMBRE t

Esta metafísia, Unamuno no la hizo. He explicado las razo¬


nes de ello, y en el último capítulo de mi libro he trazado las
líneas generales de lo que hubiera podido ser el sistema filosó¬
fico de Unamuno si éste lo hubiese tenido. Esta metafísica frus¬
trada encierra sin embargo verdades de primer orden, descubri¬
mientos que no se pueden leer sin sorpresa, sobre todo si se
miran las fechas. Incluso el libro, tan deficiente, Del sentimiento
trágico de la vida, que no puede menos de provocar cierta
irritación si se lo considera como un libro de filosofía —lo que,

1 Julián Marías: Miguel de Unamuno. p. 68-69.


2 Ibid., p. 73.
3 Ibid., p. 75.
PRESENCIA Y AUSENCIA DEL EXISTENCIALISMO EN ESPAÑA
31

por otra parte, nunca hizo Unamuno—, que ha sido objeto de


una exasperante beatería por parte de algunos, y de aspavientos
por parte de otros, resulta un espléndido libro cuando se lo relee
a los cuarenta años de haberse escrito, midiendo las posibilidades
reales de aquel tiempo.
Ortega es quien ha hecho una metafísica sensu stricto —aun¬
que todavía no esté expuesta en forma sistemática y detallada—
y después de él sus discípulos inmediatos o indirectos, los que
pertenecen a lo que empiezan a llamar fuera de España "la escuela
de Madrid.”
El primer libro de Ortega, Meditaciones del Quijote, es de
1914. Pienso que todavía no ha sido leído en serio por más
allá de media docena de personas. Algún día me propongo hacer
una edición con lo que llamaban los humanistas "comentario
perpetuo”, a razón de dos o tres líneas por cada una de texto;
y es posible que provoque algún rubor al mundo intelectual de
lengua española.1
Empieza por un estudio de las relaciones del yo con su circuns¬
tancia, circum-stantia, lo que está alrededor de mí. Lo que yo
hago con mi circunstancia, y que es anterior a los dos términos
abstractos de esa relación, es mi vida, la realidad radical, a la cual
tenemos que referir todas las demás. "Hemos de buscar para
nuestra circunstancia, tal y como ella es, precisamente en lo que
tiene de limitación, de peculiaridad, el lugar acertado en la in¬
mensa perspectiva del mundo. . . En suma: la reabsorción de la
circunstancia es el destino concreto del hombre. . . Yo soy yo y
mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo.” 2
"En comparación con lo inmediato, con nuestra vida espontánea,
todo lo que hemos aprendido parece abstracto, genérico, esque¬
mático. No sólo lo parece: lo es. El martillo es la abstracción de
cada uno de sus martillazos.” 3 Y Ortega escribe además que

1 Véase: José Ortega y Gasset: Meditaciones del Quijote¡ Comentario de


Julián Marías. Biblioteca de Cultura Básica de la Universidad de Puerto
Rico, 1957-
2 Meditaciones del Quijote (1914), O. C., I, p. 322.
3 Ibid., p. 321. Trece años después, en su admirable análisis del ins¬
trumento (Zeug), Heidegger escribe: "Das Hámmern selbst entdeckt die
spezifische ’Handlichkeit’ des Hammers” (Sein und Zeit, p. 69).
32 LA ESCUELA DE MADRID

"el ser definitivo del mundo no es materia ni es alma, no es


cosa alguna determinada, sino una perspectiva”. 1
Este mismo libro nos da una descripción de un bosque, un
análisis de su realidad, desde el punto de vista de esta filosofía.2
Y para hacer ese análisis emplea la idea de verdad como alétheia,
como descubrimiento, revelación, desvelación.3
En 1922, Ortega añadía nuevas precisiones a su idea de la
vida humana: "La vida es un fluido indócil que no se deja
retener, apresar, salvar. Mientras va siendo, va dejando de ser
irremediablemente... La vida no es una cosa estática que perma¬
nece y persiste: es una actividad que se consume a sí misma.” 4
Dos años después: "vivir es, de cierto, tratar con el mundo, diri¬
girse a él, actuar en él, ocuparse de él.” 5
Quiero recordar otros textos más recientes, de 1933-35, que
subrayan el carácter propio del ser del hombre: "Hay en el
hombre, por lo visto, la ineludible impresión de que su vida, por
tanto, su ser, es algo que tiene que ser elegido. La cosa es estupe¬
faciente; porque eso quiere decir que, a diferencia de todos los
demás entes del universo, los cuales tienen un ser que les es dado
ya prefijado, y por eso existen, a saber, porque son ya desde
luego lo que son, el hombre es la única y casi inconcebible
realidad que existe sin tener un ser irremediablemente prefijado,
que no es desde luego y ya lo que es, sino que necesita elegirse
su propio ser. ¿Cómo lo elegirá? Sin duda, porque se represen¬
tará en su fantasía muchos tipos de vida posibles, y al tenerlos
delante, notará que alguno de ellos le atrae más, le reclanfta o
le llama. Esta llamada que hacia un tipo de vida sentimos, esta
voz o grito imperativo que asciende de nuestro más radical fondo,
es la vocación. En ella le es al hombre, no impuesto, pero sí
propuesto, lo que tiene que hacer. Y la vida adquiere, por ello,
el carácter de la realización de un imperativo. En nuestra mano
está querer realizarlo o no, ser fieles o ser infieles a nuestra
vocación. Pero ésta, es decir, lo que verdaderamente tenemos
que hacer, no está en nuestra mano. Nos viene inexorablemente
1 lbidp. 321.
2 lbid., p. 330-337.
3 lbid., p. 335-336.
4 O. C., II, p. 512.
6 lbid., p. 601.
PRESENCIA Y AUSENCIA DEL EXISTENCIALISMO EN ESPAÑA 33

propuesto. He aquí por qué toda vida tiene misión. Misión es


esto: la conciencia que cada hombre tiene de su más auténtico
ser que está llamado a realizar. La idea de misión es, pues, un
ingrediente constitutivo de la condición humana.” 1
He elegido este texto, entre varias formulaciones de estas
ideas, porque se publicó en francés en 1935, 2 y es accesible,
con todo su contexto, a los lectores de esa lengua, que han leído
años después en ella otras muy semejantes, si bien mezcladas
con algunos errores que en este pasaje se evitan. Por la misma
razón cito otro pasaje perteneciente al estudio Historia como sis¬
tema, publicado primero en inglés en 1935, y en 1945 en una
traducción francesa que, por cierto, contiene frecuentes errores,
capaces de hacer comprender inexactamente el pensamiento de
Ortega: "El hombre no tiene naturaleza. El hombre no es su
cuerpo, que es una cosa; ni es su alma, psique, conciencia o
espíritu, que es también una cosa. El hombre no es cosa ninguna,
sino un drama —su vida, un puro y universal acontecimiento
que acontece a cada cual y en que cada cual no es, a su vez, sino
acontecimiento. Todas las cosas, sean las que fueren, son ya
meras interpretaciones que se esfuerza en dar a lo que encuentra.
El hombre no encuentra cosas, sino que las pone o supone. Lo
que encuentra son puras facilidades y puras dificultades para
existir. El existir mismo no le es dado 'hecho’ y regalado como
a la piedra... Frente al ser suficiente de la sustancia o cosa, la
vida es el ser indigente, el ente que lo único que tiene es, propia¬
mente, menesteres. . . Este programa vital es el yo de cada
hombre, el cual ha elegido entre diversas posibilidades de ser
que en cada instante se abren ante él. . . Invento proyectos de
hacer y de ser en vista de las circunstancias. Esto es lo único
que encuentro y que me es dado: la circunstancia. . . El hombre
es novelista de sí mismo, original o plagiario. Entre esas posi¬
bilidades tengo que elegir. Por tanto, soy libre, entiéndase bien,
soy por fuerza libre, lo soy, quiera o no. La libertad no es una
actividad que ejercita un ente, el cual, aparte y antes de ejerci¬
tarla, tiene ya un ser fijo. Ser libre quiere decir carecer de
identidad constitutiva, no estar adscrito a un ser determinado,

1 O. C ., V. p. 209-210.
3 Mission du bibliothécaire. Archives et Bibliothéques, 1935.
34 LA ESCUELA DE MADRID

poder ser otro del que se era y no poder instalarse de una vez
y para siempre en ningún ser determinado. Lo único que hay
de ser fijo y estable en el ser libre es la constitutiva inestabili¬
dad.” 1
Se podrían acumular textos de Ortega, que añaden nuevas
precisiones a este núcleo de ideas fundamentales. Pero no tene¬
mos tiempo de insistir; basta con ver claramente el punto de
vista desde el cual plantea el problema. Únicamente voy a recor¬
dar todavía algunas líneas de la Meditación de la técnica (1933),
que ayudarán a comprender su pensamiento: "Si recapacitan
ustedes un poco hallarán que eso que llaman su vida no es sino
el afán de realizar un determinado proyecto o programa de exis¬
tencia. Y su yo’, el de cada cual, no es sino ese programa imagi¬
nario . .. He aquí la tremenda y sin par condición del ser
humano, lo que hace de él algo único en el universo. .. Un
ente cuyo ser consiste, no en lo que ya es, sino en lo que aún
no es, un ser que consiste en aún no ser. . . En este sentido
el hombre no es una cosa sino una pretensión, la pretensión de
ser esto o lo otro. Cada época, cada pueblo, cada individuo mo¬
dula de diverso modo la pretensión general humana.” 2
Y, por otra parte —no se olvide—: "El ser del hombre. . .
es a un tiempo natural y extranatural, una especie de centauro
ontológico.” 3 Y también: "La realidad humana tiene una inexo¬
rable estructura, ni más ni menos que la materia cósmica.” 4
Estos pasajes donde —como ve el lector— están cuidadosa¬
mente evitados ciertos escollos con los que otros han chocado,
bastan para hacer comprender la actitud de Ortega frente a la
vida humana y medir su alcance; pero hay que subrayar que
sólo se trata de dar algunas muestras de su pensamiento meta-
físico.
Pero la historia no termina aquí. En ese mismo ambiente
filosófico cuyo creador e inspirador principal es Ortega, otros

1 P' VI, p. 32-34. En inglés, en el volumen Philosophy and History,


dirigido por Klibansky y ofrecido a Cassirer (Oxford University Press, 1935).
Incluido después en el volumen de Ortega Toward a Philosophy of History
(New York, Norton). En francés, en el volumen Idées et croyances (Stock,
París, 1945, p. 89-92).
2 O. C., V, p. 334-335.
.
3 O C., V, p. 334.
4 O. C., VI, p. 242.
PRESENCIA Y AUSENCIA DEL EXISTENCIALISMO EN ESPAÑA 35

pensadores de su generación han trabajado esforzadamente. Ma¬


nuel García Morente (1886-1942), Juan Zaragüeta (nacido en
1883, el mismo año que Ortega), Eugenio d’Ors (1882-1954),
por caminos distintos, siguiendo orientaciones diversas, han enri¬
quecido el pensamiento español con algunos libros con los que
hay que contar, que merecen ser estudiados seriamente por el
que quiera conocer la filosofía de nuestro siglo.1
Y, sobre todo, Xavier Zubiri (nacido en 1898), una genera¬
ción más joven, católico como los tres últimos, representa una
posición de extremado interés dentro de la filosofía de nuestro
tiempo. En Zubiri se unen la inmediata tradición filosófica
española —Zaragüeta, Morente, y sobre todo, Ortega, fueron
maestros suyos— y el pensamiento de Heidegger —de quien
fué discípulo en Friburgo, como antes he recordado—, con una
profunda formación teológica y raros conocimientos de lenguas
y religiones orientales y, a la vez, de ciencias físico-matemáticas y
biológicas. Zubiri posee la ciencia actual, de la teología a la neuro¬
logía, de la física a la filología semítica, con una plenitud casi
inconcebible y que condiciona la estructura íntegra de su pensa¬
miento. Y su filosofía, sustentada, en cierta medida, por la
ciencia, al mismo tiempo exigida por ésta, ha añadido impor¬
tantes precisiones a la idea del hombre y de la historia y ha
planteado de una manera completamente nueva el problema de
Dios.2 3
Zubiri, en efecto, en su grueso libro, hasta hoy único, titulado
Naturaleza, Historia, Dios, 3 ha ahondado en el problema de la
historia y en especial de la historia de la filosofía. Sus trabajos
sobre la idea de la filosofía en Aristóteles, sobre Sócrates y la
sabiduría griega, sobre Grecia y la pervivencia del pasado filo¬
sófico, han vertido una luz nueva sobre el pensamiento antiguo
y sus relaciones con nosotros. Ha bosquejado una idea de la
historia fundada en la distinción entre potencias y posibilidades
y en las nociones de situación y libertad.4 Pero, sobre todo, ha

1 Véase, del primero, Ensayos y Lecciones preliminares de filosofía; del


segundo, Filosofía y vida (3 vols.); del tercero. El secreto de la filosofía.
2 Véase más adelante "Xavier Zubiri’’.
3 Madrid, 1944. Los trabajos que comprende se publicaron —salvo algu¬
nos inéditos— entre 1933 y 1942.
4 Op. cit., págs. 389 y ss.
3<S LA ESCUELA DE MADRID

descubierto una dimensión esencial de la existencia o de la vida


humana, por la cual el hombre no está simplemente "arrojado”
sino "implantado” en el ser, no es sólo existente, sino "religado”
a la existencia; es la idea ontológica de la religación, que le ha
permitido plantear la cuestión metafísica de la "deidad” primero,
de Dios después, y que es la fuente de una renovación del pensa¬
miento católico en España.1
Al llegar a este punto, me parece oír la voz un poco irritada
del lector: —Bueno, pero ¿por qué ha dicho usted que no hay
existencialismo en España? Acaba usted de mostrar que varias
de las tesis más características del existencialismo alemán y fran¬
cés han sido pensadas en España hace quince años, treinta años,
acaso cincuenta años; que se han escrito desde hace mucho tiempo
novelas "existenciales” o, si se quiere, "personales”; que usted
mismo ha hecho su teoría en fecha inverosímilmente temprana.
¿No sería más sincero decir sencillamente que hay existencialis¬
mo en España, pero que es poco conocido en el extranjero?
Sin embargo, tengo que insistir: dejando aparte a Unamuno,
que quizá fué existencialista en la misma medida en que no llegó
a ser filósofo, no hay existencialismo en España. Porque las tesis,
las ideas de que he hablado no pertenecen a una filosofía exis-
tencial, sino a otra forma de pensamiento filosófico, radical¬
mente diferente.

LA RAZÓN VITAL t

Existencialismo es una palabra bastante equívoca; algunos de


sus representantes más inteligentes y responsables —Gabriel
Marcel, por ejemplo— no la encuentra ya cómoda y prefieren
evitarla. Tal vez su significación va a restringirse y se va a de¬
signar con ese nombre la posición filosófica que plantea el
problema fundamental como una cuestión de prioridad de la
existencia sobre la esencia —es decir, en términos demasiado
escolásticos y que renuncian a renovar realmente la metafísica,
a ir al fondo del problema; con demasiada frecuencia, las actitu-

1 P/ 425 y ss- Véase también el estudio “El ser sobrenatural: Dios y


la deificación en la teología paulina”. Cf. mi San Anselmo y el insensato,
p. 107-116.
PRESENCIA Y AUSENCIA DEL EXISTENCIALISMO EN ESPAÑA
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des de mayores pretensiones revolucionarias, al aceptar el plan¬


teamiento de la cuestión y, simplemente, darle la vuelta, se
convierten en lo que llamé una vez ontologie traditionnelle d
rebours, ontología tradicional —escolástica o fenomenológica—
a contrapelo.
En todo caso, hay algunos rasgos comunes a la mayoría de las
tendencias, y sobre todo el carácter descriptivo y puramente
fenomenológico, cuyo aspecto negativo es cierto irracionalismo.
Frente a esto, la metafísica de Ortega y toda la corriente de
pensamiento que la toma como punto de partida, se define
esencialmente por el uso del método de la razón vital, del que
quiero decir, para terminar, una palabra.
En el siglo xix, el modelo intelectual era la ciencia "expli¬
cativa”, y por consiguiente la razón pura o abstracta. Pero la
vida y la historia son "inexplicables”, en el sentido de que no
se las puede "reducir” a un principio explicativo —el famoso
problema de las "leyes históricas”—, y si se quiere hacerlo se
les quita lo que tienen de más peculiar y se las falsea. El interés
por la realidad vital concreta condujo muy pronto al irraciona¬
lismo: Kierkegaard, James, Bergson, Unamuno, Spengler;1 y
la filosofía se atuvo a la descripción, que toma las cosas tales
como son, sin sustituirlas por construcciones a priori y cuya
forma más perfecta es la fenomenología de Husserl y su escuela.
Pero hay que preguntarse si se puede uno limitar a la des¬
cripción. La vida me es dada, pero no me es dada hecha, y tengo
que hacerla yo con las cosas; tengo, pues, que poseer de algún
modo la realidad que no existe todavía, y la vida es proyecto,
hay que previvirla imaginativamente. Sólo un horizonte de posi¬
bilidades hace efectivamente posible la vida, una figura de
mundo con la que puedo contar. La mera descripción es incapaz
de aprehender la realidad, la disuelve en "momentos” o "notas”
y deja escapar las conexiones de lo real, las que me permiten
"saber a qué atenerme”. Ahora bien, éste es el sentido más
profundo y original de la razón: dar razón de algo —lógon
didónai, según la expresión de Herodoto y Platón—. La des¬
cripción es, pues, necesaria, pero absolutamente insuficiente;

1 Cf. Julián Marías: Introducción a la Filosofía, cap. V.


LA ESCUELA DE MADRID

quiero decir insuficiente no sólo para conocer la vida, sino para


vivir. Tengo que elegir en cada instante lo que voy a hacer, lo
que voy a ser; para ello, tengo que saber a qué atenerme res¬
pecto a mi situación, tengo que dar razón de ella. La razón vital,
cuya doctrina fué formulada en muy temprana fecha por Ortega,
es la vida misma, porque la vida es verdaderamente el órgano
de la comprensión; comprender es ver funcionar algo dentro de
mi vida. La razón vital o viviente es, pues, la razón de la vida, la
razón concreta, tal como procede cuando se trata de poder decidir
y elegir lo que voy a hacer.1
La razón es descubierta, pues en el seno de la vida. Al mismo
tiempo se toma posesión intelectual, teórica, es decir, racional
de la vida humana, y se llega a una doctrina suficiente de la
razón, de la cual sólo serían un capítulo las teorías pretéritas.
Me he atrevido a definir la razón como "la aprehensión de la
realidad en su conexión”.2 Y se ve que la razón vital es la
razón sin más, y que únicamente hay que añadir ese adjetivo
porque, en general, cuando se habla de razón se piensa en for¬
mas parciales y abstractas —razón pura, físico-matemática, etc.—
La razón vital es, por tanto, el método de conocimiento filosó¬
fico de la realidad, de cualquier realidad.
Este punto de vista tiene, como es de suponer, graves conse¬
cuencias. Aquí no es posible enumerarlas, menos aún exponer¬
las. Es menester decir, sin embargo, que la razón vital —cuya
forma concreta es la razón histórica, porque la vida es histórica
en su sustancia misma y funciona siempre a un "nivel” determi¬
nado—, que es una razón narrativa, no es posible más que si
se la integra con una analítica o teoría abstracta de la vida huma¬
na, mediante la cual se llega a enunciados universales y nece¬
sarios, pero que para llegar a ser conocimientos reales necesitan
una concreción individual, circunstancial e histórica.3 Y esta idea
de la razón, por último, conduce a la empresa de una reforma
general de la lógica, hasta ahora reducida al pensamiento abs¬
tracto, y que debería plantearse el problema de las formas y las

1 Perdónese la dificultad, la probable oscuridad de esta página demasiado


condensada, que resume en unas cuantas líneas varios capítulos de doctrina.
Cf. mi Introducción a la Filosofía, caps. II-V.
2 Introducción a la Filosofía, V, 42.
3 Cf. Introducción a la Filosofía, cap. V.
PRESENCIA Y AUSENCIA DEL EXISTENCIALISMO EN ESPAÑA 39

estructuras del pensamiento concreto y sobre todo la teoría del


concepto como "función significativa”, no como simple "esque¬
ma abstracto”, tal como es considerado hoy por la lógica.1
Estas pocas páginas muestran en qué medida la filosofía
española de nuestro tiempo tiene relaciones con el "existencia-
lismo”, siendo —por razones históricas clarísimas— otra cosa
bien diferente. Creo que esa difícil tarea de construir una nueva
filosofía, en la que tantos están empeñados, exige recurrir a
todos los esfuerzos que se proponen llegar a ella. Por eso he
querido recordar a los lectores algunos rasgos de una corriente
de pensamiento que puede aportar otra manera de mirar las
cosas, y contribuir así a una perspectiva más correcta de la filo¬
sofía europea de nuestro siglo.

Madrid, 1950.

l He apuntado una crítica de la lógica tradicional y un bosquejo de los


postulados de esa reforma en el libro citado, capítulo III, V y, sobre todo, VII.
Genio y Figura
de Miguel de Unamuno
UNAMUNO EN SU MUNDO

D on Miguel de Unamuno nació en Bilbao el 29 de setiembre


de 1864. Reinaba en España Isabel II, y gobernaba —desde
unos días antes de nacer Unamuno—- Don Ramón María Nar-
váez. Prusianos y austríacos invadían Dinamarca para germani¬
zar los Ducados, mientras la Convención de Ginebra establecía
la Cruz Roja. En ese mismo año, que es el de la muerte de
Fernando Lassalle, funda Carlos Marx en Londres la Asocia¬
ción Internacional de Trabajadores. En América del Norte arde
la Guerra de Secesión; las victorias logradas por Grant y Sher-
man aseguran el triunfo del Norte y la libertad de los negros;
en Méjico, Maximiliano de Habsburgo, a la sombra de Napo¬
león III y apoyado por las bayonetas de Bazaine, forja aquel
Imperio irreal en el que Zorrilla fué poeta: la imagen del
fusilamiento de Maximiliano será uno de los recuerdos infantiles
más vivos en Unamuno. Es el año de la encíclica Quanta cura
y de la publicación del Syllabus, que había de gravitar, símbolo
de un momento de crisis intelectual, sobre la mente de Don
Miguel y de tantos otros. . .
La generación anterior a la de Unamuno —según mis cálculos,
la de 1856— cuenta algunos nombres significativos: el Cardenal
Mercier, el P. Coloma, Clarín, Emilia Pardo Bazán, Ramón y
Cajal, Vaihinger, Paul Bourget, Maura, Palacio Valdés, Guyau,
Henri Poincaré, Natorp, Royce, Freud, Wilde, Shaw, Menéndez
Pelayo, Lévy-Bruhl, Pío XI, Durkheim, Goblot, Simmel, Cossío,
Husserl, Bergson, Alexander, Dewey, Whitehead, Blondel, Ba¬
rres, Maeterlinck, Briand, Debussy, Lloyd George, Rickert, Som-
bart, Santayana. Entre los coetáneos de Unamuno, es decir, los
que pertenecen a la generación de 1871, encontramos a Max
Weber, d’Annunzio, F. C. S. Schiller, Troeltsch, Croce, Ganivet,
44 LA ESCUELA DE MADRID

Valle-Inclán, Benavente, Rubén Darío, Driesch, Brunschvicg,


Menéndez Pidal, Le Roy, Klages, Asín Palacios, Baroja, Azorín,
Russell, Scheler, Cassirer, Rilke, Machado, Maeztu. Unamuno
es el más viejo de los españoles citados en esta generación lla¬
mada del 98, que comprendería los nacidos entre 1864 Y i878-
Unamuno permanece en Bilbao, adscrito a su contorno vasco,
hasta 1880; estudia el bachillerato en el Instituto Vizcaíno, y su
curiosidad intelectual se nutre de los libros ideológicos que
encuentra en su casa: Balmes y Donoso Cortés; leyendo a Zorri¬
lla, en los ejemplos de su Retórica y Poética, conoce el encanto
del verso. Del 80 al 84 estudia Filosofía y Letras en Madrid;
desde entonces, hasta 1891, prepara oposiciones a diversas cáte¬
dras: de Psicología, Lógica y Ética, de Instituto; de Metafísica,
de Universidad; de Latín; por último, el 91, logra la cátedra
de Griego de la Universidad de Salamanca, con Menéndez Pe-
layo y Valera en el tribunal. Hacia 1894 empieza Unamuno, a
los treinta años, su vida de escritor; repárese en que su incorpo¬
ración a la vida española y a la literatura es tardía, lo cual explica
su tipo de conexiones con los escritores algo más jóvenes y su
forma de inclusión en el grupo literario español del 98 —que
no es en rigor una generación histórica—. ¿Qué horizonte inte¬
lectual ha encontrado Unamuno en este período receptivo de su
juventud? ¿Qué vigencia halla en torno suyo cuando empieza
a actuar personalmente? ¿Qué perfil, en suma, tiene el mundo
en que ha de vivir y al que se ve obligado a reaccionar? *•
Después de su niñez, agitada por la Revolución del 68 y las
luchas civiles que culminan en la República del 73 y en la última
guerra carlista, revivida por Unamuno en Paz en la guerra,
la vida pública española ha entrado en los cauces de la Restau¬
ración: Cánovas y Sagasta son los rectores de la política; al fondo,
Pi y Margall y Castelar. En Francia, bajo la Tercera República,
Sadi Carnot, Gambetta y Jules Ferry. En Inglaterra, en el apogeo
de la era victoriana, se alternan en el poder el viejo Gladstone
y el marqués de Salisbury. En Alemania, el nombre de Bismarck
llena toda la época. Por cierto, todos los políticos nombrados,
menos Gladstone y Bismarck, que son de la anterior, pertenecen
a la generación que pudiéramos llamar de 1826, que es, en
todos los campos, la que está en el poder.
GENIO Y FIGURA DE MIGUEL DE UNAMUNO
45

Lo mismo acontece con los representantes del teatro de la


época: Tamayo, Ayala, Echegaray, Sardou, Dumas (hijo), Ibsen,
Bjornson. Se ha producido el brote de la novela postromántica
y realista; con el recuerdo aún próximo de Flaubert o Camilo
Castello Branco, escriben novelas Valera, Pereda, Alarcón, Gal-
dós, los Goncourt, Daudet, Zola, Fogazzaro, Ega de Queiroz y
los más jóvenes, el P. Coloma, la Pardo Bazán, Picón, Palacio
Valdés, Maupassant, Bourget; en Rusia, la generación vigente
está representada nada menos que por Dostoyevski y Tolstoi. La
poesía, en España, se centra en dos figuras: Campoamor y Núñez
de Arce, a los que hay que añadir la vejez activa de Zorrilla
y el recuerdo de Bécquer; en Francia, tras el impulso baudelai-
riano, Mallarmé y Verlaine; en Inglaterra, Tennyson, Robert
Browning, Swinburne, Keats, tan gustados y leídos por Una-
muno; en Norteamérica, después de Longfellow, Walt Whit-
man; en Italia, Carducci.
En el ámbito del pensamiento, Unamuno encuentra las últi¬
mas promociones krausistas —así Giner de los Ríos— y el
comienzo del regeneracionismo, sobre todo Costa; y en la direc¬
ción literaria, dos figuras de distinto alcance: Clarín y Menéndez
Pelayo. Muy poco para nutrir una mente como la de Unamuno,
abierta desde temprano a la inquietud filosófica. ¿Y fuera de
España? Aquí las cosas son un poco más complejas, y en el caso
de Unamuno, probablemente el primer español contemporáneo
que conoce bien, desde dentro, el pensamiento europeo y se
articula con él, son esenciales algunas precisiones.
Las tres figuras europeas que gozan de plena vigencia en este
momento son sin duda Spencer, Renán y Taine; también, aunque
con influjo más restringido, Wundt; es decir, la generación posi¬
tivista discipular, la segunda generación postcomtiana, en que
empieza a aparecer el descontento y que va a intentar evadirse,
por distintas vías, de la limitación del positivismo. A este núcleo
hay que agregar otros dos, de autoridad más discutida y parcial,
pero con los cuales tienen que contar todos: los materialistas
—Vogt, Moleschott, Büchner, Haeckel— y los fundadores del
socialismo, los materialistas históricos —Marx, Engels, Lassalle—.
Todavía podrían añadirse nombres tan característicos como los
de Virchow, Broca o Charcot, y no es un azar que todos esos
46 LA ESCUELA DE MADRID

nombres, sin excepción apenas, se den cita en la misma genera¬


ción histórica. En segundo lugar, hay otros pensadores, decisivos,
pero que justamente no tienen vigencia: Kierkegaard, Dilthey,
Brentano; sólo del primero se encuentra influjo directo y perso¬
nal, eficacísimo y en fecha muy temprana, dentro de la crono¬
logía filosófica europea, en Unamuno.1 Por último, encontramos
los filósofos pertenecientes a la generación intermedia entre la
anterior y la del propio Unamuno, aquellos cuyo ascendiente
se inicia, los que en la mocedad de Unamuno luchan con los
antes nombrados, es decir, con el poder espiritual constituido.
Son, de un lado, los neokantianos más antiguos, que inician la
reacción antipositivista, apoyándose en el pasado: Lange, Lieb-
mann, Cohén; de otro lado, los que, en una forma o en otra,
acometen el estudio de aspectos y estratos de la vida psíquica,
poco atendidos, que los llevarán a una comprensión de la vida
en su sentido más profundo y pleno: los "empiriocriticistas”
Mach y Avenarius, admirados por Unamuno; Eduard von
Hartmann, escrutador de lo inconsciente; William James y,
sobre todo, Nietzsche: nombres que se agrupan en torno a la
fecha de 1841. Éste es el horizonte intelectual en que se halla
el joven Miguel de Unamuno, doctor en Filosofía y Letras
por la entonces —y tantas veces— problemática Universidad de
Madrid y catedrático de Griego en Salamanca.
He enumerado con alguna insistencia tantos nombres, porque
la proximidad de Unamuno a nosotros encubre el hecho deci¬
sivo de que su situación fué bien distinta de la nuestra. Y "sólo
dentro de ella se entiende bien el modo de reaccionar a una
circunstancia que fué la vida —y más concretamente la obra
literaria— de Unamuno. ¿Cómo era el mundo en que se formó
Unamuno y que había de intentar transformar? En primer lugar,
un mundo seguro y estable: los años que van de 1876 a 1912
—el año en que Unamuno escribe Del sentimiento trágico de la
vida, cuando ya está formada su mentalidad— son de los menos
problemáticos de la historia europea moderna. En todos los
países se repiten conceptos que apuntan de diversos modos a
una misma realidad, vista hostilmente por los espíritus más
inquietos y despiertos: el bourgeois, el filisteísmo, el marasmo

1 Cf. el libro de Lowrie: Kierkegaard, donde se subraya esto expresamente.


GENIO Y FIGURA DE MIGUEL DE UNAMUNO
47

Unamuno termina sus ensayos En torno al casticismo con uno


Sobre el marasmo actual de España, escrito en 1895—. En
segundo lugar, los prestigios dominantes eran entonces la Cien-
cia con mayúscula— y lo "oficial”, a los que se agrega, sobre
todo en Francia, el ilimitado del homme de lettres. En tercer
lugar, la seguridad política —fundada en la democracia liberal—,
económica —salvo los vientos de fronda, aún inconsistentes, que
amenazan al capitalismo con el nombre de "cuestión social”—,
científica —todavía está vigente el positivismo y no hay "crisis
de principios” en las ciencias— y, por último, histórica —basada
en la creencia en el progreso—, hace que no haya problemas
efectivos, en el sentido concreto de urgencias que el hombre
tenga que resolver para saber a qué atenerse, para poder vivir.
De ahí, en cuarto lugar, los caracteres que toma el oficio intelec¬
tual por estas calendas: de un lado, cierta utilización general
de la ciencia dominante, que refluye, como bien común de la
época, sobre los escritores no científicos; de otro lado, una última
frivolidad de los que hacen profesión de conocer. Será menester
explicar esto en dos palabras.
Como ha observado certeramente Ortega, los escritores de
este momento, los coetáneos de Unamuno, "saben” bastantes
cosas —Unamuno realmente muchas e importantes—, más que
los de las generaciones anteriores, y "hacen consistir la litera¬
tura principalmente en opinar’. En Unamuno es esto notorio;
en Ganivet, igualmente; él mismo se da cuenta de ello, y atri¬
buye a un amigo esta objeción a sus Cartas finlandesas (xn):
"Casi siempre empiezas bien —me dice—; pero a las pocas
líneas te tuerces y en lugar de decirnos lo que ves, nos dices lo
que piensas sobre lo que ves; lo que tú nos envías no son
impresiones: las impresiones te las guardas para mejor ocasión.”
En Barres o en Maeterlinck también ocurre lo mismo; incluso
en los más antiguos de la generación es visible; no digamos en
Shaw o Bourget; ¿no sucede igual en los españoles? Compárese
el caudal de "opiniones” de Alarcón o el propio Galdós con el de
Clarín o doña Emilia Pardo Bazán; en cuanto a Menéndez Pela-
yo, su método consiste formalmente, en buena medida, en opinar
sobre las realidades estudiadas por él; y Ramón y Cajal, cuando
se tomaba unas vacaciones de microscopio, las dedicaba a "opi-
48 LA ESCUELA DE MADRID

nar” sobre todo lo que se le ponía a tiro, con auténtica y frené¬


tica fruición.
Por otra parte, ¿qué representan los tres nombres cuya vigencia
intelectual señalaba más arriba? Spencer —de quien partió Berg-
son y a quien tradujo Unamuno—- está perfectamente seguro;
heredero de Comte y de Darwin, explora metódicamente un
mundo respecto al cual sabe ya a qué atenerse; y cuando ignora,
descansa en su ignorancia y proclama la incognoscibilidad de lo
que escapa a sus principios. El agnosticismo forma parte inte¬
grante de su sistema y no implica ningún problema especial:
basta que con lo incognoscible tenga un puesto definido en su
ingente o pus. Probablemente, Unamuno pensaba en Spencer al
hacerle decir a don Fulgencio, el de Amor y pedagogía, aquella
boutade de que la misión de la ciencia es catalogar el mundo
para devolvérselo a Dios en orden. Respecto a Renán, erudito
y comprensivo, gozador de formas históricas, melodioso y retó¬
rico, amante de la verosimilitud —ha dicho Ortega— más que
de la verdad, tampoco era un espíritu movido por la necesidad
apremiante de saber. Recuérdese la crítica de Gratry (Les so-
phistes et la critique), a su Vie de Jésus, y medítese en el hecho
de que Renán se contentó —y con él una época— con la cantidad
y la forma de ciencia que encierra este libro. Y Taine también
está seguro: tiene un método, el análisis; cree que la realidad
humana está determinada por la raza, el medio y el momento,
según leyes naturales precisas; cree también que la vida huftiana
es un atomismo psíquico, y que puede prescindir de los conceptos
de razón, inteligencia, voluntad, yo; su actitud —que también
trasciende con mucho de su caso particular— transparece en su
definición de la percepción como una alucinación verdadera:
una línea que merecería algunas páginas de exégesis.
Las reacciones frente a esta situación —salvo dos excepciones,
Dilthey y Brentano, que, precisamente por serlo, ocupan una
posición aparte en su tiempo— son de dos tipos: uno, el de los
que creen también que hay una certidumbre existente, pero que
está olvidada y hay que volver a ella; es el caso de los neokan-
tianos o de los neotomistas; otro, el de los que sienten que hay un
problema efectivo, y que éste es ante todo el conocimiento de la
vida humana; pero piensan que la razón es por su naturaleza
GENIO Y FIGURA DE MIGUEL DE UNAMUNO
49

misma opuesta a la realidad viviente, y su intento de aprehender


la vida implica en ellos una renuncia a la razón: así James,
Nietzsche, el mismo Bergson. Y hay que advertir que ningún
filósofo posterior a Bergson intervino real y efectivamente en la
constitución de la mente de Unamuno.
Y ahora hay que preguntarse cómo aparece la figura de Una¬
muno en ese mundo cuyos rasgos más salientes acabo de apuntar.

LA FIGURA DE UNAMUNO

¿Cómo han visto a Unamuno sus contemporáneos españoles,


más concretamente, el hombre medio de su circunstancia? Dicho
en otros términos, ¿cuál ha sido la figura pública de don Miguel
de Unamuno? En primer lugar, Unamuno provocaba una im¬
presión de extrañeza-, esta extrañeza se matizaba después positiva
o negativamente, según el tono afectivo con que era vivida: don
Miguel era "admirable”, "original”, o bien "raro”, "extrava¬
gante”, "paradójico”. ¿Cuál era la razón de esta extrañeza, que
importa retener?
La cosa empezaba por la figura corporal; don Miguel, con su
menuda cabeza de buho inquietante, inolvidable e inconfundible,
su silueta esbelta y recia, su modo de vestir sencillo y un tanto
inusitado, sus pajaritas de papel y su miga de pan, ha sido
durante muchos años un elemento pintoresco, azorante, curioso
de la vida española; algo que "había que ver”, que se enseñaba,
que todos, incluso los que nunca pensaban leerlo, conocían.
Cuando Unamuno empezaba a hablar o a escribir, esta impre¬
sión se acentuaba. ¿Qué era aquel señor? Un catedrático de
Griego. ¿Un helenista, entonces? ¡Ah, no! Unamuno no escribe
ni un libro, ni siquiera un ensayo o una monografía de su espe¬
cialidad profesoral, más aún, hace alarde de no escribirlos. ¿Qué
escribe, entonces? Por lo pronto, ensayos —género bastante
nuevo y poco usado en aquellos años de fin de siglo; compá¬
rese su forma y su estilo con los de la obra crítica de Valera,
por ejemplo—. ¿Ensayos literarios o filosóficos? No es fácil
decirlo; tan pronto como se decide uno por una clasificación,
parece verdadera la contraria. Poco después de iniciar su vida
literaria, don Miguel escribe una novela, Paz en la guerra; los

LA ESCUELA DE MADRID

lectores le encuentran también un "no sé qué” extraño; aquello


no es Galdós, Pereda o Alarcón; es algo que no se sabe cómo
tomar; en la duda, el público opta por tomarlo en muy escasa
dosis. Cuando Unamuno sigue escribiendo novelas, éstas son de
tal modo inusitadas e inauditas, que él mismo preferirá llamarlas
nivolas. Un poco tardíamente, a los cuarenta y tres años, publica
Unamuno su primer libro de poesía: unos versos muy raros,
que la gente no sabe siquiera leer; no tienen musicalidad, en pleno
reinado de Rubén y del modernismo; no son tampoco una super¬
vivencia del xrx; tienen más "ideas” que las usuales. Cuando,
más tarde aún, estrena don Miguel alguna obra teatral, el público
está de acuerdo en que aquello no es teatro. Y cuando escribe
largos libros doctísimos, llenos de citas en latín y en griego, en
alemán y en inglés, nadie se decide a tomarlos como filosofía
o ciencia; él mismo dice que acaso no sea aquello sino poesía o
fantasmagoría, mitología en todo caso. "Nunca pasaré —escri¬
be— de un pobre escritor, mirado en la república de las letras
como intruso y de fuera por ciertas pretensiones de científico,
y tenido en el imperio de las ciencias por un intruso también, a
causa de mis pretensiones de literato. Es lo que trae consigo
el querer promiscuar.” Y si pasamos a su actuación política,
encontramos el mismo fenómeno: sus partidarios y sus enemigos
no supieron nunca a qué atenerse respecto a él; sus afinidades y
sus hostilidades fueron siempre equívocas, aunque con un núcleo
—¡quién lo duda!— de sentido profundo, que casi nadie se
tomó el trabajo de desentrañar.
Un segundo elemento de extrañeza en Unamuno consistía en
que era, en efecto, un extraño en los círculos literarios e intelec¬
tuales madrileños. Unamuno era un provinciano, con todas sus
consecuencias; un vasco de Bilbao trasplantado a Salamanca, que
nutre su vida vegetativa con la sustancia de la vida cotidiana
de ambas ciudades; Unamuno iba y venía, hacía cortas aparicio¬
nes en Madrid para volver en seguida a Salamanca, a su círculo
de amigos, a sus paseos por la carretera de Zamora, "soñadero
feliz de mi costumbre”, a sus viajes castellanos o portugueses.
Pero como, a la vez, Unamuno estaba en contacto íntimo con el
pensamiento europeo, desde su oscuro rincón salmantino fun¬
cionaba como figura universal. La mayoría de los escritores de su
GENIO Y FIGURA DE MIGUEL DE UNAMUNO 51

tiempo estaban en Madrid; Unamuno en Europa-, en esa ciudad


española y europea que es Salamanca, suficientemente "insigni¬
ficante” -—aunque significativa— para no presentársele como
un contorno autónomo, sino remitirlo por fuerza al mundo real.
Esta "excentricidad” de Unamuno respecto al centro madrileño
de la vida española reforzaba su extrañeza; y su figura pública
beneficiaba de ese margen distinto y desconocido que le daba
su inmersión en la provincia.
A estos elementos se agregaba un tercero: el de sus lecturas.
Los escritores españoles del siglo xix se nutrían de modo prin¬
cipal de las obras de los autores nacionales; y en segundo lugar
de los franceses, en manifiesta relación de inferioridad respecto a
ellos; el resto del mundo es un vago país de hiperbóreos, al cual
se puede ir, ciertamente, pero como se va a una aventura de
exploración. Hay tres cosas: lo español, lo francés y lo extran¬
jero, que es lo ajeno, lo extraño. Incluso en los escritores de tipo
más científico, recuérdese la desvaída e inexacta idea, la visión
remotísima que tiene Balmes de los idealistas alemanes; Sanz
del Río tiene otra familiaridad con la filosofía alemana; pero
consiste principalmente en que va a ella, en expedición azarosa,
penetra por un punto en la selva oscura, y se retira después,
sin ser dueño de esa realidad explorada, sino más bien dominado
por ella. En los coetáneos de Unamuno se hace sentir más la
necesidad de Europa, pero en dos formas deficientes: una, la de
"estar al día”; otra, la de "europeizarse”, con conciencia implí¬
cita al menos de no estar en Europa. Todavía Menéndez Pelayo
se aquieta en la imagen fácil de las "nieblas germánicas”, a las
que se puede oponer la "luz de Trento . Doña Emilia Pardo
Bazán se sentirá obligada a asomarse a Francia y a Bélgica, y
hasta a tomar posición, en forma deficientisima y sin recursos,
respecto a Ea revolución y la novela en Rusia. El caso de Valera
es algo distinto: Valera, buen conocedor de las lenguas clasicas,
diplomático, gran lector, vive y goza la cultura europea, pero
más como un hombre del siglo xvm, y por otra parte, sin incor¬
porarse activa y realmente al pensamiento que encuentra en torno
suyo. Ganivet y Unamuno —mas el segundo , en posesión de
una formación sólida, se mueven desde luego en el ámbito de los
problemas intelectuales europeos, y por ello se encuentran direc-
LA ESCUELA DE MADRID
52

tamente referidos a la totalidad de esa cultura. La utilización del


haber intelectual de Europa entera es en ellos natural , inme¬
diata y efectiva. Unamuno ha leído y posee —no "cita”— lo
más sustantivo del pensamiento filosófico, teológico y religioso
clásico y contemporáneo, que le es familiar; los nombres que
salpican sus escritos no son nombres vanos, sino las fuentes de
que efectivamente se nutre su espíritu. Y como esto era total¬
mente desusado en su circunstancia, se convertía en una nueva
potencia de extrañeza. ¿Qué resonancias precisas podía provocar
en el lector medio español de 1895 a 1914 —fechas en que se
constituye totalmente la figura pública de Unamuno— la alusión
a Pascal, Kant, Kierkegaard, James, Avenarius, Harnack, Ritschl,
Butler, Spinoza, Schleiermacher y tantos otros? Y la manifiesta
preferencia de Unamuno por los pensadores y poetas ingleses
y alemanes, y aun escandinavos, italianos y portugueses, sobre
los franceses, terminaba de acentuar su múltiple rareza.
Esta extrañeza de Unamuno era, además, buscada y querida
por don Miguel. Como ejemplar típico de su momento histórico,
hace profesión de originalidad. Unamuno no se contentaba con
que, por las egregias calidades de su alma y por la novedad de su
efectiva actitud, su figura resultase original y llena de persona¬
lidad; necesitaba esa personalidad a priori, desde luego y en
todo momento, a propósito de lo grande y lo chico: desde las
más hondas raíces de lo que llamaba "el hondón del alma” hasta
el no llevar abrigo o corbata o hacer plástica con una bolita de
miga de pan. Es el signo del tiempo; Unamuno tiembla de verse
encasillado: "Buscan poder encasillarme y meterme en uno de
los cuadriculados en que colocan a los espíritus, diciendo de mí:
es luterano, es calvinista, es ateo, es racionalista, es místico o
cualquier mote de esos otros, cuyo sentido claro desconocen,
pero que les dispensa de pensar más. Y yo no quiero dejarme
encasillar, porque yo, Miguel de Unamuno, como cualquier otro
hombre que aspire a conciencia plena, soy especie única.” (Mi
religión). Y en Ganivet se encuentra este diálogo entre Pío Cid
y Martina, la que va a ser su mujer:
"—Oye tú, Pío —exclamó de repente, cuando esta idea se
le ocurrió—, pero tú ¿qué eres?
—Yo soy un hombre —contestó él.
GENIO Y FIGURA DE MIGUEL DE UNAMUNO 53

—Valiente contestación —replicó ella—; hombres son todos


los que no son mujeres. Lo que yo te pregunto es que qué eres.
—Yo no soy nada —contestó él.
—Nada, no puede ser —insistió ella—•; tú vives de algo.
—Vivo de lo que como, y como lo menos posible -—contes¬
tó él.
—Vamos, no seas guasón —insistió ella—. Tú tienes un
empleo, o una carrera o una ocupación. . .
—Tengo un empleo —contestó él—- que me da para ir tiran¬
do; tengo una carrera, y podría ser abogado, pero no ejerzo;
y me ocupo en traducir libros por necesidad, y en una porción
de cosas por mi gusto.
—De modo que eres abogado —dijo ella.
—No lo soy ni quiero serlo —afirmó él—; ya te digo que
no soy nada, ni seré jamás nada, porque no me gusta que me
clasifiquen.”
Esto es lo decisivo: "yo no quiero dejarme encasillar”, "no
me gusta que me clasifiquen”. Actitud —que hoy nos parece un
tanto pueril— consistente en eludir las formas habituales; en
esquivar los usos, sin darse cuenta de que éstos son un ingre¬
diente esencial y necesario de la vida humana, en lugar de acep¬
tarlos sin forcejeo, sin ocuparse demasiado de ellos, y vacar al
menester más delicado e interesante de henchirlos de sustancia
personal. Los hombres de aquellos años —repásense sus nom¬
bres— consumieron sus mejores esfuerzos en distinguirse, en
querer ser especies únicas, sin reparar en que el hombre hace
su vida única e insustituible alojado en los moldes sociales en
que su circunstancia histórica lo ha situado. Con demasiada fre¬
cuencia, sacrificaron el ser al ser distintos.
Pero esto ¿basta para explicar la anormalidad del escritor
Unamuno? Sus géneros literarios, ¿discrepan de los usuales en
su tiempo simplemente porque su autor quería ser distinto?
Desde luego, hay que reconocer que siempre lo quiso. Pero ¿no
tenía que serlo también? Junto a ese afán formal de ser único
__en el que, por curiosa paradoja, coincide con sus coetáneos—-
¿no podremos descubrir en la íntima pretensión personal de don
Miguel de Unamuno la razón de la peculiaridad de sus géneros
literarios?
LA ESCUELA DE MADRID
54

LA PRETENSIÓN DE UNAMUNO

Siempre que se entra en últimas cuentas con Unamuno hay


que volver a las profundísimas proposiciones de Spinoza 1 que
don Miguel hizo suyas y que constituyeron uno de los puntos
de apoyo de su pensamiento. Toda cosa,, dice Spinoza, en cuanto
es, tiende a perseverar en su ser, y ese conato, que no es sino la
esencia actual de la cosa, envuelve un tiempo indefinido; en
el hombre, ese conato es consciente; no sólo tiende el hombre a
perseverar en su ser, sino que lo sabe; .ese apetito consciente
se llama deseo —cupiditas— y para Spinoza es la esencia misma
del hombre (cupiditas est ipsa bominis essentia). Para Unamuno,
que recoge estas ideas, su pretensión es justamente ésta: perse¬
verar en su ser indefinidamente, no morirse nunca del todo,
eternizarse.2
Este afán de perduración constituye el núcleo de la pretensión
de Unamuno. Y aquí encontramos ya una diferencia real y no
buscada entre él y sus coetáneos: el horizonte de ultimidades o
postrimerías que determina toda la vida y le da su sentido se
había "socializado”, por decir así, en la época decisiva para
Unamuno; la Humanidad, la Cultura y la idea de Progreso —todo
con mayúsculas—- habían venido a convertirse en horizonte esca-
tológico del hombre europeo de fines del siglo xix y principios
del xx. Unamuno, por el contrario, reivindica —con una fuerza,
una originalidad y una emoción desconocidas en su tiempo—-
la vida perdurable, individual y personal, como único afán de
todos los hombres. "La cuestión humana —escribe en su ensayo
Soledad, en 1905— es la cuestión de saber qué habrá de ser
de mi conciencia, de la tuya, de la del otro y de la de todos,
después de que cada uno de nosotros se muera.” Y en 1912,
en el capítulo II de su libro Del sentimiento trágico de la vida,
dice Unamuno: "¿Por qué quiero saber de dónde vengo y a

1 Etbices pars. III, prop. VI-VIII.


2 En mi libro Miguel de Unamuno (Espasa-Calpe, 1943) he estudiado en
detalle el problema filosófico que Unamuno plantea y la forma que toma
en él, movido por esa pretensión, la exigencia de conocimiento. Aquí
sólo me interesa considerar esa misma actitud como raíz de la transformación
que impone a los géneros literarios que cultiva.
GENIO Y FIGURA DE MIGUEL DE UNAMUNO
55

dónde voy, de dónde viene y a dónde va lo que me rodea y qué


significa todo esto? Porque no quiero morirme del todo, y quiero
saber si he de morirme o no definitivamente. Y si no muero,
¿qué será de mí?; y si muero, ya nada tiene sentido.” Por
último, en el capítulo VII del mismo libro escribe: "Ser es obrar
y sólo existe lo que obra, lo activo, y en cuanto obra.”
Encontramos aquí apuntada una triple vertiente de la preten¬
sión de Unamuno, en cuanto se refiere al ser, al conocer y al
actuar. Toda cosa tiende a perseverar en su ser, sí; pero como
no todas tienen el mismo ser, aquí es donde comienza la cuestión.
El hombre tiene que perdurar en su ser propio, personal, y por
esto el problema de la pervivencia se presenta a Unamuno siem¬
pre como un problema de personalidad: no sólo seguir existiendo,
sino seguir siendo quien se es; y para ello es menester saber
a qué atenerse respecto a la inmortalidad. Pero —se dirá— de
esta actitud brotará, ciertamente, una creencia o una indagación;
Unamuno tendrá que preguntarse, para vivir esta vida, si vivirá
siempre; pero no se ve que de aquí derive una actitud literaria:
¿para qué, en efecto, había de escribir Unamuno? Ser es actuar;
la actuación es exigencia intrínseca; pero ¿es forzoso que esa
actuación sea sobre los prójimos?
Tres razones encontramos justificativas de la necesidad interna
de la actividad de Unamuno como escritor. La primera, la más
superficial, es que Unamuno, agónicamente preocupado por su
perdición, no desdeña, no desprecia —aunque con justicia menos¬
precie— lo que llamaba "la inmortalidad del nombre y de la
fama”, el renombre, la posibilidad de salvarse, al menos, en
la memoria de las gentes. La segunda razón es que el escritor
puede salvar más que el nombre: el espíritu que se vuelve a
actualizar, una vez y otra, en el de cada uno de sus lectores.

"Cuando me creáis más muerto


retemblaré en vuestras manos.
Aquí os dejo mi alma —libro,
hombre—, mundo verdadero.
Cuando vibres todo entero
soy yo, lector que en ti vibro.”

Así cantaba Unamuno en sus últimos años, confiado en revivir


en el alma estremecida de cada lector, Y la tercera razón, la mas
56 LA ESCUELA DE MADRID

honda, es que para Unamuno el ser personal no puede ser uni¬


personal. "Una persona aislada deja de serlo. ¿A quién, en
efecto, amaría? Y si no ama, no es persona.” El ser personal
del hombre, aquel que Unamuno pretende salvar, aquel en que
tiende a perseverar indefinidamente, exige la actuación, y concre¬
tamente una actuación sobre otras personas, sobre los prójimos,
movida por el amor, condición necesaria de esa personalidad.
Una persona aislada deja de serlo, dice Unamuno; su encerra¬
miento en una indagación solitaria hubiera comprometido radical¬
mente a sus ojos ese mismo ser personal que aspiraba a conservar
para siempre.
Y esta acción sobre los demás, ¿qué carácter había de tener?
¿Qué se proponía Unamuno respecto a sus prójimos, y por lo
pronto a sus lectores? Lo dijo muchas veces, con monótona insis¬
tencia; Unamuno no quería divertir a sus lectores, ni instruirlos,
ni hacerlos más sabios, ni siquiera convencerlos; quería dos cosas:
existir para ellos, ser insustituible e inolvidable, perdurar en su
memoria, la primera; la segunda, "hacer que todos vivan inquie¬
tos y anhelantes”.
Si por la primera de ellas viene a coincidir en su figura pública
con el tipo de escritor vigente en su momento, aunque el motor
último de esa apetencia fuese en él mucho más profundo que
en sus coetáneos, la segunda impone una alteración esencial en
los recursos literarios de que Unamuno tiene que valerse.
Unamuno, por su íntima vocación, va a ser escritor. El escritor
de su tiempo aspira a distinguirse, a resultar inclasificable —aun¬
que a la postre podamos abrir una clase precisamente con ese
epígrafe: "Inclasificables”. Unamuno, cuyo afán es resultar
único e inolvidable, se encuentra cómodamente alojado en esa
forma histórica que le ha correspondido. En este estrato —pero
sólo en éste— hay perfecta adecuación entre lo personal y lo
histórico como ingredientes de la vocación de Unamuno.
Pero no basta con esto. Unamuno no se contenta con la mar¬
cha de la Humanidad o con el Progreso indefinido: quiere vivir
por toda la eternidad, y no puede creerlo con sosiego, o no le
basta su fe deficiente para aquietarse: quiere saber. Esta preten¬
sión es, en su tiempo, más que escandalosa; Unamuno habla a
menudo de la "Inquisición científica” que hace imposible, me-
GENIO Y FIGURA DE MIGUEL DE UNAMUNO 57

diante el desvío y el desdén, enunciar siquiera tales cuestiones.


La ciencia vigente ignora, el problema, ese problema que es para
Unamuno la única cuestión. ¿Podrá hacer ciencia Unamuno,
en el sentido usual de la palabra? Además —y esto es lo decisi¬
vo— está en pleno vigor la creencia de que la razón no es apta
para conocer la vida, de que razón y vida son términos antitéticos
y opuestos. La razón, repiten los filósofos del siglo xix, mata
la vida, la razón sólo conoce lo inmóvil, lo permanente, lo sólido,
lo rígido, lo intemporal, y la vida es lo contrario: movilidad,
fluencia, inestabilidad, plasticidad, temporalidad. Si Unamuno
quiere conocer lo que es la vida humana, para saber si ha de
morir del todo o no, tiene que renunciar a la razón y buscar
otra cosa. No sólo le es esquiva la ciencia, por razones sociales:
le es inútil, porque nada le puede decir sobre su íntima congoja.
Podrá hacer literatura. A la literatura, a la poesía, se les
permite todo. Además, la forma dominante del intelectual no es
entonces —menos aún en España— el filósofo o el hombre
de ciencia, sino el literato. Unamuno será, pues, un escritor
literario. Pero ¿le basta con esto? Unamuno quiere saber, no lo
olvidemos, necesita imperiosamente saber. ¿Podrá conseguir esto
la literatura? Acaso. Desde hace unos decenios, se escriben en
Europa —sobre todo en Francia— ciertas novelas que tienen
inauditas pretensiones científicas; se llaman "observaciones”; sus
autores observan la realidad y se documentan minuciosamente;
se sienten muy próximos a los hombres de ciencia, biólogos,
psicólogos, sociólogos; y cuando buscan un nombre adecuado,
llaman a su género literario román experimental. El naturalismo
—que así se llama a esta tendencia— acaba de penetrar en Espa¬
ña. ¿Será ésta la forma literaria de Unamuno? Es indudable que
la tuvo en cuenta; pero para oponerse a ella. ¿Por qué? Por dos
razones: una, la de que Unamuno, en principio, se opone a las
formas vigentes que encuentra en su contorno, como buen hijo
de su tiempo: la otra, mucho más sustantiva, que Unamuno tiene
una idea radicalmente distinta de la vida humana, opuesta a la
que late bajo la novela experimental naturalista.1 Su literatura
tendrá que ser, una vez más, otra.
Por último, las formas usadas en su tiempo, ¿servirán para

1 Sobre esto, véase mi libro Miguel de Unamuno,


58 LA ESCUELA DE MADRID

hacer que todos vivan inquietos y anhelantes? Hemos visto que


el mundo que Unamuno encuentra en torno suyo está definido
por la seguridad, por la ausencia de problemas auténticos. Y
Unamuno viene a introducir el problematismo en lo más hondo
del alma de sus lectores, viene a inquietarlos, justamente porque
se sienten en seguro —¿se imaginaría esta actitud de don Miguel
en otras circunstancias, en ocasiones en que el hombre hubiese
vivido en íntima angustia y perplejidad?—También esta razón
obligará a Unamuno a buscar nuevas formas literarias.
Unamuno quiere saber; quiere conocer nada menos que la
vida humana y el sentido de la muerte, para poder saber si ha
de morir del todo o no; no cree que la razón le sirva para ello,
y su contorno no admite como ciencia ni el simple enunciado
de la cuestión; quiere actuar sobre los demás, sentirse en com¬
pañía de sus lectores "os llevo conmigo, hermanos —para poblar
mi desierto”—, y, sobre todo, inquietarlos. ¿Cuál será, pues, su
transformación de los géneros literarios vigentes? ¿Cuál ha sido
la figura real del escritor Miguel de Unamuno?

LOS GÉNEROS LITERARIOS DE UNAMUNO

La obra de Unamuno presenta formas muy variadas, que en¬


cubren una extraña insistencia en los mismos temas. Se ha dicho
que todo en Unamuno son ensayos: las novelas, el teatro, la
poesía; se ha dicho también que todo en él es poesía; por su parte,
el propio Unamuno consideraba como novelas todas sus obras, y
no pocas de las ajenas, desde la llíada hasta la Lógica de Hegel.
He calificado la obra de Unamuno como singular mezcla de
dispersión y unidad. Es evidente que en él todos los géneros
literarios que cultivó —la casi totalidad de los que encontró en
su horizonte— servían a un propósito unitario. La relación
de Unamuno con ellos no consistió primariamente en producir o
crear obras definidas por sus respectivas formas, sino más bien
en expresar su personalidad y actuar sobre sus lectores utilizando
la integridad de los recursos que esos géneros encierran. Tene¬
mos que ver ahora el carácter peculiar que cada uno de ellos
adquiere en sus manos.
a) El ensayo. — Unamuno comenzó su actividad literaria co-
GENIO Y FIGURA DE MIGUEL DE UNAMUNO 59

laborando en diversas revistas; la primera forma que cultivó fué,


por lo tanto, el ensayo. No era un género demasiado frecuente
en España, ni siquiera el nombre era muy usado. Se prefería
hablar de disertaciones, estudios críticos, etcétera; es decir, nom¬
bres más eruditos o escolares. Unamuno escribe ensayos que
acusan una visible influencia inglesa: son escritos breves o largos
—desde unas pocas páginas hasta el tomo considerable del Sen¬
timiento—, de marcado carácter literario, en el sentido de que
no son obras didácticas, sino que están compuestos con cierto
propósito de belleza, y a la vez con pretensión de conocimiento.
Esto, sin embargo, no es demasiado extraño ni nuevo, y no bas¬
taría para caracterizarlos, si no se agregase la forma peculiar en
que ambos designios se combinan y la razón intrínseca de que
se den juntos.
En primer lugar, los ensayos de Unamuno son rigurosamente
personales. Quiero decir con esto que están escritos en primera
persona, y que el yo que dice no es puro sujeto gramatical, ni
siquiera lógico, sino un yo concreto, individual y personal, que
es Unamuno. Por consiguiente, en lugar de aparecer estos ensayos
como "objetividades lógicas", como totalidades de juicios o racio¬
cinios, son, antes que nada, decires-, esto, el decir de un hombre
concreto, importa más que lo dicho-, el lógos de Unamuno es
antes un légein que un legómenon. En principio —aunque sólo
en principio, por supuesto—, un texto es inteligible aparte de su
autor, aunque se ignore quién es éste; en el caso de Unamuno,
el autor es un ingrediente esencial de su propio texto, y éste no
sólo está enunciado o dicho por él, sino apoyado y sustentado
por el propio Unamuno: toda su consistencia depende del autor.
He advertido en otro lugar 1 que los escritos de Unamuno están
llenos de citas de otros autores, que comenta incesantemente; pero
que las citas de Unamuno no son fuentes de autoridad, sino
fuentes de personalidad. "Los cita, sí, para apoyarse en ellos,
pero no lógicamente, sino de un modo vital: para hacer que todo
lo dicho lo sea por un hombre, en una determinada historia o
vida humana, y además para revivirla. Basta ver cómo insiste
en decir que habla del hombre Kant, del hombre Lutero, del
hombre Pascal, y ese afán de emplear el nombre —no sólo el

1 Miguel de Unamuno, p. 35.


6o LA ESCUELA DE MADRID

apellido—, y además traducido, cuando son extranjeros: Manuel


Kant, Guillermo James, Benito Spinoza. Los necesita a ellos,
a ellos mismos, personalmente, con sus vidas, no sus meras
doctrinas, y por eso los llama familiarmente por su nombre.”
Pues bien, esto acontece de modo eminente con él mismo, pre¬
sente en cada frase, que sería vacía si no fuera personalmente
suya.
Esto repercute en la selección de los temas. Un escrito delimita
siempre un área de realidad —en cualquier sentido que se tome
esta palabra— sobre la cual va a versar. Por lo general, estas
áreas se encuentran ya recortadas, como "asuntos” o "temas”
que existen, que están ahí; otras veces los temas se adaptan a
las articulaciones objetivas de la realidad. En Unamuno, por
el contrario, los temas aparecen como resultado de una posición
personal. El principio de individuación de los temas es su exis¬
tencia como tales, como problemas o estímulos, para Unamuno.
Por esta razón se aproximan a otros géneros literarios, a las
novelas o a la lírica. Un supuesto que ha actuado en la literatura
del siglo xix es que había dos tipos de escritos: los de "creación”
y los de "crítica”; con arreglo a esta división se ha interpretado
siempre la obra de Valera, en quien se dan ambas formas, o se ha
adscrito a cada autor a una de las dos posibilidades. Los ensayos
doctrinales de Unamuno son, desde luego, "creación”, en el senti¬
do preciso de que crean -—o recrean— el tema mismo, nacido de la
propia personalidad de su autor, como la trama de una novada
o la lírica emoción de un poema. De ahí la exigencia de belleza
literaria, que tiene en estos ensayos una necesidad rigurosa, bien
distinta de su mera presencia accidental, como en los trabajos
críticos de Valera. La belleza artística de éstos es mera conse¬
cuencia fáctica del hecho de que Valera era admirable escritor;
pero si no lo hubiese sido, el sentido general de estos escritos no
se habría alterado por ello; en el caso de Unamuno, hubiesen
perdido su eficacia.
Porque, en efecto, como no interesa primariamente lo dicho,
sino el decir, lo que más importa es el espectáculo dramático,
novelesco, de un protagonista —Miguel de Unamuno—, con un
coro histórico de espíritus agónicos semejantes, pugnando con
un tema. Este espectáculo es el que habrá de producir en el lector
GENIO Y FIGURA DE MIGUEL DE UNAMUNO 61

una emoción o conmoción —análoga a la kátharsis trágica en


Aristóteles— que lo haga sentirse personalmente incorporado
a esa lucha, que lo haga revivirla, y así vivir inquieto y anhelante.
"Si las reflexiones que voy a apuntar —escribía Únamuno al
comienzo de sus ensayos En torno al casticismo— logran sugerir
otras nuevas a alguno de mis lectores, a uno solo, y aunque sólo
sea despertándole una humilde idea dormida en su mente, una
sola, mi trabajo tendrá más recompensa que la de haber intensi¬
ficado mi vida mental, porque a una idea no hay que mirarla
por de fuera, envuelta en el nombre para abrigarse y guardar la
decencia, hay que mirarla por de dentro, viva, caliente, con alma
y personalidad. Sé que en el peor caso, aunque estas hojas se
sequen y pudran en la memoria del lector, formarán en ella capa
de mantillo que abone sus concepciones propias.”
Pero entonces, ¿qué pasa con el saberl Unamuno se da clara
cuenta de que eso que él hace no es ciencia en el sentido usual
de la palabra, y lo advierte desde luego. "Me conviene advertir,
ante todo, al lector de espíritu notariesco y silogístico, que aquí
no se prueba nada con certificados históricos ni de otra clase,
tal como él entenderá la prueba; que esto no es obra de lo que
él llamaría ciencia; que aquí sólo hallará retórica el que ignore
que el silogismo es una mera figura de dicción.” No es ciencia
en el sentido usual; no es razón —que Unamuno entiende como
raciocinio—, porque ésta no tiene nada que hacer en los temas
vivientes de Unamuno; pero éste se encuentra muy lejos de
pensar que sus ensayos no contengan otro modo, tal vez más
alto y real, de saber. "Me conviene también —agrega a conti¬
nuación—■ prevenir a todo lector respecto a las afirmaciones
cortantes y secas que aquí leerá y a las contradicciones que le
parecerá hallar. Suele buscarse la verdad completa en el justo
medio por el método de remoción, via remotionis, por exclusión
de los extremos, que con su juego y acción mutua engendran el
ritmo de la vida, y así sólo se llega a una sombra de verdad,
fría y nebulosa. Es preferible, creo, seguir otro método: el de
afirmación alternativa de los contradictorios; es preferible hacer
resaltar la fuerza de los extremos en el alma del lector para
que el medio tome en ella vida, que es resultante de lucha. Tenga,
pues, paciencia cuando el ritmo de nuestras reflexiones tuerza
6z LA ESCUELA DE MADRID

a un lado, y espere a que en su ondulación tuerza al otro y deje se


produzca así en su ánimo la resultante, si es que lo logro.” No
interesa, pues, el resultado, sino la resultante. La verdad a que
Unamuno aspira ha de estar haciéndose en el alma de cada lector;
y esto, el que la verdad sea revivida, es un modo más hondo y
sutil de prueba: es la prueba intrínseca, la mostración activa de
la verdad en estado naciente, actualizándose. Para Unamuno, nada
es verdad si no está siendo verdad. De ahí la exigencia de dra¬
matismo; el saber es algo que al hombre acontece; en primer
lugar, al autor; en segundo lugar, a cuantos se incorporen al dra¬
ma vivido originariamente por el autor y lo revivan conviviéndolo.
Esto explica la extraña factura de los ensayos de Unamuno,
y a la vez su extremada eficacia como incitación. Nadie deja de
sentirse enérgicamente movido por su lectura, y así movilizado
para el propio pensamiento. Apenas puede hallarse quien ejerza
en este sentido un influjo más real y más hondo. Y no sería
excesivo dividir a los españoles de nuestro siglo según que
hayan recibido o no la violenta incitación de Unamuno. Sus defi¬
ciencias no vienen de aquí, sino de la idea que Unamuno tenía
de la razón, y que le impidió ver que ésta, en su forma más
rigurosa y eficaz, brota de ese mismo drama humano que era
fuente viva de sus escritos. Por eso Unamuno no pudo pasar
de las adivinaciones, no llegó a las formas plenarias de saber,
y por eso, al mismo tiempo, no pudo quedarse en el ensayo, ni
siquiera como género orientado al conocimiento, y tuvo «que
buscar formas nuevas.
b) Los escritos ocasionales. — La expresión que acabo de es¬
cribir es redundante: todo escrito es ocasional, aunque en el
ánimo de su autor pretenda otra cosa. Al hablar de escritos
ocasionales de Unamuno me refiero, por tanto, a los que lo son
extremadamente, es decir, a los que tienen a la vez una motiva¬
ción circunstancial muy concreta y un destino primario de actua¬
lidad estricta. Todo escrito brota, por supuesto, de la circunstancia
en que su autor se halla; pero a veces su fuente es un ingre¬
diente aislado y transitorio de ella, un suceso, un paisaje, una
lectura, que adquiere pasajeramente un carácter central, que en
modo alguno responde a su puesto definitivo en la perspectiva
vital de su autor. Por otra parte, siempre se escribe para un
GENIO Y FIGURA DE MIGUEL DE UNAMUNO 63

momento de la historia; el escribir para la eternidad es una


ilusión óptica; cuando un decir humano alcanza larga vida, no
es porque se haya eternizado, sino porque se va reiterando su
actualización circunstancial a lo largo de la historia; pero el área
de "vigencia” primaria está a veces estrictamente delimitada, de
tal suerte que toda otra utilización o resonancia ulterior es cuali¬
tativamente distinta. Tal ocurre con los trabajos periodísticos,
las conferencias, las cartas: este tipo de decires tienen un des¬
tinatario archiconcreto en un momento preciso del tiempo; esto
es lo que constituye su justificación; cuando estos trabajos son
releídos en otras situaciones, su significación es otra, secundaria
y derivada. A este tipo de productos literarios es a lo que llamo
escritos ocasionales.
Son tres los motivos más frecuentes de los artículos o confe¬
rencias de Unamuno: las lecturas, los paisajes y la actualidad
política o civil; su modo de referirse literariamente a esta última
tiene un interés de mayor alcance, porque envuelve la peculia¬
ridad de su propia acción política, que fué una faceta importante
de su personalidad y, más aún, de su figura pública. En los tres
tipos de trabajos ocasionales, la "ocasión” es sólo en Unamuno
punto de partida. Un libro, un paisaje, un suceso, en lugar de
ser tratados por ellos mismos —en lugar de ser, sensu stricto,
"tema”—, se convierten en centros de condensación —valga la
palabra— de la personalidad de su autor: la vida interior de
Unamuno se precipita en torno a ese núcleo y cristaliza en obra
literaria, del mismo modo que ciertos cuerpos disueltos cristalizan
cuando se introduce en ellos un grano sólido, que ordena y fija
las móviles moléculas de su disolución.
Unamuno nunca va al libro comentado, no penetra en él, no
intenta transmigrar al punto de vista de su autor; más bien
lo atrae hacia sí y busca en él las resonancias de los rumores de su
propia alma; de ahí su curiosa impermeabilidad ante multitud
de escritores, ante épocas enteras: Unamuno sólo percibía un
repertorio reducido de notas, ciertamente de las más entrañables,
pero era sordo para todo lo rigurosamente ajeno; de ahí cierta
monotonía que se advierte en sus comentarios, los cuales vienen
a parar siempre al centro de su íntima preocupación; los "temas”
sólo le sirven para arrancar nuevos destellos a su personalidad.
64 LA ESCUELA DE MADRID

Por esto escribía Unamuno, al final de un artículo: "Y es, lector,


que alguna vez tengo que hablarte, en comentario perpetuo, no
de lo de antes, ni de lo de ahora, ni de lo de después, sino de lo
de siempre y de nunca, que ya volveremos a los pasos de la actua¬
lidad pasajera y a bailar al son de la guitarra simbólica.”
¿Y el modo de tratar los paisajes? Uno de los artículos de
Unamuno se titula Paisajes del alma, y este título ha sido puesto
certeramente al frente de un volumen publicado después de su
muerte.1 Ante un paisaje, Unamuno no se comporta como un
pintor; no intenta reproducir los elementos o ingredientes del
paisaje, en color y forma; no hace una enumeración de objetos,
ni tampoco intenta reproducir la "impresión” plástica que el
paisaje provoca. ¿De qué habla, entonces? Principalmente, como
siempre, de sí mismo. Al decir esto, se propendería a pensar que
Unamuno se desentiende del contorno natural o urbano, que éste
queda eludido y sólo sirve de pretexto. Si se atiene uno al tenor
literal de sus palabras, parece muchas veces que ocurre así; pero
si se fija un tanto más la atención, se repara en seguida en que
Unamuno tiene un modo realísimo y eficaz de referirse a los
paisajes: habla de sí mismo, sí, pero. . . en ellos. No se desen¬
tiende del contorno, sino que lo toma como tal. Unamuno, al
volver la atención a su propia realidad, la ve afectada por el pai¬
saje en que está inmerso y que momentáneamente entra a consti¬
tuirla, el paisaje queda virtualmente incorporado a su persona,
como horizonte suyo, y se hacen así recíprocamente inteligibles.
Y no es esto una "desrealización” o suplantación del paisaje,
porque un paisaje es algo visto, mejor aún vivido por el
hombre, y hay tantos paisajes como actitudes humanas los consti¬
tuyen en su peculiaridad. Por esto no es lo mismo el paisaje
del labrador que el del cazador, o del guerrero, o del pintor, o del
turista, o del meditador. Los elementos, por sí mismos inertes,
del territorio sólo alcanzan realidad efectiva al articularse en una
perspectiva determinada.
Por esta razón son vividos superiormente en la literatura paisa¬
jes —en general, ambientes o circunstancias— no descritos. Or¬
tega recuerda aquella frase de la correspondencia de Flaubert

1 Paisajes del alma, selección y prólogo de M. Garda Blanco, Revista de


Occidente, Madrid, 1944.
GENIO Y FIGURA DE MIGUEL DE UNAMUNO ó5

que dice, refiriéndose al Quijote: Comme on volt ces routes


d’Espugne qui ne sont nulle parí décritesl Y yo recuerdo haber
vuelto atrás en mi lectura, sobre una página de Sófocles, para
volver a gozar una descripción cuya vida me había sobrecogido,
y haber encontrado que no había descripción alguna; la vida
humana, cuando es narrada directa y eficazmente, envuelve por
sí sola una como descripción de su circunstancia. Al decir que
los paisajes de Unamuno son paisajes del alma, no se quiere
decir que estén "subjetivizados”, sino que aparecen como ámbito
que integra y hace posible un momento único e insustituible del
alma de su autor. El paisaje es también para Unamuno un recurso
expresivo de la personalidad y una mostración de su drama ínti¬
mo. Al hablar de sus novelas sin escenario, Unamuno decía que
se trataba de dar el drama "sin bambalinas”, y que dejaba para
otros escritos las descripciones del paisaje y del celaje. Pero la
verdad es que en la pintura vivaz de esas bambalinas queda
implicado esquemática y alusivamente el drama: la decoración,
para serlo, tiene que referirse a la acción teatral, humana, que
le da sentido y la hace ser efectiva decoración.
No se entiende, finalmente, la acción política de Unamuno,
ni, por tanto, sus escritos ocasionales sobre asuntos de la vida
política o —como él prefería decir— civil de su pueblo, si no
se tiene presente su distinción entre la historia y la intrahistoria,
tal como la expone, sobre todo, en el primero de sus cinco
ensayos En torno al casticismo, en el titulado La tradición eterna.
Unamuno repara en que, cuando se habla de "el presente mo¬
mento histórico”, se dice implícitamente que hay otro momento
presente que no es histórico. "Las olas de la historia —escribe—,
con su rumor y su espuma que reverbera al sol, ruedan sobre un
mar continuo, hondo, inmensamente más hondo que la capa que
ondula sobre un mar silencioso y a cuyo último fondo nunca
llega el sol. Todo lo que cuentan a diario los periódicos, la historia
toda del "presente momento histórico”, no es sino la superficie
del mar, una superficie que se hiela y cristaliza en los libros
y registros, y una vez cristalizada así, una capa dura, no mayor
con respecto a la vida intrahistórica que esta pobre corteza en
que vivimos con relación al inmenso foco ardiente que lleva
dentro... Sobre el silencio augusto, decía, se apoya y vive el
66 LA ESCUELA DE MADRID

sonido; sobre la inmensa humanidad silenciosa se levantan los


que meten bulla en la historia. Esa vida intrahistórica, silenciosa
y continua como el fondo mismo del mar, es la sustancia del
progreso, la verdadera tradición, la tradición eterna, no 1a. tradi¬
ción mentira que se suele ir a buscar al pasado enterrado en libros
y papeles y monumentos y piedras.” Y luego: "La tradición
eterna es el fondo de ser del hombre mismo. El hombre, eso es
lo que hemos de buscar en nuestra alma.”
Esto es lo decisivo. Unamuno busca en la intrahistoria el fondo
de ser del hombre mismo, es decir su ser personal. Esto da su
carácter inconfundible a la figura política que tuvo don Miguel.
Su vehemencia apasionada, su nobleza,' su peculiar incoheren¬
cia, su escaso "sentido histórico”. Todos nos hemos sentido —nos
sentimos aún en la memoria— extrañamente conmovidos por las
palabras políticas de don Miguel. (Y digo Don Miguel porque,
justamente en cuanto político, fué vivido así, personal, familiar
y casi paternalmente, por los españoles). Nos sentimos personal¬
mente aludidos, y su método de lucha política era también lo que
se llama "alusiones personales”. La acción política de Unamuno
era personal y extemporánea; su meollo era una apelación temá¬
tica a la libertad. ¿A la libertad política? Sí, desde luego; pero
sólo por ser consecuencia de la libertad personal. De ahí dima¬
naba su atractivo y su singular eficacia, que, como en el fondo
sabemos todos, perdura todavía. Pero ¿eficacia política? Proba¬
blemente, no. Unamuno desencantó siempre a los que se creyeron
sus partidarios o a los que pensaron que se había hecho partida¬
rio de ellos. La incoherencia política que en él advertían era la
consecuencia de su propia coherencia personal. ¿Por qué?
Los dos calificativos que he adscrito a la política de Unamuno
—personal y extemporánea, o sea inoportuna— no son adecua¬
dos a la política. En primer lugar, ésta tiene que ver poco con la
vida personal: la sociedad es vida des personalizada o impersonal;
la ojeriza que siempre tuvo Unamuno a la sociología nacía de
que su personalismo inmoderado palpaba este hecho decisivo.
A la persona humana no le queda otro recurso que vivir sumida
en lo impersonal, para poder así vacar a su íntima sustancia
personal. En segundo lugar, la política tiene que ser siempre
temporal, tiene que ser la del tiempo; la política es política de
GENIO Y FIGURA DE MIGUEL DE UNAMUNO
67

oportunidad —politiké pros toüs kairoús— o no es. Y Unamuno,


en sus escritos y en sus discursos políticos, personal e inoportu¬
namente, se escapaba de esa zona de realidad pública para desli¬
zarse hacia lo privado o hacia la silenciosa intrahistoria, sustancia
de la historia, dice, como la eternidad lo es del tiempo.
c) La novela. — Vimos cómo no podía satisfacerse Unamuno
con el ensayo, ni siquiera en la forma peculiar que recibió en
sus manos este género literario. La doble exigencia de "creación”
y "conocimiento”, que aparecía como la esencia misma de su
ensayo, había de encontrar satisfacción más plena, en ambas
dimensiones, en la novela. El haber dedicado a la novela de
Unamuno —el tema más sustancioso de los que éste suscita—
un centenar de nutridas páginas,1 me autoriza aquí a una con¬
cisión que en otro caso sería injustificada. La novela es la creación
más original y certera de Unamuno, aunque el libro en que han
estudiado literatura las dos últimas generaciones españolas diga de
él, por todo comentario: "Como novelista no se distingue mucho.”
Cuando, precisamente, lo que hizo fué distinguirse.
En 1882 publicaba en La Epoca doña Emilia Pardo Bazán
una serie de artículos que formaron el volumen titulado La
cuestión palpitante; entre los muchos escritos que esta obra sus¬
citó, el más importante fué el de don Juan Valera, denominado
Apuntes sobre el nuevo arte de escribir novelas, de 1887. No
hay que decir que la cuestión y el nuevo arte eran una sola y
misma cosa: el naturalismo. Las novelas que se escriben en Es¬
paña durante la juventud de Unamuno eran las que pudiéramos
llamar el "realismo moderado” —Valera, Alarcón— o el realis¬
mo más franco y de alguna tendencia naturalista —Galdós, Par¬
do Bazán, Picón—. Estas novelas tenían como supuesto la filo¬
sofía positiva de Augusto Comte, un tanto desvirtuada por los
positivistas posteriores. Tradicionalmente, se había llamado a las
novelas literatura de imaginación. Parecía que esta facultad era
la propia del novelista, como del poeta. Pero resulta que, según
Comte, la imaginación es cosa del estado teológico, del primer
estado histórico de la humanidad, y el estado positivo, el estado
definitivo de la mente humana, se caracteriza por "un predo¬
minio constante de la observación sobre la imaginación”. La

1 Cf. Miguel de Unamuno, p. 39-127.


68 LA ESCUELA DE MADRID

observación es el tema de la época: recuérdese aquel libro que


tanto circuló en la segunda mitad del siglo xix y que llevaba
como título éste, tan expresivo: Un million de faits. Y Daudet
dedica su novela L’évangéliste a Charcot, el profesor de la Sal-
pétriére, el pontífice de la neurología positivista, en calidad de
observaron. La novela de este tiempo pretende convertirse en
ciencia, se entiende, en ciencia experimental y positiva, y, aban¬
donando la imaginación, observar los hechos, sobre todo los
psíquicos, psicopatológicos y sociales: de Zola a Bourget se va
a hacer novela "experimental” y psicológica. "Hoy, que la No¬
vela se multiplica, crece, principia a ser la gran forma seria,
apasionada y viviente del estudio literario y de la información
social y, merced al análisis y a la investigación psicológica, se
convierte en la historia moral contemporánea; hoy, que la Novela
se ha impuesto los estudios y los deberes de la Ciencia, puede
reivindicar también sus libertades y sus franquicias.” Nada me¬
nos que esto escribían los Goncourt en el prefacio de Germinie
Lacerteux.
Unamuno encuentra en su horizonte vital esta vigencia; y
reacciona polémicamente frente a ella. Es un caso típico de ese
modo humano de comportarse, consistente en hallar un mundo
en el cual hay que vivir y que, por tanto, prefigura la forma
genérica de la vida, aunque queden abiertas las dos posibilidades
de adaptarse a él o reaccionar modificándolo. Unamuno recoge
esa aspiración al conocimiento que envuelve la novela naturalista.
Esto no se le hubiera ocurrido a un hombre de la generación
anterior a Zola y Daudet: no se le ocurre, en efecto, a Valera,
que piensa que la misión de la novela es divertir. (En lo cual,
sea dicho de paso, lleva perfecta razón, mucha más de la que
él mismo suponía, porque hay que tomar la palabra divertir
en un sentido muy radical, que, por cierto, no excluye un mo¬
mento de "saber” sui generis). Pero Unamuno tiene una idea
del hombre —en general, de la realidad— bien distinta de la
que tiene el positivismo. El hombre no es para él un repertorio
de actos psíquicos, menos todavía un ente natural perteneciente al
ámbito de la biología. El hombre tiene el modo de ser del sueño,
dirá Unamuno; es decir, la vida humana es un acontecer tempo¬
ral, algo que se hace, se sueña o se narra. Por otra parte, la
GENIO Y FIGURA DE MIGUEL DE UNAMUNO 69

imaginación, lejos de quedar descalificada, lejos de ser una


potencia de irrealidad, "es la facultad más sustancial, la que
mete a la sustancia de nuestro espíritu en la sustancia del espíritu
de las cosas y de los prójimos’’. Mientras la observación no sirve,
porque el hombre no es cosa natural, ni la razón, porque no es
capaz de apresar la fluencia huidiza de la vida sin enrigidecerla
y matarla, la imaginación es el instrumento que permite pe¬
netrar en la sustancia de la realidad viviente misma, saber a qué
atenerse respecto a la vida humana, llegar a palpar el "hondón
del alma”, el fondo de la persona, y anticipar imaginativamente
la muerte, previvirla para intentar así develar su secreto y ponerse,
figurativamente, en la situación de la muerte consumada.1
La novela, pues, como intento de aprehensión de la realidad
humana. Es lo que he llamado, a diferencia de la novela psicoló¬
gica, que se queda en los estados de conciencia, la novela perso¬
nal, que es un eficaz método de conocimiento, base para una
posible indagación filosófica acerca del ser de la vida y la persona
humana. Pero ahora tenemos que preguntarnos, aparte de la
significación de la novela de Unamuno para la filosofía, cuáles
son sus rasgos esenciales como novela, en qué consiste su pecu¬
liaridad como género literario.
En primer lugar, las novelas de Unamuno son breves. Las
más largas —Paz en la guerra, Niebla—, no rebasan un volumen
en octavo de 300 páginas; la mayoría son resueltamente breves;
algunas son simples "novelas cortas”. Este dato cuantitativo no
es desdeñable, porque el ser breves o largas las novelas no es
mera cuestión de tamaño, sino que acusa dos técnicas distintas,
dos tempos y dos perspectivas distintas sobre la realidad de los
hombres. La novela morosa, de ritmo lento, que concede largo
espacio a la mostración de vivencias y a la presentación de un
"mundo” —así Dostoyevski, Zola, Thomas Mann, Proust y
buena parte de la novela anglosajona actual—, y la novela ner¬
viosa y rápida, dramática, en que lo que importa es la acción
—interna o externa—, el acontecer mismo y la personalidad de
los agonistas —a veces Stendhal, a veces Galdós, Chesterton,
Mauriac, Baroja, Unamuno—. Deliberadamente, he recogido en

1 Acerca de todo esto remito, una vez más, a mi libro citado.


7° LA ESCUELA DE MADRID

estos ejemplos diferencias inmensas, para subrayar la afinidad


en una dimensión de cada uno de ambos grupos.
En segundo lugar, la desnudez del relato. Unamuno intenta
prescindir en la medida de lo posible del mundo de las cosas,
para atenerse al nudo relato temporal. La aparente excepción
—Paz en la guerra— no lo es, porque, como he mostrado en
otro lugar, su personaje es colectivo, es el mismo "mundo”, el
Bilbao de la última guerra carlista, y plantea una serie de proble¬
mas literarios de primer orden.
En tercer lugar, el punto de vista o de "hablada”, la perspec¬
tiva de la narración. Los dos puntos de vista habituales en la
novela son éstos: a) el autor narra lo que acontece a los perso¬
najes; b) uno de éstos refiere en primera persona lo que le
sucede en su convivencia con los demás. Unamuno usa las dos
técnicas; pero tanto en un caso como en otro, la situación efectiva
queda hondamente afectada: Unamuno multiplica las perspec¬
tivas. El relato va siendo vivido, alternativamente, desde uno u
otro de los personajes. En este sentido, la novela de Unamuno
es cinematográfica —con lo cual no quiero decir que se parezca
a la novela habitualmente filmada, porque éstas suelen tener
bien poco de cinematográficas—; es característica del cine la
multiplicación de los puntos de vista mediante el movimiento
y la sucesión temporal; mientras en el teatro el espectáculo se
realiza en un solo plano, el de la contemplación del espectador,
inmóvil en su butuca, en el cine se van tomando diversas^pers-
pectivas, hasta alcanzar una visión que tiende a la integridad.
Esto mismo sucede con los relatos de Unamuno, en que una
situación humana es vivida en la complejidad total de sus rela¬
ciones.
En cuarto lugar, y esto tiene conexión íntima con lo anterior,
en Unamuno se interpolan relatos mínimos, incoactivamente es¬
bozados, a veces en unas líneas, que enlazan los puntos de vista
principales y pueblan de vidas humanas el mundo novelesco.
En quinto lugar, por último, Unamuno respeta la esencial
opacidad de la persona. Nunca muestra a sus personajes, ni
siquiera cuando los ve "desde dentro”, en total diafanidad y
transparencia, porque sabía muy bien que la persona humana
no es nunca íntegramente poseída, ni aun por ella misma, sino
GENIO Y FIGURA DE MIGUEL DE UNAMUNO
71

que envuelve un inescrutable arcano. Los personajes de Una-


muno quedan cerrados sobre sí mismos, replegados sobre su
último secreto, llenos de problematicidad. También en este senti¬
do es la novela de Unamuno afín a la técnica cinematográfica,
en la que no es lícito violentar mediante la palabra la clausura
que el exterior impone a la intimidad del hombre, que sólo se
puede manifestar con recursos visualmente expresivos. Y por
este reducto último que ni siquiera el relato temporal de la vida
puede alcan2ar ni revelar, merece llamarse rigurosamente perso¬
nal la novela de Unamuno.
Pero —se dirá— aun siendo ciertos estos caracteres, que cons¬
tituyen calidades egregias —algunas sencillamente únicas—, den¬
tro de la novela europea, ¿no es evidente cierta "defectuosidad”
en las novelas de Unamuno? ¿No son, en cierto sentido al menos,
novelas frustradas? Yo creo que están aquejadas de dos defectos,
menos acentuados en Paz en la guerra y en San Manuel Bueno,
mártir, que por eso son, en última instancia, las mejores novelas
de Unamuno. Esos dos defectos podrían denominarse "esenciali-
dad” y "utopismo”. Entiendo por lo primero un predominio
casi exclusivo de las notas y las acciones esenciales a la constitu¬
ción y expresión de una personalidad, con olvido de la inmensa
muchedumbre de detalles triviales, cotidianos, anodinos si se
quiere, con que se teje la trama de nuestras vidas y que les da su
consistencia real. Y llamo "utopismo” a la omisión o posterga¬
ción de la circunstancia, que espectraliza los relatos, a pesar de
su vivo dramatismo. Pero imagínese la delicia que sería una
novela en que se uniese lo más certero del hallazgo de Una¬
muno a una circunstanciada narración de la vida humana en su
concreción jugosa, en su tupida temporalidad, saturada de mundo.
d) El teatro. — Podemos reducirnos a muy pocas palabras
sobre el teatro de Unamuno. Y no sólo porque dentro de su
obra tenga un puesto secundario, sino por razones más hondas.
Hemos visto que las novelas de Unamuno son, en grado extremo,
"dramas”; la ausencia de morosidad, la importancia de la acción,
la falta de descripciones y de análisis de vivencias, la frecuencia
del diálogo, la relativa impenetrabilidad y autonomía de los
personajes, son cualidades que convienen admirablemente a la
creación dramática. En este sentido las novelas de Unamuno son
72 LA ESCUELA DE MADRID

"teatrales” y —en la dimensión en que el teatro coincide con el


cine y alguna más propia de éste— "cinematográficas El teatro
de Unamuno, como era de esperar, se parece bastante a su no¬
vela. En algunos casos, la distinción casi se desvanece; así en la
novela, dialogada en su integridad, Dos madres. ¿Hasta qué
punto se pueden distinguir lo teatral y lo novelesco en ese relato
y en el El otro o El hermano Juan?
Pero esto, que nos haría pensar en las excelencias del teatro
de Unamuno, que beneficiaría de los hallazgos "teatrales” y
dramáticos de su novela, nos provoca al mismo tiempo cierta
perplejidad. ¿Es admisible esa casi total equiparación entre nove¬
la y teatro? No se olvide algo extremadamente sencillo, casi
perogrullesco, pero que por eso mismo se puede pasar por alto:
una novela es algo que hace el autor, es creación íntegra suya,
y su realidad no requiere más que una adecuada actitud del
lector; en el teatro, por el contrario, el autor no es más que un
ingrediente; el teatro es un espectáculo, montado con pretexto
de algo que ha escrito un señor; la importancia de este señor es
tan grande como se quiera, pero es parcial; el escenario, las deco¬
raciones, los actores y el público son ingredientes esenciales de la
obra teatral, y lo que solemos entender bajo este nombre, el escri¬
to del autor, no es más que un extracto o abstracto de la realidad
teatral entera. En ciertos géneros teatrales, por ejemplo en la
ópera, se ve desde luego que el libreto no es más que un elemen¬
to, en este caso secundario. El hecho de que algunos "libretos”,
firmados por Sófocles, Shakespeare, Lope o Racine sean geniales
no debe enturbiar el otro hecho de que, con toda su geniali¬
dad, no pasan de ser partes de una realidad más amplia, que es
el espectáculo dramático. Y las obras teatrales son teatralmente
geniales cuando a sus calidades literarias añaden el tener en cuenta
las posibilidades y las exigencias del espectáculo en cuanto tal,
y postulan su representación escénica. Así como el espíritu huma¬
no requiere su inserción en la corporeidad, y las almas separadas
sólo tendrán su plenitud al resucitar carnalmente, el escrito teatral
tiene que ser una realidad mutilada y deficiente, que pida encar¬
narse en el escenario. Toda obra teatral "suficiente” es, por eso
mismo, radicalmente deficiente. Y esto es lo que ocurre al teatro
GENIO Y FIGURA DE MIGUEL DE UNAMUNO
73

de Unamuno, que es también un esquema parcial o abstracto de


algunas de las condiciones que el teatro debería tener.
e) La poesía. — Vimos antes que Unamuno estaba constituido
—ésta es la palabra— por una pretensión radical, la de ser per¬
sonalmente siempre, y que esta su pretensión o conato ■—en tér¬
mino spinoziano— tenía una triple vertiente, orientada al ser,
al conocer y al actuar. Pues bien, la poesía de Unamuno emerge
de su más íntima pretensión, y además responde a esa triplici¬
dad de dimensiones; lo cual quiere decir lo que puede adivinarse
por la simple lectura de sus versos: que era poeta auténtico.
¿Por qué y para qué escribió versos Unamuno? En primer
lugar, Unamuno atribuía a sus versos una especial autonomía.
Los siente, en un sentido muy concreto, hijos. Los poemas, en¬
gendrados en su intimidad, no siempre logrados ("¡cuántos
en el primer vagido endeble —faltos de aire de ritmo se murie¬
ron!”), tienen vida propia una vez conseguidos, pueden salvarse
en la memoria, y con ella salvar a su autor:

"Estos que os doy logré sacar a vida,


y a luchar por la eterna aquí os los dejo;
quieren vivir, cantar en vuestras mentes,
y les confío el logro de su intento.”

