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DESEMBARCO EN LA PALABRA. AÑO. I.

Nº 9

DULCE SEVERIDAD Y PEDAGOGÍA DE LA SENSIBILIDAD

Luis Javier Hernández Carmonai


Debe presidir a la educación una dulce severidad, no como suele
practicarse en la mayor parte de los casos. En vez de invitar a los niños al
estudio de las letras humanas se les brinda con la crueldad y el terror.
Deben ser alejadas la fuerza y la violencia. Nada como ellas para echar a
perder una naturaleza bien dispuesta.
Michel de Montaigne
En el aspecto educativo, ha transcurrido un largo trecho desde los tiempos de la
palmeta a la era digital, aunque las penalizaciones siguen existiendo a través de un proceso
de sujeción al otro por medio de procedimientos violentos. La implementación de la palmeta
como instrumento de corrección pertenece a una época refrendada por el conocido eslogan:
“la letra entra con sangre”, época apegada a las tradiciones telúricas y la formación de
‘hombres de brega’, acorazados por una virilidad determinante. Por boca de los ancestros
hemos conocido los castigos corporales implementados para enmendar conductas o propiciar
el dominio de determinado contenido programático, operación aritmética o aplicación de las
reglas de urbanidad. Más aún, la prolongación de ese castigo en el hogar, de llegarse a enterar
el representante de la falta o el agravio cometido por su representado. “Eran tiempos
violentos” me ha dicho alguien en una conversación reciente, lo que me ha llevado a
preguntarme: ¿Qué tiempo o época no ha sido violenta?
E indiscutiblemente la respuesta apunta hacia una generalización: todas las épocas y
tiempos históricos han sido profundamente violentos; de por sí, la cultura es un proceso
esencialmente violento, la acción humana está predispuesta hacia la violencia, involucrando
al lenguaje mismo, quien requiere de marcas de cortesía para hacer menos impositivo e
imperativo lo demandado en los actos enunciativos. De allí que tengamos que distinguir entre
violencia manifiesta y violencia implícita o soterrada, dos formas de infringir al otro medidas
coercitivas para poder mantenerse en determinado espacio o circunstancia. Quizá desde esta
perspectiva, muy pocas actitudes han cambiado en torno al acto educativo y una ejecutoria
de la violencia como recurso para el control de los integrantes de una comunidad
determinada.
Desde la sombra del castigo divino que acompaña inmemorialmente a la humanidad
bajo la inquisición de un pecado original, o de una deidad no benevolente con quienes han
infringido las reglas establecidas, pasando por la ‘autoridad doméstica’, hasta llegar al
cumplimiento de los procesos de socialización con la integración de los individuos como
entes de cooperación y producción colectiva en función de lo establecido por el Estado, existe
una recurrente ‘pedagogía de la violencia’ que castiga al mismo tiempo que premia y
recompensa a través de ese castigo. Siempre con el ejercicio de la violencia estará presente
el escarnio ante los demás a través de los ejemplos emancipadores de la conducta y la acción;
una arcaica forma de `seducir’ mediante actos violentos.
Al respecto, estamos ante el educar en su interpretación de castrar, amputar, abstraer,
seccionar a partir de la simple documentación de contenidos aderezados por la actitud
autoritaria del docente y su único propósito de aprobar o reprobar; lograr el imposible de
cuantificar la acción humana, para sencillamente imponer, desubjetivarse, negarse junto a los
otros como sujeto histórico y ente dinámico para la incorporación real y cierta a las
transformaciones que las realidades ameritan. Son escenario donde está prohibido aprender
soñando, redescubriendo a partir de lo local, las magias y maravillas de la universalidad del
conocimiento.
De allí que, paralelamente a esa pedagogía de la violencia, surja un anhelo
imperecedero: la paz. Generalmente buscada a través de la violencia o la imposición de la
fuerza, no a partir de una cultura de paz, tal cual ha sido pregonada por sus más destacados
proponentes; entre ellos, Mahatma Gandhi, precursor de la no-violencia mediante la
implementación de la verdad como mecanismo de descubrimiento del hombre dentro de sí
