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Muñecas de cera

Muñecas de cera
Carlos Martínez Carrasco
©Carlos Martínez Carrasco, 2020
ISBN: 978-84-18438-42-4
Maquetación: Jorge Lemus Párez
Imagen de portada: ©Raúl Hernández Casas, Vista de la calle Hortaleza,
2020

unoeditorial.com

La reproducción total o parcial de este libro, por cualquier medio, no


autorizada por el autor o los editores viola derechos reservados. Cual-
quier utilización debe ser previamente autorizada.
Para María José C.,
que de alguna manera
está en estas páginas
¡No! No pertenece a esa clase de individuos que arriesgan su
piel por eso. Este tipo permanece entre las sombras. Son los
profesionales, los entrepeneurs, los nexos entre los hombres
de negocios, los políticos que desean obtener ciertos resul-
tados, pero les dan miedo los medios para lograrlos, y los
fanáticos, los idealistas que están preparados para morir en
aras de sus convicciones. En un asesinato o en un intento,
lo importante no es saber quién ha disparado, sino quién ha
pagado la bala.

Eric Ambler, La máscara d Dimitrios


1

El mundo se le vino encima cuando vio el panorama. Los


edificios podían ser los de cualquier barrio obrero, en
cualquier ciudad. Bloques de pisos de ladrillo visto, con
portales de mármol a los que hacía falta una reforma, con
el cartel del Ministerio de la Vivienda, el del martillo y las
ramas de laurel, que se mantenía en su sitio porque esta-
ba ahí de toda la vida y nadie le echaba cuentas; porque a
quién le molestaba.
Tal vez fuera la gente y esa sensación de que más valía
salir corriendo de allí cuanto antes. Y no por peligroso.
Quizás no más que otros barrios. Era una atmósfera que
asfixiaba y se agarraba al pecho como una angustia. La
que dejan quienes no tienen nada que perder porque nada
tienen, simplemente porque tampoco les ofrecieron otra
cosa mejor a cambio. La única manera de salvarse era lar-
gándose de allí bien pequeño, cuando todavía los genes no
llaman con demasiada fuerza y al fatalismo que los conta-
mina no le ha dado tiempo a cuajar.
A Paco Ramírez le costaba entender cómo alguien po-
día vivir metido en esa mierda. Y lo que le parecía aún
peor, que la eligiera de manera voluntaria, si es que lo que
había hecho su hijo podía considerarse como tal.
Me miró con la mano sobre la manija de la puerta del
coche mientras seguíamos dentro. Quería que le dijera

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algo. Que le diera ánimos o intentara disuadirlo. Lo ne-
cesitaba. Conocía a aquel hombre desde hacía demasiado
tiempo. Era un par de años más joven que yo, pero había-
mos crecido en el mismo barrio y echado los dientes pa-
teando las mismas calles, esas que ahora pisábamos tanto
tiempo después y que nos parecían de otro mundo. O no
tanto, pero es lo que tiene la memoria, que se emperra en
endulzar ciertas épocas y borrar otras, sin pedir permiso
ni dar explicaciones.
Siempre lo admiré. Uno de esos hombres endurecidos
por las hostias de la vida al que recuerdas con el mono
del taller donde empezó como aprendiz y acabará por ju-
bilarse. Hosco, de pocas palabras, pero de una lealtad a
prueba de todo. Uno de esos tipos que no han hecho más
que trabajar como mulos para tener algo el día en que él
y Asun, su mujer, fueran viejos y dejar al hijo colocado y
ganándose la vida de manera decente. Pero una cosa eran
los deseos y otra bien distinta la realidad, que se empecina
en complicarlo todo.
—Toro —desde críos me llamaba por el apellido, como
si siguieramos en la escuela. Nunca Pepe—, mi chavea, me
cago en Dios.
Fue lo único que me dijo aquella tarde acodado en la
barra de cinc del bar de Mati, antes de apurar de un trago
lo que le quedaba del cubalibre, un dyc con pepsi, para
darse ánimos después de haberse traicionado a sí mismo
en un momento de debilidad.
No era necesario más para entender que aquello era
una llamada de socorro urgente y era a mí al que ahora le
tocaba mover ficha, puesto que él ya había dado el primer
paso. Tampoco tuve que insistirle demasiado para que me
contara de qué se trataba y qué esperaba que hiciera yo al
respecto.

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Hacía un par de noches, empezó a confesarse, largó a
su hijo Salvador, al Salva como lo conocían todos. Se ha-
bía encarado con Asun, amagando con pegarle y todo. No
era la primera vez que le daba una mala contestación a la
madre, ni tampoco la primera que se engallaba con ella.
Con diecisiete tacos, el gachó los trataba con la punta del
pie, como si fueran basura. Lo más suave que le decía al
padre era cabrón y a la madre ya puedes imaginarte, Toro,
reconoció sin querer entrar en más detalles. Ni pena ni
hostias, que todo tiene un límite a pesar de que un hijo
duela mucho y te lo pienses varias veces antes de ponerlo
en el ancho de la calle, sentención, tratando de conven-
cerse a sí mismo.
—Ha probado el dinero fácil —siguió contándome
cuando Mati acabó de rellenarle el vaso y ya llevaba unos
cuantos encima—. Se ha juntado con unos hijos de puta y
andan por ahí dando palos en tiendas, entrando en casas
y… Me da miedo que un día suene el teléfono para decir-
nos que lo han cogido o algo peor. A Asun la entierra.
Porque a él no, obviamente.
A Paco, lo que le pasara o dejara de pasarle a Salva, se
la traía floja y por eso cuando se enteró de en qué pasos
andaba el chaval se armó de valor y decidió seguirlo. Habló
con unos y otros, con todo aquel que pudiera conocerlo.
Chicos del barrio. Alguno pudo irle con el cuento, avisarle
de que su padre estaba detrás de él, para que anduviera
con cuidado. Todo el tinglado se les podía venir abajo si al-
guien cantaba y entonces Salva sería quien pagaría el pato.
Costó, pero una tarde logró que uno de ellos le diera un
nombre y una dirección: un tal Raúl al que llamaban el Pi-
rulo y el 2º D del edificio ante el que estábamos parados. La
seguridad de un tipo había costado diez euros para maría.
—No tuve cojones para presentarme allí y sacarlo a

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hostias —se confesó sobre la barra, con el vaso a medias y
la lengua que se le trababa al hablar, bajo la atenta mirada
de Mati, a la que la historia no le pillaba de nuevas. Aque-
lla mujer nos había servido a todos, en algún momento,
como desahogo para las penas y preocupaciones. Nos co-
nocía demasiado bien como para juzgarnos.
Paco volvería a repetirme lo de su falta de valor una
vez más mientras estábamos en el coche, a punto de ba-
jarnos. Pero a la amargura de aquella tarde-noche en el
bar, se sumaba ahora la culpa por haber echado a Salva de
casa. El remordimiento al pensar que quizás había empeo-
rado las cosas.
—Es un crío y a esa edad, ¿quién no ha…? —trató de
excusarlo, pero en el fondo me sonó más bien como una
forma de disculparse no por lo que había hecho, sino por
lo que íbamos a hacer.
—Ni tú ni yo —le respondí.
Podíamos haber hecho otras cosas, no siempre bue-
nas ni legales, y precisamente Paco menos que nadie. Pero
nosotros teníamos unos límites; nuestras propias reglas
que ni por asomo nos saltábamos. Había cosas sagradas
hasta para nosotros.
Me pareció ver en sus ojos acuosos por el alcohol un
asomo de lágrimas más de ira, rabia o impotencia que de
pena por Salva y me quedó más o menos claro qué preten-
día con toda aquella confesión de un fulano al que tenían
que sacarle las palabras bajo tortura.
«Hace mucho que dejé ese negocio», estuve a punto
de decirle, pero no fui capaz. En ese instante, yo parecía
ser su única salvación posible, aunque supiera que todo
podía salir mal. Y a pesar de que saliera bien, sería algo
momentáneo, porque todo al final vuelve a su cauce. Es
muy difícil salvar a quien no quiere ser salvado.

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—¿Cuánto me cobrarías? —me preguntó, clavando los
ojos en sus manos enlazadas sobre la barra, en una falsa
actitud piadosa de pecador arrepentido de haberse con-
fesado.
—Lo que se deba aquí.
No podía hacer otra cosa. Nobleza obliga y a la fuer-
za ahorcan, que dice el refranero. Darle de hostias a un
capullo por unos veinte pavos. Tenía su guasa la historia,
pero había gente a la que no podía decir que no. Viejas
lealtades, por más implicaran mancharse las manos una
vez más.

Insistí. Le dije que no viniera, que no merecía la pena. Que


estos trabajos era mejor que los hiciera uno solo. Cuestión
de entrar rápido y salir con el chico. Un hola y adiós pero
que tal vez hubiera que cruzarle la cara un par de veces
para que entrara en razón y eso no siempre era del agrado
del padre. Me mandó a tomar por culo con eso de que el
cliente tenía la razón y que él no era ningún cobarde. Y
que, si había que abofetearlo, para eso estaba él, que tenía
todo el derecho del mundo a hacerlo por el mal rato que le
estaba dando. Pero que de esto no se entere Asun que me
mata, como única preocupación.
Haría unos trece o catorce años de la última vez que
vi a Salva; tendría por aquel entonces unos tres o cuatro
años. Pasé por la casa de Paco Ramírez, Asun y el niño an-
tes de marcharme a Iraq con los paracas. Recordaba a un
crío inquieto, con muchas ganas de jugar con aquel ex-
traño al que no volvería a ver jamás. Recordaba perfecta-
mente la cara de felicidad de sus padres, con cierto punto
de orgullo, de amor propio, por aquel renacuajo. Eran una
pareja joven que en aquel momento parecía haber alcan-

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zado un sueño que habían perseguido durante demasia-
do tiempo. Recordaba también la punzada de envidia que
sentí al ver aquella escena, por más que me empeñara en
pensar que esa vida no estaba hecha para mí. Una mujer
y unos hijos a los que estar atado; en definitiva, un ho-
gar al que regresar. A ciertas edades uno era un gilipollas
que pensaba que nunca se haría viejo y que podría volver
cuando quisiera, sin que me pasara factura. Pero la cosa
tampoco mejoraba con los años.
Tal vez acepté el encargo por lealtad, no a ese hombre
que me contó su historia acodado en la barra del bar de
Mati, medio borracho; ni siquiera por ese otro que estaba
sentado a mi lado, dentro del coche, mirando al portal de
ese edificio con una mezcla de rabia y miedo por lo que
pudiera encontrarse allí arriba. No. No lo hice por ningu-
no de ellos. Lo hice por aquella pareja joven que hacía más
de una década pensaba que se comería el mundo y que
nada malo podía pasarles por el mero hecho de estar jun-
tos; de tenerse el uno al otro para apoyarse y que con eso
ya bastaba. Tenía una deuda con ellos y esa era la única
manera que tenía de pagarla. Desaparecí, dejándolos solos
para vivir una vida lejos de todo y de todos.
Estuve a punto de alargar la mano, abrir la guantera
y coger la navaja. Jugar sobre seguro. Entrar en una casa
llena de niñatos siempre entraña ciertos riesgos y no está
de más llevar algo de qué tirar llegado el caso, para impre-
sionar al respetable. Un arma facilitaba las cosas. Más de
una bronca la había zanjado empalmándole la faca en la
cara a un fulano que me sacaba una cabeza y me doblaba
el peso. Si era inteligente y los cojones no le nublaban el
poco seso que pudiera tener, se le bajaban los humos y
cada uno por su lado y tan amigos. Si no se daba el caso, no
había más remedio que tirarse para delante. Una mojada

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en el antebrazo izquierdo y varias cicatrices ya desvaídas
en el pellejo, me servían de recordatorio de las veces que
la sangre había llegado al río, aunque, afortunadamente,
hubiera salido para contarla. Me quedé quieto para no po-
ner más nervioso a Paco. Verme agarrar el arma no signi-
ficaba nada bueno. Entraría sin nada, a lo que saliera.
No era la primera vez que me colaba en un piso oku-
pado. Durante un tiempo había quien me buscaba para
sacar a ese tipo de gente de casas que no eran las suyas,
generalmente grupos que se organizaban para darle la pa-
tada a la puerta y luego alquilárselo a otros desgraciados
a los que el banco había lanzado y buscaban desesperados
un sitio en el que meterse con toda la familia. Una pena y
todo lo que se quiera, pero había a quienes les molestaba
que eso sucediera, sobre todo cuando se habían partido el
lomo currando para comprar esa vivienda, por más que
luego la tuvieran cerrada, y pagaban sus impuestos a pe-
sar de llegar justos a fin de mes. Nunca trabajé para ban-
cos ni inmobiliarias, entre otras razones porque ellos ya
tienen a los suyos, profesionales que se encargan de este
tipo de asuntos con una eficacia pasmosa.
Todo era cuestión de hablar con los vecinos para te-
ner una idea de qué había en el piso y estar atento a las
idas y venidas de la gente. Había que entrar cuando hu-
biera menos y que los niños no estuvieran. Siempre era
más engorroso tener que sacarlos con los críos lloran-
do y las madres insultándote. El espectáculo no era muy
edificante y se te caía el alma a los pies, pero te habían
pagado para eso y no había vuelta atrás. Podía negarme a
hacer según qué cosas, pero en ese caso, el que no comía
era yo.
Salí del coche y casi de inmediato tenía a mi lado a un
hombre pálido, al que le temblaban las manos por mucho

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que quisiera aparentar calma y aplomo. Era la viva imagen
de quien se sabe en la necesidad de llegar hasta el final
de una situación a la que él mismo había dado lugar sin
quererlo.
—No hace falta que vengas, ya has cumplido. Es me-
jor que esperes dentro —quise que se largara; que dejara
de atormentarse, aunque sabía bien que lo que le pedía
era un imposible. Si la cosa se ponía chunga, sería más un
estorbo que una ayuda. Además, ninguno de los dos sa-
bíamos en qué condiciones estaría el niño ni qué habría
detrás de la puerta a la que íbamos a llamar. Había cosas
que era preferible que un padre no viera de un hijo.
—Ya soy mayorcito para que me vengas con esas,
Toro. A estas harturas…
Esbozó una media sonrisa fatigada. Paco no iba a de-
jar que cargara solo con lo que él no supo lidiar. Proba-
blemente, estaba arrepentido de haberme metido en el
fregado, pero ya le resultaba imposible dar marcha atrás.
Estaba convencido de que, saliera lo que saliera aquella
tarde, tanto él como Asun, descansarían. Iba a poner un
punto y final, aunque les costara, a él y a ella, un mundo
hacerlo.
Me encogí de hombros: «Haz lo que te dé la gana»,
pensé, haciéndome cargo de todo lo que estaría sopor-
tando ese hombre. Carecía de valor para decirle a un pa-
dre al borde del precipicio que allí no pintaba nada. Sin
embargo, Paco ya había pagado la tarifa y a mí sólo me
incumbía cumplir con mi parte del contrato.

Dos mocosos, de no más de diez, once años, montaban


guardia delante del portal. El uno tenía pinta de moro y
el otro de españolito de pro. No nos quitaban el ojo de

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encima desde que llegamos. Por un módico precio, le da-
rían el aviso a los de arriba de que había llegado visita,
siempre y cuando lo estimaran oportuno. Tenían pose de
tipos duros, aunque levantaban poco más de metro y me-
dio del suelo. Empezaban por ahí, como vigilantes, con la
esperanza de que, en un par de años, tres como mucho,
estarían ellos también en el piso, metidos en la banda del
Pirulo o de quien ocupara su lugar, porque nunca se sabe
lo que puede pasar. Incluso podía ser uno de ellos, si se
lo montaban bien. Era la única oportunidad que se les
brindaría de tener dinero, un coche y chicas. Viniendo del
lugar del que venían, ninguno de los dos tendría muchas
oportunidades. Estaban condenados de antemano sin dar-
les siquiera opción a demostrar nada.
—¿Dónde vas, chico?
El españolito se quedó paralizado con el brazo exten-
dido y el dedo haciendo el amago de presionar el botón
del interfono, rozándolo. Vieron llegar, a un tipo con bi-
gote, más bien grueso y a otro algo más bajo, recio, pero
con pinta de estar hecho polvo. Después de intercambiar
un par de frases rápidas entre ellos, llegaron a la conclu-
sión de que éramos una posible amenaza y que debían dar
la voz de alarma para que el Pirulo y los suyos estuvieran
sobre aviso.
—A llamar a mi madre para decirle que ya estamos
aquí —mintió con todo el cuajo del mundo. A su lado, su
compañero tenía que aguantarse la risa. Nos estaban va-
cilando y lo más divertido de todo era que Paco y yo lo
sabíamos.
—¿Conoces a un tal Raúl, al que le dicen el Pirulo?
—Mi madre me ha dicho que no hable con extraños.
El moro no pudo aguantarse más y soltó una carca-
jada que ya no se preocupó en disimular. Estaban en su

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territorio y quien tenía todas las de perder era el que en-
traba en él sin tener ni zorra de las leyes por las que se
regían. Tuve que parar a Paco cuando lo sentí revolverse,
con ganas de cruzarle la cara a los dos micos que jugaban
a vernos la cara de pardillos.
—¿Cuánto te da tu mami para que seas un niñito obe-
diente?
Le cambió el gesto al oír lo de «niñito», herido en su
orgullo de machito a sueldo.
—Depende…
—¿Recibe a domicilio?
El chico se quedó sin respuesta. El vacile se le había
acabado. Buscó apoyo en su socio, pero el moro tampoco
sabía cómo salir de aquélla. Les había quedado más o me-
nos claro que ni nos iríamos ni les daríamos la oportunidad
para que pudieran avisar a los que estaban en el piso. Ha-
bían metido la pata al tratar de reírse de nosotros y proba-
blemente lo pagarían caro, pero eso era parte del negocio
en el que se habían metido. El dinero que con tanta facili-
dad ganaban en una tarde, tenía sus contrapartidas si no se
comportaban como se esperaba de ellos.
—Vamos juntos a decirle que estáis aquí.
Le puse en las manos dos billetes de diez euros que
saqué de la cartera, para que dejaran de remolonear y ti-
raran para arriba. No había nada como el calor del dinero
para que de pronto se esfumaran todas las reticencias.
—Moro-mierda, quédate aquí abajo —le dijo a su com-
pinche mientras le alargaba su parte y empujaba la puerta
para abrirla. Después de todo resultaba ser un cabroncete
honesto.
—El moro-mierda también se viene —le contesté, aga-
rrándolo por el cogote, por si le daba por escaparse—. No
querrás que vuestra madre se preocupe al no verlo.

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El españolito intentó algo parecido a una protesta,
pero Paco lo cortó en seco:
—Aquí abajo no se queda nadie.
Y le largó una colleja al moro para dejarle las cosas
bien claras y que no intentara ninguna tontería. No sería
yo quien le afeara a mi colega la conducta en ese sentido.
—¿Cómo os llamáis? —les preguntó nada más cruzar
el umbral del portal, arrepentido por el arrebato que ha-
bía tenido hacía un momento. Para él, en el fondo, no eran
más que dos niños.
—Yo, Moja y él, Cristo —informó el moro, sin atrever-
se a devolvernos la pregunta, por si acaso.
Sólo les faltaba un Moi para completar el trío, pensé.
Un perro ladró detrás de una de las puertas del bajo
y un penetrante olor a comida, suciedad y humedad nos
dieron una más que acogedora bienvenida. A ninguno de
nuestros guías parecía afectarles lo más mínimo. Pisaban
suelo conocido y estaban acostumbrados al ambiente. Los
llevábamos como a dos detenidos, con Paco cerrando la
marcha para cortarles el paso, para que no les diera por
huir en el último segundo. El Moja y el Cristo se miraban a
cada tramo subíamos, por si acaso podían escaparse dán-
donos un empujón. El escándalo que se armaría avisaría al
Pirulo de que alguien llegaba y así ellos quedaban libres
de toda culpa. Pero había algo que les impedía revolver-
se como les hubiera gustado: quizás pensaran que éramos
maderos o algo peor y veníamos a ajustar cuentas con el
jefe. De una forma u otra, el instinto de supervivencia les
decía que lo mejor era estarse quietos y dejar hacer.
Se pararon delante de una puerta con un Corazón de
Jesús de chapa por encima de la mirilla. En el marco se
veían las huellas de la palanca que habían metido para
abrirla. Vieja escuela. Le indiqué al Cristo que llamara

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al timbre. Hubo en sus ojos un atisbo de duda, de miedo,
pero se sabía sin salida. O lo hacía él o lo hacía yo. Se que-
dó con la carta menos mala y tocó de la forma convenida.
No necesitaron más para saber lo que tenían que hacer a
continuación. Aprovechando un descuido, nos empujaron
y echaron a correr antes de que nadie pudiera responder
desde dentro.
—¡Cabronazos! —se despidieron de nosotros con todo
el cariño y diez pavos cada uno en el bolsillo.

El reggaeton, la bachata o lo que fuera, a todo volumen,


amortiguaba los ruidos del interior de la casa, las voces
y los pasos. Abrió la puerta un sudaca de rasgos aindia-
dos. Me recordó a los guatemaltecos y nicaragüenses con
los que serví una temporada en Iraq. Pequeños y duros,
tenían la fría determinación de los que están acostumbra-
dos a sobrevivir porque desde pequeños son conscientes
de que la vida no vale un carajo y que a un pobre o mata
o lo matan. Las historias que contaban muchos de ellos,
cuando estaban borrachos los días de permiso, eran te-
rribles. Pero el tipo que ocupaba el hueco de la puerta no
parecía tener mucho en común con sus compatriotas. Un
fulano trabajado a conciencia en el gimnasio y el pellejo
coloreado con tatuajes, eso sí, con el mismo rictus cruel
dibujado en los labios.
Venía recolocándose la ropa y con cara de pocos ami-
gos. Un yogurín medio en cueros que pasó a su espalda
lanzándonos una mirada asesina era la razón. Les había-
mos jodido el polvo. Coitus interruptus. No era para menos
el cabreo. Casi le ofrecí mis más sinceras disculpas. Los
chavales debían estar disfrutando de lo lindo hasta que
llegamos nosotros. Pero podía sonarle a cachondeo y yo

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iba desarmado y acompañado por un Paco que de golpe
había envejecido más de veinte años. Desde luego, no era
el mejor socio para estos menesteres, así que mejor callar-
se y no tentar a la suerte. Además, que se jodan. Podían
retomarlo más tarde y con más ganas.
—Tenemos que hablar con el Pirulo —le solté sin más
preámbulos. Como carta de presentación me pareció más
que suficiente.
Aquella mole nos miró de arriba abajo, calibrándo-
nos, tratando de averiguar quiénes éramos y por qué que-
ríamos hablar con el jefe. Debía ser su perro guardián, el
único en el que podía confiar ciegamente; todo lo ciega-
mente que se puede en según qué ambientes. Muchos de
estos fulanos, que juran y perjuran lealtad eterna, acaban
siendo los primeros en acuchillar a quien se tercie. Tenía
maneras de sicario y aire de perdonavidas. Disfrutaba con
el efecto que sabía producía en las personas. De un primer
vistazo desechó que fuéramos polis. Era un superviviente
que sabía con quién se la jugaba.
A mi lado, Paco seguía luchando consigo mismo, con
esa mezcla de miedo y nervios que lo torturaba. Había
algo en su interior que le decía que echara a correr, pero
no lo haría por vergüenza, porque él me había metido en
aquel embolado y no iba a rajarse. Debí obligarlo a que se
quedara en el coche o haberle dado una salida honrosa,
mandándolo a que siguiera a los críos, pero ya era dema-
siado tarde. Estaba seguro de que, si le pedía que bajara al
coche, no se resistiría demasiado o sólo lo justo para de-
mostrarme que él también podía. Pero hacerlo, lo dejaría
en muy mal lugar, como un cobarde, no sólo delante del
sudaca que nos cortaba el paso sino, lo que era peor, ante
su hijo. Sólo esperaba que no hubiera que salir de allí a
hostias.

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—¿Qué quieren? —sonó tajante, dándonos a entender
que sería una pared difícil de franquear si a él le daba la
gana.
No sé por qué. Supongo que cosas de la memoria, de
esos resortes que se activan a la más mínima. Pero me
acordé de las palabras que nos dirigió aquel contratista,
un afrikaner que nos estaba esperando a pie de pista, por
llamar de alguna manera a aquella explanada de tierra
donde aterrizaban los aviones, nada más desembarcar en
Bukavu, en el Congo. «Cuando vayáis en el Humvee y veáis
a una mujer con un carro, le pasáis por encima. Si veis a
un hombre con las vacas, le pasáis por encima. Si veis a
unos críos jugando a la pelota, les pasáis por encima. O
ellos o vosotros», nos soltó. Un tipo poco recomendable
cuando estaba borracho, lo que era decir las tres cuartas
partes del tiempo que pasábamos en la base antes de salir
de convoy y que solía matar haciendo como que disparaba
a los negros que pasaban cerca, con una sonrisa de oreja
a oreja, quizás echando de menos los años del Apartheid.
Pero se transformaba en un profesional serio, de fiar,
cuando teníamos que salir a trabajar.
—Eso es entre tu jefe y nosotros —le contesté. Había
que echar el resto. Estaba preparado para quitarlo de en
medio por la fuerza. O al menos, intentarlo.
—Esta vez se ha andado rápido el Americano —su ac-
titud cambió de forma radical. El recelo del principio dio
paso a una amabilidad cómplice, de viejos conocidos—. Ha
cambiado de gente, por lo que veo. Tipo listo, el boss.
Poco o nada me extrañó oír ese nombre: el America-
no. Hasta ahí llegaba el largo brazo de aquel cabrón y esta
vez me brindaba la oportunidad para entrar en el piso y
llegar hasta Salva sin más contratiempos.
Esos chavales trabajaban para él. A cambio de una par-

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te del botín, los dejaba hacer, les sacaba la competencia de
circulación siempre y cuando no los tuviera también en
nómina. En caso contrario, ya se encargaría de echarlos a
pelear ente ellos para sacar tajada por otro lado, de otros
perjudicados. Maldita la gracia que le haría cuando supie-
ra que Toro iba por ahí haciéndose pasar por uno de los
suyos. Que se jodiera él también.
—¿Nos vas a dejar entrar o qué? —empecé a impa-
cientarme—. No tenemos toda la tarde para perderla aquí,
de cháchara.
El fulano alzó las palmas de las manos, con una sonri-
sa condescendiente en los labios que desentonaba con el
conjunto, reclamando una paz y una tranquilidad que ni
él mismo se creería de estar en nuestro lugar.
Volví a encontrarme con el Yogurín, que venía del
baño sin importarle lo más mínimo que un par de extra-
ños pudiéramos verla casi desnuda, confiada en que dos
tipos como Paco Ramírez y yo no éramos ningún peligro.
Pude sentir la respiración agitada del perro guardián, que
no parecía ser de la misma opinión que su amiguita.
—¡Vístase, puta! —le berreó como si se le fuera la vida
en ello. Podía servir como el estribillo de la canción que
en esos momentos atronaba en nuestros oídos.
Algo parecido al pánico se dibujó en la cara de la chi-
ca. Tampoco sería la primera vez que el sudaca sacara la
mano a pasear para que ella volviera sumisa al redil. Hasta
ahí podía permitirle llegar. Tenía que demostrarle, tanto
a ella como a nosotros, que con él no se jugaba y que era
capaz de hacerse respetar.
—No hace falta insultarla —le dije. Un tipo encelado
siempre acaba por bajar la guardia y embistiendo contra
todo sin medir las consecuencias, sobre todo para sí mis-
mo. Tampoco convenía tensar la cuerda.

