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La fuerza del loco

Hasta el siglo XVIII, el loco era “alguien que se engañaba”, es decir, “la locura era un sistema de
creencia”. Pero, a partir de principios del siglo XIX, la locura es “la insurrección de la fuerza” y
con la fuerza debe ser enfrentada, según narra Michel Foucault en este texto.

[Fragmentos de El poder psiquiátrico. Curso en el Collège de France, que distribuye Fondo de


Cultura Económica]

Por Michel Foucault

¿Cómo se presenta la instancia del poder disimétrico y no limitado que atraviesa y anima el
orden universal del asilo? Aquí tenemos cómo se presenta en el texto de Fodéré, el Traité du
délire, que data de 1817: “Un hermoso físico, es decir, un físico noble y varonil, es acaso una
de las primeras condiciones para tener éxito en nuestra profesión; es indispensable, sobre
todo, frente a los locos, para imponérseles. Cabellos castaños o encanecidos por la edad, ojos
vivaces, un continente orgulloso, miembros y pecho demostrativos de fuerza y salud, rasgos
destacados, una voz fuerte y expresiva: tales son las formas que, en general, surten un gran
efecto sobre individuos que se creen por encima de todos los demás. El espíritu, sin duda, es el
regulador del cuerpo; pero no se lo advierte de inmediato y requiere las formas exteriores para
arrastrar a la multitud”.

Como ven, el personaje mismo va a funcionar desde la primera mirada. Pero en esa primera
mirada a partir de la cual se entabla la relación psiquiátrica, el médico es en esencia un cuerpo,
más precisamente es un físico, una caracterización determinada, una morfología determinada,
bien definida. Y esa presencia física, que actúa como cláusula de disimetría absoluta en el
orden regular del asilo, hace que éste no sea, como dirían los psicosociólogos, una institución
que funciona de acuerdo con reglas; en realidad, es un campo polarizado por una disimetría
esencial del poder, que toma su forma, su figura, su inscripción física en el cuerpo mismo del
médico.

Pero ese poder del médico, por supuesto, no es el único que se ejerce, pues en el asilo, como
en todas partes, el poder no es nunca lo que alguien tiene y tampoco lo que emana de alguien.
El poder no pertenece ni a una persona ni, por lo demás, a un grupo; sólo hay poder porque
hay dispersión, relevos, redes, apoyos recíprocos, diferencias de potencial, desfases, etcétera.
El poder puede empezar a funcionar en ese sistema de diferencias, que será preciso analizar.

En consecuencia, alrededor del médico tenemos toda una serie de relevos. En primer lugar, los
vigilantes, a quien Fodéré reserva la tarea de informar sobre los enfermos, ser la mirada no
armada, no erudita, una especie de canal óptico a través del cual va a funcionar la mirada
erudita, es decir, la mirada objetiva del propio psiquiatra. Esa mirada de relevo, a cargo de los
vigilantes, también debe recaer sobre los sirvientes, esto es, los poseedores del último eslabón
de la autoridad. El vigilante, entonces, es a la vez el amo de los últimos amos y aquel cuyo
discurso, la mirada, las observaciones y los informes deben permitir la constitución del saber
médico. ¿Quiénes son los vigilantes? ¿Cómo deben ser?

“En un vigilante de insensatos es menester buscar una contextura corporal bien


proporcionada, músculos llenos de fuerza y vigor, un continente orgulloso e intrépido cuando
llegue el caso, una voz cuyo tono, de ser necesario, sea fulminante; además, el vigilante debe
ser de una probidad severa, de costumbres puras, de una firmeza compatible con formas
suaves y persuasivas (...) y de una docilidad absoluta a las órdenes del médico.” (Fodéré, op.
cit.)

Para terminar paso por alto unos cuantos relevos, la última etapa está constituida por los
sirvientes, que poseen un muy curioso poder. En efecto, el sirviente es el último relevo de esa
red, de esa diferencia de potencial que recorre el asilo a partir del poder del médico; es, por lo
tanto, el poder de abajo. Pero no está simplemente abajo por ser el último escalón de esa
jerarquía; también está abajo porque debe estar debajo del enfermo. No debe ponerse tanto
al servicio de los vigilantes que están por encima de él como al servicio de los propios
enfermos, y en esa posición de servicio de los enfermos no deben hacer, en realidad, más que
el simulacro de dicho servicio. En apariencia obedecen sus órdenes, los asisten en sus
necesidades materiales, pero de tal manera que, por una parte, el comportamiento de los
enfermos pueda ser observado desde atrás, desde abajo, en el nivel de las órdenes que
pueden dar, en vez de ser mirados desde arriba, como lo hacen los vigilantes y los médicos.

Michel Foucault entrevistado en Lovaina, 1981, subtitulado español.