mismo, inherente a la naturaleza humana, al alcance de la mano sin implementar rebuscados
artificios, puesto que, para Gandhi: “La verdad es totalmente interior. No hay que buscarla
fuera de nosotros ni querer realizarla luchando con violencia con enemigos exteriores”. En
este sentido, paz y verdad forman parte de una concienciación que conduce hacia la
construcción de ciudadanías comunitarias, de convivencia real y productiva para intentar
crear una cultura de paz fortalecida por la comprensión de realidades a partir de las mismas
comunidades y no provenientes de la exigencia de organismos foráneos que intentan aplicar
‘recetas’ estandarizadas para todos los espacios, tiempos y circunstancias.
En este sentido continuamos envueltos en un mar de contradicciones al tratar de
buscar la paz y reconciliación por medio de la violencia, tan plena y manifiesta en cada
circunstancia cotidiana; más aún, en los escenarios educativos, no solo en los establecidos
institucionalmente, sino en sus manifestaciones más espontáneas, bajo una completa ausencia
de la equidad y la tolerancia. Aun cuando han sido desplazados los actos de violencia corporal
en los ámbitos educativos, sigue presente la violencia soterrada a manera de práctica
pedagógica para lograr los objetivos propuestos, sin importar la merma o invisibilización del
otro; su descentramiento a modo de sujeto educativo con derecho a un aprendizaje
participativo, coherente, conveniente y supuesto sobre la formación integral, y no limitado a
una simple transcripción cognitiva por parte de un docente ágrafo.
Al respecto es pertinente recordar una frase muy usada por algunos docentes frente al
reto que implica interaccionar en un salón de clases: “Si no me impongo, cómo me hago
respetar”, a lo que, deberíamos anteponer la siguiente interrogante, para continuar con la
reflexión: ¿El respeto se impone o se inspira?, porque la imposición desencadena miedo,
sumisión, displacer y muchas veces violencia, llamada en algún momento: reivindicativa. Al
parecer ha desaparecido la palmeta en cuanto instrumento de castigo, pero la actitud
autocrática y autoritaria del docente sigue presente en las ‘prácticas didácticas’ de los actuales
tiempos. La palmeta o el látigo de los esclavos ha sido sustituida por la coerción evaluativa,
en la cual la calificación es una poderosa arma para controlar audiencias.
De esta forma la evaluación unilateral es el acto más represivo que pueda existir, con
la aclaratoria de una práctica docente descentrada, no conteste a los principios de una
concienciación sobre la actuación del sujeto educativo en el proceso de enseñanza-
aprendizaje. Entendido el sujeto educativo a manera de instancia integradora del docente,
alumno, representante y contexto interaccionante, pues la evaluación debe dejar de ser
proceso donde el docente es juez y parte, ante un estudiante imposibilitado de participar en
su formación, poder ir fortaleciendo herramientas argumentales para interpretar realidades,
comenzando por la formulación de criterios sobre su actuación, que indudablemente
incrementarán su agudeza crítica y madurez intelectual.
Pese a que los tiempos evolucionan, los criterios genéricos siguen considerando al
estudiante una ‘tabula rasa’ tal cual la definió Paulo Freire en su Pedagogía del oprimido,
para significar la supremacía del docente al momento de ir ‘llenando’ aquel espacio vacío e
inscribiendo los contenidos que los programas educativos contienen. Y en ese desafortunado
acto, el participante es separado abruptamente de su experiencia de vida o mundo primordial,
para adentrarse en el conocimiento o saber formal como fórmula privilegiada de comprender
el mundo. Obviando que la verdadera acción educativa involucra en su quehacer al
estudiante, privilegiando sus contextos inmediatos a modo de punto de partida para la
comprensión del mundo desde su propia visión y en diálogo consigo mismo. En palabras de
Freire: “para que quien sabe pueda enseñar a quien no sabe es preciso que quien enseña sepa
que no sabe todo y que quien aprende sepa que no lo ignora todo”.
Teniendo en cuenta lo anterior, queda relevada la imposición docente a manera de
control de la audiencia en un salón de clase. Al contrario, queda inferida la presencia docente