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La chica regresó al cuarto de donde la vimos salir
la primera vez, dejando un agradable aroma a jabón y
casi atropellando a Paco Ramírez en su precipitada huida
que culminó con un sonoro portazo para hacer ver su
enfado con todos nosotros. Pero Paco ni siquiera reparó
en ella. Había visto a su hijo sentado a una mesa grande,
en el salón, en compañía de tres chavales más y un par
de chiquillas con pinta de chonis. Salva aún no se había
dado cuenta de que su padre y yo habíamos llegado. Se-
guía jugando a las cartas y por los gestos que hacía y los
bufidos que soltada, debía estar palmando una cantidad
considerable.
De los que se sentaban alrededor de la mesa, ningu-
no salvo uno aparentaba tener más de veinte tacos. Ellas
tampoco, aunque se empeñaran en parecerlo con ese de-
rroche de sensualidad forzada que en realidad era de una
vulgaridad que daba risa. La misma que provocaban los
ademanes chulescos de unos críos jugando a los gánsteres
cuando no eran más que un puñado de manguis, carne de
cañón útil mientras al Americano le hiciera falta. Después
se los tragaría el maco o la tierra. No sabría decir si el listo
de la clase era el tal Pirulo o si así lo habría decidido su
jefe: una banda de ladrones menores de edad daba menos
problemas, ley mediante. Unos años en el reformatorio o
como lo llamen ahora; unas cuantas horas limpiándole el
culo a los viejos o recogiendo mierdas de perro en los par-
ques y saldada su deuda con la sociedad.
El ambiente estaba cargado de testerona y el perfume
dulzón de ellas, un cóctel peligroso por lo que suele llevar
aparejado. Por pocos años que tuvieran, era de ellos de
quien se esperaba que las mantuvieran. Que, si esas chicas
estaban allí, incluido el Yogurín, era porque ellos podían
darles lo que necesitaban, lo que querían. Estar allí con los

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chicos del Pirulo les daba un estatus privilegiado en el ba-
rrio. Nadie iba a decirles lo más mínimo si no querían bus-
carse problemas innecesarios. Como contrapartida, ellas
eran de su total propiedad, en todos los sentidos. Podían
tratarlas como trozos de carne, usarlos y tirarlos cuando
se cansaran, porque nadie iba a juzgarlos ni a condenar-
los por ello. Tampoco se esperaba de esas chicas nada por
cambiar en algo esa situación. Todos habían crecido vien-
do cómo sus padres ordenaban y sus madres agachaban
la cabeza y se tragaban religiosamente lo que pensaban
porque una mujer qué sabía de la vida.
—¡Jefe, la gente del Americano viene a por su plati-
ca! —nos anunció el perro de presa del Pirulo. Tuvo que
alzar la voz para hacerse entender a través del ritmo en-
diablado de la canción que continuaba martilleando.
El palo había sido hacía poco. Tenían una parte del
botín tirado por un suelo que no habían limpiado des-
de que reventaran la puerta. Otra parte la tenían amon-
tonada en un sofá destrozado y sobre la mesa en la que
jugaban. Habían asaltado la casa de unos millonetis, los
muy gilipollas, y arramblado con un par de teles de plas-
ma, ordenadores portátiles, teléfonos móviles, dinero en
metálico y joyas. Algunos de esos objetos sería muy difícil
convertirlos en billetes, a no ser que tuvieran un compra-
dor de antemano.
Un robo por encargo a una vivienda que el America-
no previamente les hubiera señalado, de alguien a quien
quisiera trincar por los huevos; alguien a quien enganchar
con un favor para que tuviera que plegarse a todos sus
deseos. Más que lo que pudiera recaudar —que también,
después de todo era pasta que le entraba en el bolsillo sin
demasiado esfuerzo—, a ese tipo, y lo conocía bastante
bien, lo que le importaba era el destrozo que sus manguis

27
hicieran en la casa para llevarse todo aquello. No me cabía
la menor duda de que el asalto se produjo con la fami-
lia dentro. El miedo movía más voluntades que el dinero,
como él solía decir.
Miré alrededor buscando algún arma. Si trabajaban
para el Americano era probable que estuvieran armados y
no era cuestión de vérselas con sacos de hormonas apun-
tándole a uno con una pistola o una escopeta y sin posi-
bilidad de defenderse. Nunca tuve vocación de mártir y
menos a manos de unos críos. Estaría bueno haber salido
de avisperos peores, con auténticos hijos de puta enfren-
te, queriendo pasear mis despojos en las puntas de sus
fusiles, como para caer delante de un pelotón de criajos
jugando al Torete y el Vaquilla. Pero el Americano no era
nuevo en este negocio y sabía que no podía dejar suelta
por ahí a una pandilla como la del Pirulo, armada y soli-
viantando a la opinión pública. Se le venía abajo todo el
tinglado, acusado de incompetencia y con el riesgo de que
se supiera su connivencia con los choros. Lo más probable
era que les diera las armas para el palo y que luego se las
requisara.
—Dile a tu jefe que todavía no nos ha dado tiempo a
vender la mercancía —me escupió sin dignarse siquiera a
levantar los ojos del abanico de cartas que tenía delante
de las narices, como si estuviera dirigiéndose a uno de sus
colegas.
El tal Raúl el Pirulo tenía que parecer el amo del co-
tarro; aparentar que aquel piso hecho pedazos y el barrio
entero, eran de su propiedad y que nadie que viniera de
fuera iba a levantarle los pies del suelo. Arrogancia propia
de la edad y saberse con las espaldas cubiertas por alguien
a quien creían por encima de todo y de todos porque lle-
vaba más de treinta años haciendo y deshaciendo a su

28
antojo sin importar los colores que cada cual defendiera.
Porque la única gama que importaba era la que colorea-
ba los billetes de cien, doscientos y quinientos. Lo único
que parecía ignorar aquel desgraciado era que su papel
en toda esta historia era el de un peón prescindible al que
se le permitía creerse el rey del tablero. Para reforzar esa
imagen de gallo del corral, para que nos quedara claro, le
agarró una teta a la chica que estaba a su lado. Hizo ella un
amago de resistirse, lo suficiente para no parecer ni una
estrecha ni una guarra. Cumplía con lo que se esperaba
de ella: una dama en la calle y una puta en la cama, o al
menos que lo pareciera. Lástima por ella, pensé. Para el
Pirulo Paco y yo no éramos más que unos machacas tan
pringados como él, al servicio de un jefe. Pero por lo me-
nos él mandaba en su casa y en su gente.
Ninguno de los otros dos nos miró. A mi lado nota-
ba cómo Paco Ramírez se retorcía. El miedo se le había
pasado de golpe y ahora era una rabia amarga la que lo
quemaba por dentro al ver cómo el cafre de su hijo tiraba
su futuro por el váter; ese futuro que con tanto ahínco él
se había desvivido. Aquélla no era la vida que él hubiera
deseado, debía estar pensando al ver la ralea de la gente
con la que había acabado mezclándose el Salva, su Salva.
Por la noche asaltando chalets o vete a saber qué y el resto
del día perdiendo pasta a las cartas mientras una cría que
ayer todavía jugaba a la barbis le comía los morros como
si ese fuera el último día y bebía cerveza a morro de la
litrona comunitaria.
—Oye, chaval…
No pude pasar de ahí. Quise ponerlo en su sitio. Bajar-
le esos humos de gánster del tres al cuarto que se gastaba,
pero algo me lo impidió.
Todo pasó demasiado rápido, sin dejarme espacio

29
para reaccionar. Fue una voz, la de Paco Ramírez aullan-
do «¡Salvador!» para llamar a su hijo al orden. Gritó justo
cuando la música calló y el piso quedó en un silencio que
sólo rellenaban unas voces ajenas a todo cuanto no tuvie-
ra que ver con ellos.
La música habría parado, pero el baile empezaba. El
hijo pródigo, alzó la mirada hacia donde estaba el padre
sin entender muy bien qué estaba pasando. Preguntán-
dose qué coño hacía allí. Paco se abalanzó sobre su hijo
para arrancarlo de las garras de aquella choni y el juego,
por ese orden, para devolverlo al hogar del que nunca de-
bió haberlo echado. Salva tenía el gesto desencajado por
la sorpresa. Intentó balbucear algo así como un insulto
al tipo que le había dado la vida y ahora lo estaba humi-
llando en público. Era la misma sorpresa que embargaba
y paralizaba al Pirulo y al sudaca. Ni en sueños llegaron a
imaginar ninguno de los dos que asistirían a un reencuen-
tro familiar tan entrañable y que amenazaba con dejarles
cojo el negocio.
El primero en verlo claro fue el pit-bull de Managua,
o de donde fuera, que intentó frenar a Paco sin ningún
éxito. La ira cegaba a aquel hombre que hasta el momen-
to había estado asustado y parecía haberlo dotado de una
agilidad pasmosa; una fuerza que le nacía de esa incons-
ciencia de la que estaba preso. Poco le importaba todo lo
demás viendo en qué andaba metido lo que después de
todo era parte de él. Podían haberlo matado y le hubiera
importado un pijo con tal de salvar a su hijo.
—¿¡Pa’ dónde va pendejo!? —le chilló con ese acento
caribeño capaz de amenazar de muerte a cualquiera y que
suene lo mismo que una delicada declaración de amor.
Había adelantado el cuerpo en busca de la presa que
se le escapaba, lo suficiente para que yo pudiera cortar en

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seco la persecución hincándole la rodilla en la entrepier-
na y largándole un derechazo a la sien. El tipo se derrum-
bó con la cara cubierta de sangre que le chorreaba de una
brecha abierta sobre la ceja y retorciéndose de dolor. Des-
de allí ya no parecía tan macho y el aire de chuloputas se
le había escapado de golpe. Lo sentí por la pobre Yogurín
que ni siquiera se había asomado al sentir el pifostio. Iba
a estar una temporada en barbecho sin catar a su hombre.
Y bien mirado, hasta le hacía un favor al quitarle, literal-
mente, a semejante mastuerzo de encima.
Al ver cómo su fiel perro de presa se desplomaba casi
sin conocimiento besando las losetas llenas de mugre, el
Pirulo se levantó de un salto tirando de paso a la chica
y la silla. Una agradable sinfonía de gritos, maldiciones y
ruidos varios al ritmo de una bachata que había tomado el
relevo automático a la otra canción. Si no había alertado
a los vecinos era porque ya estarían más que habituados a
espectáculos similares. El jefe también quería sumarse al
forcejeo entre padre e hijo con un bate que había sacado
de no sabía dónde. Iba a descargarle un golpe en la cabeza
a Paco cuando le di un empujón a la mesa que acabó con el
tal Pirulo de espaldas contra la pared, cayéndose al suelo
y soltando el palo. Salté sobre él, esquivando al otro pas-
mado y a la novieta, que no sabían dónde meterse para no
recibir ellos también. Con el pie en el gaznate lo reté a que
intentara levantarse:
—En los asuntos de familia es mejor no meterse,
nene —lo amenacé.
Al gallo se le habían caído las todas las plumas.
Paco estaba enfrascado en una pelea poco agradable
con su hijo Salva y la otra chiquilla, que la había empren-
dido a manotazos con él para que dejara a su jambo en
paz. Y se produjo algo que me dejó helado. Algo que ni

31
en sueños se me ocurrió que pudiera suceder. El chaval
empujó a su padre y cuando éste hizo el amago de acer-
carse, le tiró un puñetazo directo a la boca con toda la
rabia que el muchacho llevaba contenida. De repente,
toda la ira que traía acumulada aquel hombre se desplo-
mó de manera súbita para dejar paso a una expresión de
profunda tristeza. La de quien se sabe abatido. Herido
por lo que más quería en este mundo. Pero lo peor de
todo era que en el rostro de Salva, de aquel niño que yo
recordaba, no había ni el más mínimo atisbo de arrepen-
timiento. Al contrario. Asomó el sentimiento de triunfo
después de haber matado a la persona que más odiaba.
Había humillado a quien quiso humillarlo a él.
El tiempo se detuvo en ese instante dejando el mun-
do a su alrededor en suspenso. Una sensación de frío me
recorrió el espinazo al ver la derrota clavada en los ojos
de Paco Ramírez. Era una sensación desagradable, la de
estar ante un hombre en ruinas. En ese instante me ale-
gré por no tener hijos. En su lugar no sabía cómo habría
reaccionado y mejor no saberlo. Quizás de manera no muy
distinta a como él lo hizo. Fue un instante en el que me
pareció que todo se ralentizaba y que el salón en el que
estábamos se quedaba vacío. Sólo estábamos Paco y yo,
todos los demás se habían evaporado. Dejé de sentir bajo
mi pie al Pirulo, quien también se evaporó de golpe.
—¡Largo de aquí! ¡Pedazo de mierda! ¡No quiero vol-
ver a verte en mi puta vida! —le gritó Salva a Paco, dejando
salir algo que llevaba mucho aguantándose y que por fin
conseguía liberar. Jadeaba por el esfuerzo del golpe contra
su padre; por el puñetazo y las palabras que acababa de
escupirle—. ¡Me has jodido desde que nací!
Unas palabras que también buscaban taladrarme. Sus
ojos se clavaron en mí. Era un crío cuando me vio por úl-

32
tima vez, pero intuía quién era y me convertía tambien en
culpable de lo que acusaba a su padre. Compartíamos el
mismo pecado.
Algo hizo clic en mi cabeza para recordarme que esta-
ba en territorio enemigo. Lo suficiente para girarme y ver
a la niñata con el bate sobre la cabeza dispuesta a largar-
me un viaje a bulto, a dar donde pudiera con el único ob-
jetivo de vengarse por lo que le estaba haciendo al Pirulo.
A duras penas logré saltar a la izquierda, notando cómo el
bate silbaba al lado de mi oreja y reventaba sobre mi hom-
bro arrancándome una maldición que se mezcló con un
grito de placer de la choni que bien pudo ser de orgasmo.
Me olvidé de que era una cría defendiendo a su hom-
bre y de un manotazo le quité el palo. La tenía agarrada por
el cuello y el desafío que parecía lanzarme me enervó aún
más. La estampé contra la mesa, dejándole la cara a pocos
milímetros de las joyas. Empezó un forcejeo por liberarse
que dio con uno de los plasmas en el suelo. La impotencia
y la rabia, más que el miedo; el subidón de adrenalina por
la pelea, le impedía sentir nada que no fuera una desespe-
ración desmedida que la hacía debatirse como un animal.
Pasado ese momento los gritos se ahogaron en lágrimas.
Aflojé la garra y a punto estuve de murmurar una dis-
culpa que preferí ahorrarme dadas las circunstancias. Visto
lo visto, tal vez fuera la mejor lección que nadie le daría.
De hecho, el Pirulo, libre de mi pie, no hizo en ningún mo-
mento nada para defender a la chiquilla a la que hasta hacía
poco había estado sobando las tetas. Le importaba un pijo
que la estrangulara con tal de no ser él el que se viera en
la tesitura. Podía buscarle un repuesto en cuanto saliera.
Candidatas no le faltaban para el puesto. Un cobarde que se
escudaba detrás del pit-bull de Managua o de quien se ter-
ciara, cuya única valía había sido una chulería impostada

33
que le funcionaba con quienes se veían apabullados por ella
y el haber sabido arrimarse a las personas que debía.
La mano de Paco Ramírez sobre mi antebrazo fue la
señal. Habíamos terminado. Nos largábamos de allí y lo ha-
cíamos con el rabo entre las piernas y las manos vacías. Nos
seguía, atenta y cargada de odio, la mirada de Salva, acom-
pañándonos hasta la salida. El padre era incapaz de mirar a
su espalda. Ya había tenido más que suficiente.
—Esto no se queda así —tuvo la valentía de amena-
zarnos cuando atravesábamos el pasillo—. A partir de hoy
vigilad vuestra espalda.
Podía irse al demonio aquel quinqui de medio pelo
con toda aquella panda. Pasamos por delante de la puerta
entreabierta de la habitación desde la que el Yogurín ha-
bía seguido el espectáculo. Demostró ser la más inteligen-
te. No pude guiñarle el ojo a modo de despedida o de hasta
luego. Nunca se sabe.

En el portal no estaban ya ni el Moja ni su colega Cristo.


Los dos zagales habían puesto pies en polvorosa, por si
acaso pintaban bastos e iban a por ellos. Era ya de noche.
Con la mano en la manija del lado del copiloto, Paco se
confesó:
—Menos mal que mi Asun no ha visto lo que ha pa-
sado.
Por extraño que pudiera parecerme, había recupera-
do la calma. No había en él rastro alguno de nerviosismo
o rabia. Supongo que tenía la conciencia tranquila por ha-
ber hecho lo que debía a pesar de que todo acabara en de-
sastre. Era una posibilidad que ni a Paco se le escapó como
lo más probable. Intuí que había dejado caer una losa so-
bre Salvador y que desde ese momento no tenía hijo. Un

34
paso duro pero necesario para una paz aparente en la que
vivir hasta que el vendaval arreciara. El único recuerdo
que le quedaría por unos días al menos, sería el cardenal
que se le estaba formando entre el mentón y la comisura
de los labios.
Eché mano a la cartera y puse sobre el techo del coche
un billete de veinte euros.
—Para los de esta noche.

35
2

Cuatro y veinte de la madrugada. Las luces de la entrada


se apagaron. Fin de fiesta. Dentro estaban los chicos reco-
giéndolo todo y preparando el dinero para cuando llegara
Flavia Garitano, la dueña del garito, para cerrar la caja.
Aparecía siempre puntual, todos los días a la misma hora.
Ese era el intervalo que aprovechaba para salir a recibir
el bofetón de aire fresco del exterior después de casi diez
horas metido Cagliari. Aún tardé unos minutos en acos-
tumbrarme al silencio de la calle; a la ciudad que toda-
vía dormía. Un silencio que me llegaba amortiguado por
las horas escuchando esa música a todo volumen. A veces
salía desorientado, sin saber muy bien si era de día o de
noche ni en qué parte de la ciudad me encontraba. Sólo
al cabo de un tiempo lograba ubicarme de nuevo en el
mundo. Echaba de menos trabajar al aire libre, con luz del
sol, como antes. A veces pensaba en largarme, en que no
tenía ganas de continuar más en esto jugándome el tipo
y la salud cada noche, aunque al final todo es cuestión de
adaptarse para sobrevivir y ganarse el pan. Podía ser peor.
Venía de allí.
Pero esa noche, no, era distinta. Me dolía el hombro
y no había dejado de pensar en lo de Paco y Salva, en el
sudaca al que tumbé de un derechazo, en el Yogurín y en
las otras chicas que dejamos en el piso. A esos manguis

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no los vería jamás entrar en un local como aquel. Por
suerte.
Los rezagados iban saliendo resignados, en una espe-
cie de procesión etílica no exenta de cierta disciplina. Se
marchaban por parejas o en pequeños grupos en los que
se mezclaban chicos y chicas de todas las edades posibles,
apoyándose los unos en los otros para no acabar por los
suelos. Gritaban. Chillaban cuando estaban a punto de irse
a pique. Reían, dispuestos a prolongar la fiesta. En pleno
centro de la ciudad, la suerte era que apenas sí quedaban
ya vecinos en los pisos de los alrededores. La mayoría eran
oficinas o pisos turísticos de esos que se alquilan por cua-
tro perras y arman más jaleo que los beneficios que dejan,
echando además fuera a quienes llevaban allí práctica-
mente toda la vida. Pero la noche era joven y estas cosas
les importaban más bien poco. La mayoría parecían niños
de familias bien, con pasta para gastársela, quemando la
noche como vía de escape de una rutina que se les hacía
cuesta arriba las más de las veces. Las caras de algunos me
sonaban ya a fuerza de verlas varias veces a lo largo de la
semana.
Ha sido una noche tranquila, si es que éstas pue-
den serlo alguna vez. Era raro el día que no había alguna
bronca o conato. Las más de las veces no pasaban de unos
empujones y unos cuantos insultos entre dos cabestros
pasados de copas. Una pelea de machitos porque uno le
ha rozado o se ha quedado más tiempo del reglamentario
mirándole el culo a su novia y esa es una ofensa que no
podía pasarse por alto. Había un momento crítico cuan-
do empiezan a meterse cabeza y las manos no se están
quietas. La historia puede irse de madre en el momento
en que uno de los dos le roce la cara al otro e intervengan
los colegas de las dos partes.

37
Por regla general solía dejarlos que desfogaran un
rato, que se despejaran con el calentón, al menos hasta
que rueda un vaso y no era plan que ninguno de los cama-
reros tuviera que salir de la barra para recoger el estropi-
cio. Suelen calmarse en el momento en que alguien más
grande que ellos los separa y les dice hasta aquí habéis
llegado, se acabaron las gilipolleces. Algunos se ponen
más pegajosos de la cuenta con las camareras o con algu-
na otra chica y también hay que calmarlos; enseñarles la
salida e invitarlos amablemente a que se vayan a dormir
la mona. El problema es cuando van puestos de todo hasta
las trancas. Ahí sí hay que emplearse más a fondo y con
cuidado de no dejar marcas, por lo de las denuncias y tal,
pero suelen tener lagunas. Al final deciden callarse por
no meter en líos a quien no deben y que la mayoría de las
veces es más peligroso que la policía o los machacas de la
puerta.

La chica caminaba descalza con los tacones en la mano,


despacio, tratando de mantener el equilibrio sobre las co-
pas que se había tomado a lo largo de la noche. Parecía el
verso suelto de aquel grupo donde todos iban abrazados
a todas, menos ella que se mantenía al margen, con una
lucidez etílica asombrosa. El alcohol lo agudizaba todo,
especialmente las penas y las soledades, que lo son más
cuando se comparten. Se debatía en una especie de yo
contra el mundo; un lance para el cual no necesitaba de
nadie. En un momento dado decidió rendirse y que pasara
lo que tuviera que pasar. Cayó al suelo casi sin hacer ruido,
sin gritar ni llorar. Sin llamar a nadie para que acudiera en
su ayuda. Ninguno de sus acompañantes se dio cuenta de
que en la pandilla les faltaba una. Era la viva imagen de

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la aceptación resignada de lo inevitable, quieta, con las
piernas flexionadas, mirando a su alrededor en la más ab-
soluta tranquilidad. Me agaché junto a ella y le pregunté
si estaba bien, si se había hecho daño al caer, mientras el
grupo seguía avanzando. Me devolvió una mirada dema-
siado intensa en la que creí leer algo parecido a la conmi-
seración. Era esa chica la que me estaba haciendo un favor
y no al revés. Negó con la cabeza mientras me sonreía y la
agarraba por el brazo para ayudarla a levantarse del suelo.
El hombro me dio un latigazo y el dolor por el golpe me
hizo apretar la boca. Ella ni siquiera se percató. Me dio las
gracias y echó a andar no tanto siguiendo a sus amigos
como un camino que sólo ella era capaz de ver en medio
de su borrachera. La perdí de vista en cuanto dobló la es-
quina, internándose en el centro de la ciudad.

Siempre me recuerda lo que pudo haber sido y no fue. Y no


porque ella no quisiera sino porque yo le dije que no podía
ser. Aroa Guerra, Aroa, nunca desperdiciaba la ocasión de
mostrarme lo que me estaba perdiendo con todo su orgullo
de hembra herida. Me recuerda muchas veces la letra de
una de esas canciones de desamor mexicanas. Pero aquella
madrugada estaba demasiado callada, cosa extraña. Lleva-
ba toda la noche intentando acercarse y alejándose ense-
guida, como si quisiera confesarme algo sin fiarse del todo.
A los veintitantos que cargaba a sus espaldas era un
insulto incomprensible que un tío la rechazara. Le encan-
taba jugar con la cara de gilipollas que se me debía quedar
cuando se paseaba por delante de mis narices contoneán-
dose, gustándose y gustando, buscando el roce a traición,
cuando menos me lo esperaba. O soltándome en un des-
cuido una de sus borderías con doble sentido, tratando de

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cabrearme y la que se acababa enfadando al final era ella.
No soportaba que me echara a reír o al menos que lo in-
tentara. Del modo en que Aroa lo entendía todo, yo debía
estar a sus pies. A su manera se divertía con estas peque-
ñas venganzas que perpetraba con esa maldad ensayada
en la que se empeñaba desesperándose cuando no obte-
nía la respuesta que quería por mi parte. Una cría a fin de
cuentas jugando a la mujer fatal.
Hubiera sido fácil llevármela al catre y luego si te he
visto no me acuerdo. Uno de esos polvos con una chica
más joven para subir la moral justo cuando creías que
todo iba cuesta abajo sin remedio. Y en otras circunstan-
cias no me hubiera importado. Pero no soy de esos fulanos
a los que les asustan los años y se empeñan en parecer
jóvenes cuando empiezan las señales de alarma. De esos
que se echan una novia que parece su hija y se visten y
comportan como imbéciles y después se hacen adictos
a las pastillitas azules, porque si no de qué iba a seguir
con ellos. Me espantaba la sola perspectiva de acabar mis
días con esas fachas y quise evitarme el ridículo. Siempre
había testigos incómodos para recordarte esto y aque-
llo. Siempre había moscas cojoneras que se dedicaban a
contarte lo que ellos hubieran hecho en tu lugar, aunque
como siempre las palabras exageraban. Pero, sobre todo,
se trataba de evitarle a ella una decepción, porque en es-
tos casos al final se acaba haciendo daño de manera inne-
cesaria y rompiendo algo que no se debería romper jamás.
Ya tendría tiempo de que otros le destrozaran el corazón
y de tener que recomponerlo, pero sin jugar con material
en extremo sensible.
—Tú te lo pierdes, Abuelo —me respondió con la voz
pendiente de un hilo a punto de quebrarse, haciendo de
tripas corazón, la madrugada que se me declaró.

40
Las palabras de Aroa me pillaron por sorpresa, me ex-
trañaron. Tal vez me lanzó señales o vete tú a saber, pero
fui incapaz de verlas por la falta de costumbre.
Pegó su cuerpo al mío como si buscara cobijo contra
el frío de esas horas y a punto estuvo de besarme, pero
todo se fue al carajo en el momento en que le dije que
no podía ser. Que la veía como a una hija y todo eso que
se suele achacar como excusa, a pesar de que hasta a ti
mismo te sonara a discurso prefabricado y vacío. Quise
ser lo más empático posible o como se diga, pero nunca
me he manejado bien en este tipo de situaciones. Prefe-
ría cuando se largaban de mi cama sin más explicaciones.
Ahorraba sinsabores y tener que mentir. Jamás le confesa-
ría que había una parte de mí que la deseaba, pero la otra
la reprimía. La que estaba cubierta por las cicatrices que
dejaron las otras mujeres que pasaron antes que ella y sa-
bía que estas historias nunca acaban bien. La parte cauta
que exigía calma.
Tampoco olvidaré la mirada que me lanzó Aroa en
ese amanecer gris. La luz anaranjada de las farolas y un
grupo de mocosos sin nada mejor que hacer a esas horas
no me parecieron el entorno ideal para tales menesteres.
Una mirada a partes iguales de desamparo y deseo, sobre
la que caía un jarro de agua fría inesperado que en milési-
mas de segundo se convertía en una mezcla extraña de ira
y conmiseración. Y hubiera llorado pero su orgullo, sen-
sato, se lo impidió; por nada del mundo iba a permitir que
se le corriera el rímel y darle el gusto a un tío de verla des-
hecha. Ya tendría tiempo de llorar… o no. Fue ahí cuando
me llamó Abuelo, remarcando todas las silabas, mascán-
dolas antes de escupírmelas a la cara. Desde ese día todos
me conocen por ese mote. Ya casi nadie me llama por mi
nombre. Supongo que me odió esa madrugada y que, en

41
cierto modo, a su manera, me debía seguir guardando ren-
cor. Porque después de todo, eso es lo que queda cuando el
amor no era posible o se acababa. Una manera como otra
cualquiera de mantener a la fuerza el vínculo con quien
en un momento determinado se quiso y no permitirle que
salga de tu vida.
Saqué un cigarrillo y lo encendí, sin saber muy bien
si era el último de la noche o el primero de la mañana.
Miré a Aroa. Me había seguido hasta la puerta. Lo hacía
de vez en cuando: se quedaba a mi lado, a cierta distancia,
fumando ella también, distraída, sin reparar en mi pre-
sencia. Todo puro teatro. Era una especie de ritual para
demostrarme que yo no lo importaba; un modo de marcar
ella también su espacio, como buena hembra dominante.
Cuando me dejaba eso claro, hablábamos de vaguedades,
de cómo estaba el tiempo o de cómo había ido la noche,
entre pulla y pulla. A veces me preguntaba por Silvia y le
notaba en el tono de voz cierto resquemor. Quizás espera-
ra que algún día le dijera que habíamos tenido una bronca
y estaba a punto de mandarla a paseo.
Pero aquella noche estuvo demasiado silenciosa y es-
quiva. Toda su atención parecía concentrada en la panta-
lla del móvil. Estaba leyendo algo con sumo detenimiento,
con el ceño fruncido y moviendo los labios. Dejó escapar
un suspiro, lo suficientemente alto para que yo lo oyera
y obligarme a preguntarle qué le pasaba. Era su forma de
invitarme a romper el hielo, porque ella no se rebajaría
a mi nivel. Decidí no meterme y mantenerme al margen,
como de costumbre. Había líneas que era mejor no cruzar
porque llevaban a un camino de no retorno a través de un
campo minado. Las cosas estaban claras como para entur-
biarlas por un sobrevenido golpe de sentimentalismo de
mi parte.

42
—¿Cómo tienes el hombro? —me preguntó sin pres-
tarme atención; un interés cortés sin más pretensión que
poner fin al silencio entre nosotros dos.
Debía haberme oído cuando le pedí a Macarena, la ca-
marera veterana del Cagliari, un vaso de agua y un ibupro-
feno porque el dolor del hombro me estaba matando. Los
golpes se dejan sentir cuando se enfrían y lo único que lo
mitigaba era el linimento. A ninguno le conté que la causa
era el golpe que una adolescente encelada me había dado
con un bate mientras intentaba junto a un viejo colega
de toda la vida devolver a su hijo al redil. Hubiera sonado
ridículo y no me habría librado de sus bromas, en especial
las de Aroa. Me la imaginaba diciéndome algo así como a
quién se le ocurre meterse en peleas con tu edad, Abuelo.
—Mucho mejor —le respondí con la sensación de es-
tar hablando solo porque ella seguía sin apartar la vista
de la pantalla—. Con la pastilla se me ha pasado el dolor.
Le mentí. Aunque no era un dolor fuerte sí sentía un
malestar, agravado por el esfuerzo de levantar a la chica
del suelo. Preveía un día o dos con el hombro jodido, has-
ta que el efecto del golpe se pasara. Esperé una salida de
tono por su parte, que para mi sorpresa no se produjo.
Fuera lo que fuese, aquello que la absorbía debía ser de
importancia para ella. Tanto como para dejar escapar la
ocasión de mortificarme, aunque sólo fuera un poco y de
pasada.