Campo de batalla

Tenemos por lo tanto este sistema de poder que funciona dentro del asilo y tuerce el sistema
reglamentario general, sistema de poder asegurado por una multiplicidad, una dispersión, un
sistema de diferencias y jerarquías, pero más precisamente aún por lo que podríamos llamar
una disposición táctica en la cual los distintos individuos ocupan un sitio determinado y
cumplen una serie de funciones específicas. Como ven, se trata de un funcionamiento táctico
del poder o, mejor, esa disposición táctica permite el ejercicio del poder.

Para que el poder se despliegue con tanta astucia o, mejor dicho, para que el universo
reglamentario sea recorrido por esa especie de relevos de poder que lo falsean y distorsionan,
pues bien, puede decirse con mucha verosimilitud que en el corazón mismo de ese espacio hay
un poder amenazante que es preciso dominar o vencer. En otras palabras, si llegamos a una
disposición táctica semejante, es sin duda porque el problema, antes de ser o, más bien, para
poder ser el problema del conocimiento, de la verdad de la enfermedad y de su curación, debe
ser un problema de victoria. En este asilo se organiza entonces, efectivamente, un campo de
batalla.

Y bien, a quien debe dominarse es, por supuesto, al loco. Hace un momento cité la curiosa
definición del loco dada por Fodéré, para quien el loco es quien se cree “por encima de los
otros”. De hecho, así aparece efectivamente el loco dentro del discurso y la práctica
psiquiátricos de principios del siglo XIX, y así encontramos ese gran punto de inflexión, ese
gran clivaje, la desaparición del criterio del error para la definición, para la atribución de la
locura.

Hasta fines del siglo XVIII, en términos generales, decir que alguien era loco, atribuirle locura,
siempre era decir que se engañaba, en qué sentido, sobre qué punto, de qué manera, hasta
qué límite se engañaba; en el fondo, lo que caracterizaba a la locura era el sistema de creencia.
Ahora bien, a principios del siglo XIX vemos aparecer de manera muy repentina un criterio de
reconocimiento y atribución de la locura que es absolutamente distinto; lo que caracteriza al
loco, el elemento por el cual se le atribuye la locura a partir de comienzos del siglo XIX,
digamos que es la insurrección de la fuerza, el hecho de que en él se desencadena cierta
fuerza, no dominada y quizás indominable.

(...)

Y la primera gran distribución de esa práctica asilar a principios del siglo XIX retranscribe con
mucha exactitud lo que pasa en el interior mismo del asilo, es decir, el hecho de que ya no se
trata en absoluto de reconocer el error del loco, sino de situar con toda precisión el punto en
que la fuerza desatada de la locura lanza su insurrección: cuál es el punto, cuál es el ámbito,
con respecto a qué va a aparecer y desencadenarse la fuerza para trastornar por completo el
comportamiento del individuo.

Y así encontramos en Pinel esa definición muy simple pero fundamental, creo, de la
terapéutica psiquiátrica, definición que no constaremos antes de esa época a pesar del
carácter rústico y bárbaro que puede presentar. La terapéutica de la locura es “el arte de
subyugar y domesticar, por así decirlo, al alienado, poniéndolo bajo la estricta dependencia de
un hombre que, por sus cualidades físicas y morales, tenga la capacidad de ejercer sobre él un
influjo irresistible y modificar el encadenamiento vicioso de sus ideas” (Philippe Pinel, Traité
médicophilosophique).

Por eso, en definitiva, en esta protopráctica psiquiátrica encontramos escenas y una batalla
como acto terapéutico fundamental.

Foucault y la Sociedad Disciplinaria (J. P. Feinman)


Noche de prueba

En la psiquiatría de la época vemos distinguirse con mucha claridad dos tipos de


intervenciones. Una que, durante el primer tercio del siglo XIX, es objeto de una descalificación
constante y regular: la práctica propiamente médica o medicamentosa. Y además
constatamos, en contraste, el desarrollo de una práctica que se denomina “tratamiento
moral”, definido en primer lugar por los ingleses, esencialmente por Haslan, y muy pronto
adoptada en Francia.

Y este tratamiento moral no es en absoluto, como podría imaginarse, una especie de proceso
de largo aliento que tenga esencialmente como función primera y última poner de manifiesto
la verdad de la locura, poder observarla, describirla, diagnosticarla y, a partir de ello, definir la
terapia. La operación terapéutica que se formula en esos años, entre 1810 y 1830, es una
escena: una escena de enfrentamiento.