Pero estos poemas, extraños a su autor en cuanto independi¬


zados de él, son, como los propios hijos, algo que emerge de su
mismo ser:

"Vosotros reveláis mi sentimiento,


¡hijos de libertad! y no mis obras
en las que soy de extraño sino siervo;
no son mis hechos míos, sois vosotros,
y así no de ellos soy, sino soy vuestro.
Vosotros apuráis mis obras todas.
Sois mis actos de fe, mis valederos.
Del tiempo en la corriente fugitiva
flotan sueltas las raíces de mis hechos,
mientras las de mis cantos penden firmes
en la rocosa entraña de lo eterno.”

Es decir, los versos descubren para Unamuno lo más auténtico


de su persona; son hijos de libertad, porque son, más que lo que
ha sido, lo que ha querido ser. "No hago el bien que quiero,
sino el mal que no quiero hago” —solía repetir Unamuno—,
74 LA ESCUELA DE MADRID

Sus versos son expresión de libertad, porque revelan y dejan


transparecer su más íntima pretensión: son manifestaciones del
ser personal, poemas, esto es, "creaciones” que patentizan la
más honda y oculta raíz de su autor, ignorada hasta para él mis¬
mo: y de ahí su peculiar autonomía.
En segundo lugar, la imaginación, la facultad más sustancial
en orden al saber, según Unamuno, se mueve con mayor liber¬
tad en la poesía. ¿Por qué? ¿Y la sujeción de la rima y el metro,
la esclavitud al artificio del verso? Es que para Unamuno no se
trata de hacer versos, de poner en verso algo que se piensa,
se siente o se quiere decir. Más bien al contrario: el modo de
existir de ciertas realidades poéticas es el ritmo; el poeta es el que
consigue arrancar de esa forma rítmica su "sentido” conceptual¬
mente expresable: y esto sólo se puede hacer mediante el libre
juego de la imaginación. Unamuno dice:

"No el que un alma encarna en carne, ten presente,


no el que forma da a la idea es el poeta,
sino que es el que alma encuentra tras la carne
tras la forma encuentra idea.”

Ahora bien, la adivinación imaginativa —la que, según Una¬


muno, mejor puede apresar la realidad viviente o el morir—,
ejercitada en plena libertad, palpa realidades inefables, intuíbles
pero ajenas al concepto —Unamuno piensa siempre en los dichos
indecibles que oyó San Pablo—, que sólo pueden captarse y
hasta cierto punto comunicarse en la alusión metafórica a Isas
vivencias. La poesía, que elude los conceptos, revive esa adivina¬
ción, y da así un extraño "saber” de realidades "insabibles”.
En tercer lugar, la acción sobre los prójimos, el hacer que
todos vivan "inquietos y anhelantes”, encuentra un instrumento
esencial en el verso. ¿Por qué? La razón es clara. De un lado,
la metáfora poética provoca alusivamente el contagio de la vi¬
vencia originaria del autor; tal vez ésta no es comunicable en
sentido estricto, no se la puede decir, la poesía la suscita análo¬
gamente, la hace revivir en una peculiar "simpatía”. Pero no
es esto sólo: el verso añade algo a lo que pudiera ser lo simple¬
mente poético: la cristalización y fijación de una forma. La
vivencia plasmada en verso se conserva intacta, con la totalidad
GENIO Y FIGURA DE MIGUEL DE UNAMUNO 75

de sus elementos expresivos y significativos. Cada vez que el


verso es leído, su temblor reproduce el del hombre que primero
lo compuso, como la vibración del auricular telefónico repite la
de la voz que se estremece y suena al otro lado del hilo o del
espacio. La figura del poeta queda salvada —transfigurada—
en esa forma, a la vez perdurable en su fijeza y llena de vida,
que es el verso. Unamuno, en unos versos que antes cité expresa
certeramente esto:

"Cuando me creáis más muerto


retemblaré en vuestras manos. ..
Cuando vibres todo entero,
soy yo, lector, que en ti vibro.”

* * #

Una de las funciones de la hermenéutica es hacer posible la


lectura, dando a esta palabra el sentido gravísimo que tiene y que
siglo tras siglo se va olvidando. Para ello, la hermenéutica intenta
reconstruir el mundo del autor que va a leerse y dibujar en él
el perfil de su vivir. Sólo así pueden interpretarse rectamente
esos gestos humanos que son las palabras escritas. Quisiera que
estas páginas ayudasen al lector a leer efectivamente a Unamuno:
nadie más que él lo hubiera deseado.

Madrid, 194 6.
Lo que ha Quedado
de Miguel de Unamuno
fíie ido a Bilbao por primera vez para hablar de Unamuno
en la ciudad en que nació. En rigor, había estado otra vez allí,
pero cuando tenía sólo dos o tres años, es decir, que no estuve,
sino más bien "me estuvieron”, como hubiera dicho acaso don
Miguel. Y sin embargo, Bilbao me era familiar y conocido, y al
callejear por él, sobre todo por el Bilbao viejo, apenas cambiado
en un siglo, reconocí sin esfuerzo la Plaza Nueva —"Mi Plaza
Nueva, fría y uniforme, cuadrado patio de que el arte escapa,
mi Plaza Nueva, puritana y hosca, mi metafísica”—, la Basílica
del Señor Santiago, las calles por las que había andado mucho
tiempo, horas y horas, a través de las páginas de Unamuno, de
su libro De mi país, de su novela Paz en la guerra, de sus poe¬
mas. Yo había frecuentado y amado a Bilbao antes de conocerlo
y esta visita ha sido sólo un reconocimiento, un segundo contacto
con la irreal ciudad amiga. Como ocurre con esas ciudades anti¬
guas, casi puros objetos literarios, cuya realidad nos sorprende
cuando el azar un día nos lleva hasta ellas: El Cairo, Jerusalén,
Constantinopla, Atenas.
Yo tuve un encuentro temprano con Unamuno, como lo tiene
todo español, y más si es de vocación intelectual. Cuando yo
era muchacho, Unamuno era una figura notoria en España, un
poco extraña, casi pintoresca. Todos recuerdan su cabeza de buho,
el alto chaleco que ocultaba primero la corbata y luego la falta de
corbata, la pajarita en la solapa, la figura erguida, sin abrigo, en
el invierno. Algunos malintencionados aseguraban que llevaba
un periódico debajo del chaleco cuando hacía demasiado frío, y
esta murmuración formaba parte del personaje, de su leyenda.
Era una figura conocida de todos, una de esas realidades com¬
partidas por todo un país, y el primer contacto que se tenía con
8o LA ESCUELA Í)E MADRID

Unamuno era ése, el de su figura, cuando se lo veía, de cuando


en cuando, por las calles de Madrid, furtivamente señalado por el
dedo de muchos; sólo después venía el encuentro con Unamuno
como autor, pero éste llegaba en seguida.
Recuerdo mis lecturas adolescentes de Unamuno: sus libros
de ensayos, sus novelas —a las cuales se hacía entonces poco
caso—-, sus poesías —también en segundo plano—, sus artículos
en El Sol o en Ahoya. La obra de Unamuno estaba sustentada
por su persona; apenas podía pensarse que perviviera sin él. Con
su barba blanca, su pajarita, sus bolas de miga de pan, su chaleco,
sus extravagancias, aparecía la persona como sustentadora de la
obra. No era un azar, porque ésta era la técnica de Unamuno.
He dicho que en él las citas no eran fuentes de autoridad, sino
fuentes de personalidad. Unamuno trató siempre de personalizar
su obra, de rodear sus escritos de personas, crear una compañía
y como convivencia dentro de sus páginas. Era una persona atrac¬
tiva, desazonante, problemática. El Unamuno que yo conocí,
el Unamuno viejo —-que parecía más viejo—, el de los últimos
años, planteaba por lo pronto una primera duda: ¿hasta qué
punto se lo podía tomar en serio? Porque cuando se leía a
Unamuno se tenía una impresión doble, desconcertante: de indu¬
dable genialidad, de enorme fuerza literaria; sí, pero también
—sobre todo si se tenía una disciplina intelectual un poco exi¬
gente— era imposible evitar un movimiento de descontento: ¿era
responsable? ¿No menudeaban en sus escritos y en sus gestos el
capricho, la arbitrariedad, la ligereza, hasta en ocasiones el his-
trionismo? Parece igualmente indudable. No era posible saber
a qué carta quedarse. Emanaba de su persona una gran dignidad,
una desusada entereza y hombría; Unamuno fué valiente como
pocos hombres, y con valentía civil, la más difícil e insólita en
nuestro pueblo; pero era arbitrario, caprichoso, con frecuencia
injusto, a veces frívolo, caricatura de sí mismo. Y su obra, una
mezcla inquietante de razón y sinrazón.
En los primeros meses de la guerra civil, el último día del
año 1936, Unamuno murió súbitamente en Salamanca. En un
poema, Unamuno había imaginado —"Es de noche en mi estu¬
dio’’— que al escribir, en la soledad silenciosa de su cuarto de
trabajo, aquellos versos, quedase muerto de repente, y al ir a
LO QUE HA QUEDADO DE MIGUEL DE UNAMUNO 8l

anunciarle la cena encontrasen su cuerpo pálido y frío. "Tiemblo


de terminar estos renglones, / que no parezcan / extraño testa¬
mento, / más bien presentimiento misterioso / del allende som¬
brío, / dictados por el ansia / de vida eterna. / Los terminé y
aún vivo.” Y debajo la fecha: Noche Vieja de 1906. Exacta¬
mente treinta años, día por día y hora por hora, antes que la
muerte viniera a buscarlo, en su estudio, silenciosa, "paso ater¬
ciopelado de pie desnudo”.
"Recuerdo —he escrito en otro lugar— aquella madrugada
de primeros de enero de 1937, en un tren de guerra, de aquellos
que salían cuando podían y llegaban a su destino —si es que
llegaban— a las horas más inverosímiles. Después de una espera
interminable en la estación de Albacete, glacial, abreviada por
algunas páginas de Proust —¡Proust en la estación de Albacete,
una noche de guerra!—, el tren me llevaba, jadeante, hacia
Valencia. Y de pronto, al amanecer, en una parada cerca ya de la
ciudad, una voz que grita los periódicos frescos; y en mi mano
un diario anarquista con un estupendo título: Fragua Social. Allí,
entre noticias de bombardeos, partes de guerra, consignas, invec¬
tivas y retórica revolucionaria, la muerte de Unamuno en Sala¬
manca. ¡La muerte de Unamuno! Estas dos palabras juntas
—muerte, Unamuno—, juntas como siempre, pero con una pre¬
posición posesiva, que al hacer aparentemente a la muerte de
Unamuno, hacía a éste ya para siempre suyo. ¡Ya no había
Unamuno! ¡Qué soledad, muerta quietud, desmayo y silencio
caía sobre nosotros! La tremenda realidad de Unamuno, volatili¬
zada de este mundo, en medio de ese estupor que es la guerra.”
Sentí, sentimos muchos, esa impresión de orfandad que se
tiene cada vez que desaparece uno de nuestros viejos, de esos
grandes viejos que hemos encontrado como se encuentra la ciu¬
dad, los árboles añosos, la línea del paisaje al fin del horizonte.
Pero han pasado años, muchos para la aceleración que hoy lleva
nuestra vida, muchos también para la trayectoria de nuestra vida
individual, y cabe preguntarse qué ha pasado con Unamuno,
qué ha quedado de Unamuno, quiero decir aquí abajo, qué nos
ha quedado de él.
Hace diez años, Baroja anunció que de Unamuno iba a quedar
muy poco: "Ya después de muerto, sin el brazo poderoso que
82 LA ESCUELA DE MADRID

sostenía el armazón de su obra, ésta se desmorona.” Esta profecía


no se ha cumplido; la figura pública, intelectual, literaria, de
Unamuno ha crecido con el tiempo. Cuando hace doce años
escribí un libro sobre Unamuno, pensé que podría decirle adiós,
se entiende como tema; no ha sido así: en los Estados Unidos, en
América del Sur, en España otra vez, tuve que volver a inclinar¬
me sobre su figura y sus textos: conferencias, cursos, una tesis;
no he podido desentenderme de él; y esta obra, muerto Unamuno,
ahora que no está respaldada, sostenida por su figura viva e
inquieta, sigue apareciendo fuertemente teñida de personalidad.
Unamuno sigue presente en su obra, aunque en forma distinta:
"Cuando vibres todo entero, / soy yo, lector, que en ti vibro.”
¿Cómo ha sido visto Unamuno en España? De innumerables
maneras individuales, también de muchas maneras colectivas,
por lo menos tantas como generaciones se han ido sucediendo;
y según mi cuenta, desde Unamuno hasta los muy jóvenes van
cinco generaciones: la suya, la "generación del 98”, y que es
aquella cuyos nacimientos se agrupan en torno a la fecha 1871;
la que yo llamaría de 1886; la de 1901; la de 1916, a la que yo
pertenezco; por último, la de 1931, la de los que están empe¬
zando a ser. ¿Cómo han visto a Unamuno los españoles de estas
cinco generaciones sucesivas?
Los del 98 se encontraron con un coetáneo que era el mayor
de todos; si mi cuenta es exacta, Unamuno está en el borde ini¬
cial de la generación, nacido en su primer año, 1864; qfa más
viejo que Valle-Inclán, Baroja, Azorín, Maeztu, los Machado;
todos ellos reconocieron en él cierta jefatura, que venía de esos
pocos años más y, sobre todo, de que entre los hombres del 98
Unamuno era el único pensador, el único hombre de doctrina.
Pero para sus coetáneos, Unamuno no era primariamente un
autor: era un hombre vivo, con virtudes y defectos, acaso incó¬
modo, con inequívoco prestigio personal.
La generación siguiente es menos literaria, más intelectual. A
esta generación pertenecen Ortega, d’Ors, Marañón, Pérez de
Ayala, Marquina, Américo Castro, Madariaga, Ramón Gómez
de la Serna, Miró. En ella hay ciertamente literatos, como mu¬
chos de los nombrados, como el escritor químicamente puro
—Ramón Gómez de la Serna—, poetas como Juan Ramón Jimé-
LO QUE HA QUEDADO DE MIGUEL DE UNAMUNO
83

nez; pero está caracterizada por hombres de doctrina, de pensa¬


miento, de formación universitaria. Y frente a Unamuno, una
actitud doble: admiración y descontento. Descubren en él una
doctrina, tal vez una egregia doctrina, pero insuficiente; doctrina
y capricho, inextricablemente ligados; y además estos hombres de
doctrina encuentran en Unamuno otra doctrina. El género de los
vates es irritable, pero no sólo él: toda la gama intelectual es
irritable, como los demás hombres, dicho sea de paso, porque
la irritabilidad parece ir unida a la condición humana. No falta la
irritación respecto a Unamuno, en la generación que lo sigue;
y hubo, desde luego, una real falta de continuidad: nadie sigue a
Unamuno como continuador, nadie se añade a él, empieza donde
él llegó y agrega otro sumando.
La tercera generación, la de 1901, esto es, los nacidos entre
1894 y 1908, es la de los "nietos”. En ella encontramos una
reacción peculiar: adhesión admirativa y busca de un apoyo en
el "abuelo” contra el "padre”. Un apoyo táctico en Unamuno
en la polémica frente a la generación anterior. Los hombres de
esta generación aceptan cierto caudillaje de Unamuno, pero pura¬
mente literario, quiero decir no personal; la relación con él como
persona es mucho menor que entre sus coetáneos. Unamuno
empieza a funcionar como hombre público, como figura pública,
como autor. Tampoco hay discipulado en esta generación. Sigue
sin aparecer nadie que sea propiamente continuador de Unamuno.
Y no es frecuente la comprensión estricta de su obra: se hacen
gestos admirativos, a veces extáticos, otras veces de reproche,
descontento y malhumor. Pero entender, lo que se llama entender
a Unamuno, acaso ni se intenta en serio. Lo que esta generación
empieza a comprender, eso sí, es la poesía de Unamuno; se
empieza a gustar de una poesía sobre la cual antes se había res¬
balado desdeñosamente, porque era poco musical, dura, con gran
pobreza de imágenes y metáforas, porque no hablaba de cisnes,
nenúfares ni azucenas en la época en que triunfaba el moder¬
nismo, y en los años en que se consuma la "deshumanización
del arte”, Unamuno escribe nada menos que Teresa, relato poé¬
tico y bastante becqueriano de la muerte por consunción de dos
novios de provincia.
Mi generación, la que llamaré de 1916, se encuentra ya a
84 LA ESCUELA DE MADRID

mucha distancia. Unamuno estaba lejos; no sólo no era compa¬


ñero nuestro, sino que ni siquiera estaba en el inmediato horizon¬
te. Empezaba a ser viejo, y sobre todo lo parecía: llevaba muchos
años de vejez —de espléndida, enérgica, floreciente vejez—
cuando murió sólo de 72 años, edad que en otros es hoy casi
juventud. Teníamos además otros maestros —unos, unos, y otros,
otros—, veníamos de fuentes intelectuales distintas. No teníamos
ningún trato con él, o si acaso mínimo y tangente. Yo no traté
a Unamuno más que en los quince días que pasó en la Magda¬
lena, en la Universidad Internacional de Santander, en 1934;
le oí leer El hermano Juan, escuché sus versos, contemplé el
paisaje que él mismo era, conversé con él en grupo algunas
veces, a solas tal vez una o dos, acaso ninguna. No era frecuente,
ni fácil, comunicación más íntima y real. Por otra parte, esta
generación tenía instrumentos intelectuales distintos y que iban
más allá de Unamuno; instrumentos que han permitido plan¬
tearse en serio por primera vez el problema intelectual de qué
era la obra de Unamuno.
Y la última generación, cuya fecha central sería 1931, la de
los que andan ahora entre los quince y los treinta años aproxi¬
madamente, ha encontrado a Unamuno de forma ya muy distinta.
Por lo pronto, muerto; Unamuno como un pretérito; además
como un tema polémico frecuentemente negado, excluido, en
todo caso interpretado. Y ha sido frecuente en esta generación
—está siendo frecuente— el descubrimiento de Unamwno, al
primer contacto directo con su obra, como una maravillosa vita¬
lidad, una inesperada genialidad literaria, un profundo y nuevo
atractivo; todo bien distinto de una imagen inyectada tal vez a
presión sobre las mentes juveniles, sin otro fin que desanimar
de ese contacto; y cuando éste se produce, sorprende a los que
no lo conocieron de otro modo en un estado que yo llamaría de
indefensión.
Al llegar a este momento, después de haber pasado revista,
casi como en una película cinematográfica, a estas cinco genera¬
ciones, hay que preguntarse cuál es la perspectiva actual de la
figura de Unamuno, cómo nos aparece, cómo lo encontramos hoy.
A medida que la historia va pasando, toda realidad, y más aún
una realidad humana, nos va mostrando un escorzo distinto.
LO QUE HA QUEDADO DE MIGUEL DE UNAMUNO «5

Unas zonas se iluminan, otras quedan en oscuridad; se atiende


a unos elementos, otros se olvidan; lo que hace veinte años inte¬
resaba hoy no interesa, tal vez nos apasiona lo que hace treinta
años pasó inadvertido. Han irrumpido elementos nuevos dentro
de la obra de Unamuno, a los que antes se prestaba poca aten¬
ción; por ejemplo, la novela, para mí lo más importante, con
mucho, lo más original, lo más creador, lo más interesante filosó¬
ficamente; a pesar de lo cual el libro en que se ha estudiado
Literatura durante treinta años ha dicho -—salvo sus últimas
ediciones—: "Como novelista no se distingue”; y eso que lo
que Unamuno hizo fué justamente eso, distinguirse, hacer unas
novelas tan extrañas y distintas que las llamó "nivolas”; tanto,
que han anticipado dos tercios de las innovaciones de la novela
occidental del último cuarto de siglo.
La anticipación fué un rasgo general de la obra de Unamuno.
Solía decir que no hay más que una "única cuestión”; saber si he
de morir del todo, o no: "Y si no muero —agregaba—, ¿qué
será de mí? Y si muero, ya nada tiene sentido.” Salvo la con-
génita exageración que era propia de Unamuno, salvo la unicidad
que atribuía a la cuestión de la pervivencia, tengo que decir que
estoy completamente de acuerdo, porque creo, efectivamente, que
si muriésemos del todo, ya nada tendría sentido; y no lo tendría,
por supuesto, desde ahora, sin esperar a que nos muriésemos.
Pero hay que recordar que Unamuno decía esto desde los
últimos años del siglo pasado. Piénsese lo que significaba en
1890, en 1900, en 1913 —fecha del Sentimiento trágico de la
vida— atreverse a plantear el problema de la inmortalidad, atre¬
verse a decir que esto era un tema, un tema intelectual y acaso
el único importante. Existía en aquella época lo que Unamuno
llamó muchas veces la "inquisición científica ; su carácter, como
el de todas las inquisiciones, coasistía en dar por supuestas cosas
que no se podían suponer sin más; había dado por bueno y 'pro¬
bado” que la muerte del individuo humano significa, claro está,
la aniquilación; esto se daba como cosa definitiva, sabida y admi¬
tida. Quedaba, naturalmente, la creencia religiosa de los que la
tenían. Hay que decir que muchos hombres —en todos los
países— carecían y carecen de esa creencia; pero en todo caso,
aun en los que tenían esa creencia, ¿existía entonces el problema
86 LA ESCUELA DE MADRID

intelectual de entender la fe, de buscar la interpretación racional


de esa creencia de que no morirían del todo? ¿Podrían justificar
ante los demás, podrían siquiera persuadirlos de que esta vida
no es la única, con razones operantes y que sirviesen de algo? En
aquel momento bastaba que un escritor se atreviese a hablar de la
inmortalidad para que fuese eliminado de la lista de los pensa¬
dores científicamente considerados y aceptados. Y Unamuno
tuvo el extraño coraje, la valentía y la sinceridad de poner en
primer plano esta cuestión. Por una curiosa inversión de la pers¬
pectiva histórica, se reprocha a veces a Unamuno su actitud frente
a la inmortalidad personal; como si no hubiese significado, por
lo pronto, el más enérgico esfuerzo por reivindicarla, por legiti¬
mar el planteamiento del problema, por no transigir con la solu¬
ción negativa dominante, que sin él —hay que decirlo— sería
mucho más dominante hoy, sin que lo hubiese estorbado la repe¬
tición inerte de argumentos que, sea cualquiera su corrección
lógica, carecen de poder de convicción sobre el hombre de nuestro
tiempo, porque pretenden resolver dificultades que no son las
suyas, y en cambio no engarzan en sus zozobras efectivas.
Y esta cuestión, esta cuestión "única”, ¿como la trató intelec¬
tualmente Unamuno? Ah, esto es harina de otro costal. Sobre esto
hay mucho que decir, y he escrito ya, hace doce años, no poco.
Al plantear el problema de la inmortalidad, Unamuno planteó
con ello, claro está, el problema de la vida. ¿Cómo se va a
entender la posibilidad de la inmortalidad más que entendiendo
qué es la muerte? Y ¿cómo se va a entender la muerte, sino
sabiendo lo que quiere decir "vida”? La muerte es, claro está,
la muerte de algo vivo; y como no es lo mismo la vida de una
encina, de un caballo o de un hombre, no son lo mismo sus
muertes. Al plantear el problema de la inmortalidad y la muerte,
Unamuno tuvo que preguntarse, aun sin querer, qué es vida
humana, y con ello anticipó toda una serie de temas intelectuales
que después iban a ser cultivados hasta la saciedad, en ocasiones
hasta la náusea.
Esto tiene esencial interés. El éxito de lo que se llama —con
palabra tan vaga que apenas quiere decir ya nada— "existencia-
lismo” se debe, aparte de razones secundarias, al hecho nada
despreciable de que las soluciones propuestas por esta filosofía
LO QUE HA QUEDADO DE MIGUEL DE UNAMUNO
87

son muy probablemente falsas en gran parte, pero son soluciones


a los verdaderos problemas de nuestro tiempo. Cada época tiene
sus problemas, los suyos, aquello que hay que saber para vivir;
por eso los problemas tienen historia, vienen y se van; y casi
nunca se van porque se hayan resuelto, sino porque se han disuel¬
to, porque ya no hace falta resolverlos para vivir. Y ésta es la
razón de que cuando leemos una novela, vemos un drama, medi¬
tamos un libro filosófico de estos autores, sea cualquiera nuestra
valoración, tenemos la impresión de que aquello "va con nos¬
otros”: de te fabula narratur, decía Horacio: es de ti de quien
se está hablando. Esto acontece en las novelas, íntimamente liga¬
das con una filosofía, que hoy se escriben. Pero hay que recordar
que el primero que las escribió, y a fondo, el primer creador de
ese género literario que se puede llamar novela existencial o
mejor aún, novela personal —expresiones ambas que ya usé en
1938, es decir, cuando no había novelas "existenciales” oficial¬
mente reconocidas— fué Unamuno; y la más antigua de estas
novelas, una de las mejores, la bilbaína Paz en la guerra, se
publicó en la increíble fecha de 1897, cuando le faltaban todavía
ocho años para nacer —no para novelar— a Jean-Paul Sartre.
Hay que decir que las posibilidades que derivan de estos des¬
cubrimientos de Unamuno están aún casi intactas en el mundo
de habla española. Acaso se haya sacado más partido, no con
plena conciencia de ello, de otro descubrimiento suyo, éste de
orden poético. Al empezar a publicar sus versos, todavía duros,
a veces desmañados y torpes, inseguros de sí mismos, amenazados
por frecuentes caídas, hizo Unamuno un descubrimiento de pri¬
mer orden:

"No el que un alma encarna en carne, ten presente,


no el que forma da a la idea es el poeta,
sino que es el que alma encuentra tras la carne,
tras la forma encuentra idea.”

Existe un cierto tipo de realidades que son realidades poéticas,


de carácter rítmico, realidades sonoras, acústicas, formas, en una
palabra versos, que flotan delante de él, versos que el poeta tiene
que captar y aprehender, descubriendo con su forma, y en ella,
su sentido, plasmándolos así, concretándolos; al hacer esto, Una-
88 LA ESCUELA DE MADRID

muño se volvía de espaldas a la versificación, al "hacer versos”,


y tomaba posesión de una actitud que ha hecho posible una
enorme porción de lo que se llama en España —¿con apresura¬
miento, con desconfianza en el futuro próximo?— "medio siglo
de oro”.
Y así pudo escribir Unamuno El Cristo de Velázquez, el más
entrañable poema religioso español desde el siglo xvn, poema
lingüístico, filológico -—si se entiende lo que quiero decir con
esta palabra—-, en que la Escritura está incrustada y recreada des¬
de la lengua española, revivida desde el espíritu que va con ella,
interpretada y entendida así poéticamente, y como palabra —por
tanto, como poesía— adivinado y comprendido su sentido reli¬
gioso y teológico. Porque es la palabra en su misma corporeidad
sonora la que revela poéticamente su significación.
Este sentido de la lengua condiciona la obra intelectual de
Unamuno. Al despedirse de la Universidad, en su última lección
de Salamanca, en 1934, decía: "A presión de siglos, encerrado en
metáforas seculares, alienta el ánimo, el espíritu, el soplo verbal
que nos ha hecho lo que por la gracia de Dios, la Palabra suma,
somos: españoles de España. Las creencias que nos consuelan,
las esperanzas que nos empujan al porvenir, los empeños y los
ensueños que nos mantienen en pie de marcha histórica a la misión
de nuestro destino, hasta las discordias que, por dialéctica y
antitética paradoja, nos unen en íntima guerra civil, arraigan
en el lenguaje común. Cada lengua lleva implícita, mejor, encar¬
nada en sí, una concepción de la vida universal, y con efta un
sentimiento —se siente con palabras—, un consentimiento, una
filosofía y una religión. Las lleva la nuestra.”
"Cuando me creáis más muerto, retemblaré en vuestras ma¬
nos”, había escrito Unamuno, que se pasó la vida anticipando su
muerte, previviéndola. Y, efectivamente, Unamuno retiembla
hoy en nuestras manos, como una realidad viva, sobre todo como
una realidad española. Algunos dicen que es inadmisible; pienso
más bien que es inamisible, que no se puede perder, que no es
posible, aunque se quiera, prescindir de él, renunciar a él. Y
no se puede perder, simplemente por espíritu de fidelidad a la
realidad. Unamuno nos ha pasado, nos guste o no, y está ahí,
en nosotros. Se moduló en él decisivamente la visión de la reali-
LO QUE HA QUEDADO DE MIGUEL DE UNAMUNO 89

dad: descubrió parcelas esenciales de ella; nos llevó a pensar y


sentir cosas nuevas, o de nueva forma cosas antiguas; ensayó
y realizó una manera más —discutible, pero egregia— de ser
español; nos hizo encontrarnos, en dimensiones de hondura antes
de él insospechada, con nosotros mismos. Esto quiere decir que
nos hizo ser en alguna medida otros, que nos enriqueció con su
propio ser; que —sobre todo— nos hizo enfrentarnos con él y
así, guiados por él, en ocasiones frente o contra él mismo,
descubrirnos. Y por ser Unamuno una realidad insoslayable,
es una posibilidad. Pero —se dirá—, ¿posibilidad de qué? ¿Para
bien o para mal? Ah, esto depende de nosotros, de nuestra actitud
y nuestra respuesta. Porque hay que preguntarse: Unamuno, que
sigue hablando, que vibra en nosotros, ¿qué nos dice hoy? Lo
que dice —esto es lo importante, allí donde quería llegar— ya
no lo dice él solo, lo dice con nosotros, con nuestra voz, con nues¬
tros ojos cuando lo leemos.
La historia es esto, es siempre interpretación. Lo que Una¬
muno es, lo que va a ser, el Unamuno histórico, no depende
ya de él, sino de nosotros y de los que vengan después, de qué
encontremos en Unamuno, de qué leamos y revivamos en él.
Lo que Unamuno sea históricamente, de nosotros depende; pode¬
mos hacer de Unamuno otra cosa, otras cosas; podemos y tene¬
mos que hacer de él alguien, y ese alguien no está todavía
definido y determinado.
Muchos aspectos de la vida y la obra de Unamuno no nos
dicen nada. Se han perdido, se han olvidado, han muerto. Fué,
por ejemplo, y con gran volumen, una gran figura política.
Claro está que en él nunca se pudo fundar partido, ni aun doc¬
trina. Pero ¿qué queda de la actitud política de Unamuno? Lo
único valioso: su valentía, su insobornabilidad, su espíritu de
libertad; no queda su arbitrariedad, ni sus ocasionales injusticias,
ni el frecuente destemple que lo llevó a alternar a veces un soneto
maravilloso con un soneto lamentable.
Por otra parte, Unamuno era irracionalista —éste fué su más
grave error intelectual—. Claro que apenas podía ser otra cosa.
Unamuno no tenía pocas justificaciones para ser irracionalista;
el pensamiento europeo, desde muchos años antes, lo era ya, y
no le faltaba razón. Al tropezar con cierto tipo de realidades que
9° LA ESCUELA DE MADRID

son irreductibles, que nos importan por sí mismas, la razón tal


como se entendía entonces, capaz sólo de explicarlas, esto es de
reducirlas a otra cosa —causas, principios, elementos—, no sirve.
Y esto pasa con nuestra vida y con la historia. Unamuno, al
abandonar la razón, dió un fecundo rodeo a través de la imagi¬
nación, y esto lo llevó a descubrir el método de conocimiento
-—deficiente, insuficiente, pero irreemplazable— que es la novela.
Y con ello descubrió la dimensión de relato e imaginación, de
novela, que ha de tener todo conocimiento de la realidad huma¬
na, incluso la más estricta teoría. "No definición silogística -—es¬
cribió al final de su vida, con plena conciencia de lo que había
hecho—, sino descripción narrativa; no dogmas, sino leyendas,
personas. Los genuinos pensadores son los poetas. Las grandes
religiones universales viven en nombre de personas, no de ideas
abstractas. La fábula se explica por sí misma, y sobra la mo¬
raleja.”
Pero hay que decir que si hay algo muerto en Unamuno es su
irracionalismo, porque no hay nada que esté más muerto en filo¬
sofía, aunque haya todavía muchos irracionalistas. Hoy decir
irracionalismo es lo mismo que decir anacronismo. Porque se ha
llegado justamente a una idea de la razón que consiste en haber
superado el irracionalismo, en haber descubierto lo que tiene de
razonable, lo que tuvo de parcial razón, para poder dar razón
de la vida y de la historia. Y esto es lo que permite dar razón
también del propio Unamuno, y por tanto entender en qué
consiste su obra.
Y dentro de ella y de su figura entera, un tema sumamente
grave, pero que tiene otra gravedad distinta de la que a última
hora se le quiere dar. Es el problema religioso de Unamuno.
En mi libro Miguel de Unamuno, publicado por primera vez en
1943, traté de entender en qué consiste este problema. En ese
libro empleé, ya desde su prólogo, un adjetivo para calificar la
heterodoxia de Unamuno; dije que era una heterodoxia "innece¬
saria”. ¿Qué quería decir con esto? Sencillamente que la notoria
heterodoxia de Unamuno, tan manifiesta que es superfluo insistir
en ella, no brotaba de lo profundo de su pensamiento; no nacía de
una necesidad radical; no ocurría que, dado lo que era Unamuno,
lo que significaba su pensamiento, no tuviese más remedio que ser
LO QUE HA QUEDADO DE MIGUEL DE UNAMUNO 91

heterodoxo. Esto se podría decir acaso de Spinoza; si Spinoza no


hubiese sido panteísta, no hubiese sido Spinoza: hubiera sido Des¬
cartes o Malebranche. En el caso de Unamuno, no; si Unamuno
no hubiese sido heterodoxo, hubiera sido más Unamuno —más
auténtico—- de lo que fué. He subrayado los textos en que
Unamuno dice que no está dispuesto a que lo clasifiquen, que no
quiere dejarse encasillar, como cuando se dice: éste es católico,
éste es ateo, éste es luterano, éste es calvinista; actitud en defi¬
nitiva pueril, que compartió con muchos escritores de su tiempo,
en España y fuera de ella, sin advertir que esa pretensión de ser
"especie única”, como los ángeles de Santo Tomás, en el fondo
es ingenua y, una vez más, "la précaution mutile”, porque cabe
muy bien meterlos a todos en un cajón con un rótulo común:
inclasificables. Por esta actitud, que no brotaba, claro es, de lo
que Unamuno pensaba en serio, menos de lo que hubiera podido
pensar si se hubiera puesto a ello sin restricciones, fué heterodoxo
a priori, antes de hacer el esfuerzo necesario para intentar no
serlo; y a esto llamé en aquel viejo libro mío "frivolidad”, por¬
que a las cosas hay que llamarlas por su nombre. Por su nombre,
pero no por otro, entiéndase bien: no por el primero que se
ocurra inventar para desorbitar las cosas o para disparar por
elevación sobre objetivos directamente inexpugnables o para dis¬
traer la atención del propio flanco vulnerable.
Si Unamuno, después de hacer los últimos esfuerzos de pensa¬
miento para dar razón de los problemas que lo angustiaban,
hubiese tropezado con un muro infranqueable, si hubiese llegado
con evidencia, o al menos con íntima convicción inconmovible,
a ciertas conclusiones heterodoxas, habría que deplorarlo y reco¬
nocerlo como algo inevitable. La cosa no fué así. Unamuno no
hizo nunca los esfuerzos intelectuales posibles para intentar no ser
heterodoxo. Y esto -—en cierto sentido lamentable— de alguna
manera quita gravedad a su heterodoxia, por lo menos para los
demás. No intentemos medir la que tuvo para él, porque de esto
Dios sabe y nosotros no.
Para nosotros no tiene demasiada gravedad, porque hay que
decir que en Unamuno todo lo que es heterodoxo es intelectual¬
mente deleznable. Ninguna opinión heterodoxa de Unamuno está
fundada, no ya en una razón verdadera, sino ni siquiera en una
92 LA ESCUELA DE MADRID

verdadera razón. Más aún, las frecuentes —indudablemente fre¬


cuentes—- afirmaciones de Unamuno que rozan la heterodoxia
o entran de lleno en ella no responden a lo profundo de su
pensamiento, resultan postizas, caedizas; si reconstruimos la línea
total de lo que pudo ser el pensamiento de Unamuno, especial¬
mente si lo llevamos, como es misión del pensamiento, más allá
de sí mismo, si lo integramos con recursos intelectuales que él no
poseyó y a los cuales nosotros podemos llegar porque hemos
nacido después que él y que a él no le fueron dados, encontra¬
mos que se completan sus pensamientos incompletos, a veces
mutilados, y caen como pegadizas e inesenciales, como adheren¬
cias innecesarias que el tiempo va borrando, aquellas otras excre¬
cencias de su pensamiento.
Y hay que decir que no todo lo que a algunos parece hete¬
rodoxo en Unamuno lo es, ni mucho menos. Con increíble
inexactitud y ligereza se dice a veces que Unamuno niega
verdades que nunca negó, de las que sólo dudó —cosa bien
distinta •—exclamando: "¡Creo, Señor, ayuda a mi increduli¬
dad!” Se toman sistemáticamente en mala parte modos de decir
suyos, a veces discutibles, en ocasiones perfectamente legítimos,
nacidos de un estilo literario y mental que no va más allá que
el de muchos místicos de cualquier lengua —y en la nuestra de
San Juan de la Cruz o Santa Teresa—, llenos de expresiones
extrañas y acaso azorantes, que se podrían entender mal —como
las entendió o fingió entender la miopía y la malevolencia d^ su
tiempo—, pero que no han de tomarse en mal sentido pudiéndose
tomar en bueno.
Si se repasan los libros que se han escrito con propósito cordial
y caritativo de entender verazmente a Unamuno, de asimilarlo e
incluirlo entre nuestros bienes comunes •—de España, de Occi¬
dente y, con todas sus caídas, a pesar de ellas, de la cristiandad—,
se advierte cómo casi desaparece en ellos, por la fuerza de las
cosas, la dimensión heterodoxa de la obra de Unamuno. Es vio¬
lento, artificioso y falso desde el punto de vista de lo que
Unamuno va siendo, de lo que de él ha quedado, afirmar y
subrayar esas excrecencias de sus obras; hasta tal punto es así,
que cuando un autor cualquiera, aun el más distante de los inte¬
reses del catolicismo, se acerca a la obra de Unamuno para
LO QUE HA QUEDADO DE MIGUEL DE UNAMUNO 93

estudiarla con espíritu de verdad, lo que en ella encuentra, lo


que le interesa, lo que le parece vivo y aprovechable, es justa¬
mente aquello que podría suscribir cualquier cristiano o que,
por lo menos, no roza en nada sustantivo la conciencia de ningún
cristiano. Lo demás se desvanece, se olvida y se elimina. Lo cual
equivale a decir que el proceso que está produciendo la gestación
del Unamuno histórico, del que va quedando, lo ha sometido
a una peculiar justificación y purificación intelectual.
Unamuno fué, nadie puede ponerlo en duda, uno de los
grandes removedores religiosos de nuestro tiempo. Esto puede
parecer peligroso, y no digo que en alguna medida no lo sea,
pero cuando se considera la realidad tal como es y no se la
sustituye por una ficción que a nadie engaña, se ve que en nues¬
tro mundo lo primero que hace falta es remover y vivificar,
porque rara vez la remoción va a apartar a nadie de un cristia¬
nismo transparente y perfecto —el que está en él, no es probable
que se sienta quebrantado por alguna boutade o alguna irreve¬
rencia de Unamuno—, sino que arrancará a muchos del absoluto
descreimiento, de la fe estancada y turbia, del conformismo
utilitario, del aprovechamiento interesado de la religión, de la
inerte indiferencia, de las prácticas accesorias y muertas. Y Una¬
muno estuvo lleno de auténtico espíritu religioso y cristiano,
como aparece en El Cristo de Velázquez, cima de la poesía
religiosa española en trescientos años, cuyos versos llenan los
ojos de lágrimas de emoción religiosa a un auditorio sólo en parte
católico; como revelan las cosas que Unamuno, entre frecuentes
caídas —¿quién no las tiene?—, supo decir; así, cuando escribía:
"No, la oración no es tanto algo que haya de cumplirse a tales
o cuales horas, en sitio apartado y recogido y en postura com¬
puesta, cuanto es un modo de hacerlo todo votivamente, con toda
el alma y viviendo en Dios. Oración ha de ser el comer y el
beber, y el pasearse, y el jugar, y el leer, y el escribir, y el con¬
versar y hasta el dormir, y el rezo todo, y nuestra vida un continuo
y mudo "hágase tu voluntad” y un incesante "¡venga a nos el tu
reino!”, no ya pronunciados, mas ni pensados siquiera, sino
vividos.” Esto es lo que ha hecho a algunos —y de ello tengo
testimonio— convertirse al catolicismo leyendo a Unamuno. Los
caminos de Dios son imprevisibles; y si se mira bien, hay otros
94 LA ESCUELA DE MADRID

muchos más improbables, como empieza a verse con super¬


abundancia.
Cuando se lee a Unamuno, no ya con espíritu cristiano, sim¬
plemente con espíritu, nos quedamos con esto. No con las frivo¬
lidades, las irreverencias, las irresponsabilidades intelectuales, las
salidas polémicas y extremosas; no con ese cierto energumenismo
que a veces le brotaba y en el que demasiadamente se complacía,
por esa propensión ibérica al energumenismo. Y me parece que
es más cristiano, que está más dentro de la tradición cristiana
que representan San Agustín o Santo Tomás, subrayar lo verda¬
dero que lo falso, lo positivo que lo negativo. No se dedicaron
éstos a escarbar rencorosamente en la obra de Platón o Aristóte¬
les, de Plotino o de Avicena, para buscar 'todo lo que fuese
inadmisible para un cristiano o hasta simplemente intolerable,
sino que buscaron lo que en ellos había de verdad para hacer
con ello teología católica. Cuando leemos a Unamuno, lo que en
él hay de heterodoxo nos interesa muy poco, y además no va a
ninguna parte; no engarza con sus hondos hallazgos, no tiene
continuación, y por sí mismo cae. Lo que resulta peligroso es ir
recogiendo todas las afirmaciones más o menos heterodoxas que
en su extensa obra pudo escribir, agregar otras que no escribió,
interpretar torcidamente frases inocentes y hasta fervorosas e
imprimirlas todas juntas en letra cursiva.
La historia ha ido depurando y acendrando a Unamuno; nos
ha ido dando, no ya al Unamuno que fué, sino al que quiso ser
-—aquel por cuya pauta quería ser juzgado—. He dicho la his¬
toria; para un cristiano, ¿no sería mejor decir la providencia?
La Obra de Unamuno

Un Problema de Filosofía
I

EL PROBLEMA

La lectura de Unamuno suele dejar una impresión extraña.


Mientras en cada página se encuentran visiones llenas de agudeza
y precisión, al doblar la última de un libro suyo se siente que
invade la perplejidad; y más todavía cuando se leen, uno tras
otro, varios volúmenes. Resulta difícil dar cuenta de lo que allí
se dice: más aún, resulta igualmente problemático saber de qué se
trata allí en rigor. Por lo general se piensa que todo aquello
es espléndida literatura. Otras veces, en vista de que Unamuno
apenas habla en muchos de sus libros de otra cosa que de filósofos
y de problemas filosóficos, se declara que su obra es filosofía, en
un sentido un tanto vago e insuficiente. Pero en ninguno de los
dos casos se da justificación necesaria, y no vemos muy bien
ni la razón de la presencia de los temas filosóficos en la obra
literaria de Unamuno, ni de la ausencia en ella de aquellos
caracteres que solemos exigir y encontrar en lo que tradicional¬
mente se entiende por filosofía. Interesa, pues, poner en claro la
relación en que está la obra de Unamuno con la filosofía, para
saber hasta qué punto tienen que hacer la una con la otra.
Esta cuestión puede paracer ociosa. Se está acostumbrado
a pensar, apoyándose en palabras del propio Unamuno, que su
obra es paradójica y agónica, llena de contradicción; y se suele
uno dejar mecer, con cierta voluptuosidad, en el vaivén mental
de esa agonía simplemente contemplada, visión deleitosa, que
exime del penoso esfuerzo de poner las cosas en claro. De este
modo, se puede pensar que la obra de Unamuno es y no es todas
las cosas, o que es todo a la vez; filosofía, literatura, poesía,
religión estarían luchando y contradiciéndose en cada libro y
98 LA ESCUELA DE MADRID

en cada frase; intentar clasificar a Unamuno sería tan absurdo


como vano. Y en efecto, estos dos calificativos convendrían
admirablemente si se tratara de una clasificación: pero el enten¬
der así la cuestión formulada es lo que es perfectamente absurdo.
Este problema lo fue también para el propio Unamuno.
Constantemente insiste en que nunca ha escrito ni piensa escribir
una obra rigurosamente científica: en el momento en que va a
hablar más de cuestiones metafísicas, en el capítulo sexto de su
libro Del sentimiento trágico de la vida, parece vacilar y sentir
dudas, y nos advierte: "Ño quiero engañar a nadie ni dar por
filosofía lo que acaso no sea sino poesía o fantasmagoría, mito¬
logía en todo caso.” Pero tampoco estaba muy seguro de que
no fuese más que poesía, como prueba ese acaso que se queda
arrastrando en su frase, como un remordimiento. Y en muchos
otros lugares subraya Unamuno el momento científico o al menos
de saber verdadero de sus escritos, y contempla su escisión con
irónica melancolía: "Nunca pasaré —dice— de un pobre escritor
mirado en la república de las letras como intruso y de fuera por
ciertas pretensiones de científico, y tenido en el imperio de
las ciencias por un intruso también a causa de mis pretensiones
de literato. Es lo que trae consigo el querer promiscuar.” Y en su
ensayo Sobre la erudición y la crítica escribe: "Mis aficiones eran
por entonces, y siguen hoy siendo, a todo, pero muy en especial
a la filosofía y la poesía —hermanas gemelas—.” Y en otro
lugar nos recuerda que la fe no se siente segura y "busca el
apoyo de su enemiga la razón”. Este dualismo determina la ago¬
nía de que se habla tanto; pero no basta tomar noticia desella y
admirarse, sino vivirla o, al menos, buscar su fundamento; lo cual
es un modo y tal vez el más íntimo, de revivirla. Intentemos
precisar los términos y el sentido de la cuestión.

Dispersión y unidad

En Unamuno no se puede encontrar, no ya un sistema, sino


ni siquiera un cuerpo de doctrina congruente. Salta incesante¬
mente de un tema a otro, y de cada uno nos muestra sólo un
destello. Parece como si hiciera girar ante nosotros pedrerías que
fuesen heridas un instante por la luz para quedar en seguida
LA obra de unamuno
99

otra vez en la sombra y suceder al primer reflejo un brillo dis¬


tinto. Las afirmaciones de Unamuno no se enlazan nunca entre
sí, no se apoyan unas en otras para fundamentarse y darse
mutua justificación. Cada una queda por sí sola, suelta, y esto,
más que su contenido, es lo que constituye lo que se ha llamado
su arbitrariedad. Esta caracterización haría pensar en los aforis¬
mos, y sin embargo sería un profundo error creer que Unamuno
es un escritor aforístico. Afortunadamente, no tiene nada que
ver con eso. El aforismo supone una detención del pensamiento,
que se queda en una afirmación, no para pasar a otra sino para
dejarla quieta y complacerse un tanto en ella. Lo característico
de la frase aforística es su soledad, su aislamiento, el darse
enteramente desligada, con pretensión de suficiencia. Es decir,
los aforismos son formalmente falsos, ya que nada es verdad por
sí solo, y constituyen la inversión radical del modo de pensar
filosófico. Son lo contrario de aquellas proposiciones que con¬
densan la última sustancia de una filosofía; cada una de éstas
está siendo sustentada por todas las demás del sistema, y las
supone y complica; es decir, está sostenida por el movimiento
del pensar metafísico mismo, y esto es lo que le confiere su
verdad. La afirmación filosófica más cierta, formulada aforística¬
mente, sería en rigor falsa. Pues bien, en Unamuno no se trata
de esto: el aislamiento de sus frases es discontinuidad, pero no
detención; su pensamiento no se queda quieto, sino todo lo con¬
trario; se mueve incesantemente, de una intuición a otra, pero
marcha a saltos, arrastrado por su angustia y su contradicción.
Sin embargo, se descubre una profunda unidad en toda la
obra de Unamuno, tan dispersa. Una unidad que llega a ser —y
así lo dice él mismo— monotonía. El tema de Unamuno es único
—ya veremos cuál—. Por dondequiera que se abra un libro
suyo, se encuentra el mismo ámbito de pensamiento y de pre¬
ocupaciones, mucho más que en los escritores más congruentes
y bien trabados. ¿Cuál es el modo en que se logra esta unidad
extremada? Excluida la conexión sistemática de las afirmaciones,
queda una posibilidad abierta: la reiteración. Y la repetición es,
en efecto, la forma unificadora del pensamiento de Unamuno.
Esta característica de su estilo no es en modo alguno casual; ya
veremos cómo responde a una exigencia profunda de su signifi-
ióó LA ESCUELA DE MADRID

cación. Unamuno salta de un tema a otro, pero repitiéndose


constantemente: se escapa de una cuestión, pero es para reincidir
un instante después sobre ella; y así a lo largo de todos sus
volúmenes y de los setenta y dos años de su vida. Ni sistema,
pues, ni aforismo, sino reiteración de momentos dispersos. Ésta
es la unidad dinámica y permanente del pensamiento de don
Miguel de Unamuno.

Preocupación filosófica

Estos temas repetidos coinciden con algunos de los más esen¬


ciales de la filosofía. Con esto no se dice nada acerca del tra¬
tamiento de los temas, sino del contenido de los mismos. Y esto
da un primer contacto con la filosofía. Por lo menos, sitúa el
pensamiento de Unamuno en un ámbito intelectual coincidente
con el de la metafísica y le da una comunidad de "objetos” con
algunos modos de ella. De ahí que haya libros de Unamuno en
que no se habla más que de cuestiones filosóficas. En segundo
lugar, Unamuno, hombre de libros, se vuelve repetidas veces
a las obras de aquellos otros hombres que han abordado esos
mismos temas, y que son a veces hombres religiosos, a veces teó¬
logos, principalmente filósofos. San Agustín, San Pablo, Descar¬
tes, Pascal, Spinoza, Kant, Hegel, Bergson, William James,
Kierkegaard y tantos otros aparecen constantemente en sus pági¬
nas. La exégesis o comentario de ellos y de sus obras le viene
impuesta, y así se encuentra Unamuno sumergido en los proble¬
mas de la historia de la filosofía —si bien de un modo ftiuy
peculiar— y, por tanto, en la filosofía misma.
Pero esto no sería suficiente. Podría ocurrir, en efecto, que
estas referencias y estas citas fuesen sólo asunto de erudición,
simple repertorio de opiniones; y también podría tratarse única¬
mente de curiosidad intelectual, de agudo sentido histórico, de
voluptuosidad de penetrar en los modos de pensar o en las
biografías de las primeras mentes filosóficas. Pero Unamuno
está a cien leguas de estas dos actitudes; la erudición y el deleite
del historicismo le fueron siempre igualmente ajenos; más bien
se distinguió siempre por una aversión profunda hacia la primera
y cierta incapacidad del segundo. Unamuno echa mano de las
LA OBRA DE UNAMUNO IOI

grandes figuras de la filosofía movido por un interés mucho


más íntimo y grave: el de los problemas mismos. Porque hay que
repetir una vez más —esto es lo decisivo— que los temas de la
filosofía eran también problema para Unamuno. Cualquiera que
sea la suerte intelectual de estas cuestiones en su pensamiento, lo
importante es que aparecen en la dimensión de su problema-
tismo. Podríamos decir que la filosofía en cuanto tal, es decir,
el problema de la filosofía, ha existido para Unamuno; sin que
esto pueda prejuzgar si el resultado de la actividad intelectual
de Unamuno merece en rigor el nombre de filosofía. No es
poco lo que hemos dicho; para la mayoría no tienen existencia
existencia problemática— las cuestiones de la filosofía; suelen
ser a lo sumo materia de información, de curiosidad o de edifi¬
cación, pero nada más. Sin embargo, tampoco es suficiente; se
pueden sentir con gran fuerza y agudeza los problemas de la filo¬
sofía y no ser capaz, a pesar de ello, de llegar a una verdadera
acción filosófica. La filosofía es un saber de índole peculiar,
y no puede confundirse ni siquiera con la más viva sensibilidad
para sus problemas.
Ahora bien, la obra de Unamuno, con estos caracteres, está
inevitablemente vinculada a la filosofía, y esa relación es, natural¬
mente, un problema filosófico que importa esclarecer.

Literatura y filosofía

Pero no conviene olvidar que los libros de Unamuno figuran


por derecho propio en la literatura. Sus géneros literarios son
principalmente, junto al ensayo, la poesía y la novela, y también
el drama. Éste es un hecho del suficiente volumen para no pasar
sobre él. Se trata de unas odas, unos sonetos, unos dramas y
unas novelas que lo son cumplidamente. Y no se crea que cons¬
tituyen la obra literaria de Unamuno, junto a otra que pudiera
ser, por ejemplo, filosófica, sino que hay la más perfecta unidad
en toda ella. Por esto se ha dicho, con plena razón, que todo en
Unamuno es poesía, y que hay honda relación entre Del senti¬
miento trágico de la vida y El Cristo de Velázquez\ pero acaso
se podría también decir, con no menor razón, que toda la obra
102 LA ESCUELA DE MADRID

de Unamuno excede y trasciende de la poesía y de la literatura en


general.
Tenemos una obra escrita en un estilo reiteradamente disperso,
con absoluta falta de sistema, vertida en géneros rigurosamente
literarios, y llena, sin embargo, de preocupación y problematis-
mo filosófico, de afirmaciones metafísicas, de hondas visiones
emparentadas con la filosofía. ¿Cuál es el sentido último de la
obra de Unamuno? ¿Qué es lo que funda la conexión unitaria
de esos elementos dispares? ¿Qué modo de filosofía es? ¿Es un
modo deficiente o un simple conato? ¿Es una privación positiva
de filosofía? Éste es el problema.
Y junto a éste, que vamos a intentar examinar, hay otro, de
mucha mayor amplitud y de interés grandísimo, en el que
no hemos de entrar aquí, pero que urge plantear a cuantos nos
ocupamos de filosofía en España. Unamuno, a lo largo de toda
su obra, ha dejado muchas páginas llenas de penetrantes intui¬
ciones, de afirmaciones certeras y agudas acerca de cosas de
filosofía. Es indudable que por lo menos adivinó y entrevio
muchas cosas esenciales, que pueden ser fecundas. Verdades
que están justamente ahí para ser recogidas e incorporadas
en una unidad superior e impulsar un movimiento mental. Ideas
que aguardan a realizarse filosóficamente, que están incitando
e instando a ello. Y sería menester cumplir esta exigencia, que no
puede tener su lugar en estas páginas.

«.
II

EL TEMA DE UNAMUNO

La única cuestión

Hablábamos antes de la unidad o más bien unicidad del


pensamiento de Unamuno, de la reiteración constante del mismo
tema. ¿Cuál es éste? Es la pregunta a que hay que responder. En
un ensayo titulado Soledad, publicado allá en 1905, Unamuno
contesta a ella taxativamente. "Estoy convencido —dice— de
que no hay más que un solo afán, uno solo y el mismo para los
LA OBRA DE UNAMUNO 103

hombres todos. . "La cuestión humana, que es la mía, y la


tuya, y la del otro, y la de todos.” "La cuestión humana —aña¬
de— es la cuestión de saber qué habrá de ser de mi conciencia,
de la tuya, de la del otro y de la de todos, después de que cada
uno de nosotros se muera.” Y a esto, que también llama "el
secreto de la vida humana”, lo caracteriza en otro lugar (El
secreto de la vida) como "el apetito de divinidad, el hambre
de Dios”.
Pero no es esto sólo. Al comienzo de su libro Del sentimiento
trágico de la vida, encontramos unas frases altamente significa¬
tivas. Dice allí; "El hombre de carne y hueso, el que nace, sufre
y muere —sobre todo muere—-, el que come y bebe y juega y
duerme y piensa y quiere, el hombre que se ve y a quien se oye,
el hermano, el verdadero hermano.” Y luego añade: "Y este
hombre concreto, de carne y hueso, es el sujeto y el supremo
objeto a la vez de toda filosofía, quiéranlo o no ciertos sedi¬
centes filósofos.”
Las citas se podrían centuplicar, pero no es necesario. Interesa
más detenerse un momento en la última, donde se pone en rela¬
ción ese tema único del hombre que muere con la filosofía. Y
no en una relación cualquiera, sino que se hace de ese tema el de
la filosofía. Con lo cual apunta Unamuno una total coincidencia
del objeto de esta última con el de su íntima preocupación, y
las deja esencialmente vinculadas.
Y Unamuno sigue preguntándose (Del sentimiento trágico
de la vida, capítulo II) por los motivos de su afán de saber.
"¿Por qué quiero saber de dónde vengo y adonde voy, de dónde
viene y adonde va lo que me rodea, qué significa todo esto?
Porque no quiero morirme del todo, y quiero saber si he de
morirme o no definitivamente. Y si no muero, ¿qué será de mí?;
y si muero, ya nadie tiene sentido.” Y poco después se pregunta
si el ansia de inmortalidad no será "el verdadero punto de par¬
tida de toda filosofía”.
Es, pues, el problema del hombre, de la persona humana,
y de su perduración. La muerte es quien plantea la cuestión: se
trata de saber qué es morir, si es aniquilarse o no, si morir es una
cosa que le pasa al hombre para entrar en la vida perdurable, o
si es que deja de ser, que no le pasa nada. Porque esto es lo
104 LA ESCUELA DE MADRID

angustioso e intolerable, como vió muy bien Unamuno: que


no pase nada. El hombre puede recoger en sí mismo sus más
hondas energías, sus "fuerzas para ser’’, y apoyarse en el funda¬
mento último de su persona, para hacer frente a cualquier cosa;
pero ¿para hacer frente a la nada, o, más bien, para no hacer
frente a nada? Unamuno ha sentido y hecho sentir, tal vez
como nadie, la inminencia de este problema, y en él ha tenido
vida y plenitud de significación. Prescindiendo de lo que Una¬
muno haya hecho para intentar resolverlo y aun formularlo
—esto es otra cosa—, hay que reparar en el modo agudísimo
y radical como lo ha descubierto, como lo ha sentido en toda su
tremenda problematicidad.
Pero para esclarecer la visión de la muerte, hay que saber
primero de la vida; la muerte es siempre muerte de algo que
vive, y no por azar, sino justamente en cuanto vive; y ese ser
vivo es, a su vez, lo que constituye el ser del viviente. Esto es tan
elemental, que parece casi una tautología: y sin embargo no es
ocioso recordarlo. La perduración del hombre —resurrección
de la carne a la judaica o inmortalidad del alma a la helénica,
dice Unamuno— supone la muerte, porque el hombre muere,
y la muerte sólo se puede entender desde la vida de que es
privación: y como el hombre consiste por lo pronto en esa vida,
la cuestión tínica de Unamuno envuelve las del ser, la vida y la
muerte del hombre, en esencial unidad. Dos entes vivos difieren
por cuanto la vida en ellos es distinta, y como vivir no es lo
mismo para los dos, morir tampoco lo es. El tema de Unamuno
es, pues, el hombre en su integridad, que va de su nacimiehto
a su muerte, con su carne, su vida, su personalidad y su afán de no
morirse nunca enteramente.
Con estos supuestos, movido por su angustia hacia una afanosa
búsqueda de la verdad, creyendo que éste y no otro es el objeto
de la filosofía, se podría esperar que Unamuno se lanzase al
estudio metafísico del hombre viviente y mortal. Pero en lugar
de ello, dice que sus afirmaciones son "poesía o fantasmagoría”
y escribe poemas, algunos dramas y, sobre todo, novelas. ¿Cómo
es esto? ¿Se vuelve Unamuno de espaldas a su única cuestión?
¿Renuncia a saber si ha de morir del todo?
LA OBRA DE UNAMUNO I°5

Razón y vida

Lo que ocurre es que LJnamuno cree que la razón no le sirve


para su problema. "La razón es enemiga de la vida”, escribe.
Piensa que el sentimiento, el afán de la vida, chocan irremedia¬
blemente con la razón y vienen a contradicciones. Y como no
puede prescindir de ninguna de las dos cosas, por eso hay lucha
y agonía. ¿Qué idea tiene Unamuno de la razón? Explicar esto de
un modo suficiente nos llevaría demasiado lejos, desviándonos
excesivamente de nuestro camino. Basta decir que se mueve
aproximadamente en el ámbito de ideas de la filosofía de prin¬
cipios de siglo, en que James y Bergson se enfrentan con la
idea tradicional de racionalidad, influida decisivamente -—no
olvidemos esto— por el positivismo y más aún por la ciencia
positiva. "Es una cosa terrible la inteligencia —escribe Unamu¬
no—. Tiende a la muerte como a la estabilidad la memoria. Lo
vivo, lo que es absolutamente inestable, lo absolutamente indi¬
vidual, es, en rigor, ininteligible. La lógica tira a reducirlo todo
a identidades y a géneros, a que no tenga cada representación
más que un solo y mismo contenido en cualquier lugar, tiempo
o relación en que se nos ocurra. Y no hay nada que sea lo
mismo en dos momentos sucesivos de su ser.” "La identidad,
que es la muerte, es la aspiración del intelecto. La mente busca
lo muerto, pues lo vivo se le escapa; quiere cuajar en témpanos la
corriente fugitiva, quiere fijarla.” "¿Cómo, pues, va a abrirse
la razón a la revelación de la vida?”
Sería difícil encontrar una expresión más breve, densa y acer¬
tada del problema, tal como se sentía entonces en la filosofía
europea. Sin embargo, hoy nos parece superado ese momento,
al menos en principios; pero Unamuno permaneció afincado en
ese estadio de la ciencia y de la filosofía, y muchas de las cosas
que dice, en éste y en otros lugares, sólo son válidas para él,
y no tendrían sentido teniendo en cuenta la filosofía de Husserl,
de Heidegger, ni la de Ortega entre nosotros. Y otro tanto
cabría decir de algunas afirmaciones referentes a diversas disci¬
plinas científicas, especialmente a la psicología y a la sociología.
La obra de Unamuno está condicionada esencialmente, en un
io 6 LA ESCUELA DE MADRID

modo, si se quiere, negativo, por el estado de la ciencia en su


momento de madurez, y queda afectada por la temporalidad
en esa forma concretísima. Para él razón y vida se oponen y el
instrumento racional es incapaz de abrirse a lo viviente sin matar¬
lo y enrigidecerlo. La razón no puede llegar al hombre de carne
y hueso y satisfacer su necesidad de saber si ha de morir del
todo o no.
Pero Unamuno se da cuenta de que tampoco se puede escoger
uno de los términos para quedarse solo con él y abandonar el
otro. "Razón y fe —dice— son dos enemigos que no pueden
sostenerse el uno sin el otro. Lo irracional pide ser racionalizado,
y la razón sólo puede operar sobre lo irracional.” Y luego: "La
vida no se puede sostener sino sobre razón, y la razón a su vez
no puede sostenerse sino sobre fe, sobre vida, siquiera fe en la
razón.” El problema vuelve a estar agudamente planteado; es una
aporía, como hubiera dicho un griego. Ahora bien, Unamuno,
que quiere saber, que no puede prescindir de la razón aun en el
momento en que se aparta de ella -—de ahí su agonía—, se vuel¬
ve al sentimiento, a la realidad de su problema mismo, a su
propia vital angustia, declarando que lo que va a decir es sólo
fantasmagoría o poesía. Pero tal vez con un barrunto —y por
eso aquel "acaso” que antes recogimos— de entrar con ello
por nuevos caminos de saber, apenas confesables ante la ciencia
vigente de su tiempo.
Por esa creencia de que la razón no es capaz de resolver su
problema íntimo, se ve empujado Unamuno a escribir novelas;
por esa razón negativa y por otra no menos importante, cfue
interesa ver.

La realidad

Unamuno ponía en su mismo plano, como es sabido, a Cer¬


vantes y a Don Quijote, a Hamlet y a Shakespeare, a Augusto
Pérez o Abel Sánchez y a él mismo, a don Miguel. Esto se ha
observado y repetido cien veces, pero no se ha reparado suficien¬
temente en ello. Se dirá que es una ocurrencia arbitraria, que no
se puede tomar demasiado en serio. Esto es cierto, pero con
negarle última seriedad y consistencia no hemos empezado si-
LA OBRA DE UNAMUNO 107

quiera a entenderlo. ¿Por qué esa ocurrencia? Se trata de una


exageración evidente; pero hay que repetir una vez y otra que
la exageración lo es siempre de algo que no es exagerado; por
tanto, la exageración hace resaltar y a la vez oculta un núcleo de
sentido, de verdad, que importa poner a una luz conveniente.
¿Qué idea tenía Unamuno de la realidad para poder confundirla,
arbitraria y deliberadamente, con la ficción? Porque es claro que
es menester que algo le diese pie para esa desorbitada identifi¬
cación, que la realidad misma lo indujese a ello.
Hemos visto cómo el tema de Unamuno era el hombre, para
él la más importante realidad. Pero el hombre no como un ente
abstracto, como una esencia fija, animal racional o lo que se
quiera, ni como una cosa entre otras, como un organismo bioló¬
gico. Es el hombre viviente, el que nace y muere, el que va desde
su nacimiento a su muerte, tenso entre uno y otra, haciéndose
una personalidad. Es una vida, una historia. Unamuno recurrirá
con frecuencia también a la metáfora del sueño; y, naturalmente,
lo importante en ella no es el que se trate de sueño por oposición
a la vigilia, es decir, de algo irreal, sino del tipo de realidad del
sueño, que no es cosa sino algo que se hace, esencialmente
temporal, que deja de ser a medida que va siendo. El sueño,
precisamente por ser irreal en el sentido de las cosas, por no
aparecer tan mezclado con ellas y apoyado en su ser, es el ejem¬
plo más puro y extremado de ese modo sutil de realidad tempo¬
ral, de novela o leyenda, de que está hecha nuestra vida.
Y en este modo de ser —aunque por otra parte difieran—-
convienen los hombres con los personajes literarios, con las
realidades de ficción, Don Quijote con Cervantes. Cuando Una¬
muno dice que sus personajes son tan reales como él, hay que
entender que su modo de ser coincide con el suyo, y se le asemeja
más que una piedra o un árbol, por ejemplo. Son vidas, son
historias, tienen una leyenda, algo que se puede contar, que
puede ser tema de una narración, tienen, pues, biografía, aunque
sea en un sentido distinto; porque el ente de ficción literaria es
persona con conciencia de esa leyenda que es. Compárese a
Shakespeare, ya muerto, con Hamlet o con la piedra; ¿no se nos
dan unidos los primeros por un común sentido del verbo
ser, frente a la segunda? Esto es lo que se desprende enérgicamente
io8 LA ESCUELA DE MADRID

de la arbitraria identificación de Unamuno; es la reivindicación


del modo de ser temporal y personal, consistente en historia, que
es privativo del hombre, frente a las demás cosas del mundo.
Junto a esta esencial diferencia, ¿no son pálidas y secundarias
todas las demás que puedan encontrarse entre los diferentes
modos del ser histórico? Lo que me sucede en sueños no difiere
de lo que me pasa realmente en la vida de despierto como la
realidad de esta vida de la de la mesa en que me apoyo o el
realísimo papel en que escribo. La realidad del personaje de fic¬
ción se parece a la mía en que no está hecha, en que la tiene
que ir haciendo y se puede contar, y en eso consiste justamente
su drama o novela. Ser Don Quijote no es pesar tanto, medir
cuanto y tener tal composición determinada, sino hacer, pensar
y sentir, en el tiempo, tales cosas, de una peculiar manera, y estar
hecho sólo al final, en la muerte. El ser del personaje literario,
como el del hombre mismo, es un resultado.
"La esencia de un individuo -—decía Unamuno— y la de un
pueblo es una historia y la historia es lo que se llama la filosofía
de la historia, es la reflexión que cada individuo o cada pueblo
hacen de lo que les sucede, de lo que se sucede en ellos. Con
sucesos, sucedidos, se constituyen hechos, ideas hechas carne.”
Se dirá que los personajes de ficción no son reales. Pero esto
requeriría ponerse previamente de acuerdo sobre lo que se en¬
tiende por realidad. Es evidente que también les compete un cierto
modo de existencia: hablamos con perfecto sentido de Otelo o
de Ulises, y tienen una consistencia propia. Así como el hierbo es
duro, se puede oxidar y es más denso que el agua, o el número 9
es impar y divisible por 3, por ellos mismos y sin que podamos
alterar a capricho ese comportamiento suyo, así el moro de Vene-
cia tiene una estructura y una lógica interna que lo determinan
e individualizan perfectamente. Se trata de distintas esferas de la
realidad, pero ésta envuelve a todos. Por otra parte, para Una¬
muno "existe cuanto obra, y existir es obrar”. Y es claro que
Don Quijote obra, e influyó poderosa y decisivamente en don
Miguel de Unamuno.
Es decir, en los personajes ficticios se encuentran —si se quiere
de un modo espectral y dependiente— el mismo ser del hombre,
ese ser que para Unamuno es la verdadera realidad y a la vez
LA OBRA DE UNAMUNO 109

el tema de su angustiada preocupación. Por eso podrá decir con


perfecto sentido: "¿Ente de ficción? ¿Ente de realidad? De reali¬
dad de ficción, que es ficción de realidad.” O lo que es lo mismo,
el personaje novelesco tiene esa realidad que consiste en el ser
ficticio, a diferencia del ser físico, por ejemplo, y lo fingido
en él es justamente la realidad plena y verdadera que es el hom¬
bre y su vida.
Y, por otra parte, Unamuno no pierde de vista el problema
del hombre muerto, del que vivió en el pasado y sólo existe
para nosotros en la pervivencia de la fama, también de un modo
en cierto sentido espectral, más próximo al de las figuras imagi¬
nadas. Y se le vuelve a plantear, agudamente, el problema de la
inmortalidad: si el hombre, después de muerto, existe para sí, y
tiene conciencia, o sólo revive en nosotros, al ser soñado de
nuevo. De esto se trata.

Comentario y novela

En un ensayo publicado en 1911, Unamuno, tocando inciden¬


talmente la cuestión, escribía: "Es inútil darle vueltas. Nuestro
don es ante todo un don literario, y todo aquí, incluso la filo¬
sofía, se convierte en literatura.” Poco antes había advertido
que su Vida de Don Quijote y Sancho —un comentario— "más
que otra cosa quiere ser un ensayo de filosofía española”. En
su libro Del sentimiento trágico de la vida se preguntaba más
tarde: "¿Es que el ensueño y el mito no son acaso revelaciones
de una verdad inefable, de una verdad irracional, de una verdad
que no puede probarse?” Y, por último, en 1927 escribía: "El
sistema —que es la consistencia— destruye la esencia del sueño
y con ello la esencia de la vida. Y, en efecto, los filósofos no han
visto la parte que de sí mismos, del ensueño que ellos son, han
puesto en su esfuerzo por sistematizar la vida y el mundo y la
existencia. No hay más profunda filosofía que la contemplación de
cómo se filosofa. La historia de la filosofía es la filosofía
perenne.”
Cuatro textos, separados en el tiempo y en la ocasión, que
juntos constituyen la justificación de cuanto venimos diciendo.
Son las etapas a través de las cuales Unamuno va cobrando con-
lio LA ESCUELA DE MADRID

ciencia de las razones de su propia obra. En ellas vemos cómo va


descubriendo el valor de conocimiento que representan sus mitos,
sus novelas, sus historias. El sistema destruye la esencia del sueño
y con ello la esencia de la vida; esto creía Unamuno, fundándose
en la idea que tenía de la razón y del pensar sistemático —hoy no
podríamos compartirla—, y por eso buscaba los modos que
se aviniesen con ese sueño, que permitiesen volver a soñarlo.
Por eso le importa revivir lo ya vivido, hacerlo ser de nuevo y
que no se pierda en el pasado y en la nada. Ésta es la razón
profunda de la característica de reiteración o repetición que en¬
contramos en su estilo. Cada momento ha de ser actualizado una
vez y otra: de este modo renuevan todos su vida y vuelven
a ser; esto sustituye a la actualidad, o mejor, actuación que tienen
todos los elementos en un sistema, al estar sustentado y haciendo
ser a cada uno de ellos.
Y ésta es también la razón de los comentarios de Unamuno;
en sus escritos, sobre todo en los que no son novelas, lo mismo en
los ensayos que en las poesías, apenas hace sino comentar, comen¬
tar incesantemente textos ajenos. Donde no hay personaje ima¬
ginario, se apoya constantemente en las personas de otros escri¬
tores. Porque sería ingenuo creer que las citas de Unamuno
son fuentes de autoridad; son fuentes de personalidad. Los cita,
sí, para apoyarse en ellos, pero no lógicamente sino de un modo
vital: para hacer que todo lo dicho lo sea por un hombre, en
relación con una determinada historia o vida humana, y además
para revivirla. Basta ver cómo insiste en decir que habí* del
hombre Kant, del hombre Lutero, y ese afán en emplear el
nombre —no sólo el apellido— y además traducido cuando son
extranjeros: Manuel Kant, Guillermo James, Benito Spinoza.
Los necesita a ellos, a ellos mismos, personalmente, con sus vidas,
no sus meras doctrinas, y por eso los llama familiarmente por su
nombre. Unamuno requiere siempre una historia o novela que
hacer revivir, y si ha existido ya, si se trata de uno de los hombres
que llamamos históricos, tanto mejor.
En La agonía del cristianismo escribe: "Y he revivido con
Pascal en su siglo y en su ámbito, y he revivido con Kierkegaard
en Copenhague, y así con otros. ¿Y no será ésta acaso la suprema
LA OBRA DE UNAMUNO III

prueba de la inmortalidad del alma? ¿No se sentirán ellos en mí


como yo me siento en ellos?”
De los dos modos de perduración de que hablaba, el de la
inmortalidad del alma, que solía entender una manera histórica,
a veces como pervivencia del nombre y de la fama, lo llevaba
al comentario. Y el afán por la resurrección de la carne hacía
que la paternidad tuviese para él el más hondo sentido. En la pa¬
ternidad buscaba una creación, una prueba viviente de la perpe¬
tuación de la carne, como en la exégesis una mostración de la
inmortalidad espiritual.
Pero, sobre todo, Unamuno sentía la necesidad de crear espiri¬
tualmente, él mismo, desde su conciencia, otras vidas, otras
historias que lo acompañaran —ya hemos visto que nunca hacía
las cosas solo— y a la vez fueran suyas. Suyas, pero distintas.
Con esto buscaba esa compañía que sólo puede dar lo que es otro,
y a la vez unas existencias respecto a las que fuese superior, de
modo que de él recibiesen vida y muerte, lo que equivalía a
ponerse él, siquiera figurativamente, por encima de éstas, a salvo
pues, de su angustia. En el fondo, de lo que se trataba era de
representar respecto a sus criaturas el papel de Dios para con
él mismo, Unamuno. Por eso tiene un hondo sentido dramático,
a pesar de su deliberado convencionalismo, aquel diálogo de don
Miguel con Augusto Pérez, el protagonista de Niebla, en que
éste se rebela ante la decisión de que ha de morir y le hace
constar —ésta es la palabra— a su autor la certeza de que morirá
también.
Y además de esto, la vida del personaje imaginado, que es
creación espiritual, ofrece por eso mismo una máxima transpa¬
rencia al pensamiento, y permite sumergirse en ella hasta lo más
hondo, sin tropiezo. Ya veremos más adelante la importancia y
la fecundidad que esto tiene. La historia de ficción, sin mezcla
con la realidad en el sentido de las cosas, muestra el puro ejemplo
del drama humano y a la vez mayor adecuación y homogeneidad
con el espíritu que intenta penetrarlo. Especialmente, claro es,
cuando se trata de penetrarlo imaginativamente, al crearlo. Sig¬
nifica proyectarse fuera, en ajena desnudez transparente, a sí
propio. Esto es lo que Unamuno busca en sus novelas.
Hemos visto, pues, cómo las raíces profundas del problema
112 LA ESCUELA DE MADRID

mismo de Unamuno, dada la situación fáctica en que se encuentra


en relación con la filosofía de su tiempo —del suyo, que no es ya
el nuestro: nació en 1864—, lo llevan a escribir novelas, esas
extrañas novelas, preñadas de angustia, y que parecen rodeadas
de un halo de problemas metafísicos. Y vemos también que son
ellas lo decisivo y más propio y hondo de su obra toda, aquello
en que forzosamente culmina. ¿Qué novelas son éstas? Tenemos
que intentar averiguarlo.