Un coche de la Policía Local pasó muy despacio por la ca-


lle de arriba haciendo la ronda de noche. Vigilando que
todo estuviera en orden. Los que iban dentro eran viejos
conocidos que sabían a quiénes podían apretar con eso de
los horarios. Nosotros éramos de los afortunados, de los

43
que estábamos a salvo de cualquier molestia indeseada. El
madero que hacía de copiloto me saludó señalando a Aroa
y dándome a entender lo que haría con ella si no estuvie-
ra de servicio, con un punto del recochineo de quien se
sabe el dueño y señor, aunque sólo fuera por delegación.
Le hubiera gustado que la chica levantara la mirada para
que se diera cuenta de que él estaba interesado en ella y
que no podría negarse. Había tenido que aguantar algunas
bromas de ese estilo en alguna ocasión, pero supe pararlas
a tiempo.
Un Audi A8 rojo, recién sacado del concesionario, su-
bía la calle justo en el momento en que perdí de vista al
zeta. No necesitaba mirar el reloj para saber la hora que
era ni esperar a que llegara a nuestra altura para saber
quién conducía. Continué fumando, observando cómo el
coche se acercaba hasta la entrada de la discoteca. Flavia
Garitano sabía ganar el dinero, gastarlo, que se notara y
no parecer una nueva rica en el intento. Aparcó a unos
metros de donde estábamos Aroa y yo. Volví a mirar a la
chica, que parecía no darse cuenta. Seguía a lo suyo sin
importarle nada más. Hubo un momento en que alzó los
ojos de la pantalla. Tomó aire, entreabrió los labios para
decirme algo, pero se arrepintió, dándole una calada al ci-
garro y volviéndome la cara como una amante despecha-
da, soltando el humo lentamente.
Había visto a Flavia y entre ellas dos no hubo nunca
algo parecido a un trato más o menos afable. Se notaba
la frialdad con la que la una se dirigía a la otra. Garitano
se divertía con la situación y a veces provocaba el encon-
tronazo para obligar a Aroa a reaccionar, a veces no como
debiera. Para la chica, la otra mujer era una rival a batir,
pero con la que, sí o sí, tenía que convivir.
La mujer que se bajó del Audi era algunos años mayor

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que yo pero parecía varias décadas más joven. Lucía una
sonrisa perenne que pretendía transmitir seguridad, pero
en el fondo escondía a una cabrona con el colmillo retor-
cido. Lo supe nada más verla la primera vez. Demasiado
afable para mi gusto, pero en contra de lo que pudiera
parecer, no era de las que se escondía cuando había que
darle la puntilla a alguien.
Nadie que viviera del negocio de la noche podía per-
mitirse el lujo de dejarse avasallar ni de hacerse enemigos
innecesarios, más siendo mujer, y en eso Garitano era una
experta. Una tipa peligrosa, de doble filo, pero generosa
con quien a ella le daba la gana; a su manera porque no
conocía otro modo de hacer las cosas. Por la otra puerta
ayudó a bajarse a su nueva conquista: un chico con pinta
de guiri al que veía por primera vez y que no desentonaba
a su lado. Coleccionaba amantes con el mismo interés y
gusto con el que coleccionaba relojes o coches. Cuando se
aburría de uno lo mandaba a paseo y que la llamaran puta
cuando se diera la vuelta, porque ninguno de los que la
juzgaban tenía cojones para soltárselo a la cara.
—¿Tiene algún problema en trabajar para una mu-
jer? —me espetó sin más esa primera vez, dejándome
muy claro que lo que tuviera entre las piernas no era un
impedimento para ponerme de patitas en la calle cuando
ella lo estimara conveniente.
—Mientras me pague, me importa poco que sea hom-
bre o mujer —le respondí.
Supongo que tampoco estaba en paraje de ponerme
exquisito ni de darme el gusto de rechazar el trabajo que
aquella mujer me ofrecía. Nos había puesto en contacto
un tipo para el que había trabajado al volver del Congo,
César Bohórquez, el abogado que me contrató para bus-
car a unos chantajistas que querían sacarle la pasta a su

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clienta, con unas fotos que jamás vi ni nadie me dijo de
qué iban, y que también le llevaba los asuntos legales a
Flavia Garitano. Necesitaba a alguien que se encargara de
la seguridad de uno de sus locales. Cosa fácil, sin mucha
complicación salvo las habituales en este tipo de nego-
cios. Buen sueldo y la posibilidad de mantener un techo
digno de ese nombre encima de la cabeza.
Me advirtió que no toleraría que se trapicheara con
mierda dentro de su local o que hubiera lumis alternan-
do con los clientes. Que ni se me ocurriera. Ya tenía bas-
tante con lo que se movía en los alrededores del Cagliari
para, encima, tenerlos dentro. Putas, yonkis y borrachos
eran una mezcla delicada, no sabías por dónde podía salir
el asunto. Un enganchado con el mono o puesto hasta el
culo de todo es imprevisible; las putas solían engancharse
a hostias entre ellas, a fin de cuentas, trataban de ventilar
unos euros a costa de su cuerpo, pero los peligrosos son
sus chulos; y con los borrachos…, bueno, esos eran el pan
nuestro de cada día.
Sin embargo, eso no era lo que más le preocupaba.
Controlar a esa fauna lo podía hacer cualquiera. Lo que
necesitaba era alguien en quien poder confiar y me lo dijo
borrando de los labios esa sonrisa que parecía grabada a
fuego en su boca. Me contó que había echado a su anterior
jefe de seguridad por haberle estado pasando información
a Alberto Toscano. Jamás la oí llamarlo el Americano, eso
era demasiado vulgar para una mujer como Flavia Garita-
no. Prefería seguir pensando que se las veía con el jefe de
la Policía Local de la ciudad antes que con un mafioso que
había logrado sobrevivir mudando de piel a medida que
cambiaban los tiempos.
Hasta el momento, Garitano había logrado zafarse de
su abrazo, pero el acoso y derribo al que la estaba some-

46
tiendo era ya insoportable. Y con la ayuda de su antiguo
empleado le había dado la puntilla. Lo que más le moles-
taba no era tener que pagarle un tres por ciento de los be-
neficios a Toscano, sino haber caído como una tonta por
haber confiado en quien no debía.
—Y si se te ocurre hacerme lo mismo, puedes volver
a la mierda de donde vienes, porque iré a por ti —fue una
amenaza directa, antes de tenderme la mano, recuperan-
do la sonrisa.
Flavia Garitano se acercó a su amigo y, señalándonos
a Aroa y a mí, le dijo algo en voz baja al oído. El otro asin-
tió en silencio, mirándonos alternativamente como si fué-
ramos unos figurantes contra el decorado de la puerta del
Cagliari. La chica dejó de mirar el móvil, pero parecía igual
de ausente con el cigarrillo entre los dedos de la mano de-
recha, asaltada de repente por un recuerdo repentino. No
respondió al saludo de Garitano mientras avanzaba hacia
nosotros con su acompañante al lado. Fiel a su costumbre
no le daba la mano ni le hacía ningún arrumaco. Guar-
daba las distancias en público, quizás para no demostrar
ninguna flaqueza. Ni siquiera se tomó la molestia de pre-
sentarnos a su acompañante. Cada cosa en su sitio. Aroa
parecía no haberla oído y ella tampoco le concedió dema-
siada importancia a su silencio. Ambas también fieles a su
costumbre.
Llegando a mi altura me puso la mano en el hombro:
—¿Qué tal ha ido la noche?
Era la primera pregunta que me hacía todas las no-
ches, pero aquella vez noté en ella un deje de inquietud
que no era el habitual.
—Sin mucha novedad —le respondí.
Perro viejo difícilmente aprendía trucos nuevos y
más complicado aún resultaba que cambiara de hábitos.

47
Cada uno era la vida que había llevado, para bien o para
mal. Y en la mía, una palabra o un gesto de más era algo
inútil. Con el tiempo aprendías que la eficacia se demos-
traba de otra manera; que cuando intentaban liarte con
una avalancha de palabrería vacía era porque algo olía a
podrido.
Al principio le costó a Garitano habituarse a esa eco-
nomía de palabras, pero no me pagaba para que le diera
conversación ni le adornara la situación ni le dijera lo ex-
traordinaria que era Ya tenía a otros que hacían ese mis-
mo trabajo a las mil maravillas. A mí me tenía para que
mantuviera el orden en el local y poco más; para que me
manchara por ella llegado el caso, pero todo dentro de
unas reglas, con una estética. Las formas y el fondo: las
primeras había que mantenerlas y al segundo no traicio-
narlo. Las excusas sobraban y a Flavia sólo le importaba
que no hubiera jaleos que resintieran la caja. De eso de-
pendía todo. De eso dependíamos todos.
Al oír mi respuesta pareció tranquilizarse, como si es-
perase que hubiera sucedido algo grave y sus temores se
confirmaran infundados. Esa noche todos parecían actuar
alterados por algo pero intentando darle a todo una páti-
na de normalidad que no atinaba a ver por ningún lado.
El compañero, o lo que quiera que fuera, se quedó mi-
rándome perplejo, sin entender nada, como quien miraba
a un animal curioso en un zoo con la seguridad que dan
la distancia y las rejas de la jaula. Me sonrió como única
alternativa posible. Un gesto amistoso no exento de rece-
lo; más una máscara que una muestra de sinceridad. O al
menos eso me pareció.
Flavia Garitano sabía en qué cotos cazaba y qué pie-
zas cobrarse en cada uno de ellos. Era una de esas muje-
res que tienen muy claro qué no quieren y eso ya era una

48
ventaja. Buscaba tipos que tuvieran algo que mantener y
por tanto, algo que perder. Tipos que supieran por dónde
caminaban y a los que no se les fuera el pistón a las prime-
ras de cambio. Un crío se metía en según qué oficios más
por adrenalina que por necesidad; más por la perspectiva
de una ganancia rápida, que no fácil, aunque eso a ciertas
edades ni se barajara.
Era una de esas imágenes que difícilmente podría ol-
vidar. Se apellidaba Pagudo y venía de un pueblo de Extre-
madura. Cuando lo conocí tenía diecinueve años y estaba,
como quien dice, recién alistado. Había elegido los para-
cas y en cuanto tuvo la oportunidad se presentó volunta-
rio para irse de misión a Iraq. Tres mil euros limpios todos
los meses acababan con las reticencias de cualquiera. Con
la primera misión se compraban el coche, con el dinero de
la segunda la casa y la boda y con la tercera, si la había, los
muebles. Como todos, que firmamos porque no creíamos
que hubiera otra salida para nosotros y que si nos daban
cama, ropa y comida más un sueldo, que hicieran lo que
les diera la gana. Lo destinaron a mi pelotón. Todo chule-
ría, con ganas de apretar el gatillo. Mi sargento esto, mi
sargento lo otro, me decía; el primero en las patrullas, vo-
luntario, como si estuviéramos en un parque de atraccio-
nes en vez de un país en guerra, rodeados por unas perso-
nas que nos consideraban, y con razón, invasores.
Fue una mañana, poco después del toque de diana,
mientras desayunábamos. Cayeron varios morterazos en
la base y el pánico cundió entre todos nosotros. No sa-
bíamos qué estaba pasando. Corrimos cada uno a coger
el equipo y las armas para ir a nuestros puestos. No vi a
Pagudo por ningún lado. Se había escondido en los barra-
cones, agarrado a su HK al que ni siquiera había atinado a
meter el cargador, que estaba en el suelo. Lloraba. Había

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vomitado por el miedo a lo que pensó era una muerte se-
gura. Un crío al que convencieron para que se jugara el
pellejo por una bandera que no tenía nada que hacer allí.
Y no fue una cuestión de valor o cobardía, sino de instinto
de supervivencia. El que te dice que es mejor estarse quie-
to hasta que pase el temporal. Duró un par de meses más.
Estrés post-traumático y para casa. No volví a saber nada
más de él.
Cuando Flavia Garitano me contrató como jefe de
seguridad del Cagliari, pensé que tendría que lidiar con
un puñado de machacas de discoteca, niñatos vigoréxicos
con ganas de repartir hostias al primero que se les cruza-
ra. Pero me equivoqué y me alegó. Ninguno de los que he
tenido bajo mi responsabilidad bajaba de los treinta y eso
ya era una garantía. Y un alivio.

Aroa se desentendió por unos segundos del móvil. Sabía


que no tenía gran cosa que hacer, pero le dirigió una mira-
da cargada de intenciones al guiri. Más que guapo, el tipo
tenía elegancia, una pose trabajada y aprendida delante
del espejo para que resultara natural. Pude comprobar
que a él no le resultó del todo indiferente ella y que la
correspondía con un interés similar. Quizás fuera uno de
esos que se movían según conviniera y lo que hubiera en
juego. Una mujer madura con pasta que lo mantuviera y
otra jovencita para pasar buenos ratos. Lo que no llegaría
a intuir siquiera era que en este caso el juguete fuera él, en
manos de dos mujeres.
No se le escapó a Flavia el juego de miradas entre su
empleada y su amante. Tampoco le pasó inadvertido el
falso desdén de la camarera. Buscaba llamar la atención,
la mía. Garitano estaba al tanto de que ella intentó liar-

50
se conmigo, y en alguna ocasión me hizo alusiones más
o menos directas al respecto. Pero sin entrar en detalles
al comprobar mi resistencia. A ella tampoco le importaba
con quién me encamara o me dejara de encamar, siempre
que no se pusiera en riesgo el trabajo.
Con Garitano tenía la sensación de que le gustaba
ponernos al límite. Que siempre estaba evaluándonos. En
ocasiones me miraba como ese cazador que se recreaba
con su mejor perro, pero con la certeza de que algún día
lo iba a defraudar; que cuando pasaran algunos años más,
dejaría de servirle y se vería obligado a prescindir de él
y en la engorrosa tarea de buscar otro ejemplar. Porque,
para bien o para mal, unos estaban para pasearlos y lucir-
los, para echarles un polvo durante una temporada, larga
o corta según las circunstancias, antes de largarlos de su
cama y su vida. Y otros estábamos para partirnos la cara
y mancharnos las manos y lo que se terciara para que ella
pudiera mantener su estilo de vida. Eran las reglas del jue-
go y no quedaba otra que aceptarlas o dedicarse a otra
cosa. Podía ser peor.
—¿Te vas ya para casa? —me preguntó, sabiendo bien
que la cuestión está de sobra. Mera cortesía. Flavia Garita-
no cuidaba las formas, aunque pudiera prescindir de ellas
cuando quisiera. Era la jefa.
Miró el reloj que llevaba en la muñeca, un Patek Phi-
lippe dorado que había comprado en una subasta de So-
theby’s en Londres, para comprobar la pertinencia o no
de su propuesta. El guiri nos miraba a todos sin entender
gran cosa, pero dando muestras de que empezaba a impa-
cientarse, aunque tratara de disimularlo. Él también miró
la hora, más como imitación de lo que veía, quizás pen-
sando en lo que le pediría a Flavia más tarde por haberlo
hecho esperar. Era el precio que ella tenía que pagarle por

51
aguantar lo que él consideraba las extravagancias e im-
pertinencias de ella. Tal vez podría pedirle hacer un trío
con aquella camarera.
Aroa parecía completamente ajena a todo cuanto pa-
saba a su alrededor, concentrada en lo que sucedía a un
palmo de sus narices. Y sólo parecía, porque no estaba del
todo seguro de que fuera así. Ella también sabía jugar sus
cartas; hacerse de rogar. Aparentar que no estaba, pero
controlando todo lo que se decía y hacía. Nos conocíamos
desde hacía tiempo. Había seguido tonteando con el gui-
ri a su manera, girándose lo suficiente para que el fulano
pudiera admirar la perfección de su anatomía, tratando
de darme celos, porque intuía que me había percatado del
juego que se traía entre manos.
Únicamente se distraía de la pantalla del móvil cuan-
do estaba segura de que el tipo se la comía con los ojos y a
continuación se dirigía hacia mí para comprobar cómo re-
accionaba. El guiri le mantenía la mirada con un punto de
malicia, invitándola a seguir con el baile e incluso a ir un
paso más allá. Aroa estaba jugando sobre el filo de la navaja
y era consciente de ello. Quizás era lo que más le ponía: sa-
ber que la pareja de su jefa babeaba por ella al mismo tiem-
po que el tío que quería llevarse a la cama estaba delante,
dándose cuenta de todo. Quería demostrarle a Flavia que
si quería podía levantarle al amante; que siempre llamaba
más la atención de un hombre una chica como ella que una
mujer de su edad. Un juego peligroso que Aroa sabía de an-
temano no pasaría de ahí, porque Garitano no le consen-
tiría que armara un escándalo por asuntos de pantalones.
Y su improvisado compañero parecía de la misma opinión,
excitado ante la sola idea de poder encamarse con aquella
chica, con el consentimiento o a espaldas de la mujer que
le mantenía el tren de vida, por el momento.

52
—Tenemos que hablar, Abuelo —añadió, tras compro-
bar la hora.
Flavia me llamaba así de cuando en cuando y esta
vez lo hizo para convencerme de que lo que iba a decir-
me era delicado. Su tono había recuperado esa intran-
quilidad que traía Garitano y ya empezaba a picarme la
curiosidad.
Me encogí de hombros. Qué remedio. De hecho, in-
cluso empecé a notar un desasosiego por contagio que me
ardía en la boca del estómago.
Aunque tenía los ojos clavados de vuelta en la pan-
talla del teléfono, movendo los dedos por su superficie a
gran velocidad, Aroa estaba pendiente de lo que hablába-
mos. Vi en sus labios una sonrisa sarcástica cuando oyó
que Flavia me llamaba así. Esperaba, la muy cabrona, que
le dijera algo. Que la pusiera en su sitio de alguna manera.
Era su forma de incomodarme, una de tantas. Buscaba por
todos lo medios una reacción por mi parte en el sentido
que ella quería para demostrarme que podía bailar al son
que ella me marcara y siempre que lo considerara opor-
tuno, por mucho que me resistiera. Y si no había caído
aún rendido entre sus piernas se debía a que era demasia-
do estúpido para darme cuenta de que era inevitable que
acabásemos juntos.
—Querrá irse a dormir. Con la edad…
Y lo soltó así, sin más. Mascando su salida de tono
como la cosa más normal del mundo y no como una pata-
leta de niñata malcriada que necesitaba saberse el centro
del mundo. Que todos supiésemos que estaba presente.
Que reparáramos en su presencia. Y lo había logrado. La
postura del cuerpo, la forma de la boca, todo en ella era
un desafío que debía aceptar o retirarme con el rabo entre
las patas, como un perro apaleado. Tenía una expresión

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dura, carente de cualquier tipo de piedad hacia quien se
empeñaba en ignorarla.

—Puedo aguantar casi cualquier cosa, pero no esas faltas


de respeto.
Maldita la gracia que le hizo la impertinencia de Aroa.
Flavia me lo dejó muy claro nada más cerrar la puerta de
su despacho. Estábamos los dos solos en la estancia. Me
pidió que me sentara en uno de los sillones que tenía al-
rededor de una mesita baja. La primera vez que entré allí
me sentó frente a la mesa de caoba, su escritorio, donde
guardaba todos los papeles. El sitio desde el que negocia-
ba. Buscaba hacerme ver la distancia que había entre no-
sotros dos. Era su modo de intimidar a quien acudía a ella
en busca de empleo o de un favor. Detrás de ese tablero de
madera oscura se sentía investida por el poder que le daba
la pasta que tenía y las necesidades de quien se sentaba al
otro lado. Sobre ese mismo tablero dejó caer una carpeta
roja con el informe que había encargado sobre mí. En las
hojas que contenía estaba toda mi vida.
—Tengo que reconocer que es una buena trabajadora,
pero en el momento en que me lo pidas la pongo en la
calle, sin más —me hizo saber.
Se volvió hacia mí, mostrándome dos botellas. Una de
güisqui escocés de doce años y otra de ron cubano. De las
caras; de esas que da pena bebérselas. Le señalé el güis-
qui. A estas horas de la mañana ya da lo mismo y mejor
algo fuerte para coger el sueño. De todas formas, el efecto
del ibuprofeno ya se me había pasado. Me sirvió un trago
generoso, solo con hielo. La conversación que teníamos
pendiente no auguraba nada bueno.
—Tiene su gracia —le dije a Flavia, mientras cogía el

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vaso que me ofrecía y antes de que se sentara. Una ma-
niobra de distracción para destensar el ambiente antes de
entrar en materia. A pesar de todo, la chica no me era in-
diferente y sería una putada que la echara por un berrin-
che que se le pasará con la edad.
—Aunque a veces te toque los cojones —me respondió
tratando de buscar una explicación a lo que aparentemen-
te no la tenía.
No solía usar ese tipo de lenguaje, o al menos no en
público ni delante de desconocidos. Se cuidaba mucho de
ofrecer una imagen de mujer hecha a sí misma, pero sin
desentonar con el ambiente que solía frecuentar de em-
presarios y políticos; una imagen que nada tenía que ver
con la realidad. Estábamos más cerca, por orígenes, de lo
que Flavia Garitano estaba dispuesta a admitir fuera de las
cuatro paredes de su despacho.
—Aunque a veces me los toque — le concedió—. Es
una cría…
De críos parecía estar yendo todo. Me miró por en-
cima del borde de su vaso y yo traté de ocultar una son-
risa que pudiera degenerar en carcajada. Ni yo mismo
me creía la excusa que salió por mi boca. Pero era lo
que había, nobleza obligaba y demás parafernalia que
se decía para justificar lo injustificable y evitar un mal
mayor.
—La edad no es una carta blanca para que diga y haga
lo que le dé la gana —parecía empeñada en ponerme entre
la espada y la pared.
—Ya se le pasará.
—Si estuviera en tu pellejo…
—Pero no lo estás y esa es la suerte que tiene.
—Aunque ella no lo sepa. Debería besar el suelo por el
que pisas en lugar de estar buscándote las vueltas. Si sigue

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paseando su culo por mi local es gracias a ti, que no se te
olvide, ni a ti ni a ella.
En la pared que tenía a su espalda colgaba un cuadro,
un De Lempika original, la joya de su corona particular,
que se tomó la molestia de asegurar por una cantidad de
dinero que a mí se me escapaba. Era una mujer con aspec-
to de los años veinte, de rasgos duros, angulosos y mirada
fría, en cuyos labios bailaba una sonrisa que lo mismo po-
día invitarte a pasar una noche dulce con ella que signi-
ficar el desprecio más absoluto. Una mujer que tenía un
parecido sorprendente con la propia Flavia. El cuadro te-
nía allí una función que no desentonaba con el resto de la
estancia: demostrar por todos los medios a su alcance que
allí nadie podía decirle cómo ni cuándo ni por qué debía
hacer las cosas. Era una mujer con poder, que había ido
construyéndose ella misma a costa de mucho esfuerzo,
como para permitir que ningún hombre viniera a hacerle
sombra. Ni yo mismo, por muy jefe de seguridad que fuera
y por mucho que confiara en mí.
—No entiendo qué tienes con esa cría —me dijo, vol-
viendo de nuevo a la carga—. ¿Estás seguro de que no te
la has follado?
Si era capaz de traicionar a Silvia yéndome con otra,
también podía hacerle a ella lo mismo. Y aunque supiera que
no, debía asegurarse. Tenía los labios entreabiertos y en sus
ojos relucía una chispa de socarronería. Tal vez mi cara en
esos momentos no invitara a otra cosa. Sabía que había ru-
mores de que Aroa y yo nos habíamos encamado. Lo mismo
que también sabía que había otros que iban por ahí diciendo
que mi amante era Flavia. Una historia que se había encar-
gado la propia Aora de insinuar. Esa cría tenía la habilidad de
decir sin decir y que a quien la escuchara le quedara claro el
mensaje que ella no se atrevía a decir con todas las palabras.

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—¿Me has hecho subir hasta tu despacho para pre-
guntarme a quién me follo o me dejo de follar?
Dejé mi vaso sobre la mesa, haciendo el amago de dar
por terminada aquella reunión y largarme a mi casa. Me
pesaban las horas de pie en la puerta del Cagliari y yendo
y viniendo de un lado a otro. El hombro me dio un pincha-
zo avisándome de que tal vez era hora de retirarme. Ga-
ritano me leyó las intenciones. Le dio un trago al güisqui,
sin variar la postura, retomando el aire de jefa.
—Vengo de cenar con Toscano.
Dejé escapar una risotada. Era la segunda vez en cues-
tión de horas que escuchaba ese nombre. Calculé, por el
tiempo transcurrido, que cuando se sentara a cenar con
Flavia, el Americano ya se habría enterado del incidente
del piso. Lógico. El Pirulo le habría pedido explicaciones a
Salva por lo que había pasado. Después de todo había de-
jado al sudaca tendido en el suelo, castrado para una tem-
porada. El hijo de Paco le habría contado quiénes éramos
y no habría tardado mucho en llamar al jefe para darle el
reporte. Toro y Ramírez habían estado a punto de reven-
tarle el chiringuito.
—¿Ahora somos amigos suyos?
Con el vaso en la mano brindé en silencio por la re-
conciliación entre las partes, sobre todo por lo que a mí
respectaba. Era yo a quien ese tipo tenía en la picota por
haber ocupado el sitio de su hombre y no haber permitido
que la seguridad del Cagliari estuviera en manos de sus
chicos. Fue la otra parte del trato. El tres por ciento y los
míos controlando desde la puerta todos los negocios de
Garitano. Y sólo se quedó con la pasta, que, aunque fuera
bastante, no era lo suficiente, porque aquella mujer se le
escapaba de las manos.
—Me había citado esta noche —le estaba costando ho-

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rrores decidirse a contarme lo que quisiera que tuviera
que decirme. Tanteaba las palabras como un ciego que no
se fiara de la solidez del suelo que pisaba—. Teníamos que
hablar… de negocios.
Pronunció esas últimas palabras a modo de globo son-
da, con una pausa para darme pie a reaccionar y montar
ella misma el discurso que iba a soltarme a continuación.
—Deberías haberme avisado —quise que sonara a re-
proche y así lo hice.
Aguantó el envite sin pestañear, vaciando lo que le
quedaba del güisqui y poniéndose a continuación otro.
—¿De qué iba a servir? —contraatacó, avanzando la
botella hacia mí para rellenar mi vaso.
Porque soy tu jefe de seguridad y me pagas para cui-
dar, precisamente, que a tu culo tampoco le pase nada,
pero me lo guardé para mí. No quería que aquello degene-
rara en la pataleta de quien se siente ninguneado.
—Ya sabes que el Americano... —me corregí—: que
Toscano no encaja bien las ironías.
Con la mirada me retó a que lo dijera, a que quería
ir con ella porque era una mujer y para negociar con él
necesitaba de un hombre para hacer presión porque ella
sola no sería capaz de quebrarle el brazo a ese hijo de
puta. Pero sabía perfectamente que jamás diría una cosa
semejante, porque no la creía. Conocía demasiado bien
a Flavia Garitano como para dudar de su capacidad para
poner en su sitio a aquel jefe de Policía, por más que se
presentara, como de costumbre, rodeado de sus matones
con placa.
—Ha estado muy tranquilo toda la velada —me dijo—.
Y era mejor no tentar a la suerte.
—Por eso.
Se inclinó sobre la mesa para confesarme un secreto.