La escena de la curación es una escena compleja. He aquí un ejemplo famoso del Traité
médicophilosophique de Pinel. Se refiere a un hombre joven “dominado por prejuicios
religiosos” y que creía que, para asegurarse la salvación, debía “imitar las abstinencias y
mortificaciones de los antiguos anacoretas”, es decir, negarse no sólo todos los placeres de la
carne, desde luego, sino también toda alimentación. Y resulta que un día rechaza con más
dureza que de costumbre una sopa que le sirven: “El ciudadano Pussin se presenta al
anochecer en la puerta de su celda, con un aparato (‘aparato’ en el sentido del teatro clásico,
claro está; M. F.) digno de espanto, los ojos inyectados, un tono de voz aterrador, un grupo de
servidores apiñados a su alrededor y armados con cadenas que agitan con estrépito; se pone
un plato de sopa frente a él y se lo intima con la orden más precisa a tomarla durante la noche
si no quiere sufrir los tratamientos más crueles; el personal se retira y se lo deja en el más
penoso estado de vacilación, entre la idea del castigo que lo amenaza y la perspectiva
pavorosa de los tormentos de la otra vida. Luego de un combate de varias horas se impone la
primera idea y el enfermo decide tomar su alimento. Se lo somete a continuación a un régimen
apto para restaurarlo; el sueño y las fuerzas vuelven por etapas, así como el uso de la razón, y
él escapa de este modo a una muerte segura. Durante su convalecencia me confiesa a menudo
sus agitaciones crueles y sus perplejidades a lo largo de la noche de la prueba”.

Tenemos aquí una escena que, a mi entender, es muy importante en su morfología general. En
primer lugar, como ven, la operación terapéutica no pasa en modo alguno por el
reconocimiento, efectuado por el médico, de las causas de la enfermedad. Para que su
operación tenga buenos resultados, el médico no requiere ningún trabajo diagnóstico o
nosográfico, ningún discurso de verdad.

Segundo, es una operación cuya importancia radica en que no se trata de ninguna manera, en
un caso como éste y en todos los casos similares, de aplicar una receta técnica médica a algo
que se considere como un proceso o comportamiento patológico; se trata del enfrentamiento
de dos voluntades: la del médico y de quien lo representa, por un lado, y la del enfermo, por
otro. Por lo tanto, se entabla una batalla y se establece una relación de fuerza determinada.

Tercero, el primer efecto de esa relación de fuerza consiste, en cierto modo, en suscitar una
segunda relación de fuerza dentro mismo del enfermo, pues la cuestión está en generar un
conflicto entre la idea fija a la cual él se ha aferrado y el temor al castigo: un combate que
provoca otro. Y ambos deben, cuando la escena tiene un buen final, remitir a una victoria, la
victoria de una idea sobre otra, que debe ser al mismo tiempo la victoria de la voluntad del
médico sobre la del enfermo.

Cuarto, lo importante en esta escena es que sobreviene efectivamente un momento en que la


verdad sale a la luz: el momento en que el enfermo reconoce que su creencia en la necesidad
de ayunar para obtener su salvación era errónea y delirante, cuando reconoce lo ocurrido y
confiesa que ha atravesado una serie de fluctuaciones, vacilaciones, tormentos. Para resumir,
en esta escena en la cual hasta el momento la verdad no tuvo ningún papel, el relato mismo
del enfermo constituye el momento en que ella respladece.

Ultimo punto: cuando esa verdad se ha alcanzado de tal modo, pero por conducto de la
confesión y no a través de un saber médico reconstituido, en el momento concreto de la
confesión, se efectúa, se cumple y se sella el proceso de curación.

Aquí tenemos entonces toda una distribución de la fuerza, el poder, del acontecimiento, de la
verdad, que no es de manera alguna lo que podemos encontrar en un modelo que cabría
llamar médico, y que en esa misma época estaba constituyéndose en la medicina clínica. Es
posible decir que en la medicina clínica de esos días se constituía cierto modelo epistemológico
de la verdad médica, de la observación, de la objetividad, que iba a permitir a la medicina
inscribirse efectivamente dentro de un dominio de discurso científico en el que coincidiría, con
sus modalidades propias, con la fisiología, la biología, etcétera. Suele pensarse que la
psiquiatría aparece en ese momento, por primera vez, como una especialidad dentro del
dominio médico.

A mi entender sin plantear aún el problema de por qué una práctica como ésta pudo verse
efectivamente como una práctica médica, por qué fue necesario que las personas encargadas
de esas operaciones fueran médicos, y por lo tanto sin tener en cuenta ese problema, entre
aquellos a quienes podemos considerar como los fundadores de la psiquiatría, la operación
médica que llevan a cabo cuando curan no tiene, en su morfología, en su disposición general,
virtualmente nada que ver con lo que está entonces en proceso de convertirse en la
experiencia, la observación, la actividad diagnóstica y el proceso terapéutico de la medicina. En
ese nivel y ese momento, este acontecimiento, esta escena, este procedimiento son, a mi
parecer, absolutamente irreductibles a lo que ocurre en la misma época en medicina.