III

LA NOVELA EXISTENCIAL

Mundo y persona

Las novelas de Unamuno se distinguen de casi todas las demás


por muchas cosas, pero una de ellas es tan visible a primera vista
y de tanto bulto, que el propio don Miguel habló muchas veces
de ello para explicarlo. Y es que no encierran descripciones de
ningún género, ni escenario, ni pintura de costumbres, ni apenas
indicación de lugar y de tiempo siquiera. Son, dice Unamuno, a
modo de dramas íntimos, en esqueleto. "Y es —explicaba en un
prólogo— que creo que dando el espíritu de la carne, del hueso,
de la roca, del agua, de la nube, de todo lo demás visible, se da
la verdadera e íntima realidad, dejándole al lector que la revista
en su fantasía.” Y en otros lugares añade otras razones, indicando
que lo descriptivo estorba al interés que se tiene por el relato
y las pasiones humanas que en él se muestran, y así, desligado,
queda éste más puro y denso.
Este carácter, aparentemente de mera técnica literaria, es reve¬
lador. Pone de manifiesto la índole peculiar de la novela de
Unamuno y su diferencia de las usuales. En la mayoría de las
que escritas andan por el mundo, se da una visión de los perso¬
najes, se les sitúa con la mayor perfección posible, se les hace
moverse y actuar unos en relación con otros. Importa en ellas
el escenario, la variedad de los personajes, que se dan cita para
convivir en sus páginas, los hechos que realizan. Nos dan, en las
LA OBRA DE UNAMUNO 113

grandes novelas, sobre todo, la visión de un país, de una época,


de una sociedad. Leyendo a Dickens se traslada uno a la Ingla¬
terra del siglo pasado con más vida y precisión que se puede
encontrar en libros de historia o política británicas. Balzac nos
hace ver inmediatamente el ámbito de la burguesía francesa
posterior al Imperio. Es decir, la novela tradicional nos da un
mundo, y a sus personajes que se mueven y viven o mueren en él.
Se trata de que en ellas se entiende el ser en el sentido de las
cosas; esas cosas —entre ellas los hombres—- están ahí y han
de ser mostradas, descritas en su ambiente. Sus relaciones mutuas,
sus acciones o reacciones, los efectos, los nuevos hechos que se
producen, todo eso ha de ser reseñado por el autor. Es el modo
de que tomemos conocimiento de esas realidades. En definitiva,
todo son cosas, dando a esta palabra un sentido amplísimo. Un
monte, un río, un muelle del Támesis, una calle de París, un
rostro humano, una fiesta popular, un estado pasional, un homi¬
cidio o una boda. Poco importan las enormes diferencias. Y
obsérvese que incluyo en esta numeración de cosas las realidades
psíquicas, los estados de ánimo o de conciencia, junto al paisaje,
por ejemplo. Son cosas, hechos que existen en el mundo o se
producen en él, con sus causas. Puede ser una lluvia torrencial
que determina una inundación, o un estado de celos que produce
un crimen; en un caso y en otro, la misión del novelista suele
ser la misma: describirnos lo más exacta y minuciosamente po¬
sible las causas, el hecho que se realiza y sus resultados. Nos
movemos en un mundo de cosas, sean físicas, sociales o psíquicas;
un mundo exterior e interior, que hay que describir.
En lugar de todo esto, Unamuno se atiene al nudo relato.
No descripción de cosas, ni siquiera de caracteres y costumbres,
ni aun de estados de ánimo, sino narración, drama. Lo que le
pasa en verdad al personaje, lo que éste se va haciendo, lo que
es. Y adviértase que lo que el personaje es no nos lo puede
decir el novelista desde el principio, como quien está en el
secreto, sino que lo que el personaje es, mejor dicho, llega a ser,
va siendo, eso es la novela. No olvidemos que la novela es algo
que se cuenta, es historia, algo que se mueve esencialmente en el
tiempo. Pero lo importante no es que sea un tiempo determinado,
por ejemplo, el de la Revolución francesa, sino la temporalidad
114 LA ESCUELA DE MADRID

misma, el tiempo íntimo en que vive el personaje, en que se hace


la novela. A Unamuno no le importa darnos un mundo —repito,
en el sentido de las cosas— sino personas. Y el mundo sólo en
cuanto los personajes lo necesitan para ser, es decir, el mundo
de los personajes, el mundo temporalizado, incluido en el relato.
Esto es fundamental.
Esta contraposición que acabo de esbozar entre las novelas de
Unamuno y las demás es, naturalmente, exagerada. Tiene que
serlo para ser comprendida. Como es una exageración deliberada
el poner frente a estas novelas todas las restantes que se han
escrito. Conviene definir las cosas por sus tendencias, es decir,
extremándolas: es el modo de que nos muestren su ser, el ser
a que propenden, a que se encaminan, su ser más verdadero.
Pues bien, es ocioso advertir que la novela toda, como género,
presenta acentuado el carácter de la temporalidad, de la realidad
dramática, que se va haciendo, frente a otros modos de literatura.
Basta comparar cualquier novela que lo sea en rigor con la llíada,
por ejemplo; es evidente que en ésta se trata mucho más de
cosas. Es decir, la novela como tal tiende ya a ser lo que es en
Unamuno, si bien en éste lo es de modo extremado. En los
momentos de decadencia y falseamiento, como en el llamado
"realismo”, es cuando la novela queda plenamente presa en el
ser de las cosas y pierde su carácter de relato o historia para
convertirse en mera descripción o en exposición de costumbres
o estados de conciencia.
Y hay un punto que interesa esclarecer. Entre las novelas de
Unamuno hay una —una sola— que se sale de aquella caracte¬
rización. Es Paz en la guerra, la primera de las suyas. En ella
hay descripciones y paisajes, y detalles minuciosos del ambiente
social, y campos, y montes, y tipos pintorescos, y Vizcaya entera.
¿Por qué esta excepción? ¿Es que Unamuno no había encontrado
aún su camino? ¿Es que esta novela no entra en la cuenta de las
propiamente suyas? Unamuno dice que luego abandonó el proce¬
der que había seguido en ella, y esto haría pensar que era un
intento primero de novela en el otro sentido. Pero a poco que
ahondemos veremos que hay una razón más sustancial y decisiva,
y que esta aparente excepción da más luz a lo que antes hemos
visto. Y es que el personaje de Paz en la guerra no es ningún
LA OBRA DE UNAMUNO
115

hombre, ninguna persona individual, sino Bilbao todo, el Bilbao


de la segunda guerra carlista. Es la novela de un personaje
colectivo; se trata en ella de una vida colectiva y comunal, de una
existencia no individualizada. Y, naturalmente, el personaje, el
protagonista mismo es aquí mundo. Unamuno lo barruntó tam¬
bién así, y por eso dijo en el prólogo que le puso a su segunda
edición, a los veintiséis años de escrita: "Esto no es una novela;
es un pueblo.” Es un pueblo, en efecto, y la aparente descrip¬
ción de cosas es, si bien se mira, el relato de lo que a ese personaje
colectivo le pasa, de lo que se va haciendo, en muchos hombres,
en calles y campos, a lo largo de los años. Éste es el sentido de la
excepción de Paz en la guerra, que tantos graves problemas
suscita.

Biografías

Para aclarar mejor esta cuestión, conviene mirarla desde otro


punto de vista. Compárese la novela con la biografía. En ésta
lo que interesa, desde luego y sin posible equívoco, es la historia
de una persona, y la realidad, por tanto, de esa persona misma.
El relato pues, en su sentido más riguroso, viene exigido imperio¬
samente por el tema. Sin embargo, en buena parte de las Vidas
que leemos lo único que se encuentra es la crónica de los hechos
que acontecen en la del personaje biografiado. Se nos dan aqué¬
llos en sucesión temporal externa, como sucesos ocurridos en el
mundo, y nada más: Ignoramos cuanto habría que saber acerca
del personaje mismo, y éste es, al final de la biografía, un
extraño para nosotros. Vemos, pues, que lo esencial no es la
atención exclusiva sobre una figura o persona, sino el modo
de esa atención, el que se nos dé la narración viviente de su
historia, de ella misma conforme se va haciendo, movida por
las raíces de su personalidad, en su vida. En las biografías
eruditas solemos encontrar ejemplos de inmensa cantidad de
atención consagrada a un hombre del que se escudriñan los más
menudos hechos, sin que al final sepamos en rigor nada de él,
sino sólo una multitud de cosas que, simplemente, se dieron
en su vida. Pero de esta vida, de lo que hizo con ellas y éstas le
hicieron, de eso -—repito— no sabemos nada. Es perfectamente
ii6 LA ESCUELA DE MADRID

vacío cuanto se nos diga de un hombre entendido como cosa.


Esto por lo que atañe a la persona. Pero la biografía también
sirve para darnos luz en lo que se refiere al mundo. Compárese
una biografía francesa con una alemana. En términos generales,
se observará que la técnica con que intentan darnos la vida del
personaje es profundamente distinta. El biógrafo alemán nos
quiere meter desde el primer momento en la intimidad del hom¬
bre que queremos conocer. Sus sentimientos, sus preocupaciones,
sus ideas, lo que opina acerca de las cosas, éste es el ambiente en
que nos movemos desde luego. El mundo circundante es visto
desde él; todo aparece traducido a la interioridad del personaje,
y nos sentimos un poco en prisión. El hombre biografiado es,
en el fondo, un solitario, y el mundo queda convertido en su
mundo interior, en el cual el lector tiene que habitar durante
todo el tiempo. La técnica francesa es muy otra. Nos muestra
al personaje viviendo en el mundo, con otras personas, tratando
con ellas, afanado en quehaceres, en relación con su sociedad
y los asuntos de su época. Es curioso reparar en que las biogra¬
fías francesas suelen dedicar, sobre todo al principio, mucho
más espacio a hablar de otras personas y cosas que del biogra¬
fiado. A éste lo vamos viendo por fuera. No se nos pone en el
secreto de su intimidad, no se nos dice lo que piensa y siente,
sino que lo vamos adivinando poco a poco. El biógrafo no nos
introduce violentamente en la interioridad del personaje, sino
que nos hace penetrar en su circunstancia, nos lo presenta —a él
y a otros, si bien señalándolo especialmente a nuestra atención—
y empezamos a verlo vivir. Lo vamos tratando, y de su exterior
se desprende poco a poco para nosotros su realidad íntima. Lo
conocemos como se conoce a un prójimo, desde nosotros mismos
y desde el mundo en que convivimos con él, no desde sus
adentros. Al cabo del libro, en las grandes biografías francesas,
tenemos una gran familiaridad con el personaje y con su mundo,
y sabemos hasta cómo piensa y siente; pero lo hemos ido adivi¬
nando a fuerza de verlo saludar, pronunciar discursos, hacer el
amor, librar batallas; para conocer su intimidad hemos empezado
por contemplar sus andares, su modo de quitarse el sombrero
o de deleitarse con un paisaje.
¿Coincide esta diferencia con aquella fundamental de la novela?
LA OBRA DE UNAMUNO
117

¿Es que la biografía francesa nos da un mundo, una descripción


de cosas, y la alemana una persona, un relato de la verdadera
historia? Sería un grave error creerlo así aunque a ello induzca
la primera apariencia. Las dos distinciones se cruzan sin cubrirse,
y esto es lo que mejor las precisa. El hombre vive en el mundo;
su vida lo incluye; el mundo, pues, es esencial en la biografía
como en la novela. Lo que pasa es que tiene que ser el mundo
del hombre, no un mundo físico, un mundo de cosas, simple¬
mente. El mundo se ha de incorporar al relato; si es indepen¬
diente y subsiste por sí, no nos sirve ni nos importa; tiene que
ser el mundo en que y con que se hace el personaje. De este
modo la biografía francesa puede dar la narración más viviente
y temporal de una vida. Y la alemana, en cambio, no lo consigue
forzosamente, por su mera táctica de interioridad. Aparte de la
falsedad que supone ese traslado a la intimidad del personaje
—que no es imaginado ni, por tanto, uno mismo, sino ajeno—,
ese mundo interior en que se nos hace habitar puede ser un mundo
de cosas, de cosas psíquicas o aún psicológicas, no menos alejado
del puro ser temporal de la persona que las más prolijas y "obje¬
tivas” descripciones externas. El relato se puede disolver lo mismo
en la circunstancia física, que en una serie de hechos o en un
complejo de estados de conciencia. El "realismo” puede operar
con toda clase de res, con todas las cosas, no importa su interio¬
ridad o sutileza.

Novela psicológica y novela existencial

El siglo xix nos dió la novela psicológica. No es un azar,


porque fué la época del psicologismo. Así como intentó convertir
la filosofía en psicología —y digo intentó porque muy mal se
puede convertir la filosofía en lo que no es—, disolvió en ella
las novelas, los dramas, y hasta, en cierto sentido, la música y
las artes plásticas. Claro que esto hay que entenderlo cuín grano
salis; es decir, el psicologismo está a la base de los cuadros o la
música de hace 50 años y los explica, los hace posible; es su
supuesto.
La novela psicológica pretende hacer un menudo análisis de la
vida psíquica o anímica de sus personajes. Se trata en ella de con-
n8 LA ESCUELA DE MADRID

templar, con alguna morosa delectación, estados de ánimo. El


amor de cualquier tipo, la tristeza, las dudas, el fanatismo,
la ambición, el tedio de la vida, entendidos principalmente —no
se olvide— como sentimientos. Estos estados de ánimo son
descritos, analizados, separados en sus componentes, perseguidos
en sus consecuencias. Se muestra al lector la realidad del alma
entristecida, invadida por la sensualidad o dominada por el amor
maternal, por ejemplo. La novela, lo que la novela tiene de tal,
de relato, consiste en la exposición de los conflictos que esos
estados de ánimo plantean, y de cómo unos llevan a otros. Léase,
como ejemplar característico, entre muchos otros, L’Evangéliste,
de Alfonso Daudet. Y que esto es querido y buscado lo demues¬
tra que lo dedica, como observation, a Charcot, el profesor de la
Salpétriére. Y de aquí el tono patológico que suelen mostrar
esas novelas de fines del siglo xix, hasta llegar a lo que se llamó
le román experimental, que tiene bien poco de novela.
Frente a esto, surge con nuestro siglo, en íntima concordancia
con la marcha de la filosofía, un nuevo tipo de novela, cuyo
ejemplo extremado y decisivo encontramos en Unamuno. Es lo
que pudiéramos llamar la novela existencial. A primera vista,
el hecho de que también transcurre en las interioridades de la
persona, de que en ella hay poca acción en el sentido de sucesos
o hechos externos, podría hacer que se confundiera con el tipo
anterior. Si se mira bien, se verá que se trata de cosas radical¬
mente distintas. Lo importante en la novela existencial son los
personajes, no sus sentimientos. En la novela psicológica, «ios pro¬
tagonistas se limitan a ser soporte de sus respectivos estados de
ánimo, y éstos son los que allí interesan, los verdaderos sujetos
de la narración. La novela existencial es la expresión de una vida,
y esta vida es de una persona, de un personaje o ente de ficción
que finge el modo de ser del hombre concreto. Por esto la novela
de Unamuno no es descriptiva, sino puramente narrativa, tempo¬
ral; y no hay en ella conflictos de sentimientos, sino siempre un
problema de personalidad. Si hay amor, odio, tristeza, envidia,
en ella, no son nunca estados de conciencia, sino modos de ser.
Una pasión no es un sentimiento para Unamuno, sino que la
entiende e interpreta como un modo de ser, ese concreto ser apa¬
sionado; es decir, de una manera ontológica; no es algo que le
LA OBRA DE UNAMUNO
IT9

pase a uno, lo que en cierto momento siente, sino lo que se es.


"Vi que aquel odio inmortal era mi alma”, dice Joaquín Monte¬
negro, el personaje de Abel Sánchez, tropezando angustiosamente
consigo mismo como aquel que consiste en odiar. ¿Qué tiene que
ver esto con describirnos los estímulos de un odio, y sus ingre¬
dientes psíquicos, y cómo llena un alma, y cómo entra en ella
en conflicto con otro sentimiento?
Ni lo físico o biológico, ni tampoco lo psíquico, agotan al
hombre; más bien éste empieza cuando se ha profundizado por
debajo de todo eso. Entonces se encuentra la persona, que es
quien da su sentido a la vida biológica o psíquica y las hace
posibles. A este estrato profundo del alma o la personalidad,
mucho más hondo que todos los sentimientos, desciende la novela
de Unamuno; por eso puede apresar en su forma dramática o
narrativa el secreto de la existencia. Por eso es puro relato, relato
que no necesita engranarse apenas con el tejido de los sucesos
exteriores, ni con el detalle de la acción, porque transcurre en
el tiempo vivo, en la temporalidad de la existencia que en ella
se hace. Y ésta es la razón de que Unamuno apenas se preocupe
del argumento, de la trama de sucesos, del desenlace de la
peripecia vital de sus personajes. A veces, no existe, o incluso
está formalmente negado, como en La novela de Don Sandalio,
jugador de ajedrez. No le interesa un acontecimiento de la vida
de sus personajes, sino esta vida misma, su existencia entera,
y ésta no tiene más problema que el de sí misma, el de su perso¬
nalidad, ni más desenlace que la muerte. Y con esto volvemos
a caer en la gran cuestión.

La anticipación imaginativa de la muerte

Hemos visto cómo Unamuno llega a la novela, a esta novela


existencial cuyos rasgos vamos dibujando, empujado por la idea
de la razón y por su idea de la realidad temporal y dramática
del hombre. Se sirve de la novela para crear entes de ficción,
criaturas espirituales con historia en qué poder espejarse y verse
en transparencia, fuera de sí mismo, y así poder vivir la historia
humana y penetrar su verdad. Y se sirve de ella también, y
muy principalmente, para intentar la gran experiencia, la que
120 LA ESCUELA DE MADRID

no puede repetirse y por eso nos plantea el problema de la perdu¬


ración: la de la muerte.
La muerte, en efecto, no puede repetirse: se muere sólo una
vez, y no cabe ya reiteración; esto le da al hecho —o al acto—
de la muerte una significación esencialmente distinta de todos
los demás, emparejándolo sólo con el del nacimiento; pero éste
no es acto, y ni siquiera un hecho que exista para el nacido; por eso
la muerte queda como algo absolutamente único, impar. Y obsér¬
vese que, aun supuesta la resurrección o la inmortalidad, es decir,
que se siga viviendo y existiendo después de la muerte, no se
disminuye por eso lo más mínimo su significación radical. Lejos
de hacer la pervivencia que la muerte deje de existir, es ella
quien le confiere realidad plenaria; sólo en la vida perdurable
es posible la muerte realizada. Porque en esta vida sólo existe
-—mientras es vida— la espera o el amago de la muerte; que son
cosas distintas. Pero la vida perdurable es aquella en que no
se puede morir; y por eso la muerte no admite, en ningún caso,
reiteración.
Lo único que se puede hacer con ella es anticiparla; anticiparla,
que no es lo mismo que esperarla o contar con ella o saber que
ha de venir. Todas estas cosas se hacen desde la vida, consideran
a la muerte como algo futuro, como algo inexistente todavía; en
definitiva, como algo fuera de la vida, aunque ésta apunte a ello
como a un término, a un después. Anticiparla, en cambio, es
verla y vivirla en sí misma; es hacerla llegar y tenerla ya aquí,
en la propia vida. Anticiparla, claro es, imaginativamente; ya
que no es posible revivirla, cabe previvirla. Y para esto sirve
la novela.
En las novelas de Unamuno casi siempre se da la muerte.
No se trata de que sea en ellas la solución de uno de esos nudos
trágicos que forma la vida, ni tampoco es la pérdida de un per¬
sonaje. Es la realización misma de la novela, lo que da su sentido
pleno a la historia y, por tanto, al relato.
Así, muy en especial, en San Manuel Bueno, mártir, lo mejor
en uno de los modos de la obra de Unamuno y tal vez su libro
más entrañable e íntimo. Cada novela es para Unamuno un
intento para vivir la muerte, de pasar a través de ella, de dejarla
LA OBRA DE UNAMUNO 121

llegar, entrar en su ámbito helado, y quedar, para verla ya desde


el otro lado, para mirar ansiosamente detrás.
Un intento imaginativo, es cierto. Pero Unamuno decía de la
imaginación "que es la facultad más sustancial, la que mete a
la sustancia de nuestro espíritu en la sustancia del espíritu de las
cosas y de los prójimos”. Por tanto no podemos dudar de la
importancia de esa anticipación, y del afán de saber que lo movía.
Para Unamuno es la imaginación quien puede llevarlo a penetrar
sustancialmente en la muerte, quien le puede hacer gustar la
verdad, como no podría hacerlo el pensamiento racional y siste¬
mático. Se dirá que existe la experiencia de la muerte ajena. Es
cierto, y es quien nos hace tropezar con la muerte y sentir su mis¬
terio. Pero ¿entenderla? Para entenderla como muerte, no como
pérdida, como ausencia o como un hecho en el mundo, hay que
ponerse en el punto de vista del que muere; hay que verla desde
él. Para el que queda vivo, la muerte ajena es eso, ausencia o
pérdida, algo privativo. La realidad positiva de la muerte es para
el que muere, y si la vemos o entrevemos es también gracias a la
imaginación. Necesitamos adivinarla imaginativamente. En cierto
sentido, convivir con el que muere; pero esto, si bien se mira,
tomándolo en todo su rigor, es imposible: es una contradicción.
Sólo es posible mientras aún no ha muerto. Y esto da la absoluta
soledad de la muerte, que tiene que morir cada cual sin compañía,
y es la raíz de la más honda desesperación al ver morir a una
persona que se quiere como propia. Esta es la verdadera impo¬
tencia, no el no poder curar, sino no poder estar con el que
muere: es el abismo.
Y por esa anticipación imaginativa, la novela de Unamuno
es meditatio mortis.

El fondo de la persona

Hemos visto más arriba cómo la novela de Unamuno se dife¬


rencia de la novela psicológica en que para aquélla no se trata
de sentimientos, sino de modos del ser. Y conviene fijar un
momento la atención en esto, porque nos ha de ayudar a descu¬
brir uno de los rasgos esenciales, tal vez el decisivo, de lo que
venimos llamando la novela existencial.
122 LA ESCUELA DE MADRID

Decía que se trata de modos del ser. Al mismo tiempo, hemos


visto insistentemente que lo que caracteriza a la novela, y más
que ninguna a la de Unamuno, es el relato temporal, la historia,
lo que le pasa en su vida al hombre o personaje de ficción. Pero
¿no es éste el caso de los sentimientos? ¿No son algo que nos
pasa a los hombres? El sentimiento de tristeza, o de amor, o
de envidia ¿no constituye en un cierto momento el contenido de
nuestra vida? Y, sin embargo, hemos contrapuesto ambas cosas,
y hemos negado que los sentimientos sean la materia de que se
nutre la novela existencial. ¿Cómo es esto así?
Conviene distinguir entre dos cosas que difieren considerable¬
mente. No es lo mismo aquello que se da en mi vida, simple¬
mente, y aquello que soy, que me constituye. Puedo tener un
dolor o una alegría y no afectar esto, sin embargo, a mi ser;
no los considero como radicalmente míos. Pueden desaparecer,
y cambia entonces mi estado de ánimo, pero yo sigo siendo el mis¬
mo. No ocurre lo mismo con otras cosas, por ejemplo, el amor o la
fe viva. No quiere decir esto que sean totalmente fijos e inheren¬
tes a mí, que no puedan sobrevenir o desaparecer, sino que su
existencia —no su presencia o ausencia, simplemente— me alte¬
ran en lo que soy. Estar enamorado no significa tener determi¬
nados sentimientos referentes a otra persona. Es una determina¬
ción ontológica. En el ser mismo de la persona que ama va
incluida la persona amada en cuanto tal, es decir, en ese modo
concreto del amor. El hombre se puede enamorar no estándolo
antes, o puede dejar de estarlo, o amar a otra persona;*pero
entonces es otro. La persona amada forma rigurosamente parte
de la vida del que ama, como un momento de su constitución
ontológica, y sin ella no se la puede entender. La persona enamo¬
rada no se agota en sí misma, sino que se trasciende e incluye
a otra; y ésta es una esencial posibilidad ontológica del hombre.
El amor —lo que es en verdad amor— no se refiere a las cuali¬
dades, a los actos, mucho menos a los sentimientos, de la persona
amada, sino a su existencia. Por eso es posible descubrir el amor
en uno mismo, es decir, encontrar incluida en el propio ser una
persona, en cuanto amada; por eso el amor se cumple, esto es, se
está o no enamorado, se es o no se es, mejor dicho, aunque,
en cierta medida, quepa ignorarlo o equivocarse. Y justamente
LA OBRA DE UNAMUNO 123

esta posibilidad comprueba el carácter ontológico del amor y


hace ver que no es en ningún caso un sentimiento. Cabe ignorar
que existe, o equivocarse acerca de lo que es —siempre dentro
de ciertos límites—. ¿Tiene sentido estar en un error acerca de la
propia alegría? El amor se refiere a la existencia, repito; y por
eso también es posible que sobreviva a la persona amada, y
entonces ésta pasa a formar parte del ser del que ama en el modo
concreto de la privación. Todo esto es absolutamente elemental,
y sólo el hondo proceso de trivialización que aqueja al hombre
contemporáneo ha podido hacer que se pierda el sentido para
ello y se ignore, como la auténtica significación del amor mismo,
confundido la mayoría de las veces con muy distintas realidades.
Y otro tanto ocurre con la religión, con la fe viva, en que el
hombre está también en una situación ontológica determinada
respecto a Dios. Y no se trata tampoco de ningún sentimiento ni
de una opinión, sino de un modo de ser. Esto es lo que hace
posible que exista la conversión, que no es un mero cambio de
ideas o de creencias, sino un cambio en el ser, y el converso
pasa a ser otro. Por eso San Pablo habla del hombre nuevo y del
hombre viejo, no de los nuevos sentimientos o de las nuevas
opiniones, ni siquiera de la nueva conducta de ese hombre, sino
del hombre mismo. Christianus alter Christus. De esto, en última
instancia, se trata, y sólo así puede entenderse, desde el punto
de vista del ser. Pero esto nos llevaría demasiado lejos, y sólo
quería mostrar con un par de ejemplos el carácter de esos modos
de ser del hombre en que parece que se toca al fondo mismo de la
persona.
Este largo rodeo era indispensable para entender la última raíz
de la novela de Unamuno. Vimos antes que lo que interesaba en
ella era la vida misma de sus personajes, y esto lo llevaba a la
cuestión de la muerte, único desenlace de la existencia. Pues
bien, Unamuno busca lo que llama a veces el alma, aquello que
da su sentido a la misma vida, lo que hace que el hombre viva
y sea quien es. "Tu vida pasa y tú quedarás”, escribe en cierta
ocasión. Porque no basta con lo que en la vida ocurre, aunque
sea lo más íntimo y hondo que le acontece al hombre, aunque sea
lo que él mismo se hace, sino que hace falta aún lo que hace
que se haga uno a sí mismo, que sea aquel que es y no otro, la
124 LA ESCUELA DE MADRID

personalidad misma. Unamuno intenta penetrar en el fondo de


las personas; las pasiones que le preocupan, que son sustancia
de sus novelas, son aquellas en que está en juego la personalidad.
En San Manuel Bueno es el anhelo de salvar la personalidad
salvando a los demás de la desesperación, haciendo vivir a todo
el pueblo en la fe en la otra vida, sin poder compartirla, que¬
riendo creer en ellos, y así eternizarse: "Y al llegar a lo de 'creo
en la resurrección de la carne y la vida perdurable’, la voz de don
Manuel se zambullía, como en un lago, en la del pueblo todo,
y era que él se callaba.” Se callaba, haciendo que los demás
creyeran por él y se soñasen inmortales, soñándolo con ellos. Lo
cual es, en última instancia, caridad, aunque Unamuno no la
nombre siquiera. Y en Don Sandullo es la personalidad negada,
deliberadamente en hueco: es el misterio. Y en Abel Sánchez
es el odio de Joaquín Montenegro, un odio —o envidia— que
incluye al odiado en el ser mismo del odiador; para Joaquín
verse solo es verse con el otro, con Abel, mientras que éste "no
sabía ni odiar; tan lleno de sí vivía”. Y dice Joaquín en la misma
novela: "Pensé si al morir me moriría con mi odio, si se moriría
conmigo o me sobreviviría; pensé si el odio sobrevive a los
odiadores, si es algo sustancial y que se trasmite, si es el alma,
la esencia misma del alma.”
Vemos, pues, adonde llega Unamuno; a la cuestión de la
realidad última del hombre concreto, temporal, que vive y muere,
al fondo de la persona. Y como llega a este fondo es mediante la
novela, esa novela que merece llamarse existencial. ¿Qué signifi¬
cación tiene esto para la filosofía?

IV

UNAMUNO Y LA FILOSOFÍA

El propósito de Unamuno

Hay una cosa que queda suficientemente clara después de una


lectura atenta de los libros de Unamuno y que he intentado
mostrar en sus razones a lo largo de este estudio. Y es que don
LA OBRA DE UNAMUNO I25

Miguel de Unamuno, al hacer una obra literaria, no se propuso


una tarea de índole estética o artística en sentido estricto, sino que
toda ella tendía a plantear y revivir —acaso a resolver, si era
posible— aquella "cuestión única’’ que anunció casi en sus co¬
mienzos. Cuando Unamuno habla del valor literario en sus escri¬
tos, suele rehuir esta palabra, o al menos aclararla mediante
otro término, que es poético. Y da este vocablo su sentido
inmediato y original de creación. Creación de entes ficticios, en
sus novelas y dramas, o recreación de personajes históricos y
de ajenas ficciones en sus libros de ensayos o de poesías como
hemos visto, que se convierten siempre en comentarios. Siempre
se trata de moverse entre vidas humanas, de poder monologar
dialogando, en busca de esencial compañía. Porque para hablar
con sentido, aunque sea en soliloquio, es menester que alguien
nos oiga; al menos. Dios. Y por aquí sería menester plantear la
cuestión de la religión en Unamuno, sobrado compleja y que
aquí he eludido deliberadamente, por no ser esencial al tema
de estas páginas, cuyo problema es otro; pero esa cuestión re¬
quiere una atención distinta.
Unamuno se propone, pues, saber. Esto es lo decisivo. La
cuestión única es saber qué habrá de ser de cada uno cuando
muera. No vivir de este modo o del otro, o deleitarse, o crear
cosas bellas, ni siquiera pervivir, sino saber. Hace falta saber para
vivir, esto es cierto, y nos movemos en esta indagación o búsqueda
impulsados por la necesidad de pervivir, de ser inmortales, pero la
cuestión es saber. Y como para Unamuno el afán de inmortali¬
dad es la base y el punto de partida de la filosofía, y su objeto
es el hombre concreto, de carne y hueso, que nace, vive en el
tiempo y muere queriendo eternizarse, su propósito queda for¬
malmente identificado con el de la filosofía, según él la entiende.
Y por eso, al creer que la razón no es vital, sino al contrario,
antivital y enemiga de la vida, por tanto, un camino cerrado
para llegar a la realidad de ésta, tiene que hacer un nuevo intento
de penetrar su secreto, y éste es la novela. Y así, en íntima
coherencia con su propósito de toda la vida, pudo decir, resu¬
miéndolo todo en una frase, en unas páginas escritas cerca del
final de aquélla: "Todo, y sobre todo la filosofía, es, en rigor,
novela o leyenda.’’ Y entonces es cuando declara que sus obras
126 LA ESCUELA DE MADRID

todas, hasta la llamada Sentimiento trágico de la vida, son nove¬


las, y consisten en "relatos dramáticos, acezantes, de realidades
íntimas, entrañables, sin bambalinas ni realismos en que suele
faltar la verdadera, la eterna realidad, la realidad de la perso¬
nalidad”. Y luego incluye, entre las obras que él llama novelas,
la Critica de la razón pura de Kant, y la Lógica de Hegel, y
otras así. Lo cual muestra, con la máxima claridad posible,
la unidad de sentido de su obra entera, y revela cuál fué su
propósito al escribirla.

Lo que da y no da la novela

La novela de Unamuno nos pone en contacto con esa verdadera


realidad que es el hombre. Éste es, ante todo, su papel. Otros
modos de pensar -—porque de pensar se trata— parten de esque¬
mas previos y abstractos; por ejemplo, consideran la vida humana
desde un punto de vista biológico, sirviéndose del supuesto, tal
vez inconsciente, de la identidad fundamental de todo lo que
es vida; y así vierten la realidad humana en modos de aprehensión
que le son ajenos y no la pueden contener sin deformarla. O
bien se mueven desde luego en el ámbito de lo que podemos
llamar cultura, llevando a una visión sumamente deficiente e
inesencial del hombre. Unamuno, en cambio procura la mayor
desnudez posible en el objeto que trata de abordar. Intenta llegar
hasta la inmediatez misma del drama humano y contarlo, simple¬
mente, dejándolo ser lo que es. La misión de la novela existencial
es hacernos patente la historia de la persona, dejándola‘•des¬
arrollar ante nosotros, en la luz, sus íntimos movimientos, y
desvelar su núcleo último. Se propone, simplemente, mostrar
en su verdad la existencia humana.
Para conseguir esto, cuenta con el recurso que se acomoda
más perfectamente a su temporalidad: el relato. No se trata de
una mostración estática de una estructura, por ejemplo psíquica,
ni siquiera de las fases en que se desenvuelve, sino de asistir a la
constitución misma de la personalidad, en el tiempo. Con esto
se puede ver la vida humana desde ella misma, reviviéndola, sin
convertirla en cosa, sin mirarla como algo hecho que está fuera
de nosotros. La novela se realiza en el tiempo, y constituye así el
LA OBRA DE UNAMUNO I27

órgano adecuado para mostrarnos algo que también acontece


temporalmente. Las dos, novelas y vida, consisten esencialmente
en temporalidad.
Pero estas excelencias de la novela para darnos la verdad de la
existencia humana no bastan para satisfacer todas las exigencias
de un saber riguroso. Por una parte, es puro relato, construcción
imaginativa de la realidad temporal de la vida que se hace a sí
misma; pero la narración, junto a su carácter temporal, presenta
otro, que es menester advertir: su carácter verbal o si se quiere,
lógico, para decirlo en griego. El relato es un decir. Y decir,
que es siempre decir algo de las cosas, decir lo que son, supone
palabras, significaciones. Y estas palabras son conceptos. A la
base de todo decir hay una conceptuación. Para dar la tempora¬
lidad del relato, necesitamos decirlo con palabras, con nombres;
y nombrar algo es dar ya una interpretación de ello. Por eso se
ha dicho, y Unamuno lo sabía muy bien, que en todo lenguaje va
implícita una metafísica más o menos rudimentaria.
Ahora bien, la novela no dispone de ningún sistema de con¬
ceptuación propio. Necesita recurrir al fondo mismo del lenguaje,
y esto consiste a su vez en el precipitado más o menos confuso de
las ideas del pasado filosófico. Es decir, los conceptos son indis¬
pensables y nos faltan: la novela no dispone por sí misma de
ellos, y todos sus hallazgos se quedan forzosamente a la mitad
del camino, sin llegar a constituir un saber en el sentido rigu¬
roso del vocablo, en el sentido de la filosofía. Cuando Unamuno
advierte: "lo que va a seguir no me ha salido de la razón, sino
de la vida, aunque para transmitíroslo tengo en cierto modo que
racionalizarlo”, se da cuenta de esta necesidad esencial de la
razón. No basta con la simple intuición o contemplación de la rea¬
lidad humana; todos vivimos nuestra vida, y sin embargo no
tienen la mayoría de los hombres un verdadero saber de ella;
es menester aprehenderla en categorías que nos den a conocer
los modos del ser humano. Es menester, pues, una ontología de la
existencia humana, que la novela no puede dar en modo alguno;
y sólo ahí empieza propiamente la filosofía.
En segundo lugar, es forzosa una delimitación del objeto.
Necesitaríamos conseguir una presentación del objeto de nuestro
estudio, de tal modo que éste aparezca en su verdadero ser.
128 LA ESCUELA DE MADRID

Y la novela de Unamuno va movida por intereses parciales, que


dejan en sombra amplias zonas de la realidad humana, para
reparar solamente en algunas. Hay en ella una arbitraria secesión
o limitación del tema. Y esta limitación sería aceptable y no
encerraría riesgo alguno si se diese como tal, con conciencia
de sí y conocimiento de sus dimensiones y de la relación de la
parte iluminada por la atención con la totalidad. Pero esto no
ocurre, y así la limitación envuelve un falseamiento, ya que la
realidad de cada parte comprende también su referencia concreta
al todo. La índole misma de la realidad exige una conexión
sistemática del saber; sus elementos se dan en una esencial uni¬
dad, y se requieren recíprocamente. Para que exista una verdad
rigurosamente filosófica, es menester que-se dé en un sistema.
Y esto le está formalmente vedado a la novela existencial, que
aparece como un modo deficiente y secundario de conocimiento,
entendiendo estos términos en todo su rigor, pero no menos rigu¬
rosamente efectivo.

La novela como método

¿Qué sentido tiene, pues, la novela de Unamuno, considerada


desde el punto de vista de la filosofía? La novela existencial es
un método de que puede servirse la ontología como un estadio
previo. Hemos visto cómo la índole temporal y viviente del
relato nos lleva a la realidad misma de la vida o historia del per¬
sonaje humano. Ésta es su misión más fecunda. Constituya una
vía de acceso al objeto que es la existencia humana y su perso¬
nalidad, a lo que ha de ser tema de indagación filosófica. Nos
puede poner en contacto con la realidad misma que tenemos
que describir y conceptuar metafísicamente. Y esto es método
en su sentido pleno y originario. La novela de Unamuno nos da
una primera intuición viviente y eficacísima del hombre; y éste
es, forzosamente, el punto de partida de todo posible conoci¬
miento metafísico de él; el encuentro con la realidad que ha de*
ser su tema. Y hemos visto que ese encuentro se verifica en la
que llamamos novela existencial con una pureza y una fidelidad
a su carácter temporal y ajeno al ser en el sentido de las cosas
LA OBRA DE UNAMUNO 129

tales que es difícil superarlas. En esta novela se nos da de un


modo eminente nuestro objeto.
Se podría argüir que ese objeto conseguido en la novela no
tiene realidad ninguna, que se trata de entes de ficción, de personas
puramente imaginarias. Pero basta recordar el principio funda¬
mental de la fenomenología de Husserl —con la que tan honda
relación tiene todo lo anterior— según el cual la fantasía o la
intuición imaginativa son tan capaces como la intuición de hechos
reales para conseguir la aprehensión de las esencias, y aun acaso
presentan alguna ventaja. (Véase Ideen, § 4, p. 12). Por
tanto, la novela puede servir, como la propia experiencia de la
vida humana, de la cual, en definitiva, deriva, para llegar a
conocer las esencias de los modos de ser que constituyen al
hombre.
Dicho en otros términos, es un primer paso para elevarse
a una analítica existencial o a un estudio metafísico de la vida
humana y de los problemas que afectan al ser mismo de la perso¬
na. Representa un estadio previo, en que se puede tomar un
primer contacto con el objeto de la meditación filosófica. Un
contacto en que éste se muestra en la plenitud de su riqueza
y plasticidad, en situación, por tanto, de servir de base y apoyo a
la reflexión fenomenológica. Con esto queda suficientemente
indicada la significación metódica de la novela de Unamuno.

La relación con la filosofía

Al llegar a este punto, estamos en situación de intentar dar


una respuesta a las preguntas formuladas más arriba acerca de
la relación en que la obra de Unamuno se encuentra con el pensar
filosófico. Hemos visto cuál es la "cuestión única” que mueve
todo el pensamiento de Unamuno, y cómo en ella y en la idea
que de la razón tiene, condicionada por la etapa de la historia de
la filosofía en que se forma, estriba la razón de que se dé en su
obra esa extraña mezcla de preocupaciones y temas filosóficos
con moldes y modos estilísticos típicamente literarios, y en virtud
de qué rasgos fundamentales podemos considerar su novela
como la culminación de toda su obra. Y esto nos ha hecho ver
también la unidad en que se encuentran todos estos elementos,
130 LA ESCUELA DE MADRID

aparentemente dispares, y cómo todo depende del mismo punto


de partida y se mantiene fiel al mismo propósito unitario.
La relación, pues, de la obra de Unamuno con la filosofía
parece, por tanto, tan indudable como íntima y esencial, pero
al decir esto hemos afirmado implícitamente que no es filosofía
en sentido estricto. Y así es, como se ha demostrado al indicar
las condiciones que satisface y las que no cumple la novela
existencial, en orden a las exigencias de un saber auténticamente
filosófico. Lo que sí se da en Unamuno con toda plenitud es el
problematismo de la filosofía. Su obra entera está movida por
él. A esta extraordinaria sensibilidad para la urgencia del pro¬
blema metafísico se junta en él un certero sentido de las verda¬
deras dimensiones en que transcurre y del método exigido para
enfrentarse con él. Hasta el punto de que su pensamiento coincide
con lo más fundamental de la marcha de la filosofía en el siglo
xx, y en algéin sentido se lo puede considerar como un precursor.
Probablemente se tardará en poner en su lugar justo su creación
de la novela que hemos llamado existencial y darle todo su valor;
pero es indudable que se trata de un paso decisivo y de fecun¬
dísimas consecuencias.
Unamuno es un ejemplo característico del pensador que tiene
el sentido vivo de una realidad recién descubierta, pero carece de
los instrumentos intelectuales necesarios para penetrar en ella
con la madurez de la filosofía. Sus intuiciones, movidas por la
necesidad de su angustia ante el problema, son de honda pers¬
picacia, pero se quedan en intuiciones. Unamuno nos muestra el
espectáculo dramático y profundamente instructivo del irombre
que aborda de un modo extrafilosófico o, si se quiere, prefilo¬
sófico, el problema mismo de la filosofía. Este ejemplo, que se
repite en ciertos momentos de la historia, es capaz de darnos
una luz decisiva sobre la naturaleza de la filosofía misma y de
su relación con las mentes que la realizan sobre la tierra. Es
el problema de la historia de la filosofía, que se confunde
con el problema filosófico.
Y se plantea la cuestión de la inclusión o exclusión de Una¬
muno, al considerar ese ámbito de la historia de la filosofía.
Pero éste es un problema que aquí no podemos resolver: la deci¬
sión corresponde al porvenir. La realidad humana no queda
LA OBRA DE UNAMUNO 131

conclusa en sí misma; es histórica y por eso sólo en la historia


tiene la plenitud de su ser; el presente reobra sobre el pasado
y lo modifica esencialmente. Podría decirse, para emplear una
expresión extremada, que lo que es, si bien está condicionado
por lo que fué, depende igualmente de lo que será. El pasado,
el presente y el futuro se dan en una indestructible unidad y no se
pueden concebir como momentos aislados. Lo que sea Unamuno
depende de lo que se haga posteriormente en la historia de la
filosofía. Es posible que su acción postuma, por la fuerza de sus
intuiciones, si a éstas les es dado realizarse y tener alguna vez
consistencia metafísica, reivindique para él un lugar en esa histo¬
ria. En otro caso quedará al margen de ella, como tantos otros
que sólo han tenido la mente abierta a los problemas de la
filosofía, sin hacer que en ella se realice y se ponga en marcha.
Esto no se puede decidir hoy. El único modo de resolver la
cuestión es filosofar; quien tiene que fallarla es la propia historia
de la filosofía. Ese fallo depende en primer lugar de las posi¬
bilidades existentes en la obra de Unamuno; pero esas posibili¬
dades sólo se pueden conocer desde la realidad, es decir, después
de haber filosofado. Por eso interviene también aquí la pereza de
los hombres, y con ella el momento de azar que pertenece inexo¬
rablemente a la historia. A los españoles, tan pobres hasta hoy
en filosofía, nos importa salvar las posibilidades metafísicas
que pueda haber en la obra de Unamuno.

Madrid, en el II aniversario de la muerte de Unamuno, a 31 de diciem¬


bre de 1938.
Ortega y la idea de la razón vital
I

UNA FIGURA FILOSÓFICA

El día 19 de diciembre de 1902, una revista madrileña que


se llamaba Vida Nueva publicó un breve artículo, titulado "Glo¬
sas , el primero de un muchacho de diecinueve años, recién
licenciado en Filosofía en la Universidad de Madrid, cuya firma
era: José Ortega y Gasset. Ocho años más tarde era catedrático
de Metafísica en esa misma Universidad. Las dos fechas señala¬
ban el comienzo de una doble, convergente y profunda trans¬
formación de la vida española. Tal vez no sólo española: en este
ensayo trataré de explicar las razones de esta creencia mía.
Cuando Ortega hizo su aparición en la vida intelectual española
—como escritor, como profesor de filosofía—, España llevaba
mucho tiempo ausente de la creación filosófica. No es eso cosa
extraña, porque la historia de la filosofía descubre largas discon¬
tinuidades, que resultan superlativas si se considera un solo país
aislado, únicamente encubiertas por la existencia social de la
filosofía en la docencia, las publicaciones y los comentarios.
Pero en este caso se trataba de tres siglos nada menos: después
de Suárez —muerto en 1617—, los pensadores españoles, algunos
nada desdeñables, quedaron al margen de la filosofía que se
estaba haciendo realmente en Europa o se limitaron a una inerte
y distante recepción de ella. Cuando, a mediados del siglo xix,
dos hombres de mayor aliento —Balmes y Sanz del Río— inten¬
taron hacer filosofía, se encontraron con que no podían hacerla,
porque su circunstancia histórica los oprimía y los forzó a un
enquistamiento de distinto tipo, que hizo estéril, en definitiva,
su gran esfuerzo. No era ciertamente faena mollar hacer filosofía
en España hacia 1840 ó 1860, a menos que se tuviese auténtica
136 LA ESCUELA DE MADRID

genialidad; y esto era lo que más faltaba a los dos filósofos,


sin mengua de sus otras virtudes; tendría indudable interés con¬
tar despacio la melancólica historia de su animoso y frustrado
intento; más interés que fingir unos "clásicos” inexistentes y
proyectarlos sobre una España que tampoco ha existido.
Hacia 1900, la situación era tal vez peor. La obra de Balmes,
inoperante en los estratos profundos, había servido a los que pre¬
tendían continuarla para dos cosas: para tranquilizarse —ahogan¬
do el descontento de que Balmes partió y que pudo ser fecundo—
y para adquirir petulancia. En cuanto a la huella de Sanz del Río,
se había extinguido hacía tiempo la sincera vocación filosófica
—un tanto maniática y excéntrica— que el krausismo había
suscitado, y las supervivencias de la escuela carecían de auténtico
vigor intelectual. Si a esto se añade que la filosofía pasaba en
el mundo por uno de sus peores momentos, se medirá la suma
improbabilidad de una filosofía digna de este nombre engen¬
drada en España a comienzos de este siglo. Y el que una
probabilidad se realice no deve hacer suponerla mayor de lo
que realmente era.
La forma de vida intelectual imperante en España por aquellas
fechas era la erudición, es decir, la unidad de los hechos no en
sí mismos, sino en la cabeza del que los conoce. Frente a este
modo anacrónico de entender la ciencia, insuficiente y en defini¬
tiva estéril, tuvo que movilizar Ortega, desde su mocedad, una
tenaz ofensiva. Si se tiene en cuenta el arraigo y la vigencia
que entonces tenían los eruditos, se podrá medir la dificultad
de la empresa, que era absolutamente menester llevar a tabo
para crear un ámbito previo donde pudiera haber algún día una
forma de pensamiento teórico que fuese ciencia efectiva y, sobre
todo, filosofía. Durante decenios. Ortega fué mostrando, con
buenas razones y con el ejemplo de su propia labor, la necesidad
de superar el modo erudito de saber, el menos exigente, cuyo
rebrote siempre amenaza.
Pero esta ofensiva contra la erudición, ¿desde dónde podía
hacerse? ¿En qué se apoyaba Ortega para invalidarla y descalifi¬
carla? Tuvo que resistir a dos tentaciones difíciles de evitar. La
primera estaba representada en España —egregiamente— por
Unamuno. También éste se había enfrentado con la erudición.
ORTEGA Y LA IDEA DE LA RAZÓN
*37

con la muerta acumulación de noticias, con los que se entretenían


en contar las cerdas del rabo de la esfinge, en vez de mirarla a
los ojos. Pero lo había hecho en nombre de la inspiración, de la
genialidad, de la adivinación imaginativa y lírica.1 Ortega, a pesar
de estar maravillosamente dotado para la literatura, inició su
ofensiva en nombre de la doctrina. "La misión inexcusable de un
intelectual —ha escrito después— es ante todo tener una doctrina
taxativa inequívoca y, a ser posible, formulada en tesis rigorosas,
fácilmente inteligibles.” Desde sus primeros escritos, Ortega
cerró la puerta al capricho, al malabarismo, al juego de manos
en que se había complacido toda la generación intelectual euro¬
pea que va de Shaw a Unamuno, para exigirse y dar únicamente
doctrina verdadera.
Pero aquí se interponía la otra tentación; convertirse en un
pensador "técnico” y profesoral. Como no es frecuente la actitud
de renunciar, se suele suponer que lo que no se tiene no se ha
podido alcanzar; por esto no se ha pensado —al menos, lo sufi¬
ciente— que Ortega, en posesión de las técnicas más precisas de
pensamiento y de la información más amplia y al día renunció
deliberadamente a ingresar en el grupo internacional de los culti¬
vadores de la filosofía, a ser desde luego un nombre capital de las
revistas europeas y de los centros de investigación, a vivir, en
suma, vuelto hacia la labor de los profesionales de la filosofía
en el mundo. Y ¿por qué esta renuncia?
Sus razones son más complejas. Ortega tuvo que elegir entre
ser un cultivador español de la filosofía —se entiende, de la
filosofía no española que se estaba haciendo en el mundo, de
la que él había estudiado e incorporado— o replegarse sobre sí
mismo y su circunstancia y lanzarse a la empresa, acaso deslucida
y del máximo riesgo, de crear una filosofía española. Pero —se
dirá— ¿y su europeísmo? ¿No había propuesto como tarea
urgente la europeización de España? ¿Iba a volverse ahora de
espaldas a Europa, para segregar una filosofía "nacional”, de ins¬
piración vernácula? Hay que precisar lo que Ortega entendía
por europeísmo y europeización. Europa, decía, no es el extran¬
jero”; más aún, "Europa ha de salvarnos del extranjero . Junto

1 En mi libro Miguel de Unamuno (Madrid, 1943) he estudiado las


cazones históricas y personales, la justificación y la limitación de esa actitud,
LA ESCUELA DE MADRID
J38

a las formas existentes de la vida y cultura europea —la francesa,


la inglesa, la alemana, etc.—, tiene que haber otra distinta,
irreductible a ellas, pero como ellas europea: la española. Sólo
vista desde Europa, desde la altura de su ciencia común como
punto de vista, le aparecía España como una posibilidad; pero
entiéndase bien: como una posibilidad europea, necesaria para
Europa misma, que podría tener un enriquecimiento y una nueva
juventud en su forma española, purificada de exotismo e imita¬
ción. "Queremos —escribía en 1910— la interpretación española
del mundo.”
De ahí aquella ambiciosa renuncia; porque es evidente que
si no quiso ser desde su juventud una gran figura de la ciencia
internacional fué porque quería ser más, aunque a primera vista
pudiera parecer ser menos. Esta vocación, esta llamada imperiosa
a la que Ortega supo ser fiel -—luego tendremos que preguntar¬
nos por su inspiración última, y sólo entonces resultará plena¬
mente clara— lo llevó a una actuación múltiple, que ha determi¬
nado las facetas de su figura pública. Principalmente, cuatro:
la información intelectual, de primera mano y al día, para
conseguir cancelar el retraso y el aislamiento de los estudiosos
españoles y ponerlos —según su expresión habitual— "a la
altura de los tiempos”: el adoctrinamiento en materia política
y social, para preparar formas superiores de vida colectiva; lo
que pudiéramos llamar la "reforma del entendimiento”, el ensan¬
chamiento y maduración de la mente española; por último, el
ejercicio de una rigurosa actividad filosófica, desde su cátedra
de Metafísica, y la formación de una escuela de filosofía.
Conviene lanzar una ojeada sobre cada una de estas cuatro
dimensiones de la obra de Ortega.
Es notoria la vieja incomunicación española con lo más vivaz
del pensamiento europeo, desde la segunda mitad del siglo xvii;
el retraso con que han solido llegar las ideas, o la forma defi¬
ciente en que han entrado; la escasez de traducciones disponibles.
La situación actual, en muchos aspectos, es la inversa; y a ella
ha contribuido en proporción máxima la labor de Ortega como
escritor, profesor y editor. Recuérdese que en 1911 escribe con
amplitud y rigor sobre Freud y Worringer, en 1913 —recién
publicadas las Ideas—, de Husserl, en 1917 acerca de Scheler.
ORTEGA Y LA IDEA DE LA RAZÓN I39

Por inspiración suya se traduce al español en 1923 La decadencia


de Occidente, de Spengler; en 1928, la Filosofía de la historia
universal, de Hegel; en 1929, las Investigaciones lógicas, de
Husserl —todavía no traducidas a ninguna otra lengua occiden¬
tal—. Desde 1926 inicia la traducción de Brentano; en 1930,
Huizinga; en 1933 da a conocer a Dilthey, desde un nivel todavía
hoy no superado. Valgan como muestra estos ejemplos, que se
podrían continuar en varias decenas de análoga significación;
y compárense las fechas citadas con las correspondientes en la
cronología de la vida intelectual francesa, inglesa, italiana —no
hablemos de otros países de menos tradición o vitalidad—. La
Biblioteca de Ideas del siglo xx, dirigida por Ortega, la Reiñsta
de Occidente y los centenares de libros publicados por ésta han
hecho que el estudioso español se encuentre hoy informado de la
vida intelectual de Europa entera tanto, por lo menos, como
el de cualquier otro país.
En segundo lugar, Ortega, desde su mocedad, ha ejercitado
una función de orientación política y social de los españoles, que
luego ha trascendido ampliamente de nuestras fronteras. En cierto
sentido, ésta ha sido la parte de su labor más difundida y notoria:
baste recordar la excepcional fortuna de dos libros: España in¬
vertebrada y La Rebelión de las Masas, el último de los cuales
es el libro más importante que se ha escrito sobre nuestra época.
Pero hay que advertir tres cosas. La primera, que la significación
política de Ortega ha sido siempre estrictamente intelectual, es
decir, su misión ha consistido en descubrir la verdad y enunciarla
—por tanto, muy otra que la misión específica del político—.
La segunda, que ese adoctrinamiento, no interrumpido, ha tenido
que revestir en ocasiones la forma del silencio. "Cuando la pasión
anega a las muchedumbres —escribió Ortega hace más de veinte
años—, es un crimen de leso pensamiento que el pensador
hable. Porque de hablar tiene que mentir. Y el hombre que
aparece ante los demás dedicado al ejercicio intelectual no tiene
derecho a mentir.” Y adviértase que no basta con que se puedan
decir algunas verdades, porque es menester decir la verdad toda,
y la verdad parcial es una forma de falsedad, lo mismo que
ocurre con la verdad mal entendida. La tercera, por último, es el
singular acierto que en estos temas ha acompañado a Ortega,
140 LA ESCUELA DE MADRID

Por muchas y varias razones —conexas algunas con lo que acabo


de decir—, se ha propendido a aceptar con cierta facilidad en
estos años últimos la especie de que en estas materias ha solido
errar Ortega; importa deshacer esta idea, que -—ella sí— es un
grave error; por el contrario, es sobrecogedora su clarividencia,
que, por supuesto, no excluye mínimos errores de detalle. Ortega
ha ido anticipando con diez, quince o veinte años de adelanto
lo que iba a ocurrir en España, en Europa o en el mundo entero;
ha ido apuntando, a la vez, lo que habría que hacer para que
ciertos males no sobreviniesen. El hecho indiscutible es que sus
libros —por ejemplo, los dos arriba citados— son mucho más
verdad hoy que cuando fueron escritos, en 1920, en 1929.
Recuérdese lo que escribió en la primera de esas fechas sobre
el particularismo de los diversos grupos españoles —obreros,
militares, industriales, etc.—, y su tendencia a la "acción directa”,
o sobre el separatismo; recuérdese también su inequívoco anun¬
cio de la crisis mundial, en 1923, cuando escribía: "el hombre de
Occidente padece una radical desorientación, porque no sabe
hacia qué estrellas vivir”. Y mientras en La Rebelión de las Aíasas
un epígrafe lapidario decía: "El mayor peligro, el Estado” y la
cuestión más grave se enunciaba con estas escuetas palabras:
"Europa se ha quedado sin moral”, en 1933 anunciaba para
aquel otoño la irrupción del juvenilismo, y por consiguiente de
la violencia, en la política española. Por otra parte, va para
veinte años que Ortega declaró taxativamente que la única
solución de los problemas europeos es la unidad de Eiyropa,
los Estados Unidos de Europa, postulados en un sentido muy
preciso, como "ultranación” definida dinámicamente por una
empresa histórica, ni anacrónica e imposible, como las naciones
actuales, ni utópica, como el internacionalismo.
Pero Ortega se dió cuenta desde el principio de que es quimé¬
rica toda información y toda doctrina, si no es rectamente enten¬
dida; ahora bien, entender no es cosa tan fácil como suele pensar¬
se; no basta que algo sea dicho y leído u oído; no basta siquiera
con que esté bien dicho y alcance suficiente difusión. En esta hora
de la vida europea —y, por supuesto, no sólo europea— resulta
esto dramáticamente evidente, hasta el punto de que es el prin¬
cipal escollo en que tropieza todo intento serio de salir a una
ORTEGA Y LA IDEA DE LA RAZÓN 141

situación abierta. En la España de hace cuarenta años, por razo¬


nes distintas, las dificultades eran máximas; se había perdido
el hábito del pensamiento teórico; el único tipo intelectual que
tenía vigencia y prestigio era el literato; los libros en general,
salvo casos excepcionales, que por su carácter no cuentan, se leían
escasamente —sería del mayor interés precisar comparativamente
las cifras y las fechas de la difusión de ciertos libros en diversos
países: las consecuencias serían sorprendentes y aleccionadoras—.
A causa de todo esto, eran muy pocas las personas capaces de
comprender una doctrina rigurosa y un tanto compleja. Ortega
se encontró, pues, en una situación difícil: necesitaba exponer
una doctrina de gran novedad y precisión, y lograr que fuese
absorbida y entendida por un medio intelectual sin preparación
para la teoría y aun hostil a ella. ¿Qué hacer? Se requería, pues,
para el escrito intelectual una función doble: tenía que aportar
una doctrina y a la vez un fermento que reobrase sobre la mente
del lector y la hiciese permeable para aquélla. Por esto, Ortega
tuvo que hacer, durante muchos años, periodismo; pero, por
supuesto, de un modo distinto del que hasta entonces se usaba.
"Las formas del aristocratismo 'aparte’ han sido siempre esté¬
riles en esta península —escribió Ortega en 1932, al hacer
balance de su labor hasta aquella fecha—. Quien quiera crear
algo -—y toda creación es aristocracia— tiene que acertar a ser
aristócrata en la plazuela. He aquí por qué, dócil a la circuns¬
tancia, he hecho que mi obra brote en la plazuela intelectual
que es el periódico. No es necesario decir que se me ha censurado
constantemente por ello. Pero algún acierto debía haber en tal
resolución cuando de esos artículos de periódico han hecho libros
formales las imprentas extranjeras.” ¿Cómo eran esos artículos?
Tenían una extraña y doble cualidad: eran unidades significati¬
vas, de suerte que cada uno de ellos era inteligible en sí mismo
.—es decir, no eran "capítulos” o fragmentos de un todo más
amplio, sin el cual no se los pudiera entender—; pero no eran
inconexos, sino que remitían a una orla de doctrina común,
suficientemente apuntada para que beneficiasen de ella y pudie¬
ran converger en una teoría coherente y unitaria. De esta manera,
los lectores podían entender sin que se les pidiese el esfuerzo
de salir del artículo y apelar a otras cosas; pero la intelección
I42 LA ESCUELA DE MADRID

así conseguida trascendía ipso jacto del contenido del artículo


y se convertía en una primera posesión de esa doctrina general
que lo sustentaba; y al sumarse esos artículos de periódico •—en
la mente del lector o en las páginas de un libro—, esa doctrina
aparecía manifiesta en su interna unidad, y cada uno de los
elementos aislados ocupaba automáticamente su puesto funcional
en el organismo entero. Pero esto tiene, a su vez, un supuesto
más grave.
Precisamente, el cuarto aspecto de la actividad de Ortega:
su labor estrictamente filosófica. Porque es claro que esa doctrina
general a que he aludido y que ha hecho posibles las tres
funciones enumeradas no podía ser sino una filosofía. Y esa
misteriosa implicación de los contenidos particulares de los ar¬
tículos de Ortega con la teoría que los vivifica y sustenta no es
otra cosa que la estructura sistemática del pensamiento filosófico.
Ortega es uno de los pensadores más sistemáticos que han existido,
porque su propia filosofía lo ha llevado a la situación de tener
que serlo, y no serlo porque quiera. Porque no se trata, en efecto,
de que la filosofía "deba” ser sistemática, de que sea conveniente
que el pensamiento, por razones lógicas, lo sea, sino que la
metafísica orteguiana consiste en buena parte en el descubri¬
miento de que la realidad radical —nuestra vida— es ella de
por sí sistemática, y por eso ha de serlo velis nolis todo conoci¬
miento real de ella.
Durante más de un cuarto de siglo, de 1910 a 1936, Ortega
ha profesado sus cursos de Metafísica en la Universidad de
Madrid, con un rigor y una eficacia desconocidos en Españathasta
él y no superados fuera de ella. En los últimos años de su
magisterio en la Facultad de Filosofía y Letras, ésta se había
convertido en uno de los lugares en que la filosofía se estudiaba
de un modo más pleno; la situación de Ortega, que tuvo que
buscar la filosofía fuera de su país, empezaba a invertirse, y a su
cátedra afluían estudiantes extranjeros, incluso de los países
de más tradición filosófica de Europa. La exposición estricta y
explícita del pensamiento metafísico de Ortega se ha hecho
durante muchos años allí donde era realmente fecunda, donde
podía ser inteligible y tener auténtica eficacia: en la Universidad.
Justamente en los años en que se pudo constituir, con gran
ORTEGA Y LA IDEA DE LA RAZÓN
143

esfuerzo, una Universidad española digna de ese nombre, y en


que al mismo tiempo tenía pleno sentido en toda Europa la vida
universitaria. Pero no se olvide que Ortega ha hecho toda su
obra en vista de las circunstancias, y éstas han cambiado, en Es¬
paña y fuera de ella, por lo que se refiere a la posibilidad misma
y desde luego a la fertilidad de las Universidades.
Pero Ortega no se limitó nunca a ser un profesor, a dar
orientación e información a sus discípulos, a exponer ante ellos
una doctrina. En primer lugar, ha usado de una ilimitada gene¬
rosidad, infrecuente en la vida intelectual de nuestro tiempo,
y ha ofrecido a los que hemos sido sus discípulos el acceso a lo
que era más fértil y menos conocido del pensamiento ajeno, a sus
propios secretos metódicos, a la intimidad de su mente. Se ha
esforzado por lograr que su filosofía no quedase hermética en él,
sino que fuese también propia de sus discípulos, incluso más
allá de lo que era objeto de sus exposiciones impresas. Dicho
con otras palabras, ha procurado que esa filosofía viviese fuera
de él, que sus discípulos asistiesen a su génesis y la hicieran
suya, que esa metafísica, en suma, fuese convivida en formas
independientes y libres. Sólo esto ha hecho posible, y ésta es
la segunda parte, la existencia de una escuela filosófica de linaje
orteguiano. El que esta escuela sea muy poco "escolar”, es decir,
tenga un mínimo de aparato exterior —sociedades, cátedras,
publicaciones— y ningún tipo de realidad extraintelectual ha
podido hacerla menos visible y ocultar el hecho de que la máxima
parte de lo que en España ha sido filosofía durante lo que va de
siglo se ha nutrido, más o menos directamente, del influjo
de Ortega.
* * *

Estas cuatro facetas de la actividad de Ortega han hecho que


su imagen sea muy diferente a los ojos de los que lo han cono¬
cido. Para el gran público español, ha sido ante todo el escritor
maravilloso, creador del estilo literario más influyente en el
siglo, y el meditador de los temas españoles. Para el extranjero,
Ortega es más que nada —aunque, por supuesto, no exclusiva¬
mente—, "el autor de La Rebelión de las Alasas , de la que hace
poco escribía una revista norteamericana: Lo que el Contrato
LA ESCUELA DE MADRID
144

social de Rousseau fué para el siglo xvni y El Capital de Karl


Marx para el xix, debería ser La Rebelión de las Masas del señor
Ortega para el siglo XX.” 1 Pero el hecho es que esas esenciales
porciones de su obra sólo se comprenden plenamente y en todo
su alcance cuando se ve que sólo son manifestaciones necesarias
de lo que da unidad y sentido a la totalidad de sus escritos, lo
mismo cuando se refieren al amor que a la muerte de Roma,
a Debussy o a la unidad europea, a la deshumanización del
arte o a la presencia de Dios en la mente contemporánea, a Proust
o a la caza: una nueva metafísica. ¿Cuál es ésta?

II

LA METAFÍSICA DE ORTEGA

Una metafísica es, por lo pronto, una idea de la realidad. La


metafísica de Ortega significa una innovación radical, porque
no es sólo una metafísica más, distinta de las existentes, sino el
punto de vista que permite iniciar una etapa nueva del pensa¬
miento filosófico. Me explicaré.
La filosofía de Ortega se presenta, en una de sus dimensiones,
como una superación del realismo y del idealismo. Como deseo,
la cosa es relativamente antigua, e incluso se ha intentado algunas
veces; pero en general no se ha abandonado el idealismo sino
para recaer en el realismo, agregando a éste ciertas restricciones
cautelosas, o bien se ha tratado de recuperar la objetividad «sin
salir de la tesis idealista. En rigor, realismo e idealismo no han
llegado a ser ideas de la realidad, sino sólo ideas distintas acerca
de la primacía de unas realidades respecto de otras. Esto es ya
plenamente visible en Descartes, el cual afirma la prioridad
ontológica del yo sobre las cosas, pero cuando va a explicar qué
son uno y otras dice que son res cogitans y res extensa, es decir,
convienen en ser res; y cuando se le pregunta qué es res, en qué
consiste ser cosa o sustancia, declara taxativamente que no lo

1 What Rousseau’s Contrat social was for the eighteenth century, and
Karl Marx’s Das Kapital for the nineteenth, Señor Ortega’s Revolt of the
Masses should be for the twentieth century. — Atlantic Monthly.
ORTEGA Y LA IDEA DE LA RAZÓN
145

sabe, porque eso, el ser cosa existente, no nos afecta. Dicho


en otros términos, conocemos la cosa pensante y la cosa extensa
por lo que tienen de pensante y de extensa, por sus atributos,
no por lo que tienen de cosa, y esta noción —que es la decisiva—
queda en total oscuridad. Lo cual equivale a decir que Descartes
no se hace cuestión de lo que es realidad, sino que toma esta
vaga noción de la tradición pretérita, y en último rigor no hace
una metafísica. Se trata, pues, de la cuestión secundaria de la
jerarquía de las cosas que nos rodean o de esas otras cosas que
se llaman las ideas, dejando de lado el problema capital de qué
es una cosa, y más aún el de qué es realidad. En los Principia
philosophiae (I, 52), escribe Descartes: Non potest substantia
primum animad verti ex hoc solo, quod sit res existens; quia hoc
solurn per se nos non afficit; sed jacile ipsam agnoscimus ex
quolibet ejus attributum. Y poco después (I, 63), con mayor
claridad: Facilius intelligimus substantiam extensam, vel sub-
stantiam cogitantem, quam substantiam solam, omisso eo quod
cogitet vel sit extensa. Nonnulla enim est diff¿cultas in abs-
trabenda notione substantiae a notionibus cogitationis vel exten-
sionis. . .
Ortega no se limita a mostrar que la realidad primaria no es ni
las cosas ni el yo, sino que aquello que descubre como realidad
radical no es una tercera cosa, sino algo que no es cosa; esto es,
la innovación de Ortega es esencialmente una nueva idea de la
realidad, desde la cual resulta visible la porción de error y de ver¬
dad del realismo y el idealismo, y la constitutiva limitación e
insuficiencia de ambos. Aparecen, pues, los dos como puntos
de vista parciales, certeros en lo que de efectiva visión, falsos en
lo que de construcción intelectual añadida tienen, como dos suce¬
sivos errores necesarios, en suma, cuya superación sólo puede
hacerse trascendiendo de ambos, desde una posición más honda
y radical que dé razón de uno y otro.
Pero esto lleva consigo el descubrimiento de un método, en
virtud del cual resulte accesible y aprehensible esa realidad radi¬
cal. La filosofía, propiamente, no tiene método, sino que es
método, vía hacia la realidad, y ambas cosas van indisolublemente
unidas. Ortega no hubiese podido descubrir y tomar posesión
conceptual de la extraña realidad que es nuestra vida sin elaborar
146 LA ESCUELA DE MADRID

al mismo tiempo un método que fuese capaz, más allá de las


formas conocidas de pensamiento, de aprehenderla en su pecu¬
liaridad y dar razón de ella: la razón vital.
Y esto conduce, por último, a una nueva concepción de la
filosofía y aun del conocimiento en todas sus formas, definida
por su función y su justificación en la vida humana. Estas tres
dimensiones del pensamiento de Ortega son inseparables, y radi¬
can en la situación íntegra desde la cual éste filosofa. No es mi
propósito exponer aquí la metafísica de Ortega, ni siquiera en sus
líneas generales, por la sencilla razón de que las obras sistemá¬
ticas que la contienen no han sido publicadas todavía. Sólo se
trata, pues, de indicar brevemente y con la mayor precisión
posible el núcleo central de la filosofía orteguiana, en que va
implícito germinalmente su sistema entero, con una finalidad
doble: en primer lugar, hacer comprensibles sus escritos publi¬
cados hasta ahora, en su referencia necesaria a esa doctrina
metafísica en que están todos ellos fundados; en segundo término,
preparar y facilitar la intelección de los libros, de próxima apa¬
rición, en que ese sistema alcanza su expresión íntegra y madura.1

* * *

Es sabido que Ortega inició su formación filosófica en Mar-


burgo, donde imperaba el neokantismo de sus maestros Cohén y
Natorp. Pero cuando se trata de precisar lo que Ortega debe
a Marburgo, hay que distinguir. "Es una pequeña ciudad gótica
—escribió Ortega en 1915— puesta junto a un manso ríc*oscuro,

1 La primera formulación de la idea fundamental de Ortega se encuentra


en Adán en el Paraíso (1910). Pueden tomarse como etapas sucesivas de su
descubrimiento: Meditaciones del Quijote (1914); Verdad y perspectiva
(1916); El tema de nuestro tiempo (1923); Ni vitalismo ni racionalismo
(1924); Kant (1924-29); En torno a Galileo (1933); Guillermo Dilthey
y la idea de la vida (1933); Historia como sistema (1935); Ideas y creen¬
cias (1940); Apuntes sobre el pensamiento: su teurgia y demiurgia (1941);
Prólogo a "Historia de la Filosofía”, de Bréhier (1942); Prólogo a "Veinte
años de caza mayor”, del Conde de Yebes (1942). Todos estos escritos
están publicados en las Obras Completas, 6 vols. (Madrid, 1946-47).
El lector deseoso de otros detalles y precisiones puede consultar otros
libros míos: Historia de la Filosofía (11* edición, Madrid, 1958). Intro¬
ducción a la Filosofía (Madrid, 1947). Este último libro no es una exposi¬
ción del pensamiento de Ortega, pero sí una aplicación del método de la
razón vital a los problemas filosóficos.
ORTEGA Y LA IDEA DE LA RAZÓN
T47

ceñida de redondas colinas que cubren por entero profundos


bosques de abetos y de pinos, de claras hayas y de bojes esplén¬
didos. Y agregaba: En esta ciudad he pasado yo el equinoccio
de mi juventud: a ella debo la mitad, por lo menos, de mis
esperanzas y casi toda mi disciplina. Este pueblo es Marburgo,
de la ribera del Lahn.”
Ortega, en efecto, encontró en Marburgo lo que no podía
hallar en España: la disciplina intelectual, un ejemplo de admi¬
rable labor filosófica; más aún: un hondo conocimiento de
Kant, sin el cual todo lo que se haga en filosofía tiene no sé qué
de sonámbulo y manco al mismo tiempo. Repárese, dicho entre
paréntesis, en que el relativo desconocimiento actual del kantismo
constituye una grave enfermedad de la filosofía de estos años
últimos, más visible a cada día que pasa. Pero una vez reconocida
esa deuda orteguiana a Marburgo, importa subrayar que no
comprende su filosofía. Ésta, la filosofía personal de Ortega,
tiene poquísimo que ver con sus maestros; Marburgo no lo hizo
ser nada determinado; más bien le permitió ser él mismo; hizo
que el pensamiento original de aquel mozo llegado del sur fuese
desde el primer momento filosofía y, lo que es más, filosofía
europea, inserta en toda la tradición de Occidente.
Pero su inspiración era bien distinta del idealismo que conoció
a fondo en Marburgo, y por eso pudo evitar. Lejos de pensar
que la realidad sea nuestras ideas, Ortega se esforzó desde el
principio en descubrir la realidad misma, aparte de lo que nos¬
otros pensemos de ella; es decir, la realidad que está allende
nuestras teorías, que no es teoría o construcción nuestra, sino
al contrario, lo irremediable, lo que inexorablemente se impone
y con lo que tenemos que contar. A esta realidad primaria,
previa a toda interpretación, con la cual tenemos que habérnoslas,
queramos o no, la llama Ortega la realidad radical, en el sentido
concreto de que todas las demás realidades tienen que referirse
a ella, y en ella aparecen como realidades, de un modo u otro.
¿Cuál es esa realidad radical?
No las cosas, como el realismo creyó durante dos mil años;
en primer lugar, porque todas las cosas se encuentran en alguna
parte y son ya por ello radicadas; en segundo lugar, porque esas
cosas no son independientes de mí, no las encuentro nunca solas.
148 LA ESCUELA DE MADRID

sino siempre conmigo, y aparte de mí nada sé de ellas; por


consiguiente, las cosas por sí y aparte son una hipótesis —tal
vez verdadera, pero no por eso menos hipótesis—, una teoría:
es decir, todo lo contrario de la realidad radical.
Tampoco el yo, según la creencia idealista de la época moderna.
Porque, si bien es cierto que siempre y en todo momento encuen¬
tro mi propia realidad, mientras las cosas cambian a mi alrededor,
no es menos cierto que yo no me encuentro nunca solo, sino
siempre con las cosas —con unas o con otras, pero siempre con
algunas—. Por tanto, el yo como res cogitans, como cosa autó¬
noma e independiente, es otra construcción intelectual, otra
teoría: concretamente, esa doctrina o tesis filosófica que llama¬
mos idealismo; en modo alguno la realidad tal y como la
encuentro, la realidad radical. ¿Cuál es entonces ésta? -—hay
que repetir.
La respuesta de Ortega es taxativa: la realidad radical es
nuestra vida. Pero esto ¿no será una teoría más? En modo alguno;
se trata de una simple constatación. Porque por vida no se
entiende ninguna doctrina acerca de lo que la vida sea, sino
ella misma en su nuda realidad, antes de toda teoría o interpre¬
tación; justamente, lo que resta cuando eliminamos todas nuestras
teorías, lo que —a la vez—- nos obliga hacerlas para saber a qué
atenernos. La vida es —dice Ortega— "lo que hacemos y lo
que nos pasa”; se entiende, lo que hacemos y lo que nos pasa
a cada uno de nosotros; la vida es mía, es siempre la de cada
cual, y ésta, mi vida, es la realidad radical.
Si intentamos describir sumariamente esa realidad, encilntra-
mos lo siguiente. "Yo soy yo y mi circunstancia”; es decir, yo
me encuentro, aquí y ahora, en una circunstancia, rodeado de
cosas que están en torno mío y con las cuales tengo que hacer
algo para vivir. Me encuentro, pues, desde luego, en la vida,
me encuentro viviendo: en la vida encuentro las cosas y me
encuentro a mí mismo; esto es, la vida es lo primario, es
anterior a las cosas y a mí; me es dada, en suma, y tanto
el yo como las cosas son secundarias a ella, ingredientes suyos,
realidades derivadas o, si se prefiere, radicadas en ella, que es,
por el contrario, la realidad radical. Yo y circunstancia sólo son
reales en cuanto se oponen, en función cada uno del otro; las
ORTEGA Y LA IDEA DE LA RAZÓN 149

cosas son circum-stantia, lo que está alrededor de mí, y están


esencialmente referidas al yo; pero éste, por su parte, no es una
cosa aislada e independiente, sino precisamente el que se encuen¬
tra con las cosas, el que está en esa circunstancia determinada.
La vida es, pues, el yo y las cosas; pero entiéndase bien que no es
una suma de los dos elementos, sino al contrario, éstos sólo
son momentos abstractos de la única realidad efectiva y concreta,
que es la vida.
Pero esto no basta. La vida me es dada, dice Ortega, pero
no me es dada hecha, sino al contrario, como quehacer; por eso
la vida da mucho quehacer. Vivir es tener que estar haciendo algo
con las cosas. Es una realidad dinámica; no una cosa, sino un
hacer. "La vida —decía ya Ortega en 1922— es un fluido
indócil que no se deja retener, apresar, salvar. Mientras va siendo,
va dejando de ser irremediablemente. Cuando queremos pren¬
der al sentimiento que en este instante sentimos, y volvemos
a él la atención, ya ha concluido y ha dejado su puesto a otro.
Del que buscábamos vemos sólo la espalda fugitiva, que se aleja
tiempo abajo, con vago ademán de espectro. Como el sentimiento,
todas las demás funciones vitales tienen una condición transeúnte
y fugitiva. La vida no es una cosa estática que permanece y
persiste: es una actividad que se consume a sí misma. Por fortuna,
esa actividad actúa sobre las cosas, las forma y reforma, dejando
en ellas la huella de su paso. De igual modo, el viento, por sí
mismo imperceptible, se arroja sobre el cuerpo blando de las
nubes, las estira y retuerce, ondea y afila, y nosotros, levantando
la vista, vemos en las formas de sus vellones las líneas de em¬
bestida del viento, la huella de su puño raudo y etéreo. Así la vida,
cada vida, deja en las cosas la línea de su peculiar ímpetu, el
perfil de su afán; en una palabra, su estilo.” Cuatro años des¬
pués, más concisamente, escribe: "Vivir es, de cierto, tratar con
el mundo, dirigirse a él, actuar en él, ocuparse de él.” No se
puede confundir la auténtica realidad de la vida con las cosas
que son ingredientes de ella. La vida no son las cosas, no es
cosa alguna, sino lo que yo hago con las cosas.
Sin embargo, hay que precisar aún más, si no se quiere enten¬
der superficialmente esta idea. Al decir que la vida es un hacer,
no se quiere decir que se trate de una actividad por oposición
150 LA ESCUELA DE MADRID

a un estado o a una cosa estática. No toda actividad es un hacer.