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—No hubiera servido de nada —aunque lo que le ape-
teciera espetarme fuera un: No hubieras servido de nada.
—Eso nunca se sabe.
—Te lo aseguro yo y con eso basta. Con Alberto Tos-
cano se puede llegar a un límite y a partir de ahí ya no
puedes dar marcha atrás.
Aquel papel de mujer que se pliega a lo inevitable no
le pegaba nada, por más que Flavia se empeñara en ello.
Aunque lo cierto era que no estaba del todo equivocada.
Una vez en la órbita del Americano era muy difícil salir e
imposible hacerlo indemne.
—A veces conviene dejar claro que uno no se va a
achantar fácilmente —no quería dejar el tema a pesar de
que Garitano prefería dejarlo estar. Después de todo había
sido ella la que se puso delante de la fiera—. Ya lo hicimos
en una ocasión.
—Y salimos vivos casi de milagro —me recordó.
Alberto Toscano se encaprichó de Flavia Garitano la
primera vez que se cruzó con ella. Era una mujer diferente
a todas con las que el jefe de Policía estaba habituado a
tratar. No tenía nada que ver con las mujeres de los em-
presarios y políticos de la ciudad, que aparentaban ser lo
que ni de lejos serían jamás; tampoco se parecía a ninguna
con las que se había ido a la cama. Quizás por eso Garitano
había logrado sobrevivir durante tanto tiempo. Era una
novedad.
Ella había jugado con mucha habilidad esa baza, de-
jándose adular hasta ciertos límites que siempre variaban
dependiendo de lo que ella necesitara y él estuviera dis-
puesto a conceder. Lo del jefe de seguridad fue la prueba
de que durante mucho tiempo había estado jugando con
fuego y que a punto estuvo de quemarse. El juego del co-
queteo funcionó hasta que se le pasó el calentón; hasta

59
que dejó de ser algo nuevo para pasar a ser una pieza más,
pero que le costaba mucho cobrarse y lo dejaba en ridí-
culo. Aunque ninguno se atreviera a decírselo a la cara,
corrían rumores de que Flavia Garitano lo tenía comiendo
de la mano, cosa que el Americano jamás dejaría correr
como si tal cosa.
El nerviosismo con el que había llegado al Cagliari se
explicaba ya por sí solo.
—¿Y qué quería esta vez?
—Subirnos el impuesto revolucionario —me contestó,
dándole vueltas al vaso que sujetaba con ambas manos.
—El soborno querrás decir.
Hizo tintinear los hielos contra el cristal.
—Cómo lo llame, da igual —cortó en seco, poco dis-
puesta a entrar en debates técnicos. Que lo llamara como
quisiera. Los hechos eran los que eran y poco más había
que añadir al respecto—. La cosa es que quiere más dinero
y hay que poder pagarlo o… querer hacerlo.
En ese momento, el desafío que lanzó Flavia no iba
tanto dirigido hacia Toscano como a mí. Era su forma de
tantearme, de saber si la acompañaría en aquello hasta
las últimas consecuencias. Entrar en guerra abierta con el
Americano era un suicidio si no se tenía un plan de hui-
da bien trazado. Recordé el zeta que acababa de ver pasar
haciendo la ronda. Con esos tipos no se podía ganar así
sin más.
—Sabes que en esto hay poco margen para negociar
—podía estar suavizando la situación cuando ella iba por
otro camino, pero en parte ese era mi trabajo: apaciguar.
Y la Garitano era una mujer práctica—. El Americano es
hombre de blanco o negro, sin medias tintas.
—O con él o contra él — añadió Flavia.
Que me lo dijeran a mí, pensé.

60
—Y por lo que veo, no tienes muy claro lo de aceptar
o no las nuevas condiciones —me lancé.
Se echó hacia atrás en el sillón, una pierna cruzada
sobre la otra, con los ojos cerrados meditando bien el si-
guiente paso a dar. Dejó escapar un suspiro antes de con-
tinuar:
—Le he dicho que me lo tengo que pensar y le daría
mi respuesta lo antes posible.
Volvía a mirarme con esa sonrisa de doble filo, retán-
dome a darle mi opinión al respecto.
—¿Cuánto pide ahora?
—Sube al cinco por ciento, liquidables, como siempre,
cada tres meses —hizo una pausa para darle un poco de
dramatismo a la situación. Como si le hiciera falta—. Más
un favor que según él le debo.
—¿Hay algo que no me hayas contado?
—Muchas cosas —me respondió, haciéndose la ofen-
dida por mi insinuación—. Pero no en este caso. Ya sabes
que para Toscano todos estamos en deuda con él por el
mero hecho de tener negocios en esta ciudad.
Me encogí de hombros, haciéndome cargo de la situa-
ción y disculpándome con ella.
—Espero que no tengamos que comernos ningún ma-
rrón.
Pensaba en el botín que el Pirulo y sus choros tenían
acumulado en el piso al que tenía que dar salida. Y tam-
poco eran los únicos que trabajaban para el Americano.
—Eso ya depende de cómo lo quieras afrontar —tenía
de nuevo la botella en la mano, lista para rellenar una vez
más los vasos y ya iban tres veces que lo hacía. Esa noche
parecía necesitar una buena dosis de güisqui para pasar el
mal trago que traía—. ¿Conoces a Manuel Roldán?
Negué con la cabeza. Era la primera vez en mi vida

61
que oía hablar de ese fulano. Flavia me miró como si fuera
un extraterrestre. Continuó:
—Es un honorable hombre de negocios que ha senti-
do la llamada de la política, pero tiene ciertas cantidades
de dinero que no conviene que estén muy a la vista. Hacen
feo y siempre hay quien puede preguntar por su origen
—iba a interrumpirla, a preguntarle qué pintaba ella en
todo el tinglado, pero Flavia se adelantó y con un gesto de
la mano me hizo callar y esperar—. Toscano me ha pedi-
do muy amablemente que lo haga socio del Cagliari para
blanquear una parte de ese dinero.
—No sé hasta qué punto, a alguien con ese tipo de as-
piraciones puede beneficiarle el que lo relacionen con un
local nocturno —me permití le lujo de la duda, antes de
añadir—: Por muy respetable que sea.
—Ahí es donde está la gracia, mi querido Pepe —se
apresuró a informarme. Se le notaban ya los efectos del
güisqui—. Roldán no saldrá por ninguna parte, no son tan
tontos como para dejar que se queme de forma tan ton-
ta. Están apostando por él para que sea el nuevo alcalde.
Usarán a un testaferro para que firme todos los papeles a
cambio de un pequeño porcentaje.
Torcí el gesto.
—Y si se descubre el pastel somos nosotros los que
nos quedamos con la yugular al aire. No le veo la gracia
al asunto.
Me puso Flavia la mano sobre la rodilla. Sus ojos re-
flejaban más el miedo que la preocupación. Le había dicho
al Americano que tenía que pensárselo y aunque el senti-
do común le dijera que se negase, sabía tan bien como yo
que eso era del todo imposible. Que si me lo contaba era
porque necesitaba sentirse respaldada. Porque a Toscano
tampoco se le podía negar nada.

62
—Ni yo, pero no queda más remedio. Me puede… nos
puede joder todo lo que quiera.
Hasta ahí llegaba su desafío.
—Creo que en esto hay trampa —le dije.
No le estaba diciendo nada que ella no supiera.
—¿Te refieres a que pueda seguir subiendo el precio
de la protección? ¿A que quiera aumentar la participación
de Roldán y hacerse dueño del Cagliari?
Había recuperado la distancia conmigo y le aire de ser
ella quien controlaba la situación. Flavia también lo había
pensado.
—Quiere ver hasta dónde puede llegar —pensé en voz
alta—. Hasta dónde es capaz de pedir sin que nos oponga-
mos. Sabe que este local funciona, que deja pasta y que se
le están escapando unos beneficios muy buenos.
—Lo que nos saque a nosotros más lo que le cobre a
Manuel Roldán por lavarle el dinero y darle la silla —enu-
meró—. Un negocio redondo si todos los implicados en-
tramos por el aro sin rechistar.
—¿Y por qué íbamos a protestar? Siempre hay mane-
ras para hacer entrar en razón a los más tercos.
Había clavado sus ojos en los míos, escuchándome
muy atenta.
Tanto ella como yo habíamos escuchado historias de
policías locales vestidos de paisano que a una orden de
su jefe se las ingeniaban para embestir con el coche a un
disidente y sacarlo de la carretera como primera adver-
tencia. O acorralar a alguien en un aparcamiento cuando
iba con la mujer y los hijos, si los había, y amagaban con
darle una paliza. Con suerte el rebelde se escapaba con
un par de hostias y la luna rota. Lo malo venía cuando el
interpelado no entraba en razones y se emperraba en no
quebrar. Entonces pasaban a mayores y misteriosamente

63
aparecían en el buzón de casa amenazas: sobres con fotos
de los críos y la parienta o una bala. Hasta que una noche
echaba a arder el coche en el garaje de casa por genera-
ción espontánea. Pero eso eran sólo rumores que alguien
decía haber oído de alguien que a su vez también decía ha-
ber escuchado por ahí. Y por si acaso, mejor no prestarles
demasiada atención ni airearlos, que nunca se sabe quién
puede estar escuchando.
—Tenía que habérmelo follado cuando tuve oportu-
nidad —me soltó sin reprimir una mueca de asco que se
convirtió en una carcajada por la ocurrencia.
Dejó el vaso medio lleno sobre la mesa y se puso en
pie, demostrándome de paso que por mucho que hubiera
bebido aún le quedaba bastante para estar completamen-
te borracha y no saber ni qué hacía ni qué decía. Dándome
la espalda, sin importarle que yo estuviera allí, se inclinó
sobre la caja fuerte que tenía oculta bajo el cuadro. Co-
gió unos cuantos fajos de billetes que también puso en la
mesa, junto al vaso.
—Doce mil euros —me informó una vez se hubo sen-
tado en su butaca, escudriñándome en busca de alguna
reacción.
Intuí por dónde quería ir y no me gustó lo que me
tenía preparado.
—¿Me toca hacer de mandadero?
En sus ojos se dibujó una expresión que no supe inter-
pretar. Me pedía perdón, pero no le quedaba más remedio.
—Toscano me ha pedido expresamente que seas tú
quien le lleve el dinero.
—Te lo has pensado rápido.
—Lo del dinero era innegociable, Abuelo.
—¿Y lo otro?
—¿Lo de Roldán? —esa era más bien una pregunta re-

64
tórica—. Jamás aceptaría un enjuague de esa índole. Por
ahí no paso.
—Me mandas para que el Americano me parta la cara
—le dije, un punto de ironía con el borde del vaso cerca de
los labios.
—No se atrevería a tocarte —pretendía tranquilizar-
me —. Te teme.
—Me lo tomaré como un cumplido —y añadí—: ¿Está
Bohórquez al tanto de todo esto?
Me miró como se mira a un niño tonto al que hay que
explicarle las cosas varias veces y de manera sencilla para
que las entendiera.
—A César es mejor dejarlo al margen —y quizás tuvo
la tentación de añadir: «ya deberías saberlo, querido»—.
Entraría en pánico al saber lo que nos pide Toscano. Esto
es asunto nuestro. Es mejor que lo mantengamos así
Sacó una tarjeta con la dirección de un restaurante,
el Aben Humeya.
—Quiere que estés allí a las doce con lo suyo —se que-
dó unos segundos pensativa—. Estaré más tranquila si te
llevas a Eric.

65
3

Cuando le entregué a Silvia las llaves de mi casa la coloqué


en una posición muy difícil para ella. Pensó que debía dar-
me algo a cambio; algo para lo que no estaba preparada.
No era que no confiara en mí, me quiso hacer saber, pero
había cosas que no podía borrar de un plumazo. Había
tardado mucho tiempo en poder estar con un hombre y
no le resultaba nada fácil vencer esos miedos. Me lo decía
temiendo que echara a correr, dejándola allí plantada con
sus neuras y traumas, pero no fui capaz de huir. A esas
alturas de mi vida ya había corrido demasiado y estaba
cansado. Además, adónde iría.
Tras un año, seguíamos viéndonos en lugares públi-
cos, al aire libre y a la vista de todos. Buscaba siempre un
territorio neutral, tierra de ninguno de los dos, de donde
pudiera escapar llegado el momento sin tener que dar ex-
plicaciones. Acabé por acostumbrarme a sus espantadas,
a esperarlas y capearlas sin que se me notara nada pareci-
do al disgusto. Siempre con el temor de que pudiera huir,
asustada, para no volverla a ver jamás.
Su casa era el último refugio que Silvia construyó con-
tra propios y extraños porque había aprendido que no po-
día confiar ciegamente en nadie. Y lo entendía. Sabía de an-
temano que ella no me franquearía el paso a su remanso de
paz particular, que no lo haría en mucho tiempo. Tampoco

66
me sentía en disposición de exigírselo. Que lo hiciera cuan-
do ella lo estimara oportuno, no antes. Aquel hijo de puta
la había marcado, en todos los sentidos. Quiso devolverme
mis llaves, incapaz de corresponderme como ella pensaba
que debía y un punto molesta por lo que pensaba le estaba
haciendo. Pero yo necesitaba que las tuviera, que las usara
cuando quisiera. Necesitaba la ilusión de que alguien me
estuviera esperando y ella la de esperar a alguien.
Tardó en hacerlo. Estuvo dándole vueltas a eso de en-
trar en la casa de un hombre del que todo le decía que de-
bía escapar. Silvia supo desde el primer momento a qué
me había dedicado y a qué me dedicaba cuando la conocí.
Eso no era ningún secreto y en cierto sentido, ella había
sido clienta mía a pesar de que no fuera ella quien requi-
rió mis servicios. La primera vez que se presentó, en plena
noche, no supo muy bien cómo explicarse. Fue la primera
vez que estuvimos juntos; la primera vez que se concedió
algo similar a una nueva oportunidad. Luego sus visitas se
convirtieron en una suerte de ritual sin continuidad en el
tiempo. Podía pasarse semanas sin aparecer, limitándose a
una llamada para ver cómo estaba o un encuentro pausado
en la parte de atrás del taller de costura que tenía.
Sus visitas siempre eran nocturnas. Entraba y prepa-
raba algo para cuando yo llegaba de madrugada del Ca-
gliari. Me esperaba casi siempre a duermevela en el sofá.
Sabía que estaba dentro porque en la puerta me encon-
traba a Aretas, un mil leches amastinado, perro ya viejo
que rondaba la casa cuando me fui a vivir a ella y acaba-
mos por adoptarnos el uno al otro. Ni a él le hacía gracia
que Silvia hubiera llegado a usurparle el sitio ni a ella se
la hacía tener al chucho rondando cerca. Mantenían una
entente fría, un respeto mutuo.
Estábamos desnudos sobre la cama, rendidos después

67
de haber follado con la misma urgencia de dos jóvenes
que ya no éramos tanto. Solía quedarme recreándome en
el cuerpo de ella, algo que al principio no soportaba que
hiciera. Silvia se había dado cuenta del moratón que se me
estaba formando en el hombro por el golpe y se empeñó
en darme con un poco de crema para que la inflamación
no fuera a más. Pasó las yemas de los dedos con cara de
experta por mi clavícula tratando de comprobar si el hue-
so estaba roto. El roce de su piel desnuda sobre la mía me
estremeció y mi mano buscó el vello de su entrepierna
para entretenerme un rato mientras ella acaba su labor,
dejándome hacer.
—Pobre chica —me regañó cuando terminé de con-
tarle el episodio de Paco Ramírez, su hijo y el Pirulo. Omití
deliberadamente la parte del Yogurín para ahorrarme una
sarta de reproches peores—. Debió de pasar mucho miedo.
Hablaba más por ella que por aquella muchacha que
me había golpeado con el bate en el hombro y a quien no
conocía de nada. Le faltó decirme que me lo tenía bien
merecido por ir asustando a críos que no me habían hecho
nada. Silvia me daba a entender una cierta admiración por
el modo en que la chiquilla había reaccionado para defen-
der lo suyo. Un pellizco de envidia porque llegado el caso,
ella fue incapaz de hacer nada más que quedarse quieta y
rezar para que todo acabara rápido y sin demasiado dolor.
Por más que yo dijera o hiciera, Silvia difícilmente cam-
biaría la percepción que de ella misma tenía.
—Supongo —le respondí, atrayéndola hacia mí para
besarle la cicatriz que tenía sobre el pecho izquierdo.
«Pero le vendrán cosas peores», me dije a mí mismo.
Por desgracia.
Estaba viva por unos escasos milímetros. La cuchilla-
da que le largó buscándole el corazón falló por muy poco.

68
Aquella línea rosácea era un recordatorio que le daba ver-
güenza mostrar y trataba por todos los medios de ocul-
tarla para que nadie la viera. Tapándola pretendía hacer
lo propio con esa parte de su vida. No quería que nadie
se lo recordara, ni mucho menos ir por ahí dando pena.
Tampoco que nadie pensara de ella que había sido una
cobarde incapaz de defenderse. A Silvia le resultaba muy
complicado explicar y explicarse cómo la persona a la que
más había querido quiso matarla después de haberle he-
cho pasar un infierno.
Un año y medio de talego por intento de homicidio
con el atenuante de que al final, cuando estaba encima
de ella, le entraron los remordimientos y sólo le dio una
puñalada, sin ensañamiento. Para la jueza fue la prueba
definitiva, sin tener en cuenta la paliza previa ni las viola-
ciones. Y allí estaba el tipo, en la calle, porque con esa sen-
tencia y sin antecedentes penales, no entraba en el maco.
Sólo una pulsera de control telemático y una orden de ale-
jamiento de quinientos metros sin más medidas cautela-
res porque el preso había manifestado su arrepentimiento
y su voluntad de asistir a un curso de control de ira desde
una perspectiva de género. Pero el padre de Silvia, Gena-
ro, no era de la misma opinión. Conocía del paño del que
estaba hecho su yerno y las flores prefería regalárselas a
su hija en vida.
Mil quinientos euros por darle un aviso serio al fu-
lano, la mitad cuando me contrató, la otra mitad cuando
estuviera hecho. De noche, mientras regresaba a su casa,
la de su hermana, que le había dado cobijo después de que
la zorra de su mujer se inventara que había intentado ma-
tarla para quedarse con todo lo que su hermano había ga-
nado trabajando. Que se jodiera, que le había salido todo
mal, iba diciendo a todo aquel que se paraba a escucharla.

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Nunca había golpeado a un tipo con tanta saña. Llegó
un punto en que el puño me dolía, los nudillos destroza-
dos contra los huesos de lo que instantes antes era una
cara. Intentó responder a mis golpes con más bravucone-
ría que efectividad, como si se tratara de una pelea de bar.
Acabó suplicándome que lo dejara en paz, ofreciéndome
todo lo que llevaba encima: la cartera, un anillo de oro, la
cadena que llevaba al cuello. Al final le di mi nombre y el
porqué de aquello, por si quería denunciar, pero nunca lo
hizo. Se largó, poniendo varios kilómetros de por medio,
por si acaso.
Al día siguiente esperaba a Genaro en el bar de Mati
para que me liquidara lo que quedaba, pero nunca se pre-
sentó. Fue Silvia la que entró y me puso encima de la mesa
los setecientos cincuenta euros que me debía. Vi a una
mujer en cuyo rostro aún eran visibles las señales de los
golpes; una mujer en precario equilibrio que se podía caer
y romperse en cualquier momento. A sus ojos asomaban
otras heridas y una voz que sonaba como una llamada des-
esperada pero que al mismo tiempo rehuía de cualquier
conato de contacto.
—No sé qué se le puede pasar por la cabeza a un mu-
chacho para enfrentarse a su padre de esa forma —con-
tinuó pensando en voz alta, mientras se limpiaba de las
manos los restos de la crema y se secaba la entrepierna.
—Ganas de volar solo y un mucho de prepotencia —le
contesté—. Salva se cree alguien al lado del Pirulo y eso
no se lo dará el seguir los pasos que Paco le había seña-
lado.
—Me da pena la madre.
A lo largo de esa noche me había venido a la memo-
ria varias veces esa escena de la familia en la casa, felices,
pensando que nada podía enturbiar esa situación. Silvia

70
tenía el ceño fruncido, concentrada en sus propias cavi-
laciones.
—No hay nada que pueda igualar al amor por un hijo
—me dijo, mirándome directamente a los ojos—, ni el dolor
que se siente por ellos. Asun debe de estar rota por dentro.
Silvia conocía a la mujer de Paco por lo que yo le ha-
bía contado de ellos en otras ocasiones y porque Asun iba
a su taller para que les cogiera el bajo a los pantalones
del trabajo de su marido o le arreglara algún vestido que
acababa de comprarse o rescatado del fondo del armario.
No eran amigas íntimas, pero sí existía entre ambas la
confianza suficiente como para contarle por encima los
problemas que tenía con el niño.
—Por eso hay veces que me alegro de no haber tenido
hijos —se confesó, tendiéndose a mi lado con las manos
cruzadas sobre el vientre.
Me levanté mascando sus últimas palabras. Estaba
entrando en un terreno que nunca antes habíamos pi-
sado. Me había insinuado algo al respecto. Que a ella le
hubiera gustado quedarse embarazada, pero que las cir-
cunstancias, con su ex-marido, no eran las más adecua-
das. Poco más. Silvia se callaba cuando intuía que se esta-
ba deslizando hacia lo más personal. Sin embargo, aquella
madrugada esperaba un segundo asalto por su parte que
no tardaría en llegar. El silencio misterioso de Aroa con-
trastaba con la repentina necesidad de hablar de Silvia.
Me levanté de la cama para coger un vinilo, Europa
de Santana, y ponerlo en el tocadiscos. Nuestras veladas
solían acabar de ese modo, con los dos echados el uno al
lado de la otra, piel con piel, en silencio porque ya estaba
todo dicho, apurando los minutos hasta que ella recogiera
su ropa del suelo y se vistiera para salir sin despertarme.
Hasta la próxima, que nunca tenía fecha fijada de antema-

71
no. Pero en aquella ocasión había algo diferente, como si
algo de pronto hubiera cambiado. Como si entre ella y yo
hubiera algo distinto, una corriente íntima que se hubiera
movido para trastocarlo todo a su paso.
Era una sensación extraña bajo una capa de aparente
normalidad. A mi espalda, Silvia sonreiría, como siempre
que me veía con uno de esos discos antiguos en la mano.
Decía que era de los pocos hombres que conocía que aún
utilizaba esos cacharros. Que era una reliquia. Y eso no
era lo único anticuado que tenía. Me recibiría de vuelta
en la cama con un abrazo que nunca duraba mucho, por-
que según ella nunca nada dura demasiado y no conviene
encariñarse. Aunque no lo dijera, cada vez que venía a mi
casa me estaba haciendo un regalo, venciendo todos sus
temores; sobre todo el miedo a que volvieran a dañarla.
—¿Tú tienes hijos?
La pregunta me cogió por sorpresa, mezclándose con
el rasgueo de la guitarra.
En todo el tiempo que llevábamos juntos no me había
dado la menor muestra de preocuparse por mi vida pasa-
da. Le bastaba con conocer mi día a día y saberse parte de
él. Ni me daba explicaciones ni me las pedía. Era el acuer-
do tácito al que ambos llegamos el día que decidimos que
éramos algo más que un par de conocidos. Manteníamos
una puerta abierta que Silvia cruzaba siempre que se sen-
tía a punto de caer atrapada. Pero esta vez parecía empe-
ñarse en cerrarla, sin importarle cortar cualquier opción
de retirada. Me miraba muy fijamente a los ojos, preocu-
pada por lo que yo pudiera contestarle y al mismo tiempo
interesada en mi respuesta.
—Que yo sepa, no.
Habían pasado otras mujeres por mi vida. Mujeres a
las que había querido, otras que sólo fueron un encuentro

72
sin más, para desfogar. Algunas dejaron una huella más
profunda, pero nada que el tiempo y kilómetros de distan-
cia no pudieran curar. Con ninguna me había planteado
esa posibilidad.
Silvia caló una sonrisa difícil de descifrar. Con ella a
veces lo era y ahí estaba su encanto, el no saber a ciencia
cierta en qué pensaba. Mis palabras no la sorprendieron,
como tampoco me sorprendió que ella no pareciera dis-
puesta a dejar sus indagaciones en ese punto:
—¿Y no te hubiera gustado?
Estuve a punto de preguntarle adónde quería ir con
ese interrogatorio, pero lo creí fuera de lugar. Decidí de-
jarme llevar por la corriente.
—No habría sido buen padre.
La imagen de Salva pegando a Paco. La furia con la
que aquel chaval se dirigió a su padre: «¡Me has jodido la
vida!». Acudieron a mi memoria en avalancha. No estaba
preparado para esa retahíla de reproches.
—¿Qué estás buscando? —me preguntó sin variar de
postura—. ¿Que te diga lo maravilloso que eres?
—No es necesario que mientas.
—Eres un imbécil.
—Gracias.
Me eché a reír, dejando caer la cabeza sobre el pecho
de Silvia, como el que busca refugio al son de la guitarra
de Santana. Notaba la respiración tranquila de ella y sus
manos en mi pelo como si estuviéramos firmando una
tregua que pusiera fin a una guerra que ninguno de los
dos había librado. Seguramente estuvo rumiando el asun-
to durante tiempo, sin atreverse a decirme nada por si se
volvía en su contra y acababa hurgando más de la cuenta
en sus propias heridas. Volvía a estar a salvo.
—¿Has estado de viaje? —su tono de voz era diferente,

73
amortiguado por la seguridad de no estar metiéndose en
nada que pudiera entenderse como un deseo por entrar
en la vida de alguien.
Se había dado cuenta del bolso que dejé al lado de la
mesa al llegar, antes de que ella se acercara a mí, pero no
era el momento.
—No. Ahí llevo doce mil euros que tengo que entre-
garle al Americano a mediodía de parte de Flavia.
Oí cómo se le aceleraba el corazón, a pesar de que in-
tentaba que no se le reflejara en el rostro; que yo no pu-
diera advertir la incomodidad y cierta preocupación en
ella.
—Esa mujer hará que un día tengas un disgusto.
No se trataba de celos hacia Flavia Garitano sino de
desconfianza. Silvia se puso en guardia de inmediato nada
más darle los dos besos de rigor cuando la conoció. La son-
risa de doble filo que a mí me hacía seguirla casi a ciegas,
sin plantearme la más mínima duda, a ella la invitaba a re-
celar, a querer alejarse de la dueña del Cagliari a como die-
ra lugar, pero sin parecer grosera. A Silvia no se le escapó
tampoco que Flavia podía ser un enemigo muy peligroso.
Era la de ella una intuición que a mí me fallaba cuando se
trataba de ciertas personas.
—Es la jefa —le respondí.
La obviedad que acababa de decirle equivalía al más
crudo: «Es lo que hay» que tuvo una rápida réplica de la-
bios de Silvia:
—Y tú sólo su jefe de seguridad. Si tiene que lavar los
trapos sucios, que se remangue ella en vez de mandarte a ti.
Ella sabía que el Americano me la tenía jurada desde
que saqué a su hombre del local de Garitano y tampoco
se le escapaba que la condición de que fuera yo quien le
entregara el dinero era un modo como otro cualquiera de

74
cobrármela, humillándome delante de los suyos. Notaba
cómo su respiración se agitaba un poco más.
—Va todo en el sueldo, Silvia —le recordé—. Le debo
mucho a esa mujer.
—Y ella a ti —me recordó—. No me gusta que te metas
en estos líos.
Y casi se le quebró la voz. Con eso tuve suficiente. Me
levanté justo en el instante en que la música de Santana
terminó y los acordes de la guitarra dejaron paso al ruido
de la aguja sobre el círculo central del disco. En los ojos de
Silvia había una especie de súplica que ya no se esforza-
ba en disimular. Desnuda, me di cuenta de que sus defen-
sas se disolvían dejando delante de mí a la mujer que en
realidad era. Me incliné sobre ella para besarla y dejarnos
arrastrar una vez más antes de que amaneciera.

Me desperté cuando el sol entraba en tromba por la ven-


tana y el reloj marcaba las once menos cuarto. Había dor-
mido unas pocas horas, pero tenía la sensación de haberlo
hecho durante días. Notaba el descanso del sueño profun-
do y el sexo. Delante del espejo, mientras me afeitaba tuve
el convencimiento de que algo había cambiado con Silvia,
aunque aún fuera pronto para calibrar su alcance. Algo
me decía que podía poner tierra de por medio, asustada
por ese acercamiento tan repentino. Esperaba estar equi-
vocándome.
Esa mañana podían irse al demonio el Americano,
Flavia, Paco y su hijo. No me importaban nada. Pero el
bolso con los doce mil euros junto a la mesa me recordaba
que tenía un asunto pendiente, que aún podía esperar un
poco. Todavía no era la hora y tenía que hacer unas cuan-
tas cosas antes de salir.