a modo de paradigma didáctico para inspirar el aprendizaje, hacer de él una causa común en
la extensión del acto docente a todos los aspectos de la vida del sujeto educativo. De esta
forma el docente inspira, apasiona, conmueve e integra al otro a los espacios del aprendizaje
por medio del placer y el reconocimiento de ambos dentro de un binomio indisoluble. Nótese
la importancia de la inspiración en el acto docente, que no debe ser confundida con
motivación, como suele suceder. De allí que la presencia docente al inspirar, posibilita el
fluir de las potencialidades hacia un objetivo común alcanzado desde las individuaciones o
la peculiaridad de cada quien.
Ahora bien, es posible lograr esto, o es simplemente una utopía enmarcada en la
retórica académica que alimenta congresos, simposios o encuentros intelectuales, donde
muchas veces las separaciones entre teoría y práctica son insalvables y solo sirven para el
ensanchamiento de egos o engrosar publicaciones destinadas al más profundo anonimato. No
obstante, más allá de la retórica académica, este planteamiento es un ejercicio de vida, de
enseñar “como a mí me hubiese gustado que me enseñaran”, una conducta reparatoria
apuntalada por la formación inicial del hogar, donde aprendimos bajo la dulce severidad de
quienes nos formaron para sí mismos y la vida.
Acá está involucrada una utopía a manera de acción y determinación de alcanzar un
propósito más allá de las figuraciones derrotistas de todos aquellos que asumen la hegemonía
del Estado docente para invisibilizar al sujeto en una masa informe y dócil, negando toda
posibilidad de realización o redención a partir de una pedagogía de la sensibilidad. Puesto
que el docente es pieza fundamental e irremplazable en estas propuestas, mecanismo de
impulsar desde abajo la concienciación a modo de principio transformador de las intenciones
hegemónicas de convertir el acto educativo, en una simple actividad cognitiva a través de
aislamientos argumentales y docentes ágrafos que sencillamente: glosan los contenidos
señalados en los materiales biográficos y de apoyo teórico documental. Mientras sigan
pensando así, demorarán más la llegada de la verdadera y genuina presencia docente a los
diversos espacios educativos donde confluyen los sujetos.
Con respecto a la dulce severidad, es un término acuñado por el filósofo francés
Michel Montaigne, para destacar la autonomía del aprendizaje como el gran logro del
maestro sobre el educando revestido de dignidad, frente a la severa crueldad de la enseñanza
en su época. Por lo tanto, siempre insistió en que las lecciones no deben recitarse, sino
convertirse en acciones reflejadas en el curso de la vida, enmarcadas en el gran espejo del
espíritu; pues, a su parecer: “Debe el maestro acostumbrar al discípulo a pasar por el tamiz
todas las ideas que le transmita y hacer de modo que su cabeza no dé albergue a nada
por la simple autoridad y crédito”. Esto es, aprender bajo la consustanciación del
saber precavido en función del sujeto, su mundo y la configuración consensuada que
libere de las simples objetualizaciones o alienaciones ideológicas.
Dulce severidad constituye ontosemióticamente un antagonismo
complementario que implica la figuración de un rigor sin la aplicación de violencia
o fuerza para lograr los objetivos propuestos, sino más bien, a partir de la
manifestación de lo afectivo-subjetivo a razón de elemento integrador. De esta
forma, educar pasa a ser un enriquecedor diálogo polifónico para múltiples escuchas
a ser integrados según sus necesidades e intereses. Esta dulce severidad implica una
dialéctica pedagógica basada en el sujeto reconocido a partir de su memoria
afectivizada, la historia, los imaginarios socioculturales y todas aquellas instancias
o dimensiones enunciativas que lleguen a complementarlo a modo de sujeto
educativo, sujeto plural capaz de interaccionar en diversos espacios enunciativos sin
perder su autonomía argumental.
Así pues, surgen las consideraciones de ese sujeto educativo inmerso dentro
de la pedagogía de la sensibilidad que privilegia la resignificación de éste en función
de sus necesidades subjetivas y sociales, implicando una conversión individual y
colectiva al momento de transformar eventos y circunstancialidades. Conversión que