Será esta heterogeneidad la que marcará la historia de la psiquiatría en el momento mismo en


que se funda dentro de un sistema de instituciones que, sin embargo, la asocia a la medicina.
El Occidente y la verdad del sexo

Le Monde, N° 9885, 5 de noviembre de 1976

Un inglés, que no ha dejado su nombre, escribió a finales del siglo XIX una inmensa obra que
fue impresa en una docena de ejemplares; jamas fue puesta a la venta y terminó cayendo en
manos de algunos coleccionistas o en algunas raras bibliotecas. Es uno de los libros más
desconocidos, se llama My secret life.

El autor hace allí el meticuloso relato de una vida a la que él había consagrado al placer sexual.
Noche tras noche, días tras día, cuenta hasta sus menores experiencias, sin fausto, sin retórica,
con la única preocupación de decir que pasó, cómo, según qué intensidad y con qué cualidad
de sensación. ¿Con esa única preocupación? Quizás. Porque de esta tarea de escribir lo
cotidiano de su placer habla frecuentemente como de una sorda obligación, un poco
enigmática, a la cual él no sabría rehusar someterse: es necesario decirlo todo. Y sin embargo
hay otra cosa; para este Inglés testarudo en este ‘juego-trabajo’ se trata de combinar en su
justo término el uno con el otro, el discurso verdadero sobre el placer y el placer propio del
enunciado de esta verdad; se trata de utilizar este diario –ya sea que él lo releyera en voz alta,
o que lo escribiese a medida- de los desarrollos de nuevas experiencias sexuales, según las
reglas de ciertos placeres extraños donde ‘leer y escribir’ tendrían un rol específico.

Steven Marcus consagró a este obscuro contemporáneo de la reina Victoria algunas páginas
remarcables. Por mi parte no estoy tentado en ver en él un personaje de las sombras, ubicado
del ‘otro lado’ en una época de mogigatería. ¿Es una revancha discreta y risueña sobre la
mogigatería de la época? Sobre todo me parece situado en el punto de convergencia de tres
líneas de evolución muy poco secretas en nuestra sociedad. La más reciente es la que dirigía la
medicina y la psiquiatría de la época hacia un interés quasi entomológico por las prácticas
sexuales, sus variantes y su disparate: Kraft-Ebing no está lejos.

La segunda, más antigua es la que desde Rétif y Sade, ha inclinado a la literatura erótica a
buscar sus efectos no solamente en la vivacidad o rareza de las escenas que imaginaba sino en
la búsqueda encarnizada de una cierta verdad del placer: una erótica de la verdad, una
relación de la verdad a la intensidad son característicos de este nuevo ‘libertinaje’ inaugurado
al fin del siglo XVIII.

La tercera línea es la más antigua; ella ha atravesado desde la Edad Media todo el Occidente
cristiano: es la obligación estricta para cada uno de ir a buscar en el fondo de su corazón, por la
penitencia o el examen de consciencia, las huellas incluso imperceptibles de la concuspicencia.
La quasi clandestinidad de My secret life no debe hacer ilusión, la relación del discurso
verdadero con el placer del sexo ha sido una de las preocupaciones más constantes de las
sociedades occidentales. Y esto desde hace siglos. ¿Qué no se ha dicho sobre esta sociedad
burguesa, hipócrita, mogigata, avara con sus placeres, testaruda en no querer ni reconocerlos
ni nombrarlos? ¿Qué es lo que no se ha dicho sobre la más pesada herencia que ella habría
recibido del cristianismo – el sexo-el pecado? ¿Y sobre la manera en la que el siglo XIX ha
utilizado esta herencia con fines económicos: el trabajo antes que el placer, la reproducción de
las fuerzas antes que el puro dispensar las energías? ¿Y no estaba aquí lo esencial? ¿Y si
hubiese, en el centro de la ‘política del sexo’, engranajes muy diferentes? ¿No de rechazo u
ocultación sino de incitación? ¿Y si el poder no tuviese por función esencial decir no, prohibir y
censurar sino ligar según una espiral indefinida, la coerción, el placer y la verdad?

Imaginemos solamente el celo con el que nuestras sociedades han multiplicado desde hace
siglos hasta ahora, las instituciones destinadas a extraer la verdad del sexo y que por esto
mismo producen un placer específico. Pensemos en la enorme obligación de confesión y en
todos los placeres ambiguos que, a la vez, la perturban y la vuelven deseable: confesión,
educación, relaciones entre padres e hijos, médicos y enfermos, psiquiatras e histéricas,
psicoanalistas y pacientes. Algunas veces se dice que Occidente no ha sido jamás capaz de
inventar ni un sólo tipo de placer nuevo. ¿No cuenta para nada la voluptuosidad de escrutar,
extraer, interpetar, brevemente el ‘placer de análisis’ en el sentido más amplio del término?
Antes que una sociedad dedicada a la represión del sexo, yo verría a la nuestra como dedicada
a su ‘expresión’.