Éste viene definido por un por qué y un para qué: es algo que
yo hago por algo y para algo: La vida es drama, algo que le pasa
a alguien, y consiste, como el drama, en eso que pasa y eso que el
personaje hace, por algo y para algo, porque se encuentra en una
situación determinada y pretende ser justamente ese personaje
y no otro. "Consiste el vivir —dice Ortega— en que el hombre
está siempre en una circunstancia, que se encuentra de pronto y
sin saber cómo sumergido, proyectado en un orbe o contorno
incanjeable, en éste de ahora. Para sostenerse en esa circunstancia
tiene que hacer siempre algo, pero este quehacer no le es im¬
puesto por la circunstancia, como al gramófono le es impuesto
el repertorio de sus discos o al astro la línea de su órbita. El
hombre, cada hombre tiene que decidir en cada instante lo que
va a hacer, lo que va a ser en el siguiente. Esta decisión es
intransferible: nadie puede sustituirme en la faena de decidirme,
de decidir mi vida.”
¿Qué es lo que decide, lo decisivo? Una pretensión, un pro¬
yecto vital de cada uno de nosotros, previo a nuestra vida. La
vida es, suele repetir Ortega, faena poética. Yo tengo que inven¬
tar o imaginar antes el que voy a ser; se entiende, el que voy
a intentar ser en vista de esa circunstancia en que me ha tocado
vivir. Y al llegar aquí hay que advertir que circunstancia es todo
lo que me rodea, todo lo que encuentro y no soy yo; es decir, no
sólo el mundo físico que hay en torno, y el mundo social en que
vivo, y el pasado histórico, sino también mi cuerpo y mi psique,
con los cuales me encuentro igual que con el paisaje —au&que
en relación bien distinta—, de los cuales puedo estar contento, lo
mismo que de mi contorno físico, mi clase social o mi época.
Yo no soy, pues, cosa alguna, sino, simplemente, el que se en¬
cuentra en esa circunstancia y tiene que hacer con ella su vida.
Las cosas que me rodean son, por lo pronto, facilidades y
dificultades: ésta es su realidad primaria, previa a todas las
interpretaciones mías. Al proyectar sobre ellas mi pretensión o
proyecto vital me aparecen como posibilidades y urgencias. Yo
me encuentro ante un repertorio o teclado de posibilidades, entre
las cuales tengo que elegir para seguir viviendo. Es esencial que
las posibilidades sean varias; y por lo menos son dos; porque
ORTEGA Y LA IDEA DE LA RAZÓN
151

aun en la situación más cerrada, en que sólo ofrezca la vida una


posibilidad, queda siempre otra: dejar de vivir. Vivir es, pues,
elegir entre las posibilidades que la circunstancia me presenta,
en vista del proyecto o pretensión que me constituye. La vida es,
por tanto, elección, justificación, responsabilidad, porque sólo
puedo elegir por algo y para algo. El hombre es forzosamente
libre, porque no tiene su vida hecha, sino que tiene que hacérsela,
instante tras instante; y como el hombre tiene que justificar su
elección en cada caso, para poder decidir, y tiene los días conta¬
dos, la vida es intrínsecamente moral.
Con esto llegamos a lo más importante. La realidad radical
—nuestra vida—- no es, como antes anticipé, una "tercera” reali¬
dad, junto a la del yo y la de las cosas, ni tampoco su "suma”,
porque cuando se dice que es “yo con las cosas” se quiere decir
que ambos —cosa y yo— son ingredientes abstractos de la vida,
y ese "con” no es una estática coexistencia, sino el quehacer del
yo con las cosas, en que consiste precisamente vivir. No es, pues,
otra realidad, sino otro modo de ser realidad, del cual reciben
la suya deficiente y secundaria las cosas y el yo. "Para hablar,
pues, del ser-hombre -—dice Ortega— tenemos que elaborar un
concepto no-eleático del ser, como se ha elaborado una geometría
no-euclidiana.” "El hombre es una entidad infinitamente plástica
de la que se puede hacer lo que se quiera. Precisamente porque
ella no es de suyo nada, sino mera potencia para ser 'como usted
quiera’. Repase en un minuto el lector todas las cosas que el
hombre ha sido, es decir, que ha hecho de sí —desde el salvaje
paleolítico hasta el joven surrealista de París. Yo no digo que
en cualquier instante pueda hacer de sí cualquier cosa. En cada
instante se abren ante él posibilidades limitadas ya veremos
por qué límites. Pero si se toma en vez de un instante todos los
instantes, no se ve qué fronteras pueden ponerse a la plasticidad
humana.” "La vida humana no es, por tanto, una entidad que
cambia accidentalmente, sino, al revés, en ella la sustancia es
precisamente cambio, lo cual quiere decir que no puede pensarse
eleáticamente como sustancia. Como la vida es un drama que
acontece y el sujeto’ a quien le acontece no es una cosa aparte
y antes de su drama, sino que es función de él, quiere decirse
I52 LA ESCUELA DE MADRID

que la 'sustancia’ sería su argumento. Pero si éste varía, quiere


decirse que la variación es 'sustancial’.”
La vida humana es, por consiguiente, el "área” en que la
realidad como tal se constituye. "Ser real -—he escrito en otro
lugar—- significa, precisamente, radicar en mi vida, y a ésta hay
que referir toda realidad, aunque lo que es real pueda trascender,
en cualquier momento, de mi vida. En otros términos, mi vida es
el supuesto de la noción y el sentido mismo de la realidad, y ésta
sólo resulta inteligible desde ella; esto quiere decir que sólo
dentro de mi vida se puede comprender en su radicalidad, en su
sentido último, el término real. Pero no se olvide que cuando
hablamos de algo real, y derivamos su momento de 'realidad’
de mi vida, queda en pie la cuestión de la relación con ella de
ese 'algo’; dicho con otras palabras, decir que yo soy un ingre¬
diente de la realidad no significa en modo alguno que yo sea
parte o componente de las cosas o entes reales, sino que en su
'haberlos para mí’, en su 'radicar en mi vida’ se funda el sentido
efectivo de su 'realidad’, entendida como dimensión o carácter
de eso que es real. Aun en el caso de que lo que es real sea
anterior, superior y trascendente a mi vida, independiente de ella
e incluso origen y fundamento de ella misma —así en el caso de
Dios—, su realidad como tal —si queremos dar algún sentido
efectivo a este término y no reducirlo a un nombre vano o a un
equívoco— es radicada en la realidad radical de mi vida, a la
cual queda 'referida’ en cuanto es 'encontrada’ en ella.” (Intro¬
ducción a la Filosofía, VIII, 66).
Frente a la realidad "radicada” de las cosas —sea de», las
cosas extensas o de las cosas pensantes, o de esas "cosas” que lla¬
mamos ideas—, Ortega descubre la realidad radical de la vida
como quehacer del yo con su circunstancia. Desde esta nueva
idea de la realidad, aparecen en su limitación el realismo y el
idealismo, como dos interpretaciones de lo real, parcialmente
verdaderas, en parte erróneas, y en todo caso insuficientes, porque
no se refieren a la realidad misma, más allá de todas las teorías
del hombre, sino a elementos abstractos de ella, resultantes de
una operación humana que es una interpretación— todo lo inme¬
diata y verdadera que se quiera— que sustituye a la realidad
radical y originaria. En este sentido decía antes que Ortega supera
ORTEGA Y LA IDEA DE LA RAZÓN
153

el realismo y el idealismo, dando razón de ambos, e inaugura


una nueva significación de la expresión realidad.

* * #

En los últimos años de su profesorado, el curso de Ortega


aparecía anunciado en el programa de la Facultad de Filosofía
y Letras con este epígrafe: Principios de metafísica según la
razón vital. Era la exposición de su sistema filosófico, de esa
metafísica cuya idea nuclear acabo de explicar. Y el método
de esa metafísica, la vía de acceso a esa realidad radical que es la
vida humana, es justamente lo que Ortega llama razón vital.
La oposición entre la razón y la vida fué habitual a fines del
siglo xix y en los primeros decenios de éste. Baste recordar
los nombres de William James, Bergson, Spengler o Unamuno,
para no hablar sino de los mayores. No hay que decir que esa
oposición estaba, al menos hasta cierto punto, justificada. Pero
hay que decir también que esterilizó en sus estratos más pro¬
fundos su pensamiento, lo confinó en un horizonte cerrado y le
impidió convertirse en auténtica metafísica. En mi libro Miguel
de Unamuno (1943) he estudiado esta situación en el caso más
puro, en un pensador que, por no ser un profesional de la
filosofía y sentirse menos ligado a la tradición escolar, la llevó
a sus últimas consecuencias.
Frente a esa actitud se situó Ortega desde el comienzo de su
labor, en 1914, es decir, cuando era plenamente dominante.
"La razón —escribía— no puede, no tiene que aspirar a sustituir
la vida. Esta misma oposición, tan usada hoy por los que no
quieren trabajar, entre la razón y la vida es ya sospechosa.
¡Como si la razón no fuera una función vital y espontánea del
mismo linaje que el ver o palpar!” Pero ¿de qué razón hablaban
los que la enfrentaban con la vida? De la razón pura, de la razón
físico-matemática, usada con enorme éxito en las ciencias de la
naturaleza desde el siglo xvm, y con no menor fracaso en las
ciencias del hombre. Esta razón, autónoma y separada de la vida,
conoce principalmente, en frase de Bergson, "lo sólido inorgani¬
zado”; es decir, comprende solamente lo discontinuo, lo inmóvil,
lo rígido, lo invariable, lo universal. Y la vida es temporal,
I54 LA ESCUELA DE MADRID

continua, plástica, no sólo variable, sino variación, absoluta indi¬


vidualidad. "La inteligencia -—concluye Bergson— se caracteriza
por una incomprensión natural de la vida.’’ Y Unamuno, por las
mismas fechas en que Ortega iniciaba su doctrina, escribía: "Es
una cosa terrible la inteligencia. Tiende a la muerte como a la
estabilidad la memoria. Lo vivo, lo que es absolutamente inesta¬
ble, lo absolutamente individual, es, en rigor, ininteligible.”
"La identidad, que es la muerte, es la aspiración del intelecto.
La mente busca lo muerto, pues lo vivo se le escapa; quiere
cuajar en témpanos la corriente fugitiva, quiere fijarla.” "¿Cómo,
pues, va a abrirse la razón a la revelación de la vida?”
Cuando Ortega habla de la razón, ¿entiende lo mismo? Esa
razón que es una función vital, ¿es la razón pura? Ortega
elabora una teoría del concepto, puesto en relación con la per¬
cepción, en su sentido etimológico; según esa teoría, "el concepto
será el verdadero instrumento u órgano de la percepción y
apresamiento de las cosas. Agota, pues, su misión y su esencia
con ser no una nueva cosa, sino un órgano o aparato para la pose¬
sión de las cosas... Cada concepto es literalmente un órgano
con que captamos las cosas”. Conviene recordar que esto se
publicó en 1914, y sólo en 1939 el libro postumo de Husserl,
Erfahrung und Urteil, en que se llega a una visión del problema
que guarda evidente conexión con ésta, si bien con graves limi¬
taciones, procedentes de los supuestos generales de la feno¬
menología.
Esto implica una nueva idea de la razón, conexa con la nueva
idea de la realidad. Visto desde la vida, el racionalismo resultaba
insostenible: la filosofía optó, en consecuencia, por el irraciona¬
lismo; pero esa disyuntiva no es inevitable. La razón pura era
la razón abstracta, es decir, la razón que abstrae de la concreción
circunstancial de la vida y piensa las cosas como absolutas y
sub specie aeterni; pero si la realidad radical es la vida, toda
visión real de las cosas es desde ella, en su perspectiva concreta.
Si las cosas son elementos o componentes de mi circunstancia, su
realidad está ligada a ésta, se constituye como tal desde un punto
de vista determinado; es decir, la perspectiva es uno de los
componentes de la realidad, y sin ella carece de sentido; por eso,
ninguna visión de la realidad agota ésta, y las diversas visiones,
ORTEGA Y LA IDEA DE LA RAZÓN
155

en principio, no se excluyen, sino que se articulan; más aún,


cada sistema, definido por su perspectiva propia, incluye la
posibilidad y la necesidad de otros sistemas, y en consecuencia
no queda invalidado por éstos, previstos ya en él y que funcionan
como una componente virtual suya. El mundo no es un mundo
abstracto; es mi mundo, el de cada cual; queda referido al sujeto
viviente, convertido en horizonte suyo, lo cual no lo priva de
realidad, sino todo lo contrario: lo toma en su realidad circuns¬
tancial y concreta. "Esta manera de pensar -—escribe Ortega—
lleva a una reforma radical de la filosofía y, lo que importa
más, de nuestra sensación cósmica.”
La razón no es una consideración abstracta de las cosas sub
spe cié aeterni, sino su aprehensión conceptual dentro de mi vida,
en la perspectiva concreta en que se constituyen como realidades;
es una forma y función de la vida, y el tema de nuestro tiempo
consiste en someter la razón a la vitalidad. En suma, "la razón
pura tiene que ser sustituida por la razón vital” (1923). Pero
esto requiere mayores explicaciones.
El sentido primario y más importante de la palabra razón es
aquel en que funciona en la expresión "dar razón” de algo. De
este modo, el hombre logra "saber a qué atenerse” respecto a
ese algo. Pero el caso es que el racionalismo parte del supuesto
de que las cosas tienen la misma condición que las ideas y se
comportan como ellas; es decir, proyecta sobre la realidad un
a priori —la racionalidad— y la suplanta; en lugar, pues, de
abrirse a la realidad, sea ella como sea, y aprehenderla en su ver¬
dad, decreta de antemano cómo tiene que comportarse, y elimina
de ella todo lo que no sea ya racional. Dicho con otras pala¬
bras, en lugar de operar con la realidad misma, cuyos últimos
elementos son posiblemente irracionales, se atiene a ciertas por¬
ciones de lo real o a ciertos esquemas abstractos de ella, que
tienen la estructura del pensamiento discursivo y son, por tanto,
efectivamente racionales. Pero claro es que tan pronto como
tropieza con la realidad nuda —así ocurre con lo humano—,
falla. Ahora bien, creer que la razón es esa razón, esa forma
particular y más sencilla que es la razón abstracta o pura equivale
a tomar la parte por el todo, esto es, un error; y el irracionalismo
no es más que la consecuencia de ese error, y sólo se impone en
i56 LA ESCUELA DE MADRID

función de él. "Todas las definiciones de la razón —dice Orte¬


ga—} qUe hacían consistir lo esencial de ésta en ciertos modos
particulares de operar con el intelecto, además de ser estrechas,
la han esterilizado, amputándole o embotando su dimensión
decisiva. Para mí es razón, en el verdadero y rigoroso sentido,
toda acción intelectual que nos pone en contacto con la realidad,
por medio de la cual topamos con lo trascendente.”
La razón, pues, no prejuzga cómo debe ser la realidad, por
ejemplo, racional; no la reduce a aquellas porciones o elementos
suyos que coinciden con la peculiar índole del pensamiento; por
el contrario, no tiene más remedio que intentar "dar razón” de la
realidad tal y como ella es, de esa realidad radical que es la vida,
porque yo me encuentro en ella y tengo que hacerla, y para
decidir lo que voy a hacer en cada instante necesito saber a qué
atenerme respecto a ella. La razón vital, que es una razón con¬
creta, es además necesaria, y su ejercicio no depende de ningún
capricho del hombre, de ninguna preferencia suya, sino de la
situación de "naufragio” en que se encuentra en todo momento.
"Frente a la razón pura —escribe Ortega en uno de sus libros
capitales, tal vez el más importante de los publicados: En torno
a Galileo— se incorpora hoy, reclamando el imperio, la vida
misma —es decir, la razón vital, porque como hemos visto, vivir
es no tener más remedio que razonar ante la inexorable circuns¬
tancia. Se puede vivir sin razonar geométricamente, físicamente,
económicamente, políticamente. Todo eso es razón pura y la
humanidad ha vivido de hecho milenios y milenios sin ella—- o
con sólo rudimentos de ella. Esta efectiva posibilidad de vh?ir
sin razón pura hace que muchos hombres de hoy quieran sacu¬
dirse la obligación de razonar, que renuncien con agresivo desdén
a tener razón. Y esto es cosa fácil frente a la beatería de la razón
pura, del culturalismo. Ya veremos cómo toda crisis comienza
así. También el siglo xv empezó por la cínica renuncia a tener
razón. Es curioso que toda crisis se inicia con una etapa de
cinismo. Y la primera de occidente, la de la historia greco-romana,
se inició precisamente inventándolo y propagándolo. El fenó¬
meno es de una monotonía, de una repetición desesperantes.
Pero cuanto más contentos se hallen de esa aparente —y tan
fácil— liberación, más sin remedio se sentirán prisioneros de la
ORTEGA Y LA IDEA DE LA RAZÓN
I57

otra razón, de la irremediable; de la que, quiérase o no, es impo¬


sible prescindir —porque es una y misma cosa con vivir— la
razón vital. Conviene recordar que esas palabras son del año
I933> a^° decisivo, hace justamente quince años, grande mortahs
aevi spatium, según Tácito: una generación de la vida humana,
según la doctrina de Ortega.
Al llegar aquí empezamos a entender lo que quiere decir razón
vital —expresión todavía hoy escasamente comprendida—. La
razón vital es la vida misma, una y misma cosa con vivir. ¿Qué
significa esto? Su sentido se revela si consideramos esta otra
frase: vivir es no tener más remedio que razonar ante la inexo¬
rable circunstancia. Como la vida no está hecha, sino por hacer,
y en cada momento tenemos que elegir entre las posibilidades
que nuestra situación nos ofrece, necesitamos hacernos cargo de
ésta en su integridad; y esto es razón. El hombre, pues, por no
tener un ser ya hecho, no puede vivir sin orientarse, es decir, sin
pensar, sin razonar. La vida es, en su misma sustancia, razón.
Pero vistas las cosas por el otro lado, entender es saber a qué
atenerse respecto a la situación en que se está; es decir, algo es
entendido cuando funciona dentro de mi vida en su concreción
circunstancial. Por tanto, la razón —el órgano-de comprensión
de la realidad— no es otra cosa que la vida. Esto es lo que quiere
decir razón vital: la razón de la vida; con más precisión aún,
la razón que es la vida. La expresión razón viviente, usada tam¬
bién por Ortega, aclara más esta radical complicación de la vida
humana. Es la vida en su efectivo movimiento, en su vivir
biográfico, la que hace entender, la que da razón. Y esto nos
remite a un último aspecto suyo.
Para entender algo que un hombre hace, no tenemos más
remedio que contar una historia: narrar lo que a ese hombre
le aconteció antes, lo que hizo en vista de su circunstancia y de la
pretensión que constituye su proyecto vital. Sólo así resulta
inteligible una realidad humana. Pero ocurre que el hombre
no es un ente individual aislado, sino que se encuentra inserto en
una sociedad, la cual es histórica; es decir, el hombre se encuentra
a un nivel histórico determinado, es heredero de un pretérito, y
no un eterno "primer hombre”. Al hombre, pues, le ha pasado
ser otras cosas que las que él individualmente ha sido; le ha
LA ESCUELA DE MADRID
158

pasado... la historia entera. La vida de cada hombre incluye


la historia, en la medida en que ésta es un ingrediente de su
circunstancia. Esto significa que sólo se puede dar razón de algo
humano apelando a la historia en su integridad; o, lo que es
lo mismo, que la razón vital es razón histórica, por ser histórica
en su propia sustancia la vida humana. Lo que al hombre le ha
pasado es la sustantiva razón, que revela "una realidad trascen¬
dente a las teorías del hombre y que es él mismo por debajo
de sus teorías’’. "La razón histórica no acepta nada como mero
hecho, sino que fluidifica todo hecho en el jieri de que proviene:
ve cómo se hace el hecho.’’ Y esto es entender: apelar del hecho,
como tal incomprensible, a su génesis en el área de la vida
humana.
Pero surge aquí una doble interrogante, a la que es menester
responder para evitar equívocos. ¿Es la razón vital e histórica
una forma particular de la razón? Esta forma superior y adecuada
de saber, ¿no ha sido conocida hasta ahora, después de mile¬
nios de historia humana?
La razón vital no es una forma particular de la razón, sino
que es la razón sin más, en su sentido pleno y eminente. Es la
razón sin adjetivos. Por el contrario, la razón pura, la razón
naturalista, la razón físico-matemática, la razón geométrica, son
formas particulares de la razón, es decir, simplificaciones abs¬
tractas de ella. ¿Por qué, entonces, se entienden por razón esas
formas, y es menester adjetivar explícitamente la razón vital?
Porque las teorías de la razón existentes hasta ahora han sido
teorías abstractas, de esas formas parciales de la razón efectiva,
únicas atendidas hasta hoy por el pensamiento filosófico. Pero
cuando la doctrina de la razón vital haya alcanzado vigencia
suficiente, se entenderá que es la razón simpliciter, frente a las
particularizaciones abstractas que llama "razón" la teoría del
conocimiento al uso.
Por otra parte, es evidente que siempre que el hombre ha
usado con plenitud su razón, ha puesto en juego la razón vital.
Pero no lo ha sabido, y por eso su ejercicio ha sido siempre
deficiente y azaroso. Se podría hacer —algún día habrá que
acometer la empresa— una historia -—o, mejor, prehistoria-
de la razón histórica y vital, para describir lqs antecedentes
ORTEGA Y LA IDEA DE LA RAZÓN
159

pretéritos de ella, los momentos en que se ha ido constituyendo


y poseyendo a sí misma la racionalidad del hombre. Y sólo esta
historia sería una verdadera teoría de la razón, en la medida
en que teoría es sinónimo de razón histórica y vital.
Para poner un ejemplo claro, citaré uno aducido por el propio
Ortega. Es la frase de Locke, al comienzo de su Essay concerning
human understanding (Book I, chap. I, 6), en que aclara: "Our
business here is not to know all things, but those which concern
our conduct.’ (Nuestra tarea en este mundo no es conocer todas
las cosas, sino sólo aquellas que miran a nuestra conducta).
Esta afirmación de Locke, en su obra, no está fundamentada,
ni siquiera analizada; se usa de ella como de un "tópico”
en sentido aristotélico; es opinión pública, éndoxon. Pero si, en
lugar de dejarla "en el umbral irresponsable de la filosofía”
—dice Ortega—, la enunciamos como la primera gran tesis
filosófica y nos comprometemos a probarla, entonces revela su
contenido filosófico, que es precisamente lo positivo. "Ahora
bien —dice Ortega—, para Locke poseía de hecho este sentido,
puesto que el hombre Locke se funda efectivamente en esa opi¬
nión para hacer su filosofía. Influido por la tradición de lo que
venía llamándose así, Locke piensa que eso no es aún filosofía,
no la formula como una tesis, pero la fn'actica como tal, es una
tesis en acción, lo cual significa nada menos que esto: el cono¬
cimiento no es nada sustantivo por sí, sino que es una función
de la vida humana, la cual, a su vez, es una tarea. O expresado
en otro orden, significa: i9, que nuestra existencia en este
mundo es una tarea; 29, que ésta no consiste sustancialmente
en conocer, sino en "conducirse”; 39, que en la medida en que
la "conducta” exige conocimiento, éste es una tarea inevitable.
He aquí tres principios fundamentales de filosofía que la filoso¬
fía de Locke ignora, pero que operaron en él conduciéndole a la
elaboración de ésta. Y esa filosofía 'indocumentada’, que ha
quedado a la puerta de la oficial filosofía lockiana, seria ademas
la justificación auténtica de ésta.” Esto quiere decir que Locke, al
iniciar su filosofía, está haciendo uso de jacto de la razón
concreta y plenaria, de la razón vital; pero al ir a formular su
filosofía se atiene a la razón abstracta, la cual no puede dar
razón” de eso que es su radical punto de partida, y esto deja
i6o LA ESCUELA DE MADRID

a su filosofía desarraigada, y en esa medida desprovista de radi-


calidad. Y esto nos lleva a preguntarnos qué es la filosofía y,
con mayor generalidad, qué es el conocimiento dentro del sistema
de Ortega.
* * *

Ortega distingue entre pensamiento y conocimiento, dando un


sentido riguroso a los dos términos. Sus Apuntes sobre el pensa¬
miento: su teurgia y su demiurgia (1941) contienen, en forma
sumamente concisa, una nueva visión del problema, que implica
una transformación de la filosofía. Nada humano se puede
tomar como "dado” y "natural”, sino que para entenderlo hay
que derivarlo de la vida. Todo lo que el hombre en verdad
hace, lo hace por algo y para algo; hay que justificar, pues, por
qué el hombre se ocupa, por ejemplo, en conocer. Es esto una
de las cosas que el hombre hace, pero no es lo primario; no se
puede definir al hombre por esa dimensión. El sentido funda¬
mental del saber es el "saber a qué atenerse” —un sentido nada
intelectualista—; el hombre está siempre en un sistema de
creencias en que se apoya para vivir, en las cuales "está”. Pero
ocurre que a veces esas creencias fallan, en todo o en parte, y el
hombre, al dejar de estar en ellas, no tiene dónde estar,
no sabe a qué atenerse, no sabe, en suma, qué hacer; y como
vivir es hacer ahora y aquí algo determinado, una cosa y no
otra, y nos obliga a elegir entre las posibilidades una, el hombre
tiene que hacer algo para volver a saber a qué atenerse, y eso
que hace es pensar. "Pensamiento es —dice Ortega— cuafito
hacemos —sea ello lo que sea— para salir de la duda en que
hemos caído y llegar de nuevo a estar en lo cierto.” "Pero con
esto —agrega— no se ha dicho cuál sea la figura de operación
que el hombre ejercite al pensar. Estas figuras pueden ser muy
diferentes. No es una sola que el hombre posea de una vez
para siempre, que le sea 'natural’ y que, por tanto, con más
o menos perfección haya de continuo ejercitado. Lo único que el
hombre tiene siempre es la necesidad de pensar, porque más o
menos está siempre en alguna duda. Los modos de satisfacer
esa necesidad —se entiende, de intentar satisfacerla, lo que pode¬
mos llamar técnicas, estrategias o métodos del pensar— son, en
ORTEGA Y LA IDEA DE LA RAZÓN 161

principio, innumerables, pero ninguno le es regalado, ninguno


es una dote con que desde luego se encuentre. Lejos de esto,
tiene que irlos inventando el hombre y adiestrándose en ellos,
experimentándolos, ensayando su posible fecundidad y trope¬
zando siempre, a la postre, con sus límites.”
El pensamiento queda definido así, no como un dispositivo,
una facultad o una "actividad”, sino como una función de
la vida humana, exigida por la estructura misma de ésta. El
hombre no es un ente pensante, en el sentido de que goce
de la capacidad de pensar y la use naturalmente, sino sólo
en el sentido de que no puede vivir más que pensando, de que
para vivir tiene que pensar, y esto le acontece así porque se
encuentra en una circunstancia, náufrago en ella, sin haber sido
consultado, en una vida, pues, que le es dada, pero no le es dada
hecha, sino que tiene que hacerla en vista de la situación concre¬
ta en que se halla. A la idea naturalista del pensamiento como
un mecanismo que el hombre posee, es decir, como un "hecho”
bruto, en cuanto tal incomprensible, sustituye Ortega la idea
del pensamiento como un hacer del hombre, definido por un
"por qué” y un "para qué”, derivado de la vida, radicado en ella,
y por tanto comprensible, porque es la vida la que así "da razón”
de eso que llamamos pensar y el pensamiento aparece desde este
punto de vista no sólo como un hacer, sino como una necesidad
vital, como algo que el hombre tiene que hacer: como un que¬
hacer inexorable, al que el hombre tiene que dedicarse, quiera
o no, le guste o no, pueda o no, para ser hombre.
¿Pueda o no? Es claro; no es seguro, ni mucho menos, que el
pensamiento sea posible; es decir, que el hombre pueda de ver¬
dad orientarse y llegar a saber a qué atenerse; por el contrario,
siempre es, en última instancia, una empresa frustrada, y el
hombre nunca logra escapar a la incertidumbre. Pero, sobre todo,
aun supuesta la posibilidad de hecho de esa tarea que es pensar,
su necesidad es previa, y el hombre tiene que entregarse a ella,
sin contar con su éxito, porque se siente perdido y no puede
vivir de otro modo.
Ahora bien, ese hecho radical humano que es el pensamiento
ha estado pertinazmente enturbiado y desdibujado por lo que
Ortega llama "las ocultaciones del pensamiento”. Este fenómeno
IÓ2 LA ESCUELA DE MADRID

de la ocultación "consiste, sencillamente, en que el ser de la cosa


o lo que es igual, la 'cosa misma’, la cosa en su 'mismidad’ queda
tapada por todo 'lo que tiene que ver’ con ella pero no es ella.’’
A esto llama Ortega "pensamiento confundente”, y hace obser¬
var que el pensamiento ha sido durante mucho tiempo —así
en el primitivo— positivamente confundente; es decir, que su
función era, justamente, la de identificar lo que "tiene que ver”;
aunque, vistas las cosas desde otra perspectiva, el pensamiento
haya de funcionar como una potencia de distinción. Una de las
ocultaciones del pensamiento es el psicologismo, que lo confunde
con las funciones psíquicas que el hombre ejercita cuando piensa;
sin ellas, claro es, no se podría pensar, pero ellas son meros
mecanismos de ese hacer mismo. Una segunda ocultación es la
lógica, y consiste en una esquematización. "La lógica suplanta
la infinita morfología del Pensamiento por una sola de sus
formas: el pensamiento lógico, es decir, el pensamiento en que
se dan ciertos caracteres —ser idéntico a sí mismo, evitar la
contradicción y excluir un tercer término entre lo 'verdadero’
y lo 'falso’.” El logicismo ha tenido graves consecuencias para la
historia de Occidente, durante veinticinco siglos; y al hacerse
problemático el propio pensamiento lógico, deja hoy ver las
otras formas de pensamiento, y aquello en lo que éste consiste,
por debajo de la distinción ideal entre logicidad e ilogicidad.
La tercera y más profunda ocultación del pensamiento es la que
lo identifica con el conocimiento. ¿En qué consiste?
El conocimiento es, en efecto, uno de los métodos de que
se vale el hombre para saber a qué atenerse, es decir, uno de los
modos de pensar, pero sólo uno. "Consiste en ensayar la solución
del misterio vital haciendo funcionar formalmente los mecanis¬
mos mentales bajo la dirección última de los conceptos y su
combinación en razonamientos. Es sorprendente que con tanta
facilidad y constancia se haya considerado evidente que el hom¬
bre ha estado y está siempre en disposición de ocuparse en esa
precisa forma de actuación, en ese peculiarísimo hacer que es
conocer. La más somera reflexión nos revela que ponerse a hacer
tal cosa implica ciertos supuestos y que sólo cuando éstos se dan
se halla el hombre en franquía para dedicarse a conocer. Supone,
en efecto, estas dos cosas: la creencia en que tras la confusión
Ortega y la idea de la razón 163

aparente, tras el caos que nos es, por lo pronto, la realidad, se


esconde una figura estable, fija, de que todas sus variaciones
dependen, de suerte que al descubrir aquélla sabemos a qué
atenernos frente a lo que nos rodea. Esa figura estable, fija,
de lo real es lo que desde Grecia llamamos el ser. Conocer es
averiguación del ser de las cosas, en esta significación rigorosa
de figura estable y fija . La otra implicación sin la cual ocuparse
en conocer sería absurdo, es la creencia en que ese ser de las
cosas posee una consistencia afín con la dote humana que llama¬
mos inteligencia’. Sólo así tiene sentido que esperemos, mediante
el funcionamiento de ésta, penetrar en lo real hasta el descubri¬
miento de su ser latente.”
Pero esto tiene una consecuencia imprevista: "el que se ocupa
en conocer supone ya o pone de antemano con radical convicción
que hay un ser y por eso va en su busca para ver si es tal o
cual. Pero entonces resulta que el conocimiento antes de empezar
es ya una opinión perfectamente determinada sobre las cosas: la
de que éstas tienen un ser. Y como esa opinión es previa a toda
prueba o razón y supuesto de toda razón o prueba, quiere decirse
que es simplemente una creencia, en cuanto tal nada diferente
de la fe religiosa”. Ahora bien, esa creencia tampoco es algo
que el hombre tenga desde luego y naturalmente, sino que ha
llegado a ella, en virtud de ciertas experiencias, fracasos y tan¬
teos; el conocimiento, en este su sentido estricto, es una forma
histórica de la vida humana, condicionada por una situación
precognoscitiva que la hace, a la vez, posible y comprensible.
Esto altera la visión que hemos de tener de cada filosofía
y aun de toda filosofía en cuanto tal. "Toda filosofía deliberada y
expresa —dice Ortega— se mueve en el ámbito de una prefilo¬
sofía o convicción que queda muda de puro ser para el individuo
la 'realidad misma’. Sólo después de elucidar esa 'pre-filosofía’, es
decir, esa creencia radical e irrazonada, resultan claras las limi¬
taciones de las filosofías formuladas.” El problema estriba, como
se ve, en la relación de la filosofía con esa prefilosofía. Porque
si ésta queda en penumbra e irrazonada, la filosofía misma
queda afectada por una falta de radicalidad; es decir, no acaba
de ser filosofía. Y esto es lo que ha ocurrido tradicionalmente:
las diversas filosofías pretéritas han tenido de común, por debajo
164 LA ESCUELA DE MADRID

de sus enormes diferencias, el dar por supuesto esa previa situa¬


ción vital que las hacía posibles y las justificaba. "Entiendo por
filosofía ingenua o injustificada —escribe Ortega— toda aquella
que se deja fuera de su cuerpo doctrinal los motivos que
llevan a ella, es decir, que no considera como porción constitutiva
de la filosofía misma todo lo que ha inducido al hombre a esa
creación filosófica. Vamos a ver, en este estudio, cómo la filosofía
ha solido comenzar de un modo abrupto, siendo una serie de
tesis sobre la realidad o sobre los principios de la verdad, sin
que se sepa filosóficamente por qué, en absoluto, hay que enun¬
ciar tesis sobre la realidad o sobre la verdad.” ¿Es esto admisible?
Las ciencias particulares, es cierto, dejan fuera de su cuerpo
doctrinal sus "supuestos” y, a la vez, su justificación; pero por
ello carecen del carácter de necesidad con que se presenta la
filosofía, y que viene a ésta —obsérvese bien— de la situación
radical de que brota, no de caracteres formales que posea como
disciplina; y por tanto, esa necesidad no es absoluta y sin más,
sino sólo para el hombre que se encuentra en esa situación o en
ese repertorio de situaciones; lo cual muestra, a su vez, que
el hombre no ha tenido siempre que hacer filosofía, ni tal vez
tendrá que seguir siempre haciéndola. Ahora bien, en tanto en
cuanto hay filosofía, ésta tiene que dar razón de sí misma.
"Cuando la ocupación —dice Ortega—, como en el caso de la
filosofía, pretende ocuparse del universo y no dejar fuera nada
esencial, la justificación no tiene otro espacio donde orgánica¬
mente alojarse que en el cuerpo mismo de la doctrina filosófica,
como uno de sus miembros constituyentes.” "La justificación
que yo reclamo sólo existirá cuando de ella se deriven, como de
un principio, las ideas que constituyen el sistema filosófico mismo.
O, dicho a su vez en tesis: La justificación de la filosofía es su
primer principio. Todo lo que induce al hombre a filosofar
forma parte doctrinalmente de la teoría filosófica misma.” El
ejemplo de Locke, antes citado, aclara suficientemente el sentido
de estas afirmaciones.
La filosofía busca una certidumbre radical, es decir, que sea
certidumbre primera y plena, y además que en ella radiquen
las demás. No puede suponer otras instancias o verdades, sino
que ha de ser autónoma; ha de ser instancia que en definitiva
ORTEGA Y LA IDEA DE LA RAZÓN 165

justifique y fundamente todas las demás verdades, esto es, ha de


ser universal. Y si, por un lado, se distingue así de las ciencias,
que son particulares y no autónomas, por otro lado se distingue
de la religión en que ésta es una certeza dada, revelada, no
hecha por el hombre; y, en tercer lugar, se distingue del arte
o de la "experiencia de la vida” en que éstas, si bien tienen
cierta universalidad y se forman en el hombre, no consisten
en prueba, no se justifican a sí mismas.
Pero al llegar aquí hay que preguntarse, finalmente; ¿cómo
puede la filosofía dar razón de sí misma? Se trata, no lo olvi¬
demos, de incluir en el cuerpo doctrinal mismo de la filosofía
lo que fuerza al hombre a hacerla, lo que la justifica y la hace
necesaria —no abstracta, sino circunstancialmente—. Ahora bien,
lo que obliga al hombre a filosofar es su vida concreta, como
realidad radical, previa a todas las teorías. Es menester, pues,
dar razón de la vida misma, y en eso consiste la razón vital,
que es el método radical de la filosofía, porque nos pone en
contacto con la realidad misma, allende todas las interpretaciones,
y asiste a la génesis de éstas. Y la forma concreta de la razón
vital es la razón histórica, porque toda vida es histórica en su
misma sustancia, está hecha de un tiempo histórico determinado,
definida por hallarse a cierta "altura de los tiempos”. Lo que el
hombre hace —por ejemplo, filosofar— sólo tiene pleno senti¬
do cuando aparece como un quehacer impuesto por la serie de
experiencias, fracasos y tanteos en que consiste precisamente
la historia. La filosofía de la razón histórica y vital es, por tanto,
filosofía en un sentido nuevo,' y exige una radicalidad mucho
mayor que la hasta ahora usada.

III

LOS PROBLEMAS DE LA VIDA COLECTIVA

He expuesto hasta aquí, en su máxima simplicidad y, por


decirlo así, en un movimiento mental único, el núcleo central
del pensamiento metafísico de Ortega, el descubrimiento cuya
articulada explicitación es el contenido de su filosofía. Pero
166 LA ESCUELA DE MADRID

esta visión resultaría esencialmente incompleta —y, por tanto,


errónea— si no se tuviese en cuenta la dimensión social de la
vida humana, cuyo estudio es una de las porciones más sustan¬
tivas de la obra orteguiana. Y, al mismo tiempo, su considera¬
ción nos servirá de ejemplo de cómo la totalidad de las ideas de
Ortega emergen de la doctrina metafísica que acabo de estudiar.
La vida humana es siempre individual: la mía, la tuya, la de
aquél —o la de aquélla—; pero esa misma vida es, en una
dimensión esencial, una realidad que excede del individuo; y esto
en varias formas, que es menester apuntar. En primer lugar, yo
me encuentro con otros hombres, que forman parte de mi cir¬
cunstancia, pero no como las cosas, sino que, además, son centros
de otras vidas, para las cuales funciono yo-como un ingrediente
circunstancial. Vivir es convivir. Y aun en el caso de que el
hombre esté solo, se entiende que está solo de los otros; la convi¬
vencia es previa a sus dos modos fundamentales: la presencia y
la ausencia. En la vida individual como tal se da, pues, el hecho
radical de la convivencia.
Pero no basta con esto; con lo que he dicho no se ha trascen¬
dido de la vida individual; no hay todavía rastro de lo que
podemos llamar, en rigor, sociedad, es decir, "vida colectiva”.
La sociología ha pasado por alto siempre una distinción decisiva,
sin la cual apenas puede dar un paso, sino que se enreda en
dificultades inextricables desde el comienzo: la que Ortega esta¬
blece entre lo interindividual y lo social. La convivencia en sen¬
tido estricto lo es de individuos como tales; el amor, la amistad,
suponen la convivencia de varios individuos, pero que no*por
eso dejan de ser individuos; sus relaciones se dan en el ámbito
estricto de la vida individual; esos haceres son míos, los ejecuto
yo, por algo y para algo, los entiendo, soy responsable de ellos.
En la sociedad, en cambio, me encuentro en relación con otros
hombres, pero no en cuanto individuos determinados, sino aparte
de nuestra individualidad, en cuanto somos "cualquiera”.
La relación social sensu stricto es aquella en que los hombres
funcionan impersonalmente, aparte de su concreta individuali¬
dad; no soy yo frente a un tú personal, sino el peatón y el guar¬
dia, el cartero y el destinatario, el juez y el acusado. Y lo
social se manifiesta primariamente en el hecho de los usos.
ORTEGA Y LA IDEA DE LA RAZÓN 167

¿Qué son usos? Son lo que se hace, lo que se cree, lo que se dice.
¿Quién hace, cree o dice eso en qué consisten los usos? Todos,
cualquiera, nadie determinado; no el hombre —ningún hombre
concreto— sino la gente. Los usos son impuestos a cada uno
de los hombres. Estos usos no tienen "sentido”, y en todo caso,
si lo tienen, no se cumplen por él, sino sólo porque son vigentes;
con frecuencia son ininteligibles, tal vez monstruosos. La acción
que el hombre ejecuta en virtud de un uso no es propiamente
suya, elegida por él, de la que se sienta solidario y sea respon¬
sable; no hace aquello porque le parezca bien o quiera hacerlo,
sino porque es lo que se hace, y la sociedad ejerce represalias
sobre el que falta a sus vigencias; entiéndase bien, aunque todos
y cada uno de los individuos que componen la sociedad piense
que el uso en cuestión no tiene interés o incluso es absurdo. No
es nadie determinado el que impone el uso, sino que esa tre¬
menda realidad que es la sociedad se hace presente en esa
impersonal imposición a cada uno de los individuos. Esos usos
tienen una triple función: en primer lugar, son pautas para el
comportamiento, y permiten prever la conducta de los hombres
que no conocemos, con lo cual hacen posible la convivencia con
ellos en cuanto extraños; en segundo lugar, significan una heren¬
cia social del pasado, que se impone al individuo y lo sitúa a la
altura de los tiempos, de suerte que el hombre es progreso e
historia; por último, los usos automatizan una gran porción
de la vida, lo cual es una constricción, pero a la vez una libertad:
al tener el hombre resuelta socialmente esa parte de su vida,
queda en franquía para ser personal y original en otras zonas
decisivas.
Por otra parte, el hecho de que nuestra vida individual sea
ya, en una de sus dimensiones constitutivas, social, revela que la
sociedad no es consecutiva a la "previa” existencia de los indi¬
viduos como tales; es decir, la sociedad en su sentido pleno y
auténtico no es asociación, y el vínculo por el cual los hombres
pertenecen a ella no es un acto voluntario.
Sin embargo, con esto no basta. Ortega observa que el mismo
nombre "sociedad” es equívoco y utópico. Se dice que hay
sociedad o convivencia entre los hombres porque el hombre es
sociable, tiene impulsos sociales; ahora bien, una sociología veraz
i68 LA ESCUELA DE MADRID

tiene que hacer constar con la misma energía y dando al nuevo


hecho el mismo rango que los hombres son también insociables,
que están llenos de impulsos antisociales. La tragedia permanente
de la convivencia humana es que ésta no es propiamente sociedad
•—es decir, estado social o sociable—, sino la pugna sociedad-
disociación, una realidad inestable, un conato o esfuerzo hacia
una sociedad o bien una descomposición de una sociedad pre¬
existente, nunca una sociedad estable y actual. "La sociedad,
conste, es tan constitutivamente el lugar de la sociabilidad como
el lugar de la más atroz insociabilidad, y no es en ella menos
normal que la beneficencia, la criminalidad. Lo más a que ha
podido llegarse es a que las potencias mayores del crimen que¬
den transitoriamente sojuzgadas, contenidas, • a decir verdad sólo
ocultas en el subsuelo del cuerpo social, prontas a irrumpir una
vez más de profundis. No se diga, pues, tampoco que la sociedad
es el triunfo de las fuerzas sociales sobre las antisociales. Ese
triunfo no se ha dado nunca. Lo que hay, lo único que hay a la
vista, es la lucha permanente entre aquellas dos potencias y las
vicisitudes propias de toda contienda.” La sociedad no se regula
espontáneamente, como creyó el liberalismo, sino sólo gracias a
la faena de imponer un orden a la porción antisocial de la socie¬
dad, y esa "triste faena”, por muchas razones terrible, pero
inexcusable, se llama mando, y es ejecutada por el Estado. "Ahora
bien: el mando y, por consiguiente, el Estado son siempre, en
última instancia, violencia, menor en las sazones mejores, tre¬
menda en las crisis sociales.” "Las llamadas sociedades SQn
imposibles sin el ejercicio del mando, sin la energía del Estado,
pero a la vez, implicando ese ejercicio la violencia y otras cosas
peores, largas de enumerar, 'toda participación en el mando es
radicalmente degradante’ —como dice Augusto Comte, cuya
política era autoritaria, en una estupenda fórmula, emitida de
paso, en lugar imprevisto, y que, según creo, no ha sido hasta
ahora tomada en cuenta. ¿Qué será, buen Dios, esa realidad
que llamamos sociedad, cuando para existir necesita hasta que
sus fuerzas más positivamente sociales tengan que consumirse
—y al aceptar la tarea demuestran su superior sentido de res¬
ponsabilidad— en el ejercicio de una operación degradante? La
ORTEGA Y LA IDEA DE LA RAZÓN 169

advertencia de este hecho elementalísimo y radical es prolegó¬


meno a toda futura sociología.”
Esa forma de realidad humana que es la vida colectiva, la
sociedad, tiene una estructura muy determinada. Concretamente,
una sociedad está definida por la acción recíproca de una masa
y una minoría. La minoría selecta, la élite, es el núcleo rector,
que anticipa el porvenir y dirige al cuerpo social; pero se entien¬
de que esa minoría es minoría de una masa, es decir, está defi¬
nida funcionalmente por su relación con ésta, y su acción es un
servicio a ésta; pero claro es que ese servicio consiste en man¬
darla, en dirigirla, en proponerle un programa o proyecto de
vida colectiva. Todo eso es lo que la masa, como tal, es incapaz
de hacer; y cuando ésta pierde la conciencia de su función nece¬
saria, exigida por la estructura misma de toda sociedad, y aspira
a mandar como tal masa, se produce el fenómeno definido por
Ortega y que ha llamado la rebelión de las masas —la enferme¬
dad capital de nuestro tiempo—. El hombre-masa —que perte¬
nece a todas las clases sociales— no tiene proyecto vital propio;
no se exige; vive en pura inercia y a la deriva; cree que sólo
tiene derechos y no obligaciones; usa de una cultura que no ha
creado ni entiende, sin conciencia de los múltiples esfuerzos
que ha requerido ni de su carácter inestable y problemático; su
psicología es la del "niño mimado” o, si se prefiere, la del
"señorito satisfecho”. Frente al hombre-masa, el hombre selecto
está definido por opuestos atributos; para él, vivir es exigirse, ser
más, ser mejor; es noble, en el sentido en que se dice: noblesse
oblige. "Para mí —escribe Ortega—, nobleza es sinónimo de
vida esforzada, puesta siempre a superarse a sí misma, a trascen¬
der de lo que ya es hacia lo que se propone como deber y
exigencia. De esta manera, la vida noble queda contrapuesta
a la vida vulgar e inerte, que, estáticamente, se recluye a sí misma,
condenada a perpetua inmanencia, como una fuerza exterior no
la obligue a salir de sí. De aquí que llamemos masa a este modo
de ser hombre —no tanto porque sea multitudinario, cuanto
porque es inerte.”
Si ahora descendemos de la estructura de toda sociedad a la
de esas unidades sociales concretas en que actualmente vivimos y
que se llaman naciones, encontramos que una nación es, por
170 LA ESCUELA DE MADRID

lo pronto y esencialmente, una empresa, un proyecto o destino


común. La nación no consiste en la unidad de elementos o ingre¬
dientes estáticos de la sociedad: la tierra, la lengua, la raza, la
religión; con su unidad no hay nación muchas veces, mientras
que otras la hay sin esas unidades. La nación es una realidad
social, y por tanto histórica, es decir, dinámica. "En toda autén¬
tica incorporación, la fuerza tiene un carácter adjetivo. La po¬
tencia verdaderamente sustantiva que impulsa y nutre el proceso
es siempre un dogma nacional, un proyecto sugestivo de vida en
común. Repudiemos toda interpretación estática de la convi¬
vencia nacional y sepamos entenderla dinámicamente. No viven
juntas las gentes sin más y porque sí; esa cohesión a prior i sólo
existe en la familia. Los grupos que integran un Estado viven
juntos para algo: son una comunidad de propósitos, de anhelos,
de grandes utilidades. No conviven por estar juntos, sino para
hacer juntos algo.” Y agrega, para tomar el máximo ejemplo
de la historia: "El día que Roma dejó de ser este proyecto de
cosas por hacer mañana, el Imperio se desarticuló.” El Imperio
británico ha sabido mantener su cohesión en la medida en que
ha logrado interesar a los pueblos que lo forman —sobre los
cuales Inglaterra hace mucho que no ejerce ninguna dominación
coactiva eficaz— en un proyecto de vida común; y su suerte
futura depende de su capacidad de proponer a sus miembros
una figura incitante de vida colectiva. Por eso han errado los
que creyeron que una amenaza militar desmoronaría la Common-
wealth; mayor peligro significaría para ella el desánimo, el
aflojamiento de los resortes vitales, la mengua del esfuerzo, al
descenso de la capacidad de invención; es decir, una crisis de
la imaginación y un predominio del hombre-masa.
La vida humana tiene siempre ante sí dos posibilidades: auten¬
ticidad e inautenticidad o falsificación. Y en la medida en que
la vida individual tiene una componente colectiva, su grado de
autenticidad está condicionado por la posibilidad de que la vida
colectiva sea también auténtica; es decir, de que haya un sistema
de creencias vigentes, en las cuales pueda vivir el hombre.
Cuando eso falta —como ocurre en esta hora—, se adhiere
falsamente y en hueco a algo en que de verdad no se cree,
y se suple con "decisión” y extremismo la falta de sinceridad,
ORTEGA Y LA IDEA DE LA RAZÓN J7I

Por eso hay tiempos en que la vida auténtica sólo es posible


como retracción, como repliegue a los estratos más profundos
e íntimos del hombre, como suspensión de la vida en todas
aquellas dimensiones suyas en que la autenticidad es imposible,
para reconstruir penosamente y mediante un tenso esfuerzo
—para uno mismo y para los demás— un horizonte abierto.
En 1933, en un paréntesis de una conferencia, decía Ortega a
los oyentes de su curso En torno a Galileo, en la Universidad
de Madrid: "No hay duda que esa voz 'convertios’ o como yo
prefiero decir 'ensimismaos’, buscad vuestro verdadero yo, es la
que hoy otra vez urgiría dar a los hombres —sobre todo a los
jóvenes. Hay demasiadas probabilidades para que la generación
que ahora me escucha se deje arrebatar como las anteriores de
aquí y de otros países por el vano vendaval de algún extremismo,
es decir, de algo sustancialmente falso. Esas generaciones, temo
que todavía la vuestra, pedían que se las engañase— no estaban
dispuestas a entregarse sino a algo falso. Y revelando en la
tranquilidad de esta aula un secreto, diré que a ese temor obe¬
dece en buena parte mi parálisis en órdenes de la vida no
universitarios ni científicos. No se me oculta que podría tener
a casi toda la juventud española en veinticuatro horas, como un
solo hombre, detrás de mí: bastaría que pronunciase una sola
palabra. Pero esa palabra sería falsa y no estoy dispuesto a
invitaros a que falsifiquéis vuestras vidas. Sé y vosotros lo sa¬
bréis dentro de no muchos años, que todos los movimientos
característicos de este momento son históricamente falsos y van
a un terrible fracaso. Hubo un tiempo en que la repulsa del extre¬
mismo suponía inevitablemente que se era un conservador. Pero
hoy ya aparece claro que no es así, porque se ha visto que el
extremismo es indiferentemente avanzado o reaccionario. Mi
repulsa de él no procede de que yo sea conservador, que no lo
soy, sino de que he descubierto en él un sustantivo fraude
vital.”
Ahora bien, una de las razones decisivas de que la vida
pública de los países europeos, y en especial su política, sea
falsa desde hace bastantes años, es que la estructura nacional
de los Estados no corresponde ya a la realidad social subyacente.
Dicho con otras palabras, las unidades histórico-sodales efectivas
I72 LA ESCUELA DE MADRID

no son ya las naciones, y todavía no hay otras que las sustituyan,


que expresen política y estatalmente la auténtica realidad. ¿Cuál
es ésta?
"Apenas las naciones de Occidente perhinchen su actual perfil
surge en torno de ellas y bajo ellas, como un fondo, Europa. ..
Si hoy hiciésemos balance de nuestro contenido mental —opi¬
niones, normas, deseos, presunciones—, notaríamos que la mayor
parte de todo eso no viene al francés de su Francia, ni al español
de su España, sino del fondo común europeo... las cuatro quin¬
tas partes de su haber íntimo son bienes mostrencos europeos.
No se columbra qué otra cosa de monta podemos hacer los que
existimos en este lado del planeta si no es realizar la promesa
que desde hace cuatro siglos significa el vocablo Europa. . .
Resumo ahora la tesis de este ensayo [La Rebelión de las Masas].
Sufre hoy el mundo una grave desmoralización, que entre otros
síntomas se manifiesta por una desaforada rebelión de las masas,
y tiene su origen en la desmoralización de Europa. Las causas de
esta última son muchas. Una de las principales, el desplazamiento
del poder que antes ejercía sobre el resto del mundo y sobre sí
mismo nuestro continente. Europa no está segura de mandar,
ni el resto del mundo de ser mandado. La soberanía histórica se
halla en dispersión. . . Los europeos no saben vivir si no van
lanzados en una gran empresa unitiva. Cuando ésta falta, se
envilecen, se aflojan, se les descoyunta el alma. Un comienzo
de esto se ofrece hoy a nuestros ojos. Los círculos que hasta
ahora se han llamado naciones, llegaron hace un siglo o poco
menos a su máxima expansión. Ya no puede hacerse nada con
ellos si no es trascenderlos. . . Sólo la decisión de construir una
gran nación con el grupo de los pueblos continentales volvería
a entonar la pulsación de Europa. Volvería ésta a creer en sí
misma, y automáticamente a exigirse mucho, a disciplinarse. Pero
la situación es mucho más peligrosa de lo que se suele apreciar.
Van pasando los años y se corre el riesgo de que el europeo se
habitúe a este tono menor de existencia que ahora lleva; se acos¬
tumbre a no mandar ni mandarse. En tal caso, se irían volatilizando
todas sus virtudes y capacidades superiores.” Y, a propósito del
peligro de que Europa se entusiasmase con el comunismo, no por
lo que tiene de tal, sino como gran empresa histórica, agregaba
ORTEGA Y LA IDEA DE LA RAZÓN 173

Ortega en 1929: "Fuera demasiado vil que el anticomunismo


lo esperase todo de las dificultades materiales encontradas por su
adversario. El fracaso de éste equivaldría así a la derrota univer¬
sal: de todos y de todo, del hombre actual. El comunismo es una
'moral’ extravagante —algo así como una moral. ¿No parece
más decente y fecundo oponer a esa moral eslava una nueva
moral de Occidente, la incitación de un nuevo programa de
vida?”
Vemos cómo la doctrina sociológica y política de Ortega no es
sino un capítulo de su metafísica, una porción esencial de la teo¬
ría de la vida humana. Y, lejos de permanecer en la abstracción,
tiene que llegar a la realidad misma de nuestra vida concreta;
porque —no lo olvidemos— la filosofía sólo puede ser plena¬
mente radical cuando es capaz de dar razón de la vida misma
en su concreción histórica. Por eso, también, cuando he escrito
una Introducción a la Filosofía "según la razón vital” he tenido
que extraer el libro entero de su primer capítulo, en el que se
intenta un análisis esquemático de la situación en que se encuentra
el hombre europeo de mediados del siglo xx.

IV

LA RAZÓN VITAL COMO POSIBILIDAD

Conviene "realizar” o representarse con alguna precisión cuál


es la situación actual de la filosofía —actual, no del inmediato
ayer, con el cual es fácil confundirse—. Hacia 1900 —la fecha
de las Investigaciones Lógicas de Husserl— se inicia en Europa la
preparación de una nueva filosofía, que superase la situación
de ausencia filosófica en que había vivido la segunda mitad del
siglo xix. Fué menester, ante todo, reivindicar la posibilidad
misma de la filosofía: recuérdese que todo el primer tomo de las
Investigaciones tuvo que destinarse a la crítica y superación
del psicologismo. La fenomenología fué la creadora de un nuevo
método filosófico, y su acción fecundante se extendió a todas
las ramas del pensamiento. Poco a poco va alcanzando su madu¬
rez teórica: en 1913 aparece el primer tomo de las Ideas de
LA ESCÜELA DE MADRID
I74

Husserl, en que se expresa un precipitado coherente, aunque


incompleto, de la doctrina fenomenológica. En los años siguien¬
tes se constituye definitivamente la teoría de los valores, y por
un momento parece que eso va a ser la filosofía: 1916, Ética,
de Scheler. Sin embargo, mientras se multiplican las investi¬
gaciones fenomenológicas particulares, parece que hay un compás
de espera en lo que se refiere a los problemas centrales de la
filosofía, y hay una pausa en la publicación de grandes libros.
Las Ideas no se completan; Scheler no logra salir a la metafísica
ni alcanzar sistematismo en su pensamiento. En 1925 escribe
Ortega un artículo titulado Pleamar filosófica, en el cual, reco¬
giendo advertencias suyas de los quince años anteriores, anuncia
la inminencia de esa marea ascendente de la filosofía en el
horizonte universal. Y dice taxativamente: "La velocidad de los
acontecimientos espirituales es tal al presente, que dentro de un
año la pleamar filosófica batirá ya los más adustos promontorios.”
Pues bien, en 1926 se publica la Ethik de Hartmann: en el
mismo año Die Wissensformen und die Gesellschaft, de Scheler,
y Die Stellung des Menschen im Kosmos dos años después; en
1927, Sein und Zeit, de Heidegger; en 1929, el libro más
importante de Husserl, su Fórmale und transzendentale Logik,
a la vez que pronuncia en París las conferencias cuyo texto son
las Meditaciones Cartesianas-, en 1932, tras un largo silencio, el
último libro de Bergson, Les deux sources de la morale et de la
religión. Durante los mismos años, se multiplican las investiga¬
ciones y estudios marginales de estos mismos pensadores y otros
próximos a ellos, hasta constituir un momento de auténtico Es¬
plendor en la producción filosófica. ¿Qué ha ocurrido después?
Por lo pronto, una significativa detención de ese movimiento
filosófico, iniciado de modo tan pujante, en manos de sus pro¬
pios fundadores. Las Ideas de Husserl y el Sein und Zeit de
Heidegger han quedado con sus tomos primeros pendientes
de continuación: la producción del último de estos filósofos,
desde 1929, se reduce a breves folletos; en cuanto a la teoría
de los valores, significa hoy una etapa pretérita en lo esencial,
y en todo caso secundaria. Hay que descontar, ciertamente, el
influjo perturbador que sobre la vida intelectual ha ejercido
la anómala situación del mundo en estos años, desde 1933, con
ORTEGA Y LA IDEA DE LA RAZÓN

una intensificación de la tensión reinante en 1936 y, por último,


el feroz traumatismo histórico de la guerra de 1939-45, prolon¬
gada por la ausencia de una paz que todavía parece lejana. Pero
si se tiene en cuenta la pululación, en estos mismos años, de los
que se ocupan de filosofía, y el volumen realmente inesperado
de la bibliografía de esta disciplina en el mismo período, cabe
pensar que haya además alguna razón filosófica que explique
aquella detención en lo fundamental y nos descubra en sus
estratos profundos el perfil de nuestra situación.
Es notorio que Husserl, a pesar de los esfuerzos por llegar
a una fenomenología genética”, no puede volver por detrás
de su supuesto básico de que la realidad se constituye en la
conciencia de ella, es decir, que la conciencia es la realidad
absoluta, con lo cual no consigue escapar del idealismo, y por
tanto no es capaz de llegar a una efectiva génesis de la razón.
Cuando se advierte, como Ortega ha mostrado, que el pensar
es siempre ponente, que pone lo pensado como verdadero y
existente, se cae en la cuenta de la imposibilidad de la reducción
fenomenológica, porque ésta se ejecuta en un nuevo acto, ponente
también, esto es, no en la conciencia, sino desde la vida. Pero
esto quiere decir, literalmente, que no hay conciencia, que ésta,
lejos de ser la realidad absoluta, no es realidad, sino una inter¬
pretación o teoría, y que lo real es el encuentro mío, real y
efectivo, con el algo vivido, sin reducción ni 'abstención’ nin¬
guna: en la vida, que es la realidad radical. Y por esto la
fenomenología, para ser fecunda, tiene que superarse y salir
de sí misma.
En cuanto a Heidegger, vale la pena reparar en el hecho de
que, a pesar de su indudable genialidad filosófica, de su enorme
difusión y de haber ejercido primariamente su influjo sobre un
país de tanta tradición y densidad intelectual como Alemania,
su fertilidad ha sido modesta, y hasta ahora no se ha originado
una escuela filosófica del volumen y la importancia que se podría
esperar de las calidades egregias de pensador que posee Heideg¬
ger. Se dirá que esto es un argumento ad hominem, pero no
parece que en esta coyuntura de la historia —y del pensamiento—
sea ésta una clase desdeñable de argumentos. Y si unimos este
i7 6 LA ESCUELA DE MADRID

hecho "externo” a la detención antes mencionada, es difícil no


establecer una conexión entre ambas cosas.
Por último, si lanzamos una mirada sobre lo que actualmente
—y no hace quince o veinte años— muestra el panorama filo¬
sófico, vemos una perspectiva poco alentadora. En rigor, y pese
a la pululación de autores y libros, de conferencias y revistas
—demasiados para el carácter extremadamente minoritario que
ha tenido siempre el quehacer filosófico auténtico, lo cual hace
caer en la cuenta de que andan en juego otros intereses y fuerzas
sociales aparte de la filosofía—, el horizonte filosófico está
bastante cerrado. Y si se apuran las cosas, no sólo el filosófico,
sino todo el horizonte del conocimiento sen su st victo.
En efecto, la casi totalidad de lo que hoy se hace en filosofía
entra bajo la rúbrica de lo que se suele llamar "existencialismo”.
Es claro que esta palabra, que un día tuvo algún sentido, si
bien nunca muy preciso, apenas quiere decir ya nada, y una
elemental higiene mental aconseja evitarla. Los más sensatos
y responsables de sus representantes empiezan ya a defenderse
de ella y rechazarla. Alguna vez he dicho <que de esa expresión
puede repetirse lo que don Luis Mejía dice, en el drama de
Zorrilla, a propósito de su prometida doña Ana, seducida por
don Juan Tenorio:

... con lo que habéis osado


imposible la háis dejado
para vos y para mí.

A estas alturas, nadie sabe ya lo que de cierto significa*esa


palabra, pabellón que cubre mercancías muy varias, algunas en
avanzado estado de descomposición mental; pero es evidente
que, en lo que tiene de filosofía, todo ese complejo de movi¬
mientos se nutre del pensamiento de Heidegger, con frecuencia
mal entendido —no es fácil, desde luego, y ha solido caer en
manos apresuradas—, con una curiosa insistencia en sus porcio¬
nes más discutibles, a la vez que se olvidan sus aspectos más
sustantivos y fértiles, y una tendencia comprensible a echar agua
al vino.
Lo que se suele oponer al "existencialismo” —y ya es signifi¬
cativo que su función primaria sea oponerse— es un pensamiento
ORTEGA Y LA IDEA DE LA RAZÓN
177

formalmente arcaico, que pudo tener sentido cuando no había


filosofía en Europa ni, en rigor, recursos actuales para hacerla,
y que se caracteriza por creer ya resueltos a tergo, en lo esencial,
los problemas. Es decir, por lo inverso de lo que es la filosofía:
la busca de una certidumbre radical, porque no se sabe a qué
atenerse respecto a la realidad y hay que saberlo para vivir. Por
fijarse más en lo diferencial que en lo importante, no se ha
solido subrayar la contemporaneidad del neokantismo, el neo-
hegelianismo inglés, americano e italiano, el neofichteanismo, el
neotomismo. Filosofías nacidas en la segunda mitad del siglo
pasado, en época de crisis del pensamiento filosófico, en que
la filosofía se había olvidado de sí misma -—de sus requisitos
mentales y de su propia tradición—; en aquella situación, lo
único posible era rescatar esa realidad pretérita y recobrar el ejer¬
cicio de la función pensante, adiestrándose en el ejemplo de los
grandes clásicos. Y es claro que el hecho de que alguno de estos
movimientos, cumplida su misión originaria, perdure social¬
mente, se debe a razones ajenas en lo sustancial a la filosofía.
Si se pregunta ahora por qué el "existencialismo” se mueve
en un horizonte cerrado, hasta agotar y, en definitiva, desvirtuar
el magnífico impulso inicial que recibió de Heidegger, y por
qué fuera de él tampoco se encuentran otras puertas abiertas
hacia el futuro, hay que considerar lo siguiente. En su máxima
parte, la filosofía permanece hoy en la situación antes descrita
para el final del siglo xix y los primeros años del x!x, en que
razón y vida aparecían enfrentadas, y las dos únicas posibilidades
eran: un racionalismo de la razón abstracta, que renuncia a
pensar la vida humana y, por tanto, sustituye la realidad por
un esquema de ella, y un irracionalismo que pretende conocer la
vida y la historia, pero renuncia al concepto y, por consiguiente,
a la efectiva aprehensión racional de esa realidad. Y claro es que
la "misma” situación es bien distinta hoy y hace cincuenta años: es
mucho más patente que entonces la realidad primaria de la vida
y la imposibilidad de pasarla por alto, de otro lado se ha mos¬
trado con mucho más rigor el carácter irreal y utópico del logi-
cismo abstracto, incluso como pensamiento.
Heidegger, formado en la rigurosa disciplina intelectual de la
escuela de Husserl, es un gran fenomenólogo, y en la medida
i78 LA ESCUELA DE MADRID

en que su método es la descripción, sus descubrimientos son de


valor indudable. El método descriptivo, cuya forma más perfecta
es la fenomenología, es una adquisición irrenunciable de la
filosofía actual. En otro lugar (Introducción a la Filosofía,
IV, 39) he escrito: "La consideración de la realidad, en orden
al descubrimiento de su verdad radical, requiere ante todo que
esa realidad misma, despojada mediante la historia de su pátina
interpretativa, nos sea patente, y su forma primaria de aprehen¬
sión es puramente descriptiva. Y si queremos atenernos con toda
pulcritud y rigor a nuestras propias exigencias metódicas, tendre¬
mos que guardarnos de introducir ningún principio explicativo,
ni establecer otras conexiones entre los datos descritos que las que
vengan impuestas por la estructura misma de la realidad. En
otros términos: la descripción no puede agotar ni satisfacer las
exigencias del conocimiento, porque no basta para que yo sepa
a qué atenerme respecto a la realidad; pero todo lo que tras¬
cienda de lo meramente descriptivo ha de venir postulado por
los requisitos de la descripción misma; es decir, las formas
mentales superiores y más complejas a que será menester llegar
tienen que ser impuestas por las conexiones, descriptivamente
evidentes, entre los ingredientes de la realidad. En suma, el mo¬
vimiento de la mente tiene que ser forzado por las implicaciones
de lo real, de suerte que la teoría en este nuevo sentido sea la
resultante necesaria de un intento riguroso y exhaustivo de pura
descripción.”
Pero esto quiere decir que la descripción, absolutamente nece¬
saria, no es suficiente, y nos remite a una forma supefior de
conocimiento, que sea teoría o razón. Ahora bien, en Heidegger
y, en general, en el “existencialismo” no hay nada que sea
equivalente de la idea de razón vital, y por ello es cada vez
más notoria su propensión irracionalista, con la última esterilidad
que ello implica. Y dentro de esta corriente filosófica, es signi¬
ficativo que se mueva en una disyuntiva que cada vez se acentúa
más, hasta el punto de esbozarse una escisión en dos tendencias
irreductibles: la vuelta a la ontología -—el tema de Heidegger
es der Sinn des Seins überhaupt, y el hombre aparece en su
filosofía definido por su "comprensión del ser’’ o Seinsverstand-
nis, que no se deriva ni, en última instancia, se justifica —y
ORTEGA Y LA IDEA DE LA RAZÓN
179

la mera descripción, en definitiva irracional, de situaciones "exis-


tenciales concretas; y se advierte en el propio Heidegger, en la
medida en que su pensamiento posterior a Sein und Zeit es cono¬
cido, una mayor propensión al irracionalismo.
Frente a esto, por otra parte, se hace valer una razón cuyo
sentido es la formal negación de la historicidad; un absolutismo
del intelecto, cuya consecuencia inexorable es, precisamente, el
relativismo, en la medida en que, por suponer una realidad
absoluta , independiente de la perspectiva, se ve forzado a
sustantivar un punto de vista particular, erigirlo en "absoluto”
y detener el tiempo, o bien a decretar la "falsedad” de toda
verdad condicionada por una situación y que no envuelva una
ficticia visión sub specie aeterni.
En este horizonte intelectual, la idea de razón vital representa
una vía abierta hacia el futuro. La razón pura tiene que ceder
su imperio a la razón vital: así definió Ortega en 1923 el tema
de nuestro tiempo, la tarea irrenunciable e insustituible de nues¬
tra época. La razón vital se presenta así como la superación de ese
horizonte cerrado al que acabo de aludir; significa, simplemente,
la posibilidad auténtica de la inteligencia humana en los días
que vivimos.
Adviértase que la idea de razón vital, si bien es el resultado
de una estricta teoría metafísica, no es en modo alguno, en lo
que tiene de razón, asunto intrafilosófico. Razón, en su sentido
pleno, es lo que nos pone en contacto intelectual con la realidad,
con lo trascendente; yo me he atrevido a definirla como la
aprehensión de la realidad en su conexión. La razón histórica
y vital es un modo superior de entender; esto es, de entender
todo lo que pueda entenderse. Por esto significa, en su máxima
generalidad, una "reforma de la inteligencia” -—título progra¬
mático de un artículo de Ortega, de 1923.
Se trata de una historización metódica del conocimiento, de
una derivación de los conceptos y las formas todas de saber
de aquella realidad en que radican: la vida humana, en su con¬
creción histórica. De este modo se llega a una razón narrativa,
en la cual lo que da razón -—recuérdese elXóyov SiSóvat platóni¬
co— es lo que al hombre le ha pasado y ha hecho, porque ha
pretendido ser en el futuro alguien determinado. Pero no se
i8o LA ESCUELA DE MADRID

olvide que esta narración o historia sólo es posible en virtud


de un esquema de la vida humana, como tal irreal y a priori:
lo que llama Ortega teoría abstracta de la vida o analítica de
la vida humana. Pero esta analítica abstracta tiene la condición
de que los conceptos "genéricos” funcionan en ella como "luga¬
res vacíos” o le ere Stellen, destinados a adquirir plenitud signi¬
ficativa al circunstancializarse, al llenarse de contenido histórico
concreto.
La razón vital es, pues, en el pleno vigor del término, método;
se entiende, camino o vía hacia la realidad. De ella puede
esperarse una toma de contacto con la realidad que es la vida,
pero no para sumergirse en una vaga "intuición” muda, sino
para dar razón de ella, en conceptos rigurosos, entendidos como
órganos para aprehenderla, no espectros para sustituirla y suplan¬
tarla. La crisis del conocimiento en todas sus formas, y en
especial de la filosofía, aparece como superable de la única
manera en que esa situación crítica puede tener salida: no como
una renuncia y un abandono, sino como una depuración y una
idea más rigurosa y exigente de lo que es conocimiento. En este
sentido, la razón vital se presenta como una esencial posibilidad
de nuestra vida misma.

Madrid, mayo de 1948.


Vida y razón
en la filosofía de Ortega
I
LA GÉNESIS DE LA RAZÓN VITAL

La idea de la vida

FJ—' n estos decenios está aconteciendo a la filosofía una de esas


graves peripecias que señalan las etapas de su historia. Desde
1900, aproximadamente, con antecedentes en el siglo pasado,
la filosofía está alterando sus supuestos, sus temas e incluso su
propio sentido. Esta mudanza tiene tan gran volumen, que su
evidencia se impone aun a los menos perspicaces; pero cuando
se trata de precisar lo que realmente sucede, y desde cuándo y
dónde está sucediendo, la claridad suele ser menor. Se aplican
promiscuamente los nombres de filosofía existencial o filosofía
de la vida a movimientos intelectuales absolutamente dispares
y que apenas tienen puntos de contacto; se suele agregar que se
trata de ''irracionalismos”, se la considera con frecuencia como
antropología y se llega a afirmar que su objeto único es el
hombre existente, a pesar de que el propio Heidegger advierte
al comienzo de su libro capital que el tema de su investigación
es el problema del sentido del ser,1 y que en la página 45
distingue expresamente la Daseinsanalytik de la antropología.
No es de este lugar ni de esta hora entrar en el tema. Me
interesa sólo precisar la génesis de algunas ideas de Ortega,
capitales dentro de su filosofía, y que constituyen justamente el
núcleo germinal de esa etapa de la filosofía en su fase de madu¬
rez. Porque la prioridad de los descubrimientos orteguianos sobre
espléndidos desarrollos posteriores de esos mismos hallazgos o

1 Díe konkrete Ausarbeitung der Frage nach dem Sinn von Sein ist die
Absicht der folgenden Abhandlung (Sein und Zeit, p. 1.).
184 LA ESCUELA DE MADRID

de otros simplemente afines es indudable y de fácil comproba¬


ción aunque se dé el caso peregrino de que, precisamente entre
los círculos más hostiles a Heidegger, en nuestro país, se procure
desvirtuar esa prioridad para atribuirla a este filósofo.
El primer libro de Ortega, aquel con el cual ha iniciado hasta
ahora la colección de sus escritos, es Meditaciones del Quijote,
publicado en 1914 —13 años antes que Sein und Zeit—. En
este libro se halla la fórmula Yo soy yo y mi circunstancia, que
puede valer como mínima expresión del núcleo de la filosofía
de Ortega. Ahora bien, una frase filosófica aislada no tiene su
plena significación; sólo en un contexto se logra su verdadero
alcance; es menester ver, por tanto, qué quería decir Ortega con
esas palabras. Se ha dicho que es una afirmación de pasada,
incidental, sin propósito de establecer una tesis metafísica; según
esta interpretación, se trataría de una mera "ocurrencia”, cuya
coincidencia verbal y formal con algunas doctrinas filosóficas
posteriores habría sido aprovechada para proyectar sobre ella,
a posteriori, un contenido filosófico inexistente. Vale la pena
echar una ojeada sobre su contexto, para ver hasta qué punto
confirma o descalifaca esta interpretación.
"El hombre rinde el máximum de su capacidad cuando adquie¬
re la plena conciencia de sus circunstancias. Por ellas comunica
con el universo. ¡La circunstancia! ¡Circum-stantia! ¡Las cosas
mudas que están en nuestro próximo derredor!” Así comienza
Ortega a hablar de ese ingrediente circunstancial de nuestra
vida.1 Pero poco después (p. 321) agrega: "¿Cuándo nos
abriremos a la convicción de que el ser definitivo del muhdo
no es materia ni es alma, no es cosa alguna determinada, sino
una perspectiva?” Y en la página siguiente: "Hemos de buscar
para nuestra circunstancia tal y como ella es, precisamente en lo
que tiene de limitación, de peculiaridad, el lugar acertado en
la inmensa perspectiva del mundo. No detenernos perpetua¬
mente en éxtasis ante los valores hieráticos, sino conquistar a
nuestra vida individual el puesto oportuno entre ellos. En suma:
la reabsorción de la circunstancia es el destino concreto del
hombre.” (Los subrayados son míos).
Y a continuación: "Mi salida natural hacia el Universo se
1 Obras Completas, I, p. 319.
VIDA Y RAZÓN EN LA FILOSOFÍA DE ORTEGA I85

abre por los puertos del Guadarrama o el Campo de Ontígola.


Este sector de realidad circunstante forma la otra mitad de mi
persona: sólo al través de él puedo integrarme y ser plenamente
yo mismo. Y sólo después de estas afirmaciones agrega la
frase aludida, cuyo sentido queda esclarecido por ellas: "Yo soy
yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo.”
Pero podría pensarse que esta circunstancia es sólo la circuns¬
tancia física e incluso geográfica, y que sólo posteriormente ha
venido a significar en Ortega un ingrediente constitutivo de la
realidad radical, a saber, lo otro que yo. Pues bien, en el mismo
libro (p. 349) se lee: "¡El mundo exterior! Pero, ¿es que
los mundos insensibles —las tierras profundas—- no son también
exteriores al sujeto? Sin duda alguna: son exteriores y aun en
grado eminente.”
Parece que no se trata de una simple ocurrencia: son graves
afirmaciones coherentes, que van a alguna parte. Pero es que,
además, no se trata de ninguna improvisación: estas ideas, expre¬
sadas ahora por primera vez de un modo preciso, contaban ya
en 19x4 por lo menos cuatro años de elaboración en la mente de
Ortega. Un ensayo en 1910, titulado Adán en el Paraíso —reco¬
gido en Personas, obras, cosas (1916) y luego en Mocedades—,
contiene no pocas precisiones acerca de la realidad que es la
vida. Este ensayo ha sido citado a veces; pero, ¡cosa curiosa!,
no para buscar en él la primera formulación —inmatura, pero
inequívoca y explícita— de la filosofía personal de Ortega, sino
para recoger las expresiones inadecuadas, todavía influidas por
el idealismo de sus maestros neokantianos, rectificadas ya por el
propio autor en las notas de 1915 que acompañan a su texto.
"Un día. . . dijo Dios: 'Hagamos al hombre a nuestra ima¬
gen.’ El suceso fué de enorme trascendencia: el hombre nació
y súbitamente sonaron sones y ruidos inmensos a lo ancho del
Universo, iluminaron luces los ámbitos, se llenó el mundo de
olores y sabores, de alegrías y sufrimientos. En una palabra,
cuando nació el hombre, cuando empezó a vivir, comenzó asimis¬
mo la vida universal” O. C., I., p. 476. Y luego: "Cuando
Adán apareció en el Paraíso, como un árbol nuevo, comenzó
a existir esto que llamamos vida.” Se ve, pues, que la palabra
vida en Ortega, desde el principio, no significó lo biológico, sino
i86 LA ESCUELA DE MADRID

estrictamente la vida individual humana. Y repárese en la enu¬


meración de ingredientes vitales en los párrafos que siguen:
"¿Qué es, pues, Adán, con la verdura del Paraíso en torno,
circundado de animales; allá, a lo lejos, los ríos con sus peces
inquietos, y más allá los montes de vientres petrefactos, y luego
los mares y otras tierras, y la Tierra y los mundos?” "Adán en el
Paraíso es la pura y simple vida, es el débil soporte del problema
infinito de la vida.” La circunstancia no es sólo, por tanto, lo
inmediato; es lo que rodea o circunda al hombre, incluso más
allá de su alcance; pero no sólo lo físico; también las realidades
de otro orden, lo histórico, lo espiritual: "La gravitación univer¬
sal, el universal dolor, la materia inorgánica, las series orgánicas,
la historia entera del hombre, sus ansias, sus exultaciones, Nínive
y Atenas, Platón y Kant, Cleopatra y Don Juan, lo corporal y lo
espiritual, lo momentáneo y lo eterno y lo que dura. . ., todo
gravitando sobre el fruto rojo, súbitamente maduro, del corazón
de Adán. ¿Se comprende todo lo que significaba la sístole y
diástole de aquella menudencia? ¿Todas esas cosas inagotables,
todo eso que expresamos con una palabra de contornos infinitos,
vida, concretado, condensado en cada una de sus pulsaciones?
El corazón de Adán, centro del Universo, es decir, el Universo
íntegro en el corazón de Adán, como un licor hirviente en una
copa. Esto es el hombre: el problema de la vida” (p. 476-477).
Pero, una vez más, ¿de qué vida se trata? Se trata de mi vida,
de la vida de cada cual, que le pasa en un aquí y un ahora insus¬
tituible: la vida descubierta por la ciencia es una vida abstracta,
mientras, por definición, lo vital es lo concreto, lo incomparable,
lo único. La vida es lo individual” (p. 478-479). Y después,
con mayor rigor, define temáticamente la vida —en 1910— como
coexistencia: "Vida es cambio de substancias; por tanto, convivir,
coexistir, tramarse en una red sutilísima de relaciones, apoyarse
lo uno en lo otro, alimentarse mutuamente, conllevarse, poten¬
ciarse” (p. 484).
Y ahora se comprende el extraño título de este ensayo. Al
final Ortega, se vuelve sobre él. "Adán en el Paraíso —escri¬
be—. ¿Quién es Adán? Cualquiera y nadie particularmente: la
vida. ¿Dónde está el Paraíso? ¿El paisaje del Norte o del Medio-
VIDA Y RAZÓN EN LA FILOSOFÍA DE ORTEGA l8y

día? No importa: es el escenario ubicuo para la tragedia inmensa


del vivir (p. 489). Adán en el Paraíso viene a significar:
yo y mi circunstancia, yo en mi mundo. La fórmula de 1910
equivale a la de 1914; solamente en ésta la metáfora se precisa
en concepto. Pero no olvidemos que este mundo no es propia¬
mente una cosa o una suma de ellas, sino un escenario, porque
la vida es ttagedia o drama, algo que el hombre hace y le acon¬
tece en su mundo, en el tiempo. Pero volvamos a las Medita¬
ciones del Quijote, cuya prehistoria he señalado. Se encuentran
en ellas afirmaciones muy concretas sobre la estructura de la
vida, sobre la relación de ella con la verdad y la cultura, sobre
el sentido de estas últimas. "Debiéramos considerar -—escribe
Ortega (p. 321) que así la vida social como las demás
formas de la cultura se nos dan bajo la especie de vida individual,
de lo inmediato.” Y aún añade algo especialmente importante.
Es conocido el admirable análisis heideggeriano del "instrumen¬
to (Zeug) en el § 15 de Sein und Zeit, donde se toma como
ejemplo el martillo (Hammer), cuyo carácter instrumental des¬
cubre el martillear (Hámmern). Pues bien en la misma página
citada escribe Ortega: "En comparación con lo inmediato, con
nuestra vida espontánea, todo lo que hemos aprendido parece
abstracto, genérico, esquemático. No sólo lo parece: lo es. El
martillo es la abstracción de cada uno de sus martillazos.” Apa¬
rece aquí, pues, definido formalmente el ser de la cosa, del
martillo, como una abstracción de la realidad primaria y vital
del martillazo; es éste el que hace que algo sea martillo, no a
la inversa. El ser del martillo aparece explicado, por consiguiente,
desde la vida en la cual adquiere su significación instrumental.
Ortega inicia un primer ensayo de comprensión de la realidad
desde este punto de vista en los primeros capítulos de la "Medi¬
tación Preliminar”, donde hace un análisis de lo que es un
bosque. Las casas no dejan ver la ciudad; los árboles no dejan
ver el bosque: ¿qué se oculta tras esta ingeniosidad, tras esta
broma? Una aguda intuición de que hay dos formas de realidad
—profundidad y superficie— contrapuestas y cuya aprensión
difiere totalmente. "Tengo yo ahora en torno mío hasta dos
docenas de robles graves y de fresnos gentiles. ¿Es esto un
bosque? Ciertamente que no; éstos son los árboles que veo de
i88 LA ESCUELA DE MADRID

un bosque, el bosque verdadero se compone de los árboles que no


veo. El bosque es una naturaleza invisible; por eso en todos los
idiomas conserva su nombre un halo de misterio” (p. 330). "El
bosque —agrega— está siempre un poco más allá de donde
nosotros estamos”. Y concluye con un párrafo esencial y revela¬
dor: "Desde uno cualquiera de sus lugares es, en rigor, el
bosque una posibilidad. Es una vereda por donde podríamos
internarnos; es un hontanar de quien nos llega un rumor débil
en brazos del silencio y que podríamos descubrir a los pocos
pasos; son versículos de cantos que hacen a lo lejos los pájaros
puestos en una rama bajo las cuales podríamos llegar. El bosque
es una suma de posibles actos nuestros, que, al realizarse, perde¬
rían su valor genuino. Lo que del bosque se halla ante nosotros
de una manera inmediata es sólo pretexto para que lo demás se
halle oculto y distante” (p. 331).
He subrayado las palabras decisivas. Vemos cómo en la des¬
cripción o explicación de lo que es un bosque entro necesaria¬
mente yo: sin mí no hay bosque. Esto no quiere decir que yo
sea el bosque, ni mucho menos; ni siquiera que el bosque sea
algo mío, producido por mí, derivado de mí; esta hipótesis
idealista es simplemente un error; pero no es menos error supo¬
ner un bosque "en sí”, aparte de mí; no tiene ninguna existencia.
El bosque me necesita, por tanto, para ser; pero para ser él,
para ser bosque. Las posibilidades mías, como tales, frente a un
fragmento del mundo constituyen el ser del bosque. "La invisi¬
bilidad —añade Ortega—, el hallarse oculto no es un carácter
meramente negativo, sino una cualidad positiva que, al verterse
sobre una cosa, la transforma, hace de ella una cosa nueva.
En este sentido es absurdo -—como la frase susodicha declara—
pretender ver el bosque. El bosque es lo latente en cuanto tal.”
Dicho en otros términos, en la constitución de la realidad bosque,
que no es en modo alguno un mero ens rationis, intervengo
yo como un ingrediente. Sólo hay bosque, hablando en propie¬
dad, para mí. Lo cual, dicho sea de paso, no lo subjetiviza lo
más mínimo: el bosque es totalmente otro que yo; es algo que yo
encuentro; es tan distinto como inseparable de mí.
Esta doctrina alcanza su culminación en la interpretación de la
verdad que Ortega expone poco después (p. 335-336). Allí
VIDA Y RAZÓN EN LA FILOSOFÍA DE ORTEGA 189

se hace consistir la verdad en la patencia, es decir, en el descu¬


brimiento o desvelamiento, mediante el cual las cosas son puestas
en la luz. Esa pura iluminación subitánea que caracteriza a la
verdad, tiénela ésta sólo en el instante de su descubrimiento.
Por esto su nombre griego, alétheia —significó originariamente
lo mismo que después la palabra apocalipsis—, es decir descu¬
brimiento, revelación, propiamente desvelación, quitar de un velo
o cubridor.”
¿Qué quiere decir esto? El bosque rigurosamente "invisible”
y latente, que no se presenta como "cosa” aparte y por sí, es un
claro ejemplo de realidad que se presenta formalmente como
circunstancia. La circunstancia es, por definición, lo que no soy
yo, aquello con que me encuentro, el otro término de la diná¬
mica coexistencia en que consiste la vida; pero, a la inversa, sólo
existe como tal circunstancia en tanto en cuanto es para mí, en
cuanto me circunda o rodea. Y la verdad es el descubrimiento
del ser de la cosa por mí, el poner de manifiesto, en la luz,
lo que la cosa es. Por esto la "cultura” no es la vida, sino sólo lo
que la asegura, lo que nos hace orientarnos en ella, saber a qué
atenernos; en suma, certidumbre. Habla de la preocupación
griega por la seguridad, la firmeza. "Cultura —meditan, prue¬
ban, cantan, predican, sueñan los hombres de ojos negros en
Jonia, en Ática, en Sicilia, en la Magna Grecia— es lo firme
frente a lo vacilante, es lo fijo frente a lo huidero, es lo claro
frente a lo obscuro. Cultura no es la vida toda, sino sólo el
momento de seguridad, de firmeza, de claridad. E inventan el
concepto como instrumento, no para substituir la espontaneidad
vital, sino para asegurarlo” (p. 355-356).
Todos estos textos, de tan clara significación, tan explícitos
y comprensibles para todo el que no haya renunciado a la
facultad de intelección, han sido espumados de dos escritos ya
remotos: un ensayo de 1910 y un libro de 1914. En estas fechas
hemos hallado formalmente enunciadas las ideas nucleares de la
filosofía de Ortega, cuyo desarrollo posterior tiene una amplitud
y una hondura apenas sospechadas por nadie. No es mi propó¬
sito aquí seguir este desarrollo. Sólo quiero recoger un par de
momentos más correspondientes a escritos antiguos, que escla¬
recen todavía mejor la primera forma en que aprehendió la
190 LA ESCUELA DE MADRID

idea de la vida. Pero antes he de llamar la atención sobre un dato


cronológico. Ha dicho Ortega en alguna ocasión 1 que el inte¬
lectual tiene su "primer apasionado encuentro con los grandes
temas y las grandes ideas que va a desarrollar en el resto de su
existencia” a una edad de la vida muy precisa, que son los
veintiséis años. "Después de todo —agrega—, no es nada miste¬
riosa esta fecha de la vida. Es el año en que normalmente
dejamos de ser predominantemente receptivos, y echando a nues¬
tra espalda la alforja de lo aprendido, nos volvemos al Universo
con retinas intactas.” Pues bien, en el caso personal de Ortega
hallamos una rigurosa comprobación: nació en 1883; por tanto,
cuando se publica Adán en el Paraíso tenía veintiséis años: su
primera visión real de lo que es la vida humana aconteció en la
fecha señalada.
Los dos textos sobre la vida que me interesa recoger aquí
son de 1922 y 1924: de la conferencia Para un Museo
Romántico y el ensayo sobre El origen deportivo del Estado
(recogidos en los volúmenes VI y VII de El Espectador). El
primero dice así: ”La vida, señores, es un fluido indócil que
no se deja retener, apresar, salvar. Mientras va siendo, va dejando
de ser irremediablemente. .. La vida no es una cosa estática
que permanece y persiste• es una actividad que se consume a sí
misma. Por fortuna, esa actividad actúa sobre las cosas, las forma
y reforma, dejando en ellas la huella de su paso. De igual modo,
el viento, por sí mismo imperceptible, se arroja sobre el cuerpo
blando de las nubes, las estira y retuerce, ondea y afila, y nos¬
otros, levantando la vista, vemos en las formas de sus vellones
las líneas de embestida del viento, la huella de su puño raudo
y etéreo” (O. C., II, p. 512).
La vida aparece ya como un hacerse, como algo que no es
cosa, sino pura actividad, pero que sólo se hace con las cosas,
y con ellas se realiza, se va convirtiendo en vida ya hecha, cosi-
ficada (res=cosa), vida pretérita, que ya no es la vida presente
que ahora vive. Por esto agrega Ortega: "Así, la vida, cada
vida, deja en las cosas la línea de su peculiar ímpetu, el perfil
de su afán, en una palabra, su estilo.”
Respecto al segundo texto, se encuentran en él nuevas preci-

1 El intelectual y el otro (1940). O. C., V, p. 506-507.


VIDA Y RAZÓN EN LA FILOSOFÍA DE ORTEGA 191

siones. ”Vivir es, de cierto, tratar con el mundo, dirigirse a él,


actuar en él, ocuparse de él” (II, p. 601). Se trata de una
definición formal, de la cual se extrae inmediatamente esta
consecuencia: "De aquí que sea al hombre materialmente impo¬
sible, por una forzosidad psicológica, renunciar a poseer una
noción completa del mundo, una idea integral del Universo.”
"Necesitamos una perspectiva íntegra con primero y último
plano, no un paisaje mutilado, no un horizonte al que se ha
amputado la palpitación incitadora de las postreras lontananzas.
Sin puntos cardinales nuestros pasos carecerían de orientación. Y
no es pretexto bastante para esa insensibilidad hacia las últimas
cuestiones declarar que no se ha hallado manera de resolverlas.
¡Razón de más para sentir en la raíz de nuestro ser su presión
y su herida!”
Ortega subraya con pleno rigor el carácter de la vida, como
dinámico hacer con el mundo; no se trata de una relación
intelectual, una especie de dualidad sujeto-objeto, sino de un
trato vital, una ocupación, que lleva consigo la necesidad de una
"comprensión” del mundo como tal en su integridad, como
horizonte total, no ya una suma de conocimientos acerca de las
cosas; y esa urgencia afecta constitutivamente al hombre en su
mismo ser. Por tanto, el hombre, definido por su vivir, consiste
en hacerse en el mundo, en trato con él; y le pertenece esencial¬
mente, como ingrediente de esa vida, la comprensión de ella y
del mundo en que se hace, el cual, a su vez, es primariamente
mi circunstancia. Ésas son algunas de las precisiones a que había
llegado la producción impresa de Ortega en 1924. Pero no es
esto sólo.