75
Cuando terminé de hablar con Garitano, en el Cagliari
ya no quedaba nadie más que el guiri a media luz, aferra-
do a un vaso impacientándose por la tardanza de su no-
via, amante o lo que fueran. Me despidió con un gruñido
que podía haber servido lo mismo para desearme buenas
noches o que me partiera un rayo. Tendría que contactar
con Eric al día siguiente. Le mandé un mensaje mientras
iba a la cocina en busca del café y los bocadillos que me
había dejado preparados Silvia. No sabía por qué, pero esa
mañana me supieron mejor que nunca. «En una hora paso
por tu casa. Tenemos trabajo», le escribí. Su respuesta no
tardó en llegar: un escueto OK.
Eric Montero era uno de esos venezolanos a los que
los eslóganes de Patria y socialismo o Hasta la victoria siem-
pre, se la traían al pairo si no venían acompañados de un
plato de comida encima de la mesa, aunque alguna vez lo
hubiera puesto calentito y con menos años a punto estu-
viera de enrolarse en eso de la revolución. O al menos eso
era lo que él aseguraba con más nostalgia por el chaval
que fue que ardor patriótico o resentimiento por el paraí-
so perdido. Al morir el Comandante y llegar su sucesor, se
olió que lo que estaba por venir sería peor y aprovechó un
viaje de hermanamiento con no-sé-qué-pueblo financia-
do con petrodólares para quedarse aquí. Ingeniero agró-
nomo allí quiso probar suerte en el primer mundo capita-
lista y la suerte se rió en su cara.
Inmigrante ilegal primero y luego solicitante de asilo
a la espera de que se regularizara su situación en la ma-
dre patria, poco más podía hacer. Entró como chacho de
un millonetis, en negro claro está, hasta que el fulano lo
pilló encamado con la legítima y lo puso de patitas en la
calle sin más explicaciones. Y comprendía a la señora de
marras porque Eric tenía buena planta y capacidad para

76
camelarse a cualquiera que se le pusiera a tiro. Una virtud
o un defecto, dependiendo desde dónde se mirara, que le
había permitido sobrevivir. Tenía maneras de gigoló de al-
tos vuelos y aunque él nunca me lo confesó abiertamente,
por lo que insinuaba a veces y yo pude hilvanar, tuvo que
valerse de esas mañas, tocando ambos palos cuando la si-
tuación lo requería para poder salir adelante.
Tipo discreto a la fuerza, era la razón por la cual lo
había contratado Flavia Garitano, jugándosela al hacerlo,
si bien habría alguna razón más que a mí se me escapaba.
Era de esos tipos que hablaban sin parar con el único fin
de proteger sus silencios; de los que debajo de tanta alga-
rabía no se sabe qué esconden y tal vez sea mejor esa igno-
rancia, por las sorpresas que pudiera deparar. Nos había-
mos partido la cara juntos en más de una ocasión y no me
dejaría tirado a las primeras de cambio. Y eso me bastaba.
Con la taza en la mano y terminando de engullir el ter-
cer bocadillo bajo la mirada de Aretas, al acecho por si se
me escapaba algún trozo, salí al jardín de casa que daba a
las huertas de los alrededores. Ninguno de los que vivía-
mos allí teníamos papeles, todos ocupábamos el espacio de
manera ilegal. Casas que en su día fueron casetas, que cre-
cieron hasta convertirse en viviendas más o menos gran-
des, por obra y gracia de unas autoridades municipales
que miraron para otro lado de manera conveniente. Con el
tiempo aquella zona de las afueras de la ciudad se convir-
tió en un problema: se pagaban los mismos impuestos que
en otras zonas pero sin los mismos derechos. Y la solución
que dieron no era más que un parche que no convencía a
nadie, pero era mejor que la demolición. Ahí seguíamos en
una especie de limbo, sin que nadie nos molestara.
El móvil empezó a sonar dentro. Era raro que alguien
me llamara a esas horas. En la pantalla aparecía un núme-

77
ro que no conocía y lo dejé hasta que desde el otro lado
se cansaran. Al cabo de un rato quien fuera desistió de su
intento. No obstante, decidí llevarme el teléfono conmigo,
dejándolo sobre la mesa del patio. Hacía una mañana muy
agradable y todavía me tomaría un café más para termi-
nar de espabilarme. En el fondo me hubiera gustado ver el
nombre de Silvia iluminándose en la pantalla, dándome la
razón en eso de que algo había cambiado.
Al otro lado de la valla vi pasar a mi vecino Quino,
con los aperos al hombro, que venía de echar un rato en el
huerto y de dar de comer a las ovejas que tenía. Fiel a su
costumbre, Aretas me abandonó para ir en su busca; para
que Quino lo acariciara. Con setenta tacos largos de alma-
naque, aquel hombre se sentía incapaz de abandonar la
vida que había llevado. Viudo como era, la rutina del cam-
po lo mantenía a salvo y con la cabeza sobre los hombros y
una lucidez envidiable. Me saludó con la mano, extrañado
por verme tan temprano allí sentado. No solíamos cruzar-
nos hasta la tarde y a veces compartíamos un vino y una
charla que se prolongaba varias horas, hasta que yo tenía
que irme al trabajo.
—Dichosos los ojos, Pepe —me dijo, clavado en el suelo.
—Yo también me alegro de verte, Quino —le respondí.
—Esta mañana vi salir a tu mujer.
Para él, Silvia era mi mujer y sobre eso poco más ha-
bía que discutir.
—Vino anoche a darme vuelta y ya se quedó un rato.
—Pásate cuando quieras por casa, que te convido. Los
quesos están curados y mi hermano me ha mandado un
par de botellas de vino del pueblo que hay que beberse
antes de que se avinagren.
—Te tomo la palabra.
—Pero vente con Silvia, no seas cafre.

78
Y continuó su camino, dejándome con una sonrisa
congelada en los labios y un regusto raro. Miré el móvil y
se me pasó por la cabeza la idea de llamarla. No era lo nor-
mal, que lo hiciera mientras trabajaba, sobre todo después
de haber pasado la noche juntos. Con Silvia era mejor así,
siguiendo sus tiempos, sin precipitarme.
El móvil volvió a sonar. El mismo número de antes. La
melodía me pareció más insistente que nunca. Descolgué
y me respondió la voz de un hombre joven:
—¿Es usted Pepe Toro, el Abuelo?
—¿Con quién hablo? —pregunté sin cuidarme siquie-
ra en ocultar el fastidio que me ocasionaba que un desco-
nocido me llamara molestándome y encima se dirigiera a
mí por un apodo. Al menos no me tuteaba
—Soy Ricardo Beltrán —respondió seco, tajante, sin
tiempo que perder.
—¿Quién le ha dado este número? —aunque conocie-
ra la respuesta.
—Aroa. Trabaja de camarera en el mismo local que
usted.
Esa niñata me iba a oír. El tal Ricardo se apresuró a
añadir:
—Somos muy buenos amigos y me dijo que podría
ayudarme a solucionar un problema.
—Señor Beltrán —le dije, consciente de que eso de
«señor» posiblemente le quedaría muy grande, pero de-
bía corresponder a su trato—, creo que le han dado una
información equivocada sobre mí.
Quería ponerle fin a la conversación, pero la curiosi-
dad me lo impedía. Por fin le había puesto nombre, ape-
llidos y voz a la preocupación de Aroa Guerra y por eso
continué al teléfono.
—Tal vez, pero déjeme que le explique.

79
—Tengo un poco de prisa.
—Puedo llamarlo en otro momento a lo largo de hoy
—me ofreció como posible alternativa—. Aunque preferi-
ría que habláramos en persona. Podemos vernos donde
usted me diga.
Miré el reloj. Debía salir ya para ir en busca de Mon-
tero y acudir a la cita con el Americano. No podía entrete-
nerme mucho más. Por la voz y el modo en que hablaba,
con un punto de premura, decidí transigir.
—Dime dónde te viene bien a ti —le concedí. Tampoco
perdía nada.
—Esta tarde, a partir de las cinco y media estaré en la
habitación 37 de la sexta planta del Hospital Santa Cecilia.
Allí lo estaré esperando.
—De acuerdo. Si eres amigo de Aroa como dices…
Me dio las gracias y colgó antes de que pudiera hacer-
le ninguna pregunta más. Me sonó raro que Ricardo Bel-
trán acordara nuestra cita en la habitación de un hospital,
por más que estuviera acostumbrado a las rarezas de los
clientes. Acababa de aceptar una cita con un hombre al
que no conocía con un punto de orgullo profesional por
el mero hecho que había sido esa chiquilla la que le había
hablado de mí.

El metre nos dijo que Alberto Toscano aún no había llega-


do al restaurante. Era un tipo entrado en la cincuentena,
de aspecto pulcro sin desentonar con el ambiente en que
trabajaba, con más pretensiones que otra cosa. Ni Eric ni
yo éramos el tipo de cliente que solía frecuentar el Aben
Humeya y nos lo hizo saber a juzgar por la displicencia
con la que se dirigió a nosotros. Nos miró como a dos fu-
lanos que íbamos a pedirle un favor al jefe de la Policía

80
Local. Dirigió una mirada nada disimulada al bolso que yo
sujetaba. Se habría imaginado lo que había en su interior.
Nadie iba al encuentro de Alberto Toscano sin llevarle
nada a cambio.
—Pueden esperarlo en el bar si quieren —nos reco-
mendó—. El señor Toscano no tardará, tiene reserva hecha.
Era una invitación a que nos quitáramos de en medio
para que los comensales que se desperdigaban por las me-
sas del salón no se sintieran violentados por la presencia
de dos extraños. El metre dio por sentado que ninguno
de los dos podríamos pagar la cuenta, a pesar de que se
quedó mirando al venezolano con atención. Algo no pa-
recía cuadrarle en mi acompañante. O puede que el que
desentonara fuese yo
Ocupamos una mesa en el bar del restaurante. Eric
se sentó de espaldas a la puerta, pendiente de la ventana,
desde la que tenía una vista privilegiada de la calle. Me
dejó a mí de cara a la puerta, para que vigilara la entrada.
Miraba mi compañero a su alrededor con aparente aire
distraído, pero quedándose con todos los detalles del lu-
gar. Una de las cosas que primero se aprendían era que
para entrar en un sitio siempre había que saber cómo salir
de él.
—¿Qué quieres tomar?
Parecía no entender la pregunta hasta pasados unos
segundos. Los que tardó en reaccionar, en recordar que
estaba en un bar y que lo único que podíamos hacer mien-
tras llegaba Toscano, era beber algo.
—Lo que tú —se salió por la tangente.
Detrás de la barra, me atendió una camarera con
acento rumano y mejor disposición que el metre. Le pedí
dos cervezas y mientras esperaba que me las sirviera me
entretuve con las noticias de la televisión. No me intere-

81
saban lo más mínimo, pero me llamó la atención el nom-
bre que pronunció el presentador: Manuel Roldán, que se
postulaba como candidato a la alcaldía de la ciudad. Eran
unas declaraciones que había hecho durante un mitin: «Ya
está bien de que nuestros conciudadanos se vean relega-
dos. Que sean los últimos a la hora que recibir las ayudas.
Familias españolas de toda la vida a las que esa izquierda
extremista buenista les está quitando sus derechos para
dárselos a quienes vienen de fuera. Tenemos que empe-
zar una nueva reconquista que nos devuelva al lugar que
por derecho nos corresponde». Un discurso que jaleaba
un grupo bastante nutrido, sobre todo de hombres, tre-
molando banderas de España. Y hasta ahí mi interés en el
tal Roldán de no ser por los tipos que estaban en segundo
plano como guardaespaldas y encargados de la seguridad
del evento. Tenían pinta de ex-militares. Las compañías
que frecuentaba el improbable socio de Flavia Garitano no
me dejaron muy tranquilo.
—Esos tipos… —me comentó la camarera rumana al
darse cuenta de mi interés en el discurso del político.
Intentó averiguar de qué pie cojeaba, de si era o no de
la misma cuerda que esos tipos que daban vivas a España,
la Guardia Civil, al rey y el ejército. Tenía los dos vasos de
cerveza en las manos, no muy segura de si debía dármelos
o no.
—Un puñado de gilipollas sin nada mejor que hacer
—dije, provocando el efecto que deseaba.
Lo que no podía saber ella era que en el bolso que aca-
baba de dejar junto a la mesa había doce mil euros que
muy probablemente, en parte, irían para subvencionarle
las paridas a un grupo de fascistas que si pudieran la echa-
rían a patadas en el culo o la pondrían a trabajar en un
puticlub, donde iban todos los hombres de bien a hacer

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las guarradas que a la esposa ni se les ocurriría proponer-
le. Le puse en la mesa un billete de cinco euros y lo que
sobrara para ella. Por las molestias.
De vuelta a la mesa, Eric continuaba canturreando.
—Estamos de servicio, Toro.
Le pegué un trago a la cerveza sin hacerle ningún
caso.
—¿Se puede saber qué demonios estás cantando?
—¿Ya me quieres echar, como tus amigos de las noti-
cias?
—A esos puedes decirles que eres un anti-comunista
de manual para que te dejen en paz.
Él tampoco sabía nada del destino del dinero. Sólo le
había contado lo imprescindible: que se trataba de una
entrega rápida al Americano. Que si le había pedido que
me acompañara era porque así me lo había dicho Flavia.
—Para los mares —me contó—. Se la oía siempre a mi
abuelo y a mi mamá cuando trabajaban y se me pegó. La
canto de vez en cuando.
Caló una de esas sonrisas suyas de gigoló consciente
de sus encantos, de las que echaba mano cuando quería
desviar la atención hacia otra parte, sin importarle que
quien tuviera delante fuera hombre o mujer. El encanto
personal no entendía de sexos y él era experto en embau-
car a propios y extraños.
—Tiempos raros éstos —soltó en un suspiro, mirando
las gotas que se deslizaban por el cristal del vaso.
No tenía intención de enfrascarme en una discusión
filosófica sobre el presente. Sólo quería que llegara ya
Toscano para entregarle el bolso con la pasta de Flavia Ga-
ritano y largarme de allí. La llamada de Ricardo Beltrán y
la cita que tenía con él me intrigaban mucho más que el
encuentro con el Americano.

83
—Ya se tardan —confirmó Eric Montero consultando
la hora en la pantalla de su móvil—. Nunca me acostum-
braré a la falta de puntualidad de ustedes los españoles.
Intentaba a toda costa que no se impusiera un silen-
cio que se le hacía insoportable.
—Supongo que querrá ponernos nerviosos —respon-
dí—. Demostrarnos que quien manda es él y que, si quiere
tenernos aquí hasta las cinco de la tarde, pues nos tiene.
—¿Y si cogemos la pasta y nos largamos?
—Sabe que no lo haremos, que esperaremos lo que
haga falta.
Que por eso había pedido que fuera yo quien acudiera
a la cita y no la propia Flavia ni ningún otro. Pero me callé
y no le dije nada a Eric, que se había levantado para ir al
servicio y echarle una ojeada a la camarera rumana, que
seguía a lo suyo sin que nuestra presencia allí fuera nin-
gún inconveniente. A parte de nosotros, sólo había un par
de mesas ocupadas por trabajadores del banco o las otras
oficinas que había por los alrededores del Aben Humeya.
Hombres y mujeres que estaban tomando un aperitivo an-
tes de pasar a comer, más atentos a sus teléfonos que a la
cháchara que pudieran mantener con sus colegas.
Necesitaba un cigarrillo. Esperé a que regresara Eric
para proponérselo:
—Vamos afuera, tengo que fumar.
—¿Y vas a dejar esto aquí?
«Esto» era el bolso con el dinero y le pareció poco me-
nos que una blasfemia la posibilidad de que se quedara allí
sin vigilancia.
—¿Quién sabe lo que llevamos ahí? —contraataqué
bajando la voz.
—Vas a tener que aguantarte las ganas de fumar —me
informó sentándose de nuevo frente a su cerveza. No supe

84
si lo que me molestó más fue el no poder llenarme los pul-
mones con humo o la expresión de chulería que tenía en
la cara el venezolano—. Nuestro hombre está aquí.
No había terminado de hablar Eric cuando vi la puer-
ta del restaurante abrirse para dar paso a tres hombres
vestidos de manera impecable y modales no menos impe-
cables. El metre se abalanzó sobre ellos con toda la elegan-
cia que requerían clientes tan importantes. Casi se dobló
en una reverencia, lo cual no le impedía mirarnos por el
rabillo del ojo, pendiente de mi reacción. Como el propio
Toscano, para quien nuestra presencia, en especial la mía,
no había pasado desapercibida. Sabía que estábamos allí.
Noté cómo sus ojos descendían hacia la bolsa, reflejando
la codicia de quien se imaginaba lo que había en su inte-
rior. El tributo que estaba dirigido a él.
—Su mesa ya está preparada, don Alberto —le indi-
có al tiempo que le indicaba un camino que el Americano
conocía de sobra. Todo formaba parte de una puesta en
escena tan ensayada como necesaria para el metre.
De un trago, Eric apuró lo que quedaba en el vaso,
dispuesto a levantarse para hacer la entrega. Ya no tenía
sentido seguir esperando.
—No seas maleducado —le regañé medio en broma—.
Está feo abordar de ese modo a unas personas tan impor-
tantes. ¿Qué van a pensar de nosotros?
—¿Ahora te importa?
—Necesito fumar —insistí. La llegada del Americano
no había cambiado en nada mis prioridades.

Había personas cuyas vidas se rigieron por un riguroso


blanco o negro, rojo o azul, a los que se les llenaba la boca
con constantes apelaciones a los valores. Siempre los pro-

85
pios. Siempre los correctos. Esas mismas personas que un
buen día descubrieron que estaban más cómodos en los
matices y se apropiaban de las gamas de grises, percatán-
dose de paso de que el pardo tampoco les sentaba tan mal
y ya se sabe lo que pasa con ese color por la noche: que no
se distingue. Pero sin renunciar a las lecciones de moral
bajo la falsa máscara del hombre —o la mujer— intachable.
Y Alberto Toscano era de ésos, capaz de cambiar de
piel cuantas veces fuera necesario para continuar en su
puesto. En algún momento de su vida fue un fervoroso co-
munista, con carné y todo. En aquella época lo llamaban
el Lenin. El primer jefe de la Policía Local del PCE cuando
se pensaba que ambas cosas eran como el agua y el aceite.
Un tipo con ideas y ganas de cambiar las cosas y algo de
eso hizo. El hombre clave, el indispensable, al que todos
los polis de la ciudad respetaban y veían no ya como un
superior o alguien que en un momento dado podía cesar
en el cargo, sino como un padre. Y algo peor, como un
conseguidor al que acudir cuando hiciera falta. No sólo
sus hombres sino cualquiera.
Los comunistas pasaron y llegaron otros, cambiando
de color. Pero lo que no cambiaba era la jefatura de la Po-
licía. El miedo de todos los alcaldes era que las calles aca-
baran tomadas por choros y yonkis y la gente reclamara
sus cabezas por incapaces de mantener la seguridad. En
los años duros de la heroína y los tironeros menores de
edad, Toscano consiguió establecer un cinturón en torno
al centro y los barrios de clase media-alta, que quedaron
más o menos a salvo. A cambio, aquella plaga se cebó con
otras zonas que importaban menos y a las que se desti-
naban las migajas. Hubo gente que pagó bajo cuerda a los
polis para que hicieran algunos extras con el beneplácito
de su jefe, al tanto de esos chanchullos que tan rentables

86
le resultaban y luego supo utilizar en sentido contrario
cuando lo creyó oportuno. Nada se movía en la ciudad sin
que él antes hubiera dado el plácet.
Empezó a correr por ahí eso del Americano a finales
de los noventa, primeros dos mil, cuando decidió que el
futuro estaba en los métodos del FBI, estancia en Quanti-
co mediante, con cargo al presupuesto del Ayuntamiento,
para aprender las nuevas técnicas que luego se quedaron
en el cajón. Pero de eso hacía ya algunos años y el tipo
que estaba sentado a la mesa en compañía de otros dos
hombres se había transformado en una suerte de paleto
de Tennesse, obeso, aunque conservara la mirada de un
hijo de puta profesional y orgulloso de serlo.
—… pero que la próxima vez no llore tanto cuando se
la meta. Así no hay manera, joder —no había que ser muy
avispado para saber a qué se estaban refiriendo.
La risotada fue general en la mesa. Toscano palmeó el
hombro del que acababa de soltar aquella apreciación. Un
hombre seco, con el pelo cortado de manera cuidada que
hablaba a las claras de su profesión. Se recompuso cuando
se vio en presencia de extraños, irguiéndose en la silla y
pasándonos revista con un rictus de desagrado que borró
de un plumazo la risotada.
—Os presento a mis amigos Pepe Toro y Eric Montero
—nos anunció como a dos entrañables amiguetes—. Son
los chicos de los recados de Flavia Garitano.
—Hubiéramos preferido volverla a ver a ella —sugi-
rió el otro hombre de la mesa, con una sonrisa de rata
bailándole en sus labios finos, casi una línea debajo de la
nariz.
—La señora Garitano tenía cosas mejores que hacer
—corté en cuanto intuí que alguno continuaría con la bro-
ma—. Y para esto nos bastamos el señor Montero y yo.

87
—¿Le laváis también las bragas? —terció el primero,
el sensible.
—Lo que le lavemos o dejemos de lavar es asunto
nuestro —Eric se molestó por las insinuaciones.
—Estamos de broma —intervino el Americano, tem-
plando—. No seáis tan quisquillosos, chicos.
Agarró una loncha de jamón y se la llevó a la boca
con un gesto de pretendida elegancia. Se limpió la punta
de los dedos en la servilleta. Estaba disfrutando con la si-
tuación. Nos tenía de pie, delante de su mesa, como a dos
suplicantes. Los demás comensales empezaban a mirar de
soslayo la escena y a murmurar entre ellos.
—Mi coronel —se dirigió al que sacara de quicio al ve-
nezolano—, Toro fue también soldado.
—¿Dónde? —se interesó el fulano.
—Sargento de la BRIPAC.
—Un poco joven para haberse jubilado, ¿no cree? —una
apreciación nada inocente por su parte.
—Lo expulsaron —se vio en la necesidad de añadir el
Americano.
—Ya decía yo. Por desgracia, el Ejército español se
ha ido llenando de gente que se piensa que esto es como
el trabajo de un funcionario, sin más vocación militar ni
amor por el servicio a la patria. Y esos pobres hombres,
que de verdad sienten la bandera, los están echando a la
calle con cuarenta y cinco años. Peste de políticos.
Terminó la perorata dando un manotazo en la mesa.
—Y usted, ¿dónde?
—Coronel de Infantería Gerardo Vallespín —me es-
cupió como si me desafiara, porque en su mundo era él
quien marcaba el paso y dictaba las leyes. Yo no era nadie.
El tipo tenía ambas manos sobre la mesa. Unas ma-
nos cuidadas, con la misma pulcritud que observaba en el

88
resto de su atuendo. Apretaba las mandíbulas y sus ojos
parecían un par de cuchillos que querían atravesarme.
El Americano estaba disfrutando en aquel cenagal
como el cochino que era. Se había encargado, muy con-
cienzudo, de caldear el ambiente y atizar en el momento
oportuno los ánimos del coronel, sacando a relucir aque-
llos asuntos que más podían enervar al militar. Todo for-
maba parte del espectáculo que preparó con el consenti-
miento tácito de Flavia. Tocaba pasar por el mal trago. Era
parte de esa deuda que ella había contraído con el jefe de
la Policía Local. Nada salía gratis y ahora llegaba mi turno
de pasar por caja.
Al tipo con sonrisa de rata sólo le faltaba relamerse
los bigotes. Se mantenía en un discreto segundo plano,
con vistas privilegiadas del escenario, pero resguardándo-
se de la mierda que pudiera salpicar. No era la primera vez
que lo veía, siempre en compañía del Americano, aunque
no sabía su nombre.
Montero decidió poner fin a la reunión. Habíamos
acudido al Aben Humeya para entregar el impuesto revo-
lucionario que se le debía a Toscano, no para que él y sus
colegas nos humillaran a placer. El venezolano, harto del
concurso de vergas que habíamos empezado Vallespín y
yo, y ante la posibilidad de que degenerara en una discu-
sión a gritos o que llegáramos a las manos en medio del
salón, puso el bolso encima de la mesa donde estaban co-
miendo los tres hombres. Casi tiró la botella de vino y se
llevaba por delante el plato con los entrantes. Ninguno de
nosotros se esperaba una reacción así de su parte.
El Americano se echó hacia atrás en la silla, con los
ojos muy abiertos por la sorpresa, pero sin borrar esa ex-
presión de satisfacción por el trabajo bien hecho que lle-
vaba desde que nos vio entrar. El que peor se lo tomó fue

89
el coronel, que se puso rojo por la ira, que ahora se dirigía
con redoblada intensidad hacia Eric. Masculló un insulto,
mentándole la madre al venezolano. Iba a levantarse para
poner en su sitio a aquel mastuerzo, pero la rata lo detuvo
a tiempo. Aquel tipo había sabido conservar la calma. La
bolsa cayó sobre la mesa a punto de causar un estropicio
sin que él descompusiera el gesto.
—Ahí tienen su… —pero Eric Montero se detuvo cuan-
do se percató de que todas las miradas, disimuladamente,
se dirigían hacia nosotros.
Fue el metre quien intervino oportunamente para
que todo volviera a la normalidad. Con rapidez se acer-
có hasta la mesa, situándose a la izquierda del Americano
como el buen profesional que era.
—¿El vino era del gusto de los señores, don Alberto?
—preguntó.
—Estaba exquisito —respondió el coronel Vallespín,
con voz engolada, queriendo demostrar la clase y educa-
ción que se les presupone a los oficiales—. Y los entreme-
ses, excelentes. Con esto, el resto de la comida sólo puede
mejorar.
El metre se hinchó de orgullo por los elogios del mili-
tar. Alberto Toscano se limitó a darle las gracias al hombre
por el servicio y a indicarle:
—Por ahora está todo bien.
Refiriéndose más a Eric y a mí que a la comida.
—Si no necesitan nada más, nos vamos —les informé
cuando el metre se marchó después de haber recogido los
platos vacíos de una mesa sobre la que aún estaba el bolso
con los doce mil euros que ninguno de los tres comensales
había querido apartar.
—¿Adónde vais con tanta prisa? —el Americano no
dejaría que nos fuésemos tan fácilmente. No al menos

90
hasta que se hubiera divertido un poco más humillándo-
nos delante de la rata y el coronel—. Estás cogiendo una
costumbre muy fea, Toro. Vienes, me jodes y te largas
como si nada. Y eso no puede ser.
Estaba recordándome la vista que le habíamos hecho
Paco Ramírez y yo al Pirulo en su piso franco. Le habían
ido con el cuento casi de inmediato.
—No me gusta quedarme mucho rato en los sitios
donde sé que no soy bien recibido.
—A este hombre —se dirigía a sus dos compañeros,
aunque sólo mirara al coronel—, le ha dado por entrar en
casas ajenas y golpear a chiquillos porque le sale de los co-
jones —y clavó sus ojos en mí—. Si tu amigo no supo atar
en corto a su hijo, no es asunto mío. Que le hubiera metido
dos hostias a tiempo. Dile que como vuelva a enterarme
de que ronda por el piso o intenta hacer una machada pa-
recida, contigo o con otro capullo como tú, le parto las
piernas a él y a su mujer.
A eso había poco que oponer. Apreté los puños, tra-
tando de contener la mala leche que me subía a borboto-
nes del estómago y me quemaba la garganta. Allí mismo
le hubiera hecho tragar la amenaza a aquella bola de sebo,
pero las consecuencias de ello habrían sido catastróficas.
El Americano jamás estaba solo y de eso se valía. A una or-
den suya, Paco y Asun lo iban a pasar muy mal; sin contar
con lo que pudiera hacerle a Salva. Y que la cosa se queda-
ra ahí y no fuera a por Silvia…
Me llevé la mano al hombro, donde la novia, o lo que
fuera, del Pirulo me había acertado con el bate. Por suerte,
ya no me dolía mucho.
—Pierde cuidado, se lo diré —le respondí—. Pero no te
puedo prometer nada, un hijo duele mucho, aunque dudo
que sepas lo que es eso.

91
El Americano encajó mis palabras como lo que eran:
una salida a la desesperada ante la imposibilidad de sal-
tarle al cuello y destrozarle la cara a golpes.
Pero la reunión distaba mucho de haber terminado.
Ahora empezaba un nuevo acto.
Con un gesto, Toscano le indicó a la rata que proce-
diera. Era su turno para lucirse en la obra. De una cartera
de cuero sacó unos papeles que dejó, con cuidado, en el
extremo libre de la mesa. Por supuesto, no me los tendería
a riesgo de que lo dejara con ellos en el aire, para verle la
cara de tonto. Me mantuve a cierta distancia de aquellos
folios sin atreverme a hacer ningún movimiento. Eric me
miraba, dispuesto a ser él quien diera el primer paso para
cogerlos e irnos del Aben Humeya cuanto antes. Pero no
hizo nada, cauto también él.
Los finos labios de la rata se arquearon en una sonrisa
que le descompuso el equilibrio en los rasgos de la cara.
Parecía encantado ante la perspectiva de que su momento
había, por fin, llegado. Chasqueó la lengua y movió la ca-
beza, sin dar crédito a nuestra tozudez. Se veía obligado a
tener que darnos explicaciones. A nosotros.
—Llevadle el contrato a Flavia, que le eche un vista-
zo Bohórquez si quiere y lo firme cuanto antes. Nos corre
prisa.
Miraba los papeles sobre la mesa con cierta aprensión
y asco. Me imaginaba lo que contenían y lo que se esperaba
que hiciera. El Americano se revolvió en la silla, jugando
con la copa vacía. Unos segundos que debieron parecerle
una eternidad. La rata seguía manteniendo la máscara de
hombre imperturbable, los ojos achinados para tratar de
calibrar mejor mi reacción. Un paso por delante de mí,
Eric estaba dudando entre si coger el documento o per-
manecer en su puesto hasta que los de la mesa movieran

92
ficha. Los cogemos y nos vamos, maldito cabezón, debía
estar pensando.
—Es el contrato que hemos redactado para la entrada
del nuevo socio de la señora Garitano, ella ya está al co-
rriente de todo —se explicó el tipo con cara de rata.
Empujé los papeles de nuevo hacia él.
—La señora Garitano ha decidido declinar la oferta
—respondí.
Era lo que habíamos estado hablando de madrugada
en el despacho de Flavia: que nadie iba a meter las manos
en sus cuentas para blanquear las de nadie.
—Es lo mejor para todos —repuso Alberto Toscano,
inclinándose sobre la mesa, las manos cruzadas a la altura
de la boca—. Que no sea tonta. Convéncela, Toro, a ti te
hará más caso.
Era el tono de quien está acostumbrado a que sus
sugerencias fueran tomadas por órdenes de obligado
cumplimiento. Una amenaza que no le costaría mucho
cumplir. Había algo que me decía que incluso estaba en-
cantado con la negativa de Flavia Garitano. Así tenía una
excusa para cargar contra ella y hacerle pagar todos sus
desplantes.
—La señora Garitano fue muy clara conmigo —con-
tinué, apoyando las manos sobre la mesa e inclinándome
también hasta quedar frente a frente con el Americano,
para no tener que alzar demasiado la voz y que nadie es-
cuchara lo que tenía que decirle—. Aceptamos el cinco por
ciento, pero no lo del enjuague.
—Esa p… —se lanzó de cabeza el coronel Vallespín,
pero se frenó en seco, corrigiéndose sobre la marcha— se-
ñora, nos la ha jugado bien jugada, Alberto. Te lo dije, que
esa zorra no era de fiar y tú te empecinaste en meterla en
el negocio. Ahora, a ver qué se te ocurre para salir de esta.