Permitaseme esta palabra desvalorizada. Yo más bien verría a Occidente encarnizado en


arrancar la verdad del sexo. Los silencios, los impedimentos, los hurtamientos no deben ser
subestimados pero no han podido formarse y producirse en sus dudosos efectos más que
sobre el fondo de una voluntad de saber que atraviesa toda nuestra relación al sexo. Voluntad
de saber en este punto imperiosa y en la cual estamos tan involucrados que hemos llegado no
sólo a buscar la verdad del sexo sino a demandarle nuestra propia verdad. A ella le tocaría
decir lo que somos.

De Gerson a Freud se ha edificado toda una lógica del sexo que ha organizado la ciencia del
sujeto. Nos imaginamos gustosamente pertenecer a un régimen ‘victoriano’. Me parece que
nuestro reino es más bien el que imaginó Diderot en Les bijoux indiscrets: un cierto
mecanismo difícilmente visible que hace hablar al sexo en un parloteo casi interminable.
Estamos en una sociedad del sexo que habla. Así quizas es preciso interrogar a una sociedad
sobre la manera en la cual se organizan en ella las relaciones del poder, la verdad y el placer.

Me parece que se pueden distinguir dos régimenes principales. Uno es el de el arte erótico. Allí
la verdad es extraída del placer mismo, recogido como experiencia, analizado según su
cualidad, seguido a lo largo de sus reverberaciones en el cuerpo y en el alma, y ese saber
quintaesenciado es, bajo el sello del secreto, transmitido por iniciación magistral a aquellos
que se han mostrado dignos y que sabrán hacer uso al nivel del placer mismo, para
intensificarlo y volverlo más agudo y más acabado.

La civilización occidental, en todo caso desde hace siglos, casi no ha conocido arte erótica, ella
ha anudado las relaciones del poder, del placer y de la verdad totalmente sobre otro modo: el
de una ‘ciencia del sexo’. Tipo de saber donde lo que es analizado es menos el placer que el
deseo; donde el maestro amo maître no tiene por función iniciar sino interrogar, escuchar,
descifrar, donde ese largo proceso no tiene como fin un mejoramiento del placer sino una
modificación del sujeto (que por esta vía se encuentra o perdonado o reconciliado, curado o
liberado).

De este arte a esta ciencia, las relaciones son demasiado numerosas como para que se pueda
hacer de eso una línea de partición de aguas entre dos tipos de sociedad. Ya se trate de la
dirección de consciencia o de la cura psicoanalítica, el saber del sexo lleva consigo imperativos
de secreto, una cierta relación al maestro y todo un juego de promesas que lo emparentan
entonces con el arte erótico.¿Creeríamos que sin esas obscuras relaciones algunos pagarían
tan caro el derecho de formular laboriosamente dos veces semanales la verdad de su deseo y
esperar con toda paciencia el beneficio de la interpretación? Mi proyecto sería hacer la
genealogía de esta ‘ciencia del sexo’. Empresa que no es una novedad, lo sé, muchos la
emprenden hoy mostrando cuantos rehusamientos, ocultaciones, temores, desconocimientos
sistemáticos han tenido largo tiempo bajo tutela todo un saber eventual del sexo.

Pero no quisiera intentar esta genealogía en términos positivos, a partir de las incitaciones de
mecanismos, técnicas y procedimientos que han permitido la formación de ese saber, quisiera
seguir desde el problema cristiano de la carne, todos los mecaniue han inducido sobre el sexo,
un discurso de verdad y organizado alrededor de él un régimen que mixtura placer y poder. En
la imposibilidad de seguir globalmente esta génesis, intentaré, en estudios distintos, destacar
algunas de sus estrategias más importantes, a propósito de los niños, las mujeres, las
perversiones y la regulación de los nacimientos. La cuestión que uno tradicionalmente se
plantea es: entonces ¿por qué Occidente ha culpabilizado tanto tiempo al sexo, y cómo sobre
el fondo de ese rehusamiento o de cierto temor se ha llegado a plantear, a través de muchas
reticencias, la cuestión de la verdad? ¿Por qué y cómo desde el fin del siglo XIX se ha intentado
levantar una parte del gran secreto, y esto con una dificultad de la que incluso el coraje de
Freud es testimonio?

Quisiera plantear totalmente otra interrogación: ¿por qué el Occidente se ha interrogado


continuamente sobre la verdad del sexo y exigido que cada uno la formule sobre sí? ¿Por qué
se ha querido con tanta obstinación que nuestra relación a nosotros mismos pase por esta
verdad? Es preciso entonces asombrarse que hacia el comienzo del siglo XX hayamos estado
tomados por una gran y nueva culpabilidad, que hemos comenzado a experimentar una
especie de remordimiento histórico que nos ha hecho creer que desde hacía siglos estábamos
en falta respecto al sexo.