demanda todo un proceso identitario soportado por profundos y emblemáticos
procesos de subjetivación generadores de ciudadanías comunitarias, desde donde es
posible fundar sociedades más justas y equitativas; formular un conocimiento de
amplias dimensiones que tengan al sujeto como epicentro de la significación, para
de esta manera, permitirle incluir sus patemias a manera de herramientas vinculantes
consigo mismo y los otros.
Por otra parte la pedagogía de la sensibilidad abroga por una práctica que
permita la convergencia con base en la divergencia de la conciencia histórica, la
conciencia mítica, el cuerpo, el deseo, la compatibilidad y la tolerancia. Todas ellas
bajo la oportunidad del diálogo fecundo alrededor del sujeto, nunca orientada hacia
una pedagogía de la condescendencia o el ‘arrullo’ para envolver según intereses
particulares. Al contrario, es inherente a las formas posibles de narrar el mundo, de
plasmar la relación sujeto-mundo a través de diferentes posibilidades argumentales
incorporadas a la cotidianidad, o más bien, la cotidianidad supuesta a modo de
escenario subjetivante para procurar la acción humana significada mediante la
interrelación patémica.
Un ejemplo fehaciente de ello está representado por los planteamientos
ontosemióticos de educar desde la aldea cósmica, o el lugar que guarda el alma de
los hombres en la esencia de la cultura, donde el sujeto deja de ser un mero objeto
de estudio para convertirse en mediador entre él, sus espacios y circunstancialidades
a través de las relaciones intra e intersubjetivas a transformarse en concepciones
identitarias, ciudadanías sensibles que permiten el ingreso a dimensiones más
humanas, mucho más cercanas a ese sujeto que siente la necesidad de reafirmarse
desde sí mismo en los grandes espacios sociales.
Hablando de espacios de recurrencia educativa, el salón de clase y el acto
docente constituyen invaluables oportunidades para aplicar con toda la libertad
posible, la pedagogía de la sensibilidad. Al ser estas dos locaciones el momento ideal
para el proceso empático que garanticen la real administración de los contenidos más allá
de la simple aplicación de la perspectiva cognoscente. Es momento y oportunidad para
convocar al sujeto educativo en su práctica de la cotidianidad transversalizada con diferentes
ejes que garanticen el discernimiento académico, entre el conocimiento universal y las
referencias inmediatas de este sujeto homologado en medio del espacio histórico y cultural,
para permitir la relación intersubjetiva con los contenidos de aprendizaje; una fórmula
determinante si la intención es reagrupar esfuerzos en torno a la sensibilidad y su articulación
pedagógica.
Al parecer, han llegado los tiempos para repensar el acto docente bajo las instancias
de un sujeto educativo, consustanciado con una pedagogía de la sensibilidad que permita una
enseñanza existencial, conducente a un reconocimiento dentro de la acción humana capaz de
articular mundos, o nociones de mundo a partir de lo afectivo-subjetivo, no simple artificio
retórico para producir diálogos de sordos, sino instrumentos reales y ciertos para validar sus
recursos de creación, tanto en la cognición, como en la validación intersubjetiva para
estimular el pensamiento reflexivo, no solo en las instancias académicas y seguir creando
estancos insalvables entre las instituciones educativas y la cotidianidad, sino en cada uno de
los espacios significantes del diario devenir, mudando el aula de escenarios para hacerla
itinerante, permitir que su magia trascienda los límites y fronteras físicas o ideológicas y
convoque las oportunidades para reconocernos humanos seres. En consecuencia, es preciso
e inaplazable, una pedagogía que reinvente al sujeto desde su sensibilidad, bajo la más dulce
severitud...

El Paraíso, abril, 2021.

i
Doctor en Ciencias Humanas
Profesor Titular Universidad de Los Andes-Venezuela
Coordinador General Laboratorio de Investigaciones Semióticas y Literarias (ULA-LISYL)
Miembro Correspondiente de la Academia Venezolana de la Lengua. Correspondiente
de la Real Academia Española.
Blogspot: http://apuntacionessemioliterarias.blogspot.com/
Instagram: @hercamluisja

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