La razón vital

Paralelamente al descubrimiento de la vida como realidad


radical de los caracteres ontológicos antes señalados, y en íntima
conexión con él, va madurando en la filosofía de Ortega un
nuevo método de comprensión de la realidad vital. La conciencia
de que es menester un modo distinto de aprehensión para conocer
la vida databa ya de varios decenios. Nietzsche, Bergson, Dilthey
—éste de un modo menos notorio, pero más fecundo— se ha-
192 LA ESCUELA DE MADRID

bían esforzado por descubrir nuevos modos mentales de acceder


a la realidad viviente. Pero los dos primeros -—la obra de Dilthey
no ha sido utilizada eficazmente hasta mucho después, cuando
se ha publicado la colección de sus escritos— estaban afectados
por un biologismo que enturbiaba su comprensión de la vida
humana y por una tendencia al irracionalismo. Ortega, desde
sus comienzos, se opone al racionalismo; pero no lo hace desde
el irracionalismo, sino al contrario: desde la razón. Lejos de
renunciar a ésta, en nombre suyo, por amor a su plenitud, rechaza
lo que se ha llamado durante tres siglos "racionalismo”.
En las Meditaciones del Quijote (I, p. 352-354), Ortega
esboza una teoría del concepto. "Por lo pronto se nos presenta
el concepto como una repetición o reproducción de la cosa
misma, vaciada en una materia espectral. . . Por consiguiente,
a nadie que esté en su juicio le puede ocurrir cambiar su fortuna
en cosas por una fortuna en espectros. El concepto no puede ser
como una nueva cosa sutil destinada a suplantar las cosas mate¬
riales. La misión del concepto no estriba, pues, en desalojar la
intuición, la impresión real. La razón no puede, no tiene que
aspirar a sustituir la vida. Esta misma oposición, tan usada hoy
por los que no quieren trabajar, entre la razón y la vida es ya
sospechosa. ¡Como si la razón no fuera una función vital y
espontánea del mismo linaje que el ver o el palpar!”
Aquí encontramos ya unidos el sustantivo razón y el adjetivo
vital-, y repárese en que la forma del enunciado revela una
arraigada convicción, una evidencia de largo tiempo. Y luego
añade: "Si devolvemos a la palabra percepción su valor etimo¬
lógico, donde se alude a coger, apresar, el concepto será el
verdadero instrumento u órgano de la percepción y apresamiento
de las cosas. Agota, pues, su misión y su esencia con ser no una
nueva cosa, sino un órgano o aparato para la posesión de las
cosas.” Y por último: "Al destronar la razón, cuidemos de poner¬
la en su lugar.” ¿Cuál es éste?
En el ensayo titulado Verdad y perspectiva, de 1916, Ortega
contrapone dos actitudes filosóficas, que le parecen erróneas:
escepticismo y racionalismo. El primero parte de que no hay más
punto de vista que el individual, y por ello niega que exista la
verdad; el segundo afirma la existencia de ésta, y en vista de ello,
VIDA Y RAZÓN EN LA FILOSOFÍA DE ORTEGA 193

postula un punto de vista sobre-individual. Ortega considera


que el punto de vista individual es el único "desde el cual puede
mirarse el mundo en su verdad”. La realidad no puede ser
mirada sino desde el punto de vista que cada cual ocupa, fatal¬
mente, en el Universo. Aquélla y éste son correlativos, y como
no se puede inventar la realidad tampoco puede fingirse el
punto de vista.” Es decir, precisamente por ser real y no ficticia,
la realidad sólo se muestra al ojo que la mira desde alguna
parte; esta visión difiere necesariamente de la ajena, justamente
por ser las dos verdaderas. Las visiones distintas no se excluyen,
sino al contrario: han de integrarse; ninguna agota la realidad;
cada una de ellas es insustituible. El perspectivismo —primera
denominación de Ortega para su posición filosófica— queda
ya netamente formulado. Y, por supuesto, tiene conexión interna
con la interpretación circunstancial de la realidad. Circunstancia
y perspectiva se corresponden; pero Ortega preferirá después a
este término de estirpe leibniziana otros menos intelectualistas
y, por tanto, más inmediatos y radicales.
Pocos años después, en 1923, publica Ortega El tema de
nuestro tiempo, ampliación de una lección universitaria de 1921.
Es el primer libro orteguiano de contenido íntegramente filosó¬
fico, y su densidad ideológica, enmascarada por la delicia formal
de su estilo literario, ha hecho que sea difícil y escasamente com¬
prendido. En esta obra, Ortega vuelve sus ojos a lo histórico;
inicia con una exposición de la idea de las generaciones, que
desde entonces no ha abandonado; después examina una forma
de escepticismo —el relativismo—, opuesto al racionalismo y
erróneo como éste. "La razón —escribe Ortega en este libro
(O. C., III, p. 178)— es sólo una forma y función de la
vida.” "El tema de nuestro tiempo consiste en someter la razón
a la vitalidad.” "Vida ■—agrega después— es peculiaridad, cam¬
bio, desarrollo; en una palabra: Historia” (p. 198). Y poco
después escribe estas palabras decisivas, todavía hoy acaso no
comprendidas de modo suficiente: "La perspectiva es uno de los
componentes de la realidad. Lejos de ser su deformación, es su
organización. Una realidad que vista desde cualquier punto
resultase siempre idéntica, es un concepto absurdo.” Y no se tra¬
ta de nada casual o dicho de pasada; Ortega añade a continua-
194 LA ESCUELA DE MADRID

ción: "Esta manera de pensar lleva a una reforma radical de


la filosofía y, lo que importa más, de nuestra sensación cósmica.’’
¿En qué consiste esta reforma? Antes se consideraba que la
divergencia de dos visiones excluía una de ellas como falsa; se
suponía que la realidad tiene una fisonomía propia y por sí, pres¬
cindiendo del punto de vista del que la mira; por eso la filosofía
era rigurosamente utópica y aspiraba a una visión "absoluta”.
Éste es el error, dice Ortega: "Cada vida es un punto de vista
sobre el Universo. En rigor, lo que ella ve no lo puede ver otra,
cada individuo —persona, pueblo, época— es un órgano insusti¬
tuible para la conquista de la verdad. He aquí cómo ésta, que
por sí misma es ajena a las variaciones históricas, adquiere una
dimensión vital." Por eso "la sola perspectiva falsa es esa que
pretende ser la única”. La filosofía anterior pretendía valer abso¬
lutamente y para siempre, de un modo exclusivista; cada sistema
rechazaba los demás, y la historia se convertía en campo de
ruinas, en catálogo de errores desechados. "La doctrina del punto
de vista exige, en cambio, que dentro del sistema vaya articulada
la perspectiva vital de que ha emanado, permitiendo así su
articulación con otros sistemas futuros o exóticos. La razón pura
tiene que ser sustituida por una razón vital, donde aquélla se
localice y adquiera movilidad y fuerza de transformación”
(p. 199-201).
Tenemos aquí postulada, nada menos que como el tema de
nuestro tiempo, la conversión de la razón pura en razón vital.
Y en la página siguiente encontramos una nueva precisión:*'"La
reducción o conversión del mundo a horizonte no resta lo más
mínimo de realidad a aquél: simplemente lo refiere al sujeto
viviente, cuyo mundo es; lo dota de una dimensión vital.”
Y en Las Atlántidas, un breve escrito en 1924, después de
hablar largamente del historismo y del relativismo a que llega,
por ejemplo, Spengler, escribe Ortega: "Esta reflexión que nos
liberta de la limitación histórica es precisamente la Historia.
Por esto decía que la razón, órgano de lo absoluto, sólo es
completa si se integra a sí misma, haciéndose, además de razón
pura, clara razón histórica’ (III, p. 313-314). En el mismo
año publica Ortega, en la Revista de Occidente, un ensayo
titulado "Ni vitalismo ni racionalismo”, donde rechaza la inter-
VIDA Y RAZÓN EN LA FILOSOFÍA DE ORTEGA
195

prefación vitalista de su filosofía y escribe textualmente: "Mi


ideología no von contra la razón, puesto que no admite otro
modo de conocimiento teórico que ella; va sólo contra el racio¬
nalismo.”
Las dos ideas que he distinguido —la de la vida y la de la
razón vital— son inseparables. Juntas, constituyen la original
peculiaridad de la filosofía de Ortega, trazada en sus líneas
esenciales hace más de veinte años, en un proceso de maduración
mental que aparece ya indubitablemente iniciado en 1910.
He rehuido deliberadamente citar otros textos orteguianos que
los impresos, fácilmente accesibles y no posteriores a 1924. Las
razones de ello son obvias. Pero nos encontramos con una situa¬
ción peregrina; de un lado, se suele reprochar a Ortega que no
haya dado forma más rigurosamente "científica” a sus ideas
filosóficas; de otro lado estas ideas han sido entendidas por muy
pocos, obstinadamente ignoradas por muchos; mal entendidas
por los más. En las Meditaciones (I, p. 318), a propósito
de sus ensayos, escribía: "Las doctrinas, bien que convicciones
científicas para el autor, no pretenden ser recibidas por el lector
como verdades. Yo sólo ofrezco modi res considerandi, posibles
maneras nuevas de mirar las cosas.” Es decir, Ortega ha estado
evitando adrede la forma "científica”, para ser leído y entendido,
para hacer posible la filosofía en España. Todavía en "Ni vita¬
lismo ni racionalismo” —diez años después—- decía: "No hay
más remedio que irse acercando cada vez más a la filosofía -—a
la filosofía en el sentido más rigoroso de la palabra—. Hasta
ahora fué conveniente que los escritores cultivadores de esta
ciencia procurasen ocultar la musculatura dialéctica de sus pensa¬
mientos filosóficos, tejiendo sobre ella una película con coloi¬
de carne. Era menester seducir hacia los problemas filosóficos
con medios líricos. La estratagema no ha sido estéril.” Ortega
ha sido fiel a su filosofía: su obra ha sido compuesta en vista de
las circunstancias. Por eso ha dado sólo la porción de metafísica
que el lector español podía realmente absorber. Yo creo que aun
ha rebasado las posibilidades medias de comprensión. Porque el
hecho palmario es que la filosofía de Ortega aún ha sido escasa¬
mente entendida.
El alcance de sus descubrimientos no ha sido sospechado
196 LA ESCUELA DE MADRID

por los demás. Tal vez a muchos sorprenda que Ortega hubiese
llegado a las precisiones que he recogido en las páginas ante¬
riores, hace más de veinte años, sin necesidad de esperar a
Heidegger ni a otros pensadores contemporáneos, con los cuales
tiene de común algo que es, ciertamente, muy importante, pero
que no ha sido subrayado: la generación histórica. La filosofía
de Heidegger y la de Ortega son coetáneas, y las dos están, por
supuesto, a la altura de los tiempos. Esto basta para explicar su
afinidad, que, por cierto, no pasa de afinidad. Pues bien, me atre¬
vo a advertir al lector que en los últimos veinte años el pensamien¬
to orteguiano ha avanzado de modo extremado, y que probable¬
mente una lectura atenta de sus escritos anteriores llevaría a una
sorpresa aún mayor. La falta de penetración filosófica en mu¬
chos, y en otros el a priori de que no podría tratarse de nada
resueltamente difícil y grave, ha hecho que casi nadie entienda
decorosamente lo que quiere decir razón vital. El esfuerzo que
me ha costado alcanzar una comprensión aceptable de esa expre¬
sión y la distancia entre ella y la que a primera vista logré, me
autoriza tal vez a insinuar esa impertinente advertencia.

Madrid, 1945.
LA RAZÓN VITAL EN MARCHA

En 1942 escribió Ortega un largo prólogo a un libro de caza;1


en este prólogo se habla —la advertencia no es ociosa— de la
caza misma; es decir, se trataba de un estudio muy directo y
temático del cazar, que interesó mucho a los cazadores, los cuales
han acusado cumplidamente recibo de él. (Lo cual prueba, dicho
sea de paso, la autenticidad de su vocación o afición al ejercicio
y su conocimiento del asunto, que les ha impedido dejar escapar
esa pieza). Pero ocurre que ese prólogo tenía también otros
destinatarios, de mirada menos alerta, sin duda; los historiadores,
los que hacen profesión del estudio de la literatura, los biólogos,
y sobre todo, naturalmente, los filósofos, definidos siempre, por
añadidura, como cazadores y obligados a no dejar pasar la menor
presa. Pues bien, estos grupos profesionales no se han dado por
enterados —que yo sepa— de este escrito orteguiano; para
referirme a los últimos —que son, como el Comendador, los
más "ofendidos”—, no creo que haya partido de ellos el más
mínimo comentario. Después de todo, ¿qué puede importar eso
de la caza, ocupación tan humilde y a ras de suelo, a los que
se dedican a las más altas cuestiones? Y sin embargo. . .
Donde menos se piensa salta la liebre. Esto, que saben todos
los que alguna vez han cazado, se suele olvidar. En 1943 aprove¬
ché una nota en la segunda edición de mi Historia de la Filo¬
sofía para advertir que ese prólogo es "un ejemplo de la ra¬
zón vital en mar chal' y señalar su alcance. Al año siguiente,
Ortega publicó este escrito aparte, unido a uno de sus trabajos

1Conde de Yebes: Veinte años de caza mayor. Prólogo de José Ortega


y Gasset, Espasa-Calpe, Madrid, 1943.
198 LA ESCUELA DE MADRID

más apretados y rigurosos de filosofía: el prólogo a la Historia


de la Filosofía de Bréhier.1 Esta asociación podía hacer pensar
en el carácter filosófico del estudio sobre la caza. A pesar de
ello y de que se ha expresado con frecuencia el deseo de recibir
precisiones sobre la idea de razón vital, ninguna manifestación
externa ha revelado que las aquí contenidas se hayan aprove¬
chado. Esto me mueve a subrayar algunas peculiaridades de la
estructura y el contenido del mentado prólogo, del que he de
advertir ante todo dos cosas: 1% que es el primer caso en que
se hace uso expreso y deliberado del método que es la razón
vital; 2% que se trata de un estudio filosófico rigurosamente
sistemático.

El encuentro con la caza

Nada más lejos del propósito de Ortega que comenzar con


una definición de la caza. ¿Por desdén de la definición? Al
contrario: hace ya bastante tiempo que la filosofía ha vuelto a
estimar las definiciones y a considerar que una de las principales
funciones del intelecto es llegar a ellas; pero esa misma estima¬
ción hace que se las tome en serio y proceda con circunspección,
sin tomar por definición cualquier fórmula apresurada. Es me¬
nester primero tomar contacto con la realidad objeto de nuestra
indagación, aprehenderla en su inmediatez, en su modo directo,
sin interposición de teorías. Se trata, ante todo, de señalar |¿acia
la caza, ponerla presente, encontrarse con ella; luego se intentará
decir qué es aquello que se tiene delante. Pero lo decisivo, no
se olvide, es tenerlo delante. Si, por el contrario, se parte de un
esquema conceptual —y por tanto ya abstracto—, se corre el ries¬
go probable de que ese esquema no coincida con la realidad
en cuestión, y ésta —o al menos grandes porciones suyas—
quede fuera de nuestro conocimiento.
Por esto, en lugar de proceder desde luego a una eliminación
de todo lo particular y accidental, para quedarse con una no¬
ción de la caza "en sí”, sub s pe cié aeterni, Ortega parte, no ya

1 José Ortega y Gasset: Dos prólogos: "A un tratado de montería, A


una Historia de la Filosofía”, Revista de Occidente, Madrid, 1944. Citaré
según las páginas de O. C., VI.
VIDA Y RAZÓN EN LA FILOSOFÍA DE ORTEGA 199

de lo que entendemos vulgar y cotidianamente por caza, sino de


un ejemplo individual y concretísimo, henchido de realidad
circunstancial humana: lo que hace el conde de Yebes cuando
caza. "Se trata de aclararnos un poco —dice Ortega— eso que
con tanta escrupulosidad, constancia, dedicación, hace el conde
de Yebes y que se llama 'cazar’’’ (p. 421). Y en seguida
recoge la interpretación inmediata y habitual del cazar: una
diversión. Pero aquí comienza la dificultad: tengo una realidad
que señalo con el dedo (la caza) y una noción que aspira a
hacérmela inteligible (la diversión); ahora puedo proceder de
muy distintas maneras. Lo que se ocurre primero es aceptar
desde luego que la caza es una diversión; la diversión sería,
pues, el "género próximo”, al que habría que agregar la "dife¬
rencia específica” del cazar, porque hay otras diversiones que no
son la caza; si procediésemos así —esta actitud tiene una tradi¬
ción multisecular en la historia del pensamiento—, tendríamos
expedito el camino para llegar a una "definición” de la caza,
pero adviértase que este método tendría dos consecuencias in¬
evitables: 1% introduciría en la noción de caza todas las notas
del concepto diversión; 2% excluiría de ella todas las notas in¬
compatibles con dicho concepto genérico. Pero cabe también
que yo descubra fácilmente que lo que hacía el hombre prehistó¬
rico cuando cazaba un bisonte no era precisamente divertirse,
y entonces rechazaré la hipótesis de la diversión y la apartaré
de la caza. Dicho en otros términos, si expresamos en un juicio el
precipitado de cada una de esas dos actitudes, tendríamos esta
pareja: i9, la caza es una diversión; 29, la caza no es una diver¬
sión. Formulados así —lo que no suele hacerse—, se advierte
sin dificultad que ambos son falsos. Ni toda caza es una diver¬
sión, ni esta dimensión queda excluida forzosamente de la caza;
esto muestra que la diversión no pertenece a la esencia de la
caza; pero a la vez descubre que la caza puede ser una diversión,
es decir, que hay en ella ciertas cualidades que le permiten
desempeñar la función —tan delicada y sutil—- de divertir al
hombre. Si ahora retenemos esta posibilidad y rehuimos una
identificación apresurada con la diversión, nos encontramos con
que el cazador es el hombre que dedica una porción de su
existencia a la ocupación de cazar, posiblemente por divertirse,
200 LA ESCUELA DE MADRID

La caza aparece, pues, desde luego como ocupación, esto es,


como un concreto hacer que ocupa o llena porciones de mi vida.
Y esto nos obliga a poner en claro el papel de la ocupación en la
vida humana.
"La vida que nos es dada —escribe Ortega (p. 422)— tiene
sus minutos contados y, además, nos es dada vacía. Queramos
o no, tenemos que ocuparla —de éste o del otro modo—. Por
ello la sustancia de cada vida reside en sus ocupaciones.” (Los
subrayados son míos). Dicho en otros términos, al hombre no
le es dada la vida hecha-, tiene que hacérsela él mismo, inventarse
sus quehaceres; tiene, por tanto, que imaginar primero su vida;
pero como, por otra parte, la duración de ésta es limitada, no es
indiferente que haga una cosa u otra, porque el tiempo pasa
irreversiblemente, y por eso la vida es prisa (p. 423). Es
menester, por consiguiente, escoger un programa de existencia,
y esto supone a la vez renunciar a todos los demás posibles, y
por tanto preferir uno a otros. Cada ocupación ocupa efectiva¬
mente un insustituible "espacio" de tiempo, y representa un
ingrediente constitutivo y definitorio de esa figura dramática
o novelesca, de ese novelesco "argumento" en que consiste nues¬
tra vida.
Tenemos alojada, pues, la actividad de cazar en el repertorio
de las ocupaciones humanas. Cazar es una de las muchas ocu¬
paciones a que el hombre puede dedicarse; entiéndase bien que
forzosamente tiene que dedicarse a unas o a otras. Y entre las
ocupaciones hay dos clases bien distintas: las que nos vienen
impuestas por la necesidad, y no se ejecutan por gusto ni
por interés directo, sino por su rendimiento -—en suma, el
trabajo—, y las que elegimos libremente, por pura compla¬
cencia en ellas mismas, a las que "nos sentimos llamados por
una vocecita íntima que las reclama desde secretos y profun¬
dos pliegues yacentes en nuestro recóndito ser" —la vocación—,
y que nos proporcionan felicidad. Las ocupaciones pueden ser
trabajosas o felicitadas, lo cual les da un sentido vitalmente
opuesto, con todo rigor, hasta el punto de que las dos luchan
entre sí en cada vida y se disputan afanosamente el terreno —es
decir, el tiempo, los días contados de cada cual—. Y repárese
en que no se puede confundir el trabajo con el esfuerzo, porque
VIDA Y RAZÓN EN LA FILOSOFÍA DE ORTEGA 201

éste pertenece con frecuencia de modo eminente a las ocupacio¬


nes felicitarías, a las que realizamos por vocación, incluso a
algunas diversiones, como la caza misma en sus formas más
plenas y logradas.
Esto establece una división entre las ocupaciones, que no se
funda en lo que tienen de "actividad”, sino en su carácter de
"hacer”, por tanto en su realidad dentro de nuestra vida. Apa¬
recen referidas a su por qué y su para qué, radicadas en la con¬
creta circunstancia de una vida individual, emergentes de un
proyecto vital determinado; y adviértase que sólo esto hace
inteligible la realidad de una ocupación humana en lo que tiene
de tal. Pues bien. Ortega observa que cuando consideramos los
diversos contenidos de las ocupaciones felicitarías encontramos
una extremada falta de variedad: "el programa de la vida feliz
apenas ha variado a lo largo de la evolución humana” y; "casi,
casi podrían comprimirse las ocupaciones felices del hombre
normal en las cuatro categorías: caza, danza, carrera y tertulia”
(p. 426). Esto da a la ocupación venatoria una importancia
que antes no resultaba visible. Si puede funcionar como una de
las fuentes permanentes de felicidad humana —poco importa que
no sea siempre diversión—, lo que Ortega justifica con abun¬
dante material histórico, resulta un hecho humano de enorme
alcance, y resulta superlativamente interesante averiguar en qué
consiste su fabulosa potencia de felicidad, desde el hombre
paleolítico hasta nuestro coetáneo. Pero esto, claro es, requiere
investigar primero qué es la caza, aparte de sus conexiones con
las demás cosas; es menester conocer, pues, la esencia, o mejor
aún, como dice Ortega, la mismidad de la caza.1

El ser de la caza

Al llegar a este punto conviene advertir que todavía no ha


comenzado, en rigor, la indagación acerca de la caza. Puede
esto valer como ejemplo de lo que es la búsqueda filosófica.
Cuando yo trato de conocer algo —de conocerlo en su radicali-

1 De la página 430 a la 434, Ortega inserta un capítulo sobre Polibio y


Escipión Emiliano, cuyo análisis nos llevaría demasiado lejos, pero cuyo
interés quiero subrayar.
202 LA ESCUELA DE MADRID

dad—, lo primero es tenerlo presente, con presencia física o


puramente mental. Pero ahora comienza el problema, porque
por lo visto eso —la cosa— no me sirve, sino que necesito tener
algo distinto, lo que llamo su ser o esencia. Es decir, el punto
de partida es la cosa percibida o pensada, dejando la cual he de
buscar aquello que esa cosa es; pero para hacer esto, necesito
tener la cosa a mi disposición, para confrontar constantemente
con ella, en su real inmediatez, la presunta definición, por ejem¬
plo, a que llego. Por esta razón es ineludible la presencia de la
realidad en cuestión tal como se dé en mi vida, sin interpreta¬
ciones, y de ahí la forzosidad de encontrarnos primero con eso
que llamamos cazar, para tratar de descubrir luego, con toda
pureza, en qué consiste.
Y surge una cuestión metódica. En dos lugares (p. 434 y
446), Ortega alude a una forma de pensamiento —propia del
primitivo, pero persistente hasta cierto punto en toda la historia
ulterior— que consiste formalmente en confundir: confundir la
cosa misma con lo que tiene que ver con ella. El esfuerzo mile¬
nario de la mente consiste en distinguir y abstraer, para llegar
a las "mismidades”; pero existe el riesgo inverso, es decir, tomar
una porción de realidad como la realidad, con lo cual se recae
en el mismo error, y la cosa misma se escapa. Por esto, la inda¬
gación filosófica tiene que sortear constantemente los dos es¬
collos: ha de tener presente el contexto en que cada cosa se da y
del cual recibe su sentido, pero a la vez ha de distinguir la cosa
misma de los demás ingredientes que se dan en complexión
con ella. Así, por ejemplo, desde el momento en que vemos
que la caza puede ser diversión, hemos de tener en cuenta este
ámbito en que aparece; pero al advertir que la caza puede ser
deportiva o bien utilitaria, tenemos que admitir al mismo tiempo
que ni el deporte o diversión ni la utilidad pertenecen a la mis-
midad o esencia de la caza, sino que ambos tienen que ver con
ella. Dicho con otras palabras: cazar no es divertirse ni procurarse
alimento, sino otra cosa, que puede tener como finalidad conse¬
cutiva la diversión o la utilidad. ¿Qué es, pues, cazar?
Ortega rechaza una definición del cazar como "persecución
razonada’’ y advierte el riesgo de introducir apresuradamente la
razón en la caza; hay dos hechos sintomáticos que ponen en
VIDA Y RAZÓN EN LA FILOSOFÍA DE ORTEGA 203

guardia; en primer lugar, la estructura general de la caza apenas


ha variado desde el paleolítico hasta hoy; sólo se han modificado
los ingredientes menos esenciales, por ejemplo el tipo de armas
empleadas; en segundo lugar, tan pronto como el hombre usa
efectivamente de su razón —cuando emplea medios destructores
potentes y seguros—, deja de cazar y hace otra cosa distinta:
aniquilar, descastar, etc. Estos dos hechos ponen sobre la pista
de otro, de magnitud mucho mayor y que es el decisivo: la caza
no es faena exclusivamente humana, sino que se extiende por
casi toda la escala zoológica (p. 437). Esto plantea el proble¬
ma de una nueva perspectiva. El que caza es el animal; el
hombre también caza, pero en cuanto es animal; y entonces,
al desaparecer el exclusivismo con que las actividades humanas se
presentan, surge con especial relieve la figura del cazador. Plan¬
teada la cuestión en términos vitales, la caza es una relación
entre dos animales, que resulta ininteligible si no se aclara el
papel recíproco de ambos. Repárese en que este modo de abordar
la cuestión consiste en funcionalizarla y circunstancializarla. Se
pueden determinar los caracteres genéricos del cazar, que definen
su estructura formal; pero estas determinaciones generales fun¬
cionan de un modo "circunstancial” como leere Stellen que han
de llenarse en cada caso de un contenido archiconcreto. La rela¬
ción dinámica y vital "cazador-cazado” no tiene sentido más que
como "esquema abstracto” de la relación concreta "gato-ratón”,
"araña-mosca”, "gavilán-paloma”, "hombre-ciervo”. Por eso no
es posible la relación venatoria entre dos especies cualesquiera,
sino entre parejas muy precisas y determinadas, que quedan uni¬
das en una peculiar unidad biológica de carácter netamente vital.
Si se estudia el "mundo” de un animal determinado, se encuentra
en él tal animal como "presa” y tal otro como "cazador”, por
tanto, con funciones vitales muy precisas y distintas, sin tener
en cuenta las cuales es inútil intentar entender lo que significa
ser ese animal en cuestión.
¿Cuáles son las notas formales y de estructura del cazar? La
caza es una faena entre dos animales, de los cuales uno funciona
como cazador y el otro como cazado; repárese en que digo que
funciona, porque no se trata forzosamente de que haya animales
sólo cazadores y otros sólo cazados; los hay, ciertamente, sólo
204 LA ESCUELA DE MADRID

cazados —los herbívoros—; los hay no cazados por ningún


animal... salvo el hombre; pero lo normal es que el mismo
animal sea cazador de unas especies y cazado por otras; por tanto,
no se trata de que se halle en él una nota constitutiva, como el
ser mamífero o tener branquias, sino que es un "papel” o "fun¬
ción” que asume vitalmente en cada caso. Pero la relación de
facto que es la caza no es recíproca-, es decir, el animal no caza
mientras es cazado, ni a la inversa; la caza no es una lucha.
Esto sucede porque la caza supone un desnivel vital entre las
especies; la superior caza a la inferior; lo cual supone la existen¬
cia de una jerarquía inmanente y vital de la. escala zoológica,
no fundada en la consideración teórica del hombre, sino en el
engranaje efectivo de la vida de las diversas especies. El fin
de esa caza consiste en que el cazador se apodere de la pieza
—viva o muerta—•. Pero todavía hay que añadir dos precisiones
muy importantes: el desnivel entre las especies —condición esen¬
cial— no puede rebasar cierto límite; la superioridad del cazador
ha de mantenerse dentro de un margen muy preciso; por otra
parte, no es esencial a la caza que sea lograda-, es decir, la
relación que llamamos cazar se da ya en cuanto el cazador busca
y trata de cazar a la pieza, y aunque no la cace; podríamos decir
que cazar no es forzosamente haber cazado, sino que basta con
estar cazando; la caza infructuosa es también caza. Por esto
Ortega llega a esta definición del cazar: Caza es lo que un ani¬
mal hace para apoderarse, vivo o muerto, de otro que pertenece
a una especie vitalmente inferior a la suya (p. 439); se entiende,
relativamente inferior.
Pero aunque la acción sea propiamente del cazador, y el cazado
aparezca como paciente, en realidad la pieza coopera en la caza
mediante el repertorio de sus defensas de todo género —escasez,
olfato, velocidad, mimetismo, agresividad en ocasiones—, y ese
repertorio condiciona la actividad del cazador. Por esto, la caza
es el certamen o enfronte de dos sistemas de instintos (p. 440),
de tal modo, que el uno cuenta ya con el otro, y así la relación
del cazar aparece como una función intrínseca de la naturaleza,
que regula la vida de las especies y que resulta posible como tal
actividad por la normal ausencia de la caza, escasa y dotada de
vida y razón en la filosofía de ortega 205

potencias extremas de ocultamientos y evasión.1 Y esto, a su vez,


determina un carácter esencial de la caza: como el animal se
caracteriza por no estar ahí —en castellano castizo diríamos que
brilla por su ausencia, magnífica expresión que bien valdría un
comentario—, la faena primera y fundamental de todo cazar,
dice Ortega, es "'hacer que haya pieza” (p. 449), por tanto
provocar el acontecimiento actual de la relación caza entre el
perseguidor y la presunta presa; es decir, hacer que los dos se
comporten efectivamente según esos papeles, que asuman de jacto
sus respectivos modos de ser, y, por tanto, sean -—subrayando
esta palabra con todo rigor— cazador y pieza; porque, como ya
resulta notorio a esta altura, cada uno de los dos animales
necesita al otro para ser él eso que es.

El decir de la razón vital

He ido subrayando la forma en que Ortega ha evitado una


tras otra las abstracciones y las confusiones que salen al paso,
y al mismo tiempo ha "funcionalizado” los conceptos, para con¬
seguir aprehender sin mengua ni mutilación la realidad vital
que es el cazar. Gracias a este método, se ha llegado a una
definición de la caza. Pero no perdamos de vista una distinción
anterior: hasta ahora sólo se ha hablado de la estructura gené¬
rica del cazar, que es una abstracción, pero no falsa, porque
se sabe y se usa a sí misma como abstracción, es decir, como
instrumento para aprehender las realidades mismas, que son
siempre concretas. Pues bien, Ortega hace un ensayo de emplear
a fondo la razón vital en un recinto acotado —la caza— sirviém
dose para ello incluso de la transformación del decir que este
nuevo método lleva aparejada. Aunque no se ha logrado gran
precisión acerca de ello, es sabido que las diferentes formas de
decir que ha usado el hombre han correspondido a lo que ha
entendido en cada caso por saber y a la función que ese saber
y su decir correspondiente desempeñaban en su vida. A la razón
vital corresponde una forma peculiar de elocución de la cual se
encuentra una muestra en las páginas 455 a 457 del prólogo

1 Véase cuanto dice Ortega acerca de la esencial escasez de la caza,


págs. 442-453-
20 6 LA ESCUELA DE MADRID

que comento (tres páginas, dicho sea de paso, de las más prodi¬
giosas literariamente que se han escrito en castellano).
El capítulo en que se halla este pasaje lleva el siguiente título:
"De pronto, en este prólogo, se oyen ladridos”; título cuya for¬
ma, como veremos, no es casual. Ortega observa que el hombre
ha realizado el único progreso sustancial imaginable en la caza al
utilizar el perro. ¿Qué quiere decir esto? El hombre, cuyo sistema
de instintos está siendo sustituido cada vez más por la razón,
intercala entre ésta y el animal cazado otro animal: el perro,
que es ya cazador espontáneamente. Pues bien, cuando Ortega
va a explicar de verdad lo que pasa al aparecer los perros en la
caza, en lugar de escribir una serie de enunciados teóricos engar¬
zados en raciocinios más o menos remotamente silogísticos,
imagina un drama en miniatura, con protagonista y escenario
—animales y campo— y lo narra. La narración es la estructura
formal de ese decir, cuyo propósito es rigurosamente cognoscitivo
y científico.1 Permítaseme detenerme algún tanto en este punto y
citar —es inevitable— considerables porciones de esas páginas.
Será menester subrayar después los ingredientes "estilísticos”
—que, naturalmente, son más que estilísticos— de esos frag¬
mentos.
"Hasta entonces no pasa nada en el campo. . . Diríase que
nadie tiene gana de cazar. Todo es aún estático. El escenario es
todavía puramente vegetal y, por tanto, paralítico. A lo sumo,
las puntas de retama, brezo y tomillar se estremecen un poco
al peine del viento mañanero. Hay algunos otros movimientos
de aspecto cinemático, sin dinamismo que revele fuerzas ope¬
rantes. Aves vagas reman lentas hacia algún tranquilo menes¬
ter. . . El cazador se recoge dentro de sí mismo. . . No hace
nada. No desea hacer nada. . . Mas ya llegan, ya llegan las
jaurías. . ., e instantáneamente todo el horizonte se carga de una
extraña electricidad; empieza a movilizarse, a distenderse elástico.
Brota subitáneo el elemento orgiástico, dionisíaco, que fluye y
hierve en el fondo de toda cacería... Y hay una vibración
universal. Y a las cosas antes inertes y fláccidas les han salido
nervios, y gesticulan, anuncian, presagian. ¡Ya está ahí, ya está

1 Cf. los capítulos III y IV de mi libro Miguel de Unamuno, donde se


habla extensamente del valor cognoscitivo de la novela como relato.
VIDA Y RAZÓN EN LA FILOSOFÍA DE ORTEGA 207

ahí la jauría: baba densa, jadeo, coral de encías, y los arcos de los
rabos inquietos fustigando el paisaje! Difícil contenerlos. No
pueden más de ganas de cazar; les rezuma por ojo, morro y
pelambre.. .
Vuelve a haber una larga pausa de silencio e inmovilidad.
Pero ahora la quietud está llena de movimiento retenido, como
la vaina está llena de espada. Se oyen lejanos los primeros gritos
del ojeo. Ante el cazador todo sigue igual, y, sin embargo, le
parece estar, ya que no viendo, palpando un hervor latente
en toda la mancha. . . Sin quererlo, al cazador se le sale el alma
fuera, quedando tendida sobre su campo de tiro como una red,
agarrada aquí y allá con las uñas de la atención. Porque ya todo
es inminencia y en cualquier instante cualquiera figura de mata
puede transmutarse mágicamente en res a la vista.
”De pronto, un ladrido de can apuñala el silencio reinante.
Este ladrido. . . parece estirarse rápido en una línea de ladra. ..
Se adivina la res que, levantada, va en carrera vertiginosa, como
viento en el viento. Todo el campo se polariza entonces; parece
imantado. El miedo del animal perseguido es como un vacío
donde se precipita cuanto hay en el contorno. .. El miedo que
hace huir la res sorbe entero el paisaje, lo succiona, se lo lleva
corriendo tras de sí. . . La vida animal culmina en el miedo.
Sortea el venado, certero, el obstáculo; con precisión milimétrica
se enhebra raudo por el hueco entre dos troncos. Hocico al
venteo, corvo hacia atrás el cuello, deja gravitar a su paso la regia
astamenta que equilibra su acrobacia. . . Gana espacio con prisa
de meteoro. Su pezuña apenas toca la tierra... De súbito,
sobre el lomo de un jaro aparece al cazador el ciervo; lo ve
sesgar el cielo con garbo de constelación, lanzado allá al dispa¬
rarse los resortes de sus cabos finísimos. . . De nuevo gana el
suelo a distancia y acelera su fuga porque le andan ya en los
jarretes resoplando los perros —los perros, fautores de todo este
vértigo, que han transmitido al monte su genial frenesí y ahora,
en pos de la pieza, con la lengua péndula, tendidos a todo su
largo los cuerpos, galopan obsesos—: podenco, alano, sabueso,
lebrel.”
Tal es, con grandes omisiones, el texto en cuestión. He prefe¬
rido no interrumpirlo con comentarios, para que el lector reviva
208 LA ESCUELA DE MADRID

primero en su inmediatez el mínimo relato; sólo he querido


señalar a su atención algunas frases. Veamos ahora en qué
consiste la peculiaridad del estilo en que está vertido. En primer
lugar, la multiplicidad de puntos de vista o perspectivas; no hay
un ojo impasible que desde un solo lugar —o desde el lugar
ninguno—- contemple la escena; la pupila se va desplazando
e intenta ponerse sucesivamente en el puesto del cazador, de los
perros, de la res perseguida, del paisaje ya animado; lejos de
tomarse el escenario —la campiña con cuanto hay dentro de ella—
como una "cosa” en sí, fija e inerte, se lo vive como "mundo”,
es decir, como "horizonte” mudable, definido por su centro, por
el cambiante punto de vista. Esto queda -reforzado y aclarado
por el carácter de la descripción que se da en este pasaje: las
notas que interesan no son morfológicas ni plásticas, sino aquellas
que provocan la vivencia de los elementos actuantes en el drama;
así, de los perros sólo se recogen, de un modo que pudiéramos
llamar impresionista, las notas que hacen vivir su tensa e impa¬
ciente movilidad: la baba, el jadeo, el coral de las encías visibles,
los rabos inquietos. Del ciervo en fuga se subrayan los rasgos
que hacen vivir su celeridad vertiginosa: el hocico, el cuello en¬
corvado, la astamenta, la pezuña, los cabos finísimos cuyos
"resortes” se "disparan”. (Compárense estas notas con las que
importan en una descripción realista, por ejemplo la de la cacería
de osos que cuenta Pereda en el capítulo XX de Peñas aniba).
Cuando, por el contrario, se quiere expresar lo estático, se escribe
una frase en que la calma de las significaciones viene mulfipli-
cada por la lentitud -—hasta fonética— de las expresiones: "aves
vagas reman lentas hacia algún tranquilo menester”.
Pero hay más: las metáforas. Tampoco son plásticas y morfo¬
lógicas; no se mueven en un mundo de cosas fijas y estáticas;
no son metáforas de pintor; no importa en rigor el aspecto de
las cosas, sino su junción vital. Se dice que el horizonte se dis¬
tiende elástico-, las cosas "gesticulan, anuncian, presagian”; no
se nos dice qué cosas son, ni cómo son, sino que son vividas
como avisos o advertencias. Para explicar la nueva quietud
—posterior a la aparición de los perros—, llena de movimiento
retenido, se dice: "como la vaina está llena de espada”; esto es,
se busca una metáfora instrumental y dinámica; la vaina contiene
VIDA V RAZÓN EN LA FILOSOFÍA DE ORTEGA 209

la espada de modo activo e inestable: remite a una futura


salida de ella; es decir, la espada no está "guardada” en su
vaina, sino envainada, por tanto, en potencia de desenvainarse,
y esa potencia la constituye; por eso está llena y como rebosante;
así la quietud de la campiña es pura tensión e inminencia. Las
imágenes de la polarización y el imán expresan la estructura de
orientación dinámica que ha adquirido el campo, que es ya escena¬
rio del drama venatorio, no inerte superficie de terreno. El miedo
del animal perseguido es como un vacío, y se acumulan las
imágenes de arrastre vertiginoso: sorbe el paisaje, lo succiona,
lo lleva corriendo. . . Se ha eliminado todo resto de "cosas”; ya
no hay cosas inmóviles y fijas; no hay más que ingredientes
dinámicos de una realidad constituida por esencial movilidad.
Y, por esto precisamente, al cazador se le sale el alma juera.
¿Qué quiere decir esta última metáfora? Con ella desembocamos
en lo más importante.
La situación normal del hombre en el campo consiste en que el
hombre, desde sí mismo, contempla la extensión que lo rodea;
el hombre está dentro de sí, y el campo fuera; o, lo que es lo
mismo, el hombre está fuera del campo. Pero en la caza, el hom¬
bre vive cada elemento, cada ingrediente del paisaje, que se
anima y adquiere para él una significación inmediata, en función
del acontecimiento venatorio que en aquel momento constituye
realmente su vida-, el hombre, entonces, está "dentro” del campo
(p. 484-486), y a la vez fuera de sí, presente en cada punto de la
campiña móvil. Las cosas son vividas como facilidades y difi¬
cultades, como ingredientes con los cuales y frente a los cuales
tiene el hombre que hacer aquella porción de su vida, por tanto,
aparte de toda interpretación o teoría acerca de ellas. Una roca
no es un sólido geométrico de cuarzo y feldespato; es una opaci¬
dad que oculta a la pieza, o bien una inmovilidad que asegura
la puntería de mi rifle. Un árbol no es un organismo vegetal,
sino lo que determina una desviación de la res fugitiva, o lo que
me protege del ardor solar. Cada "cosa” es, pues, literalmente
muchas; no tiene un ser "en sí”, sino que lo va recibiendo de
las múltiples funciones vitales que va asumiendo. La realidad
se fluidifica; no hay en rigor hechos; sólo hacerse. "La razón
210 LA ESCUELA DE MADRID

histórica —escribe Ortega en otro lugar 1— no acepta nada


como mero hecho, sino que fluidifica todo hecho en el jieri de
que proviene; ve cómo se hace el hecho.” Esto es lo que exige
una transformación del decir cuando el lógos no es abstracto,
sino el lógos distinto y superior en que consiste la razón vital.

La caza en la vida humana

Hemos visto que la actividad venatoria no es privativa del


hombre, sino que se extiende por toda la escala zoológica. Esto
planteaba la cuestión en su perspectiva justa: la caza aparecía
como una relación no recíproca entre dos especies animales,
como un enfronte de dos sistemas de instintos. Pero resulta que
el hombre también caza; y aunque el hombre es un animal, lo es
de un modo tan peculiar, que no es sólo eso; por consiguiente, el
cazar del hombre, que es desde luego esa faena general que
hemos visto, es además otra cosa.
Ortega advierte (p. 471-475) que es un error decir que
el hombre es racional, si se entiende por ello la posesión plena e
integral de eso que llamamos razón. No ya el hombre primitivo,
ni siquiera el actual es plena y suficientemente racional; el primi¬
genio —dice —tenía sólo "conatos y gérmenes” de razón. Es
decir, el hombre está in via, en camino de ser racional, "y lo
mismo acontece con todos los demás atributos específicos de
lo humano”. Pero, aun entendidas así las cosas, el hombre, pobre
de instintos por comparación con el animal, suple su deficiencia
mediante su fantasía —fundada en una mayor memoria—, la
cual, en cada apuro, proporciona la imagen de una posible acción;
así funciona la elemental capacidad racional del hombre. El
hombre primitivo es cazador; esto quiere decir que la caza ha
sido la primera ocupación central del hombre, por tanto, su pri¬
mer ser; este hombre caza con sus instintos vivos y con toda su
razón. Ésta es —dice Ortega— la única caza que se puede llamar
con verdad "persecución razonada”.
Pero el hombre, en lugar de permanecer siempre adscrito,
como el animal, a un modo de ser, lo sustituye incesantemente

1 Historia como sistema. O. C., VI, p. 50.


VIDA Y RAZÓN EN LA FILOSOFÍA DE ORTEGA 211

por otros nuevos que inventa o imagina. "Esa capacidad de ser,


una tras otra, infinitas cosas diferentes, sin que haya una sola
imaginable que pueda en principio excluirse de su posibilidad,
es el verdadero significado de la palabra hombre’ (p. 472).
El hombre, aunque no ha cesado de cazar, deja de ser cazador
para ser otras cosas; todas las que han ido constituyendo su princi¬
pal quehacer a lo largo de la historia. El hombre se va alejando
de la naturaleza, cada vez más, para hacer historia —piénsese en
la superior historicidad- del hombre culto europeo respecto al pri¬
mitivo actual, al pigmeo o al australiano—. "Empujado por la
razón —escribe Ortega—, que es un formidable viento —"espíri¬
tu” quiere decir viento—, el hombre está condenado a progresar,
y esto significa que está condenado a irse cada vez más lejos de
la Naturaleza, a construir en su hueco una sobrenaturaleza”
(p. 452).
Y esto nos lleva a considerar que la realidad "caza” no es una
invariante. Cazar es algo que el hombre hace, y el ser del cazar
está definido por la función que tiene en la vida humana. Por
tanto, no es lo mismo la caza del paleolítico que la del aficio¬
nado actual. ¿Qué quiere decir esto? En el primero, cazar es la
ocupación central, ejercida con todos los recursos y potencias
disponibles; en el segundo, por lo pronto, la razón tiene que
retraerse y limitarse a sí misma, para que la superioridad del
hombre sobre el animal no sea absoluta; por tanto, para que
pueda haber caza. Es decir, mientras el hombre primitivo es caza¬
dor, el hombre actual tiene que renunciar a su ser más propio
para cazar. Por consiguiente, eso que llamamos "cazar” no es en
modo alguno unívoco, sino que puede desempeñar funciones casi
opuestas en las diferentes vidas humanas posibles. Por eso tam¬
bién lo que fué la ocupación por excelencia —lo que se hace
forzosamente y en plena seriedad— se convierte en diversión
■—faena felicitaría elegida por complacencia en ella misma y a
la cual el hombre puede vacar—. Pero lo más curioso y reve¬
lador de lo que se descubre desde la nueva perspectiva es que la
enorme disparidad entre lo que es realmente cazar —un hacer
vital— para el hombre primitivo y para el actual hace precisa¬
mente que sea casi idéntica la estructura formal y externa de la
cacería: la marginal diversión que es la caza deportiva del hombre
212 LA ESCUELA DE MADRID

racional moderno tiene que reducir la intervención de la razón


hasta el extremo de que su actividad casi coincide formalmente
con la del primigenio mínimamente racional que hacía de la caza
su auténtica forma de vida. Este ejemplo nos pone sobre la
pista de lo que debe ser la visión histórica; lejos de tomar igual
lo que en distintos momentos de la historia parece igual, hemos
de pensar desde luego en una radical diversidad; justamente el
aspecto semejante acusa una profunda diferencia en la función,
y por consiguiente en el ser mismo de la cosa. Y lo que acontece
con la caza, esa humilde realidad que puede ser una técnica
alimenticia o un pasatiempo, sucede también con esas grandes
cosas que se llaman la ciencia, el arte, las creencias, las formas
políticas.
Pero habíamos dicho antes que la caza era una de las ocupa¬
ciones que proporcionan mayor felicidad al hombre. ¿Por qué
ocurre esto? Ortega define la caza deportiva como "vacaciones
de humanidad” (p. 476). Es decir, en ella el hombre se
divierte radicalmente, porque se divierte de ser hombre, se aparta
de su ser propio, para retrotraerse a su inserción en la vida
animal, en la naturaleza, casi olvidada ya desde hace milenios.
Esto viene facilitado por la utilización del perro; el perro es un
animal, pero un animal doméstico, es decir, asociado a otro tipo
de vida, que es la humana, y en ese sentido, intermedio entre el
puro animal silvestre y el hombre; es notorio hasta qué extremo
se "humaniza” la vida del animal doméstico; Ortega repara en
que el ladrido no es "natural” en el perro —los perros salvajes
no ladran, sino aúllan— e insiste en que el aullido es un gesto
expresivo, mientras que el ladrido tiene ya alguna significación,
"quiere decir” algo, es un elemental decir, y supone en el perro
el funcionamiento de una casi-razón. El perro sirve al cazador de
puente para reingresar en su ser animal, en la naturaleza, y esca¬
par así por un momento a su quehacer humano.
Sin embargo, contentarse con esto sería renunciar a entender
de verdad, desde dentro, el placer o, mejor, felicidad que propor¬
ciona la caza. Sería aceptar como un hecho que el vacar a un
quehacer primitivo da felicidad al hombre; la mente propende a
recaer siempre en las formas de pensamiento mecánico e inerte, y
la razón vital es justamente lo contrario. La razón de que la caza
VIDA Y RAZÓN EN LA FILOSOFÍA DE ORTEGA 213

procura felicidad se encuentra en la estructura misma de la vida.


Vida es siempre actualidad', eso que tenemos que hacer aquí y
ahora; la vida no está hecha y acabada, es siempre problema
no resuelto, y por eso es por esencia angustiosa en alguna medida.
Pero la vida pasada está ya hecha, conclusa, sin problemas, o
con la solución ya dada, y por esto es más suave, grata y feliz
a nuestros ojos. Toda forma de vida pretérita nos parece ama¬
ble y fácil comparada con la nuestra. Y la única forma de vida
pasada que es realmente accesible al hombre actual porque no se
ha inventado en vista del pretérito, es justamente aquella que no
tiene un pasado a su espalda: la primigenia, definida por su ocu¬
pación central, la caza. Al cazar, hago un ensayo de vivir real¬
mente una vida enormemente sencilla y sin problemas; por eso
puedo establecer un paréntesis en mi afán actual, que me da
felicidad porque es también auténtico y no ficticio, como si qui¬
siese jugar a las cruzadas o a los marqueses de Versalles. Confir¬
ma esto el hecho —explicado a la vez por ello— de que el
hombre sienta espontáneamente un impulso venatorio ante las
especies que se cazan. Ciertos animales -—un lobo, un jabalí,
una perdiz—• son vistos como piezas, es decir como criaturas
respecto a las cuales el único comportamiento adecuado es darles
caza (p. 482). Porque la única respuesta adecuada a un ser
que vive obseso en evitar su captura es intentar apoderarse de él
(p. 482). (Entre paréntesis, repárese en la iluminación que
esta idea proyecta sobre la psicología del amor y sobre las formas
—interindividuales y sociales— del trato amoroso: el pudor, la
coquetería, la camaradería, la "caza” del marido, etc.).
Ahí radica la felicidad de la caza, adscripción transitoria del
hombre a una forma de vida pretérita y conclusa. Y esa misma
—trasladada de las formas históricas a las vidas individuales—-
es una de las raíces de esa necesidad humana de absorber relatos
de otras vidas, ficticias o reales, de nutrir su vida abierta y des¬
amparada con esquemas de otras vidas cerradas y completas
—cumplidas. He aquí por dónde encontramos una raíz común
al cazador y al hombre que se sumerge en la historia o en la
novela.
214 LA ESCUELA DE MADRID

Si repasamos ahora mentalmente el camino recorrido ■—dicho


en griego, el método de esta indagación—, encontramos que la
investigación de lo que es la caza nos ha obligado a seguir
la siguiente marcha: i9 tomar contacto con el tema, es decir,
tener presente la realidad que nos es cuestión, sin deformarla
con interpretaciones previas; 29 referir esa realidad a la totali¬
dad de la vida en que se da; en otros términos, insertarla en su
efectivo contexto; 39 desligarla de lo que simplemente tiene
que ver con ella, para descubrir su mismidad; esto es, distin¬
guirla del complexo de elementos con los que está entretejida;
49 investigar su mismidad o esencia, buscando los requisitos
—en sentido leibniziano— que la condicioná y constituyen; pero
esto obliga, 59 a estudiar esa realidad en su concreción, por
tanto, circunstancialmente, y esto implica que el lógos utilizado
sea un casi-relato, que la razón sea narración; de ahí el título
—dramático, no epígrafe teórico— de aquel capítulo de Ortega:
"De pronto, en este prólogo, se oyen ladridos”; este lógos no es
otra cosa que la forma expresiva de la razón vital-, 69 desde esa
vida en que radica la realidad en cuestión, es menester ir dando
razón de las dimensiones de ella que antes habíamos encontrado
y que nos forzaron a recurrir a esa vida en su totalidad; hay,
pues, un camino de ida y vuelta; y este regreso confirma empíri¬
camente la teoría abstracta de la vida a que se llegó.
Por consiguiente, resulta que una realidad humana concreta
cualquiera —por ejemplo, la caza—, sólo resulta inteligible
desde la vida, referida a esa totalidad en que está radicada; solo
cuando la vida misma funciona como ratio, conseguimos enten¬
der algo humano. Esto es, dicho a tenazón, lo que quiere decir
razón vital. Pero a la inversa, el análisis suficiente de cualquier
forma o hacer de la vida —la caza, sin ir más lejos— nos
descubre ipso jacto la estructura general de la vida. Ahora bien,
a esto se llama sistema. Sistema en un sentido más profundo y
radical que el usadero, porque no se trata de que el pensamiento
sea —mucho menos deba ser— sistemático, sino de que la reali¬
dad misma lo es.
Y basta; que hoy sólo he querido ser ojeador en esta primera
galopada de la razón vital.
Madrid, 1945.
En la muerte de Ortega
ORTEGA: HISTORIA DE UNA AMISTAD

éintitrés años ha durado mi amistad con Ortega en este


mundo, de un octubre alegre, el de 1932, a este triste de 1933
—este año en que el mundo ha quedado disminuido en su espí¬
ritu como pocas veces: Claudel, Matisse, Teilhard de Chardin,
Einstein, Thomas Mann, Ortega—. Algunos años antes, al
comenzar la adolescencia, había empezado a leerlo cuando toda¬
vía era para mí "Ortega y Gasset’’. Fuentecitas de Nuremberga,
cuadros del vino, caminitos de Castilla, Doncel de Sigüenza,
geometría sentimental, ¿qué nuevo mundo se anunciaba? Eran
los mismos años del descubrimiento de los campos de Castilla
en Machado y Azorín, del estremecimiento en Juan Ramón
—"Doraba la luna el río, fresco de la madrugada...”—■, de
aquellos nudos en la garganta que se hacían al leer Del senti¬
miento trágico de la vida, de aquel oprimirse el corazón en las
páginas de la Vida de Don Quijote y Sancho, el libro que me
enseñó más de amor a los diecisiete años.
En Ortega y Gasset había algo más, no sabía bien qué. Había
un temblor, pero hecho de serenidad; había no sé qué transpa¬
rencia, y una dureza como de diamante, y una manera extraña
de darle la vuelta a las cosas y misteriosamente quedarse con
ellas. A Ortega empecé a leerlo con un confuso sentimiento de
codicia: cada página daba una posesión, un enriquecimiento.
Pero no se trataba de saber, sino de ser: lo que se enriquecía
era la propia realidad. El mismo me dió la clave al decir del
Myo Cid: "Cuando llevamos dentro sus recios versos heroicos,
nuestro peso moral aumenta.” Yo no sabía entonces que, aun
en medio de la frase más lírica, de la más espléndida retórica, lo
que estaba aconteciendo era mi primer encuentro con la teoría.
218 LA ESCUELA DE MADRID

Ni resbalé por sus metáforas ni las desdeñé; de ahí viene lo que


ha sido el premio de mi vida.
Lo conocí -—ya sólo "Ortega”— en la Facultad de Filosofía
y Letras de Madrid, en un aula del Pabellón Valdecilla de la
vieja Universidad, después de haber pasado por la prueba del
fuego intelectual de un curso de Zubiri. "Principios de metafí¬
sica según la razón vital”, anunciaba la cátedra de Ortega.
Cuando entró en el aula miré por primera vez su rostro: grave
y a la vez amistoso, surcado de arrugas profundas, con algo de
labrador y de emperador romano al mismo tiempo. Los ojos
claros, penetrantes, pero sin dureza; no atravesaban como el
acero, sino como la luz. De cuando en cuando se le encendía
la faz con una sonrisa alegre y caliente, con un relámpago de
gracia española. Empezó a hablar. Acaso su voz era lo primero
que decía quién era Ortega; estaba todo en ella. Grave, a veces
ronca; notas bajas, dramáticas, al final de las frases; llena de
matices expresivos. Las palabras parecían rodar entre los dientes,
salir de entre sus labios, destinadas precisamente a cada uno de
nosotros. Las palabras eran en su boca más palabras que en otra
alguna. No en vano ha sido Ortega uno de los dos últimos re¬
tóricos de nuestro tiempo —el otro es Churchill—. Las manos de
Ortega, sobre la mesa, iban diciendo su parte con sobrios, elegan¬
tes gestos mediterráneos: gravedad y gracia juntas en un ademán.
Nunca dudé que en muchos sentidos empezaba allí una etapa
de mi vida. Desde aquel día, nunca perdí una lección de Ortega;
ni en los cuatro años que fui su alumno, ni en los recientes.
Pero hay que decir que, si es cierto que lo seguí con devoción,
ni una sola vez lo escuché con beatería —palabra que siempre
nos enseñó a despreciar—; nunca fué nadie atendido con más
atención y entusiasmo; pero tampoco más inquisitivamente, con
más espíritu crítico, de un modo -—-si se me entiende bien— más
implacable. Ortega tenía que ganar mi estimación y mi adhesión
—la nuestra, mejor dicho—, cada día, cada lección, en cada
tesis enunciada. El entusiasmo de la víspera no le servía al día
siguiente: tenía que hacer sus pruebas ante duras, juveniles
mentes inexorables.
¿Por qué? Siempre sentí que con la filosofía de Ortega no
podía hacer, no podría hacer nunca, lo que Don Quijote con su
EN LA MUERTE DE ORTEGA 219

celada: diputarla por buena sin asestarle el filo de la espada.


Era, bien se veía, una filosofía entera, y de las de más alto
bordo que han surcado los mares de Occidente. La "navecilla”
que por aquellos años se lanzaba a la segunda navegación
platónica era un alto galeón español con ornato barroco, las
velas henchidas por un formidable viento de verdad. En aquel
pensamiento me iba la vida: la vida intelectual, claro es, que
cuando es auténtica no se distingue de la otra. Sólo con plena jus¬
tificación y evidencia me podía servir, sólo probándose día a día
podía tener para mí existencia filosófica, podía ser también mía.
A lo largo de cuatro años, la amistad fué ejercitándose en el
magisterio. Clases de las mañanas soleadas de la Ciudad Univer¬
sitaria —Descartes, la estructura de la vida histórica y social,
Bergson—; principios de metafísica según la razón vital, los
martes por la tarde, hacia los cuales se bajaba a pie, con los
últimos rayos del sol, el Guadarrama azul en los ojos; semina¬
rios; vueltas a pie, en grupo, hasta la Moncloa; excursiones al
Escorial, a Zorita de los Canes, a Nuevo Baztán —"la gran
delicia, rodar por los caminitos de Castilla”—; lecturas y relec¬
turas, sin poder ya apartar la voz del texto impreso, oyéndolo
siempre en el silencio de nuestro cuarto solitario.
Ortega nos iba moldeando el alma. La palabra "autenticidad”,
que en tantas bocas es sólo una palabra, iba siendo para nos¬
otros el santo y seña de nuestras vidas. El intelectual no puede
mentir, no tiene derecho a mentir; no se puede uno engañar a sí
mismo, ni en amistad, ni en ciencia, ni en política, ni en amor;
no se puede ser infiel a la vocación, esa voz que nos llama sin for¬
zarnos, que nos exige ser libres. Los que después de haber pasado
por las manos de Ortega han mentido, se han querido engañar,
han vuelto la espalda a su destino, lo saben; y acaso un día se sal¬
varán por ello, porque, como la vida no está hecha, sino que la
tenemos que hacer instante tras instante, siempre se está a tiempo.
A los dieciocho años yo era un muchacho pensativo, medita¬
bundo, siempre dispuesto a rebotar de las cosas hacia mis aden¬
tros y ensimismarme. Un día Ortega, al volver de la Universidad,
se puso a pasear conmigo, arriba y abajo, por la Gran Vía
madrileña, delante de la puerta de la Revísta de Occidente.
Cuando se es joven, me dijo, hay que abrir bien los ojos; hay
220 LA ESCUELA DE MADRID

que mirar, mirar, mirar; hay que llenar la retina de impresiones


frescas, porque luego no se puede ya. Sentí el impacto de sus
palabras, caí en la cuenta del riesgo, me esforcé por mirar,
primero, y luego el mirar fué ya mi delicia: los rostros humanos
—la única cosa de que me fío—, las gentes por la calle, las
ciudades, los países, las cosas más humildes, "las mudas cosas
que están en nuestro próximo derredor". Mirando se hacen las
dos terceras partes de toda filosofía que no sea —en una forma
o en otra— escolástica.
Apenas me había licenciado en Filosofía, en 1936, la guerra
civil nos separó físicamente por ocho años. ¡El silencio de
Ortega! Pocas realidades me han aparecido con mayor energía. En
muchos sentidos, pudo parecer que Ortega me dejaba -—nos
dejaba— solos. Después he visto que era un error. Nos dejó
solos. . . con nosotros mismos, porque había llegado nuestra
hora —se entiende nuestra hora primera—. Nunca faltó, de
cuando en cuando, una mirada solícita, un aviso breve al buen
entendedor, un golpe de timón. Un mes después de terminar
la guerra me escribía desde Coimbra: "Ahora hay que recon¬
quistar la serenidad, la gran serenidad española que azoraba
tanto a los demás europeos en el siglo xvi. El gesto clásico de
España fué un gesto de serenidad que llamaban los extraños
la 'gravedad española’. Sobre ese fondo como sobre una tierra
firme hay que reedificar España y cada cual levantar de nuevo
su vida.” Después me volvió a dejar casi solo, renunciando
escrupulosamente a intervenir en mí, a ejercer ninguna acción
inmediata. Cinco años tardó en alentarme con otra carta en que
escribía: "Es usted el único que ha acertado en la táctica para
estos tiempos: hacer, hacer, hacer...”
Cuando poco después fui a verlo a Lisboa, en 1944, encontré
casi materializados en amistad los ocho años de ausencia. Por
lo pronto en generosidad. Allí estaban mis libros —salvo uno,
que, por razones biográficas no quería leer— llenos de anota¬
ciones: cuando oyó por primera vez una conferencia mía, dedicó
dos horas al día siguiente a comentarla, a enseñarme qué es una
conferencia, ese drama intelectual en sesenta minutos. En Lisboa,
en 1944 y 1945, en largos paseos del maestro que empezaba a
envejecer y sus dos discípulos —mi mujer y yo—, cuántas horas
EN LA MUERTE DE ORTEGA 111

de filosofía estricta, de balances vitales, de amistad acumulada.


Fueron, en dos veranos sucesivos, dos sazones de cosecha, que
me dejaron súbitamente rico de amistad y de doctrina. Avenida
Cinco Outubro, lentos paseos por la Avenida da Liberdade,
el Chiado o el Terreiro do Pago. Esperanza de convivencia fre¬
cuente en España. El descubrimiento de una identificación inte¬
lectual creciente y hecha, como toda la vida intelectual, de inti¬
midad y largas soledades: "En realidad —me escribió Ortega
un día—, se ha hecho usted discípulo mío después de dejar yo
de ser profesor, en estos años de ausencia mía y de reconcentra¬
ción y de madurecimiento de usted.” Cuando en 1945 volvió
Ortega a Madrid —quiero decir, para ser exacto, cuando empezó
a pasar largas temporadas en Madrid—, nuestra amistad se
hizo cada vez más frecuente y más próxima. Trato dos veces
cotidiano, paseos —esta vez entre el verdor o el oro del Retiro—,
ausencias cortadas por largas, largas cartas. Un día, el gesto gene¬
roso de Ortega al alargarme, sin una palabra, las pruebas de im¬
prenta de un programa en que se leía: "Instituto de Humanida¬
des”. Y debajo: "Organizado por José Ortega y Gasset y Julián
Marías”. Era al final de 1948, tan cerca y ya tan lejos.
Nunca sabría decir lo que debo a Ortega. No es posible
decirlo: hay que serlo. Y esto mismo requiere el tiempo de una
vida. Pocas veces he sentido más radicalmente la finitud humana
que ahora, al morir mi maestro Ortega, mi mejor amigo; y no
porque él ha muerto, no porque me sienta inclinado a pensar
"no somos nada” —lo grave sería pensar que no somos nadie—,
sino porque ese dolor y esa pérdida no se pueden experimentar
de una vez, y hay que irlos pasando. Y eso es la vida, como
Ortega enseñó: lo que hacemos y lo que nos pasa. A mí —y
a tantos más— me ha pasado Ortega, y ahora perderlo.
Unos meses después de nuestro primer encuentro en Lisboa,
me escribió Ortega: "En realidad, con usted las cartas tendrían
que ser el cuento de nunca acabar, el auténtico "unendliches
Gesprách” —que decían los Schlegel.” Como creo en la vida
perdurable, cuento con esa conversación infinita. Y como también
creo en la resurrección de la carne, espero oír otra vez su voz
entrañable y sentir en mi mano su mano eternamente amiga.

Madrid, 1955.
ORTEGA, AMIGO DE MIRAR

Al morir Ortega, al apagarse, para siempre en este mundo,


sus ojos, he recordado la impresión que me causó por primera
vez, hace veintitrés años, su mirada. Sus ojos —he pensado—
eran claros; penetrantes, pero sin dureza; no atravesaban como
el acero, sino como la luz. Ortega hacía profesión, vocación
mejor, del mirar; se declaraba, con Goethe, "del linaje de esos
—que de lo oscuro hacia lo claro aspiran”; y, sobre todo, se
confesaba miembro del gremio platónico de los pbilotheámones,
de los filósofos, amigos de mirar. Mirando se hacen las dos ter¬
ceras partes de toda filosofía que no sea una escolástica.
Mirando hizo Ortega la suya. "Yo sólo ofrezco —escribió en
su primer libro, Meditaciones del Quijote, 1914— modi res
considerandi, posibles maneras nuevas de mirar las cosas.” Por
eso la primera forma de su filosofía fué el perspectivismo, dán¬
dole todo su alcance metafísico, hasta afirmar que la perspectiva
es un ingrediente de la realidad, que, lejos de ser su deforma¬
ción, es su organización. Ortega, al mirar en torno suyo, encuentra
su circunstancia concreta. Por lo pronto, el Escorial y las sierras al
fondo; pero no sólo eso: mi cuerpo y mi alma; mis creencias,
mis ideas, el pasado, la historia, Dios escondido en la lejanía.
Todo lo que yo encuentro, aquello con lo cual, en diálogo dra¬
mático, tengo que hacer mi vida. Yo soy yo y mi circunstancia.
La reabsorción de la circunstancia es el destino concreto del
hombre. La vida —la vida humana biográfica— es lo que hace¬
mos y lo que nos pasa, un acontecer algo que me es dado, pero
no me es dado hecho, que tengo que hacer instante tras instante,
en concreto, porque "en comparación con lo inmediato, con nues¬
tra vida espontánea, todo lo que hemos aprendido parece abs-
EN LA MUERTE DE ORTEGA 223

tracto, genérico, esquemático. No sólo lo parece: lo es. El mar¬


tillo es la abstracción de cada uno de sus martillazos”.
Pero al mirar aparecen las cosas en su conexión, y ésta es la
teoría, la razón, y por eso la filosofía aparece como "la ciencia
general del amor”. Y la verdad es alétheia o apocalipsis, "des¬
cubrimiento, revelación, propiamente desvelación, quitar de un
velo o cubridor”. Y el concepto es el órgano normal de la pro¬
fundidad, no una cosa sutil destinada a suplantar las cosas mate¬
riales, a desalojar la intuición, la impresión real, sino que "el
concepto será el verdadero instrumento u órgano de la percepción
y apresamiento de las cosas”, "un órgano o aparato para la pose¬
sión de las cosas”, "literalmente un órgano con que captamos las
cosas”.
Y frente a la fácil oposición irracionalista entre la razón y
la vida, Ortega afirma que la razón es una función vital, del
mismo linaje que el ver o el palpar, que "la razón no puede,
no tiene que aspirar a sustituir la vida”; la misión de la razón y
del concepto es ligar las cosas y las impresiones, hacer con ellas
un mundo en el cual y con el cual podamos hacer nuestra vida.
Por eso la cultura aparece para Ortega como seguridad, firmeza
—td asphalés—: "Cultura no es la vida toda, sino sólo el
momento de seguridad, de firmeza, de claridad.” Y así, "el
hombre tiene una misión de claridad sobre la tierra, la lleva
dentro de sí, es la raíz misma de su constitución”. De ahí el
postulado del método de Ortega, la razón vital: la razón sin
la cual no es posible la vida, porque ésta es elegir, decidir, justi¬
ficar, razonar; la razón que es la vida misma, la conexión vital
de las impresiones en que las cosas de mi circunstancia se me
presentan.
Todo esto —y tantas cosas más— en 1914, mirando el Esco¬
rial —"nuestra gran piedra lírica”— y las sierras circundantes,
describiendo en términos vitales lo que es un bosque. En 1914,
cuando nadie había llegado a pensar en parte alguna estas ideas
que hoy son una porción decisiva de nuestra manera de entender
la realidad.
Desde entonces hasta que su vida se ha extinguido, en cuarenta
y un años de esfuerzo creador, Ortega ha construido una filosofía
que, si no me equivoco, ha llevado los problemas a un rigor
22'4 LA ESCÚÉLA DE MADRÍb

y radicalismo que antes no habían alcanzado. La vida como


"realidad radical”, en el doble sentido de que es lo que queda
cuando suprimo todas las ideas, teorías e interpretaciones, y de
que en ella "radican” o aparecen todas las demás realidades;
la vida como "quehacer”, como trato con las cosas, elección,
invención, proyecto o programa vital —en su forma profunda,
vocación—; la superación del realismo y el idealismo, justificando
sus parciales aciertos; la tesis de que el hombre es forzosamente
Ubre, por tanto responsable, y de que la vida es intrínsecamente
moral; la evidencia de que el hombre no tiene "naturaleza” en
el sentido de las cosas, sino historia, y una estructura irreal, que
sólo se realiza circunstancialmente. Y todo esto en definitiva
lo ha llevado a una idea de la vida humana que no es la "exis¬
tencia”, ni el Dasein, ni la "subjetividad”, ni el "hombre”, ni
el "yo”, sino la realidad radical: yo con las cosas, yo haciendo
algo con las cosas para vivir. Lo que he llamado alguna vez "la
organización real de la realidad”, frente a sus organizaciones
abstractas y meramente teóricas.
La metafísica de Ortega no es ontología, porque el ser no es
la realidad.r, sino sólo una interpretación de ella, sin duda la más
ilustre de la historia. Mientras una gran parte de la filosofía
contemporánea nos propone partir del Dasein o de la "existen¬
cia” para llegar al ser y recaer en una u otra forma de ontología,
Ortega nos invita a trascender de toda teoría —incluso del ser—
para alcanzar una certidumbre radical acerca de la realidad radi¬
cal. Y esto es para él metafísica. *•
Habría que añadir todavía dos palabras. Una, que Ortega ha
hecho toda esta filosofía mirando desde su propio punto de vista
insustituible de español y europeo del siglo xx, desde su concreta
situación histórica. Por eso su vida entera ha sido —él lo dijo—
servicio de España; y hoy vemos bien que, precisamente por ello,
servicio de Europa y del mundo occidental entero. La otra pala¬
bra que quisiera agregar es que todo esto no es sino una mínima
parte de lo que representa la obra pública de Ortega; y que
toda ésta, a su vez, no es más que una porción —quizá la
menor— de la totalidad de su obra. Cuando en 1953, al cumplir
Ortega 70 años, organicé un curso para estudiar su significación,
me atreví a decir que lo consideraba como "un gran pensador
EN LA MUERTE DE ORTEGA 225

de la segunda mitad del siglo xx”; me refería sin duda a su


fecundidad y a sus posibilidades pero, además, al hecho de que
sus obras más profundas y sistemáticas tienen todavía que apare¬
cer, y de ellas espero una radical renovación de la filosofía;
incluso de lo que hasta hoy entendemos por filosofía de Ortega.
Frente al "clasicismo” como insinceridad, que tanto desdeñó,
Ortega definía al verdadero clásico como aquel hombre con
quien tenemos que librar batalla después de muerto. Y una vez
escribió: "La conciencia de naufragio, al ser la verdad de la
vida, es ya la salvación. Por eso yo no creo más que en los pen¬
samientos de los náufragos. Es preciso citar a los clásicos ante
un tribunal de náufragos para que allí respondan ciertas pregun¬
tas perentorias que se refieren a la vida auténtica.” Ahora que
Ortega ha muerto es cuando vamos a tener que librar batalla con
él; y podrá responder a las preguntas perentorias de los náufragos
que somos los hombres de este tiempo, si somos lo bastante
auténticos para hacérselas.

Madrid, 1 de noviembre de 1955.


EL HOMBRE ORTEGA

En los días que siguieron a la muerte de Ortega leí muchos


periódicos, españoles y extranjeros. Y el triste suceso ha confir¬
mado lo que ya sabían muchos: que, gracias a José Ortega y
Gasset, España había vuelto a contar en el mundo de la inteli¬
gencia, en lo que se ha llamado "la República Internacional
de las Letras”, con una plenitud que no había conocido desde el
siglo xvii. Hemos visto, no sin sorpresa, que no sólo Europa,
sino el mundo occidental entero, ha perdido a este español. Por
una vez, el luto de España es luto universal.
Quizá lo más conmovedor es la lectura de la prensa extranjera,
sobre todo alemana, por supuesto, pero también suiza, holandesa,
inglesa, italiana, francesa, desde luego americana —del Norte y
del Sur—. Sin que falten, claro es, la estupidez, la bellaquería
o el provincianismo, de los que habrá que hablar largo algún
día. Pero lo significativo no ha sido eso, sino el hecho de que
grandes periódicos internacionales, periódicos populares, perió¬
dicos minoritarios, pequeños diarios de pequeñas ciudades de
extraña prosodia, que no están en casi ningún mapa, publican
fotografías y artículos llenos de admiración, de entusiasmo, de
respeto, de sorpresa, algunos con mal ocultas lágrimas. Algunos
títulos: "Embajador del pensamiento”, "Ortega, luchador contra
la estupidez humana”, "Un torero abandona el ruedo”, "Tam¬
bién Munich lo ha perdido”. . . Me ha venido a la memoria el
soneto que en 1624 compuso Quevedo a la "memoria inmortal
de don Pedro Girón, Duque de Osuna, muerto en prisión”, que
terminaba con aquellos dos versos:

la Mosa, el Rhin, el Tajo y el Danubio


murmuran con dolor su desconsuelo.
EN LA MUERTE DE ORTEGA 227

¿Por qué me he acordado de estos versos de hace tres siglos?


Poco después de escribirlos se cerró el tiempo en que los ríos
de Europa podían llorar la muerte de un español. El 21 de agosto
de 1645, dieciocho días antes de morir, escribía Quevedo a Don
Francisco de Oviedo: "Muy malas nuevas escriben de todas
partes, y muy rematadas; y lo peor es que todos las esperaban
así. Esto, señor don Francisco, ni sé si se va acabando ni si se
acabó. Dios lo sabe; que hay muchas cosas que, pareciendo que
existen y tienen ser, ya no son nada sino un vocablo y una figu¬
ra.’’ Para que le haga caso el mundo, un español necesita tener
doble talento que un francés, un inglés o un alemán —quizá
ahora triple que un italiano, porque lo italiano suele tener muy
buena prensa—. Esto se explica por razones muy complejas,
algunas injustificadas, por diversas leyendas de varios colores,
por circunstancias concretas en que, como dice nuestro pueblo,
"pagan justos por pecadores”, y acaso por una razón más grave
y justa: la pérdida de la esperanza, y con ella del crédito. Lo
cierto es que desde la generación siguiente a la de Quevedo,
es decir la de los nacidos en torno a 1600 (Velázquez, Murillo,
Zurbarán, Alonso Cano, Gracián, Calderón), hasta la del 98,
España sólo ha producido un hombre de genio —si damos su
valor entero a esta expresión—, un solo verdadero clásico, si
entendemos por ello, como Ortega, el hombre capaz de presen¬
tarnos batalla después de muerto, el que nos enriquece de tal
modo que tenemos que seguir contando con él; el que modifica
nuestra manera de ver la realidad, de suerte que ya forma parte
de nosotros; y ese hombre no fué un intelectual, sino un pintor,
Goya. Es demasiado poco para un cuarto de milenio. Las figuras
egregias que en España han nacido durante ese tiempo —Feijóo,
Jovellanos, Larra, Valera, Galdós, Menéndez Pelayo— no han
llegado a ese nivel; han sido espléndidas, pero insuficientes. Sólo
desde 1900, poco más o menos, cambia la situación: el "medio
siglo de oro” de que se habla ahora, no sé si con prisa —afán
de trazar la raya y hacer la cuenta, sin esperar otros cincuenta
años— o con desconfianza —miedo a que el otro medio siglo
no sea de oro, o no sea oro todo lo que reluce—. Y urge que
nos preguntemos por qué han cambiado nuevamente las cosas,
228 LA ESCUELA DE MADRID

hasta llegar a ese llanto universal por Ortega —esta vez un


llanto civil—, que también ha crecido en diluvio.