Me parece que en esta nueva culpabilización, de la que parecemos tan gustosos, lo que es
sistemáticamente desconocido es justamente esta gran configuración de saber que Occidente
no ha cesado de organizar alrededor del sexo, a través de técnicas religiosas, médicas o
sociales. Supongo que me conceden este punto. Pero asimismo me dirán: ¿“Ese gran trabajo
de pulido alrededor del sexo, esa preocupación constante, no ha tenido al menos hasta el siglo
XIX más que un objetivo: interdictar el libre uso del sexo.’? Ciertamente el rol de las
interdicciones ha sido importante. Pero el sexo ¿está de entrada y ante todo interdicto? ¿O
bien las interdicciones no son más que trampas en el interior de una estrategia compleja y
positiva?

Uno toca aquí un problema más general al que sería necesario tratar muy en contrapunto con
esta historia de la sexualidad, el problema del poder. De una manera espontánea, cuando se
habla del poder se lo concibe como ley, como interdicción, como prohibición y represión; y nos
encontramos muy desarmados cuando se trata de seguirlo en sus mecanismos y sus efectos
positivos. Un cierto modelo jurídico pesa sobre los análisis del poder, dando un privilegio
absoluto a la forma de la ley. Sería preciso escribir una historia de la sexualidad que no esté
ordenada por la idea de un poder-represión, de un poder-censura, sino por la idea de un
poder-incitación, un poder-saber, sería preciso intentar desprender el régimen de la cohersión,
el placer y el discurso que es no inhibidor sino constitutivo, de ese dominio complejo que es la
sexualidad.

Desearía que esta historia fragmentaria de la ‘ciencia del sexo’ pudiese valer igualmente como
el esbozo de una analítica del poder.
De la amistad como modo de vida
[Entrevista con R. de Ceccaty, J. Danet y Jean Le Bitoux, Rev. Gai Pied, N° 25, abril de 1981;
versión español y francés]

-Usted tiene 50 años. Es un lector del períodico, éste existe desde hace dos años. Para usted
¿es algo positivo el conjunto de estos discursos?

-Que el períodico exista, es algo positivo e importante. Lo que podría demandarle a vuestro
períodico es que leyéndolo yo no tenga que plantearme la cuestión de mi edad. Ahora bien, la
lectura me fuerza a plantearmela, y no me sentí contento de la manera en que fui llevado a ello.
Muy simplemente no tenía lugar allí.

-Quizas es el problema del tipo de edad de los que colaboran y de los que lo leen, una mayoría
de entre veinticinco y treinta y cinco años.

- Seguro. Más está escrito por jóvenes, más concierne a los jóvenes. Pero el problema no
consiste en hacer lugar a una clase de edad en lugar de otra, sino saber lo que se puede hacer
por relación a la cuasi-identificación de la homosexualidad con el amor entre jóvenes. Otra cosa
de la cual desconfiar, es de la tendencia a llevar la cuestión de la homosexualidad hacia el
problema: "¿Quién soy yo? ¿Cuál es el secreto de mi deseo?" Quizás valdría más preguntarse:
"¿Qué relaciones pueden ser establecidas, inventadas, multiplicadas, moduladas a través de la
homosexualidad?" El problema no es descubrir en sí la verdad de su sexo, sino más bien usar
de allí en más su sexualidad para arribar a una multiplicidad de relaciones. Y es esto sin duda
la verdadera razón por la cual la homosexualidad no es una forma de deseo sino algo
deseable. Nosotros tenemos que esforzarnos en devenir homosexuales y no obstinarnos en
reconocer que lo somos. Los desarrollos de la homosexualidad van hacia el problema de la
amistad.

-¿Lo pensó usted a los veinte años o lo descubrió en el curso de los años?

-Tan lejos como me acuerdo, tener ganas de hombres era tener ganas de relaciones con
hombres. Eso ha sido para mí siempre algo importante. No forzosamente bajo la forma de la
pareja sino como una cuestión de existencia: ¿cómo es posible para los hombres estar juntos?
¿Vivir juntos, compartir sus tiempos, sus comidas, sus habitaciones, sus libertades, sus penas,
su saber, sus confidencias? ¿Qué es eso de estar entre hombres 'al desnudo', fuera de las
relaciones institucionales, de familia, de profesión, de camaradería obligada? Es un deseo, una
inquietud que existe en mucha gente.

- ¿Se puede decir que la relación al deseo, al placer y a la relación que uno puede tener sea
dependiente de su edad?