93
El Americano le lanzó una mirada gélida que enmu-
deció al militar, dejándole claro que él podía tener los
galones, pero que quien llevaba la voz cantante allí era
él. Toscano había previsto aquel contratiempo y tenía la
contra preparada.
—Creo que ni tú ni tu ama os habéis dado cuenta de
la situación —continuó diciendo el jefe de la Policía Lo-
cal, sin que la interrupción de Gerardo Vallespín lo hu-
biera alterado, al menos en apariencia—. Esto no es nin-
guna negociación, Toro. Flavia llegó con nosotros a un
acuerdo y eso es inamovible. Está bien —concedió como
gesto gracioso—, si necesita pensárselo, que lo haga. Los
papeles no se van a mover de aquí. Os damos tres días
para… reflexionar. Nos vemos entonces, aquí mismo, en
esta misma mesa. Nos traes la repuesta afirmativa de tu
señora y nos reímos recordando este desafortunado en-
contronazo.
Era un perro de presa que no estaba dispuesto a soltar
el bocado.
A Eric Montero se le habían pasado de golpe las ga-
nas de irse del Aben Humeya. Se había quedado clavado
al suelo. Entendió a la perfección lo que ocultaba aquel
amable ofrecimiento que nos acababa de hacer Toscano.
Cruzamos una mirada. Anticipó lo que iba a suceder a con-
tinuación, aceptándolo como lo único posible. Para eso
nos habían mandado a la reunión.
—Conoces tan bien como yo a la señora Garitano —no
iba a dejar de usar ese tratamiento— y si ya ha dicho que
no, es poco probable que cambie de opinión.
—En ese caso —se apresuró el coronel, una vez recu-
perada la compostura. Hablaba con la misma voz engola-
da que usó para dirigirse al metre—, que se atenga a las
consecuencias de sus actos. A nosotros nos gustaría hacer

94
las cosas por la buenas, pero si no se puede, tampoco va-
mos a hacer un drama. Sólo eso: nos gustaría.
El Americano asintió con la cabeza, diciendo amén a
la apostilla de su colega. Estaba claro que se jugaban mu-
cho en la apuesta por Manuel Roldán para la alcaldía. Que
la operación tenía que salirles redonda para llevarse ellos
su tajada. Estaba claro lo que ganaba Alberto Toscano,
pero no estaba tan seguro del beneficio que podía llevar-
se el coronel, más allá de las afinidades ideológicas que a
todas luces parecían compartir el candidato y el militar.
—Es muy desagradable tener que vivir mirando cons-
tantemente a la espalda —apostilló el Americano, dándole
la razón a Vallespín—. Y eso va por todos.
La rata recogió los papeles, no sin antes darme una
última oportunidad para cogerlos. Con gesto de falsa
contrariedad, los guardó en la cartera de donde los había
sacado y la cerró dejando en suspenso cualquier opción
al arrepentimiento por nuestra parte. Habíamos perdido
la oportunidad y el reloj se había puesto en marcha. La
próxima cita sería en unos días y más nos valía que la res-
puesta fuera la que ellos esperaban. El rictus de roedor de
aquel tipo era mucho más amenazador que cualquiera de
las peroratas del Americano o el coronel. Eran esos tipos
callados, que se quedan en segunda línea, los verdadera-
mente peligrosos. Eran ellos los encargados de señalar a
quién había que ejecutar e ir casa por casa llevándoselos
al paredón.

95
4

Su cara al otro lado fue de sorpresa. Silvia no esperaba mi


visita. Estaba atendiendo a una clienta en el taller cuando
me vio, sentado sobre el capó del coche, aparcado delante
de su local.
—¿Qué haces aquí?
Había salido detrás de la mujer y me miraba sin sa-
ber exactamente cómo tenía que reaccionar. No era lo ha-
bitual. Generalmente era ella la que me llamaba cuando
quería que me pasara por allí, nunca por iniciativa propia.
Formaba parte de ese pacto tácito establecido entre noso-
tros. Vivía cerca, por la zona la conocía todo el mundo y
después del infierno que había vivido con el ya ex-marido,
lo último que quería era que los vecinos estuvieran ha-
blando de ella a sus espaldas. El que un hombre rehiciera
su vida después de una separación era visto con cierta na-
turalidad, pero si lo hacía una mujer la cosa cambiaba de
color y se abría la veda contra ella.
—Estaba por aquí cerca y quise venir a verte.
Mentí descaradamente, aunque Silvia ni siquiera lo
intuyera. O tal vez sí, pero sabía cuándo era mejor dejar-
lo estar. Quería ir a verla; desde que dejé al Americano y
compañía en el Aben Humeya sentí con más urgencia la
necesidad de tenerla cerca. Pero para ello, tuve que cruzar
la ciudad de punta a punta. Eric se había empeñado en

96
que comiéramos juntos. Estaba especialmente eufórico;
el estallido del que ha salvado el pellejo en el último se-
gundo, pero sabe que ha sido sólo un asalto. Iba dándole
vueltas a las amenazas de Toscano y el coronel y no dejaba
de hablar, como si nada de aquello hubiera sucedido. De
donde venía, la vida no valía nada y ese tipo de cosas había
que tenerlas en cuenta. A pesar del tiempo que llevaba en
España, no olvidaba que por mucho que se le llenara la
boca con palabras como patria o pueblo, un fulano con
uniforme y gorra de plato sólo miraba por sus intereses
y todo lo que se le opusiera era susceptible de ser barrido
sin miramientos. Y ese era nuestro papel en la escena: ser
sacados de ella.
Nos habíamos calzado religiosamente dos jarras de
cerveza y despachado un par de chuletones, sin que ello
le hubiera impedido al venezolano continuar con la chá-
chara. Saltaba de un tema a otro, temiendo que se hicie-
ra el silencio sobre la mesa de aquel restaurante donde
parecían conocerlo. Difícilmente podía acordarme de
todo lo que me dijo. Hubiera preferido el silencio para
rumiar más a gusto mis propios pensamientos, pero la
cantinela de mi compadre ayudaba a que no me obse-
sionara. Era útil saber que al otro lado había alguien.
Me limitaba a asentir y de cuando en cuando esbozar
una sonrisa, si la melodía de su voz así lo indicaba. O
indignarme. A veces me tocaba soltar más de tres frases
seguidas con lo que me parecían tópicos que podían ser-
vir en cualquier lado.
Montero tuvo que notar que le seguía la corriente,
pero no pareció importarle demasiado. Tampoco busca-
ba mantener una conversación conmigo. Y si estábamos
allí comiendo era por el temor que sentía a encerrarse en
su casa, solo, hasta la hora de ir al Cagliari. Se le habrían

97
caído encima las paredes. A penas sí había tocado el pla-
to. Me miraba extrañado porque yo no hubiera perdido
el apetito. Pero se guardó para sí cualquier comentario
al respecto. Haberlo hecho hubiera significado tener que
hablar de lo que había pasado en el Aben Humeya y no
estaba dispuesto a ello. Cualquier cosa antes que eso. Y si
tenía que hablar con una pared, pues lo haría.
El coronel Gerardo Vallespín, me había removido algo
por dentro. Algo que llevaba demasiado tiempo latente y
que trataba de olvidar a toda costa. Siempre me había re-
petido que hice lo que pude y que a fin de cuentas no ha-
bía sido culpa mía. Las órdenes eran las que eran, aunque
se me ocurriera levantar la voz. Una locura, lo que iban
a hacer y lo que hice yo. Por un momento volví a tener
la cara del capitán Eugeni Dolz a escasos centímetros de
la mía. Cuarta o quinta generación de oficiales y las que
quedaran por llegar, con ganas de demostrar que el resto
de los que servíamos en su compañía éramos todos unos
mierdas a los que nos faltaba amor a la patria. No quedaba
otra que acatar lo que él decía.
Oí de nuevo cómo me llamaba cobarde.
—¿No vas a saludarme? —cualquier prevención por
su parte se vino abajo y de paso hizo que se esfumaran
todos los recuerdos que habían aflorado.
Atraje a Silvia hacia mí para cumplir con su petición,
besándola sin que le importara, por unos segundos, que
alguien pudiera verla.
—Has tenido suerte —me dijo, sin hacer amago de
apartar mis manos de sus caderas—, ahora mismo tengo
un hueco para ti.
—Estupendo —me felicité—. Necesitaría que me arre-
glaras estos pantalones.
—Te tendré que cobrar.

98
—Entonces habrá que entrar al taller —le sugerí—. O
si los prefieres, puedo quitármelos aquí mismo.
—Imbécil.
Era la segunda vez que me llamaba así en cuestión de
horas. Pero no me importaba. Su sonrisa mientras me in-
sultaba, lo borraba todo.
Agarrándome de la mano, tiró de mí para meterme
en el taller. Sentí su calor y me reconfortó. Se me pasa-
ron demasiadas cosas por la cabeza en los escasos metros
que tuve que recorrer para entrar en su local. Ninguna de
ellas agradable, pero todas relacionadas con los tipos que
en ese momento debían estar calzándose unas copas de
coñac en el Aben Humeya. Mirar a la cara a Silvia y hacer
que no pasaba nada, que no se atreverían a señalarla ni a
ir contra ella, me era imposible.
Un coche patrulla de la Policía Local pasó por la calle,
por delante del ventanal del taller. Estaba haciendo su ronda
habitual, pero eso yo no lo sabía y si lo sabía, no quise creerlo.
Para mí, en ese preciso instante, ellos no eran más que agen-
tes al servicio de los caprichos personales de su jefe. Que si
estaban allí era para recordarme que en un momento dado
podían dar el zarpazo. Una paranoia que debía evitar; no de-
jarme arrastrar por el miedo a lo que pudiera pasar.
—¿Qué te pasa? Te ha cambiado la cara.
—Nada. Sólo estoy un poco cansado, está siendo un
día un poco largo y cargado.
Frunció los labios. Silvia daba por buena mi versión
de los hechos, pero poco más.
—¿Cómo tienes el hombro?
Se me había olvidado por completo. El golpe había
sido más humillante y aparatoso que otra cosa. A mi edad
y con mi currículum, dejándome cazar de esa manera por
una chiquilla.

99
—Mucho mejor —le dije—. Ya no me duele.
—Entonces, ¿me olvido del masaje?
—Eso lo dejo a tu gusto.
Silvia acarició mi mejilla y me echó los brazos por el
cuello. Fue uno de esos abrazos prolongados, de los que
se demoran; de los que se dan no sólo con el cuerpo sino
también con el alma. Uno de esos abrazos que pretenden
abarcarlo todo sin necesidad de palabras. Únicamente el
calor de un cuerpo, el roce de un aliento. Era uno de los
muros que se caía. Los que había levantado Silvia y yo no
acerté, hasta ese momento, a derribar. En aquel gesto no
había ninguna pulsión erótica, ni el más mínimo deseo
sexual. Tan sólo una voluntad de que supiera que allí es-
taba ella. Que siempre estaría en ese mismo lugar, aun-
que a veces no acertara a decírmelo. Aunque yo a veces
no acertara a pedírselo.
—¿Cómo ha ido la reunión con el Americano?
Se sentó en su banqueta, dándole la espalda a una
gran mesa donde se esparcían telas, faldas y pantalones a
la espera de pasar por su aguja.
—Bien —no debí sonar demasiado convincente. Ella
esperaba otro tipo de respuesta que no debía tardar en
darle—. Ya sabes cómo son estas cosas.
—No, no lo sé —reconoció.
Silvia era completamente ajena a este tipo de tejema-
nejes. Seguía esperando mi historia, con toda la paciencia
de la que era capaz.
—Entregamos el dinero y tuvimos que pasar por la
humillación que el Americano nos tenía preparada a Eric
y a mí.
Frunció los labios otra vez, deduciendo qué quería
decir con eso de humillación. Obviamente, no podía con-
tarle, una por una las amenazas, más que advertencias,

100
con las que nos habían obsequiado el jefe de Policía Tos-
cano y el coronel Vallespín.
—Entonces, no fue tan bien —me corrigió con una ló-
gica tan sencilla como aplastante.
—Podía haber sido peor —tenía que quitarle hierro al
asunto.
—Que te mandara dar una paliza…
—Estaba cabreado por lo del piso de ayer y quería de-
jarme bien claro que en sus negocios es mejor no meterse
a no ser que él te lo pida. No hubiera llegado a tanto.
—Ese hombre tiene comiendo de su mano a toda la
ciudad —pensó en voz alta Silvia—. Parece que lo sabe
todo de todo el mundo y nadie se atreve a hacer nada.
Tenía razón. El tipo conocía mi historial en el Ejérci-
to. Por qué me habían echado. Había recopilado toda la
información necesaria en cuanto empecé a resultar un
problema, al sustituir al anterior jefe de seguridad de Fla-
via Garitano. El Americano conocía cómo funcionaban los
resortes y se valía de ello; sabía perfectamente que bien
engrasados, se movían en la dirección que él quería. Con
unos billetes deslizados en los bolsillos adecuados, en el
momento preciso, obtenía todo lo que necesitaba.
—No te preocupes, sé cuidarme —y a los dos nos sonó
como una fanfarronada que ninguno terminaba de creerse.
—Lo sé, pero —Silvia no estaba dispuesta a dejarme
vivir en una aparente mentira—, esa gente no te dejará en
paz nunca.
—Qué puedo hacer —más que una pregunta, que ni
yo mismo me sabía responder, era el reconocimiento por
mi parte de una situación—. No voy a dejar a nadie en la
estacada.
Silvia me sonrió, inclinado el cuerpo hacia delante,
extendiendo su mano en busca de la mía. La besé.

101
—Ni yo consentiría que hicieras eso. Dejaría de que-
rerte.
Era lo más parecido a una declaración que había oído
de sus labios.
—Esta mañana también me ha llamado un chico al
que no conozco de nada —le comenté—. Un tal Ricardo
Beltrán, quiere verme. Dice que tiene un problema. Me ha
citado esta tarde en el Santa Cecilia.
—Un hospital no es el mejor sitio para una cita. Me
parece todo muy raro. ¿No te ha dicho nada más?
Negué con la cabeza. A mí también me parecía extraño.
—La mejor manera de salir de dudas es acudiendo a su
encuentro. Además, un hospital no deja de ser un sitio pú-
blico y el chico no sonaba enfermo, más bien al contrario.
—¿Vas a volver al negocio?
Me encogí de hombros. Hacía mucho tiempo, desde
que entré en el Cagliari, que dejé de ir por ahí conven-
ciendo a gente a base de hostias y no tenía ningún motivo
para volver.
—No —le respondí—. Eso se terminó para mí.
—Pero parecen empeñados en que eso cambie. Pri-
mero la Garitano y ahora este chico… ¿Quién le ha dado
tu número?
—Aroa Guerra.
—Deberías aprender a elegir mejor a las mujeres con
las que te relacionas.
—Ya te tengo a ti para que me cuides y me pongas los
pies en la tierra.
—Estoy hablando en serio.
—Yo también lo estoy.
—Esa chica... No la he visto más que un par de veces
en mi vida, pero hay algo en ella que no me cuadra, que no
termina de convencerme.

102
Frente a eso no podía oponer gran cosa.
La campanilla que colgaba en la puerta del taller puso
fin a nuestro encuentro. Entraba una clienta que reclama-
ba la atención de Silvia. La señora venía con un vestido
colgando del brazo.
—Deberías venir a verme más a menudo —me dijo
después de besarme.
Asentí con la cabeza y una sonrisa en los labios.
—¿Te veo esta noche? —era más una invitación a casa
que una pregunta.
Silvia asintió antes de ir en busca de la recién llegada,
casi disculpándose por tener que dejarme.

—¿Cómo va todo, gitano?


—Ahí vamos, tirando. Teniendo que aguantar que un
payo malafollá venga a tocarme los cojones a mi propia
casa.
—Aquí el único payo eres tú, Yiyo, que te pillaron
dando un palo a una gasolinera y te comiste tres años de
talego. Algún día me vas a tener que contar cómo os las
apañasteis tus primos y tú para hacer semejante chapuza.
—Como si no lo supieras ya, hijoputa. Tú lo que quie-
res es seguir choteándote de mí.
El Yiyo se levantó de la silla, en el salón multiusos de
su casa, dos por debajo de la mía. Era un tipo flaco, de ras-
gos afilados y nervioso. Me dio un abrazo que casi me deja
sin aire en los pulmones y dos besos, como corresponde a
dos compadres. Y de hecho lo éramos. Su santa, como él
llamaba a su mujer, se empeñó en que yo fuera el padrino
oficioso del último de una parva de cuatro chaveas que
habían traído al mundo. Lo que decía Fátima iba al fin del
mundo, y aunque fue el padre de ella, un auténtico caló,

103
el que lo llevó ante el cura, porque ese feo no se lo podían
hacer al hombre, era yo el que estaba ligado a ese niño que
ya tenía año y medio largo.
Siempre que iba a la casa del Yiyo y Fátima me acom-
pañaba Aretas. El animal sufría estoicamente las barraba-
sadas de unos angelitos que querían al perro con locura.
El mayor de los niños tenía siete años y nació estando
el padre en la cárcel. Tener al crío con él entre rejas y la
mujer buscándose la vida para salir adelante, fue una de
las cosas más duras por las que tuvo que pasar un hom-
bre que creía firmemente en que era a él y a nadie más a
quien correspondía partirse la cara por sacar a su familia
adelante. Cosa que el Yiyo no estaba cumpliendo y eso lo
mortificaba más que estar en una celda.
Lo conocí mucho después de eso, yo recién llegado
del Congo y él dando cabezazos por ahí en busca de un
trabajo que nadie le daba. Había cumplido condena por
ese atraco, pero hay manchas que no se lavan por más que
pase el tiempo. «Una chapuza, me cago en mis muertos. A
quién se le ocurre ir a por una gasolinera a plena luz del
día y ciegos de hachís». Crónica de un desastre anunciado,
cuando apareció un Patrol de los picoletos, por casualidad,
porque tenían que echar gasolina y de paso comprar algo
para entretener los estómagos. Sólo cayó él. A los demás
les dio tiempo a escaparse en las motos, con una mierda
de botín que no llegaba ni a los mil quinientos pavos. Lo
dejaron allí, sin mirar atrás. Todos tenían antecedentes
gordos menos el Yiyo.
Podía haberse berreado a los civiles que lo interro-
garon, vengarse por la jugada, pero mantuvo el tipo. Él
no era ningún chivato y la sangre, por mala que pudiera
ser, era sagrada. No se traicionaba. Tres años en la cárcel.
Menos mal que estaba cerca y podía ver a su Fátima, a su

104
mama y su papa, a sus dos hermanas. Lo que más le impor-
taba. Pero no al niño. «Ese no era sitio para él. Sé que no
se enteraría de nada, pero ya tendrá tiempo de ver todo lo
malo que hay en mundo», me dijo un día que estábamos
sentados, con unos vinos en la mano, en el patio de mi
casa.
—¿Te apetece algo, Pepe? —Fátima ofrecía siempre lo
poco que tenía.
Era una gitana valiente. Fuerte. Sin ella, tal vez, el
Yiyo se hubiera venido abajo. El maco come mucho y na-
die sale de allí como entra. La mayoría lo hace peor. Y su
marido posiblemente hubiera vuelto a las andadas. Fue
ella la que le dejó las cosas bien claras a su gitano cuando
lo echaron a la calle. No estaba dispuesta a volver a pasar
por lo mismo. Si él entraba de nuevo, que le dijera adiós a
ella y los niños. Que se iba y lo aguantara su mama porque
ella no. Fátima lo puso ante un precipicio, obligándolo a
decir qué hacer. El Yiyo era uno de los pocos gitanos que
conocía que hacia maravillas con un ordenador, capaz de
meterse por cualquier recoveco de la Red. Una lástima
que para estas cosas sólo buscaran a payos.
—Muchas gracias, Fátima, pero sólo venía a hacerle
un encargo al Yiyo. Pagado, desde luego.
—¿Cómo está Silvia? —era su modo de indicarme que
a mí no podía cobrarme porque yo formaba parte de su
familia, a pesar de que no tuviera su misma sangre.
—Acabo de dejarla en su taller —le dije—. Y tal vez se
pase por casa esta noche.
Se alegró. Fátima entendió que debía dejarnos solos.
Para ella, los asuntos de su marido eran de su marido y
no tenía por qué estar pendiente a ellos. Cosas de hom-
bres, como solía decir. Aunque siempre estuviera detrás
su mano y la opinión de Fátima pesara mucho más que la

105
del Yiyo a la hora de tomar una decisión. No tardó dema-
siado en oírse la voz de mando de la mujer llamando al
orden a sus hijos y el ladrido agradecido del pobre Aretas,
que debía estar maldiciéndome.
—Tú dirás —me invitó el Yiyo.
—Necesito toda la información que me puedas dar de
dos personas —le comenté, señalando el ordenador por-
tátil que tenía encendido sobre la mesa—. Por supuesto,
te pagaré.
—Cuando quieres soltar el dinero, es que la cosa va a
ser complicada —reconoció el Yiyo—. Sabes que no acep-
taré tu dinero, payo.
—Tampoco estás en condiciones de rechazarlo —con
la barbilla señalé hacia afuera, donde estaban sus hijos, su
mujer y mi perro.
Tuvo que rendirse ante lo que era una obviedad. La
casa podía ser ilegal, pero las facturas había que pagarlas
y poner un plato de comida en esa misma mesa, al menos
tres veces al día. No estaba en situación de decirme que no.
—¿Cien euros? —el Yiyo aceptó de mala gana—. Ne-
cesito que me rastrees a Manuel Roldán y al coronel de
Infantería Gerardo Vallespín. Todo lo que puedas encon-
trarme sobre ellos me será útil.
—¿Para cuándo?
—Tenemos tres días para prepararnos.
—¿Tenéis? Los pistolos de altos vuelos son gente muy
chunga y eso lo debes saber tú mejor que nadie. ¿Se puede
contar lo que te traes entre manos con ese tipo?
—Mejor que no, Yiyo. Puede ser jodido. Dependerá
de cómo nos comportemos. Por eso necesito toda la in-
formación posible. Para tener una idea de por dónde mo-
vernos.
—¿Un encargo de tu jefa?

106
—Ella todavía no sabe nada. Por el momento esto es
cosa mía.
El Yiyo se hizo cargo.
—Me pongo ahora mismo con ello y en cuanto sepa
algo, te llamo y te cuento. Aunque desde ya te digo que
este trabajo no vale cien euros.
—Y desde ya te digo que ese no es asunto tuyo.
Pocas veces me había mirado de ese modo Aretas.
Veía en mí a una especie de salvador. El perro escondía su
pesado corpachón tras las piernas de Fátima.
—¿Ya te vas? ¿No te quedas un rato más?
—No. Tengo que volver al centro a terminar unas cosas.
—Muchas gracias por todo.
—Es sólo un trabajo sin importancia el que le he en-
cargado al Yiyo.
—No lo digo por lo de hoy, aunque también.

Con gesto de niña aplicada, Flavia Garitano extrajo el car-


gador y sacó la bala de la recámara para después volver a
ponerlo en su sitio y amartillar el arma. Exhibía aquella
Beretta Tomcat del calibre 7,67 cromada como un trofeo,
con una enorme sonrisa de satisfacción por el trabajo bien
hecho. Era una de esas pistolas que cabían perfectamente
en el bolso y que llegado el caso podía salvarte el pellejo.
Siempre y cuando supieras usarla y se tuviera la suficiente
sangre fría de hacerlo justo en ese momento en que otro
u otra te está apuntando. Y realmente estaba convencido
de que ella era capaz de eso y mucho más. No era ninguna
novata en cuanto al manejo de tales cacharros, a juzgar
por la maña que se daba en hacerlo. No me sorprendería
tampoco que hubiera aprendido en cuestión de horas. El
pulso no le fallaba.

107
Estábamos en su despacho del Cagliari. Entrar en el
local cuando estaba cerrado me producía cierta sensa-
ción de desamparo. Acostumbrado al ruido de la gente,
la música y el ajetreo de camareros y el resto de segura-
tas, entrar en una sala a oscuras, vacía y en silencio era
como hacerlo en casa ajena. La llamé después de hablar
con el Yiyo para contarle cómo había ido la reunión con
el Americano y sus compinches. Me aguanté las ganas de
echarle en cara la encerrona a la que nos había mandado
a Eric Montero y a mí. Apostaba lo que fuera a que Flavia
sabía de la presencia del coronel Vallespín y no lo per-
dería. Pero también sabía que hacer tal cosa era perder
seguro, así que pasé por alto aquel detalle en apariencia
sin importancia para ella. Privilegios de ser la jefa. Sin
embargo, me cortó en seguida. Aquélla no era conversa-
ción para tenerla por teléfono, quería que nos viéramos
las caras. Además, tenía que enseñarme algo y consultar-
me. Lo que no podía ni imaginar era que se trataba de un
arma recién comprada.
Nada más llegar, fue lo primero que me enseñó: su fla-
mante Beretta, sorprendiéndose muchísimo de que pesa-
ra tan poco y lo cómoda que parecía de sostener. Flavia la
sopesó en la palma de su mano para que viera que no me
mentía. Parecía eso, una niña disfrutando con su juguete
nuevo. Incluso se permitió el lujo de hacer como que me
apuntaba antes de apretar el gatillo. Bajó el arma en cuan-
to vio mi más que probable cara de incredulidad. Jamás
habría imaginado que una mujer como aquélla para la que
trabajaba pudiera permitirse ese tipo de frivolidades. No
obstante, tardó poco en recuperar la compostura habitual
después de la demostración de pericia.
—¿Tan poco te fías de mí que tienes que buscar pro-
tección por otra parte?

108
—Eres mi jefe de seguridad, pero a ti no te puedo me-
ter ni en mi casa ni en mi cama, a ésta sí. No es nada per-
sonal, Toro.
—Ya sabías lo que iba a pasar.
—No. Pero no soy tonta y algo intuía. Alberto Toscano
no dejaría pasar, así como así, lo que para él es un insulto
gravísimo. Imagínate que el resto de honorables empresa-
rios de esta magnífica ciudad decidiera seguir mis pasos.
Se le acababa el negocio que lleva tantos años levantan-
do... y manteniendo.
—Nos han dado tres días para que pensemos en lo de
firmar el contrato para hacer socio de tus negocios al tes-
taferro de Manuel Roldán. Estamos citados en el mismo
lugar y hora. Si no nos presentamos se darán por entera-
dos de cuál es nuestra respuesta y después…
—Habrá que prepararse para lo que venga.
—Entonces, lo del plazo…
Entendió que debía estar bromeando. Ni se le pasó por
la cabeza la posibilidad de aceptar lo que para Flavia Ga-
ritano no era más que un chantaje. Quería ganar tiempo y
tantear a Toscano. Demostrarle que ella podía ser mucho
más lista que él y que no podría cazarla tan fácilmente. No
al menos sin que le plantara cara y se llevara unos cuantos
arañazos de su parte.
—Si jugamos con esas cartas, las suyas, perderemos
seguro —le advertí, por si servía de algo; por más que lo
dudara.
—¿Y quién te dice a ti que jugaremos según sus nor-
mas y con sus cartas? Esta es una partida de ajedrez o más
bien de damas, donde gana el más astuto y hábil. Cuando
se pierde el miedo, ya no hay nada más.
—¿Y las reticencias de anoche?
—Cosa mía. Eso era anoche, hoy es diferente.