Lo primero que conviene subrayar de Ortega es su inverosi¬


militud. Que algo exista no prueba en modo alguno que fuese
verosímil. En un desierto de tres siglos, con pequeños oasis,
súbitamente, una de las filosofías más profundas y originales
(y difíciles, dicho sea de paso) de la historia. La inverosimilitud
sube de punto cuando se cae en la cuenta de que lo que había
antes del desierto tres veces centenario no era sino un oasis mayor,
el que va de Francisco de Vitoria a Francisco Suárez, el más
importante de una ruta de caravanas que. nos llevaría a través
de árabes y judíos hasta Séneca, es decir, hasta más allá de
España.
¿Genialidad? Claro está, pero no hay que insistir en ello,
porque es casi lo de menos; quiero decir que para hacer filosofía
donde no la había, la genialidad es necesaria, pero completa¬
mente insuficiente. Más bien se trata de autenticidad, es decir, la
convergencia de la preocupación española y la vocación teórica
en un destino personal; y la fidelidad a ello hasta las últimas
consecuencias. (No se olvide, últimas: épocas de pobreza, denues¬
tos, peligro físico en ocasiones, silencio, deslealtades, el que
parte decisiva de su obra esté aún sin publicar y acaso sin escri¬
bir, el que los que no saben filosofía se permitan decidir si era
filósofo o no, si tenía o no un sistema). En rigor, nada de esto
le importa a Ortega, porque está más allá de todas estas cfcsas,
y el porvenir de su obra intelectual está ya asegurado, si algo
humano lo está. ¿Por qué entonces hablar de ello? Porque nos
importa a nosotros, que tenemos que vivir aquí y ahora.
Todo esto se cifra en una sola palabra: verdad. Recordad la
situación en la frontera entre el siglo xix y el nuestro: unos
hombres necesitan apremiantemente saber qué va a ser de ellos;
su "nosotros” se llama España; no saben a qué atenerse, y lo
necesitan para poder vivir, para poder ser con decencia personal
y plenitud histórica. Por eso, contra todas las conveniencias, se
ponen a hacer obra intelectual: historia literaria, arabismo, filo¬
logía, historia, literatura. Con la misma autenticidad que los pre¬
socráticos : de ahí su incomparable calidad, que ha permitido
EN LA MUERTE DE ORTEGA 229

que la orografía intelectual española —tan menguada, tan escasa,


tan mínimamente sustentada por esas altiplanicies que son los
equipos— cuente cimas de las más altas de nuestro tiempo. Y
al llegar al límite, cuando de verdad hay que saber a qué ate¬
nerse respecto a España, y esto radicalmente, se llega —no por
capricho, ni siquiera por gusto, sino porque no hay más reme¬
dio— a la filosofía. Esto ocurrió hace cuarenta y un años, en
1914, en un pequeño libro publicado por la Residencia de Estu¬
diantes y titulado Meditaciones del Quijote. Un libro que está
por leer, interpretar, beneficiar; alguna vez he anunciado mi
propósito de hacer de él una edición con "comentario perpetuo”,
al modo de los humanistas, que hará ruborizarse —si le queda
esa capacidad— a la conciencia intelectual de lengua española.1
Entre paréntesis, no creo que se haya advertido nunca una
curiosa coincidencia entre las Disputaciones metafísicas de Suárez
y las Meditaciones del Quijote. Suárez va a hacer teología; es
lo que le interesa y se propone; pero ve "más claro que la luz”
que no puede hacerla si antes no hace una metafísica; y entonces
interrumpe "un poco” la obra teológica comenzada para restituir
su lugar a la metafísica; el resultado de esa breve interrupción
son los dos infolios de las Disputaciones. Pues bien, Ortega se
propone entender e interpretar el Quijote, porque le parece la
clave de la historia española, porque en él espera descubrir
el secreto de España; pero tiene que interrumpirse también y
anteponer a su estudio una "meditación preliminar” que es, ni
más ni menos, la primera versión de la metafísica de la razón
vital.

La filosofía de Ortega es por necesidad circunstancial, y


arranca efectivamente de su circunstancia. Benefac loco illi quo
natus es —dice citando la Escritura—. Y esa circunstancia es la
española, más concretamente el Escorial —"nuestra gran piedra
lírica”—, con su Herrería y las sierras circundantes al fondo,
y el bosque con arroyos y oropéndolas que va a ser tema de la
primera descripción de una realidad radicada en la vida humana.

1 Véase: José Ortega y Gasset: Meditaciones del Quijote. Comentario por


Julián Marías. Biblioteca de Cultura Básica de la Universidad de Puerto
Rico, 1957.
230 LA ESCUELA DE MADRID

(Recuérdese que fué Ortega, por cierto, quien profetizó hace


treinta años que un día los jóvenes españoles irían en peregri¬
nación al Escorial). La reabsorción de la circunstancia -—pensaba
Ortega— es el destino concreto del hombre. Hay que buscarle
el sentido, salvarla, porque "si no la salvo a ella no me salvo
yo”. Por eso el primer género literario de Ortega fueron las
"salvaciones”, en que se trata de esto: "Dado un hecho —un
hombre, un libro, un cuadro, un paisaje, un error, un dolor—,
llevarlo por el camino más corto a la plenitud de su significado.
Colocar las materias de todo orden, que la vida, en su resaca
perenne, arroja a nuestros pies como restos inhábiles de un
naufragio, en postura tal que dé en ellos- el sol innumerables
reverberaciones.” Por eso también aparece en él la filosofía
como "la ciencia general del amor”. Éste es el origen personal
de la filosofía de Ortega; su manera de acontecer, un destino
irrenunciable de veracidad, que lo llevó unas veces a la palabra
y otras lo empujó hacia el silencio. Ortega buscó para sí y para
sus compatriotas el señorío de la luz sobre sí mismo y su
contorno. Nunca dimitió de él, nunca renunció ni a una par¬
tícula; y así pudo decir en 1931, cuando las circunstancias
—siempre las circunstancias—- lo impulsaron a dirigirse a la
totalidad de los españoles, y no sólo a unas pocas almas sedientas
de teoría, en libros "escritos en voz baja”: "En lo esencial, fiel a
mi oficio de ideador, seré siempre sólo un jefe de negociado en
el ministerio de la Verdad.” Y dos años después, en su curso
En torno a Galileo, en la Universidad de Madrid, nos decía a
sus oyentes de aquella hora estas palabras: "Hay demasiadas
probabilidades para que la generación que ahora me escucha
se deje arrebatar como las anteriores de aquí y de otros países
por el vano vendaval de algún falso extremismo, es decir, de
algo sustancialmente falso. Esas generaciones, temo que todavía
la vuestra, pedían que se las engañase —no estaban dispuestas
a entregarse sino a algo falso—. Y revelando en la tranquilidad
de esta aula un secreto, diré que a ese temor obedece en buena
parte mi parálisis en órdenes de la vida no universitarios ni
científicos. No se me oculta que podría tener a casi toda la juven¬
tud española, en veinticuatro horas, como un solo hombre, detrás
de mí: bastaría que pronunciase una palabra. Pero esa palabra
EN LA MUERTE DE ORTEGA 231

sería falsa y no estoy dispuesto a que falsifiquéis vuestras vidas.


Sé, y vosotros lo sabréis dentro de no muchos años, que todos
los movimientos característicos de este momento son histórica¬
mente falsos y van a un terrible fracaso. Hubo un tiempo en
que la repulsa del extremismo suponía inevitablemente que
se era un conservador. Pero hoy ya aparece claro que no es así,
porque se ha visto que el extremismo es indiferentemente avan¬
zado o reaccionario. Mi repulsa de él no procede de que yo sea
conservador, que no lo soy, sino de que he descubierto en él
un sustantivo fraude vital.”
Los tres peligros que Ortega combatió a lo largo de su vida,
especialmente en cuanto aparecían como lacras de la vida espa¬
ñola, fueron la cursilería, la chabacanería y el envilecimiento.
Además claro es, de esa plaga universal que es la tontería. ("El
tonto —escribió una vez— no se sospecha a sí mismo: se parece
discretísimo, y de ahí la envidiable tranquilidad con que el
necio se asienta e instala en su propia torpeza. El tonto es vita¬
licio y sin poros. Por eso decía Anatole France que un necio
es mucho más funesto que un malvado. Porque el malvado des¬
cansa algunas veces; el necio, jamás”). Para salvarnos de todas
estas cosas, Ortega tenía que salvarse a sí mismo, porque sólo
se puede predicar con el ejemplo; pero a la inversa, y como sabía
por razones filosóficas, no se puede ser de verdad inteligente
-—históricamente inteligente— en un país estúpido, ni tener
una vida públicamente decente en una situación de envileci¬
miento. Esto explica la desaparición del talento en el mundo o
grandes porciones de él en épocas enteras, en las cuales las con¬
diciones psicofísicas del hombre permanecen inalteradas, pero
se angosta la vida biográfica —el órgano de la intelección—; e
igualmente la atrofia de la dignidad y el coraje en lo que Ortega
llamó las épocas de alma desilusionada. "Envilecimiento, encana-
llamiento —escribió—, no es otra cosa que el modo de vida
que le queda al que se ha negado a ser el que tiene que ser.
Este su auténtico ser no muere por eso, sino que se convierte
en sombra acusadora, en fantasma, que le hace sentir constan¬
temente la inferioridad de la existencia que lleva con respecto
a la que tenía que llevar. El envilecido es el suicida super¬
viviente.” En eso estriba la explicación de la mayoría de los
232 LA ESCUELA DE MADRID

inexplicables descontentos que arrastran muchos que parecen


mimados por la fortuna.

"¿Puede esperar un español que algún compatriota sienta inte¬


rés por el secreto de lo que fué su vida?” -—preguntó Ortega, en
un momento de frenada solemnidad, al reunir por primera vez, en
1932, una edición de sus Obras—. "No hay grandes probabili¬
dades —agregaba— de que una obra como la mía, que, aunque
de escaso valor, es muy compleja, muy llena de secretos, alusio¬
nes y elisiones, muy entretejida con toda una trayectoria vital,
encuentre el ánimo generoso que se afane, de verdad, en enten¬
derla.” Yo sé con qué esperanzada desconfianza escribía Ortega
estas palabras, con qué interés -—por los españoles mucho más
que por sí mismo— atendió silencioso a la obturación o la
maduración de unas u otras de esas probabilidades.
¿Quién era Ortega? Un hombre no es una cosa. Sí, ya sabe¬
mos que es una persona; pero cuando llega la hora de la verdad,
se nos suele explicar la persona como una cosa, bien que de
naturaleza racional, pero cosa al fin, por ese inveterado mate¬
rialismo que Ortega denunció toda su vida, hasta en lo que se
llama "esplritualismo”. Para Ortega, no: la persona no es una
cosa, sino un proyecto, programa, vocación, misión. Y dijo, y
muy enérgicamente, que esta verdad decisiva, que la vida es mi¬
sión —no que tenga una misión, sino que la es— es un descu¬
brimiento del cristianismo, cuyas consecuencias se abstienen tde
sacar muchos cristianos. Yo soy un proyecto, una pretensión,
una flecha que apunta a un blanco, como los arqueros de Aristó¬
teles. Y sentimos al otro, a la otra persona, en esa presión que
ejerce sobre nosotros, en esa flecha voladora y móvil cuya tra¬
yectoria se mezcla con la muestra. Ahora que se ha cumplido
la trayectoria terrenal de Ortega, hay que empezar a preguntarse
por esa flecha, por su blanco y el arco que la disparó. Tenemos
que intentar a fondo pensar quién fué Ortega.
Sólo ha vivido 72 años, exactamente los mismos que Unamuno
y Eugenio d’Ors. Todos saben que nació en Madrid en 1883. Y
que estudió de niño y de muchacho con los jesuítas en Miraflores
del Palo —que algún periódico alemán confunde ahora con
Palos de Moguer, sin duda por parecerle aquel humilde lugar
EN LA MUERTE DE ORTEGA
233

andaluz origen de inauditos descubrimientos—. ¿Qué sacó Ortega


del Colegio del Palo? Amor a Málaga, la fruición de haber
sido "emperador en una gota de luz”, dominio de las lenguas
clásicas, que le enseñó el P. Gonzalo Coloma, horror a dividir
a los españoles en "los nuestros” y "los de la acera de enfrente”.
Tal vez algo más: acabo de leer en un periódico alemán la
sospecha de que de allí le vendría una presencia de Dios que
se advierte en su obra (muchos la advierten, aunque acaso no
sus primeros maestros). Se dirá que Ortega no habla mucho
de Dios, que su nombre no aparece demasiadas veces en el índice
alfabético de sus obras; permitidme recordar, sin embargo, que
el segundo mandamiento de la ley de Dios nos ordena "no tomar
su santo nombre en vano”; y "en vano” quiere decir, según
explica el catecismo, "sin razón, sin justicia o sin necesidad”; y
cuando se trata de obra de pensamiento, hay que entender nece¬
sidad intelectual; otra cosa tiene un nombre en castellano, y
éste es frivolidad.
Y al hablar de esto, no puedo menos de recordar que algunos
insisten en la "peligrosidad religiosa” de Ortega. No quiero
ahora entrar en este tema, y menos aún rozar el de los supuestos
—intelectuales y sociales— en que se apoya esa imputación;
sólo quiero por el momento recordar tres cosas: i9 que no
conozco a nadie que por él haya perdido su religión ni un quilate
de ella; 29 que a mí personalmente, su amistad y su doctrina
me han servido de eficaz ayuda para desechar tentaciones proce¬
dentes de muy otros lugares, y 39 que a él no le ayudó tan
eficazmente la formación y el influjo de sus maestros.

Ortega, doctor en filosofía y letras por Madrid, mozo muy


lleno de esperanzas, huyó "del achabacanamiento de su patria”
para ir a Alemania. Al evocar en 1909 lo que entonces era la
Universidad alemana, escribía Ortega: "Y en tanto, en nuestra
Universidad fantasma la sombra de un profesor pasa lista sañu¬
damente a las sombras de unos estudiantes.” ¿Qué debía Ortega
a Alemania? No se olvide que los hombres generosos suelen
exagerar sus deudas. Al recordar sus años de Marburgo, escri¬
bió una vez: "Es una pequeña ciudad gótica puesta junto a un
LA ESCUELA DE MADRID
234

manso río oscuro, ceñida de redondas colinas que cubren por


entero profundos bosques de abetos y de pinos, de claras hayas
y de bojes espléndidos. En esta ciudad he pasado yo el equinoccio
de mi juventud: a ella debo la mitad, por lo menos, de mis espe¬
ranzas y casi toda mi disciplina. Ese pueblo es Marburgo, en la
ribera del Lahn.” No está de más recordar que esas palabras
las escribió Ortega en 1915 —no en 1955—; pero hay que
agregar que su filosofía personal, la que entonces se iniciaba,
no venía de Marburgo ni de ningún otro lugar de Alemania. El
pensamiento alemán sirvió enormemente al "pequeño celtíbero
del Escorial”, ha dicho Ernst Robert Curtius, pero le sirvió de
estímulo; y fué Ortega quien, según el mismo Curtius, devolvió
a los alemanes, en el tercer decenio de este siglo, el sentido y el
gusto de la filosofía.
No es necesario ni recordar siquiera lo que Ortega hizo a su
vuelta a España: su obra aristocrática —"toda creación es aristo¬
cracia”— en la plazuela que es el periódico, su Revista de Occi¬
dente, la mejor que ha tenido nunca España, la editorial que ha
publicado, vendido, reeditado muchos centenares de libros de
primer orden, que han puesto a España "a la altura del tiempo”,
y llegaron a hacer de ella el país menos provinciano de Europa,
el haber conseguido que la Universidad fuese algo que ni los
viejos recuerdan ni los jóvenes pueden siquiera imaginar, los
"experimentos de nueva España” a que dedicó afanosamente
su vida, mientras su vida se quemaba como una retama al lajdo
del camino que lleva España por su historia. Y mientras tanto,
y sobre todo, la intimidad solitaria en que se gesta una filosofía.
Nada de esto es necesario recordar, porque estamos viviendo
de ello.
Lo que sí habría que recordar son las renuncias de Ortega:
a la riqueza, a la fama internacional precoz, a la influencia a
costa de mentir, a los puestos y los honores: vivió "con un trapo
detrás y otro delante” y ha muerto no siendo "nada”, porque
prefirió, al revés que tantos otros, ser "alguien”; precisamente
"él mismo”.
He pensado muchas veces en el mito de Ortega. Porque hace
falta el mito —se entiende, el mito verdadero—; sin él, la vida de
EN LA MUERTE DE ORTEGA 235

un pueblo es gris y miserable, utilitaria, sin gracia ni alegría.


Los que no lo han conocido han inventado sin imaginación páli¬
das leyendas tópicas: que era frío, altivo, distante. Al hablar de
mitos estaba pensando en Ortega como mito solar. Porque era
como el sol; cálido, irradiante, luminoso, hospitalario, fertiliza-
dor, poderoso. Orgulloso, sí; como Don Quijote cuando decía
"yo sé quien soy" (pues ¿qué se creía? ¿que iba a ignorarlo?);
pero cordialísimo, lleno de interés desinteresado por el prójimo,
hasta el más modesto, hasta llegar a la ternura. (La única vez
que lo oí hablar en portugués, lengua que jamás usó con sus
amigos, fué para preguntar por unas llagas, acariciándolo, a un
niño que le pidió limosna en Lisboa, durante uno de nuestros
paseos). Era alentador y comprensivo con todos, hasta con los
muy limitados, pero implacable con la simulación y la falsedad.
No se engañaba casi nunca respecto a las personas, pero su
bondad —y su última esperanza— lo impulsaba a dejarse enga¬
ñar algunas veces. Por su función de magisterio, tenía el deber
del desdén, y lo cumplió cuando hizo falta. Pero era hombre de
diálogo y tertulia —casi ha muerto en ella—- y de discusión;
horas y horas he discutido con él, y nada blandamente: "como
dos tigres de la dialéctica”, me dijo en una carta, anticipando con
fruición esas discusiones interminables. Sus ojos servían a los
demás de espejos en que hacer examen de conciencia. Cuando
un asiduo de su tertulia empezaba a no frecuentarla, casi siempre
significaba que prefería no mirarse en ellos.
Y quiero recordar, por último, la soledad en que cruzó gran
parte de su vida. La vida —siempre lo enseñó—- es radical
soledad; pero además, conocía el destino de los innovadores
y los hombres insobornables: quedarse solos. Cuando Dios se
muestra particularmente propicio con alguno, se queda casi
solo. Esto no quiere decir que se pierda solitario en el desierto,
porque los demás lo siguen —a distancia—. Tal vez cuando
ya no pueden darle compañía, cuando hay que hablar de él en
pretérito y ya no va por la Gran Vía o la calle de San Bernardo,
por la Ciudad Universitaria o por el Retiro, por la calle de
Bárbara de Braganza o la de Monte Esquinza; por este Madrid
entrañable, suyo y nuestro. Cuando se superan ciertas miserias
236 LA ESCUELA DE MADRID

y esa "modestia histórica” que tantas veces nos extravía, y se ve


que aquel hombre que estaba entre nosotros, que hablaba y
escribía, conversaba y paseaba, era del linaje de Platón o de
Descartes, de Cervantes, Quevedo o Goethe. Cuando se ha ido
silenciosamente y ya no está entre nosotros.

Madrid, 1955.
LA METAFISICA DE ORTEGA

Desde hoy, el mundo tiene menos luz, y España ha perdido


su torre más alta; creo que también la más honda y nutricia
de sus raíces. El 18 de octubre de 1955 murió Ortega; de la
orfandad que esto va a ser para todos nosotros, tardaremos en
darnos entera cuenta; pero por mucho más tiempo seguirá dán¬
donos Ortega la riqueza incomparable de su realidad, y ganando
—no para él: para España y para la verdad— batallas después
de muerto.
Lo que Ortega ha sido en este medio siglo, pocos lo saben,
tal vez nadie; lo que sin él hubiera sido la España del siglo xx,
es difícil de imaginar. En todos los órdenes sin excepción ha
dejado su huella, nos ha configurado más que otro hombre
individual cualquiera, más de lo verosímil, más de lo creíble.
Hacer la cuenta de nuestra deuda colectiva con Ortega será
tarea larga y que reclamará una hora más serena. Pero importa
recordar —y esto desde hoy— que la acción de Ortega sobre
España y desde ella sobre el resto del mundo se ha nutrido
siempre de lo más profundo de su intimidad, de aquel estrato
último de su persona que a fuerza de ser personal era trans¬
personal, aquel en que pudo gestarse esa casi impalpable realidad
que es una metafísica: aunque parezca extraño, lo que más falta
ha hecho a España en toda su historia, lo que puede abrir nues¬
tras mejores esperanzas, si es que nos es lícito tenerlas.
Porque una metafísica es una idea de la realidad. Cada meta¬
física es distinta de las demás porque ha descubierto y explorado
una realidad nueva, o por lo menos la ha mirado desde una
perspectiva que antes no se había ensayado y que manifiesta
un nuevo aspecto suyo, una nueva dimensión que no era cono¬
cida. "Yo sólo ofrezco modi res considerando, posibles maneras
238 LA ESCUELA DE MADRID

nuevas de mirar las cosas”, dijo Ortega, todavía mozo, al frente


de su primer libro, y hay momentos en la historia de la filoso¬
fía en que el cambio es mayor, quiero decir de otro orden de
magnitud: no basta ya añadir a la visión previa de la realidad
la de otras regiones u otros aspectos de lo real, hasta ahora
desatendidos o ignorados: ocurre que el sentido mismo de la
realidad se convierte en cuestión. El problema no es ya saber
cuáles son las realidades más importantes, ni siquiera cuál es la
realidad primaria, sino algo más grave: independientemente de
la jerarquía de las realidades cualesquiera, hay que saber qué es
realidad, cuál es la significación de la palabra "realidad”. En
esos momentos la filosofía experimenta una inflexión decisiva;
comienza una de sus etapas, una de las grandes articulaciones
de su historia.
No se trata tanto de una estimación, de un juicio de valor,
como de una determinación real, de una localización histórica.
Porque hay que decir que esas inflexiones de la filosofía no se
deben nunca simplemente a la genialidad personal de los filóso¬
fos, que es ciertamente necesaria para llevarlas a cabo, sino que
son impuestas y exigidas por la situación a que el hombre ha
llegado, y por eso son preludiadas, anunciadas, ensayadas por
la época entera. Por otra parte, sucede muchas veces que una
nueva idea que ha surgido en el área histórica, suscitada por un
cambio radical de situación, no alcanza su madurez filosófica,
no se realiza de modo satisfactorio, no se logra. Piénsese, por
ejemplo, en la idea de realidad cuya génesis se encuentra eñ la
situación general definida por el cristianismo, y que espera aún
su elaboración filosófica adecuada, la que le permitiría desarro¬
llar sus posibilidades intelectuales, que han sufrido durante
siglos toda suerte de interferencias capaces de enmascarar y des¬
figurar la faz verdadera de esa idea de lo real.
Pues bien, la innovación filosófica de Ortega —que, por cierto,
representará una posibilidad extremadamente valiosa si algún día
se intenta en serio esa elaboración— es de un orden de magnitud
sumamente preciso o, si se prefiere, está claramente localizada
en la historia del pensamiento: está situada en el centro de una de
esas inflexiones. Sea lo que quiera de la cuestión de hasta dónde
se lleve esa idea de la realidad —se trata de la tarea de varias
EN LA MUERTE DE ORTEGA 239

generaciones—, lo cierto es que su descubrimiento inequívoco y


riguroso corresponde a Ortega.
Se trata de saber a qué atenerse acerca de la realidad. Saber a
qué atenerse es para Ortega la forma primaria y decisiva del
saber. El realismo y el idealismo partían de la misma noción
de realidad, y su oposición afectaba, sobre todo, a la prioridad de
una realidad respecto a las otras. Realidad quería decir cosa,
res-, extensa o pensante, siempre se trataba de una cosa, cuyo
carácter de tal permanecía inmutable. En el fondo, se trata de
ser en sí —per substantiam intelligo id quod in se est et per
se concipitur, dirá Spinoza siguiendo a Descartes—, porque hasta
el yo de los idealistas se concibe como un "en mí”.

Ortega introdujo la distinción entre realidad radical y realida¬


des radicadas, es decir, que tienen su raíz en la primera, que se
constituyen como realidades en el área de la realidad radical.
La realidad no son las cosas, no es el yo; es nuestra vida. Mejor
aún, mi vida. Toda realidad, efectiva, o presunta, o ficticia, o
aun imposible, en la medida en que los imposibles tienen alguna
realidad, aparece en mi vida, es allí donde la encuentro. Y del
otro lado, la realidad radical es lo que queda cuando elimino de
todo lo que encuentro aquello que he puesto yo como teoría,
interpretación o idea.
Al decir que la realidad radical no es ni las cosas ni yo, sino
la vida, Ortega se aparta, al mismo tiempo, del realismo y del
idealismo y del fundamento que es común a uno y otro, porque
no propone una tercera cosa, sino algo que no es una cosa-, y con
ello llega a un sentido nuevo de la expresión "ser real”.
Pero se podría acaso objetar que si decimos que la realidad
radical, más allá de todas las teorías, es nuestra vida, proponemos
una teoría más. No se trata de teoría; es una simple constatación,
porque la vida es lo que encontramos, querámoslo o no, cuando
suprimimos todas las teorías. "Vivir —dice Ortega— es lo que
hacemos y lo que nos pasa.” No se trata de teoría, sino de seña¬
lar con el dedo la realidad tal como la encuentro, tal como me
obliga a hacer teorías para saber a qué atenerme y vivir en ella.
¿Qué es lo que encuentro? Me encuentro a mí mismo con las
cosas, rodeado de ellas; yo y las cosas en torno mío; y si lo deci-
240 LA ESCUELA DE MADRID

mos en latín podemos decir que la vida es "yo y mi circunstancia’’,


circum-stantia, las cosas mudas que están en nuestro próximo
derredor (Meditaciones del Quijote, 1914). ¿Se trata de una
adición de dos términos, yo y las cosas? No, porque lo primario
es la vida, lo que yo hago con las cosas. Vivir en el sentido de
vida humana, que no es por lo pronto biológico, sino biográfico,
significa hacer algo entre las cosas y con ellas, y eso que hago
es precisamente mi vida. La vida me es dada, pero no me es
dada hecha, sino por hacer, como una tarea. Yo no soy el creador
de mi vida; me he encontrado un día viviendo, sin haber sido
previamente consultado, y en cada instante tengo que hacer algo
para vivir. La vida es algo que hacer, es un quehacer; las cosas
y el yo sólo son elementos parciales y abstractos de mi vida; ésta
es lo que yo hago con ellos, un drama con un personaje, un
argumento y un escenario, que llamo mi vida.
Lo que tengo que hacer está condicionado por las circunstan¬
cias, que por lo pronto no son más que facilidades y dificultades,
que llegarán a ser la fuente de mis posibilidades. Pero las cir¬
cunstancias, que limitan mi vida, no la deciden, no pueden
definirla; soy yo quien tiene que decidir en cada instante hacer
una cosa u otra entre las que me están ofrecidas o propuestas;
tengo que tener un proyecto vital, una imagen más o menos
vaga del argumento de mi vida, un programa o pretensión que
me constituye y que me permite elegir a cada instante entre mis
posibilidades. Pero hay que observar que las posibilidades no me
están dadas. Resultan de la proyección de mi proyecto sobredas
circunstancias.
Vivir, para el hombre, consiste en encontrarse sumergido o
inmerso en una situación, súbitamente y sin saber por qué, dice
Ortega, proyectado a un mundo, un medio o ambiente inaliena¬
ble, que es el del momento presente. El hombre tiene que hacer
siempre y en cada instante algo, justamente para seguir siendo él
mismo; y esa tarea no le es impuesta por las circunstancias, como
el repertorio de sus discos le es impuesto al gramófono o la
trayectoria de su órbita a un astro, sino que el hombre tiene que
decidir por sí mismo en cada instante y en vista de las circuns¬
tancias lo que va a hacer, es decir, lo que va a ser después, en el
futuro. Y esta decisión es absolutamente irrenunciable: nadie
EN LA MUERTE DE ORTEGA 24I

puede sustituirme en esa faena de decidir de mí mismo, de


decidir mi vida, porque si confío la decisión a otro, tengo que
decidir a cada instante hacerle caso, seguir su decisión.
Esto quiere decir que para poder vivir, para decidir, es decir,
preferir una posibilidad a otra, tengo que justificar por qué.
La vida es necesariamente justificación y por tanto responsabi¬
lidad, es intrínsecamente moral. La moralidad de la vida no es
algo que se le añade, una especie de barniz, sino una condición
absoluta. Todo hacer humano, y la vida como conjunto, es nece¬
sariamente moral —quiero decir moral o inmoral—. Y el hom¬
bre es necesariamente libre. Un texto de 1935 (Historia como
sistema) es de los más claros: "El hombre no tiene naturaleza.
El hombre no es su cuerpo, que es una cosa; ni es su alma,
psique, conciencia o espíritu, que es también una cosa. El hombre
no es cosa ninguna, sino un drama —su vida, un puro y uni¬
versal acontecimiento que acontece a cada cual y en que cada
cual no es, a su vez, sino acontecimiento. Todas las cosas, sean
las que fueren, son ya meras interpretaciones que se esfuerza
en dar a lo que encuentra. El hombre no encuentra cosas, sino
que las pone o supone. Lo que encuentra son puras facilidades y
puras dificultades para existir. El existir mismo no le es dado
'hecho’ y regalado como a la piedra. .. Frente al ser suficiente
de la substancia o cosa, la vida es el ser indigente, el ente que lo
único que tiene es, propiamente, menesteres. . . Este programa
vital es el yo de cada hombre, el cual ha elegido entre diversas
posibilidades de ser que en cada instante se abren ante él. . .
Invento proyectos de hacer y de ser en vista de las circunstancias.
Esto es lo único que encuentro y que me es dado: la circuns¬
tancia. .. El hombre es novelista de sí mismo, original o pla¬
giario. Entre esas posibilidades tengo que elegir. Por tanto soy
libre, entiéndase bien, soy por fuerza libre, lo soy quiera o no.
La libertad no es una actividad que ejercita un ente, el cual
aparte y antes de ejercitarla, tiene ya un ser fijo. Ser libre quiere
decir carecer de identidad constitutiva, no estar adscrito a un ser
determinado, poder ser otro del que se era y no poder instalarse
de una vez y para siempre en ningún ser determinado. Lo único
que hay de ser fijo y estable en el ser libre es la constitutiva
inestabilidad.” En 1933, Ortega había dicho: "Si recapacitan
242 LA ESCUELA DE MADRID

ustedes un poco hallarán que eso que llaman su vida no es sino


el afán de realizar un determinado proyecto o programa de exis¬
tencia. Y su 'yo’, el de cada cual, no es sino ese programa
imaginario... He aquí la tremenda y sin par condición del ser
humano, lo que hace de él algo único en el Universo. . . Un
ente cuyo ser consiste, no en lo que ya es, sino en lo que aún
no es, un ser que consiste en aún no ser. . . En este sentido
el hombre no es una cosa sino una pretensión de ser esto o lo
otro.”

Se pensará que la simiente de estas ideas de Ortega ha pro¬


ducido una rica cosecha en Europa. Y a veces sorprende el
"azar” por el cual algunos filósofos de la generación más
joven, cuyas doctrinas son con frecuencia una paráfrasis —mez¬
clada con errores— de los pasajes que acabo de citar, parecen
ignorar hasta el nombre de Ortega, que los escribió diez o veinte
años antes en el mejor español de nuestro tiempo.
La vida humana no es una cosa. Decimos, sobre todo desde
el cristianismo, que el hombre es persona, pero toda la tradición
intelectual de Occidente, con pocas excepciones, se obstina en
pensarlo como una cosa, con conceptos válidos sólo para las
cosas. Al no ser ni una cosa ni una simple "actividad” dimanante
de una "naturaleza” fija, se trata de una realidad bien diferente
y que obliga a buscar conceptos nuevos para pensarla. Hay que
hacer una transformación de la lógica y de la idea misma de
razón, por consiguiente de la idea del ser, e incluso —y £Sto
es lo decisivo— ir más allá de esta idea. Sólo una idea no
eleática del ser permitiría comprender desde este punto de vista
la realidad de la vida, que es algo por hacer y no sólo en el
sentido de que el hombre tiene que "realizarla”, sino que tiene
que imaginarla o inventarla previamente; vivir, suele decir Orte¬
ga, es faena poética.
Cuando Ortega dice que el hombre no es cosa, que no tiene
"naturaleza”, sino historia, no quiere decir que no haya nada
constante y universal en el hombre, sino que no tiene naturaleza
en el sentido de las cosas y que, en la medida en que tiene
naturaleza, no se identifica con ella. El ser del hombre, ha
escrito, es a un tiempo natural y extranatural, una especie de cen-
EN LA MUERTE DE ORTEGA 243

tauro mitológico; la realidad humana tiene una estructura inexo¬


rable. El hombre está determinado por su "naturaleza”, en la
medida en que es un animal, un vertebrado superior, dotado
de un psiquismo, y todo ello sometido a las leyes de la física, la
biología o la psicología; pero la vida humana no se identifica
con esos elementos naturales; es lo que yo hago con ellos.
Esta vida humana —que no es el "yo”, ni el "hombre”, ni la
"existencia”, ni el "Dasein”, cuya teoría no es una propedéutica
para la metafísica, sino la metafísica sin más— es el "lugar”
o el "área” en que la realidad como tal se constituye. Todo lo
que se puede llamar real aparece de alguna manera en mi vida,
incluso si eso que es real trasciende de mi vida y hasta es su
causa; el cuadrado redondo o el color inextenso "aparecen” o
"están radicados” en mi vida, pero no "están” en mi vida, porque
no existen en ninguna parte, ni en el mundo físico, ni en el
mundo de los objetos ideales, ni en el mundo de la ficción.
Esta idea de la vida, que descubre una realidad nueva, obligó
a buscar un nuevo método. El descubrimiento de la vida humana
como tal ha sido lento y penoso. Al lado de los nombres mejor
conocidos de Fichte, Kierkegaard, Nietzsche, Dilthey, Bergson,
hay que añadir toda una línea de pensamiento francés que
comienza en Turgot y d’Alembert, continúa en la obra de Laro-
miguiére y Degérando, alcanza una primera madurez en Maine
de Biran y el P. Gratry. Todos estos filósofos han tenido más o
menos conciencia de la necesidad de encontrar una vía de acceso
a esa realidad evanescente, fugitiva, siempre haciéndose, que se
llama la vida o la historia. En el fondo se trataba de una crisis
de la idea de conocimiento que había dominado en las ciencias de
la naturaleza: la razón como "explicación”. Conocer es explicar,
ex-plicare, des-plegar, explicitar lo que está envuelto o implí¬
cito, en suma, reducir la cosa a sus elementos, causas o principios,
lo cual nos permite "manejarla” —con las manos o con el pen¬
samiento—. Pero al reducir algo a sus elementos o principios,
tengo esos elementos, pero en cambio pierdo la cosa; y tan
pronto como se llega a realidades que interesan ellas mismas,
que son irreductibles, el conocimiento explicativo ya no es sufi¬
ciente; es el caso de la vida y de la historia; y como la razón
se identificaba con el pensamiento explicativo —razón pura,
244 LA ESCUELA DE MADRID

razón geométrica,, razón físico-matemática—, se llegó a un irra¬


cionalismo perfectamente razonable, cuyo representante español
más ilustre fué Unamuno.
Hace 41 años, en 1914, Ortega publicaba su primer libro:
Meditaciones del Quijote-, bajo este título se escondía el bos¬
quejo de una metafísica, es decir, de una teoría de la realidad
y su conocimiento. Allí estaba la primera formulación de su
idea de la vida —"yo soy yo y mi circunstancia”—, la tesis
de que "la reabsorción de la circunstancia es el destino concreto
del hombre”, la afirmación de lo individual, concreto y espontá¬
neo, por oposición a lo abstracto, genérico, esquemático —"el
martillo es la abstracción de cada uno de sus martillazos”—,
una teoría del concepto, una interpretación de la verdad como
alétheia o apokálypsis, descubrimiento, desvelamiento, revela¬
ción, quitar de un velo o cubridor —trece años antes que Heideg-
ger—; y, sobre todo, el postulado de una nueva idea de la razón,
la razón vital.
Ortega se vuelve ásperamente contra la oposición entre la
razón y la vida, que le parece una especie de pereza mental:
"¡Como si la razón no fuera una función vital y espontánea del
mismo linaje que el ver o palpar!” Esta idea es el núcleo de la
filosofía de Ortega; sin ella, hubiera sido uno de los filósofos
que han explorado la vida humana, acaso cercano al existen-
cialismo, parte de cuyas tesis verdaderas anticipó largos años,
pero no hubiera llegado a una metafísica como teoría de la
realidad radical, más allá de todas sus interpretaciones, y «.por
tanto más allá de la misma idea del ser. Y esa realidad radical
es mi vida; no como "Dasein”, existencia o subjetividad, sino
como lo que he llamado alguna vez "la organización real de la
realidad” (Idea de la Metafísica, Buenos Aires, 1954).
El irracionalismo, que en el siglo xix era bastante razonable,
no tiene más que una dificultad: es imposible. No se puede uno
pasar sin la razón, simplemente para vivir, si se es hombre.
Porque la vida no me es dada hecha; no dimana de estructuras
dadas, por ejemplo de un sistema de instintos; la vida no es una
reacción más o menos automática a un estímulo (acaso fué Maine
de Biran el primero que vió esta condición del hombre), es
siempre elección, decisión, invención, anticipación imaginaria o
EN LA MUERTE DE ORTEGA 245

proyecto de lo que voy a ser en el futuro. (Quiero decir entre


paréntesis que no todo es elección en la vida humana, como se
dice a veces, no sin "precipitación y prevención”; hay dos ele¬
mentos decisivos de mi vida que no he elegido: uno, mi cir¬
cunstancia —mi cuerpo, mi psiquismo, el mundo físico, mi país,
mi clase social, mi tiempo, mi horizonte—; el otro, mi vocación,
que no elijo, que me es propuesta; ciertamente siempre hay
elección, porque tengo que decidir lo que voy a hacer con mi
circunstancia, y elijo también ser fiel o infiel a mi vocación,
pero no elijo ni la una ni la otra). Y para decidir, para elegir,
tengo en cada instante que justificar mi elección, y por tanto
dar razón de mi situación entera, saber a qué atenerme respecto
a ella en su conjunto, aprehender la realidad en su conexión, lo
cual es rigurosamente la definición de la razón que he propuesto.
El primer sentido de la expresión razón vital es éste: la razón
que necesito para decidir, es decir, justificar mi elección, en
suma, vivir. Pero hay otro sentido aún: razón, comprender,
entender, quiere decir hacer entrar algo en el movimiento inter¬
no de mi vida, darle una función o papel dentro de ella. Es la
vida misma la que da razón, es el órgano del conocimiento,
instrumentum reddendi rationem. La razón vital es la vida misma
funcionando como rail o.
Y esto no es más que el punto de partida de la metafísica de
Ortega. Sólo sus obras ya publicadas representan la aportación
más honda y original a la filosofía que se ha hecho en cualquier
país dentro de nuestro siglo, y sabemos que una gran parte
de la obra de Ortega, quizá lo mejor de ella, está aún sin editar.
De lo que todavía hubiera podido hacer, en los años que hubiera
podido vivir, no me consolaré nunca. Pero tengo al menos la
seguridad de que, como escribí una vez hace quince años, Espa¬
ña en Ortega ha hecho suya la filosofía, y por él y por los que
sepan ser dignos de su herencia tendrán un puesto en su historia.

Madrid, 1955.
EL FUTURO DE ORTEGA

¿Recordáis la vieja historia de exámenes? El profesor pregunta


al alumno: "A ver, la filosofía de Kant.” Ante el silencio del
estudiante, el profesor pasa a la cuestión siguiente: "Su refuta¬
ción.” Cien veces se ha repetido esta historia con la filosofía
de Ortega; en más de una ocasión me he ocupado de ello; en
una, con la atención que las implicaciones sociales de la aparente
anécdota intelectual merecían. El supuesto general de todo ello
era una hostilidad a Ortega, una interpretación negativa de su
pensamiento. Pero está surgiendo otra actitud, acaso más intere¬
sante, que opera desde la amistad y la estimación, la admiración
y el elogio: "¿La filosofía de Ortega?” Y tras un breve silencio
—o muy poco más—: "Su superación.”
Acabo de leer unos cuantos trabajos sobre Ortega, con oca¬
sión de su muerte; todos ellos de tono positivo, cordial y hasta
un punto apologético. Y, sin embargo, se advierte en ellos una
curiosa prisa por "ir más allá”, por mostrar sumariamente ^las
"limitaciones” del pensamiento filosófico de Ortega, por "supe¬
rarlo” en una palabra, y dejarlo a la espalda, tal vez como una
pretérita "gloria nacional”. A mí me parecería excelente superar
a Ortega e ir más allá de él, cuanto más allá mejor; pero con
una sola condición: que se hiciera. Como esto no es tan fácil,
se prefiere faire semblant.
Con frecuencia se expone, algo precipitadamente, una doctrina
que se supone ser la de Ortega, y a continuación la "verdadera
sentencia” que la supera y corrige; pero acaso esta última es sólo
una versión menos rigurosa y brillante de lo que Ortega ha
enseñado durante muchos años. En otras ocasiones se echa de
menos en la filosofía orteguiana un aspecto, un punto de vista,
una fundamentación, algo que se considera necesario para esa
EN LA MUERTE DE ORTEGA
247

teoría; pero resulta que eso que se echa de menos está ya hace
mucho tiempo en la obra de Ortega, posiblemente con más pro¬
fundidad y penetración de la que se había llegado a desear, es
decir, que cuando el crítico había ido, Ortega había vuelto ya.
Otras veces se hacen objeciones concretas a la doctrina orteguiana,
que en tal punto preciso sería errónea; en estos casos, casi siempre
ocurre que no es ésa la doctrina de Ortega, sino lo que de ella
ha entendido el objetante; o bien lo erróneo es la objeción; es
decir, se invita a Ortega a tropezar en un escollo que había
bordeado, que había evitado expresa y cuidadosamente.
Otro fenómeno, de cariz muy distinto, me inquieta por lo
menos otro tanto. Con bastante frecuencia, se expone, comenta
y utiliza, con el mejor de los propósitos y conmovedora devoción,
la filosofía de Ortega; se desarrollan sus teorías, se hacen apli¬
caciones de sus ideas principales, se intenta justificarlas y mos¬
trar su verdad. Únicamente. . . se habla de otra cosa. A veces,
de una cosa parecida-, en ciertas ocasiones, de algo que tiene muy
remota semejanza con lo que Ortega ha pensado. Si se cree
que esas ideas representan efectivamente la filosofía orteguiana,
es difícil interesarse por ella o tomarla en serio —debo decir que
yo no lo haría—; sería doloroso, por ejemplo, entretenerse en des¬
montar intelectualmente la armazón de ideas que a veces se pre¬
senta como "doctrina de la razón vital”-, doloroso, porque repre¬
senta buena fe, entusiasmo y dedicación; pero nada sería más
fácil, porque acaso se trata de algo muy deleznable. Es posible
que un día no haya remedio más que ir mostrando en detalle y con
precisión todas estas cosas: el día en que algunas de ellas o
todas juntas resulten realmente peligrosas.
Peligrosas ¿para quién? Para la salud de la vida intelectual
contemporánea, por lo pronto hispánica. Dije una vez que
consideraba a Ortega como "un pensador de la segunda mitad
del siglo xx”; esto es literalmente verdad, porque todavía no
se ha tomado posesión de su obra intelectual y filosófica. No se
piense en sus obras postumas, en esos escritos aún desconocidos
y que pueden ampliar y modificar considerablemente su figura.
Sus libros más conocidos, incluso los primeros, hasta el primero,
esas increíbles Meditaciones del Quijote, son poco menos que
selvas vírgenes inexploradas, desde el punto de vista de la filo-
248 LA ESCfJELA DE MADRID

sofía estricta. Se cuentan con los dedos —quizá de una mano—•


las personas que poseen de verdad la filosofía pública y notoria
de Ortega. Y la razón es que muy pocos han hecho el esfuerzo
que un pensamiento filosófico requiere para su comprensión y
asimilación. ¿Cuántos han dedicado a la lectura, relectura y me¬
ditación de los escritos de Ortega la cuarta parte de la atención,
tiempo y agudeza que parece normal invertir en el estudio de
Hegel, Dilthey, Bergson, Husserl o Heidegger? ¿Cuántos de los
que escriben sobre Ortega y lo "superan” se atreverían a afrontar
un examen sobre el contenido efectivo de la doctrina orteguiana?
Casi todo lo que sobre él se lee es perfectamente inútil, cuando
no desorientador, y acusa un profundo desconocimiento de aque¬
llo de que se está hablando.
¿Es esto una excepción? ¿Ocurre sólo con Ortega, o también
con los demás filósofos contemporáneos? Si lo primero, ¿por qué
es así, por qué esa anomalía? Si es un caso particular de lo
que generalmente sucede, ¿por qué insistir especialmente en él y
no plantear, si acaso, el tema en toda su extensión? Intentaré
contestar a estas preguntas con las menos palabras posibles.
No es excepcional, ni mucho menos, la ignorancia filosófica
acerca de Ortega; la mayor parte de lo que se escribe sobre todos
los filósofos parte de su desconocimiento y es, por tanto, irres¬
ponsable. Y esto ocurre porque la filosofía interesa hoy a muchas
más personas que en casi todas las épocas pasadas. No seré yo
el que me queje de ese interés, que tiene muchas justificaciones,
algunas históricamente decisivas; lo que empieza a ser perturbador
es que muchos no se limitan a interesarse por la filosofía, a leerla
o escucharla, a procurar entenderla, sino que opinen sobre ella,
escriban sobre ella, hagan el gesto de estar "dentro”. El tipo
de hombre que nunca se permitiría fallar sobre Einstein o
Heisenberg, lo hace sobre los filósofos, simplemente porque
éstos no suelen usar símbolos ininteligibles o términos técnicos
abstrusos, que recuerden al lector que no entiende de aquello.
Y para opinar sobre filosofía —incluso, y muy especialmente,
sobre la que se expresa en limpia y clara prosa—, hace falta un
entrenamiento análogo al que se requiere para juzgar de mate¬
máticas, física o biología, salvo los símbolos y aun la termino¬
logía "técnica”.
EN LA MUERTE DE ORTEGA
2 49

A pesar de esto, muchas razones justifican plantear individual¬


mente el caso de Ortega. Una de ellas, que Ortega ha extremado
su accesibilidad; entre todos los filósofos contemporáneos, es el
que menos ha usado de terminologías arbitrarias, neologismos
y fórmulas crípticas; compáreselo, por ejemplo, con Husserl en
un sentido y con Heidegger en otro. Es decir. Ortega ha querido
ser leído y comprendido por muchos, y lo ha logrado. Son milla¬
res y millares los que, no sólo tienen una idea recta de Ortega
sino que en buena medida viven de ello, hacen de esa doctrina
uno de los apoyos reales de sus vidas: son la legión de sus lectores
y oyentes que sentirían pavor ante la perspectiva de escribir sobre
él y reducir su enorme riqueza a fórmulas simplificadas. Es muy
grande el número de hombres y mujeres que entienden muy bien
a Ortega —porque es difícil entenderlo mal—-, y precisamente
por eso ven cuánto les falta por entender: no lo entienden del
todo, y eso que se les escapa suele ser, precisamente, su filosofía.
Pero entiéndase esto correctamente: no es que esa filosofía les
sea ajena, porque toda la obra de Ortega es filosófica y en la
comprensión de cualquier parte de ella está operante su filosofía,
de la cual participa el lector atento; pero no filosóficamente.
Queda incorporada a él la raíz de donde emerge esa filosofía, la
perspectiva vital desde la cual Ortega la hizo y nosotros podemos
repensarla y hacerla nuestra; pero para eso hace falta. . . nada,
algo muy sencillo: repensarla; y si nunca lo hemos hecho, no la
hemos hecho nuestra, no la poseemos, por más que lo digamos.
En segundo lugar, otros filósofos han nacido en sociedades
en que su disciplina tenía una larga tradición "técnica” y —más
o menos— rigurosa. En España y en todo el mundo hispánico
esto no ocurría. Por esta razón, mientras en otros casos ha habido,
junto a los centenares de escritos irresponsables, algunos de acep¬
table precisión, sobre Ortega esto ha sido absolutamente excep¬
cional. En los países hispánicos, por falta de preparación y
entrenamiento teórico riguroso; en otras partes, incluso en Ale¬
mania, porque no han poseído la totalidad de la obra de Ortega,
que es imprescindible, dada su estructura literaria. Dentro de
unos meses, los alemanes van a disponer de una edición de Gesam-
melte Werke, suficiente para una comprensión filosóficamente
decorosa de lo que es Ortega; desde entonces, todo el enorme
250 LA ESCUELA DE MADRID

entusiasmo que Alemania ha acumulado sobre Ortega en un


cuarto de siglo quedará en falta si no resultan de él algunos
estudios filosóficamente adecuados, que no se han hecho todavía,
ni de lejos.
Pero hay otra razón, y ésta es la decisiva, que explica la posi¬
ción singular del fenómeno histórico de Ortega. Y es que en él
han hecho nuestros pueblos y nuestra lengua la experiencia plena
de la filosofía. Ya sé que se protestará de esto; pero conviene no
engañarse. Se citará a Séneca, y a Averroes, y a Maimónides,
y a Raimundo Lulio, y a Luis Vives, y a Suárez —los menos dis¬
cretos citarán otros nombres—; y si se insiste en la lengua espa¬
ñola, se hablará de Balmes o de Sanz del Río (unos de uno y
otros del otro). Pero todos esos nombres —algunos, por cierto,
no españoles, aunque sí cordobeses— son nombres de la filosofía
en España, no de una filosofía española que sólo ahora parece
poder existir. "Queremos —escribió Ortega cuando era todavía
un muchacho— la interpretación española del mundo.” Pues
bien, una interpretación filosófica española del mundo, no la ha
habido hasta Ortega; todas las demás, hasta las más egregias,
o no han sido filosóficas —Cervantes, Velázquez, Santa Teresa,
Cisneros, Quevedo, Goya, el Cid, el propio Unamuno—, o no
han sido específicamente españolas —Suárez—-, o se han queda¬
do a mitad de camino desde los dos puntos de vista —Vives—.
A la mente española le ha pasado la filosofía, de manera radical,
en Ortega, ni antes ni después. La primera filosofía que, siendo
plenamente una filosofía podemos llamar nuestra los que habla¬
mos español, es la suya. Porque ha sido pensada en nuestra
lengua —recreándola y enriqueciéndola para ello—, y precisa¬
mente desde las circunstancias españolas; pero a la vez desde la
altura de los tiempos, es decir al nivel mismo de la más estricta
filosofía, y por tanto de la historia entera de Occidente.
Como esto ha acontecido así, nos guste o no, el hecho histórico
Ortega resulta decisivo para nosotros. En él y por medio de él,
la filosofía ha quedado incorporada a nuestra realidad histórica,
y en la medida en que tengamos que entender ésta y dar cuenta de
ella, tenemos que apelar a él. La realidad española, desde el siglo
xx, será ininteligible sin Ortega -—como, por supuesto, sin otros
cuantos nombres muy concretos—; y como éste, para existir y
EN LA MUERTE DE ORTEGA 25I

ser quien ha sido, necesitaba previamente ser posible, reobra


también sobre nuestro pretérito, y hay que tenerlo presente si se
quiere comprender lo que ha sido y es España. De igual modo,
sin Cervantes o Lope de Vega sería imposible una comprensión
de la realidad española incluso anterior a ellos; lo que fué la
Edad Media, por ejemplo, sólo resulta claro teniendo en cuenta
que entre sus determinaciones está la de que de la sociedad espa¬
ñola medieval nació aquella otra en que vivieron Cervantes y
Lope.
De otro lado, Ortega ha iniciado una esencial posibilidad his¬
pánica; nuestro ingreso histórico en la filosofía, quiere decir
como tales españoles, ha sucedido de una manera absolutamente
precisa:, en Ortega. Otros españoles habían tenido acceso a la
filosofía antes que él, quién lo duda; pero la plenitud de ese
acceso o su españolía no habían sido suficientes para que ello
significara la versión española del filosofar. También hubo filó¬
sofos en Francia antes que Descartes; pero no fueron tan france¬
ses o tan filósofos como para vincular radicalmente, de manera
recíproca, la filosofía y el modo de ser francés; quiero decir que
desde Descartes —y no antes —ni es pensable Francia sin refe¬
rencia a la filosofía, ni se puede entender la realidad histórica
de ésta sin incluir en ella, junto a su origen griego o su vincula¬
ción medieval con la teología, su peripecia francesa. Esta función
es la que realizan para Alemania —en dos fases bien distintas,
y esto ha sido esencial, tanto que explica muchas cosas— Leib-
niz y Kant. Para Inglaterra, Francis Bacon -—cuando se toma un
punto de vista "intrafilosófico” y no propiamente histórico, se
valora más, y con razón, a Duns Escoto o a Guillermo de Ockam,
pero se es históricamente injusto con Bacon, error que conviene
rectificar. Para los Estados Unidos, todavía nadie, porque aunque
ha habido grandes pensadores norteamericanos, como Peirce o
William James, no es cierto que la sociedad americana haya
tenido acceso real a la filosofía —ni era aún necesario, ni era
posible, aunque pronto va a ser las dos cosas.
Por esto, Ortega significa para nosotros la posibilidad misma
de la filosofía. No quiere decir esto que tengamos que ser
"orteguianos”, ni mucho menos; quiere decir que necesitamos
a Ortega hasta para ser "antiorteguianos” (si es que somos lo
252 LA ESCUELA DE MADRID

bastante modestos para contentarnos con "anti-ser”, en vez de as¬


pirar a "ser”, como una vez dijo Ortega mismo); también Pascal
necesitó a Descartes para ser anticartesiano —y en este caso ya
es visible el poco sentido que ello tenía—. Cualquier relación
hispánica con la filosofía, si es real, supone a Ortega. Si no lo
incluye, forzosamente es ficticia, insincera, y anacrónica o no his¬
pánica, es decir, utópica. En la medida en que se intenta "pres¬
cindir” de Ortega, ya sea nominalmente o mediante una evacuatio
de su contenido filosófico, se hace irreal la propia filosofía
que se pretende hacer. Por eso me parece peligrosa esa tendencia
a "superar” la filosofía de Ortega sin pasar por ella, es decir,
literalmente, "pasarla por alto”.
La posesión efectiva de esa filosofía es la condición sine qua
non para que la nuestra sea posible. Si intentamos darla por
inexistente, su vacío surge dentro de la nuestra y la anula. Dicho
con otras palabras, necesitamos a Ortega para ser nosotros mis¬
mos. Sin él no somos sino. . . un antepasado nuestro, extraviado
en el mundo actual: una mente preorteguiana en un mundo —y
concretamente en un mundo hispánico— definido en una de sus
dimensiones capitales por haber sido configurado por la filosofía,
precisamente por la filosofía de Ortega; es decir, un revenant,
un fantasma, un remedo de nosotros mismos.
Será menester "superar” a Ortega, porque todo en la historia
es superable; la filosofía de Ortega incluye ya —por eso es histó¬
rica, si bien no historicista— su propia superación, la prevé sf
anticipa, y en cierto modo esa superación es un elemento suyo.
Por ello, su efectiva superación será más bien su culminación y
cumplimiento, su modo de pervivencia histórica en el seno de
otras filosofías que la incluirán. En cierto sentido, toda filosofía
auténtica que tenga su raíz en la de Ortega tiene que "superarla”,
absorbiéndola, al llevarla más allá en la historia —es más que
improbable, en cambio, que nadie en mucho tiempo la supere
en originalidad e innovación, y esto no sólo por la insólita genia¬
lidad de Ortega, sino, sobre todo, por su situación histórica
precisa en la historia de la filosofía—. Por otra parte, toda
filosofía hispánica —y en alguna medida toda filosofía actual—
que no lleve dentro la de Ortega tiene una componente de in¬
autenticidad y está por debajo de sí misma.
EN LA MUERTE DE ORTEGA
253

. ®sta es la razón por la cual nos importa, aunque él no nos


importara, el futuro de Ortega: porque es, ni más ni menos,
nuestro futuro.

Yate University.
New Haven, marzo de 1956.
Conciencia y realidad ejecutiva
La primera superación orteguiana
de la fenomenología

C orno es sabido, la primera versión pública de la teoría hus-


serliana de la fenomenología es de 1913: el volumen I de las
Ideen zn einer reinen Phanomenologie und phanomenologischen
Philosophie. Las Investigaciones Lógicas (1900-1901) eran la
iniciación de hecho de la fenomenología, pero no su formulación
doctrinal; ésta se inició en las cinco lecciones sobre Die Idee der
Phanomenologie, profesadas por Husserl en Gottingen en 1907,
pero no publicadas hasta 1950. El artículo Philosophie ais strenge
Wissenschaft (Logos, 1911) tampoco es la teoría de la fenome¬
nología, sino más bien la formulación de los requisitos de la
filosofía tal como la entendía Husserl, requisitos que sólo la
fenomenología había de cumplir.
En ese año 1913, apenas publicadas las Ideas, antes de la
reedición de las Investigaciones Lógicas, cuyo prólogo está fecha¬
do en octubre de ese mismo año, escribió Ortega en la Revista
de Libros de Madrid tres artículos (junio, julio y setiembre de
1913), en que expone y discute el movimiento fenomenológico
en Husserl y en su escuela. Se trata de unas reseñas, "Sobre el
concepto de sensación”, de un estudio recién aparecido, Linter su-
chungen über dem Empfindungsbegriff, de Heinrich Hoffmann,
discípulo de Husserl (Obras Completas de Ortega, I, p. 245-261).
"La sazón —advertía Ortega— es de gran interés. Asistimos a un
renacimiento de lo que Schopenhauer llamaba la 'necesidad meta¬
física’ del hombre. Para las gentes educadas en pleno siglo xix,
que es tal vez con el siglo x la época en que ha llegado a la
258 LA ESCUELA DE MADRID

mínima la presión filosófica en Europa, es acaso incomprensible


este retoñar novísimo y pujante. Sin embargo, quiérase o no, el
fenómeno se presenta con caracteres indubitables.” Y al decir
que Hoffmann es "discípulo de Edmundo Husserl, profesor en
Gotinga”, se refiere a "el influjo —cada vez mayor— de la 'fe¬
nomenología’ sobre la psicología”. Ortega escribe "fenomeno¬
logía” entre comillas: todo es aún nuevo; en estos mismos
artículos va a forjar la palabra vivencia, para traducir el término
alemán Erlebnis, que en otras lenguas que la nuestra se ha renun¬
ciado a traducir. "La disertación a que nos referimos —agrega
Ortega— es un grato producto de cierta novísima tendencia que
tiene en Gotinga su centro”; esta tendencia es la que quiere expo¬
ner y comentar; dicho con otras palabras, contestar a la pregunta:
"¿qué es fenomenología?”
Dudo mucho que esto se haya hecho con tanto rigor en parte
alguna, en fecha tan temprana. No voy a entrar en detalles —los
textos son hoy cómodamente accesibles—; sólo me interesa reco¬
ger un par de expresiones que Ortega emplea. "Hay una 'manera
natural’ —dice—- de efectuar los actos de conciencia, cuales¬
quiera que ellos sean. Esa manera natural se caracteriza por el
valor ejecutivo que tienen esos actos. Así la 'postura natural’
en el acto de percepción consiste en aceptar como existiendo en
verdad delante de nosotros una cosa perteneciente a un ámbito
de cosas que consideramos efectivamente reales y llamamos
'mundo’. La postura natural en el juicio A es B, consiste en
que creemos resueltamente que existe un A que es B. Cuando
amamos nuestra conciencia vive sin reservas en el amor. A esta
eficacia de los actos cuando nuestra conciencia los vive en su
actitud natural y espontánea llamábamos el poder ejecutivo de
aquéllos. Supongamos, ahora, que el punto de haber efectuado
nuestra conciencia, por decirlo así, de buena fe, naturalmente,
un acto de percepción se flexione sobre sí misma, y en lugar de
vivir en la contemplación del objeto sensible, se ocupa en con¬
templar su percepción misma. Ésta con todas sus consecuencias
ejecutivas, con toda su afirmación de que algo real hay ante
ella, quedará, por decirlo así, en suspenso; su eficacia no será
definitiva, será sólo la eficacia como fenómeno. Nótese que esta
reflexión de la conciencia sobre sus actos: i9, no les perturba:
CONCIENCIA Y REALIDAD EJECUTIVA 259

la percepción es lo que antes era, sólo que —como dice Husserl


muy gráficamente— ahora está puesta entre paréntesis; 29, no
pretende explicarlos, sino que meramente los ve, lo mismo que
la percepción no explica el objeto, sino que lo presenta en per¬
fecta pasividad. Pues bien, todos los actos de conciencia y todos
los objetos de esos actos pueden ser puestos entre paréntesis.
El mundo 'natural’ íntegro, la ciencia en cuanto es un sistema
de juicios efectuados de una 'manera natural’, queda reducido a
fenómeno. Y no significa aquí fenómeno lo que en Kant, por
ejemplo, algo que sugiere otro algo sustancial tras él. Fenómeno
es aquí simplemente el carácter virtual que adquiere todo cuan¬
do de su valor ejecutivo natural se pasa a contemplarlo en una
postura espectacular y descriptiva, sin darle carácter definitivo.
Esa descripción pura es la fenomenología.”
De toda esta cita sólo me interesa aquí subrayar que Ortega
emplea en ella cuatro veces la palabra ejecutivo, precisamente
como lo opuesto a lo meramente "espectacular”, a lo "puesto
entre paréntesis”, es decir, a lo fenomenológicamente reducido.
Sólo sobre este telón de fondo se entiende plenamente un texto
orteguiano que, hasta donde llegan mis noticias, no ha sido
nunca interpretado desde este punto de vista, y que contiene,
a mi modo de ver, la primera superación de la fenomenología y
de la idea de conciencia.

* * #

Este segundo texto es del año siguiente, 1914. Se publicó como


"Ensayo de estética a manera de prólogo”, al frente de El Pasaje¬
ro de José Moreno Villa, y está reimpreso en las Obras Comple¬
tas, VI, p. 247-264 (reproducido en la reciente edición de La
Deshumanización del Arte, Madrid, 1956). ¿Será posible que en
el prólogo a un libro de versos se trate de tan espinosos proble¬
mas filosóficos? Y ¿quién iría a buscar allí una crítica de la
fenomenología, que además era la extrema actualidad filosófica,
más bien el futuro? En efecto, que yo sepa, nadie la ha buscado
—nadie, acaso, ha estado dispuesto a encontrarla, sin buscarla.
Ortega se propone una teoría de la metáfora. La conexión
entre poesía y metáfora es íntima; poco menos íntima, piensa
2 6o LA ESCUELA DE MADRID

Ortega, es la que hay entre la metáfora y la filosofía. "La poesía


es metáfora —escribió diez años después—; la ciencia usa de
ella nada más.” El tema de la metáfora es, pues, un enorme
tema filosófico, no sólo- literario; pero, a la inversa, sin filosofía
no se puede averiguar de verdad qué es metáfora; por eso, al
preguntárselo perentoriamente, Ortega tiene que poner a su teo¬
ría del decir metafórico un breve pórtico de filosofía estricta.
Aquí me propongo detenerme en él, sin tocar el cuerpo mismo
de este "Ensayo de estética”.
Su capítulo II se titula: "El 'yo’como lo ejecutivo.” Y comienza
así: "Usar, utilizar sólo podemos las cosas. Y viceversa: cosas
son los puntos donde se inserta nuestra actividad utilitaria. Ahora
bien, ante todo podemos situarnos en actitud utilitaria, salvo ante
una sola cosa, ante una única cosa: Yo.” Ortega pone esto en
relación con el imperativo de Kant según el cual se ha de tratar
a los hombres, no como medios, sino como fines; es decir, que los
hombres sean para nosotros personas, no utilidades, cosas. "Y esta
dignidad de persona le sobreviene a algo cuando cumplimos la
máxima inmortal del Evangelio: trata al prójimo como a ti mis¬
mo. Hacer de algo un yo mismo es el único medio para que
deje de ser cosa.”
Se insinúa, pues, una contraposición entre cosa (lo utilizable,
lo utilitario) y persona (cuyo único ejemplo claro es yo, yo
mismo). Esto lleva consigo que ante otro hombre puedo optar
entre considerarlo como cosa o como yo; que esto sea posible, sin
embargo, muestra que "tú” y "él” sólo son ficticiamente "y®”,
porque yo es lo único que, aunque queramos, no podemos con¬
vertir en cosa. Esto es lo decisivo y que ha de tomarse al pie de
la letra.
Ortega analiza el cambio de significación que introduce en un
verbo su uso en primera persona, respecto de la segunda o tercera.
(Recuérdese que Husserl, en el momento en que va a exponer
la peculiaridad del método fenomenológico en las Ideen, recurre
explícitamente a la Ichrede, a la elocución en primera persona).
Por debajo de la identidad de sentido entre "yo ando” y "él
anda” —que nos permite usar el mismo verbo—, laten distintas
significaciones, esto es, referencias a distintos objetos. Mientras
"él anda” se refiere a una realidad exterior y espacial, "yo ando”
CONCIENCIA Y REALIDAD EJECUTIVA 261

se refiere al andar visto desde dentro, como esfuerzo, sensación de


resistencia, etc. "Hay, pues, un 'yo-andar’ completamente dis¬
tinto del 'andar los demás’.” Esto, sin embargo, con ser impor¬
tante, no es lo más importante; desde Fichte y Maine de Biran
hasta Bergson, esta evidencia se ha ido imponiendo poco a poco
en filosofía. Que en ciertos verbos —desear, odiar, sentir dolor—
la significación primaria es la que tienen en primera persona, es
también cosa clara. Lo que interesa retener es "la distancia entre
'yo’ y toda otra cosa, sea ella un cuerpo inánime o un 'tú’, un
'él’. ¿Cómo expresaríamos de un modo general esa diferencia
entre la imagen o concepto del dolor y el dolor como sentido,
como doliendo? Tal vez haciendo notar que se excluyen mutua¬
mente: la imagen de un dolor no duele, más aún, aleja el dolor,
lo sustituye por su sombra ideal. Y viceversa: el dolor doliendo
es lo contrario de su imagen: en el momento en que se hace
imagen de sí mismo deja de doler.”
¿Qué quiere decir, pues, yo en el sentido que aquí interesa?
"Yo significa, pues, no este hombre a diferencia del otro, ni
mucho menos el hombre a diferencia de las cosas, sino todo
-—hombres, cosas, situaciones—, en cuanto verificándose, siendo,
ejecutándose.” "Ahora vemos por qué no podemos situarnos en
postura utilitaria ante el 'yo’: simplemente porque no podemos
situarnos ante él, porque es indisoluble el estado de perfecta
compenetración con algo, porque es todo en cuanto intimidad.”
En este texto tan temprano, no todas las expresiones que usa
Ortega son exactas; algunas formulaciones lo son menos, y él
mismo a veces las corrige; se me permitirá que, para no perder¬
nos, siga sólo la línea central del pensamiento.
"Cuando yo siento un dolor, cuando amo u odio, yo no veo
mi dolor ni me veo amando u odiando. Para que yo vea mi
dolor es menester que interrumpa mi situación de doliente y
me convierta en un yo vidente. Este yo que ve al otro doliente,
es ahora el yo verdadero, el ejecutivo, el presente. El yo doliente,
hablando con precisión, fué, y ahora es sólo una imagen, una
cosa u objeto que tengo delante.
”De este modo llegamos al último escalón del análisis: 'yo’
no es el hombre en oposición a las cosas, 'yo’ no es este sujeto
en oposición al sujeto 'tú’ o 'él’, 'yo’, en fin, no es ese 'mí
262 LA ESCUELA DE MADRID

mismo’, me ipsum que creo conocer cuando practico el apotegma


délfico: 'Conócete a ti mismo’.”
El "pecado original de la época moderna” —añade Ortega—
fué el subjetivismo, "la enfermedad mental de la Edad que
empieza con el Renacimiento y consiste en la suposición de que
lo más cercano a mí soy yo — es decir, lo más cercano a mí
en cuanto a conocimiento, es mi realidad o yo en cuanto reali¬
dad”. Ortega advierte que en Fichte se llega al grado máximo
de esa fiebre subjetiva, y a la vez se inicia su descenso: "y acaso
en estos momentos se anuncia como el vago perfil de una costa,
la nueva manera de pensar exenta de aquella preocupación”.
"De suerte —concluye Ortega— que llegamos al siguiente
rígido dilema: no podemos hacer objeto de nuestra compren¬
sión, no puede existir para nosotros nada si no se convierte en
imagen, en concepto, en idea —es decir, si no deja de ser lo que
es, para transformarse en una sombra o esquema de sí mismo—.
Sólo con una cosa tenemos una relación íntima: esta cosa es
nuestro individuo, nuestra vida, pero esta intimidad nuestra
al convertirse en imagen deja de ser intimidad.” "La verdadera
intimidad que es algo en cuanto ejecutándose, está a igual dis¬
tancia de la imagen de lo externo como de lo interno.”
Esa intimidad, que no puede ser objeto, es sin embargo "el
verdadero ser de cada cosa”; lo narrado, que es sólo un "fué”,
es el ser de lo que ya no es; la intimidad de las cosas es su
realidad ejecutiva. Y un poco más allá Ortega observa final¬
mente que la subjetividad ”sólo existe en tanto que se ocupa con
cosas”, y por eso "el estilo procede de la individualidad del 'yo’,
pero se verifica en las cosas”.

* * #

Han sido menester estas largas citas para poner delante la


significación de lo que Ortega se esforzaba por comunicar en
1914. Recuérdese que la fenomenología suspende la "actitud
natural” en que hay actos reales míos referidos a cosas reales
en un mundo también real, pone todo ello "entre paréntesis”
y, en lugar de vivir, por ejemplo, la percepción, contempla la
percepción misma. La reducción fenomenológica es caracterizada
CONCIENCIA Y REALIDAD EJECUTIVA 263

por Ortega como la eliminación o suspensión de lo ejecutivo,


para atenerse al fenómeno, en el sentido del carácter virtual
que todo adquiere cuando se pasa de su valor ejecutivo y natural
a contemplarlo en una postura espectacular y descriptiva. Con
otras palabras, cuando se reduce todo ello —sujeto, acto y
objeto— a la conciencia pura.
Un año después de la publicación de las Ideas, viene Ortega
a decir que al contemplar mis vivencias, el yo sujeto de ellas
deja de ser propiamente yo, y se convierte en imagen, cosa u
objeto. En cambio, el verdadero yo, el ejecutivo, el presente,
es el que ve y considera al anterior, al que fué sujeto de la
vivencia descrita y contemplada. O, invirtiendo los términos,
el yo que considera, contempla y describe, es decir, el yo que
está ejecutando la reducción fenomenológica, lejos de haber
sucumbido a ella y ser un yo "atético” y entre paréntesis, es
verdadero, ejecutivo y pi'esente, irreducto e irreductible. Yo
significa ejecutividad, presencia, plena realidad. No se trata
de "el yo”, ni el hombre, sino la verdadera intimidad que es
algo en cuanto ejecutándose, y eso es nuestra vida, no como ima¬
gen, sino justamente en su misma ejecución, la cual a su vez
sólo es posible en tanto que se ocupa con cosas.
Esto quiere decir que tan pronto como Ortega pensó a fondo
la fenomenología, fué más allá de ella en lo que tiene de
filosofía idealista, de afirmación de la conciencia como realidad
absoluta o, como dice Husserl, "no relativa”. La eliminación de
lo ejecutivo es ilusoria, porque la realidad misma, es decir, no su
imagen o concepto, es ejecutividad; cuando el fenomenólogo
cree estar tratando con un yo fenomenológicamente reducido,
con un yo-conciencia, es su yo ejecutivo, plenamente real, quien
opera con una imagen pretérita de su yo, que antes también fué
ejecutivo. Dicho con otras y más exactas palabras, bajo la ilusión
de la conciencia aparece la realidad, la única con la cual tenemos
una relación íntima, nuestra vida en tanto que se ejecuta, es
decir, viviendo.
Porque —y esto es decisivo— al eliminar la posibilidad de la
reducción fenomenológica, al ver que no se puede escapar a
lo ejecutivo. Ortega no recae en lo que Husserl llama la "actitud
natural” (natürliche Einstellung) en el sentido del realismo.
264 LA ESCUELA DE MADRID

Precisamente la posición orteguiana consiste en la superación de


las cosas, y por tanto de todo realismo. Lo que reprocha Ortega
a la presunta suspensión de la ejecutividad que soy yo es, ni más
ni menos, lo que implica de cosificación, aunque se trate de una
cosa ideal. "El yo doliente, hablando con precisión, fué, y ahora
es sólo una imagen, una cosa u objeto que tengo delante.” Una
cosa u objeto que tengo delante yo, que no soy ni puedo ser
cosa. Recuérdese que esto era lo esencial: que yo soy lo único
que "no sólo no queremos, sino que no podemos convertir en
cosa”. Esa realidad irreductible, que nunca se puede cosificar,
ni objetivar, porque entonces deja de ser lo que es y se convierte
en mera imagen de sí misma, en su pretérito narrado o des¬
crito, no es la conciencia, sino todo lo contrario: yo ejecutándo¬
me, no mera subjetividad, sino en tanto que me ocupo con cosas;
en suma, mi vida.
Resulta, pues, que en 1914, cuando la teoría de la fenomeno¬
logía sólo había cumplido un año, Ortega había superado las
nociones de reducción y conciencia, para afirmar la realidad per¬
sonal y ejecutiva de la vida humana.

Madrid, 1956.
Vieja y nueva política
El origen de la sociología de Ortega

^i.ientras escribo esto se está imprimiendo el primero de los


libros postumos de Ortega: El Hombre y la Gente-, es probable
que cuando este artículo se publique haya visto la luz la formu¬
lación madura y ya definitiva de la sociología de Ortega. Enton¬
ces será posible entenderla en toda su radicalidad y ponerla en
su lugar justo; con esto quiero decir dos cosas: en su lugar
justo dentro de la historia de la sociología y —lo que me
importa más— dentro de la totalidad del pensamiento de su
autor. Muchas veces me he dolido del excesivo éxito de La Rebe¬
lión de las Masas, sobre todo entre lectores de otras lenguas que
la nuestra; porque este libro no es el único de Ortega, ni el
mejor; y, sobre todo, no se lo entiende aislado, como una obra
que se baste a sí misma y dispense de conocer las otras de su
autor; sólo aparece como el libro genial que es si se lo mira
como un capítulo concreto de la sociología orteguiana, la cual
a su vez no es sino un capítulo esencial de su teoría metafísica
de la vida humana: la teoría de la "vida” colectiva o sociedad.
Todo esto, quiero decir las raíces de esta doctrina sociológica,
resultará evidente a los lectores no distraídos de El Hombre y la
Gente. Pero ahora quisiera ayudar a esa lectura recordando un
antiguo escrito en que se encuentra el primer bosquejo de esa
misma sociología, tan antiguo y tan próximo que parece increíble.
El 23 de marzo de 1914, cuatro meses antes de estallar la
primera Guerra Mundial, dió Ortega en el teatro de l»a Comedia,
de Madrid, una conferencia, destinada a presentar al público
una "Liga de educación política española”. El título de la confe¬
rencia era Vieja y nueva política. Es un texto reimpreso muchas
268 LA ESCUELA DE MADRID

veces —como folleto independiente, después en todas las edicio¬


nes de Obras de Ortega, desde 1932, es decir siete veces—, pero
rara vez comentado y pienso que poco leído. Probablemente
muchos han considerado que una conferencia política de 1914,
por muy nueva que entonces fuese, sería ya tan vieja como la
que más. Sin embargo, cuando se la lee con atención en 1957,
al cabo de cuarenta y tres años, se teme que la política allí postu¬
lada sea. . . demasiado nueva. Pero no es de esto de lo que hoy
quiero hablar, es decir, no del tema de la conferencia, sino de
algunos supuestos suyos: no de aquello de que Ortega habló,
sino de ciertas cosas que, para ello, tuvo que decir.
En la introducción a mi comentario de las Meditaciones del
Quijote he señalado la importancia del año 1914 en la biografía
de Ortega: es el momento en que empieza a publicar libros y en
que inicia esta actuación plenamente pública, de adoctrinamiento
político. Esto es, cuando —para usar una expresión que en sus
últimos años gustaba repetir —decide "darse de alta”. Había
cumplido Ortega los treinta años; se sentía, sin embargo, "en
el medio del camino de su vida”, y así lo dice al comenzar su
conferencia. Pero esto me obliga a desviarme en una digresión.
En sus "Memorias de Mestanza”, publicadas en 1936 en La
Nación de Buenos Aires, pone Ortega en boca de este personaje
una interesante confidencia: "Tres veces, por lo menos, he dado
por concluida mi juventud y me he colocado íntima y externa¬
mente en la actitud de un hombre que va a vivir en los modos
de la madurez. Pero, con enorme sorpresa mía, me encontré otras
tantas con que había padecido un error óptico. Me fué forzoso
reconocer que, por debajo de mi juicio que decretaba el término
de mi juventud, seguía ésta fluyendo con todos sus esenciales
atributos. La primera fué a los treinta y dos años. La segunda
a los cuarenta. La tercera a los cuarenta y cinco. ¿No es cómica
esta situación? Me parece la contrapartida de la otra situación
cómica en que el hombre resueltamente decrépito sigue creyén¬
dose joven. Cuando analizo el por qué de aquella ilusión óptica,
hallo pronto su causa. Se trata del influjo pasmoso que las ideas
vulgarmente extendidas tienen sobre nosotros. En mi tiempo
existía con plena vigencia la idea de que la juventud está ads¬
crita a la veintena. Adviértase, por ejemplo, que toda mi genera-
VIEJA Y NUEVA POLÍTICA
269

ción se sabía de memoria unos ridículos versos de don Gaspar


Núñez de Arce que comenzaban así;

¡Treinta años! ¡Quién me diría


que tmñese al cabo de ellos,
si no blancos mis cabellos,
el alma apagada y fría!

Todos, pues, esperábamos el día de cumplir los treinta años


para asistir, con ingenua y secreta curiosidad, a ese fenómeno
de congelación anímica. Pero esa idea que en los versos deplo¬
rables de Núñez de Arce toma un aspecto ridículo era incuestio¬
nablemente una opinión seria que se había formado con plena
solidez. ¿Es posible que apreciaciones tan sustantivas sobre el
proceso normal de nuestra existencia se formen de un modo
completamente arbitrario? No lo creo. Más verosímil me parece
suponer que la vida humana modifica la extensión de sus diver¬
sas sazones y que la juventud dura más en ciertas épocas que
en otras o empieza antes y es antes desalojada por la madurez.”
En todo caso, Ortega, al filo de los treinta, se siente al menos
en una primera madurez. Y no sólo suya, no sólo individual,
sino de un grupo, al que considera representante de una genera¬
ción. Éste es el primer concepto sociológico que hace su aparición
en la conferencia. Recuérdese que el año 1913 había empezado
Azorín a hablar de la generación del 98, como un tema, después
de las referencias de Gabriel Maura y otros en los años prece¬
dentes. Ortega se refiere a la suya como "una generación que se
caracteriza por no haber manifestado apresuramientos personales;
que, falta tal vez de brillantez, ha sabido vivir con severidad
y con tristeza; que no habiendo tenido maestros, por culpa ajena,
ha tenido que rehacerse las bases mismas de su espíritu; que
nació a la atención reflexiva en la terrible fecha de 1898, y
desde entonces no ha presenciado en torno suyo, no ya un día
de gloria ni de plenitud, pero ni siquiera una hora de suficiencia.
Y, por encima de todo esto, una generación, acaso la primera,
que no ha negociado nunca con los tópicos del patriotismo y que,
como tuve ocasión de escribir no hace mucho, al escuchar la
palabra España no recuerda a Calderón ni a Lepanto, no piensa
2~¡0 LA ESCUELA DE MADRID

en las victorias de la Cria, no suscita la imagen de un cielo azul


y bajo él un esplendor, sino que meramente siente, y esto que
siente es dolor.”
No se limita Ortega a hablar de su generación, como otros
habían hablado de las suyas respectivas, de unas o de otras. La
mente teórica de Ortega no deja escapar una vislumbre de doc¬
trina. La idea de generación, tan abusivamente empleada, por
ejemplo a propósito de la del 98, como un puñado de individuos
eminentes —recuérdense las discusiones sobre si sus "miembros”
han sido cinco, siete u ocho—, en Ortega es otra cosa: "Natural¬
mente, por nuevas generaciones no se me ha de entender sólo
esos pocos individuos que gozan de privilegios sociales por el
nacimiento o por el personal esfuerzo, sino igualmente a las
muchedumbres coetáneas.” Y señala como requisito de la fecun¬
didad histórica la autenticidad: "Como cada individuo, cada
generación, si quiere ser útil a la humanidad, ha de comenzar
por ser fiel a sí misma!'
La distinción entre ideas y creencias está ya claramente for¬
mulada en Vieja y nueva política. "Un principio, nuevo como
idea, no puede mover a las gentes. Nueva política es nueva
declaración y voluntad de pensamientos que, más o menos ciaros,
se encuentran ya viviendo en las conciencias de nuestros ciuda¬
danos.” Recuerda que para Fichte el secreto de la política
consiste en declarar lo que es, "donde por lo que es entendía
aquella realidad de subsuelo que viene a constituir en cada épuca,
en cada instante, la opinión verdadera e íntima de una parte de la
sociedad. Ortega acumula expresiones diversas para expresar
su intuición; habla de lo difícil que es “saber cuáles son nuestras
verdaderas, íntimas, decisivas opiniones sobre la mayor parte
de las cosas . Allá el fondo oscuro e íntimo de nuestra perso¬
nalidad no se siente ligado integralmente a esas opiniones que
dicen nuestros labios o que hace como que piensa nuestra mente;
no son opiniones sentidas; no son, por tanto, nuestras opi¬
niones. Compete al político tratar de sacar a luz en fórmulas
claras, evidentes, esas opiniones inexpresas e íntimas de un grupo
social, de una generación, por ejemplo”. Y en este mismo texto
aparece la expresión que había de repetir Ortega a lo largo de
VIEJA Y NUEVA POLÍTICA 27I

toda su obra: el fondo insobornable, el núcleo radical y auténtico


de la vida humana.
Vieja y nueva política se escribió al mismo tiempo que Ortega
iba componiendo las Meditaciones del Quijote. No es de extra¬
ñar, por ello, que en los párrafos de la conferencia asome de
vez en cuando una justificación intelectual de su estilo, fundado
en una idea del conocimiento: "Lo general no es más que un
instrumento, un órgano, para ver claramente lo concreto; en lo
concreto está su fin, pero él es necesario. Mientras sean para los
españoles sinónimos la idea general y lo irreal, lo vago, todo
empeño de renacer fracasará. Porque cultura no es otra cosa sino
esa premeditada, astuta vuelta que se toma con el pensamiento
—que es generalizador— para echar bien la cadena al cuello de
lo concreto.”
Aparecen también el tema de los usos, emparejados con los
abusos, y frente a la opinión dominante de que son éstos los
que importan, Ortega advierte que son los usos la realidad que
cuenta, la que en España está en crisis. De ahí la famosa contra¬
posición entre la "España oficial” y la "España vital”; no muy
fuerte ésta, aspirante, germinal, pero vital, sincera, honrada, a la
que impide entrar de lleno en la historia la España oficial, "el
inmenso esqueleto de un organismo evaporado, desvanecido, que
queda en pie por el equilibrio material de su mole, como dicen
que después de muertos quedan en pie los elefantes”. Y, por
si ello fuera poco, nada menos que el programa de hacer "una
España vertebrada y de pie”.
Y en un texto donde aparecen los conceptos sociológicos orte-
guianos, ¿podrá faltar la idea de las masas? No sólo no falta,
sino que está polarmente contrapuesta, a la de las minorías direc¬
toras. "No entendemos que pueda hablarse de masas inertes
donde falta el intento repetido de minorías directoras para sacar¬
las de su indolencia. . . Es forzoso aspirar a introducir la actua¬
ción política en los hábitos de las masas españolas. ¿Cómo sería
posible lograr esto sin la existencia de una minoría entusiasta
que opere sobre ellas con tenacidad, con energía, con eficacia?”
Y agrega, subrayando esta vez él mismo el texto: "Vara nosotros,
por tanto, es lo primero fomentar la organización de una minoría
encargada de la educación política de las masas.”
272 LA ESCUELA DE MADRID

Y ya en esta perspectiva, se insinúan hasta las consecuencias


finales de La Rebelión de las Masas cuando critica el intervencio¬
nismo del Estado, cuando habla de "la tendencia fatal en todo
Estado a asumir en sí la vida entera de una sociedad”; cuando
previene contra el nacionalismo (¡en 1914!), y en esa fecha,
antes de la Guerra Europea, anuncia que "no sólo España, sino
Europa entera ha ingresado en una crisis de la ideología política”.
Todo esto, la primera versión de la sociología expresada al
fin en El Hombre y la Gente, se encuentra en Vieja y nueva
política sin entrar siquiera en su tema, sin decir una palabra de
política, vieja ni nueva.