- Sí, muy profundamente. Entre un hombre y una mujer más joven, la institución facilita las
diferencias de edad, las acepta y la hace funcionar. Dos hombres de edad notablemente
diferente, ¿qué código tendrían para comunicarse? Están uno frente a otro sin armas, sin
palabras convenidas, sin nada que los asegure sobre el sentido del movimiento que los lleva a
uno hacia el otro. Tienen que inventar desde la A a la Z una relación aún sin forma que es la
amistad: es decir la suma de todas las cosas a través de las cuáles uno y otro pueden darse
placer. Es una de las concesiones que se les hace a los otros el no presentar la
homosexualitdad sino bajo la forma de un placer inmediato, el de dos jóvenes que se
encuentran en la calle, se seducen con una mirada, se ponen una mano en la grupa sintiendo
un placer intenso un cuarto de hora. Se tiene aquí una especie de imagen límpida de la
homosexualidad que pierde toda virtualidad inquietante por dos razones: ella responde a un
canon asegurador de la belleza y anula la camaradería, el compañerismo, a los cuáles una
sociedad un poco ruinosa no puede dar lugar sin temer que se formen alianzas, que se anuden
líneas de fuerza imprevistas. Pienso que es esto lo que vuelve 'perturbante' a la
homosexualidad, el modo de vida homosexual mucho más que el acto sexual mismo. Imaginar
un acto sexual que no es conforme a la ley o a la naturaleza, no es eso lo que inquieta a la
gente. Sino que los individuos comiencen a amarse, he ahí el problema. La institución es
tomada a contrapie, las intensidades afectivas la atraviesan, a la vez ellas la sostienen y la
perturban. Miren al ejército, allí el amor entre hombres es apelado y honrado sin cesar. Los
códigos institucionales no pueden validar estas relaciones en las intensidades múltiples, los
colores variables, los movimientos imperceptibles, las formas que cambian. Estas relaciones
hacen cortocircuito e introducen el amor allí donde debería haber ley, regla o hábito.

-Usted dice siempre: "Más que llorar por placeres desflecados me interesa lo que podemos
hacer de nosotros mismos." ¿Podría precisar?

-El ascetismo como renuncia al placer tiene mala reputación. Pero la askesis es otra cosa. Es
el trabajo que uno hace sobre sí para transformarse o para hacer aparecer ese de sí que
felizmente no se alcanza jamás. ¿No sería éste nuestro problema hoy? Al ascetismo se le ha
dado vacaciones. Es cuestión nuestra avanzar sobre una askesis homosexual que nos haría
trabajar sobre nosotros mismos e inventar, no digo descubrir, una manera de ser aún
improbable.

-¿Esto quiere decir que un joven homosexual debería ser muy prudente por relación a la
imaginería homosexual y trabajar sobre otra cosa?

-Sobre lo que debemos trabajar, me parece, no es tanto en liberar nuestros deseos, como en
volvernos a nosotros mismos más susceptibles de placeres. Es preciso y es preciso hacer
escapar a las dos fórmulas completamente hechas sobre el puro encuentro sexual y la fusión
amorosa de las identidades.

-¿Es que uno puede ver las premisas de construcciones relacionales fuertes en los Estados
Unidos, en todo caso en las ciudades donde el problema de la miseria sexual parece reglada?

-Lo que me parece cierto es que en los Estados Unidos, incluso existiendo aún el fondo de
miseria sexual, el interés por la amistad se ha vuelto muy importante. No se entra simplemente
en relación para poder llegar a la consumación sexual, lo que se hace muy fácilmente, sino que
aquello hacia lo que la gente es polarizada es hacia la amistad. ¿Cómo arribar, a través de las
prácticas sexuales, a un sistema relacional? ¿Es que es posible crear un modo de vida
homosexual? Esta noción de modo de vida me parece importante. ¿No habría que introducir
otra diversificación que la debida a las clases sociales, a las diferencias de profesión, a los
niveles culturales, una diversificación que sería también una forma de relación, y que sería el
'modo de vida'? Un modo de vida puede compartirse entre individuos de edad, status, actividad
social diferentes. Puede dar lugar a relaciones intensas que no se asemejen a ninguna de las
que están institucionalizadas y me parece que un modo de vida puede dar lugar a una cultura y
a una ética. Ser gay es, creo, no identificarse a los rasgos psicológicos y a las máscaras
visibles del homosexual, sino buscar definir y desarrollar un modo de vida.

-¿No es una mitologia decir: 'Henos aquí quizas, en los prolegómenos de una socialización
entre los seres que es inter-clases, inter-edades, inter-naciones'?