109
—Te conozco lo suficiente, Flavia, y tú no das un paso
sin saber perfectamente qué vendrá después y sobre qué
terreno te moverás.
—Me sobrevaloras.
—¿Por qué no hablamos claro? Ya que estamos todos
en el mismo lote, tal vez merezcamos saber a qué atener-
nos.
La Beretta sobre la mesa ejercía de frontera entre no-
sotros dos. Flavia Garitano entornó los ojos para encua-
drarme mejor. Para que no se le escapara ningún detalle
en la expresión de mi rostro. Esbozó una sonrisa que era al
mismo tiempo un enigma que me planteaba y una adver-
tencia. Me avisaba de que o estaba con ella o contra ella.
Que en aquella historia no cabían las medias tintas. O todo
o nada. En eso se parecía al Americano.
Estaba todo decidido y lo demás era cháchara insus-
tancial. Detalles que había que cerrar más por el qué dirán
que por otra cosa.
—¿Pretendes que nos liemos a tiros con todo el que se
ponga por delante?
Volvió a sonreírme del mismo modo. Y yo volví a sen-
tirme como ese niño pequeño al que tienen que explicarle
las cosas varias veces para que las entienda. Al parecer, la
opción de enfrentarse a Toscano y compañía no le resul-
taba del todo descabellada. La había barajado y la tenía
encima de la mesa como algo que probablemente ocu-
rriera. Por eso se hizo con la pistola. Por eso nos mandó
a Montero y a mí para que habláramos con el Americano.
Con nosotros ganaba tiempo para armarse y trazar una
estrategia que ni ella misma conocía hasta que no llegara
el momento de ponerla en marcha.
—Con el historial que tú tienes, me extraña que te
escandalices por eso —tiró a dar, previendo una reacción

110
fuera de tono por mi parte que le sirviera para manejarme
como ella quisiera—. Has hecho cosas muchísimo peores.
¿O es que ya no te acuerdas?
Me removí en mi asiento, incómodo. Incomodidad
que ella notó y que le agradó. Podía ver cómo le asomaba
la punta de la lengua en los labios entreabiertos.
—Por eso mismo —le contesté—. Sé lo que es pegarle
un tiro a alguien o que te lo peguen. Y no estoy seguro de
cuál de las dos cosas prefiero.
—¿Te las vas a dar conmigo de duro veterano de guerra?
Me encogí de hombros. Jamás había alardeado de ello
y no empezaría a hacerlo para contentarla por más que
fuera mi jefa.
—Coger un arma es algo más que fanfarronear de lo
que uno puede hacer con ella. Y no todo el mundo tiene
estómago para apretar el gatillo.
—Pero cuando se trata de defenderte…
Miró Flavia hacia el arma, buscando en aquel trozo
de metal cromado una confirmación para sus palabras.
Quería que pensara que le bastaba con haber comprado
aquella Beretta para demostrarme que estaba dispuesta
a todo. Que no le temblaría el pulso llegado el momento
de hacer uso de ella. Y que, si me oponía, no era más que
un cobarde hipócrita. Tenía a mis espaldas un pasado que
difícilmente podía obviarse.
—Estamos jugando con gente que nos saca mucha
ventaja en lo que al uso de armas se refiere.
—¿Crees que Toscano mandará a una patrulla de sus
municipales para que nos metan una bala en la rodilla
como en las pelis de mafiosos?
Tal vez no a unos uniformados, pensé, pero sí a sus
matones. Para eso tenía a Raúl el Pirulo, al sudaca aquel, a
Salva y al resto de la pandilla.

111
—¿Hace falta que te recuerde que hay militares meti-
dos de por medio?
Sorprendida, la expresión de Flavia se convirtió en
una mueca. La confianza que tenía en la Beretta de la
mesa se evaporó de golpe. El aplomo y la superioridad de
la que estaba haciendo gala se vinieron abajo de repente.
Se mordió el labio inferior y apretó los puños. Debía estar
imaginándose a Toscano riéndose de ella, por el modo en
que la había engañado.
—Explícate —me ordenó o más bien me pidió.
—Pensaba que lo sabías. Gerardo Vallespín es coronel
de Infantería, pero lo que todavía no tengo muy claro es
qué pinta en todo el asunto ese de la candidatura de Ma-
nuel Roldán.
—Pero tú lo vas a averiguar, ¿verdad? —se había recu-
perado y vuelto al puesto desde el que lo observaba todo
sin mancharse más de lo necesario—. Parece que nuestro
buen amigo Toscano está mejor conectado de lo que pa-
recía.
—Eso es lo que más miedo me da —reconocí—. Con
esos mandos hay que tener cuidado, si han llegado hasta
ahí es porque han sabido moverse en ambientes políticos.
Un coronel no es un cualquiera.
—¿A qué te refieres?
—Que esos tipos manejan dinero, se codean con los
empresarios y políticos que revolotean alrededor de los
cuarteles en busca de contratos o apoyos. No se le cosen
esos galones al primero que llega. Tienen que ser tipos
discretos, que se guarden para ellos mismos sus opinio-
nes; quedar bien con todos.
—Se me había olvidado que venías de ese mismo
mundo, Toro —mintió descaradamente, pinchándome.
—Que tampoco se te olvide que no pasé de sargento.

112
Intuí por dónde transcurriría la conversación. Me mi-
raba con un interés que sobrepasaba mis funciones como
jefe de seguridad del Cagliari. Flavia Garitano sabía de
dónde venía; conocía mi hoja de servicios por encima, sin
entrar en detalles. Pero jamás había querido ir más allá.
Jamás me había preguntado cómo ni por qué había dejado
el uniforme para meterme en el Congo y hacer de merce-
nario a sueldo de una empresa minera. Leía en sus ojos un
deseo por saber más.
Me adelanté a la pregunta que ella no querría responder:
—¿Sabes para qué van a usar tu dinero?
Se inclinó sobre la mesa, acercándose a mí.
—Yo no me meto en política, Toro —me confesó con
un hilo de voz—. Me da igual las ideas que cada uno de-
fienda. Porque al final, lo único que queda es el dinero.
Por eso procuro llevarme bien con todo el mundo. Hasta
que intentan joderme.
—Roldán juega fuerte, con la extrema derecha.
—¿Eso también hay que tenerlo en cuenta?
—Los tipos que había a su alrededor no parecían her-
manitas de la caridad, precisamente.
—¿Chulos de gimnasio con la cabeza rapada? —la risa
que soltó me sonó tan forzada como a la propia Flavia. Se
trataba del papel que ella creía que debía representar.
—No es para tomárselo a broma —sus ojos fríos se cla-
varon en mí—. Ex-militares.
La sonrisa se le congeló en los labios y el silencio pesó
entre nosotros dos. Había dejado la pose frívola con la que
me recibió. La Beretta de la mesa a lo mejor ya no era la
mejor opción. No iba a preguntarme nada más porque me
tocaba a mí darle todas las explicaciones. Tuve la sensa-
ción de estar sometido a un examen. Tampoco dejaría que
pensara que estaba alarmada por lo que acababa de con-

113
tarle. Ante todo, tenía que mantener la imagen de mujer
que controlaba hasta el más mínimo detalle.
—Hay cosas que saltan a la vista —le expliqué—. Un
corte de pelo, la forma de estar de pie sin perder ningún
detalle de lo que pasa alrededor, la actitud a la hora de
tratar con la gente… ¿Sigo o te basta con esto?
Flavia Garitano me obsequió con un bonito mohín de
hastío. Le faltó bostezar antes de mandarme a callar, pero
no le habría salido tan natural como le hubiera gustado.
—¿Y has llegado a esa conclusión sólo por haberte
cruzado con Vallespín?
Me molestaron sus palabras. Me molestó la duda que
arrojaba sobre lo que acababa de contarle. Pero sobre todo
me molestó el tono con que lo dijo.
—No. Lo sé porque los he visto.
—¿Tú también? Me defraudas, Toro. Jamás me hubie-
ra imaginado que…
—Puedes estar tranquila —me defendí, arrastrando
las sílabas—. Todavía no me ha dado por ahí.
Hizo un gesto con la mano para apaciguar el ambien-
te. Destensó el cuerpo. Sin duda se había dado cuenta de
mi malestar y aquello era lo más parecido a una disculpa
que Flavia se podía permitir.
—Soléis reconoceros de un simple vistazo.
—Tú lo has dicho antes —le recordé. Toda su atención
estaba en mí, en lo que le diría a continuación—. Vengo de
ese mundo.
Me miró de arriba abajo. La sonrisa había vuelto a
bailarle en los labios que, entreabiertos, dejan al descu-
bierto el brillo de un colmillo.
—Viéndote a ti, nadie diría que has sido militar.
—Con los años uno pierde todo el ardor guerrero y se
queda en esto que ves ahora.

114
—Tampoco es cuestión de que te quites mérito. Y eso
de los ardores…, para según qué cosas, ¿no?
—Desde luego. No todos se pierden, aunque no sea lo
mismo ahora que hace unos diez o quince años.
—Pobrecito.
Se echó a reír y no me quedó más remedio que hacer
lo mismo. La cosa, en el fondo, tenía su maldita gracia.
—¿Conoces a alguno de esos… camaradas tuyos?
—Sería mucha casualidad que los tipos que aparecían
junto a Manuel Roldán hubieran coincidido conmigo en la
BRIPAC. Además, hace ya algún tiempo que dejé el Ejército
y no creo que a ninguno de los seguratas que estaban en
el mitin les apeteciera mantener el contacto con un tipo
como yo.
—Te echaron la cruz.
—Me echaron, simplemente.
Volví a cortar el camino hacia el que iba dirigiéndose
la conversación. No me apetecía hablar de ello con Flavia.
Al menos no en ese momento. Tal vez en otro instante o
en otras circunstancias, me dije. Ella entendió perfecta-
mente que no debía seguir insistiendo. Ya era la segunda
vez que desviaba la atención.
—Todo es cuestión de información, ¿verdad? —devol-
vió la conversación al punto que ella quería y yo esperaba.
Asentí con la cabeza, sin dejar de mirarla—. ¿De dónde la
vas a conseguir?
—Conozco a una persona que se mueve por la Red
bastante bien y si hay algo, seguro que lo encuentra.
—Ese amigo tuyo… El gitano. ¿Cómo se llamaba?
—El Yiyo.
—¿Y es de fiar?
—La duda ofende. Respondo por él, si eso es lo que
querías oír.

115
Flavia asintió en silencio.
—Ya sabes que no me gustan las sorpresas cuando se
trata de negocios. ¿Cuánto cobra?
—Le he prometido cien euros.
Garitano se había puesto en pie. Me miraba desde
arriba, dominándome, demostrándome que ella era la jefa
y yo su empleado. Por más confianzas que me permitiera,
debía recordar dónde estaba mi sitio.
—No seas ridículo. Hay que tener contentos a los em-
pleados… —me hablaba desde detrás de su escritorio. Ha-
bía abierto el cajón y sacado unos billetes que puso enci-
ma—, para que no se vayan con la competencia.
Me tendió varios, de veinte y cincuenta. Trescientos
euros en total.
—El trabajo hay que pagarlo bien. Dile a tu amigo Yiyo
que soy yo, Flavia Garitano, quien le paga y que, si esto
sale bien, cuando lo necesite lo llamaré. Que el trabajo no
le va a faltar.
Cogí el dinero, pero lo puse encima de la mesa, junto
a la Beretta. Flavia todavía tenía una pregunta a la que
responderme.
—¿De dónde la has sacado?
—¿De verdad te tengo que responder a eso? —le fal-
taba sacarme la lengua para que la burla fuera más clara.
—Te lo agradecería mucho.
No me iría de allí sin que me diera una respuesta.
Aunque también era consciente de que, si no quería, sería
muy difícil arrancarle ninguna palabra al respecto.
—Yo también tengo mis conocidos. No tienes por qué
preocuparte. Me han asegurado que el arma está limpia,
que no ha sido utilizada antes —se abalanzó sobre el arma
para tendérmela—. Le han borrado el número de serie
para que no haya problemas.

116
—Todo un profesional, el tipo.
—La gente tiene que ganarse la vida y yo no pregunto
más de lo que necesito saber —y ésa era una indirecta que
debía encajar con elegancia. Eso te pasa por meterte don-
de no te llaman, chaval, me daba a entender—. ¿Necesitas
tú alguna?
—Hace mucho que no cojo una. Con la navaja me apa-
ño bien, llegado el caso.
—¿Malos recuerdos?
—Puede ser.
Era mejor dejar a Flavia con la miel en los labios.

Apuré el cigarrillo de una calada y tiré la colilla al llegar


al pie de la escalinata. Después de dejar a Flavia Garitano
en el Cagliari, estuve toda la tarde dándole vueltas a la lla-
mada de Ricardo Beltrán. Sólo quería marcharme a casa,
esperar a Silvia y olvidarme de todo lo demás. Intenté ha-
blar con Aroa para que me diera una explicación, algo que
me permitiera tener una idea aproximada de lo que iba
a encontrarme. Después de todo, me la debía. Fue ella la
que le dio mi número de teléfono a ese chico por alguna
razón que a mí se me escapaba. Estaba seguro de que ella
tenía sus motivos para ello y quería conocerlos. No me
gusta que me adulen antes de verme la cara de pardillo.
Pero una voz metálica, enlatada, al otro lado me informa-
ba muy amablemente de que el móvil al que llamaba no
estaba disponible en esos momentos.
Mi primera reacción, dentro del coche fue tirar el te-
léfono por la ventanilla, blasfemando como un poseso. Se
me pasó pronto. No me extrañó esa actitud de Aroa. Debí
haberla previsto. Chica lista, la camarera se me había ade-
lantado, era su especialidad. Me conocía demasiado bien y

117
podía anticiparse a cualquier cosa que yo pudiera hacer o
pensar, incluso antes de que se me ocurriera siquiera. Me
eché a reír. Aroa sabía que en cuanto hablara con Ricardo,
la llamaría a ella para preguntarle por algo que, no me ca-
bía duda, estaba poco dispuesta a contestar. Era su forma
de joderme. Y cuando se lo recriminara, ella encontraría
la forma de salir del paso de manera airosa, dejándome a
mí como el único culpable, como un viejo estúpido. Te-
nía respuesta para todo, siempre convincente y a mí no
me quedaba otra que envainármela por mi propio bien.
En cualquier caso, saldría perdiendo. Abuelo, me diría con
ese tono tan suyo de ser superior que camina entre el bien
y el mal. Su silencio era para mí más que suficiente.
Me hubiera dado la vuelta, para dejarla con la miel en
los labios, pero mi cita no era con Aroa, sino con el tal Ri-
cardo Beltrán. Miré varias veces el reloj, con la esperanza
de que ya no fuera una hora prudente y tener que pospo-
ner la cita, pero el tiempo se mostraba terco. Tampoco me
había citado a una hora concreta y tenía toda la tarde para
acudir. No llegaría ni demasiado pronto ni demasiado tar-
de. Y la curiosidad era mucho más fuerte que el mal sabor
de boca que me dejaba sentirme un pelele en manos de
una niñata que, por mi negativa a acostarme con ella, se
creía con derecho a hacer conmigo lo que quisiera hasta
que me diera cuenta de lo imbécil que era y cayera rendi-
do a sus pies.
Pasó un crío corriendo por mi lado, con la cabeza
completamente pelada y vestido con el pijama reglamen-
tario del Santa Cecilia, sin importarle lo más mínimo las
voces de una mujer que debía ser la madre pidiéndole que
tuviera cuidado. Lo último que le importaría a ese cha-
val eran las llamadas al orden después de tanto tiempo
encerrado en una habitación de la que no sabían cuándo

118
saldría. Al percatarse de que lo observaba hacer cabriolas,
el niño todavía tuvo el valor de clavarme sus vivos ojillos,
retándome a sólo él sabía qué. Quizás me estuviera lan-
zando una invitación a seguirlo. No pude evitar ese extra-
ño sentimiento a medio camino entre la pena y el orgullo.
No quise evitar el gesto de reconocimiento que le lancé y
que él recogió con la chulería propia de sus pocos años.
La madre no pareció darse cuenta de la conversación que
habíamos entablado los dos en tan poco tiempo, más pre-
ocupada por otros asuntos de más peso.
Al final de la escalinata, un hombre de mediana edad
se peleaba con un mechero que se negaba a encenderle
un cigarro que sujetaba apretando los labios con fuerza.
El tipo me miró sin verme y me preguntó si tenía fuego.
Saqué mi encendedor del bolsillo y se lo tendí. El gesto
se le distendió al darle la primera chupada; una calada
larga, ansiosa, con la que buscaba calmarse a pesar de
que los nervios no se le atisbaran por ningún lado. Quiso
devolvérmelo, pero me negué. Él iba a necesitarlo más
que yo.
Ya en el vestíbulo, el olor a hospital me revolvió el
estómago. Beltrán podía haber escogido un lugar mejor
para nuestro encuentro, pensé, aguantándome el escalo-
frío que me recorrió el espinazo. Caminé hacia los ascen-
sores impulsado por una especie de curiosidad por saber
qué me esperaba en la habitación treinta y siete de la sex-
ta planta.
Punto de encuentro y de paso, un grupo de gente va-
riopinta esperaba para subir a donde le correspondiera.
Un hombre joven con un ramo de flores para quien fuera.
Una anciana con una bolsa de plástico y unos táperes de
comida dentro. Los enfermos y enfermas que se habían
escapado del confinamiento para aprovechar el sol de la

119
tarde con algunos familiares y amigos. Demasiadas voces
entremezcladas, demasiados olores. Preferí subir las seis
plantas a pie, hacer algo de ejercicio y prepararme para el
encuentro con ese chico.
No estaba en mala forma física o eso pensé hasta lle-
gar a ese intermedio entre la cuarta y la quinta. Desde que
salí del Ejército y abandoné el Congo, no había hecho mu-
cho ejercicio y la tendencia al ligero sobrepeso era una
realidad que asomaba por debajo de la camisa. Para lidiar
con niñatos mamados o en vías de estarlo, no necesitaba
mucho más, pero todo tenía un límite. Y unos escalones
que se ponían difíciles era una excusa tan válida como
otra cualquiera. Alcancé la sexta con el firme convenci-
miento de hacer algo al respecto, que me duró hasta llegar
al panel donde se indicaba dónde estaban las consultas,
el control de la enfermería y las habitaciones. La treinta
y siete quedaba en el ala izquierda. El sitio no auguraba
nada bueno ni mucho menos agradable.
Empujé la puerta batiente esperando encontrarme
envuelto en un profundo silencio, pero me recibió un
borboteo de medias voces. Un murmullo sordo que se
extendía a lo largo de aquel pasillo pintado en un tono
ocre que pretendía dar una calidez que la luz pálida de los
neones del techo se encargaba de atenuar. Ese parloteo
salía de unas habitaciones con las puertas entreabiertas,
para amortiguar la sensación de aislamiento que debían
sentir quienes acompañaban a los enfermos, metidos en
las camas o sentados en esos sillones especiales. Hablaban
unos familiares con otros en el tono más bajo posible para
no molestar, como el único remedio para hacer más lleva-
dera una espera que todos sabían no daría fruto alguno.
Charlaban con las enfermeras, que controlaban el cotarro
desde un mostrador donde vigilaban las idas y venidas de

120
la parroquia, a la que trataban como si se conocieran de
toda la vida.
Nada más aparecer, mi presencia fue entendida como
lo que era, una invasión de una especie foránea. Notaba
sus miradas extrañadas y el recelo educado con el que
me saludaban. Tal vez alguno me hubiera salido al paso
para frenarme. Alguna enfermera me hubiera interrogado
para saber qué hacía allí, pero aún era horario de visitas
y aquella era un área de libre acceso, con todas las reser-
vas que se quisiera. Quienes estaban en esa zona del San-
ta Cecilia lo estaban por razones de peso. Quizás por eso,
alguien debía haberme devuelto al otro lado de la línea
divisoria que marcaba el umbral de la puerta. Aún no me
tocaba estar allí. Yo podía volver sobre mis pasos, ellos no.
Esa era la gran diferencia. Todos con los que me topaba
estaban en contra de su voluntad.
A cada paso que daba, el estómago se me hacía más
pesado, la boca se me secaba y los ojos querían salirse de
las órbitas por el malestar que me causaba la luz blanca. El
desagradable olor de la entrada se iba haciendo cada vez
más penetrante. Lo tenía pegado a la piel, clavado en la
nariz. Las cicatrices me palpitaban a modo de recordato-
rio o al menos esa era la sensación que tenía yo. Las pare-
des amenazaban con venírseme encima de un momento a
otro, para atraparme.
Una enfermera pidiéndome que, por favor, me hiciera
a un lado para poder pasar con el carrito de las medici-
nas, rompió aquella angustia que de forma tan repentina
se había apoderado de mí. Murmuré una disculpa, o más
bien la balbuceé como un imbécil. La chica debió hacer-
se cargo. Me tomaría por el familiar de algún paciente de
reciente ingreso. Los que llegaban nuevos a esa parte del
Santa Cecilia no lo hacían en las mejores condiciones, los

121
enfermos tampoco. Me sonrió adivinando cuál sería mi
estado de ánimo. Le pregunté por la treinta y siete y su
gesto se transfiguró en un rictus duro. Noté que quería
decirme algo, avisarme, pero en el último suspiro se arre-
pintió. Sólo me señaló la habitación que estaba al final de
aquel pasillo, junto a una puerta que daba a la escalera de
incendios. Un lugar al que escaparse para poder respirar
cuando el ahogo dentro se hiciera insoportable.

122
123
5

Había silencios, gestos, que eran demasiado reveladores,


aunque sólo lo resultaran cuando había pasado el tiempo
y ya no se podía dar marcha atrás. La negativa de Aroa
a contestar mi llamada o la cara de la enfermera, debían
haberme puesto sobre aviso, pero no hice ningún caso
a esas señales. Únicamente caí en la cuenta de que algo
malo pasaba cuando al abrir la puerta de la habitación no
vi a nadie en su interior. Aunque esto tal vez no fuera del
todo cierto. Siendo fiel a la verdad, quien no estaba era
la persona que me había citado. Allí, con las persianas a
media ventana, protegiendo sólo lo justo del sol de media
tarde, estaba tumbada una chica joven a la que le calculé
una edad similar a Aroa Guerra. De haber estado en otro
lugar, habría creído que estaba dormida, carente de cual-
quier expresión más allá de una placidez aparente, pero
los cables que la conectaban a un monitor y el tubo de
una traqueotomía clavado en la garganta indicaban que
era algo distinto. Peor. No desentonaba en nada con lo que
podía verse en las otras estancias.
Tuve la sensación de que me la habían jugado. De
que había acudido allí por no sabía qué para que viera a
aquella chica sumida en un sueño que no le correspondía.
Me cisqué en el tal Ricardo Beltrán y en Aroa, por lo que
entendía no era sino un juego asquerosamente retorcido.
Fue entonces cuando entendí el porqué de la reacción de
la enfermera. Quise creer que me estaba espiando a través
de la rendija de la puerta, estratégicamente colocada, con
el carrito de las medicinas como coartada, observando
cuál era mi reacción. Allí tumbada tenía un aspecto frágil,
de indefensión. Se me cruzó la imagen del peloncete co-
rriendo. Con él al menos me quedaba el consuelo de que
estaba luchando por salir adelante, pero con esa mucha-
chita todo era diferente. La pieza que no encajaba.
No sé qué me impulsó a dar un par de pasos hasta co-
locarme justo a su lado. Hubiera sido muy fácil acabar con
el hilo de vida que aún la mantenía atada a este mundo. Al
acercarme pude leer el cartelito con su nombre y la fecha
de ingreso. Se llamaba Clelia Beltrán y llevaba en esa mis-
ma cama tres meses largos. Al menos la única certeza que
tenía era que esa chica era familiar del tipo que me ha-
bía llamado. Acaso su hermana. Pero sus motivos seguían
siendo un misterio para mí.
—Pensé que ya no vendría.
La voz me sonó vagamente familiar. Al natural, sin
ningún tipo de intermediario, resultaba mucho más joven
y con un aplomo que parecía haber ganado en persona.
Tenía delante de mí a un hombre de unos treinta años,
de expresión serena, que me ofrecía la mano. Me devolvió
un apretón franco que hizo que me olvidara por unos ins-
tantes de mis reticencias iniciales. Fue en ese momento
cuando reparé en el libro y la mochila que estaban sobre
una banqueta y no vi al entrar, ocultos por un armario de
metal.
—Me lo estuve pensando, pero al final decidí acudir
a la cita.
Ricardo quiso escoger cuidadosamente las palabras
que me iba a dirigir a continuación.

125
—Imagino que esto no es lo más usual y que debió pa-
recerle cuando menos raro. Hubiera entendido perfecta-
mente que no viniese. De hecho, esperaba que así fuera,
aunque nuestra amiga en común me aseguró que se pre-
sentaría.
La mención a Aroa sin nombrarla me arrancó una me-
dia sonrisa que se me quedó congelada en los labios. Segu-
ramente había estado hablando con Ricardo mientras yo
intentaba hacer lo mismo, disfrutando con la sola idea de
mi desconcierto. Mirando y escuchando al joven que tenía
enfrente no llegaba a entender qué tipo de relación podía
unirlo a Aroa, a no ser que el nexo de unión entre ambos
fuera Clelia.
—Para bien o para mal, Aroa parece conocerme mu-
cho mejor.
Mi respuesta, la forma en que lo dije, pareció ponerlo
en duda.
—Pero ella me dijo… —entendió que debía discul-
parse por lo que a todas luces se le antojó un error de
cálculo.
—Nunca me habían citado en la habitación de un hos-
pital.
Quise quitarle hierro al asunto. Ricardo Beltrán em-
pezaba a caerme bien y se notaba que se había dejado
aconsejar por Aroa. Por nuestra amiga en común.
—Tenía que estar aquí y no se me ocurrió mejor lugar
—volvió a disculparse—. Podremos hablar sin que nadie
nos moleste.
Y echó una mirada cargada de pena y lo que entendí
como arrepentimiento por no sabía bien qué a Clelia.
—¿Su hermana?
Me dijo que sí. La más pequeña de la casa. Él era el
mayor y le tocaba hacerse cargo. Sus padres hacían lo

126
que podían, pero la situación les había caído como un
jarro de agua fría. Un mazazo del que no se recuperarían
jamás.
—La mantienen con vida porque no se puede hacer
otra cosa —arrastraba las palabras como una cadena, ple-
namente consciente de la dureza de lo que acababa de de-
cir. Una dureza que contrastaba con la delicadeza con que
sostenía la fina mano de la chica—. Al menos saben que
sigue aquí y pueden venir a verla, hablar con ella. Están
convencidos de que se va a despertar un día de estos y…
¡Mierda!
De mí no esperaba consuelo. Al menos no ese tipo de
consuelo. No me había llamado para que lo abrazara ni le
dijera que todo pasaría, que su hermana Clelia iría a un
lugar mejor ni nada por el estilo. El Ricardo Beltrán que
me miraba en esos momentos no tenía mucho que ver con
el fulano afable que me estrechó la mano. Tenía la mandí-
bula apretada y una suerte de rara determinación. Era uno
de esos tipos que llegaban hasta el final, costara lo que
costara y con las consecuencias que ello acarreara.
—¿Clelia era amiga de Aroa?
La pregunta que correspondía por mi parte no era
esa, pero era la pregunta que debía hacer para que Beltrán
pudiera respirar. Algo se distendió entre nosotros.
—No —me respondió como si lo que le planteaba
hubiera sido lo más insensato—. Aroa y yo fuimos pareja
hace un tiempo, aunque pueda parecerle extraño. Todos
me decían que no pegábamos nada.
Y a simple vista, era cierto. Jamás la hubiera imagi-
nado del brazo de un hombre como Ricardo Beltrán. En
apariencia era todo lo contrario a Aroa, aunque esa chica
era cualquier cosa menos previsible. De hecho, se había
enamorado de mí. Y tal vez, visto lo visto, no era del todo

127
improbable que ella se lo hubiera contado. Al menos te-
níamos un tema de conversación común, con la salvedad
de que él seguramente se había acostado con Aroa, mien-
tras que yo me quedaba con el papel del cabronazo que se
había dado el lujo de rechazarla. Nadie era perfecto.
—Y creo que tenían razón —se apresuró a añadir—.
Pero Aroa es demasiado especial como para permitirme el
lujo de que salga de mi vida. Ahora somos buenos amigos.
Era su manera de disculparla y a mí me valía. La cono-
cía bastante bien.
—¿Le importa si salimos afuera a hablar? Los hospita-
les me ahogan y necesito tomar algo de aire.
—Si usted lo necesita, no tengo inconveniente.
Me franqueó la salida y le indiqué la escalera de in-
cendios. Antes de salir ya tenía un cigarrillo en los labios
y le ofrecí el paquete a Ricardo, que declinó la oferta. Lue-
go recordé que le había regalado el mechero al tipo de la
entrada y devolví el pitillo a su sitio. No iba a ir habita-
ción por habitación pidiendo fuego ni mucho menos les
pediría el favor a las enfermeras. Tocaba aguantarse las
ganas y no sería la primera vez. Me acordé de la hostia
que me calzó un sargento cuando me pilló, de imaginaria
por la noche durante unas maniobras OTAN, fumando ale-
gremente. Desde entonces echaba mano de aquello para
espantar el mono.
Más que un grito, sonó como un alarido animal
arrancado de una garganta que debía ser humana. Miré a
nuestro alrededor intentando encontrar de dónde podía
provenir. Se oyó una segunda vez y una tercera. Se fueron
sumando más chillidos que se mezclaban con risotadas
alucinadas. Justo debajo había un patio cubierto por una
malla tupida a través de la cual podían verse unas figuras
indeterminadas moviéndose. Miré a Ricardo Beltrán en

128
busca de una aclaración. Estaba muy tranquilo, habituado
a ese soniquete.
—Hay momentos en que es peor —me informó, apo-
yándose en la barandilla para asomarse al espectáculo que
se desarrollaba a nuestros pies—. Es el patio de la planta de
psiquiatría. Cuando tienen la noche movida es insoportable.
Aún era de día, pero me helaba la sangre en las venas.
Oír esos lamentos ponía la piel de gallina. Me asustaba la
sola idea de pensar en la posibilidad de perder la razón y
quedar encerrado para siempre en una realidad propia,
desconectada de todo lo que me rodeaba; una realidad
hecha de alucinaciones que sólo yo pudiera ver. No podía
imaginar una prisión peor que la propia mente alterada,
que arrancara de ti todo lo que has sido. Me aterraba lo
delgada que podía llegar a ser esa línea entre la locura y
la cordura. Cualquier golpe y el equilibrio se iba al garete.
Había visto a hombres enormes perder pie y deshacerse.
Tipos que habían vivido y hecho cosas que era mejor olvi-
dar, pero no podían.
Ricardo Beltrán volvía a mirarme, olvidándose de la
escena de abajo.
—Supongo que le debo una disculpa por lo de esta
mañana —no sabía a qué se refería. Lo dejé continuar—.
Supongo que no debió gustarle que lo llamara Abuelo, sin
conocerlo de nada.
—La única que tiene ese… privilegio, es Aroa —reco-
nocí, provocando en Beltrán una sonrisa nerviosa entre
la incomodidad y la vergüenza, como si lo estuviera re-
prendiendo—. Pero tampoco importa demasiado a estas
alturas.
Al parecer habíamos quedado para que conociera al
fulano con el que se había encoñado su ex-novia. Tanto
titubeo por parte de aquel joven empezaba a irritarme.