Madrid, 1957.
El hombre y la gente
La teoría de la vida social en Ortega

A
xa. caba de aparecer en las librerías españolas el primer volumen
de las Obras Inéditas de José Ortega y Gasset: El Hombre y la
Gente. Este libro, tantas veces anunciado, el "mamotreto socio¬
lógico" que durante tantos años había preparado, cuya publica¬
ción había demorado hasta poderle dar esa última mano de
perfección, ha escapado al final a esta voluntad de su autor, no
ha podido salir, completo, redondo y pulido, de su mano. Los
últimos capítulos proyectados no llegaron a ser escritos; y este
volumen debería terminar con la tradicional fórmula melancólica:
reliqua desiderantur.
Pero después de lamentar lo que falta, hay que reflexionar
sobre lo que ha quedado, sobre lo que nos trae este primer libro
postumo de Ortega. Se ha publicado en 1957, en el centenario
de la muerte de Auguste Comte, fundador de la sociología; a
los cien años justos adquiere esta disciplina lo que le faltaba aún:
tras de su fundación, su fundamentación, quiero decir, su radi¬
cación en el ámbito de la realidad y, por consiguiente, su puesto
riguroso en la teoría de ella.
Los escritos de Ortega se deberían tomar siempre como ice¬
bergs: sólo muestran un diez por ciento de su realidad. Ortega,
durante toda su vida, escribió estudios ocasionales, circunstancia¬
les, sobre temas concretos, poniendo en juego para cada uno de
ellos la totalidad de su pensamiento filosófico, que no se mani¬
festaba §ino en la estricta medida imprescindible para la intelec¬
ción. Todos ellos respondían a un nivel, el de la teoría estricta,
desde el cual consideraba las diversas realidades. Si se mira bien,
se tiene la impresión de que Ortega poseyó desde fecha muy
2~¡G LA ESCUELA DE MADRID

temprana las raíces de lo que había de ser su sistema filosófico:


una visión de lo real, una aprehensión e interpretación de la
realidad entera, que correspondía a su punto de vista, a la pers¬
pectiva concreta, histórica y personal, en que estaba situado
—incluyendo en la situación, claro está, su vocación, el proyecto
originario en que consistía—; una visión que a lo largo de más
de medio siglo de meditación había de dilatarse con su vida
misma, el único instrumento capaz de dar razón de la realidad,
instrumentum reddendi rationem. Ambos aspectos, la posesión
del núcleo de ese sistema filosófico y la incesante dilatación e
incremento de éste al hilo de su vida, son partes inseparables
del contenido de ese mismo pensamiento y 'condiciones inexora¬
bles para su comprensión.
En los escritos más maduros, sobre todo en los que la bajamar
de la muerte de Ortega ha dejado como varados en la playa, el
torso de ese sistema va emergiendo y mostrando su perfil y
configuración. Ahora podemos acercarnos y reconocer lo que
estaba sustentando y justificando plenamente lo que ya cono¬
cíamos, la masa total del iceberg cuya cima tan sólo emergía
sobre las olas.

La preocupación de Ortega por la realidad social arranca


de sus primeros escritos. En el primero de todos ellos —el
artículo "Glosas”, publicado en Vida Nueva el i de diciembre
de 1902, cuando su autor tenía diecinueve años—, aparecen
los términos "creencia”, "masa” y "gente”, junto a los conceptos
de "perspectiva”, "sinceridad” y "vida”, hasta llegar a pregun¬
tarse si "¿es posible salirse de la vida?” En Vieja y nueva política
(i9i4)j se encuentran ya casi todas las ideas sociológicas de
Ortega: generaciones, entendidas no como unos cuantos indivi¬
duos, sino igualmente como las muchedumbres coetáneas; la
exigencia de autenticidad: que cada generación sea fiel a sí mis¬
ma; la distinción entre ideas y la realidad de subsuelo que
constituye una época, la opinión verdadera e íntima de una parte
de la sociedad, es decir, lo que después había de llamar creen¬
cias', la noción del fondo insobornable-, los usos, emparejados
con los abusos y juzgados más importantes que éstos; la famosa
contraposición entre la España oficial y la España vital-, el
EL HOMBRE Y LA GENTE
277

programa de hacer una España vertebrada y de pie; la idea


de las masas, polarmente contrapuesta a la de las minorías
directoras: la preocupación por el intervencionismo del Estado
y por el nacionalismo, y el anuncio de la crisis de la ideología
política en toda Europa.1
Y, con todo, su libro más famoso, La Rebelión de las Masas,
no ha sido casi nunca plena y rectamente entendido, porque ha
faltado la comprensión de su "lugar teórico’’ en el pensamiento
de Ortega, su radicación dentro del sistema de su filosofía. Hace
ya varios años que, al pedírseme en algunas Universidades ame¬
ricanas una conferencia sobre Ortega, y en particular sobre este
libro, el más leído de los suyos (304.000 ejemplares en alemán
hasta ahora, para dar un solo dato), elegí este tema: "The
philosophic background of Ortega’s Revolt of the Masses.”
Sólo así podía este libro ser inteligible. Para ver esto basta con
leer las palabras con que termina. Al suscitar la "gran cuestión”:
¿qué insuficiencias radicales padece la cultura europea moderna?,
única explicación suficiente del fenómeno histórico-social estu¬
diado en el libro, Ortega agregaba: "Mas esa gran cuestión tiene
que permanecer fuera de estas páginas, porque es excesiva.
Obligaría a desarrollar con plenitud la doctrina sobre la vida
humana que, como un contrapunto, queda entrelazada, insinuada,
musitada en ellas. Tal vez pronto pueda ser gritada.” Esto se
decía en 1930. Durante bastante tiempo, Ortega habló de una
segunda parte de La Rebelión de las Masas, que se titularía
Veinte años después. Han sido menester veintisiete —habent
sua fata libelli— para que la sociología de Ortega aparezca
acompañada de la doctrina de la vida humana que le da sentido
y plena justificación. Esto es lo que significa, sobre todo. El
Hombre y la Gente.
La Rebelión de las Masas no era sino un capítulo —particular¬
mente importante y de singular relieve histórico en su fecha—
de la sociología de Ortega. Ahora bien, para Ortega, sociología
no quería decir un montón de conocimientos empíricos o de
construcciones ideológicas, sino la teoría de la sociedad, el cono¬
cimiento teórico de lo que la sociedad es. Y muchas veces insistió

1 Véase más arriba mi artículo "Vieja y nueva política: El origen de la


sociología de Ortega’’.
278 LA ESCUELA DE MADRID

—así en el primer capítulo de El Hombre y la Gente, publicado


en 1939 con el título "Ensimismamiento y alteración”— en que
"los libros de sociología no dicen nada claro sobre qué es lo
social, sobre qué es la sociedad”, sus autores "ni siquiera han
intentado un poco en serio ponerse ellos mismos en claro sobre
los fenómenos elementales en que el hecho social consiste”.
Comte, el fundador de la sociología, lo hace con más de cinco
mil páginas: "entre todas ellas no encontraremos líneas bastantes
para llenar una página que se ocupen de decirnos lo que Augusto
Comte entiende por sociedad”. Los Principios de Sociología de
Spencer, el libro en que esta ciencia —o "pseudociencia”, agrega
Ortega— celebra su primer triunfo sobre el horizonte intelectual,
tienen unas 2.500 páginas. "No creo —añade— que lleguen a
cincuenta las líneas dedicadas a preguntarse el autor qué cosas
sean esas extrañas realidades, las sociedades, de que la obesa
publicación se ocupa.” En Las dos fuentes de la moral y la
religión de Bergson "se esconde un tratado de sociología de 350
páginas, donde no hay una sola línea en que el autor nos diga
formalmente qué son esas sociedades sobre las cuales especula”.
Sociología, decía antes, es para Ortega teoría de la sociedad.
Esto quiere decir teoría de la vida colectiva, de la vida social.
Pero éste es precisamente el problema: no podemos entender
esto si no estamos en claro de qué quiere decir "vida”. La teoría
de la "vida” colectiva no es sino un capítulo de la teoría gene¬
ral de la vida humana, la cual es, por lo pronto, la mía, es decir,
vida individual o personal, hasta el punto de que es problemático
en qué sentido puede llamarse vida a la que no lo sea —como la
colectiva o la histórica—, y de ahí las comillas que acabo de
usar. Si queremos hacer sociología, si pretendemos saber qué
es la sociedad, tenemos que preguntarnos por la "vida” colectiva
o social, y esto nos remite a la teoría de la vida humana —a esa
doctrina sobre la vida humana nombrada al final de La Rebelión
de las Masas—, la cual no es ni más ni menos que la metafísica.
Éste es el tema de El Hombre y la Gente, y así debe leerse si no
se quiere que todo el enorme esfuerzo intelectual que Ortega
hizo para realizarlo sea penas de amor perdidas.
En 1934-35, Ortega dirigió en la Facultad de Filosofía y
Letras de Madrid —dentro de su cátedra de Metafísica, no lo
EL HOMBRE Y LA GENTE 279

olvidemos—, un seminario sobre "Estructura de la vida histórica


y social , en el que participamos muy contadas personas. Desde
i939j ya con este título "El hombre y la gente”, Ortega dió
en cursos diversos exposiciones de sus ideas capitales sobre este
tema: en Buenos Aires, en Madrid, Munich, Hamburgo y Berna.
En forma más extensa, en el Instituto de Humanidades, de
Madrid, durante el curso 1949-50. En el verano de este año, al
hacer en San Sebastián una "abreviatura” de nuestros cursos
del Instituto de Humanidades, Ortega me encargó que, además
de la del mío sobre generaciones, hiciera la del suyo sobre "El
hombre y la gente”. En esta "condensación” tuve especial cuidado
en subrayar el carácter filosófico del curso, su radicación en la
metafísica de Ortega entendida como teoría de la realidad radical
que es nuestra vida, porque muchas veces tuve la impresión de
la extremada facilidad con que esto se echaba en olvido, y con
ello lo más valioso y original de toda la doctrina. Acumulo todas
estas advertencias para recordar al lector de El Hombre y la Gente
que este tratado de sociología —si vale la expresión—- tiene su raíz
en la exposición de la metafísica de Ortega, con que se inicia.
En rigor, bastaría con reparar en la dualidad encerrada en su tí¬
tulo; no se trata sólo de la gente, sino, primero, del hombre.

El capítulo primero de este libro, publicado hace muchos años,


es bien conocido. De cierto modo resume y recapitula la obra
entera. Prefiero insistir ahora en la "segunda salida” que Ortega
hace para plantear el problema, bajo el epígrafe "La vida per¬
sonal”. Se trata de encontrar un tipo de hechos que constituyan
una realidad irreductible a ninguna otra y que merezcan ser
llamados "fenómenos sociales”. Para Ortega, el sentido de esta
operación es claro —constituye el método general de su filoso¬
fía—: derivarlos, radicarlos; es decir, retroceder a un orden de
realidad última y radical que "no deje por debajo de sí ninguna
otra”, sino que, al contrario, todas las demás tengan que aparecer
sobre ella, que es la básica. Es la distinción —central en el
pensamiento orteguiano—■ entre la realidad radical y las realida¬
des radicadas, que arraigan o tienen su raíz, que se constituyen
o aparecen en aquélla. Esta operación inicial mide el grado de
radicalismo con que Ortega plantea el problema sociológico.
28o LA ESCUELA DE MADRID

Esa realidad radical es la vida humana, en el sentido concreto


que esta palabra tiene cuando funciona en la expresión mi vida
—la de cada cual—. Cuando algunas veces he insistido en que
realidad radical no quiere decir la única ni la más importante,
sino simplemente lo que significa: aquella en que radican las
demás, incluso aunque puedan ser superiores a ella y trascender
de ella, se ha afirmado en ocasiones que ésa era mi interpreta¬
ción personal de la noción "realidad radical”, pero que era muy
dudoso que en la mente de Ortega pudiera haber realidad supe¬
rior a la vida humana, tal vez ni siquiera otra que ella. Conviene
subrayar que en este texto, el más maduro del pensamiento
orteguiano, se dice literalmente: "Al llamarla 'realidad radical’
no significo que sea la única ni siquiera que sea la más elevada,
respetable o sublime o suprema, sino simplemente que es la raíz
—de aquí, radical— de todas las demás en el sentido de que
éstas, sean las que fueren, tienen, para sernos realidad, que hacer¬
se de algún modo presentes o, al menos, anunciarse en los ámbitos
estremecidos de nuestra propia vida. Es, pues, esta realidad radical
—mi vida— tan poco egoísta, tan nada 'solipsista’ que es por
esencia el área o escenario ofrecido y abierto para que toda otra
realidad en ella se manifieste y celebre su Pentecostés. Dios
mismo, para sernos Dios, tiene que arreglárselas para denunciar¬
nos su existencia y por eso fulmina en el Sinaí, se pone a arder
en la retama al borde del camino y azota a los cambistas en el
atrio del templo y navega sobre Gólgotas de tres palos, como
las fragatas” (p. 63-64). 1
De ahí parte Ortega; de esa realidad radical —mi vida—
en la cual tendrá que radicar, aparecer o manifestarse la sociedad.
Toda la primera parte de este libro es metafísica estricta, teoría
de la vida humana. El lector atento podrá ver con claridad total
en estas páginas lo que Ortega con frecuencia insinuó y otros
hemos dicho taxativamente muchas veces: que se trata de algo
bien distinto del existencialismo, en ocasiones opuesto. Para
Ortega, por cierto, "existir” significa asomar, brotar, surgir;
sugiere que sea originariamente un vocablo de lucha y belige¬
rancia que designa "la situación vital en que súbitamente aparece,
se muestra o hace aparente, entre nosotros, como brotando del
suelo, un enemigo que nos cierra el paso con energía, esto es.
EL HOMBRE Y LA GENTE 281

nos resiste y se afirma o hace firme a sí mismo ante y contra


nosotros. En el existir va incluido el resistir y, por tanto, el
afirmarse el existente si nosotros pretendemos suprimirlo, anu¬
larlo o tomarlo como irreal. Por eso lo existente o surgente
es realidad, ya que realidad es todo aquello con que, queramos
o no, tenemos que contar, porque, queramos o no, está ahí,
ex-iste, re-siste. Una arbitrariedad terminológica que raya en lo
intolerable ha querido desde hace unos años emplear los voca¬
blos existir’ y 'existencia’ con un sentido abstruso e incontro¬
lable que es precisamente inverso del que por sí la palabra
milenaria porta y dice. Algunos quieren hoy designar así el
modo de ser del hombre, pero el hombre, que es siempre yo
—el yo que es cada cual—-, es lo único que no existe, sino que
vive o es viviendo. Son precisamente todas las demás cosas
que no son el hombre, yo, las que existen, porque aparecen,
surgen, saltan, me resisten, se afirman dentro del ámbito que
es mi vida” (p. 64).
La cosa no es sorprendente, y procede, no sólo de considera¬
ciones teóricas, sino de lo que, según Ortega, importa más que
la filosofía: nuestra sensación cósmica. Al acabar la "Meditación
Preliminar” de sus Meditaciones del Quijote, al iniciar la madurez
de su filosofía, hablaba Ortega de "una emoción telúrica” que se
filtraba en su ánimo: su corazón estaba "lleno de asombro y de
ternura por lo maravilloso que es el mundo” (O. C., I, 364).
De esta "sensación cósmica” ha nacido la filosofía de Ortega.
¿No podía preverse que ésta tendría poco que ver con aquella
otra nacida de un temple para el cual todo lo real "está de más”
("de trop") y suscita la náusea?

No voy a seguir aquí paso a paso la teoría metafísica que


Ortega expone en El Hombre y la Gente-, primero, porque en lo
que se refiere a sus líneas generales lo he hecho ya en otros
lugares, y las innovaciones de este libro tendrían que ser discu¬
tidas con otra precisión y otra holgura que las que permite esta
nota; segundo, porque sólo quiero señalar en estas páginas apre¬
suradas la "localización” o radicación de la sociedad en la reali¬
dad, y por tanto de la sociología en el sistema filosófico de Qr-
282 LA ESCUELA DE MADRID

tega. Sólo insistiré, pues, en los puntos que derechamente nos


lleven a ello.
La vida humana, por intransferible, esencialmente es soledad,
radical soledad (p. 69). Pero Ortega aclara: "No quiero
en modo alguno insinuar que yo sea la única cosa que existe.”
La realidad radical "no es solamente yo, ni es el hombre, sino
la vida, su vida” (p. 70). Y, después de subrayar su aparta¬
miento total del idealismo, de Descartes, de Kant, Schelling,
Hegel, y más aún del realismo de Aristóteles y Santo Tomás,
agrega: "La soledad radical de la vida humana, el ser del hombre,
no consiste, pues, en que no haya realmente más que él. Todo lo
contrario: hay nada menos que el universo con.todo su contenido.
Hay, pues, infinitas cosas, pero —¡ahí está!-— en medio de
ellas el Hombre, en su realidad radical, está solo —solo con
ellas—, y, como entre esas cosas están los otros seres humanos,
está sólo con ellos” (p. 71).
Quedarse solo es quedarse solo de los demás. Y lo más
humano, lo propiamente humano, es esa radical soledad, no la
"unicidad”, sino la soledad con y de los otros. "Nuestra Señora
de la Soledad —escribe Ortega— es la Virgen que se queda sola
de Jesús, que lo han matado, y el sermón en la semana de
Pasión que se llama el sermón de la soledad, medita sobre la más
dolorida palabra de Cristo: Eli, Eli / lamtna sabacthani —Deas
meus, Deus meus, ut quid dereliquisti me?— 'Dios mío. Dios
mío, / ¿por qué me has abandonado? / ¿Por qué me has dejado
solo de ti?’ Es la expresión que más profundamente declara 4a
voluntad de Dios de hacerse hombre -—de aceptar lo más radi¬
calmente humano que es su radical soledad. Al lado de eso la
lanzada del centurión Longinos no tiene tanta significación. . .
También en Homero un centurión da una lanzada a Afrodita,
hace manar su deliciosa sangre de hembra olímpica y la hace
correr gimiendo al padre Júpiter, como cualquier damisela ivell-
to-do. No, no: Cristo fué hombre sobre todo y ante todo porque
Dios le dejó solo—- sabacthani” (p. 72-73).
El tema de la soledad domina todo este libro en que se pone
—por fin— en claro qué es la sociedad y qué es la gente. "Sólo
en nuestra soledad somos nuestra verdad” —dice Ortega, y en
seguida veremos hasta dónde lo lleva esto—. Pero añade: "Des-
EL HOMBRE Y LA GENTE 283

de ese fondo de soledad radical que es, sin remedio, nuestra vida,
emergemos constantemente en un ansia, no menos radical, de
compañía” (p. 73). La amistad, sobre todo el amor, son
intentos de superar la soledad, de canjear dos soledades. A la
soledad que somos le pertenecen todas las cosas del universo que
componen nuestro contorno, circunstancia o mundo; y todo eso
es siempre lo otro, lo de fuera, lo forastero, que nos oprime,
comprime y reprime: el mundo. "Vemos, pues, frente a toda
filosofía idealista y solipsista, que nuestra vida pone con el
idéntico valor de realidad estos dos términos: el alguien, el x,
el Hombre que vive y el mundo, contorno o circunstancia en que
tiene, quiera o no, que vivir. En ese mundo, contorno o circuns¬
tancia es donde necesitamos buscar una realidad que con todo
rigor, diferenciándose de todas las demás, podamos y debamos
llamar 'social’ ” (p. 73-74).
El tema de este libro consistirá en mostrar lo que pasa al
hombre en y con esa realidad social. Más aún: Ortega mostrará
que la vida es un pseudo-hacer porque justamente estamos en un
mundo de interpretaciones irresponsables de los demás, de la
gente, y que sólo podemos tener vida auténtica cuando nos
retraemos a nuestra vida como radical soledad. Las dos ópticas
que Ortega usa en todo este estudio son: la que tenemos como
miembros de la sociedad y la que alcanzamos cuando nos retira¬
mos a nuestra soledad. Y esa retirada es lo que se conoce con el
nombre -—amanerado, ridículo y confusionario, comenta Orte¬
ga—- de filosofía. "La filosofía es retirada, anábasis, arreglo de
cuentas de uno consigo mismo, en la pavorosa desnudez de uno
mismo ante sí mismo” (p. 128). Por esto, puede añadir,
la filosofía no es una ciencia, sino una indecencia, poner a las
cosas y a mí mismo desnudos, en lo que puramente son y soy.
"La filosofía es la verdad, la terrible y desolada, solitaria ver¬
dad de las cosas.” Y al llegar aquí, rizando el rizo. Ortega
vuelve a tomar el tema con que en 1914 inició su filosofía:
la idea de la verdad como alétbeiad Y lo lleva a una radicalidad
de conexiones que da a este pasaje una abismática hondura,

1 Véase mi comentario al pasaje correspondiente en: Meditaciones del Qui¬


jote. Comentario de Julián Marías. (Biblioteca de Cultura Básica de la
Universidad de Puerto Rico. Revista de Occidente, .Madrid, 1957)-
284 LA ESCUELA DE MADRID

acaso inesperada: "Verdad significa las cosas puestas al descu¬


bierto, y esto significa literalmente el vocablo griego para desig¬
nar la verdad —a-létbeia, aletbeúetn—, es decir, desnudar. En
cuanto a la voz latina y nuestra —vertías, vetum, verdad—-
debió provenir de una raíz indoeuropea —ver— que significó
'decir’ -—de ahí ver-bum palabra-—pero no un decir cualquiera,
sino el más solemne y grave decir, un decir religioso en que
ponemos a Dios por testigo de nuestro decir; en suma el jura¬
mento. Mas lo peculiar de Dios es que al citarlo como testigo
en esa nuestra relación con la realidad que consiste en decirla,
esto es, en decir lo que es realmente, Dios no representa un
tercero entre la realidad y yo. Dios no es' nunca un tercero,
porque su presencia está hecha de esencial ausencia; Dios es el
que es presente precisamente como ausente, es el inmenso ausen¬
te que en todo presente brilla —brilla por su ausencia—, y su
papel en ese citarlo como testigo que es el juramento, consiste
en dejarnos solos con la realidad de las cosas, de modo que entre
éstas y nosotros no hay nada ni nadie que las vele, cubra, finja
ni oculte; y el no haber nada entre ellas y nosotros, eso es la
verdad” (p. 128-129).

Ortega inicia su estudio con un análisis de la vida personal-.


no nos la hemos dado a nosotros, nos la encontramos cuando
nos encontramos a nosotros mismos. Tenemos que ser en un
ámbito preciso, en una circunstancia determinada. Dentro de ese
mundo tenemos que elegir, pero el mundo no lo elegimos. *La
vida nos es disparada a quemarropa y tenemos que vivir en este
mundo, éste de ahora. Para ello, tenemos que hacer algo, instante
tras instante; la vida es quehacer; por eso es permanente encru¬
cijada y constante perplejidad. El hombre es por fuerza libre,
está condenado -—forzando la expresión— a ser libre: la vieja
doctrina de Ortega, que ha repetido toda la filosofía de los
últimos decenios. El mundo o circunstancia consiste por lo pronto
en puras referencias de utilidad hacia mí. Todo en el mundo
es un algo para o un algo en contra de nuestros fines. Es decir,
las cosas son primariamente prágmata, asuntos, importancias. En
suma, "la vida es siempre personal, circunstancial, intransferible
y responsable” (p. 83). La consecuencia —decisiva para el
EL HOMBRE Y LA GENTE 285

tema de este libro— es que "sólo es humano lo que al hacerlo


lo hago porque tiene para mí un sentido, es decir, lo que
entiendo”.
Al partir, dice Ortega, de la vida como realidad radical, salta¬
mos más allá de la milenaria disputa entre idealistas y realistas.
Hombre y Mundo son igualmente reales, no menos primaria¬
mente uno que otro. "El Mundo es la maraña de asuntos o
importancias en que el Hombre está, quiera o no, enredado,
y el Hombre es el que, quiera o no, se halla consignado a nadar
en ese mar de asuntos y está obligado sin remedio a que todo
eso le importe. La razón de ello es que la vida se importa a sí
misma, más aún, no consiste últimamente sino en importarse
a sí misma, y en este sentido deberíamos decir con toda forma¬
lidad terminológica que la vida es lo importante” (p. 86).
Ortega tiene que hacer a continuación un penetrante análisis
de la estructura de "nuestro” mundo, uno de los capítulos decisi¬
vos de la metafísica de la razón vital, que reclama un comentario
minucioso. Este análisis, partiendo de la corporeidad del hombre,
muestra que es nuestro cuerpo quien hace que sean cuerpos
todos los demás y, por tanto, que lo sea el mundo. El hombre
es "alguien que está en un cuerpo”, y en este sentido —sólo en
este sentido— es su cuerpo. Por eso, el hombre es espacial,
está en su sitio, consignado a un aquí. "Y al tener el mundo,
con todas las cosas dentro, que serme desde aquí, se convierte
automáticamente en una perspectiva” (p. iox): otra tesis de
1914 y aun de 1910.1 Esto lleva a Ortega a la teoría de la
general "localización” —hasta Dios es el "Padre nuestro que
estás en los cielos”-—- y, sobre todo, de los "campos pragmáticos”,
de los “lados de la vida”. Nuestra relación pragmática con las
cosas, aun siendo corporal, no es material, sino dinámica. "En
nuestro mundo vital no hay nada material: mi cuerpo no es una
materia ni lo son las cosas que con él chocan. Aquél y éstas,
diríamos para simplificar, son puro choque y, por tanto, puro
dinamismo” (p. 106).
En este contexto va a acometer Ortega la empresa de derivar
de la vida humana —soledad radical— la aparición del “otro”.
De la relación con la piedra, que no responde, a través del animal,

l Véase mi citado Comentario a Jas Meditaciones del Quijote.


286 LA ESCUELA DE MADRID

que de alguna manera responde, para quien yo también existo


y, en algún grado, coexisto con él, llega a la aparición del Otro,
el hombre, que co-existe conmigo, que me reciproca —es el
reciprocante”, en quien me aparece de algún modo una intimi¬
dad—. Pero hay que hacer constar que el Otro no es un accidente
que me sobrevenga, sino que es un atributo original de mi vida.
Es decir, que, aunque el hombre sea soledad como su verdad
última, no aparece en ella, sino "en la socialidad como el Otro,
alternando con el Uno, como el reciprocante” (p. 133).
Toda esta co-existencia, esta convivencia y nostridad acontece
en el ámbito de la vida individual, que al ser de varios es inter¬
individual. La derivación del "nosotros”, el "tú” y el "yo”, la
breve —y deliciosa— excursión hacia "ella” son capítulos de
análisis de la vida humana cuyo contenido sólo podría mostrarse
en muchas páginas de comentario. La crítica de la doctrina de
Husserl acerca de la aparición del Otro es esencial para com¬
prender la conexión y la diferencia entre la filosofía fenome-
nológica y la metafísica de la razón vital. La conclusión mínima
que aquí hay que retener es que no es cierto que el tú sea un
alter ego, sino el revés: el yo aparece como un alter tu. "El ego
concreto nace como alter tu, posterior a los tus, entre ellos -—no
en la vida como realidad radical y radical soledad, sino en ese
plano de realidad segunda que es la convivencia—(p. 201).
Pero lo decisivo es, desde el punto de vista de la sociología,
que todavía no ha aparecido nada que sea sociedad. El descubri¬
miento capital de la sociología de Ortega —que muchas veces
he subrayado, y que en este libro aparece con plena perfección
expositiva—, es la distinción entre lo interindividual y lo social,
el haber caído en la cuenta de que no hay sólo vida individual
(la del hombre solo) y vida social o colectiva (la de los varios o
muchos hombres en convivencia), sino que ésta es por lo pronto
también individual, inter-individual. Es decir, que la aparición
del Otro y las relaciones de convivencia con él no me arrancan
a la esfera de la vida individual, no muestran una categoría de
fenómenos irreductibles -—es lo que íbamos buscando— que
reclamen llamarse sociales. Si no hubiera más que esas realidades
de convivencia interindividual, "resultaría que 'lo social’, la
'sociedad’ no sería una realidad peculiar y en rigor no habría
EL HOMBRE Y LA GENTE 287

sociedad (p. 205). En el capítulo VIH, "De pronto, aparece


la gente , comienza la sociología. Todo lo anterior ha sido su
derivación, la radicación en el área o ámbito de la realidad
radical que es nuestra vida —la de cada cual, la mía, la tuya,
la de él o la de ella— de esa realidad radicada que es "lo social”.
Es decir, esa forma de vida —en cierto sentido impropia, no
plenamente humana— a la cual se puede llamar "vida” social.
Ortega descubre lo social en el fenómeno de los usos. El uso
es lo que se hace, se dice, se piensa, se opina. El guardia que
nos impide cruzar la calle no nos impide el paso como una
roca; no se trata de un hecho físico; pero tampoco es la acción
plenamente humana del amigo que nos lleva a hablar aparte
con él. Es una acción "humana”, pero de la cual no es propia¬
mente autor, de la que no es estrictamente responsable. ¿Quién
es el sujeto de ese "prohibir”? Ni el hombre guardia, ni el
hombre alcalde, ni el hombre Jefe del Estado. Más bien el Esta¬
do, es decir, la sociedad, la colectividad. El sujeto de los usos,
el sujeto de lo que se hace, es la gente, y de ahí su carácter
impersonal. Por esto, la colectividad, la sociedad, la gente, son
desalmadas. "La colectividad es, sí, algo humano; pero es lo
humano sin el hombre, lo humano sin espíritu, lo humano sin
alma, lo humano deshumanizado” (p. 208). "¿Será, entonces
—se pregunta Ortega—, la sociedad una realidad peculiar inter¬
media entre el hombre y la naturaleza, ni lo uno ni lo otro,
pero un poco lo uno y un mucho lo otro? ¿Será la sociedad una
cuasi-naturaleza y como ella, algo ciego, mecánico, sonámbulo,
irracional, brutal, desalmado, lo contrario del espíritu y, sin
embargo, precisamente por eso, útil y necesaria para el hombre?
¿Pero ello mismo —lo social, la sociedad—, no hombre ni
hombres, sino algo así como naturaleza, como materia, como
mundo? ¿Resultará, a la postre, que viene, por fin, a tener formal
sentido el nombre que desde siempre se le ha dado informal¬
mente de 'Mundo’ social?” (p. 209).
Aquí empieza en sentido estricto la sociología de Ortega. Su
contenido reclama —y con urgencia— un comentario adecuado.
No quiero ni entrar en él. Ni tampoco he querido detenerme
en los descubrimientos metafísicos —algunos de primer orden—
que este libro encierra. No sería posible precisarlos sin entrar
288 LA ESCUELA DE MADRID

en discusiones que nos llevarían demasiado lejos, a las cuestiones


últimas de la filosofía. Lo único que me interesa ahora, como
antes advertí, era apuntar el sentido -—yo diría el "argumento”—
de El Hombre y la Gente; si se quiere, explicar su título —nada
más—. Con otras palabras, mostrar que consiste —dando todo
su valor a las tres palabras— en una teoría de la vida social.

Universidad de Puerto Rico.


Río Piedras, julio de 1957.
Exhortación al estudio de un libro
-El día 14 de mayo de 1929, en el teatro Infanta Beatriz, de
Madrid, dijo Ortega a sus oyentes: "No tengo prisa alguna por
que se me dé la razón. La razón no es un tren que parte a hora
fija. Prisa la tiene sólo el enfermo y el ambicioso.’’ Creo que
sería bueno tener presente estas palabras de Ortega, si se quiere
entender su biografía y su obra.
Acaba de aparecer en Buenos Aires, en el invierno austral de
1958, casi tres años después de su muerte, un libro de Ortega,
de largo título: ha idea de principio en Leibniz y la evolución de
la teoría deductiva. Lo he estado esperando once años. Cuando
algunas veces me he impacientado por él, viendo correr los años
de Ortega, pensando en el riesgo del envejecimiento y de la
muerte, que llegó primero, Ortega solía señalar, casi con un
gesto, al destino. Los dos sabíamos lo que iba en ese libro que
hoy, incompleto, sale de la imprenta. No podíamos prever —no
puedo yo, ahora— cuál había de ser su suerte exterior, quiero
decir en las mentes de los demás.
Azar, destino y carácter —la fórmula diltheyana de la vida—
se han combinado extrañamente en la génesis de este libro. Oca¬
sional como casi todos los escritos de Ortega, había de ser un
simple prólogo que presentaría una edición española de los escri¬
tos de Leibniz publicados en las Acta Eruditorum de Leipzig,
entre 1682 y 1716; esta edición, homenaje a Leibniz en el tercer
centenario de su nacimiento, iba a aparecer en Madrid, en la
Hemeroteca Municipal. Pronto empezó a crecer el manuscrito.
Al poco tiempo, se vió que tendría que ser un primer volumen de
estudio independiente. Durante la primavera de 1947, en Lisboa,
Ortega trabajaba afanosamente, diez o doce horas diarias, en
extrema tensión lúcida. Desde allí, en cartas llenas de entusias-
292 LA ESCUELA DE MADRID

mo, me anunciaba el libro, con su vuelta a Madrid a comienzos


del verano. Tuve que marchar a Segovia, pero lo tranquilicé:
volvería a Madrid tan pronto como él llegase. Nunca olvidaré el
gesto con que me alargó el voluminoso original. A los pocos días,
Ortega marchó a San Sebastián, y yo, con mi presa, a Segovia, a
devorarla entre el Acueducto, el Alcázar que endereza su proa
hacia el Eresma, y las viejas, doradas torres románicas. De Se¬
govia a San Sebastián, empezaron a cruzarse largas cartas minu¬
ciosas. Ortega esperaba el "embroque” —ése era su término tau¬
rino— de su libro inacabado con la cabeza de su primer lector.
Y al contestar a mis primeros comentarios me escribía: "Yo no
he tenido tiempo —la cosa es literalmente verdad— ni siquiera
de leer eso que usted ha leído. Es usted, pues, en absoluto, su
primer lector. He ido produciendo sin mirar hacia atrás, única¬
mente con la sensación a tergo de lo que había sido en cada
caso previamente enunciado en lo ya escrito.”
Todo había sido compuesto en menos de tres meses, en ochen¬
ta días. Es un dato inverosímil, que conviene retener. Era el
borbotón de casi medio siglo de vida intelectual, que se escapaba
como la sangre de la herida. Ortega calculaba escribir todavía
unas cien páginas más, a su vuelta a Madrid, y publicar el libro
dentro del año 47. Durante todo el verano fueron y vinieron
comentarios, observaciones, asombros, promesas de otros mayores,
anticipaciones de los efectos del libro, reparos, aceptados unos,
aplazados otros para cuando "llegase la hora de la administra¬
ción”. La cosa estaba, en efecto, en la primera y necesaria, en la
hora de la inspiración.
El voluminoso paquete de cuartillas llevaba un título: El prin-
cipialismo de Leibniz. Le dije a Ortega que me parecía feo.
Asintió; pero agregó que, por esta vez, el título debía ser feo.
Insistí todavía: quizá "feo”, pero no tanto. La cosa quedó "vista
para sentencia”, reservada para la hora administrativa, que nunca
acabó de llegar. Al cabo de cinco años, Ortega rebautizó su
manuscrito con el título que hoy lleva, que acaso no hubiera
sido el definitivo, que casi me satisface. (Es muy largo, en efecto;
más de lo que tolera el uso. ¿Cómo acabará por nombrarse este
libro? ¿La idea de principio? ¿Acaso "el Leibniz”? Dependerá
EXHORTACIÓN AL ESTUDIO DE UN LIBRO 293

de cómo sea entendido, de cuánto se hable de él, de que la


moneda ruede más o menos).
Ortega escribió este libro de un tirón, sin volver la cabeza,
sin apenas articulación, sin títulos. Nada de esto es casual, todo
ello debe tenerse presente al leerlo, y por eso lo digo aquí. Se
proponía volver sobre el original y articularlo, jerarquizar sus
partes, titularlas y subtitularlas. Esta labor quedó a medio hacer.
Sobre todo, Ortega tenía que acabarlo. Yo, que conocía su carác¬
ter, no las tenía todas conmigo. Se empezó a componer el origi¬
nal; los propósitos eran inmejorables. Pero. . . Se ha hablado
mucho de lo que Ortega tenía de torero; él mismo lo decía
algunas veces, y cuando murió, un periódico alemán tituló su
dolorida crónica: "Un torero abandona el ruedo”. Pero no se ha
dicho lo que tenía de toro, lo que explica todo un lado de su obra:
Ortega no podía resistir la atracción del trapo rojo de un tema,
e inmediatamente embestía. Esta vez, el trapo rojo fatal fué
"el hombre gótico”. Hacia fines de 1947 le pidieron de Suiza
un ensayo sobre ese tema. A Ortega se le encandilaron los ojos
—recuérdese que desde la mocedad había tenido escaramuzas
con él y nunca lo había olvidado; en 1933, en su curso En torno
a Galileo, habían vuelto a verse las caras. Traté de disuadirlo, en
nombre de Leibniz. Me respondió que nadie tenía más interés
en acabarlo que él, que "el hombre gótico” era cuestión de un
mes, precisamente mientras llegaban unos libros que estaba espe¬
rando. Pero el hombre gótico creció, se dilató, empezó a exigir.
Después surgieron nuevos temas: la fundación del Instituto de
Humanidades a fines de 1948, y tantas cosas. El estudio sobre
Leibniz quedó interrumpido; Ortega volvió a él algunas veces,
corrigió pruebas, agregó algunas páginas, algunas notas, algunos
títulos; nunca tuvo otra vez holgura para sumergirse en él como
en 1947 y llevarlo a su término.
Pero, a pesar de ello, ahí está el libro. Sobre el azar de su
origen, sobre la perturbadora influencia del carácter de su autor,
su destino intelectual acabó por imponerse. Ortega se había dete¬
nido en lo que pudiéramos llamar "un recodo del camino”.
Cuando interrumpió su trabajo de Lisboa y volvió a Madrid con
las cuartillas, su descanso era una pausa intelectual. El libro apa-
294 LA ESCUELA DE MADRID

rece ahora lleno de significación, y no le es ajeno que termine


donde termina. Ese final es parte de su contenido.
Siento la tentación de decir que éste es el libro más importante
de Ortega, de todo cuanto escribió en su vida. Siento la tenta¬
ción de ir más allá aún y agregar que es el libro de filosofía
más importante publicado hasta ahora en el siglo xx. Pero me
acomete una duda. Porque "importante” no es un adjetivo,
sino un participio: importante es lo que importa. No basta, pues,
cómo sea algo para que sea importante; importante es un término
transitivo. Y no estoy seguro, ni mucho menos, de cuánto y de
qué manera importe este libro a los demás, y a quiénes, es decir,
para quiénes sea verdaderamente importante.
Suelo decir que, si yo tuviera un escudo, pondría en él una
sencilla divisa: ”Por mí que no quede”. Ella explicaría, mejor
que cualquier otra cosa, veinticinco años de existencia pública inte¬
lectual. Por eso quiero señalar algunos rasgos exteriores y, por
decirlo así, fisiognómicos, de este libro, de cuyo contenido habrá
mucho que hablar.
Lo primero que conviene advertir es que se trata de un libro
muy extenso, aproximadamente el doble que el mayor de los
demás de su autor: 442 grandes páginas. Lo segundo, que lleva
un título "técnico” y nada "literario”. Lo tercero, que es suma¬
mente difícil. "Pienso —había dicho Ortega en 1929— que el
filósofo tiene que extremar para sí propio el rigor metódico cuando
investiga y persigue sus verdades, pero que al emitirlas y enun¬
ciarlas debe huir del cínico uso con que algunos hombres de
ciencia se complacen, como Hércules de feria, en ostentar ante
el público los bíceps de su tecnicismo.” Ortega se ha pasado la
vida entera escondiendo esos bíceps, dejando irónicamente dudar
de ellos al público de feria; esta vez no ha podido hacerlo; y no
sólo porque la tensión de su estudio es tal que hace asomar el
músculo por debajo de toda envoltura, sino porque su tema
es precisamente ese tecnicismo como tal. Se trata, no ya del ejer¬
cicio elegante y ágil del pensamiento, sino de la anatomía y la
fisiología del pensar filosófico, y vemos a Ortega, bisturí en mano,
inclinado sobre los últimos y más arcanos resortes de la mente.
No es ocioso advertir, en cuarto lugar, que este libro postumo
es rigurosamente nuevo. Quiero decir que la casi totalidad de
EXHORTACIÓN AL ESTUDIO DE UN LIBRO 295

cuanto en tan gran volumen se dice no se había dicho antes,


y por tanto este libro se suma íntegramente al resto de la obra
orteguiana, se agrega a su torso conocido, en una dirección para
muchos enteramente inesperada.
La idea de principio en Leibniz descubre también, en quinto
lugar, el enorme saber filosófico, científico, histórico de su autor.
Platón, Aristóteles, Euclides, los escépticos griegos, los estoicos,
aparecen analizados hasta profundidades que tienen mucho de
revelación para el que tiene alguna idea de lo que sobre ellos
se pensaba antes de publicarse este libro. Aparecen también, con
sorprendente relieve, los escolásticos, no sólo Santo Tomás o
Suárez, sino Mateo de Aquasparta o el P. Urráburu. Y la signi¬
ficación de la matemática y la física del Renacimiento, y de la
Contrarreforma, y la radical innovación cartesiana respecto al sa¬
ber, y Leibniz en sus últimos secretos, y lo que después de él ha
acontecido a la filosofía, hasta sus más recientes peripecias "exis-
tencialistas”, examinadas por Ortega con ojo abarcador y pe¬
netrante.
Pero surge una duda: ¿se trata de un; libro histórico? En
cierto sentido sí. Ortega habla en él, con extremo rigor técnico,
de los más escondidos entresijos de la historia del pensamiento
científico y filosófico, de los puntos esenciales en que se han
constituido la lógica y la metafísica de Occidente. Pero este libro
que no termina, acaba con la filosofía propia de Ortega, con
capítulos sobre "el nivel de nuestro radicalismo”, creencia y ver¬
dad, el lado dramático y el lado jovial de la filosofía. Esta inves¬
tigación "histórica” desemboca en la máxima intimidad de la
mente de su autor, y en cierto sentido es una obra de sabiduría,
el precipitado de una larga, acendrada experiencia de la vida.
¿De qué se trata? Para mí no hay duda: este libro tan "objetivo”
y técnico es acaso el más personal de Ortega: el camino hacia lo
más hondo y radical de sí mismo, es decir, hacia sus raíces.
Hubiera podido titularse: Ortega como razón vital.
El legado filosófico
de Manuel García Moren te
LJena un error tomar simplemente como un libro la última
obra de don Manuel García Morente, publicada en España des¬
pués de la muerte de su autor.1 Ni por su origen —unas leccio¬
nes pronunciadas en 1937 a 1938 en la Universidad de Tucu-
raán—, ni por su forma —la de una conversación viva y en tono
menor—, ni por la finalidad que hoy cumple -—mantener viva
en estas generaciones universitarias la docencia de Morente—
es en verdad un libro este grueso volumen que renueva en sus
lectores el dolor de la pérdida de quien lo compuso, y en sus dis¬
cípulos una muchedumbre de recuerdos hoy punzantes y la
imagen de tantas esperanzas desvanecidas.
Esta grave realidad vital que llamamos un libro es equívoca;
la uniforme apariencia externa, el monótono proceso editorial y
bibliográfico a que los libros quedan sometidos, encubren una
diversidad de significaciones que hacen de cada uno algo distinto,
sólo comprensible desde los supuestos de su autor.
Morente no fué -—ni pretendió ser— un filósofo original,
creador de un sistema propio. Pero tampoco fué un mero erudito,
un sabedor de filosofía; para él la filosofía tuvo una realidad
efectivamente vivida y lo determinó en sus más profundas dimen¬
siones personales. Por eso corresponde un puesto nada secunda¬
rio a Morente en la historia de los estudios filosóficos en España.
No está dicho que sólo los fundadores de sistemas tengan acceso
a la realidad auténtica de la filosofía, aunque sí es verdad que
están excluidos a limine de ella los que sólo buscan informa¬
ción filosófica o aplicaciones extrínsecas del saber metafísico.
La pretensión intelectual de Morente fué otra: la de ser maestro

1 Manuel García Morente y Juan Zaragüeta Bengoechea: Fundamentos


de Filosofía, Madrid, 1943.
300 LA ESCUELA DE MADRID

de filosofía, en la forma concreta en que esto era posible y nece¬


sario en la circunstancia española en que le tocó vivir. La fideli¬
dad a esta misión ha dañado, tal vez, a la posible amplitud del
renombre de Morente; pero, en cambio, ha asegurado, por una
parte, la autenticidad de su figura intelectual, y por otra su
influjo fecundo sobre los demás: todos los españoles —-y más
concretamente los que hemos pasado por la Facultad de Filoso¬
fía y Letras de Madrid— sabemos bien lo que debemos a
Morente.
Si se echa una ojeada sobre la producción impresa de Morente,
se advierte que sus libros son escasos y —la mayoría de las
veces— procedentes de cursos o conferencias. Su obra escrita es
primariamente de traductor. Esto puede suscitar un fácil desdén
de los que consideran que sólo los "descubrimientos” eruditos
o las "agudezas” mentales tienen verdadero valor intelectual.
Pero su mismo desdén ha sido posible en España gracias —entre
otras cosas— a esa prodigiosa labor de Morente, que hubiera
podido pertenecer, de haber nacido en el siglo xin, a la escuela
de traductores de Toledo. Imagínese lo que era el horizonte de
posibles lecturas para el estudioso español de filosofía hace no
más de veinte o veinticinco años, y compárese con la situación
actual. Y calcúlese la porción de esa tarea que corresponde a
Morente — Kant, Descartes, Spengler, Husserl, la Historia Uni¬
versal de Walter Goetz, Keyserling y decenas de volúmenes
más— para situar en su lugar justo su aportación a la vjda
española.
Pero más aún que traductor, Morente fué profesor universi¬
tario. Su principal acción filosófica fué verbal y directa. Si
hubiese que buscar una sola palabra para definir el estilo mental
de la docencia de Morente, sería ésta: claridad. Fué un vir¬
tuoso de la diafanidad filosófica. Cuando los alumnos -—desti¬
nados, por un privilegio que no a todos es dado, a convertirse
pronto en discípulos —entraban, no sin cierto temor, en su
cátedra de Filosofía, se encontraban sorprendidos por haber pe¬
netrado, contra lo que esperaban, en el reino de las evidencias,
de las ideas claras y distintas. Más de cuatro han aprendido
allí, además de otras cosas importantes, el verdadero sentido
de la palabra entender, menos conocido de lo que suele creerse.
EL LEGADO FILOSÓFICO DE MANUEL GARCÍA MORENTE 30i

Morente quitaba a la filosofía todo aire libresco y erudito:


sabía un sinnúmero de cosas, pero tan bien, tan vivamente incor¬
poradas, que no lo parecía a primera vista. Su exposición era
una conversación íntima con los clásicos de la filosofía, a quienes
sabía evocar junto a su mesa de profesor con eficaces conjuros
hermenéuticos. Se sentía la participación en el diálogo de Aristó¬
teles, Descartes, Kant o Brentano, en forma viva, con sus
problemas siempre en pie, para ellos y para nosotros, nunca
reducidos a muertas fórmulas, tema de exposición o de "refuta¬
ción . Y Morente se abandonaba en la clase, sin cautelas de
profesor, con entusiasmo, a la investigación de una cuestión
oscura, sin saber nunca si iba a llegar a puerto, como un alumno
curioso más, un poco más viejo y un mucho más sabio.
De este modo, la cátedra de Morente hacía revivir ante sus
discípulos, día tras día, la verdadera realidad de la ocupación
filosófica. Se aprendía en ella multitud de cosas, casi sin darse
cuenta; pero, sobre todo, se terminaba el curso con una familia¬
ridad irreemplazable con el problematismo de la filosofía y una
incapacidad total de engañarse a sí mismo.
Sin embargo, la actividad profesoral no agotaba la figura
intelectual de Morente. Para muchos, Morente ha sido durante
cinco años —y en definitiva, para siempre— "el Decano”. El
paso por un Decanato de Facultad suele ser un vano honor o,
a lo sumo, una función administrativa, sin graves repercusiones
personales. Morente fué Decano de la Facultad de Madrid de
un modo inusitado, que no sé si tendrá par. Para él, su función
directiva fué la plenitud de su vida intelectual. Morente ejerció
durante cinco años su magisterio, no sólo con sus capacidades
personales de profesor, sino como alma de un cuerpo docente
que iba logrando, día tras día, insólitas calidades. No es fácil
imaginar lo que llegó a ser la Facultad de Filosofía y Letras
de Madrid sometida a la inspiración —no a la simple dirección—
de Morente. Para los que hemos tenido la fortuna de vivir en ella
años decisivos, representa una huella definitiva; para decirlo
con el griego, una adquisición para siempre.
Pero todo esto, cuando se trata de un filósofo, sólo es posible
desde una filosofía. Sin ella, es inútil buscar la fecundidad y la
eficacia: ni el mero saber ni el esfuerzo pueden lograrlas. He
3°2 LA ESCUELA DE MADRID

dicho antes, sin embargo, que Morente no era un filósofo original


y creador; ¿quiere esto decir que no puede hallarse en él una
filosofía, al menos una filosofía suya? En modo alguno. Urge
restablecer en su lugar el sentido y el valor de lo que se llama
escuela en filosofía. La filosofía que se profesa y se cultiva,
la que se ha repensado en su integridad, es propia, no ya ajena,
aunque sus líneas generales hayan sido descubiertas y trazadas
por otros pensadores. Ejemplos espléndidos de esta situación
se encuentran en Grecia, en la Escolástica —la escuela por anto¬
nomasia —en el idealismo alemán, en la fenomenología. Mo¬
rente ejercitó su acción intelectual desde una filosofía que no
llevará, ciertamente, su nombre con un sufijo en ismo, pero
que había hecho suya en una laboriosa y auténtica meditación.
¿Cuál era esta filosofía?
Morente había llegado a ella por etapas, por sus pasos conta¬
dos. Su primera formación filosófica, francesa y alemana, en los
primeros años del siglo, lo puso en contacto con el pensamiento
filosófico vigente en Europa por aquellas calendas: sobre todo,
el neokantismo de Cohén y Natorp, junto con las influencias de
Boutroux. Después de su primera formación kantiana, entra
en su área intelectual el bergsonismo, con toda la profunda
renovación que esta filosofía lleva consigo. Los libros de Morente
reflejan estas sucesivas influencias, que se van integrando en su
mentalidad. Más adelante, la fenomenología y la teoría de los
valores le dan un nuevo método y una legión de objetos del
máximo interés, sobre todo para los estudios de su discipKna
de cátedra, la ética. Pero todas estas decisivas aportaciones de la
filosofía europea contemporánea le dejan una última insatisfac¬
ción: su deficiencia metafísica. Por esto, Morente sólo hallará
una filosofía a la cual pueda adherir cuando el método fenome-
nológico se utilice para la construcción de una efectiva y rigurosa
ontología. Esto acontece en España y en Alemania, por obra,
principalmente, de dos filósofos: Ortega y Heidegger.
Ambos determinan en buena medida la fase de madurez del
pensamiento de Morente tal como se expone en los últimos capí¬
tulos de su libro; pero, por razones muy concretas y de diversa
índole, la influencia máxima hubo de ser la de Ortega, y la fi¬
losofía de éste constituyó la base general sobre la que se insertó la
EL LEGADO FILOSÓFICO DE MANUEL GARCÍA MORENTE
303

labor personal de Morente. Refiriéndose a la de Ortega, hablaba


Morente en 1935 de "un punto de partida fundamental, eviden¬
cia primaria y radical que al modo del cogito cartesiano constituye
la base nueva en que toda reflexión filosófica ha de sustentarse
en lo futuro”. "Han sido —escribía a continuación— 27 años
de convivencia diaria, de compenetración íntima. . . Y cuando
pienso en ello —y cada vez pienso más en ello—, me maravillo
de la fortuna increíble que he tenido.” Y agregaba aún: "Vi
en él, veo en él, el tipo perfecto del pensador.”
Por cierto, es de sentir que en la edición española del libro
de Morente, que es su obra capital, no sean todo ganancias.
Porque, en efecto, junto a las densas, precisas y doctas lecciones
de Zaragüeta, que completan el volumen en su parte doctrinal,
y junto a dos lecciones del propio Morente, posteriores a la fecha
del primer curso argentino y a su ordenación sacerdotal, se
encuentran en esta edición considerables supresiones del texto
publicado por la Universidad de Tucumán, supresiones que si,
por una parte, hacen perder páginas muy valiosas sobre la histo¬
ria de la filosofía moderna, por otra dejan en penumbra el
origen y la plena justificación de las últimas tesis filosóficas
a que Morente llega, en especial en el capítulo dedicado a la
"ontología de la vida”.1
Tanto por lo que se refiere a este capítulo como respecto a la
historia efectiva del pensamiento de Morente, resulta esencial el
volumen de Ensayos que ha publicado la Revista de Occidente
en 1945. En este libro se encuentra lo más acertado y vivo del
pensamiento de su autor hasta 1937, incluso la mencionada
lección sobre "Ontología de la vida”, en su fiel, expresiva y
significativa integridad. A su luz es como mejor se entiende
el intento de sistematización de su filosofía que llevó a cabo
en el curso de Tucumán, y se asiste a la constitución en su
mente de una clara certidumbre filosófica.
E importa darse cuenta de que Morente había llegado, por la
vía filosófica que antes señalaba, al planteamiento de las cues¬
tiones acerca de la muerte, la inmortalidad y Dios. Las exigen¬
cias internas de su filosofía lo movían ya a enfrentarse con los

1 Véase mi artículo "Dios y el César. Unas palabras sobre Morente”, en


Ensayos de Convivencia, Buenos Aires, 1954.
3°4 LA ESCUELA DE MADRID

problemas últimos, sobre todo con el gran tema de Dios. Y


por esto la incorporación activa de Morente al catolicismo no
significó en su trayectoria filosófica una ruptura, sino una pleni¬
tud, en la cual, ciertamente, habían de quedar completadas
algunas deficiencias de su pensamiento anterior, incluso supera¬
das algunas desviaciones de detalle, pero sin afectar a las líneas
capitales de sus convicciones filosóficas. Lo cual es de extremado
interés, tanto para una interpretación recta de la filosofía actual
como para una valoración intelectual de la última fase de
Morente.
Esta fase ha sido, por desgracia, demasiado breve. La muerte
lo ha sorprendido antes de que la filosofía hubiera recibido de él
la grande y nueva aportación que podía esperar. Y conviene
tener esto muy presente, porque los trabajos publicados por
Morente en sus últimos años —por lo general breves escritos
circunstanciales y necesariamente inmaturos—, a pesar de su
indiscutible valor, no pueden ser la medida de lo que hubiese
sido, tras unos años de maduración y esfuerzo, el rendimiento
intelectual de su mente ya católica, pertrechada con los extra¬
ordinarios recursos de que disponía.
La lección que ha sido la vida ejemplar de Morente ha
quedado interrumpida en su momento capital. Sólo nos ha dejado
la avidez de conocer sus últimos hallazgos. Pero en filosofía no
es válido el gesto de lamentación y nostalgia. Ante el hueco de la
obra inconclusa de Morente, la única actitud verdaderamente
filosófica y a la vez digna de su magisterio es el intento *de
llenarlo. Por esto, el legado filosófico que nos ha dejado Morente
es, aparte de su obra misma y su enorme labor de formación, y
aun antes que esto, una tarea propuesta. Y éste es el único
modo hasta ahora conocido de pervivencia filosófica.

Madrid, 1945.
Xavier Zubiri
*


ZUBIRI O LA PRESENCIA
DE LA FILOSOFIA

I Í ace quince años, en octubre de 1931, conocí a Zubiri en


una vieja aula de la Universidad madrileña. Desde aquella plata¬
forma con verja de hierro, Zubiri se dirigía a un hemiciclo de
alumnos de Introducción a la Filosofía, recién llegados a la Fa¬
cultad. También él inauguraba su función, o al menos una
etapa de ella: después de su permanencia en Alemania, reanuda¬
ba su magisterio universitario, iniciado en 1926.
Zubiri hablaba, con voz baja y rápida, de monotonía que no
lograba ocultar un acento de sofocada pasión, de la filosofía
de los griegos. Los nombres de los presocráticos, casi descono¬
cidos para los oyentes, eran lanzados sin preparación previa, sin
precauciones, acompañados de precisiones rigurosas. Cuando el
alumno intentaba apoderarse de un párrafo denso, todo novedad,
erizado de dificultades, y anotarlo en su cuaderno de apuntes,
Zubiri había dicho ya otras cosas más, otras cosas muy graves,
irreemplazables, piezas necesarias para la comprensión, y aquel
primer párrafo era ya inservible. Nada menos "escolar”. Al
alumno solía acometerle cierto pavor, un desfallecimiento que
hacía detener la pluma sobre el papel. Unos la dejaban ya quieta
para siempre; algunos la hacían correr vertiginosamente por las
páginas cubiertas de abreviaturas y de algunos signos de desespe¬
ración: entre estos últimos se encuentran los que hemos sido
los discípulos de Zubiri.
Cuando yo entré en su cátedra, Zubiri había dado ya una
clase. Me senté al lado de una floreciente muchacha que había
oído la lección anterior, y le pregunté en voz baja: "¿Qué tal?”
Me contestó con animosa seguridad: "Estupendo: no se entiende
una palabra.” Los dos términos de su respuesta tenían para ella
308 LA ESCUELA DE MADRID

igual evidencia, y traducían con inmejorable concisión la "senten¬


cia común” de sus alumnos. Al acabar la clase, confronté mi
impresión con la de mi compañera: yo también estaba de acuerdo
con la primera parte; pero había entendido algunas palabras
—no muchas— y confiaba en entenderlas todas: a los diecisiete
año no se arredra uno por nada.
¿En qué se fundaba esta impresión de los oyentes de Zubiri,
que estoy tratando de provocar en el lector? El que no entendía,
adivinaba la naturaleza "inteligible” de sus palabras; es decir,
advertía que su falta de comprensión procedía de una carencia
de los supuestos necesarios y de la dificultad intrínseca de lo
dicho; y además se daba cuenta de que a-llí latía la presencia
casi tangible de algo rigurosamente nuevo, desconocido y tre¬
mendo, que irrumpía en su mente deslumbrada, algo que, por lo
visto, era la filosofía.
Zubiri —justamente por moverse de lleno en ese ámbito
—sumergía al alumno, desde luego y sin advertencias, en el
"elemento de lo filosófico”. Nada que recordase las artes tradi¬
cionales de la pedagogía: ni preparación, ni insinuaciones, ni el
menor intento de poner las cosas fáciles. El oyente se encontraba
inmerso, sin previo aviso, en el problematismo filosófico, y no
tenía más remedio que hacer un esfuerzo desesperado para nadar
o resignarse a perecer. Aquel curso, Zubiri comentaba con nos¬
otros las tesis de la Monadología de Leibniz, sin omitir dificul¬
tades. Cuando le pedí un día que me aconsejara una lectura
filosófica, me remitió, simplemente, al libro iv de la Metafísica
de Aristóteles; tuvo que contentarse, es cierto, con que me
extenuara sobre la versión italiana de Carlini -—L’ente, poi, si
dice in mol ti modi, ma sempre rispetto ad una stessa determi-
nazione. . .—; desde el curso siguiente había de ser inexorable
con el griego.
Solía yo decirle a Zubiri que profesaba la introducción a la
filosofía mediante la técnica del baño de inmersión; ya entonces
adivinaba que acaso no hubiese otra. Se ha dicho, con aparente
razón, que los cursos universitarios de Zubiri eran totalmente
inútiles para la mayoría de sus alumnos: y si se trata de la pro¬
visión de ideas o informaciones filosóficas que de ellos sacaban,
el balance no es, ciertamente, muy brillante. Pero yo disto mucho
XAVIER ZUBIRI
309

de creer que sólo importe eso; Zubiri ejercía, en primer lugar,


una urgente misión ahuyentad ora\ los que no sentían ninguna
vocación filosófica ni eran capaces del esfuerzo o gymnasía que
Zubiri, sobre la autoridad de Platón, reclamaba, se apresuraban
a orientar su camino hacia otras disciplinas, lo cual no es escasa
ganancia; pero además, los que se alejaban de la filosofía sin
saber nada de ella no podían ya confundirla con ninguna otra
cosa, por ejemplo, con los sucedáneos que hoy con tanta fre¬
cuencia se nos sirven: habían estado en presencia de la filosofía
y sabían a qué atenerse respecto a ella: por eso no la cultivaban y
por eso sentían por ella un profundo respeto. Pero, sobre todo,
Zubiri introducía, casi violentamente, en la filosofía a los que
sentían la llamada de ésta.
El primer trimestre recordaba el comienzo del poema de Par-
ménides: todo eran chirridos, velos y puertas cerradas. Después
empezaba a verse algo; la primavera traía esperanzas de volver
a la luz: al acabar el curso, se estaba seguro de salir a riveder le
stelle. Al término de aquellos ocho meses, yo no sabía apenas
nada; casi sólo una cosa: que ya no podría abandonar nunca la
filosofía. Cuando se lo dije a Zubiri y le pedí orientación
concreta para mi trabajo, me encontré con la más sincera y eficaz
atención, un inquisitivo examen de mis múltiples ignorancias
y un programa de trabajo para aquel verano que aún recuerdo
con divertido espanto... y que no me atreví a no cumplir.
Para el siguiente curso me señaló dos prescripciones absolutas:
Ortega y el griego. Y desde entonces tuve, simplemente, su
amistad, en el sentido que para él tiene esta palabra y que le hace
repetir con Aristóteles: "es lo más necesario de la vida”.
Me he detenido en estos recuerdos personales porque creo que
pueden ayudar a comprender la figura intelectual de Zubiri.
Durante años, ha sido una realidad filosófica de primer orden,
en la vida cotidiana de la Facultad de Filosofía, para unos pocos;
para la gran mayoría de los españoles, Zubiri ha sido no más
que una x; si se quiere, una x y una z, las de sus iniciales, que
encubrían una incógnita de valor desconocido. Desconocido, pero
que se suponía grande: tan firme seguridad emanaba de la esti¬
mación de los que lo conocían. Al cabo de algún tiempo, los
discípulos de Zubiri hacíamos un descubrimiento sorprendente:
310 LA ESCUELA DE MADRID

el de su claridad. Cuando se habían leído las páginas necesarias


de filosofía, cuando se había adquirido cierto hábito intelectual
y se había conseguido la habilidad de escribir veinte páginas de
apuntes durante los cuarenta minutos de sus clases, se advertía
hasta qué punto era claro aquel difícil y hondo pensamiento,
de concisión casi irritante, reforzado por una celeridad verbal
inaudita. Esto resultó evidente cuando Zubiri comenzó a escribir.
Sus primeros ensayos en Cruz y Raya y en la Revista de Occi¬
dente resultaban extrañas maravillas. No eran tal vez mejores
que su curso habitual de Historia de la Filosofía; pero ¡se
podían releer! ¡Qué delicia la de la letra impresa, firme y fija,
que esperaba, complaciente, a la mirada, dos, tres, cuatro veces,
sin desvanecerse, como la voz rápida y entrecortada, que no
dejaba reposar! Entonces se advertía la posibilidad de entenderlo
todo: bastaba con leerlo despacio y volverlo a leer.
Pero Zubiri apenas escribía, a pesar de tantas instancias amis¬
tosas. Aunque cada uno de sus cursos hubiese compuesto un
espléndido libro, sólo daba, muy de tarde en tarde, un breve
ensayo, sobrecargado de contenido filosófico, que negaba la
obra exigida por el tema. De ahí surgió el estilo intelectual
de Zubiri, que se podría llamar filosofía implícita. Sus páginas
están llenas de alusiones; casi nada está dicho con amplitud,
nada desarrollado con holgura; todo se apunta y se insinúa con
brevedad extrema, que recuerda a Aristóteles. Como el oráculo,
según la frase de Heráclito, "ni dice ni oculta nada, sino indica
por signos”. Este carácter de su producción escrita, unido a la
índole fragmentaria de los ensayos y a su escasa difusión ha hecho
que durante muchos años la obra filosófica de Zubiri no haya
adquirido figura social propia y suficiente en la mente de los
españoles.
Todo esto muestra el interés de la aparición, en estos últimos
meses, de un gran volumen de cerca de seiscientas páginas, que
lleva por título Naturaleza, Historia, Dios. No sin esfuerzo se
acepta la verdad del nombre de su autor, Xavier Zubiri, sobre
esta considerable mole de papel impreso. Y al hojearlo se
advierten dos cosas, en cierto sentido de signo opuesto y que
sorprenden por igual. La primera de ellas es que Zubiri había
escrito y publicado una obra de bastante volumen y de extremada
XAVIER ZUBIRI 3X1

importancia; en efecto, salvo tres trabajos —"Nuestra situación


intelectual”, "La idea de filosofía en Aristóteles” y "El ser sobre¬
natural: Dios y la deificación en la teología paulina”— que
ocupan poco más de la cuarta parte del libro, todos los demás
estudios habían sido publicados anteriormente; aun si desconta¬
mos esto, pocos autores cuentan con una producción de sustancia
comparable; y resulta extraño —revelador de la atonía y la
falta de generosidad de nuestro ambiente intelectual— que
Zubiri no tuviese aún constancia efectiva entre nosotros. En
segundo lugar, y pese a esa parcial publicidad anterior, se trata
rigurosamente de un libro nuevo. Y ante todo, porque ahora
—y sólo ahora— se trata de un libro.
Es menester no olvidar el alcance de los géneros literarios.
Lo que se piensa no puede verterse con indiferencia en varias
formas. Un libro no es simplemente un conjunto de pliegos
cosidos, ni una mera suma de proposiciones científicas, sino
antes que eso una estructura total, una unidad compleja, some¬
tida a leyes internas. El ensayo, por su parte, es otra cosa. Pues
bien, Naturaleza, Historia, Dios no es una mera colección de
ensayos: es un libro a posteriori. Los ensayos de que se compone
no tienen, en rigor, la misma significación en este volumen que
la que tuvieron en las páginas de la Revista de Occidente, Cruz
y Raya o Escorial. No olvidemos —Ortega es quien mejor lo ha
visto— que todo decir es circunstancial-, lo que se dice resulta
de lo "dicho” (que sólo es una porción abstracta) y la circuns¬
tancia total o contexto en que se dice. Por esto, el alcance de este
libro de Zubiri supera con mucho el de los elementos aislados
que lo componen. Cada uno de ellos está sustentado y apoyado
por todos los demás: cada afirmación muestra su verdad fundada
en las razones que son las afirmaciones restantes. A esta estruc¬
tura, esencial a la filosofía plena y lograda, se llama temática¬
mente, desde Hegel, sistema.
Gracias, además, al apoyo recíproco de unos textos en otros,
este libro remedia un tanto su implicitud originaria, sin mengua
de su densidad y concisión. Las alusiones se entretejen y escla¬
recen a lo largo de todo el volumen. Por esto yo aconsejaría
a sus lectores acometer con ánimo bravo su lectura integral y
ordenada, mejor que espigar aca y alia fragmentos sueltos, la
312 LA ESCUELA DE MADRID

comprensión es mucho mayor en la visión de conjunto, y a costa


de un esfuerzo muy inferior. Cada página esclarece a la anterior;
todas las ya leídas van proyectando su luz, como una lámpara
de intensidad creciente, sobre la que en cada instante nos ocupa;
y así se van acumulando evidencias, cada vez mejor trabadas,
que se potencian y se funden en una visión total del problema
filosófico mismo.
Porque de esto se trata. En el libro de Zubiri, como antes en
sus cursos, transparece la presencia inmediata de la filosofía
en su nuda realidad. A pesar de la aparente dispersión de los
temas tratados, a todas las páginas aflora el mismo problema,
lo cual confiere más apretada unidad al volumen entero. Y es
fácil que el lector tenga la impresión de que se plantean cues¬
tiones "históricas”, problemas de historia de la filosofía; porque,
en efecto, Zubiri echa mano constantemente de los clásicos, y
es en ellos donde asiste al planteamiento de los problemas. Pero
hay que tener presente que la historia de la filosofía es filosofía
sin más, que a ésta le pertenece esencial e intrínsecamente su
propia historia y —lo que es lo mismo— que los llamados
clásicos —es decir, los filósofos— son el "lugar” donde ha acon¬
tecido esa extraña realidad humana que se llama filosofía. Fuera
de ellos, ésta no tiene otra existencia que la convencional y
académica de los "programas” y los "tratados”, cuando no de las
"cátedras” e "institutos”: es decir, ninguna existencia filosófica.
Este libro de Zubiri, lleno de densidad metafísica y de pasión
intelectual, es un libro universitario. Para mí, esto es en él una
calidad más. Algunos de los estudios que lo componen son
directamente parcelas de sus cursos: así "Nuestra situación
intelectual”, que es la última lección universitaria de su autor,
pronunciada en Barcelona, o "Hegel y el problema metafísico”,
conferencia madrileña de 1931. Otros, si no en su forma actual,
fueron preparados y anticipados en su cátedra. Y en el libro
entero muestra el mismo tono de su expresión oral, el mismo
ritmo veloz, la misma sobriedad, que a veces logra una emoción
callada.
Y, sin embargo, no debe esperarse que este libro provoque
demasiada conmoción: no es ése su destino. Su vida transcurrirá
más bien en silencio, realizando su callada operación en los
XAVIER ZUBIRI
313

ocultos estratos donde ha germinado y será entendido, allí donde


vive —porque de vida se trata— esa extraña realidad que se
llama filosofía. Y eso que la aparición en un país —y aun en el
mundo— de un filósofo no es un hecho trivial; no insisto ahora
en su posible magnitud; por lo menos, es un hecho insólito: los
filósofos han sido y son siempre bien pocos; hoy podrían con¬
tarse con los dedos de una sola mano: rari nantes in gurgite
vasto. Asistir, pues, a este orto tiene, al menos para algunos,
una emoción profunda.
Hace treinta años, cuando España llevaba tres siglos de ausen¬
cia filosófica, irrumpió en su área intelectual Ortega, que había
de crear, desde su propia filosofía y gracias a ella, un ámbito en
que ésta pudiera vivir. Dentro de ese ámbito ha vuelto a produ¬
cirse, por segunda vez en tan corto plazo, la manifestación de la
más rigurosa actividad filosófica dentro de nuestras fronteras.
Séame lícito poner en este doble suceso la parte mejor de mis
inquietas esperanzas españolas.
Claro que, en rigor, no se trata de que haya surgido ahora,
como inesperada novedad, la labor filosófica de Zubiri; se trata
sólo de su publicación; pero hay que tomar esta palabra en todo
su alcance preciso; esa labor no era sino de modo exiguo pública-,
por eso he tenido siempre la cautela —o el decoro intelectual-
de apelar a mi maestro Zubiri con reservas explícitas, subrayando
mis buenas razones para hacerlo y dispensando a la vez al lector
medio de la obligación de moverse sobre los mismos supuestos
y partir de mi punto de vista personal. Hoy la cosa varía: un
denso precipitado de la labor filosófica de Zubiri tiene figura
y existencia pública, y será posible referirse a ella como a algo
manifiesto y dado; más aún: no sólo será posible, sino exigido,
siempre que no se quiera tomar en vano, entre nosotros, el
nombre de la filosofía.
Y ahora podemos preguntarnos: ¿qué estructura interna tiene
esta obra de Zubiri? Decía antes que es un libro a posteriori;
podríamos decir también que es ocasional, es decir, un libro
escrito de 1931 a 1944, con ocasiones múltiples y dispersas; con
ocasión de los problemas reales y efectivos —no ficticios y pro¬
gramáticos— que se plantean con fuerza incoercible a la mente
filosófica de nuestro tiempo. La situación en que los problemas
LA ESCUELA DE MADRID
3M

emergen y la indagación rigurosamente filosófica en torno a


ellos son las que confieren su apretada unidad a este libro
complejo, donde en cada página transparece una pertinaz iden¬
tidad de tema y actitud. Y a esta unidad se llama sistema.
No se entienda esta frase como una afirmación de que en el
libro de Zubiri se expone o al menos su autor posee lo que se
suele denominar "un sistema”. Tal afirmación sería prematura
y aventurada. Me refiero a algo más sencillo y a la vez más
profundo e importante. La verdad filosófica es siempre siste¬
mática, por la razón decisiva de que la vida humana lo es. Por
eso, dondequiera que haya verdad filosófica, hay sistema, fun¬
dado en la estructura misma de la realidad. Por esto decía que la
situación viva y real -—no ficticia ni anacrónica— de donde
brotan los problemas, y el carácter filosófico —no meramente
expositivo, suasorio o ad usum Delphini— de su tratamiento
son los que confieren radical unidad a este libro.
La obra de Zubiri, por estas razones, resulta de extremada
densidad: es difícil encontrar en ella una frase ociosa o siquiera
menos necesaria. Esto da a su lectura un interés insuperable; la
mente avanza de frase en frase, con tensión creciente, y cada
paso es un peldaño que se ha subido y una adquisición intelectual
ya lograda. Y a lo largo de sus casi seiscientas páginas va mos¬
trando este libro, tan exento de "erudición”, un saber inmenso
y riguroso, que va de la ciencia físico-matemática a la filología
indoeuropea y semítica, y que sirve de instrumento o de tema
a la meditación filosófica. Es éste un carácter muy peculiar del
pensamiento de Zubiri: la presencia inmediata del saber positivo,
de las ciencias: y la razón de ello es que Zubiri toma nuestra
situación como definida esencialmente por la ciencia; y al enfren¬
tarse con el problema de la realidad, tiene que contar con los
diversos modos en que ésta se hace presente en las distintas
disciplinas, para mostrar la necesidad de la filosofía en su pecu¬
liaridad: idea ya muy vieja en Zubiri, que lo acompaña desde
la adolescencia y alcanza hoy singular madurez y precisión.
Pero, sobre todo, lo que se hace patente en este libro, en un
grado accesible a contadas obras, es la presencia integral de la
totalidad de la filosofía. Desde los presocráticos —sus dilectos
presocráticos, a los que siempre vuelve— hasta Ortega y Heideg-
XAVIER ZUBIRI
315

ger, sus maestros personales, cuantos efectivamente han filoso¬


fado en la historia aparecen como supuestos necesarios del pensa¬
miento de Zubiri: sin ellos no sería posible, y esto hace que
alcance una radicalidad que sólo es dada a la filosofía cuando
ésta es dócil a su propia realidad y plantea sus problemas desde
su nivel auténtico, determinado por la integridad del pasado
filosófico. De este modo, ya se trate de investigar nuestra situa¬
ción intelectual, la significación filosófica de Sócrates, Aristóteles
o Hegel, o los problemas metafísicos que suscita la nueva física,
el planteamiento de estas cuestiones se hace desde un estrato mucho
más profundo que lo harían esperar las breves dimensiones de
estos trabajos —cada uno es un libro concentrado, rezumante
de sustancia filosófica—, y a la vez desde el centro mismo de la
situación de nuestra mente, en esta precisa circunstancia histórica,
por tanto, de un modo rigurosamente original y originario, y,
en suma, insustituible.
Donde esto resulta más especialmente manifiesto, y a la vez
con mayor novedad, es en el último maravilloso estudio del
volumen, una investigación teológica sobre "El ser sobrenatural:
Dios y la deificación en la teología paulina”. No puedo aquí
rozar siquiera el contenido de este trabajo, tan denso que sería
imposible resumirlo, porque es él ya el más extremado resumen.
Baste señalar que la interpretación del ser divino, de sus proce¬
siones y relaciones, hecha al hilo de la teología griega, muestra
una vía a la indagación teológica, y al mismo tiempo a la meta¬
física, cuya fecundidad me atrevo a esperar; y ante todo, del
propio Zubiri, pues este trabajo sólo debería ser un primer
paso suyo por el camino que acaba de iniciar. La comprensión
intelectual y religiosa de las verdades del cristianismo se va
elevando de modo sobrecogedor a lo largo de las páginas de este
estudio, que no puede leerse sin una violenta conmoción. Por
una parte, el horizonte intelectual del cristianismo se amplía
de manera desusada al insertar en él la espléndida teología de los
griegos, tan marginal en la vida religiosa y teológica de Occi¬
dente, que sólo ha irrumpido con su radical eficacia en contados
momentos de la historia. Por otra parte, su comprensión plena
y su fertilidad intelectual sólo resultan posibles a la luz de los
extraordinarios hallazgos de la filosofía moderna, incluida la de
3i 6 LA ESCUELA DE MADRID

estos últimos decenios, subyacente en la densa y diáfana —crista¬


lina— exposición de Zubiri. Todos los que han sido maestros
suyos, desde el viejo Parménides hasta Ortega y Heidegger,
están, cada página, haciendo posible la comprensión de las
palabras de San Pablo o de su exégesis en un teólogo griego.
Desde el punto de vista concreto del pensamiento cristiano,
tiene excepcional interés este enriquecimiento, a la hora en que
se insinúa —múltiples signos lo anuncian— alguna infortunada
tendencia a restringir de tal modo el área del cristianismo, que
se elimina de él, no ya a los pensadores de la Reforma, no ya
a filosófos intelectual y personalmente ortodoxos, sino a las
figuras más valiosas y representativas del catolicismo de cuatro
centurias, aquellas que han hecho posible que con algún fun¬
damento se siga hablando de "filosofía cristiana’’, y a las que se
ve en ocasiones —no sin estupor— excluidas del cristianismo,
sin que pueda adivinarse en virtud de qué autoridad o qué razón.
Conviene recordar esto al hablar de Zubiri, en quien tengo
puesta la mayor esperanza de que algún día exista en nuestro
mundo algo que merezca con pleno rigor el nombre ilustre
y problemático de filosofía cristiana.