- Sí, un gran mito como decir: no habrá más diferencia entre la homosexualidad y la
heterosexuallidad. Por otra parte pienso que es una de las razones por las cuales la
homosexualidad actualmente hace problema. Ahora bien respecto a la afirmación de que ser
homosexual es ser un hombre y que uno ama, esta búsqueda de un modo de vida va al
encuentro de esta ideología de los movimientos de liberación sexual de los años sesenta. Es
en ese sentido que los mostachos tienen una significación. Es un modo de responder: 'No
teman, más uno se liberará, menos se amará a las mujeres, menos uno se hundirá en esta
polisexualidad donde no hay más diferencia entre unos y otros.' Y no se trata del todo de la
idea de una gran fusión comunitaria. La homosexualidad es una ocasión histórica de reabrir
virtualidades relacionales y afectivas, no tanto por las cualidades intrínsecas del homosexual
como por la posición de éste: 'en offside', de alguna manera son las líneas diagonales que él
puede trazar en el tejido social las que permiten hacer aparecer estas virtualidades.
-Las mujeres podrán objetar: '¿Qué es lo que los hombres ganan entre ellos por relación a las
relaciones posibles entre un hombre y una mujer, o entre dos mujeres?'

-Hay un libro que viene de aparecer en los Estados Unidos sobre las amistades entre mujeres
(Faderman, L., 'Surpassing the Love of Men', New York, William Morrow, 1980). Está muy bien
documentado a partir de testimonios de relaciones de afección y pasión entre mujeres. En el
Prefacio, el autor dice que ella había partido de la idea de detectar las relaciones
homosexuales y se dio cuenta que esas relaciones no solamente no estaban siempre
presentes sino que no era interesante saber si se podía llamar a esto homosexualidad o no. Y
que, dejando a la relación desplegarse tal como ella aparece en las palabras y en los gestos,
aparecían otras cosas muy esenciales: amores, afecciones densas, maravillosas, soleadas o
bien muy tristes, muy negras. Este libro muestra asimismo hasta qué punto el cuerpo de la
mujer ha jugado un gran rol y los contactos entre los cuerpos femeninos: una mujer peina a otra
mujer, ella se deja maquillar, vestirse. Las mujeres tenían derecho al cuerpo de otras mujeres,
tenerse del talle, abrazarse. El cuerpo del hombre estaba interdicto al hombre de manera
mucho más drástica. Si es verdad que la vida entre mujeres estaba tolerada, ello solo lo era en
ciertos períodos y desde el siglo XIX que la vida entre hombres no solamente fue tolerada, sino
rigurosamente obligatoria, simplemente que ello tuvo lugar durante las guerras. Igualmente en
los campos de prisioneros. Había soldados, jóvenes oficiales que pasaron allí meses, años
juntos. Durante la guerra del 14, los hombres vivían completamente juntos unos con los otros, y
ello no era en absoluto en la medida en que la muerte estaba allí; y donde finalmente la
devoción de uno por el otro, el servicio brindado era sancionado por un juego de vida y muerte.
Fuera de algunas frases sobre la camaradería, la fraternidad del alma, de algunos testimonios
muy parciales, ¿qué se sabe de estos tornados afectivos, tempestades del corazón que pudo
haber allí en esos momentos? Y uno se puede preguntar qué ha hecho que en esas guerras
absurdas, grotescas, esas masacres infernales, las gentes a pesar de todo se hayan sostenido.
Sin duda por un tejido afectivo. No quiero decir que fuese porque ellos estaban enamorados
unos de otros que continuaban combatiendo. Pero el honor, el coraje, el no perder la dignidad,
el sacrificio, salir de la trinchera con el compañero, delante del compañero, esto implicaba una
trama afectiva muy intensa. Esto no quiere decir: 'Ah, he ahí la homosexualidad!' Detesto ese
tipo de razonamiento. Pero sin duda se tienen ahí las condiciones, no la única, que ha
permitido esta vida infernal en que los tipos, durante semanas, chapoteasen en el barro, entre
los cadáveres, la mierda, reventasen de hambre, y estuviesen borrachos la mañana del asalto.
En fin, yo quisiera decir que algo reflexionado y voluntario como una publicación debería volver
posible una cultura homosexual, es decir, posibilitar los instrumentos para relaciones
polimorfas, variadas, individualmente moduladas. Pero la idea de un programa y proposiciones
es peligrosa. Desde que se presenta un programa, se convierte en ley, se constituye en una
interdicción para inventar. Debería haber una inventiva propia de una situación como la nuestra
y que estas ganas, los americanos hablan de coming out, puedan manifestarse. El lugar del
programa debe estar vacío. Es preciso cavar para mostrar cómo las cosas han sido
históricamente contingentes, por tal o cual razón inteligible pero no necesaria. Es preciso hacer
aparecer lo inteligible sobre el fondo de vacuidad y negar una necesidad, y pensar que lo que
existe está lejos de llenar todos los espacios posibles. Hacer un verdadero desafio no evitable
de la cuestión: ¿a qué se puede jugar y cómo inventar un juego?

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