Madrid, 1945.
LA SITUACIÓN INTELECTUAL
DE XAVIER ZUBIRI

Como estamos en tiempos de paradojas, no debe sorprender¬


nos que Alcalá, revista universitaria madrileña, nos invite a
conmemorar el haberse cumplido veinticinco años desde que
Xavier Zubiri fué nombrado catedrático de la Universidad de
Madrid, justo a los diez años de haber dejado éste su docencia
universitaria. Y tal vez se le pudiera encontrar algún buen sentido
a esta —al menos aparente— paradoja. Porque acaso las razones
de los dos hechos tan dispares se hallen en el mismo punto: la
figura de Zubiri, su idea de lo que es la Universidad y la filo¬
sofía; en suma su situación intelectual. Creo que si hay un hom¬
bre con vocación universitaria en España, ése es Xavier Zubiri.
Alguien diría que excesiva; quiero decir, absorbente, primaria,
quizá con menoscabo de otros aspectos de su personalidad que
pudieran haber tenido más cumplido desarrollo si su dedicación
a la docencia hubiese sido menor. En la Universidad, Zubiri
estaba como el pez en el agua —naturalmente, sus frecuentes
coletazos no eran argumento en contra—. Ahora bien, que un
pez se salga del agua y se instale —ya por diez años— en la
orilla, es cosa que da mucho que pensar: sobre la extraña condi¬
ción del pez —vitalidad, tenacidad, ausencia de inercia y grega¬
rismo, ascetismo— y sobre el estado de las aguas. Y pienso
que la más elemental lealtad intelectual, es decir, la fidelidad
a las cosas, obliga a hacer constar en la primera línea de este
escrito esa situación paradójica.
Zubiri nació en 1898. Pertenece, pues, si la primera genera¬
ción del siglo xx es la que suele recibir el nombre de esa fecha,
a la tercera de nuestro siglo. Quince años justos más joven que
Ortega, aparece agrupado con nombres españoles como Gerardo
318 LA ESCUELA DE MADRIÜ

Diego, Bergamín, Montesinos, Dámaso Alonso, Camón, Lafuen-


te, Valbuena, Giménez Caballero, Lorca, Alberti, Aleixandre,
Gaos, Jiménez Díaz, García Gómez, Lapesa, Laín... Entre sus
coetáneos extranjeros, Sartre y Merleau-Ponty, para citar algún
nombre filosófico.
Esto quiere decir que Zubiri nació a la vida intelectual en el
tercer decenio del siglo. Bien provisto de cultura científica y
teológica —sobre esto volveré en seguida—, doctor en Filosofía
en 1921, catedrático de Historia de la Filosofía de Madrid en
1926, discípulo de Heidegger en Friburgo en 1929 a 1931,
cuando yo lo conocí, justamente en esta fecha, Zubiri había
alcanzado una primera y juvenil madurez. Y hay que recordar
cuál era el nivel histórico de esa formación intelectual.
Desde luego, la teología, tan inseparable de la totalidad de la
mente de Zubiri. Y en un momento sumamente preciso: la liqui¬
dación del episodio modernista, con todo lo que ello llevaba
de reajuste de cuentas y, por consiguiente, de actualización de los
problemas y apelación a un mayor rigor conceptual. Y junto
a la teología, la filosofía escolástica en el buen momento de
Lovaina y —antes y después—■ en el magisterio de Zaragüeta,
cuya huella se revela, si se mira bien, profundamente grabada
en la personalidad de Zubiri. Añádase a esto la sorprendente,
apenas creíble suma de conocimientos lingüísticos, matemáticos,
físicos y biológicos, cuya fecha en la biografía de Zubiri es muy
antigua; quiero decir que, aunque la información suya en todos
estos campos se haya incrementado de modo muy especial en fos
últimos años, el torso de ella procede de su primera juventud.
Esto significa que el punto de partida de Zubiri, de donde
arranca su actividad personal, es una amplísima formación
científica —en todas las ciencias—- más una filosofía ya hecha
y constituida, repertorio de problemas y de soluciones coherentes;
esto es, una filosofía "recibida”, segura de sí misma, sin titubeos
y que, contra la opinión de Kant, se puede aprender. No se
olvide esto, porque es, a mi entender, decisivo.
Al llegar a este punto hay que agregar otra filosofía, definida
tal vez por atributos contrarios: la insegura, problemática, frag¬
mentaria filosofía de nuestro tiempo. Y ésta se presenta para
Zubiri, primariamente, a través del magisterio de Ortega en la
XAVIER ZUBIRI 319

Facultad de Madrid. Pero al hablar de un escritor, de un pensa¬


dor, propendemos a volcar sobre su nombre, sin más, su realidad
entera; y hay que recordar quién era Ortega hace algo más de
treinta años, en la fecha del discipulado de Zubiri. Un Ortega
todavía joven, con la información filosófica más reciente y
fecunda, que, para citar un solo ejemplo, hablaba de Husserl
cuando apenas nadie lo conocía, y era director, en la increíble
fecha de 1921, de una tesis fenomenológica: la del propio
Zubiri. Un Ortega que avanzaba hacia la plenitud de su pensa¬
miento filosófico personal; exactamente, el de El tema de nuestro
tiempo, primera formulación rigurosa de su metafísica. "Recibi¬
mos entonces de él —ha escrito Zubiri— lo que ya nadie podrá
recibir: la irradiación intelectual de un pensador en formación.”
Ortega significaba, como Zubiri ha recordado, un nivel infor¬
mativo, una sensibilización, un método, una convivencia intelec¬
tual, y en ella, una filiación filosófica. Y por ser todo ello,
significaba a la vez una liberación, incluso de él mismo —signo
de todos los grandes maestros, de él como del propio Zubiri—;
porque el maestro auténtico, en quien la acción intelectual se
ejerce al nivel efectivo de las cosas, por ese solo hecho deja
al discípulo entre las cosas mismas, en alta mar, y por tanto
más allá de él, del maestro.
Con todo esto quería recordar el camino por el cual Zubiri
ha llegado a la filosofía; y me parece esencial subrayar que,
entre los varios posibles, Zubiri accedió a la filosofía desde el
saber; no desde la ignorancia, sino desde la ciencia; a lo sumo,
desde la más docta de todas las ignorancias. Una frase dema¬
siado juvenil en la primera página de su tesis (Ensayo de una
teoría fenomenológica del juicio) nos ha hecho sonreír más de
una vez a Zubiri y a mí; y sin embargo, responde a lo más
profundo, creo yo, del pensamiento de Zubiri; quiero decir al
nivel al cual toma el problema, a la situación real de donde
brota su acción filosófica. El joven doctorando Zubiri opinaba
que la filosofía, tomada sin más, parece cosa bastante insípida;
y que en cambio, cuando se llega a ella porque las ciencias
todas nos fuerzan, porque una vez conocidas, nos llevan más
allá de sí mismas, entonces y sólo entonces adquiere sentido y
verdadera justificación. Los que han oído al Zubiri de estos
320 LA ESCUELA DE MADRID

últimos años, en sus cursos privados, plantear una y otra vez,


desde distintos puntos de vista, el problema de las ciencias y
la realidad, agotar las últimas precisiones sobre física atómica,
neurología o fisiología hebraica para llegar, penosamente y
como a regañadientes, a decir unos cuantos apresurados, decisivos
enunciados filosóficos, habrían podido reconocer el eco potente
de aquellas frases todavía escolares. Con más frecuencia de lo
que se piensa, un filósofo arranca de lo que ha de ser su meta;
y se puede rastrear luego, a posteriori, desde su madurez, el
primer balbuceo de lo que había de ser tal vez la obra de su vida.
Si no fuese porque las posibilidades sólo resultan inteligibles
desde la realidad, se podría hacer con cierta normalidad una
profecía metódica acerca de las trayectorias intelectuales de
nuestros prójimos, y acaso de nosotros mismos.
En definitiva, ésta es la situación real de la filosofía moderna.
Es evidente que ésta no parte de la ignorancia, sino del saber;
probablemente del demasiado saber. Nuestro mundo está deter¬
minado en buena medida por la ciencia, pero ésta, siendo
espléndida, no basta al hombre que la posee. Zubiri mismo ha
escrito admirables páginas sobre este tema. Pero tenemos que
volver sobre una frase que acabo de escribir con ligereza, lo
mismo que aquel personaje de Walt Disney que, después de
haberse cruzado con Pinocho, tropieza escandalizado en el comen¬
tario que acaba de lanzar: "Mira, un niño de madera.” Y tiene
que exclamar: "¿Un niño de madera?” El hombre que la posee
—he dicho; pero ésa es precisamente la cuestión: ¿quién poSee
la ciencia? Entre todos los hombres, sí; por lo menos, entre
todos los científicos; pero esto se aproxima mucho a decir que
no la posee nadie. De modo que, en resumidas cuentas, hablar de
la ciencia es hablar de la mar. Y aquí empieza la dificultad.
La operación intelectual que consiste en "suponer” conocidas
las ciencias y decretar su insuficiencia, por lo general fundán¬
dose en visiones fragmentarias y arcaicas de ellas, no es probable
que pudiese tentar a Zubiri. En vista de ello, ha hecho un
intento, que hay que calificar simplemente de prodigioso, a
reserva de entrar alguna vez en cuentas con él, para poseer
de algún modo esas ciencias. Pero ¿no es imposible? Efectiva¬
mente; y hay que apuntar en el haber de Zubiri ciertos hallazgos
Xavier 2ubirí
321

intelectuales para realizar esa imposibilidad; para —literalmen¬


te— "hacer un poder”.
Zubiri está, pues, instalado —en la medida de lo posible,
mucho más de lo que se juzgaría posible, probablemente más
que nadie en el mundo— en esa realidad que llamamos la
ciencia , desde la matemática a la neurología, desde la teología
hasta la lingüística. Hay que agregar que está "a la última”,
lo cual significa, no simplemente una perfección o un primor,
sino la actualidad. Está instalado en la ciencia de hoy, no de hace
diez, veinte o treinta años. ¿A costa de qué esfuerzo y, lo que
es más grave, de qué sacrificios y renuncias? Ésta es otra cuestión.
Lo que me importa poner de relieve es la efectividad con que
Zubiri realiza eso que ha pretendido; por tanto, la radicalidad,
la autenticidad de su forma personal de acceso a la filosofía.
Desde este nivel, el hablar de suficiencia o insuficiencia del
saber científico adquiere un significado distinto del usual. Zubiri
ha insistido en la perfecta suficiencia de las ciencias positivas
desde su propio punto de vista; ha visto con claridad que la
filosofía no les agrega nada, que ni un solo enunciado científico
queda invalidado, alterado o conquistado por la filosofía. La
presunta insuficiencia ha de tener, pues, otro sentido; y es el de
que no agota el conocimiento de la realidad, y por tanto es posi¬
ble y necesario otro modo intelectual de referirse a ella. Este
otro modo de conocimiento es, por lo visto, la filosofía. Cabría,
pues, atenerse a él y hacer filosofía sin más. Zubiri no lo consi¬
dera así; cree, en primer lugar, que el saber científico logra
efectivamente conocer la realidad, a su manera, pero de una
manera perfectamente real y que, por consiguiente, la ciencia
tiene mucho que decir a la filosofía, aunque todo lo que le dice
no sea todavía ni una palabra de filosofía —contra lo que suelen
opinar muchos científicos—. En segundo lugar, encuentra que
la ciencia es, ella, una realidad, y en esa medida la filosofía
tiene que habérselas con ella; es decir, no ya por lo que tiene
de saber, sino por lo que tiene de realidad. En tercero y último
lugar, esa ciencia es un constitutivo de nuestro mundo y, por
ende, determina nuestra situación; es, por tanto, parte intrínseca
de la realidad del hombre que filosofa; nuevamente, pues,
322 LA ESCUELA DE MADRID

reclama la ciencia sus títulos a ser atendida por la filosofía


invocando lo que tiene de real ella misma.
La consecuencia de todo esto —apuntada tal vez desde la
primera línea escrita por Zubiri y desde sus más antiguos
cursos— es la que aparece de un modo taxativo en su pensa¬
miento de los últimos años: su preferencia por lo que llama,
resucitando una vieja distinción aristotélica, filosofía segunda,
respecto a una filosofía primera. No es necesario decir que esto
plantea serios problemas de todo orden; empezando por el que
resulta más obvio, esa distinción misma; aun supuesta, las rela¬
ciones de una filosofía con la otra; y, más allá de esto, el sen¬
tido y los requisitos de la filosofía misma. Pero en este lugar
no me he propuesto hablar de la filosofía de Zubiri —todavía hoy
me parece prematuro y tal vez inducente a error entrar en dema¬
siadas precisiones sobre ella—, sino de su situación intelectual,
es decir, del "lugar” en que se ha originado y está teniendo, a
nuestros ojos, su espléndido desarrollo.
De otro lado, el pensamiento de Zubiri está condicionado
por otra vertiente esencial que lo sitúa y lo informa: su cristia¬
nismo. Quiero decir que su mente está configurada por el hecho
de ser cristiana, más concretamente católica. No se piense que
Zubiri sabe ya a qué atenerse respecto a los problemas intelec¬
tuales, que se mueve en un repertorio de ideas "usuales” entre
católicos. Se trata de cosa bien distinta, y que no afecta primaria¬
mente a las "ideas”, sino a su ser personal. Zubiri ha insistido,
con tanta verdad como ejemplar oportunidad, en que el cristia¬
nismo puede ser vivido desde muy diversas "mentalidades”: la
antigua, la hebrea, la medieval, la moderna occidental, la india
o cualquier otra imaginable. Los mismos contenidos religiosos
pueden ser ciertamente pensados desde esas distintas mentalida¬
des, y esto es exigido en una religión universal, que no puede
estar adscrita a ciertas formas sociales y mentales perfectamente
empíricas e históricas, con exclusión de las demás. El cristiano
indio, chino o negro no tiene por qué dejar de ser indio, chino
o negro para ser griego, romano, californiano o navarro, del
mismo modo que el cristianismo del siglo xii, del xvn o del
xx no han de renunciar a ser de su tiempo para trasladarse a
otro convencionalmente elegido, sea el i o sea el xm. Basta con
XAVIER ZUBIRI
323

que sean cristianos, sin dejar de ser lo que son, cada uno desde
su mentalidad y su íntegra situación personal e histórica. Pero
a la inversa, la condición de cristiano sitúa al hombre en una
perspectiva muy precisa, lo configura y conforma, y por tanto
le presenta la realidad de una manera concreta, de suerte que
toda acción intelectual efectiva está determinada por ese modo
de ser o situación radical. Para que esto sea así, es forzoso
justamente que no se confunda esta constitutiva determinación
con una epidérmica adhesión a un repertorio de ideas general¬
mente admitidas. Al contrario: es menester que el hombre se
deje afectar por su ser cristiano, y permanezca fiel al escorzo
que la realidad le presenta; por tanto, a su cristianismo y al
resto de su situación (social, histórica, intelectual, "mental”
en el sentido que Zubiri da a la palabra mentalidad).
Por todos estos requisitos, lo que se llama "filosofía cristiana”
rara vez ha pasado de ser un bello nombre o un pío deseo.
Hace unos años escribí que tengo puesta en Zubiri "la mayor
esperanza de que algún día exista en nuestro mundo algo que
merezca con pleno rigor el nombre ilustre y problemático de
filosofía cristiana”. Esa esperanza va, a buen paso, camino
de realizarse. Entre esas palabras mías y éstas, se interponen los
años de docencia privada de Zubiri, los años en que el antiguo
catedrático universitario ha venido a ser, al cabo de un cuarto
de siglo, "docente privado” fuera de la universidad. Creo que la
situación intelectual en que el pensamiento de Zubiri se halla
radicado explica aquella paradoja a que aludí al comienzo de
esta nota. Zubiri está incardinado en el sistema de la ciencia
actual y en su condición católica como modo de ser y, por tanto,
como manera de ver. Si de un lado esta situación lo lleva a esa
forma superior de comunidad intelectual que se ha llamado desde
la Edad Media la Universidad, de otro lado excluye en absoluto
todo arcaísmo y toda sustitución de la visión efectiva de lo real
por cualesquiera convenciones. Santo Tomás dice que el fin de la
filosofía es "que se dibuje en el alma el orden entero del
universo y de sus causas”. Para ello es menester que el alma
o la mente permanezcan fieles a la situación en que están colo¬
cadas y se dejen afectar realmente por la realidad. "El hecho
—ha escrito Zubiri— de que las ciencias adquieran un carácter
324 LA ESCUELA DE MADRID

extrahistórico y extramundano es índice inequívoco de que el


mundo se halla afectado de interna descomposición.” Al cabo
de los años, a través de las fluctuaciones del mundo y de la
inteligencia, la trayectoria intelectual de Zubiri aparece como
una tenaz, esforzada y —¿por qué no decirlo?, ¿por qué omitir
los adjetivos extremos cuando por raro azar son los exactos?—
genial y heroica perseverancia en la verdad.

Wellesley, Massachusetts, mayo de 1952.


La novela como método
de conocimiento
Es un hecho —por lo pronto, un hecho— que muchos filó¬
sofos de nuestro tiempo escriben novelas y obras de teatro. Y
no aparte de su filosofía, como una actividad independiente,
sino en estrecha conexión con ella; sin esa filosofía, esas novelas
y ese teatro serían completamente incomprensibles. Si se quiere
hablar, pues, de la filosofía actual, hay que hablar de literatura:
y a la inversa, si se quiere hablar en serio de las novelas, se
tropieza con la filosofía. Esta situación, ¿es enteramente nueva?
¿O tal vez lo único nuevo es la conciencia clara de ella? Quiero
decir, en otros tiempos, ¿se hubiera debido también hablar de ello,
aunque no se hiciese? Ésta es la urgente pregunta que tenemos
que hacernos.
Ciertas relaciones entre filosofía y literatura son conocidas de
antiguo. Había, por ejemplo, las llamadas "novelas de tesis”,
romans a these. El conflicto entre los personajes de ellas era
"ideológico”; en rigor, eran ciertas ideas las que tenían el con¬
flicto, y los entes de ficción les prestaban sólo una irreal encar¬
nadura. Hay también, por otra parte, la cuestión de los géneros
literarios de la filosofía. Desde el poema presocrático a Sein
und Zeit, pasando por el diálogo platónico, la disertación estoica,
la "confesión” agustiniana, la quaestio o la summa escolástica, la
autobiografía cartesiana, las tesis que para el Príncipe Eugenio es¬
cribió Leibniz, con el título de Monadología, el "ensayo” inglés o
las "Críticas” kantianas, la filosofía ha ido intentando, ensayando
diversos géneros literarios. Se ha dicho con frecuencia que las
ideas filosóficas se han "vertido” en esos géneros sucesivos.
Pero esta peligrosa metáfora supone la imagen de una vasija
y un líquido, ambos preexistentes al acto por el cual éste se
vierte en aquélla. Hay que preguntarse si esto expresa la relación
328 LA ESCUELA DE MADRID

efectiva entre la filosofía y su forma literaria. Esta relación


tiene máxima importancia, y creo que la filosofía sólo rara vez
ha encontrado la forma adecuada, es decir, que sólo rara vez ha
hallado su expresión auténtica. Más aún: tal vez la mayor difi¬
cultad con que hoy tropieza la filosofía es la de su expresión.
Hemos llegado a una altura de la experiencia histórica y de la
sensibilidad para las ideas que nos impide creer que cualquier
forma de expresión es buena. Y se advierte sin necesidad de
demasiada perspicacia que hay cierta dificultad en la producción
y publicación de la filosofía de estos últimos decenios. Esos
libros que sólo publican su primera mitad, como Sein und Zeit,
de Heidegger. Esos otros, demasiado breves, como los de Ortega,
que siempre anuncian una continuación u otros de estructura
distinta, que se hacen esperar. Esas obras, de expresión tenue
e indecisa, sin última forma, como los escritos de Gabriel Marcel,
cuidadosos de adaptarse fielmente a las sinuosidades de lo real,
pero penúltimos y vacilantes. Esos otros, por último, que se
dilatan en primeros tomos de más de mil desaforadas páginas,
como la Philosophische Logik, de Jaspers, todos estos fenómenos
acusan que lo más difícil hoy para un filósofo no es quizá tener
ideas, ni siquiera tener ideas claras, sino saber cómo tiene que
ser el libro que puede escribir. Cuando, hace unos pocos años,
me decidí a componer una Introducción a la Filosofía, me vi
obligado a hacer una profunda innovación justamente donde
a estas alturas parecería más difícil e improbable: en el género
literario. 1
Pero no se trata de estas relaciones. Ni siquiera únicamente
de otra especialmente importante, sobre la cual tendré que
volver en seguida desde otro punto de vista. Toda novela, en
efecto, está fundada en cierta idea de la vida humana. Una
idea de la que el autor no tiene conciencia clara, que con segu¬
ridad no ha sido inventada por el novelista, sino que ha sido
tomada del repertorio de las creencias e ideas dominantes de la
época. Esto es lo más importante en una novela, pero de ello
no dicen hasta ahora ni una palabra los libros de literatura.
Nuestra situación es bien distinta de la del siglo xix. Ya no
se trata, gracias a Dios, de novelas de tesis. El propósito de las
nuevas novelas no es una presentación o representación drama-
LA NOVELA COMO MÉTODO DE CONOCIMIENTO
329

tica de una doctrina previa, preexistente a la novela, sino una


forma peculiar de investigación. La novela funciona como méto¬
do de conocimiento, es decir, como esclarecimiento o iluminación
de lo que es la vida humana. Y esto exige, entiéndase bien, que la
novela sea auténtica novela y no otra cosa.
¿De qué se trata cuando hablamos del hombre? El hombre
es, por supuesto, una cosa entre las cosas, un viviente, un animal;
pero esto interesa sólo muy escasamente a la novela. El hombre
es además una conciencia, una psique. Éste fué el comienzo de la
novela con un propósito de conocimiento, a saber, la novela
psicológica de la segunda mitad del siglo xix, y muy especial¬
mente la novela naturalista.
Esta novela tuvo su teoría. En 1880, Émile Zola escribió
su libro Le román experimental, tal vez demasiado poco leído
hoy. Entiéndaseme bien: no tanto por lo que tiene de acierto
—nada desdeñable— como por lo que tiene de radical error;
es decir, no para seguirlo, sino para evitarlo, para no recaer en él.
Si algunos escritores de nuestros días conociesen mejor a Zola,
serían menos zolescos, no habrían incurrido —a destiempo, con
indisculpable anacronismo—■ en errores que en él son notorios.
A primera vista, Zola considera la novela como un medio de
investigación de la realidad humana: "Le romancier -—dice—
part á la recherche d’une vérité.” 1 "Le román naturaliste —agre¬
ga—, tel que nous le comprenons á cette heure, est une expérien-
ce véritable que le romancier fait sur l’homme, en s’aidant de
Eobservation.”2 Y, por último: "Le román est devenu une
enquéte générale sur la nature et sur l’homme.”3 Además,
Zola, como hará después Unamuno, extiende la consideración
de novelas a obras consideradas por lo general como cosa dis¬
tinta: "Pour moi, Pantagruel, les Es sais, les Lettres per sanes,
les Provinciales son des romans, je veux dire des études humai-
nes. 4
Nada más promisor. Pero Zola parte ya, claro es, de una
idea de lo que es la realidad humana; y como esta idea es radi-

1 Emile Zola, Le román experimental. Nouvelle édition, París, 1898, pág. 7.


2 Ib id., p. 9.
3 Ibid., p. 37.
4 Ibid., p. 300.
33o LA ESCUELA DE MADRID

cálmente falsa, ello vicia, no ya su teoría de la novela, sino sus


novelas mismas. Es sabido que Zola sigue paso a paso la lntro-
duction a l’étude de la medicine experiméntale, de Claude Ber-
nard, hasta el punto de copiar con frecuencia párrafos enteros
de este libro, sin más que sustituir "novela” donde Bernard
escribe "medicina”. El supuesto de Zola es el determinismo
general, que se extiende a la naturaleza física y a todo lo humano.
"Un méme déterminisme —escribe— doit régir la pierre des
chemins et le cerveau de l’homme.” 1 Y por determinismo en¬
tiende, más concretamente, mecanicismo. Ruedas, engranajes,
mecanismos, éstas son sus metáforas. La herencia y el medio,
sus factores de explicación. Así ocurre que el novelista, según
Zola, sabe ya desde el principio, desde antes de escribir la novela,
lo que ocurre; a renglón seguido de decir que el novelista parte
en busca de una verdad, lo explica con un ejemplo, tomado de
La cousine Bette, de Balzac. El hecho general observado por
Balzac es el estrago que produce el temperamento amoroso de un
hombre; y al hacer pasar por ciertas peripecias al barón Hulot,
lo que se propone es "montrer le fonctionnement du mécanisme
de sa passion”; es decir, en rigor no hay invención ni descubri¬
miento, porque el hombre está ya determinado. Por esta misma
razón, Zola considera que la imaginación tiene muy poco que
hacer en la novela naturalista, que es asunto de observación y
análisis. El novelista se informa, se documenta; el plan de la
obra le es dado por los documentos mismos, porque los hechos
se clasifican lógicamente; la historia se compone de las obser¬
vaciones recogidas, de las notas tomadas, cada una de las cuales
lleva la otra, y el desenlace no es más que una consecuencia
natural y forzada. Por esto, Zola propugna la desnudez y sim¬
plicidad de la intriga, puro pretexto secundario. "Le personnage
—concluye— y est devenu un produit de l’air et du sol, comme
la plante; c’est la conception scientifique.” 2 Zola pretende co¬
nocer mediante la novela la realidad humana; pero ocurre que
cree saber de antemano lo que es ésta, a saber, psico-fisiología;
y esta idea de lo que es el hombre gravita sobre su novela y la
condiciona, sin dejarla ser ella, quiero decir ser novela, y aportar

1 Ibid., p. 15.
2 Ibid., p. 229.
LA NOVELA COMO MÉTODO DE CONOCIMIENTO 33I

así el conocimiento de la vida humana que por sus propios


medios pudiese alcanzar.
En rigor, este tipo de novela existía desde la generación
anterior. Los hermanos Goncourt publican en 1864 Germinie
Lacerteux, historia lamentable de una criada, del más deprimente
y bajo erotismo. Ahora bien, esta novela no es ni más nj menos
que la historia de Rose, la criada que los Goncourt tuvieron
durante veinticinco años, y cuya vida secreta ni siquiera sospe¬
charon hasta después de su muerte. Algún tiempo después, a base
de lo que les han contado y de algunos documentos, ponen por
escrito la penosa historia. Y en el prólogo, fechado en octubre
de 1864, escriben: "Aujourd’hui que le Román s’élargit et
grandit, qu’il commence á étre la grande forme sérieuse, passio-
née, de l’étude littéraire et de l’enquéte sociale, qu’il devient,
par l’analyse et par la recherche psychologique, l’Histoire morale
contemporaine, aujourd’hui que le Román s’est imposé les études
el les devoirs de la Science, il peut en revendiquer les libertés
et les franchises.” 1 Pero no olvidemos que lo que los natura¬
listas reivindicaban era el derecho a tratar temas desagradables,
a detenerse en lo repulsivo, a decir que Germinie estaba cubierta
de poux, cuando el editor quería que escribiesen vermine. Y,
en efecto, la imaginación tiene tan poco que hacer en este tipo de
novela, que los hermanos Goncourt ni siquiera pudieron imagi¬
nar el personaje Rose, aun partiendo de la convivencia con ella
durante un cuarto de siglo. Toda su construcción se funda en
"datos” que reciben de fuera, y así componen su vida con ele¬
mentos fisiológicos y psicológicos inertes, de los que se puede
tener "noticia” y que se pueden registrar; en suma, observa¬
ciones, como dice Zola, extrayendo las consecuencias literarias
del positivismo.
Pero nuestro tiempo ha descubierto que la vida psíquica no
es la vida auténtica, inmediata, originaria, sino una teoría, una
interpretación de la realidad. Ya no se trata de psicología y vida
psíquica, sino de la vida humana misma. Desde 1938 he hablado
de la novela existencial o, mejor aún, personal. 2 Hay un estricto
1 E. et J. de Goncourt, Germinie Lacerteux, Préface, 1864. Véase también
el Journal, vol. II (1862-1865).
2 En mi anterior estudio "La obra de Unamuno: un problema de filosofía",
desarrollado después en mi libro Miguel de Unamuno (1943)■
LA ESCUELA DE MADRID
332

paralelismo entre esta historia de la novela y la de la filosofía:


del psicologismo a la analítica existencial del Dasein o a la teoría
metafísica de la vida humana.1
Se podrían distinguir tres etapas en este camino hacia una
nueva novela; si se prefiere, tres estratos en el descubrimiento de
esas nuevas posibilidades; no hay, por supuesto, rigurosa orde¬
nación cronológica; son más bien que tres épocas otros tantos
intentos, desde niveles distintos, de superar la forma anterior
de la novela —que se había movido, a no dudarlo, en el área
definida por Cervantes—- y llegar a otros puntos de vista.
i) La primera etapa está determinada por la necesidad, sim¬
plemente sentida, ni siquiera formalmente enunciada, de una
nueva forma de conocimiento, cuyos fundamentos no se encuen¬
tran en una filosofía actualmente poseída, ni siquiera buscada.
Como precursores de esta actitud hay que citar quizá a Dos-
toyevski; también a Proust; sin duda a Pirandello; sobre todo
a Hermann Hesse (Der Steppenwolf) y a Kafka. La novela
tradicional está determinada por ciertos conflictos que afectan
a sus personajes: uno de ellos no tiene dinero, otro ama sin
ser correspondido, un tercero desea vivamente ser ministro y no
lo consigue, al de más allá lo engaña su mujer; pero el supuesto
general en que la novela se basa es que la vida tiene sentido,
aparte de sus conflictos; es decir, que si se tiene algún dinero
y buena salud, y la mujer amada nos dice que sí y nuestros
libros tienen éxito, entonces no hay problema, y la vida es algo
obvio y comprensible: por eso, cuando se desatan los lazos que
la "trama” novelesca ha ido anudando, se llega al "desenlace”,
y con él acaba la novela. La innovación consiste en preguntarse
por el sentido de la vida, sean cualesquiera sus contenidos; es
decir, el nuevo supuesto es que, aunque no haya "conflicto”
alguno, resulta problemático que la vida tenga sentido, y en
caso afirmativo cuál sea éste, y que valga la pena vivirla. Pero
entiéndase bien: esa pregunta que la novela hace no puede ser
teórica o estrictamente intelectual, sino novelesca; quiero decir
que esa pregunta es el "tema” o última sustancia del argumento

1 Recuérdese que las Investigaciones lógicas de Husserl, iniciación de la


filosofía actual de inspiración fenomenológica, empiezan con una crítica del
psicologismo.
LA NOVELA COMO MÉTODO DE CONOCIMIENTO
333

de la novela. En Der Prozess, de Kafka, se trata en el fondo


sólo del hombre mismo, del sentido o sin sentido de su vida,
sin hablar de ello. Josef K., un empleado de banca, acusado
Y procesado ante un tribunal desconocido, sin saber cuál es su
delito, sin conocer a los jueces, sin tener conciencia de su culpa
o su inocencia; éste es el tema. Y al final, dos señores muy
corteses, con sombreros de copa, lo sacan de la ciudad, lo llevan
hacia los arrabales y, tras algunas ridiculas cortesías mutuas, le
clavan un cuchillo en el corazón, mientras un hombre descono¬
cido, desde lejos, asomado a una ventana, hace gestos equívocos,
difíciles de interpretar. "¡Como un perro! —dijo—era como
si la vergüenza hubiera de sobrevivido.” 1 Y con estas palabras
termina la novela, que es una pregunta desesperada.
2) La segunda etapa es la novela como método autónomo
de conocimiento, es decir, como sustitutivo de una filosofía a la
cual se ha renunciado, porque se cree que es incapaz de apre¬
hender la vida y la muerte del hombre. La razón —se dice—
hiela y mata todo lo que toca; interrumpe el movimiento de lo
viviente; paraliza en fríos conceptos rígidos la realidad fluyente,
temporal de la vida humana. En cambio, para Unamuno, la
imaginación "es la facultad más sustancial, la que mete la sus-
> tancia de nuestro espíritu en la sustancia del espíritu de las
cosas y de los prójimos.” 1 2 Si se quiere conocer la vida, hay
que buscar la iluminación de la novela o del drama.
3) Por último, la novela como complemento o instrumento
auxiliar de una filosofía, como método parafilosófico. Esta clase
de novela está vinculada en muchos casos a la filosofía existen-
cial —Sartre, Simone de Beauvoir, en cierto sentido también
Camus, de un modo análogo el teatro de Gabriel Marcel—,
pero no se piense en modo alguno que esa tendencia filosófica y
literaria ha agotado todas las posibilidades de la novela. En el
caso de Camus, su libro Le mythe de Sisyphe significa un intento
de explicación filosófica de sus novelas; pero hay que confesar
que es un intento frustrado e insuficiente; ni siquiera supone una
explicación adecuada de lo que en sus novelas —en muchos

1 "Wie ein Hund! sagte er, es war, ais sollte die Scham ihm überleben.”
2 Ensayos, V, p. 73.
LA ESCUELA DE MADRID
334

aspectos admirables— se consigue: sa théorie ne vaut pas sa


pratique.1
Unamuno es el auténtico inventor del género. Sus novelas
son las más antiguas de esta forma, las mejores y también en
cierto sentido las peores. Unamuno exagera siempre —para
Unamuno, la vida consistía en exageración—, y sus novelas
son defectuosas, con la doble excepción de la primera (Paz en
la guerra, 1897) y la última {San Manuel Bueno, mártir, 1931).
Unamuno escribía novelas porque creía que la razón es incapaz
de aprehender y entender la vida, y además porque afirmaba la
identidad del personaje de ficción con el hombre real. Esta
exageración tiene el sentido positivo de que la realidad del
hombre es la realidad temporal del sueño, del relato. La vida
es sueño, estamos hechos de la estofa de nuestros sueños, repetía
con Calderón y Shakespeare. Con estas palabras no quería negar
en modo alguno la realidad efectiva del hombre, sino contra¬
ponerlo como acontecer, como temporalidad, al ser rígido de
las cosas.
La novela de Unamuno toca la auténtica realidad nuda del
hombre. Llega al drama humano y lo narra, lo deja ser lo que
propiamente es. La misión de la novela existencial o, todavía
mejor, personal, consiste en descubrir la historia interna de la
persona, en la luz; en una palabra, mostrar la vida humana
en su verdad.
No se trata de mostrar una estructura estática, una figura
o forma psíquica, ni siquiera las etapas de su evolución, sino
de contemplar desde dentro la constitución de la personalidad, su
hacerse temporal. Se puede, pues, revivir la vida humana, sin
cosificarla, sin verla como algo ya hecho y concluso. La novela
acontece en el tiempo, dura y además aprehende un tiempo vivo,
un ritmo que no es el del reloj que está marchando en este

1 Con frecuencia, sin embargo, Carnus explica en sus novelas lo que


debería narrar-, quiero decir, a veces dice lo que tendría que mostrarse, tal
vez aun sin nombrarlo, y ciertos capítulos de sus novelas se convierten en
ensayos; así, cuando expone los efectos de la epidemia en La peste —hasta
ahora su mejor libro para mi gusto—. Lo que Camus ha escrito sobre la
novela en su recentísimo libro L’homme révolté, publicado en los últimos
meses de 1951, no está al nivel del tiempo; compáreselo con la cronología
de la novela y su teoría en España.
LA NOVELA COMO METODO DE CONOCIMIENTO
335

momento. Ambas, novela y vida, consisten esencialmente en


auténtica temporalidad.
La novela es, pues, un instrumento que hace posible el acceso
a la realidad humana. Y éste es el sentido originario de la palabra
método. Esta novela da una primera intuición viva de la vida
humana, y por ello puede ser el punto de partida de una
consideración metafísica.
Sólo el punto de partida. Porque es un gran error considerar
la novela como un medio de conocimiento independiente. Para
hablar de algo, hay que usar conceptos; y la novela no tiene un
sistema de conceptuación propio; sus conceptos son siempre prés¬
tamos del uso común o de cualquier filosofía. La novela depende
de una concepción teórica de la vida, a saber, de una teoría
analítica y un conocimiento suficiente de la estructura empírica
de la vida humana.1 Esta vida es multilateral, inagotable, opaca
y siempre misterio. Acontece en forma puntual o puntiforme y
sólo es accesible fragmentariamente, en trozos sucesivos. La
distensión temporal de la vida excluye la aprehensión de su
totalidad, que sólo pertenece a Dios. Pero en un instante hay
ciertos entrelazamientos sistemáticos de las diversas dimensiones
de la persona, porque la vida es sistemática. En el momento o
instante no se conoce a la persona entera, pero sí a la persona
misma. Se puede saber mucho de un hombre, sin conocerlo;
se puede, por el contrario, conocer a un hombre del que nada se
sabe. Hay que renunciar a la totalidad o integridad, pero en
modo alguno está excluida la mismidad. La novela hace posible
un conocimiento peculiar de la situación, desde la cual es com¬
prendida la persona. Y en la novela personal se trata del hombre
mismo: por esto, en estas formas literarias o dramáticas, el lector
o el espectador se sienten siempre personalmente afectados y
aludidos: de te fabula narratur.
Al llegar aquí tenemos que preguntarnos por las posibilidades
de esta representación y comprensión ficticia de la vida humana.

1 Cf. el cap. V. de mi Introducción a la Filosofía. Sobre lo que llamo


estructura empírica de la vida humana, véase El método histórico de las
generaciones (1949, p. 155-156). Más precisiones sobre este tema en mi
comunicación al Congreso Internacional de Filosofía de Lima (1951) y en
mi conferencia "La Psiquiatría vista desde la Filosofía” (1952) Y, sobre
todo, en "La vida humana y su estructura empírica” (en Ensayos de Teoría).
33 ó LA ESCULLA DE MADRID

Novela, teatro, cine, ¿son lo mismo? Sí y no. En el teatro, la


butaca es lo decisivo: todo tiene que ser visto y oído; hay una
perspectiva única, un punto de vista inmóvil. Mientras la novela
puede moverse libremente, porque su mundo es la fantasía, y
el ojo del novelista se desplaza a voluntad, y con él la imagina¬
ción del lector sedentario, el teatro está sujeto a la servidumbre
del escenario, visto desde el punto fijo en que el espectador se
sitúa. Pero frente a esa limitación, el teatro posee un recurso
ajeno al relato: la evidencia de la acción; no depende de la
conceptuación en la misma medida que la novela. Esto quiere
decir lo indecible como posibilidad de la escena. Por ejemplo,
el mutis; decir, sólo puede decirse que una persona se va; en la
escena se ve cómo se va, y todo lo importante y significativo está
en esa manera indecible y manifiesta del marcharse.
En el cine, la unicidad e inmovilidad del punto de vista
del espectador no tiene consecuencias, porque la multiplicidad
y el movimiento están ya encapsulados, por decirlo así, en la
película. La novela y el cine ofrecen por igual una multiplicidad
de perspectivas dinámicas, pero con una diferencia esencial: la
novela es un arte de la imaginación, el cine es el arte de las
presencias; todo tuvo que ser antes realidad actual, perceptible,
fotografiable.
Pero la novela, el drama y el cine tienen algo común, que
en la novela tiene su forma más pura, y esto justifica considerar
esta novela como auténtico método de conocimiento. La narra¬
ción fantástica es insustituible, porque da al pensamiento mefa-
físico la presentación adecuada de su objeto. Veamos brevemente
unos cuantos rasgos comunes a estas tres formas de representa¬
ción imaginativa de la vida humana, que son a la vez otros
tantos recursos que hacen posible su conocimiento.
i) La narración ficticia es una abreviatura temporal de la
vida humana; la vida dura, por desgracia no mucho, pero, en fin,
bastantes años; y si asistimos a la vida ajena, cuando está completa
y hemos podido contemplarla, la nuestra se ha consumido al
mismo tiempo. La novela —análogamente el drama y el cine—
da una imagen de la vida, que es abarcable e integral; en rigor,
nosotros de la vida —de la vida toda, de la vida entera, no de
fragmentos suyos— sabemos sólo de oídas, y únicamente la
LA NOVELA COMO MÉTODO DE CONOCIMIENTO
337

ficción nos permite tener una idea de la vida en su totalidad,


y por tanto de su forma y figura, del "argumento’’ de sus edades,
de su trayectoria completa, desde el nacimiento hasta la muerte.
2) La irrealidad del personaje de ficción evita la opacidad
de lo real y proporciona así una transparencia relativa. La fanta¬
sía es la primera condición de la accesibilidad, y la comprensión
del hombre vivo mismo, del hombre real que tengo delante,
exige la representación fantástica de su vida. Para entender a
mis prójimos, necesito —partiendo de ciertos datos sociales que
me son conocidos y, sobre todo, de los fisiognómicos y expresivos
que me están patentes— improvisar una especie de "novelas
de urgencia”, sumamente esquemáticas, pero que me permiten
construir una pauta dentro de la cual sus gestos y acciones
presentes y futuros adquieren lugar y sentido; se trata-, pues, de
una imprescindible reconstitución de la novela de sus vidas;
en una palabra, la hermenéutica del otro. Más aún, sólo puedo
entenderme a mí mismo —y por tanto vivir— gracias a la novela
que de mí mismo imagino, y que suele llamarse pretensión o
proyecto vital.
3) La imaginación novelesca hace posible un término medio
entre la concreción absoluta de la realidad y la abstracción de
los meros esquemas conceptuales, y facilita el tránsito de una
a otra zona.
4) La novela lleva consigo también la posibilidad de "expe¬
rimento”, que normalmente está vedado cuando se trata de la
vida humana. Yo no puedo en realidad alterar las condiciones
en que se desenvuelve una vida, para ver qué pasa. No puedo
darle a una persona una inesperada herencia de diez millones
y observar su conducta; no puedo provocar una desgracia para
ver sus consecuencias; no puedo prolongar una vida más allá de
su duración normal, e investigar las alteraciones que esto implica
en su estructura. La novela permite esa modificación de las
condiciones vitales, esa alteración de las circunstancias. Pero
—se dirá— ese "experimento” ficticio, justamente por serlo,
no está sometido a la comprobación, y por tanto su valor de cono¬
cimiento es nulo. No lo creo así: está sujeto a una forma peculiar
de comprobación que se llama verosimilitud; lo que es literaria¬
mente "inverosímil” suele ser filosóficamente falso. Frecuente-
338 LA ESCUELA DE MADRID

mente en algunas novelas contemporáneas, por ejemplo existen-


cialistas, se tropieza con algo que choca por su esencial invero¬
similitud, que no encaja dentro de la coherencia interna de la
acción novelesca; pues bien, casi siempre se podría mostrar cómo
corresponde a una concretísima falsedad filosófica que aparece
en la página tantas del grueso tratado en que el mismo autor ha
expuesto sus ideas metafísicas.
5) La novela elabora e interpreta la materia prima de la
vida humana. Lo que en sí mismo es realidad opaca, tal vez
irracional e ininteligible, al ser dicho, contado, narrado, adquiere
orden, coherencia y significación: el relato aparece así como un
material interpretado y en principio comprensible.
6) Pero, sobre todo —esto es quizá lo más fecundo—, la
novela utiliza y pone en juego un saber acerca de la vida, que
no es riguroso conocimiento conceptual, pero no por eso menos
efectivo: y al mismo tiempo, la novela puede descubrir y escla¬
recer ese saber, y elevarlo de este modo a ciencia rigurosa,
susceptible de incorporarse luego al conocimiento general que
puede lograrse del hombre.
Quiero decir todavía una palabra más sobre esto. La idea de
la vida que está a la base de la novela, los supuestos del novelista,
significan los modos radicales de comprensión de la realidad
humana que son dominantes en cada época. No las ideas de los
filósofos, que son plenamente conscientes y sólo pertenecen a
una minoría intelectual, sino las creencias o convicciones en*que
se funda la conciencia general de la época. Un estudio de estos
supuestos de la novela iluminaría los estratos más profundos
de la historia humana. La novela tiene, por tanto, una doble
significación: si se la considera como producto de la cultura de
una cierta sociedad, descubre su trasfondo y se convierte en un
instrumento de investigación histórica; y a la inversa, si se consi¬
dera la novela como posibilidad, es un estadio previo de la inves¬
tigación metafísica de la vida humana, una etapa provisional
del pensamiento filosófico, que hace posible un primer contacto
eficaz con el objeto en su auténtica temporalidad y vitalidad.
Pero se puede objetar acaso que la novela no reproduce
ninguna realidad, que sólo se trata de entes de ficción, de
personajes fantásticos. Husserl mostró que la fantasía y la
LA NOVELA COMO MÉTODO DE CONOCIMIENTO
339

intuición fantástica son tan capaces como la percepción de


conquistar y captar las esencias.1 La fenomenología, es decir,
la forma más rigurosa de la filosofía de nuestro tiempo, había
justificado ya así de antemano el valor metódico de la novela
existencial o personal.
Esta clase de novela, en su sentido auténtico, es un invento
de Unamuno. Su primera novela, Paz en la guerra, se publicó en
1:897 —fecha casi increíble—; la última, San Manuel Bueno,
mártir, es de 1931: todas ellas, mucho tiempo antes de las nove¬
las de los existencialistas franceses. He dicho que estas novelas
de Unamuno son las mejores y también las peores del nuevo
género. Tienen, con la excepción de las dos que acabo de nom¬
brar, dos defectos, que pueden llamarse "esencialidad” y "uto-
pismo”. Esencialidad, porque Unamuno construye sus personajes
sólo con rasgos esenciales, cada uno de los cuales aporta directa¬
mente una peculiaridad de la figura. Y es un hecho que el
hombre está entretejido con rasgos insignificantes, azarosos, acci¬
dentales: lo azaroso e inesencial es esencial para la vida huma¬
na. 2 Utopismo, porque Unamuno olvida muchas veces las cir¬
cunstancias, para atenerse a la mera narración desnuda. Y la vida
está siempre condicionada por las circunstancias, es temporal,
local, incluso pintoresca. Estos dos defectos disminuyen la per¬
fección y el conocimiento de las novelas de Unamuno.
Pero estas novelas defectuosas han anticipado la mayoría de
los rasgos de las posteriores. 3 Se ha buscado el tiempo vivo,
se lo ha distinguido del tiempo de reloj y del calendario, incluso
del tiempo psíquico, de la duración psíquica. Faulkner, Dos
1 "Das Eidos, das reine Wesen, kann sich intuitiv in Erfahrungsgege-
benheiten, in solchen der Wahrnehmung, Erinnerung usw., exemplifizieren,
ebensogut aber auch in blossen Phantasiegegebenheiten. Demgemáss kónnen
wir, ein Wesen selbst und originar zu erfasen, von entsprechenden er-
fahrenden Anschauungen ausgehen, ebensowohl auch von nichterfahrenden,
nicht-daseinerfassenden vielmehr 'bloss einbildenden’ Anschauungen’’ (Husserl,
Ideen, I, p. 12).
2 Esa esencialidad se encuentra también en el teatro de Marcel, sobre todo
en su primera época; luego se va superando. Compárese Un bomme de Dieu
o La chapelle ardente con Le dard o, más aún, Le signe de la Croix.,
3 Cf. Mary T. Harris, La técnica de la novela en Unamuno (tesis inédita
de Wellesley College, 1952), donde se estudia detenidamente la innovación
técnica de Unamuno y se la compara con la obra de novelistas franceses, in-
gleses, alemanes y americanos, en quienes aparecen, a veces con bastantes años
de retraso, muchos hallazgos de Unamuno.
340 LA ESCUELA DE MADRID

Passos, Sartre han intentado una fragmentación del tiempo; han


multiplicado también los puntos de vista, como en el cine. Han
mostrado la alteración de la vida cotidiana, que durante el peligro
pierde su trivialidad; así, con conciencia de gran innovación,
Sartre en los primeros volúmenes de su tetralogía Les chemins
de la liberté (L’dge de raison y Le sur sis). Pues bien, Unamuno
presentó en 1897, hace más de medio siglo, la vida en Bilbao
antes y después del comienzo de la segunda guerra carlista, y
especialmente durante el sitio de la ciudad. La novela Paz en la
guerra comienza con una penetrante descripción de la vida
cotidiana del confitero Pedro Antonio, en su tienda de Bilbao.
No describe una tienda "en sí”, como cosa, al modo de un
escritor realista, sino sólo las relaciones vitales del hombre con
el contorno físico de su vida. Y también lo humano, la convi¬
vencia en la tertulia de la chocolatería. Ninguna descripción
en el sentido de las cosas; el lector no sabe cómo son los amigos
de Pedro Antonio; sólo qué hacen usualmente al entrar, y con
ello las circunstancias dinámicas efectivas de su vida cotidiana.
Durante la guerra y el asedio de la ciudad por los carlistas,
esa vida cotidiana se hace más intensa y personal. Los hombres,
al participar en un destino histórico, se convierten en personali¬
dades, y sus acciones mínimas adquieren un alcance social. Y
al describir el sitio de la ciudad, Unamuno escribe literalmente
estas palabras decisivas: Nada era ya trivial. Hasta tal punto
tiene conciencia de la transformación que se trata de presentar.1
La tía Tula, una novela de 1920, muestra —sin los medios
artificiales de que se vale Sartre en sus últimas novelas, frag¬
mentando la acción y quebrándola de una línea a otra—, en
auténtica y simple convivencia dentro de esa realidad que es la
familia, esa multiplicación de las perspectivas que puede también
encontrarse en las últimas obras dramáticas de Gabriel Marcel.
Y los ejemplos podrían acumularse. 2
Esta novela ha nacido del irracionalismo. Unamuno es el
heredero de una tradición filosófica que va de Kierkegaard,

1 Pueden verse los textos y su interpretación en mi libro Miguel de Una¬


muno (1943), cap. V.
2 Sobre ello, la citada tesis de mi discípula Mary T. Harris, en especial
sus capítulos III y IV.
LA NOVELA COMO MÉTODO DE CONOCIMIENTO
341

a través de Nietzsche, William James y Bergson, hasta Spengler,


Klages y él mismo. Para todos ellos, la razón es incapaz de
conocer y comprender la vida y la historia; el concepto mata
lo que toca, lo solidifica, suplanta la vida por un esquema rígido
e inerte. Estos pensadores, hay que decirlo, tenían razón al ser
irracionalistas, porque la idea entonces vigente de la razón era
totalmente insuficiente, a saber, la razón pura, físico-matemática,
abstracta, que es incapaz de aprehender la realidad concreta y
móvil de la vida humana y de la historia. La novela es, pues,
para Unamuno un fecundo rodeo para hacer posible el conoci¬
miento de la vida y de la muerte —el tema capital para él,
"la única cuestión”, como decía—, a pesar de la renuncia a la fría
razón que hiela y paraliza. Pero hoy irracionalismo es anacro¬
nismo, porque aquella situación ha sido superada y la razón
no es ya la abstracta, sino la razón vital e histórica. Por esto,
la novela no puede ser la forma suprema de conocimiento. La
narración es, ciertamente, una superación de la mera descripción;
pero desde el punto de vista del concepto y de la razón, es un
conocimiento subordinado y dependiente. Las novelas existen-
ciales de los últimos años son, pues, insuficientes, porque están
afectadas por el irracionalismo. El destino de la novela actual
es su desarrollo maduro sobre los supuestos de la teoría analítica
de la vida humana y de toda la conceptuación de la razón vital.
Y de este modo se podrá lograr un método fecundo de conoci¬
miento y a la vez una cima de la narración.
Parece que hemos llegado al término de nuestro recorrido.
Pero nuestro tiempo tiene la visión profunda de que no se
entiende nada si no se lo ve nacer. Sólo la razón histórica puede
esclarecer lo humano. Hemos visto ya cómo la novela existencial
o personal surge del irracionalismo, condicionada por la limi¬
tación de éste. Pero esta derivación no nos basta, porque se
mueve sólo en el mundo de las ideas, porque permanece dentro
del marco de la vida individual, porque, en suma, es abstracta.
Tenemos que preguntarnos por qué ha surgido este género de
novela filosófica en nuestra época, qué significación histórica
y sociológica tiene en nuestras circunstancias.
Creo que en el siglo xx se ha planteado por primera vez en
342 LA ESCUELA DE MADRID

serio la cuestión del papel y la función de las ideas. Hoy se


sabe que las ideas no flotan en el aire, sino que están arraigadas
en la vida. El pensamiento no es una actividad automática del
hombre, ni una mera facultad o disposición natural, sino una
acción dramática a la que se ve obligado cuando no sabe qué
hay que hacer. Las ideas son el resultado de esa acción, son descu¬
biertas por ciertos hombres, tienen que tener agudeza, rigor,
evidencia. Pero estas ideas que primero pertenecen a una minoría
selecta, se vuelven después asunto de las masas. Y pierden sus
características, porque las condiciones teóricas de las ideas como
tales son incompatibles con este nuevo papel. Las gentes fundan
su vida en las ideas que antes descubrieron ó inventaron algunos
hombres, y que ya no son una realidad científica. La difusión
de las ideas es la condición de su fuerza y de su eficacia histórica,
pero la consecuencia inevitable es su degeneración y desvalora¬
ción teórica, la pérdida de su auténtico carácter intelectual.
El siglo xviii vivió de las ideas del xvn. No fué una época
creadora, pero las ideas fueron entonces más eficaces que en nin¬
guna otra. Las ideas de los grandes racionalistas, rebajadas a un
grado inferior, fueron el primer poder social durante la Ilustra¬
ción. El precio que hubo que pagar por ello fué la agudeza, la
profundidad, la verdad teórica. La maravillosa claridad y perfec¬
ción de las ideas de Descartes o Leibniz, de Galileo o Newton,
desapareció, mientras sus derivaciones se hacían cada vez más
poderosas. Algo semejante ha ocurrido con la dialéctica heg^lia-
na, cuyas últimas consecuencias se encuentran en los movimientos
marxistas. El único caso en que las ideas permanecen en toda su
pureza y rigor es la teología. Pero la razón de ello es manifiesta;
a pesar del hecho decisivo de que la religión es para todos, los
hombres no viven de la teología, sino de la religión misma,
de los sacramentos, la liturgia, la palabra de Dios, es decir, no de
ideas y teorías, sino de fe y realidades religiosas. Pero la filosofía
no tiene ninguna posibilidad parecida. El sentido de esta situación
es una de las raíces de la novela personal.
Esta novela está, como hemos visto, animada y vivificada por
una filosofía, y al mismo tiempo es un poderoso instrumento
de conocimiento. En la novela —también en el teatro— se
LA NOVELA COMO MÉTODO DE CONOCIMIENTO
343

expresa esa filosofía, no en forma puramente teórica, sino de un


modo intuitivo y vivo. En la narración o en el escenario se hace
accesible la interpretación de la realidad de que en cada caso
se trata. Pero ¿es esto algo completamente nuevo? ¿Se trata
efectivamente de un invento de los escritores y pensadores con¬
temporáneos? Se podría quizá, para elegir un ejemplo español,
pensar en los Autos sacramentales de Calderón. En el escenario,
hechos carne y envueltos en el ropaje barroco de los versos
resplandecientes, los conceptos teológicos y toda una doctrina
del destino humano. ¿Es esto lo mismo que la novela existencial
o personal?
No, porque la relación entre la teología y la acción dramática
en el auto calderoniano es completamente distinta de la que existe
entre la filosofía y la novela. En el primer caso las ideas estaban
ya dadas previamente, estaban tomadas del repertorio de la
tradición teológica; las obras dramáticas de Calderón presuponen
el conocimiento de los conceptos y de las conexiones y situacio¬
nes. Por el contrario, la novela personal excluye toda tesis previa.
La doctrina filosófica no es vertida en forma literaria, sino que
la misma interpretación de la realidad se expresa en forma
teórica y en forma dramática. La novela hace posible así la
difusión, de manera auténtica y adecuada, no degenerada, de una
doctrina filosófica. Esto es, hace vivir en forma no teórica el
núcleo capital de una teoría.
La filosofía intenta descubrir la verdad. La novela se funda
siempre en una interpretación de la vida, que no es justificada
y responsable, que no es capaz de dar razón de sí misma. La
novela como método de conocimiento tiene su fundamento y
sus raíces en una investigación metafísica de la vida humana,
la cual también necesita de ella, por su parte, como método
prefilosófico, como recurso de presentación del objeto que es la
realidad humana. El lector de estas novelas vive y comprende
inmediatamente la sustancia de Ja filosofía que es su último
fundamento. Y esta difusión de una doctrina metafísica no es
una falsificación ni una degeneración, sino una transformación,
una encarnación dramática, que a la vez proporciona una prueba
de la teoría; las falsedades, las inverosimilitudes de la novela
manifiestan los errores del pensamiento filosófico correspondiente.
344 LA ESCUELA DE MADRID

La novela no es sólo, por tanto, un instrumento de conoci¬


miento, sino una esencial posibilidad de evitar la inautenticidad
de las ideas difundidas. Y esto significa, ni más ni menos, una
nueva forma del influjo del pensamiento filosófico en la historia.

Wellesley, Massachusetts, 1952.


Realidad y ser en la filosofía española
L a coherencia de la filosofía española en lo que va del siglo xx
es tanta, hay tanta afinidad sustancial en posiciones que por lo
demás pueden ser distintas y en ocasiones divergentes, que a
veces se siente la esperanza de que ello responda a una simple
coincidencia en la verdad. Vistas las cosas desde un mismo punto
de vista, mejor dicho, desde una serie de puntos de vista orde¬
nados en sucesión temporal, instalados en los respectivos niveles
de varias generaciones, las perspectivas no son idénticas, pero
sí conexas; son varias, y por eso nos enriquecen y cada una
se agrega a las otras, pero se articulan y son inteligibles en su
conjunto. Si cada una de ellas, por sí, es sistemática, todas ellas
componen un sistema histórico, distendido a lo largo del tiempo,
y que es lo que alguna vez he llamado el sistema de la filiación
intelectual. Nada es más confortador. Cada punto de vista
individual, al engarzarse con los anteriores, los enriquece, integra
y fertiliza, y a la par los corrobora y tal vez los corrige. Cada
individuo ve con sus propios ojos, pero no sólo con ellos, sino
también con los de los que lo han precedido en la indagación.
Y la razón es obvia: los ojos del hombre no se abren ex abrupto
sobre las cosas, porque el hombre no nace espontánea y súbita¬
mente, aislado, sino que opera siempre desde un cierto nivel
histórico; toda actividad intelectual viene de alguna parte y va
a otra: quiero decir con esto que a la mirada individual le perte¬
nece no sólo la imagen que se forma en su retina, sino el camino,
el movimiento de los ojos que éstos han recorrido para mirar
precisamente allí. Por eso cada mirada incluye las precedentes,
en una tradición viva que es precisamente la que hace posible la
originalidad en su más hondo sentido, la originalidad originaria,
genuina, auténtica, legítima, que no es la del 'marciano” recién
348 LA ESCUELA DE MADRID

aterrizado de un platillo volante, sino la del hombre filial y


paternalmente inserto en una tradición genealógica de pensa¬
miento fecundo.
La historia empieza, por supuesto, con Unamuno. Aunque —y
yo he insistido largamente en ello— Unamuno no fué estricta¬
mente un filósofo, aunque él personalmente amaba la arbitra¬
riedad y la inconexión, como la historia no las tolera, hay que
partir de él si se habla de filosofía española en este tiempo;
por eso cuando hace años publiqué un libro sobre este tema,
tuve buen cuidado de ponerlo en el umbral, porque sin él no se
entiende la filosofía estricta que después de él —a veces contra
él, pero con él siempre— apareció en nuestro país. Si se ponen
juntos Del sentimiento trágico de la vida, escrito en 1912, y las
Meditaciones del Quijote, de 1914, ¡qué drama humano e inte¬
lectual surge de su contacto! Una meditación suficiente de la
conexión entre esos dos libros egregios esclarecería de un solo
golpe secretos profundos de la vida española y resortes muy
escondidos de la filosofía europea de nuestra época. Probable¬
mente fué el genial libro de Unamuno el que obligó a Ortega
a iniciar ya su filosofía personal, a dar marcha atrás en su tema
—el Quijote—- para tomarlo previamente desde su raíz, es decir
desde una teoría de la realidad, comprometida por el soberano
atractivo, la penetración y la irresponsabilidad del tremendo libro
de Unamuno. Cuando éste acaba de oponer —con más agudeza y
energía que nadie, hay que decirlo— la razón a la vida, Ortega
no puede esperar más para llegar a su descubrimiento de la
razón vital, provocado, alumbrado, por la exasperante ilumina¬
ción de las chispas que Unamuno arrancaba, a golpes, al pedernal
de su mente celtibérica.
La historia se repite en unos cuantos puntos decisivos, cuyo
análisis nos llevaría lejos, pero sin el cual quedan oscuras
grandes zonas de pensamiento; a veces el estímulo viene de
fuera, porque la tradición personal que he llamado filiación
se inserta en la tradición general del pensamiento de Europa o,
si se quiere, de Occidente. Unas veces el estímulo tiene carácter
de incitación positiva; otras, de reto, desafío o challenge-, en
ocasiones muestra un paralelismo inquietante y obliga a forzar
la marcha; acaso en algunas es la falta de eco la que actúa
REALIDAD Y SER EN LA FILOSOFÍA ESPAÑOLA
349

como factor de desaliento o, por el contrario de solitaria y des¬


deñosa confianza.
No se olvide que un pensamiento filosófico nace siempre
ligado a la situación histórica de la sociedad en que se vive y
en la que se está radicado, de cuya sustancia se está hecho.
Unamuno, claro es, no tenía una tradición filosófica española
a su espalda, y tal vez por eso no pudo insertarse en una tradi¬
ción general europea. Pero aun así hay que hacer constar que
para él existió un mínimo de tradición. El desdén que Unamuno
sentía hacia Balmes era muy grande; considerable también el
que sentía hacia los krausistas; y con todo, de uno y otros bebió,
de uno y otros recibió impulsos decisivos, aunque fuesen en la
forma de la insatisfacción y el descontento. Y ¿se imagina lo que
fué para el joven Ortega encontrar ahí, como un promontorio,
la figura ingente de Unamuno, en lugar de una llanura pelada?
¿Y lo que ha sido Ortega, a su vez, para todos los que después
han ido naciendo a la filosofía? Y si, llegados al día de hoy,
en lugar de mirar hacia el pasado volvemos los ojos al próximo
porvenir, nos asaltan inquietantes reflexiones; pero éstas sí que
nos llevarían, resueltamente, demasiado lejos; quiero decir para
hablar de ello hoy.
Prefiero detenerme en un punto único que es, ciertamente,
decisivo; la insatisfacción que la filosofía española de nuestro
tiempo ha sentido frente a la noción de ser y que la ha llevado
a plantear —por lo menos a empezar a plantear— el problema
filosófico de la realidad como tal o del haber, y por lo tanto
a buscar una metafísica que esté más allá de la ontología y
pueda dar razón de ella. No sería difícil descubrir en Unamuno,
por lo menos, una sensibilidad para este tema. Cuando en 1904
—un cuarto de siglo justo antes de Was ist Metaphysik
preguntaba: "Decidme: ¿por qué ha de haber mundo, y no
que más bien no hubiera ni mundo ni nada? La existencia
no tiene razón de ser, porque está sobre todas las razones”
{Ensayos, V, p. 79), andaba cerca de la cuestión. Y lo mismo
cuando contraponía la noción abstracta de sustancia a las "oscu¬
ras reminiscencias de sustancias concretas, de la sustancia del
caldo, de lo sustancioso de un cocido, de lo insustancial de un
escrito, de la sustancia de la carne”, y refería todo ello a su
35o LA ESCUELA DE MADRID

origen en la sustancialidald de la persona humana que dura


y perdura, y que es "lo único sustancial”.
Pero donde el tema aparece inequívocamente y con todo rigor
es en Ortega; está preludiado a lo largo de su obra, ya desde el
primer libro; probablemente expuesto con minucia en sus cursos
universitarios, de los que sólo ocasionalmente ha publicado frag¬
mentos; en 1929 aparece formulado paladinamente en sus escri¬
tos. En julio de ese año publica Ortega en la Revista de Occi¬
dente un ensayo titulado "Filosofía pura”, como anejo al folleto
Kant, cinco años anterior y que sólo era -—dice— "una jacula¬
toria de centenario”. En este estudio Ortega intenta formal¬
mente derivar el ser, retrotraerse a la realidad radical en y con
la cual me encuentro y que es la que obligará a pensarla en forma
de ser. "Si en vez de definir sujeto y objeto por mutua negación
—escribe Ortega—, aprendemos a entender por sujeto un ente
que consiste en estar abierto a lo objetivo; mejor, en salir al
objeto, la paradoja desaparece. Porque, viceversa, el ser, lo obje¬
tivo, etc., sólo tienen sentido si hay alguien que los busca, que
consiste esencialmente en un ir hacia ellos. Ahora bien, este
sujeto es la vida humana o el hombre como razón vital. La
vida del hombre es en su raíz ocuparse con las cosas del mundo,
no consigo mismo. El moi-meme de Descartes, que sólo se da
cuenta de sí, es una abstracción que acaba siendo un error. El
je ne suis qu’ une chose qui pense es falso. Mi pensamiento
es una función parcial de "mi vida” que no puede desintegrarse
del resto. Pienso, en definitiva, por algún motivo que no *es,
a su vez, puro pensamiento. Cogito quia vivo, porque algo en
torno me oprime y preocupa, porque al existir yo no existo
sólo yo sino que 'yo soy una cosa que se preocupa de las demás
quiera o no’. No hay pues un moi-meme sino en la medida que
hay otras cosas, y no hay otras cosas sino las que hay para
mí. Yo no soy ellas, ellas no son yo (anti-idealismo), pero ni yo
soy sin ellas, sin mundo, ni ellas son o las hay sin mí para
quien su ser y el haberlas pueda tener sentido (anti-realismo) ”.
Y agrega unas líneas más abajo: "Las cosas por sí ni tienen
medida; son desmesuradas, no son ni más ni menos, no así,
ni del otro modo. En suma, ni son ni no son. La medida de las
cosas, su modo, su ni más ni menos, su así y no de la otra
realidad y ser en la filosofía española
351

manera, es su ser y este ser implica la intervención del hombre”.


La cosa está, pues, clara: el hombre se encuentra oprimido
por lo que hay, por la realidad, y ésta lo obliga a preguntarse por
ella e interpretarla desde el punto de vista del ser, con lo cual
aparece la medida o "es” de las cosas, como resultado de la
actividad del hombre con ellas. Ya en 1914 había escrito Ortega
una frase reveladora: "En suma: la reabsorción de la circuns¬
tancia es el destino concreto del hombre.”
Esta visión del problema tiene desarrollos mucho más amplios
y explícitos, procedentes de la cátedra de Metafísica de la Uni¬
versidad de Madrid. En los primeros meses de 1931 publicó
Ortega cuatro largos artículos en El Sol bajo el título "¿Qué
es el conocimiento? (Trozos de un curso).” En ellos se plantea
la cuestión con todo su velamen.
Al interpretar la filosofía como algo que el hombre hace
Ortega tiene que preguntarse en qué consiste ese hacer humano
que es preguntar, y eso lo lleva a la cuestión de las preguntas
esenciales, cuyo esquema es "¿Qué es tal cosa?” Cuando pre¬
gunto ¿qué es la luz?, observa Ortega, pregunto por el ser
de la luz y no por la luz misma, que tengo delante y no me
preocupa. "No busco las cosas, sino su ser.” Este ser está
ligado a la cosa pero no es ella, está ''detrás” de ella, oculto
por ella. Es esta luz la que me hace preguntarme por su ser,
y ella no es ella misma, no es su ser. Tengo que quitar lo
patente para descubrir o desvelar lo latente —alétbeia—-. "La luz
es una cosa; pero su ser, no —será a lo sumo una 'cuasi-cosa’,
de donde viene la voz trivial 'quisicosa’. A esta cuasi-cosa en
que consiste lo que una cosa es le llamaremos su 'esencia’.”
Y continúa Ortega su análisis: ''Con esto resulta que se nos
ha duplicado el mundo. Cada uno de nosotros vive rodeado de
cosas, de objetos inmediatos, que se presentan y hacen patentes
por sí mismos... Al conjunto de todas esas cosas que son enti¬
dades inmediatas, presentes por sí, llamamos circunstancia o
mundo. Pero ahora resulta que cada una de ellas tiene un ser,
una esencia, lo cual implica una duplicación del mundo. Tras
el mundo de las cosas está el mundo de las esencias. Tras los
entes, el orden constituido por el ser de esos 'entes’.” Y ahora
viene lo más importante:
352 LA ESCUELA DE MADRID

"El mundo de las cosas o entes es inmediato, está ahí ante


nosotros, no tenemos que preguntarnos por él. .. En cambio,
el mundo de las esencias, del ser, no es nunca inmediato; está
siempre detrás de las cosas, mediado por éstas. Importa mucho
caer en la cuenta y subrayar esta peregrina condición, en apa¬
riencia poco importante, pero que a su hora resultará decisiva:
que el ser, la esencia, es algo que no se da por sí, sino que tiene
que ser buscado por el hombre, que si se encuentra, es al cabo
de un esfuerzo a veces penosísimo. Precisamente lo contrario de
lo que acaece con las cosas, las cuales no sólo no hay que
buscarlas originariamente, sino que se anticipan a toda ocupa¬
ción nuestra con ellas; más aún: se anticipan a nuestra vida
misma. Pues es importantísimo notar que vivir es ya de suyo
primordial y necesariamente encontrarse cada uno entre las
cosas, frente a ellas, rodeado y sumergido en ellas.."Conse¬
cuencia de lo anterior. Si el existir del hombre es necesariamente
existir entre cosas, quiere decirse que el hombre necesita absolu¬
tamente de las cosas. En cambio, el ser, las esencias, necesitan
del hombre, por lo menos y por lo pronto en el sentido de que
necesitan ser buscados por él.”
Las consecuencias de este punto de partida no se hacen
esperar. Una nueva idea de metafísica se va perfilando: "¿No
indica ya esto que el ser es algo que está en la pregunta del
hombre —quiero decir que consiste en ser pregunta—, en un
hacer del hombre? Si no existiese alguien capaz de preguntar
qué es esto o lo otro, ¿existiría el ser?” Y, tras otras mucfias
cosas, concluye este artículo: "El mundo inmediato es el que
hallamos sin buscarlo, lo que encontramos tan primordialmente,
que encontrarlo no supone un acto mental especializado, sino
que encontrarlo es una y misma cosa con nuestra existencia.
Vivir es, en efecto, hallarse entre las cosas, frente a ellas”
(El Sol, 18-1-1931).
Esto es sólo el punto de partida. Ortega hace una crítica de
la idea artistotélica según la cual el hombre conoce por natura¬
leza, es decir, porque tiene una facultad natural para ello. La
teoría de las facultades y su uso vital es en gran parte el conte¬
nido del segundo artículo; y ella lo lleva a atacar por segunda
vez el problema del ser y la realidad: "Del trasmundo del ser
REALIDAD y ser en la filosofía española
353

no nos dan las cosas de este mundo inmediato la menor noticia.


El mundo no tiene poros ni agujeros como una decoración
vieja, que nos permite entrever el fondo del escenario. El mundo
es un área toda patente y sin intersticios. En el mundo no hay
nada del ser, presente como un dato. El ser, en cuanto tal, no se
manifiesta, no aparece. Por el contrario, formalmente es lo que no
se manifiesta, lo que no aparece, lo que ni en todo ni en la más
mínima de sus porciunculas se hace presente, aquello de que no
tenemos la menor noticia. El ser es, en suma, lo ausente por
excelencia.”
Originariamente, el ser no es una cosa que está ahí, más o
menos a la mano, entre las cosas, como una perla en el granero
de trigo: el ser está originariamente sólo en la pregunta que por
él se hace el hombre.” Y esta pregunta, añade Ortega, ha de
colocarse "en la situación vital donde se produjo”. (El Sol,
25'I'I93I) •
Esto lleva a Ortega a un nuevo problema filosófico: el del
hablar y el preguntar, y a la noción de verdad como atributo
de las cosas o autenticidad. El parecer de las cosas me remite
a lo que son en su verdad. Si el ser o esencia se manifiestan en la
pregunta, hay que averiguar por qué se tiene alguna noticia
de ellos, "cómo es que hablábamos del ser, no obstante carecer
de todo dato inmediato y directo sobre él” (El Sol, 1-11-1931).
Nuestra vida consiste en que tenemos que sostenernos en
medio de las cosas, y para ello decidir lo que vamos a hacer
y ser en el instante inmediato. Tenemos que acertar, y necesita¬
mos anticipar las cosas "mediante una imagen o esquema en que
se nos revele su contextura definitiva”. "No nos basta con esta
luz que ahora nos alumbra, que ayer nos alumbró. Necesitamos
estar seguros de si mañana nos alumbrará y para ello nos es
preciso saber a qué atenernos respecto a la luz de siempre,
o lo que es igual, necesitamos descubrir la esencia o ser de la
luz.” "Esto nos hace caer en la cuenta —continúa Ortega—
de lo que significa originariamente el ser, la esencia de una
cosa: es simplemente aquella imagen de ella que nos da seguri¬
dad vital respecto a ella. . . El ser es seguridad para el hombre,
claridad de atenimiento frente a cada cosa, frente a su enjambre
o mundo.”
354 LA ESCUELA DE MADRID

Las precisiones, a partir de este momento, se acumulan en el


texto orteguiano: "El ser no tiene sentido más que referido a
un sujeto que, como el hombre, ha menester de él. Más aún:
consiste exclusivamente en una necesidad radical del hombre.”
"En la vida del hombre, el contorno es más poderoso que el
hombre, precisamente porque una de sus partes —el futuro—
no está ahí. Y el futuro es infinito no ya en tiempo y en canti¬
dad sino en calidad. Es lo indefinido, misterioso, informe, inmi¬
nente. Por eso el hombre necesita reducir la infinidad o ilimita¬
ción del mundo en que se encuentra viviendo a la dimensión
finita y limitada de su vida. Es decir, tiene que forjar un escorzo
finito de la infinitud. Tiene que saber hoy lo que las estrellas
son siempre. Ese escorzo es el ser. El ser de algo es su siempre
proyectado en una mente que dura sólo un rato. Según esto,
tiene el famoso ser un carácter puramente infrahumano, domés¬
tico. Fuera del hombre no hay ser (tal vez, tal vez —andemos
con cuidado— haya que contar como un casi-hombre al animal).
Por eso no está ahí; antes bien, para que lo haya tiene el hombre
que buscarlo. En esta busca nace precisamente el ser.”
La doctrina no puede ser más taxativa. Ortega sale, sin em¬
bargo, al paso de algunos posibles malentendidos. "Esta idea
—añade— de que el ser de las cosas es algo que el hombre
construye porque lo necesita, y consecuentemente, que no ha
lugar a hablar de un ser si se abstrae de la vida humana, no im¬
plica lo más mínimo recaída en el idealismo, y menos en* el
que fuera peor de todos: en un idealismo antropológico. Porque
aquí no se dice que las cosas, que las "realidades” sean cons¬
trucción de la mente. Todo lo contrario. Porque las cosas nos
aprietan inexorablemente antes de que pensemos en ellas, nos
vemos obligados a buscarles un ser y a descubrir y construir
éste. Lo construido no son, pues, las cosas, sino su ser.”
"Ahora se comprende ,—concluye Ortega— por qué el enten¬
dimiento funciona. No simplemente porque lo tengamos. Fun¬
ciona como en el náufrago los brazos, para mantenerlo a flote;
pensar es un movimiento natatorio para salvarse de la perdición
en el caos. Si se quiere insistir en la comparación, dígase que
el ser es la balsa que el náufrago se construye con lo que le
rodea. El ser de una cosa, no es, pues, una cosa ni una hipercosa;
REALIDAD Y SER EN LA FILOSOFÍA ESPAÑOLA 355

es un esquema intelectual. Su contenido nos expresa o descubre


lo que una cosa es. Y 'lo que una cosa es’ está constituido
siempre por el papel que la cosa representa en la vida, por su
significación intravital” (El Sol, 1-111-1931).
La minuciosidad con que he citado estos textos me permite
ser muy breve al citar otros posteriores en que Ortega recoge
y desenvuelve esta teoría del ser y la realidad.1 En la primavera
de 1933, Ortega dió en la Universidad de Madrid su curso En
torno a Galile o; la vil de estas lecciones se publicó en la revista
Cruz y Raya (octubre de 1933), bajo el título La verdad como
coincidencia del hombre consigo mismo. En ella Ortega vuelve
a plantear la cuestión. Critica que las grandes filosofías del
pasado hayan partido, por lo general, de que las cosas, además
de su papel inmediato con nosotros, tienen un ser, y de que el
hombre tiene que ocuparse en descubrirlo. Ortega pide una
justificación de esto, una razón para que me interese por el ser.
Lo problemático es que las cosas tengan ellas por sí un ser.
"Puede acaecer —escribe— que la verdad sea todo lo contrario
de lo que hasta ahora se ha supuesto: que las cosas no tengan
ellas por sí un ser, y precisamente porque no lo tienen el hombre
se siente perdido en ellas, náufrago en ellas y no tiene más reme¬
dio que hacerles él un ser, que inventárselo. Si así fuese ten¬
dríamos el más formidable vuelco de la tradición filosófica que
cabe imaginar. ¿Cómo? ¿El ser —'que parece significar lo que
ya está ahí, lo que ya es— consistiría en algo que hay que hacer
y que por tener irremediablemente que hacerlo es la vida del
hombre tan fatigosa, tan laboriosa, tan hacendosa?” "El ser de
las cosas consistiría, según esto, en la fórmula de mi atenimiento
con respecto a ellas.”
Es sorprendente hasta qué punto falta la claridad acerca de lo
que se ha pensado en España sobre este problema filosófico
decisivo. En 1954, una revista española publicaba un artículo
de un escritor hispanoamericano, donde podían leerse afirma¬
ciones como éstas: "El problema de la filosofía contemporánea
es completamente clásico: rehacer la pregunta que interroga por

1 Tengo que agradecer a mi compañera en la Universidad de California,


Profesora Anna Krause, el haber podido releer aquí los fragmentos de curso
que oí en Madrid como alumno de Ortega.
356 LA ESCUELA DE MADRID

el sentido del ser... Toda la filosofía contemporánea se lanzó


precipitadamente por este 'Camino del ser’ y no hay más que
abrir las grandes obras filosóficas de nuestro tiempo (Sartre,
Jaspers. . .) para encontrarse con una detallada y extensa dis¬
cusión acerca del sentido del ser... Frente a este criterio com¬
partido unánimemente por los mejores pensadores de nuestro
siglo, Zubiri sospechó hace ya muchos años que se estaba
desconociendo y pasando por alto una instancia previa y aún
más radical que la del sentido del ser. Esta nueva posición suya
aparece en forma escrita por primera vez en su famoso estudio
sobre el problema de Dios y como el pasaje es de suma gravedad
lo citaremos íntegramente: 'El entendimiento conoce si algo es
o no es; si es de una manera o de otra; por qué es como es y
no de otra manera. El entendimiento se mueve siempre en el 'es’.
Esto ha podido hacer pensar que el 'es’ es la forma primaria
como el hombre entra en contacto con las cosas. Pero esto es
excesivo. Al conocer el hombre entiende lo que hay y lo conoce
como siendo. Pero el ser supone siempre el haber’. Este texto
de Zubiri —continúa el autor uruguayo—, que se hará clásico en
la historia de la filosofía contemporánea, introduce una esencial
modificación en el orden de la fundamentación. Ahora sabemos
que el ser no es la instancia última a que cabe llegar, porque
el ser está ya fundado y se funda en el hober, en lo que hay, en la
realidad. La comprensión no puede ser ya definitoria del hom¬
bre, puesto que antes de comprender debemos encontrarnos cop
cosas reales, con cosas que 'hay’. En efecto: ¿cómo comprende¬
ríamos si no nos encontráramos previamente con cosas que com¬
prender?. . . Zubiri es el primer filósofo que ha logrado ir más
allá del ser y de su comprensión, más allá del plano del sentido
y de las significaciones y por lo tanto el primer filósofo que
ha superado la fenomenología. Esta proeza intelectual cons¬
tituye el significado histórico de la filosofía de Zubiri y el
fabuloso avance que ha realizado sobre el resto de la filosofía
europea actual.”
Esto significa desconccer tanto el pensamiento de Zubiri
como la filosofía española pensada y escrita antes que él y al
mismo tiempo que él. El espléndido ensayo de Zubiri ''En torno
al problema de Dios” se publicó en la Revista de Occidente en
REALIDAD Y SER EN LA FILOSOFÍA ESPAÑOLA
357

noviembre de 1935; recuerdo con emoción haber oído su lectura


de labios de su autor, y por dos veces, una en borrador y otra
con el texto ya definitivamente redactado. Recuerdo también mi
entusiasmo y mi deslumbramiento. Ya en 1941 escribí acerca de
ese ensayo: "Es un breve escrito de treinta páginas, de excep¬
cional densidad intelectual, que representa —aunque aún no
conste esto de un modo suficiente—-, un paso decisivo en la filo¬
sofía.” Pero naturalmente el enorme valor y la originalidad de
ese escrito de Zubiri no están en el párrafo citado por el
comentador hispanoamericano. Zubiri parte de ahí —la frase
anterior, que empieza el párrafo, dice: "El hombre, en efec¬
to, tiene entre otras cosas una capacidad de conocer”—, de
una tesis que, aunque reciente, no era nueva, de un plantea¬
miento del problema dentro de cuya área se movía, en fecunda
convivencia intelectual, para ir a otra cosa; mejor dicho a otras
varias cosas. Una de ellas, y no de las menores, la idea de que,
no ya el ser, sino el haber de Dios es peculiar y no puede
confundirse con el de ninguna otra realidad, porque no es que
simplemente haya Dios, sino que su modo de haber es "hacer
que haya”. Esto hace que el mismo "haber” sea distinto para
las cosas —están ahí, las hay— y para la Divinidad —hace que
haya haber—. Lo cual, a su vez, pone a Dios en una relación
con la existencia humana que no puede ser la de las cosas, que
no se puede reducir a la noción del "encuentro”. Esto sí es
original y propio de Zubiri, está radicado en una profunda
tradición y puede ser fecundo. ¿Qué significa querer reducir "el
significado histórico de la filosofía de Zubiri” a un párrafo
del cual parte para ir a sus propias intuiciones? ¿No significa
literalmente anularlo?
Veo en ello, por el contrario, lo que decía al principio: la
espléndida coherencia de la filosofía española —de la filosofía,
se entiende, no de sus sucedáneos— en lo que va de siglo, la
coincidencia en los problemas y en la verdad.
Y esta distinción entre realidad o haber y ser, desde la cual
se puede avanzar en tantas direcciones, que ha permitido a Ortega
llegar a las precisiones de sus "Apuntes sobre el pensamiento”,
y a Zubiri a la más penetrante comprensión de la filosofía grie¬
ga de que tengo noticia —véase, para hablar de textos escritos,
358 LA ESCUELA DE MADRID

"Grecia y la pervivencia del pasado filosófico” o "Sócrates y la


sabiduría griega”—y al paso más audaz que se ha dado en nues¬
tro tiempo hacia el planteamiento del problema de Dios, todavía
no está sino entrevista. En el capítulo vm de mi Introducción
a la Filosofía intenté, hace ya casi un decenio, repensar y llevar
algunos pasos adelante los puntos de vista de mis maestros
españoles. En uno de mis últimos escritos, Idea de la metafísica,
la aplicación metódica de esa perspectiva originaria mostraba
cómo la vida es la organización efectiva de la realidad, aquella
que ella tiene, en tanto en cuanto me encuentro con ella, por
tanto, en la medida en que puedo llamarla la realidad en cuanto
tal, frente a las teorías que operan ya desde el punto de vista
del conocimiento y del ser, como las ideas de "universo”, "todo
de la realidad”, "ente”, etc. Y esa perspectiva llevaba, por último,
a una idea de la metafísica como teoría de la vida humana y,
por lo tanto, de toda realidad, pero en cuanto complicada en mi
vida. Si se toma en rigor la noción de ciencia de la realidad radical
-—mi vida—, tiene que ser también ciencia de la radicación y de
las realidades radicadas, si bien sólo en cuanto radicadas. Pienso
que por este camino el pensamiento español, si sabe ser fiel
a sí mismo, puede llegar a importantes verdades, que natural¬
mente no serán españolas, sino verdades a secas, en que la
realidad, descubierta e interpretada, trasparece en su autenti¬
cidad.

Los Angeles, 1955.

NOTA. —• En la lección IV del curso de Ortega ¿Qué es filosofía?, pro¬


nunciada en el teatro Infanta Beatriz, de Madrid, el 16 de abril de 1929,
aparece el siguiente pasaje:
"Entiendo por Universo formalmente 'todo cuanto hay’. Es decir, que
al filósofo no le interesa cada una de las cosas que hay por sí, en su existencia
aparte y diríamos privada, sino que, por el contrario, le interesa la totalidad
de cuanto hay, y, consecuentemente, de cada cosa lo que ella es frente y junto
a las demás, su puesto, papel y rango en el conjunto de todas las cosas
— diríamos la vida pública de cada cosa, lo que representa y vale en la
soberana publicidad de la existencia universal. Por cosas entenderemos no sólo
las reales físicas o anímicas, sino también las irreales, las ideales y fantásti¬
cas, las transreales, si es que las hay. Por eso elijo el verbo 'haber'; ni
siquiera digo todo lo que existe’, sino 'todo lo que hay’. Este 'hay’, que no
es un grito de dolor, es el círculo más amplio de objetos que cabe trazar,
hasta el punto que incluye cosas, es decir, que hay cosas de las cuales es
forzoso decir que las hay pero que no existen. Así, por ejemplo, el cuadrado
REALIDAD Y SER EN LA FILOSOFÍA ESPAÑOLA 359

redondo, el cuchillo sin hoja ni cacha o todos esos seres maravillosos de que
nos habla el poeta Mallarmé — como la hora sublime que es, según él, 'la
hora ausente del cuadrante’, o la mujer mejor, que es 'la mujer ninguna’. Del
cuadrado redondo sólo podemos decir que no existe, y no por casualidad,
sino que su existencia es imposible; pero para poder dictar sobre el cuadrado
redondo tan cruel sentencia es evidente que tiene que ser habido por nosotros,
es menester que en algún sentido lo haya” {¿Qué es filosofía?, 1937, p. 86).
ÍNDICE

Advertencia. -j
Prólogo a Filosofía española actual . 9
Prólogo a El existencialismo en España . 17
Presencia y ausencia del existencialismo en España .... 21
Dos hipótesis . 24
El punto de partida . 26
El ser del hombre . 30
La razón vital . 36
Genio y figura de Miguel de Unamuno . 41
Unamuno en su mundo . 43
La figura de Unamuno . 49
La pretensión de Unamuno . 54
Los géneros literarios de Unamuno. 38
Lo que ha quedado de Miguel de Unamuno. 77
La obra de Unamuno: un problema de filosofía. 95
El problema . 97
El tema de Unamuno . 102
La novela existencial . 112
Unamuno y la filosofía . 124
Ortega y la vida de la razón vital . 133
Una figura filosófica . 135
La metafísica de Ortega . 144
Los problemas de la vida colectiva . 165
La razón vital como posibilidad . 173
Vida y razón en la filosofía de Ortega . 181
I. La génesis de la razón vital. 183
La idea de la vida . 183
La razón vital . 191
II. La razón vital en marcha. 197
El encuentro con la caza . 198
El ser de la caza . 201
El decir de la razón vital . 203
La caza en la vida humana . 210
En la muerte de Ortega . 215
Ortega: historia de una amistad . 217
Ortega, amigo de mirar .. 222
El hombre Ortega . 226
La metafísica de Ortega . 237
El futuro de Ortega. 246
Conciencia y realidad ejecutiva . 255
La primera superación orteguiana de la fenomenología 257
Vieja y nueva política. 265
El origen de la sociología de Ortega . 267
El hombre y la gente . 273
La teoría de la vida social en Ortega . 275
Exhortación al estudio de un libro . 289
El legado filosófico de Manuel García Morente . 297
Xavier Zubiri . 30^
Zubiri o la presencia de la filosofía. 307
La situación intelectual de Xavier Zubiri. 317
La novela como método de conocimiento . 325
Realidad y ser en la filosofía española . 345
ESTE LIBRO
SE ACABÓ DE IMPRIMIR

EN BUENOS AIRES
EL 5 DE JUNIO DE 1959,

EN LOS TALLERES DE LA

COMPAÑÍA IMPRESORA
ARGENTINA S. A.
ALSINA 2049.

Emecé Editores, S. A.
Luzuriaga 38 — Buenos Aires
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ideas... y se interesan por recibii
noticia de lo que se siente y sí
hace en el mundo”. Hoy día, er
que el Occidente, por la unión má:
íntima de Europa y América, cons
tituye una apretada entidad, la so
lidaridad cultural se hace aun má:
imperiosa que entonces.
Movida por el deseo de lograr ui
contacto más estrecho con el públi
co americano, la Revista de Occi
dente de Madrid publica en Bueno,
Aires, con el sello de Emecé, est;
colección en la que aparecerán no
diciones del progra
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