129
—Anoche… —me corregí de inmediato—. Esta madru-
gada, estaba un poco rara. Demasiado callada y pegada al
móvil, pendiente de algo. De lo que estuvieras contándole,
¿verdad?
Apretó los labios y los puños. Había tocado la tecla
correcta y ahora era a él a quien le correspondía seguir
por la vía que acababa de abrirle. Era todo oídos.
—Ya le he dicho que lo de Clelia fue un mazazo para
mi familia —buscaba las palabras adecuadas. Podía perci-
bir el dolor que sentía—. Sobre todo, porque no llegamos
a entender qué pudo haberla llevado a intentar quitarse la
vida. Saltó desde la azotea de un edificio y tampoco sabe-
mos qué hacía allí. Pero algo tuvo que pasarle. Algo muy
grave para que mi hermana tomara esa determinación.
Esa incertidumbre es la que nos está corroyendo.
Pero esa primera persona del plural que utilizó Ri-
cardo Beltrán me sonó más bien a una primera persona
del singular. Usaba el nos cuando debería haber dicho me.
Además de cierta desesperación, había en su voz y acti-
tud un deje de culpa que no conseguía ocultar del todo. La
culpa de quien piensa que podía haber hecho más al res-
pecto, con sólo haber prestado un poco de atención a las
señales que todo el mundo dice que lanzan los suicidas.
—¿Cree que alguien pudo empujarla para que inten-
tara quitarse la vida? —su silencio habló por él—. Eso es
cosa de la Policía.
—¿Piensa que no hemos acudido a ellos? —y dejó es-
capar un bufido, resignado. Había oído lo mismo varias
veces—. Nos dijeron que no había caso, que se trataba de
un intento de suicidio y que ellos no estaban para perder
el tiempo.
—Pero usted piensa que sí —saqué deliberadamente
de la ecuación al resto de la familia. Me quedó claro que

130
era él, Ricardo Beltrán, quien estaba dispuesto a esclare-
cerlo todo. Por su propia tranquilidad o por lo que fuera.
—Si se hubieran negado a darle los informes del fo-
rense que la estuvo examinando cuando llegó totalmente
destrozada por la caída, ¿usted qué pensaría?
Dudé unos instantes. Masqué la rabia que el hombre
que tenía delante de mí, en aquella escalera de incendios,
acababa de escupirme. Entendí de inmediato lo que se es-
peraba de mí en aquel asunto.
—Yo ya no estoy en el negocio y nunca me ocupé de
este tipo de cosas. Aroa debería habérselo dicho.
—Lo hizo, pero yo me empeñé en conocerlo. Por si
acaso —hizo una pausa, invitándome a replicarle, pero
preferí mantenerme callado—. Ya contraté a un detective
privado, pero no pudo o no quiso hacer nada. Que todo
estaba claro, me dijo.
—¿Y está convencido de que yo sí puedo hacer algo
más? Mire, no le voy a mentir. Por lo que me cuenta, la
cosa es complicada. Las razones por las que saltó su her-
mana, sólo las sabe ella y en las condiciones en que está,
se las llevará consigo. Le recomiendo que conviva con esa
duda y no se atormente más. Es un consejo.
—Eso es fácil de decir. Usted ahora se marcha. Nos re-
cordará durante un tiempo, pero acabará por olvidarse de
Clelia y de mí. Esa es la ventaja que tiene quien mira desde
fuera.
En ese instante, lo hubiera cogido por el pecho y,
amenazando con tirarlo sobre la malla, le habría cruzado
la cara. De una zancada me puse a escasos centímetros de
su cara. Aguantó el tirón sin descomponerse; no hizo nin-
gún amago de retirada. Adiviné en sus labios un esbozo de
sonrisa satisfecha. Tal vez Aroa lo puso en antecedentes.
Me había guiado hasta donde él —ella— sabía que yo no

131
lo tendría tan fácil para darme la vuelta y desentender-
me del problema. Clelia en la cama era la mejor baza para
hacerme reaccionar. Bravo, pensé cuando me metí por mi
propio pie en el barro, con pleno conocimiento de causa.
Ricardo y Aroa habían jugado muy bien sus cartas. Y me
maldije y los maldije, como si sirviera de algo.
—Te dijo lo que me tenías que soltar, ¿verdad?
Pasé al tuteo de forma deliberada, agresiva. Hubiera
dado cualquier cosa por verlo retroceder, por que titubea-
ra. Por ver cómo se derrumbaba. Pero, sin embargo, se
mantuvo quieto, aguantándome el tirón con una entereza
que me desarmó. Estaba en mi papel de malo, de fulano
chungo.
—No se equivoque, Toro. Esto sólo me concierne a mi
y a nadie mas. Aroa está al margen.
Me respondió con voz serena, sin apearme del trata-
miento. Si alguien tenía que estallar, mejor que fuera yo.
Él tenía la razón de su lado y eso debía hacérmelo notar.
Me había desarmado completamente por más que me em-
peñara en lo contrario. Con cualquier atisbo de retirada
cortada, no me quedaba otra que la huida hacia adelante
como única escapatoria posible.
Nos habíamos convertido en una especie de espec-
táculo para todos los que estaban en el pasillo, incluida
la enfermera del carrito de las medicinas. Colocada es-
tratégicamente, desde el mostrador no perdía puntada
de cuanto estaba pasando en el descansillo de la escalera
de incendios. Había seguido mi conversación con Ricardo
Beltrán casi desde el principio, desde que salimos afue-
ra. No podía oírnos, pero eso posiblemente le importara
un carajo, le bastaba con interpretar nuestras actitudes
y caras. Cuando me encaré con él, debió temerse lo peor.
Estaba plantada, a medio camino entre el control de en-

132
fermería y la puerta, dispuesta a echar a correr en una
de las dos direcciones, según se presentara. Supuse, al
verla, que se le pasó por la cabeza llamar a seguridad o a
la poli. Bien pensado, sólo conocía a Beltrán y puestos a
elegir, él tenía más papeletas para salir airoso del envite.
Era un hombre joven, educado, al que conocían, y yo, un
desconocido con tendencia al sobrepeso y probada mala
hostia. Firme candidato a pasar una noche en el calabozo
por montar follón, cosa que no me pasaba desde hacía
algún tiempo.
Un gesto que me pasó inadvertido de Ricardo sirvió
para que dentro y fuera se calmaran los ánimos. No ocu-
rría nada que él no hubiera provocado ni pudiera contro-
lar, venía a decir.
—Si no creyera que necesito su ayuda, no estaría per-
diendo mi tiempo, créame.
—No soy el más indicado —reiteré dando por termi-
nada aquella reunión.
Lo sentía mucho por Clelia, pero aquel no era asun-
to mío. Parecía una encerrona orquestada por Aroa. No
dudaba de las buenas intenciones de mi camarera, pero
había traspasado una línea al querer envolverme.
Sin embargo, Ricardo Beltrán no pareció darse por
aludido, poco dispuesto a aceptar un no por mi parte. Ha-
bía sacado un papel doblado del bolsillo trasero del pan-
talón y me lo tendió. Observé la hoja con cierta apren-
sión, barajando la opción de dejarlo con él en la mano y
largarme antes de que la enfermera pensara que era una
amenaza y pusiera mi cabeza en busca y captura. Al final
decidí vencer cualquier reticencia y cogerlo. Al desdoblar
la cuartilla leí dos nombres con sus respectivas direccio-
nes. Tania Barros y Jorge Hurtado.
—Sólo le pido que hable con uno de ellos —me dijo

133
dando por sentado que haría lo que me pedía. Política de
hechos consumados—. No han querido hacerlo conmigo y
la Policía ni siquiera se lo planteó.
¿Y qué le hacía pensar que con un completo descono-
cido sí se abrirían?
—Esto te va a costar dinero —y me guardé el papel
en el bolsillo, aceptando de manera tácita y a mi pesar el
encargo. O tal vez no tan a mi pesar. No podría decirlo.
Ricardo Beltrán volvió a tenderme la mano para ce-
rrar el trato. La pasta no era un problema, los remordi-
mientos por ver a su hermana Clelia metida en esa cama,
sin esperanzas, lo justificaban todo.
—¿Quiénes son estos dos?
—Al hijo de puta ese ni lo llamaron a declarar —me
dijo Ricardo. A pesar del calibre de sus palabras, las pro-
nunció con una serenidad pasmosa, estudiada—. Era el no-
vio de Clelia en esos momentos. El día que pasó eso estaba
en la gestoría donde trabaja, los compañeros corrobora-
ron que estuvo con ellos todo el día. Que no se movió de la
oficina y cuando lo hizo, fue para salir a comer en compa-
ñía de dos de ellos.
—¿Cómo era la relación de Clelia con… —tuve que sa-
car el papel para recordar su nombre— Jorge Hurtado?
—Llevaban saliendo un año y medio, más o menos.
Había pasado por casa varias veces. Ya sabe, fechas señala-
das y demás. Un tipo correcto, creo que demasiado, como
si temiera o escondiera algo.
—¿Lo viste levantarle la mano en algún momento o
discutir?
Dudó unos segundos, pensando la respuesta o tal vez
buscándola.
—Nunca —me respondió como el que suelta un gol-
pe—. Pero una vez la vi muy angustiada, había estado llo-

134
rando y le pregunté. Me dijo que no pasaba nada pero que
había discutido con Jorge. Estaba muy encima de ella, la
controlaba mucho. No me quiso contar más.
El novio malvado que manipulaba a la pobre e ino-
cente muchachita. Un buen recurso, pensé escuchando a
Beltrán. Había escogido a su culpable propiciatorio y no lo
soltaría tan fácilmente. Me daba la sensación de que me
había llamado para que lo buscara y le diera una paliza sin
mediar palabra. Más que justicia, el joven que tenía delan-
te lo que quería era cobrarse la venganza que la ley no le
había servido en bandeja.
Mientras pagara, me importaba poco.
—Imagino que no querría que te liaras a hostias con
su novio o que te metieras en su vida —lo cierto es que
no lo veía liándose a puñetazos ni con el tal Jorge ni con
nadie, aunque los tipos con pinta de pacíficos fueran los
más impredecibles.
—Una vez tuve un encontronazo con él —la media
sonrisa de aprobación que se me escapó puso en alerta
a Beltrán y se apresuró a explicarse—: No llegamos a las
manos, pero sí nos levantamos la voz.
—¿Qué pasó?
—Cuestión de dinero —parecía no gustarle tener que
hablar de ello, pero hizo de tripas corazón—. Me conven-
ció para que metiera unos ahorros en unos planes de in-
versión, la cosa no salió del todo bien y perdí una cantidad
considerable.
—Imagino que se desentendió de todo, te llamó capu-
llo por no tener ni puta idea de finanzas y te soltó eso de
que la culpa era tuya por pensarte que ellos hacen magia
con la pasta ajena. Te calentaste, lo llamaste hijoputa, le
metiste las manos en la cara y la cosa no fue a más porque
se metió por medio Clelia para separaros. ¿Me equivoco?

135
Negó con la cabeza. Le daba cierto apuro que yo pu-
diera tomarlo por un pardillo. Para Ricardo Beltrán hubie-
ra sido un desquite ver cómo Jorge Hurtado entraba en la
cárcel. Cómo de una vez por todas quedaba al descubierto
la verdadera cara del yerno perfecto.
—¿Y Tania? —quise asegurarme de que el lote no in-
cluyera la obligación de hostiar a una mujer. Luego me
acordé de la choni del bate y se me pasaron los escrúpulos.
Una mujer, con los motivos adecuados, podía ser tanto o
más peligrosa que un hombre.
—Decía que era su mejor amiga —igual tono pausado,
contenido—. Trabajaban juntas, entraron al mismo tiem-
po en la joyería. Se lo contaban todo. Tania era su confi-
dente. Mi hermana incluso llegó a presentarnos a ver si
cuajaba algo entre nosotros dos. Le hubiera hecho muchí-
sima ilusión que su hermano y su mejor amiga acabaran
juntos. Para Clelia, éramos dos almas gemelas.
—¿Y hubo algo entre vosotros?
La pregunta me pareció pertinente, dadas las circuns-
tancias, aunque a Beltrán opinara que me estaba metien-
do donde no me llamaban. Tal vez pensara en mandarme
a paseo con eso, que lo que él hiciera o dejara de hacer con
la amiga de su hermana era eso, un asunto privado y que
no debía darme explicaciones de ningún tipo.
—De ninguna manera. Era la época en la que estaba
con Aroa y en mi vida se me hubiera ocurrido serle infiel.
Ni se me pasó por la cabeza. Pero a Clelia no le caía bien
Aroa y quería que conociera a otra chica que ella conside-
raba mejor para mí.
Lo miré a los ojos sopesando si lo que iba a decirle era o
no conveniente. Para él desde luego que no, pero para mí…
—¿Y por qué no me has dado el nombre de Aroa Gue-
rra en esta lista?

136
Le tendí el papel. Se lo devolvía, pero Beltrán no se
movió. Permanecía quieto, con los brazos caídos a ambos
lados del cuerpo, respondiendo como un alumno aplicado
a todas mis preguntas. Pero esta última lo había sacado de
la partida.
—Ella también podía tener algo que ver —continué
diciendo ante su silencio—. Pudieron haber discutido por
ti, porque tu hermana se había metido en vuestra relación
para reventarla. Y tú y yo conocemos cómo se las gasta
nuestra Aroa cuando se cabrea con alguien.
Ahora era él quien sonreía. La sonrisa triunfal de
quien ha pillado a su contrincante distraído y con la guar-
dia baja.
—No se equivoque, Toro —me recordaba otra vez la
advertencia que antes me había hecho. A pesar e mi tu-
teo, Ricardo no me había apeado del tratamiento—. Aroa
respetaba a mi hermana, le preocupaba que Clelia no la
soportara. Pero ese no fue el motivo por el que me dejó.
Aroa puede ser muchas cosas, pero jamás le haría daño a
nadie, y eso debería saberlo usted mejor que nadie.
Creo que me hubiera soltado un no sé qué le habrá
visto a un tipo como tú para enamorarse así y se habría
quedado tan a gusto. Pero no lo hizo. Se entendía bastante
bien cuál era su intención.
—¿La Policía no os dio ninguna nota de despedida ni
Clelia dejó algún mensaje?
—Se la hubiera dado ya, ¿no cree?
Asentí con la cabeza.
—¿Y no se te ha ocurrido mirarle el móvil a tu her-
mana?
Amagó una sonrisa. Lo que acababa de decirle debió
hacerle muchísima gracia.
—Lo encontraron en el suelo, junto a ella, lo llevaba

137
encima cuando saltó —empezó a contarme —. Pero estaba
apagado, pensé que se habría roto, pero sólo estaba sin
batería. No tengo ni idea de cuáles puedan ser las claves,
ni el PIN ni el patrón de desbloqueo.
—¿Qué pasó ese día?
—Si quiere que le sea sincero, no lo sé —me espetó
con toda la naturalidad del mundo, repitiendo otra vez un
relato ya manido—. Lo único que recuerdo fue una llama-
da ese martes por la tarde en la que se me informaban
de que mi hermana Clelia Beltrán había sido hallada en el
patio interior de un edificio. Que se había precipitado al
vacío desde la azotea y se encontraba muy grave, entre la
vida y la muerte. Politraumatismo y no sé qué más. Ya no
lo recuerdo o tal vez no lo escuché. Y antes de que me lo
pregunte, no tengo ni idea de qué hacía allí. Lo más jodi-
do es que mi hermana, mi Clelia, estuvo allí tirada varias
horas hasta que a una vecina le dio por asomarse y la vio…
Con un gesto de la mano, me pidió el papel que me
había dado. Lo cogió y entró a la habitación, dejándome
en la escalera de incendios solo, con la única compañía de
los gritos de los locos y el mal sabor de boca que me ha-
bía dejado aquel interrogatorio al que lo había sometido.
Beltrán regresó al cabo de unos segundos, que a mí me
parecieron eternos. Me devolvió el papel, en el que había
escrito una nueva dirección.
—Es ahí donde ocurrió todo.

Cualquiera que hubiera echado un vistazo al interior del


coche, habría pensado que era un psicópata de manual.
En la radio sonaba la letra de un viejo bolero que sonaba
a nuevo. Pero no sabría decir cuál, porque no le presta-
ba ninguna atención. Demasiadas cosas ese día para mi

138
gusto. Me había fumado varios cigarrillos seguidos para
quitarme de encima el mono y de paso el sabor a hospital
que se me había pegado a la garganta. Tenía en las manos
la navaja. La abrí y la cerré varias veces para asegurarme
de que funcionaba correctamente. Era un gesto mecáni-
co. Me ayudaba a pensar. Comprobaba siempre el arma
de manera casi compulsiva. En la base, cuando esuve en
Iraq; a bordo del avión antes de que nos lanzaran sobre
el objetivo; en el Humvee cuando teníamos que escoltar
el convoy que iba del campamento minero a aquello que
llamaban aeródromo. Que todas las piezas estuvieran bien
engrasadas; que todo se deslizara correctamente. El car-
gador, el percutor, el seguro del fusil y la pistola.
La vi salir del portal de su casa. Miré el reloj. Puntual,
para llegar a su hora al Cagliari. Barajé la posibilidad de
bajar del coche y abordarla sin miramientos de ninguna
clase. Agarrar a esa niñata por el brazo y cantarle las cua-
renta en plena calle, delante de todos los vecinos. Quién
se había creído que era para ir por ahí jugando con todo el
mundo y encima pensar que le saldría gratis. En ese mo-
mento tenía la faca abierta en la mano y el acero de la hoja
me devolvió el reflejo borroso de mis ojos. Me bastó para
darme cuenta de la gilipollez que habría cometido. Quién
me creía yo para ir pidiendo explicaciones a nadie por las
bravas. Lo menos conveniente era dejarme guiar por un
mal calentón. Cruzarle la cara a Aroa Guerra era lo que
más me apetecía en ese momento, pero el escándalo que
se armaría me habría mandado de cabeza al calabozo. Y
no era cuestión de que el Americano se relamiera al verme
en el sótano de su Jefatura, enrejado.
Cerré la navaja y la guardé en la guantera, encima de
los trescientos pavos que me había dado Flavia para pagar
al Yiyo por los servicios prestados. Busqué mi teléfono y,

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bajando el volumen de la música, marqué el número de la
chica. Veía cómo iba caminando por la acera mientras al
otro lado sonaba el tono de llamada. Mi veto yo no existía.
Imaginaría que ya había pasado el peligro para ella; que
ya habría hablado con Ricardo Beltrán y no corría el ries-
go de que yo la llamara con preguntas incómodas ni nada
parecido. A cada zumbido de espera iba pensando qué le
diría.
Vi cómo se paraba en seco, abría el bolso y miraba la
pantalla de su móvil. Acto seguido, el zumbido se cortó.
Aroa continuó su camino como si tal cosa y a mí me dejó
con un palmo de narices y un cabreo que de pronto acabó
en una risotada. Una niñata de veintitantos se estaba car-
cajeando de mí, en mis propias narices. Me sentí ridículo.
Tan ridículo como si nos hubiéramos acostado, luego lo
dejase todo y al final, ella me hubiera dado una patada en
el culo y puesto en mi sitio.
Por más que me fastidiara, no podía hacer otra cosa
más que arrancar y largarme de allí cuanto antes. En el
fondo, el que no me respondiera, fue lo mejor o eso me
pareció una vez me hube serenado. Parado en un semáfo-
ro, Aroa Guerra pasó por mi lado, caminando, sin verme.
O si me vio, supo disimular a la perfección. Esa chica sabía
torear la situación a su conveniencia y forzarla a hacer o
decir lo que no quería, no era lo más inteligente. Segu-
ramente tendría que decirme algo sobre su relación con
los hermanos Beltrán. Y lo haría, pero no cuando yo se lo
pidiera, sino cuando a ella le diera la gana. Así funciona-
ba y no cambiaría por nada ni por nadie. Era su manera
de entender la libertad y ahí residía parte de ese encanto
que a mí me impedía mandarla a la mierda de una vez por
todas y pedirle a Flavia Garitano que la pusiera en la calle.
Por más que le daba vueltas a la cabeza, no conseguía

140
entender qué le había visto a Ricardo Beltrán, no sólo para
enamorarse de él sino para mantenerlo a su lado, aunque
fuera como amigos. Tal vez lo entendería si alguna vez
encontraba explicación al porqué ella se había prendado
de mí. Uno de esos misterios de la naturaleza caprichosa
de las personas. Tenía que reconocer que el hermano de
Clelia tenía algo especial. Un magnetismo que desarmaba
a quien tuviera delante. Ni yo mismo era capaz, agarrado
al volante del coche, de intuir la razón por la cual había
acabado por aceptar el encargo de averiguar qué le había
pasado a esa chiquilla por la cabeza para saltar desde una
azotea. Lo cierto es que sí la intuía, pero jamás la acepta-
ría. Prefería la incertidumbre a tener que reconocer que
estaba a merced de los deseos de una niñata a la que a
veces quería estrangular pero que en el fondo veía como a
una especie de hija o vete a saber qué.
Conducía de manera inconsciente. Acelerando y pa-
rando por inercia, cuando tocaba, pero sin prestar mucha
atención. Conocía aquellas calles y sólo era cuestión de
dejarse llevar. Había dejado el papel que me dio Ricardo
sobre el asiento del copiloto y la curiosidad me pudo. Po-
día desviarme. Tampoco perdía nada y de todas formas,
me habían contratado para eso.
Torcí a la izquierda.
Entraba en un territorio que me era completamente
ajeno. Nada que ver con el barrio en el que me había cria-
do ni con esas casas ilegales de las afueras entre las que
vivía. Aunque se trataba de la misma ciudad, parecía es-
tar en un mundo diferente. Un mundo más amable. Todo
tranquilo; todo limpio y en orden. Uno de esos barrios de
clase media-alta, de funcionarios de cierto rango y gente
que no se ganaba la vida deslomándose en una obra o un
taller. El tipo de ambiente en el que Clelia Beltrán no hu-

141
biera desentonado nada, me dije, pasando lento con el co-
che, en busca de la dirección que me había dado Ricardo.
El portal estaba entre una cafetería y una tienda de
ropa. Un sitio discreto, donde los vecinos iban y venían, y
hacían su vida sin meterse en la de los demás. Parecía uno
de esos bloques donde nadie conoce a nadie; donde pue-
des cruzarte con un perfecto desconocido sin saber que es
el vecino del quinto e izquierda.
Encontré un hueco para aparcar en la acera de en-
frente, justo delante de la cafetería. Me bajé del coche y
crucé corriendo, antes de que un chaval con una de esas
mochilas enormes de reparto a la espalda se me echara
encima. Lancé una ojeada a la parroquia de dentro del lo-
cal. Ni el camarero tenía nada que ver con nuestra Mati
ni los fulanos que se repartían por las mesas, con tipos
como Paco Ramírez o yo mismo. Así que deseché de plano
entrar dentro, pedir una de esas cervezas artesanas e in-
tentar pegar la hebra con alguien que me pudiera dar algo
de información sobre el edificio de al lado.
También me dirigí a la tienda, pero ya habían echado
el cierre.
El portal se veía cuidado. Tenía el dedo apuntando a
uno de los botones del interfono, pero quizás no fuera el
momento más apropiado. Había caído la noche y difícil-
mente alguien me abriría la puerta a no ser que tuviera
una buena excusa que en ese momento no se me ocurría.
Me entretuve mirando las placas, todas ellas de oficinas,
que se repartían por las seis plantas del edificio. Un bufete
de abogados, un dentista, un psicólogo, una consultora…
Nada que estuviera abierto a esas horas de la tarde-noche.
Ya me daba la vuelta para volver al coche cuando la luz
automática del portal se encendió. Alguien que bajaba. Me
hice a un lado, hacia la tienda de ropa cerrada, y me llevé

142
un cigarrillo a los labios, distraído, como si estuviera espe-
rando a alguien. Apareció una pareja de mediana edad, un
matrimonio que pasó por mi lado sin verme.
Hubiera intentado colarme en el edificio aprovechan-
do lo despacio que caía la puerta y la poca importancia
que aquella pareja le había dado a la presencia de un ex-
traño. Era la tranquilidad de quienes saben que nada malo
podía pasarles; de quienes confiaban en que la Policía
mantenía a una distancia prudencial a la chusma. Pero me
quedé quieto, fumando tranquilamente. No tenía nada
que hacer allí dentro cuando ni siquiera había actividad
en el edificio. Me parecía muy raro que una chica como
Clelia hubiera acudido hasta allí para intentar quitarse
la vida. Se me ocurrían varios lugares mejores que aquel,
pero la cabeza de una persona desesperada era indescifra-
ble e impredecible.
El psicólogo tal vez, pensé. Pero de ser así, el hermano
me hubiera comentado algo al respecto, si es que sabía
algo. Ricardo Beltrán me había pintado una relación poco
menos que idílica con su hermana pequeña, que me cos-
taba creer por completo. Los remordimientos por lo que
pudo haber hecho y no hizo. Clelia no era el libro abierto
que él creía o pretendía hacer creer. Y la tal Tania Barros
podía tener alguna clave. La dirección que me había dado
el hermano no era la de su domicilio, sino la de la joyería
donde trabajaban ambas. No tenía ni idea de dónde esta-
ba. Al día siguiente iría a verla, aunque no tuviera ni idea
de qué aspecto podía tener la chica.
Aplasté la mitad del cigarro en el cenicero de una pa-
pelera. Me daba vergüenza ensuciar aquellas calles. Que
no se dijera que los tipos de barrio éramos unos guarros.
Conciencia de clase. Volví a mirar el reloj por si me daba
tiempo a pasar antes por el taller de costura de Silvia para

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recogerla e irnos a casa, si es que aceptaba la invitación.
Ese cambio en ella era lo único que salvaría el día. Pero
tampoco convenía forzar la situación. Podía espantarse y
salir corriendo. Era mejor dejarla a su aire. Si quería, ella
vendría por su propio pie, como hacía siempre, sin que yo
la llamara ni tuviera que esperarla.
Estaba a punto de cruzar la calle cuando me sonó el
móvil en el bolsillo del pantalón. En la pantalla iluminada
aparecía, para mi sorpresa, el nombre de Paco Ramírez. El
corazón me dio un vuelco. Aquel tipo no era de los que lla-
maban por cualquier tontería ni para preguntarme cuán-
do nos veíamos. Temí lo peor.
Al otro lado me respondió una voz áspera de chica
joven preguntando si yo era Pepe Toro.
—Ven lo más rápido que puedas… —se atropelló di-
ciéndome en cuanto se aseguró de que era yo con quien
estaba hablando.
—Pero que no avise a nadie —se oyó en segundo plano
a Paco como un eco.
Y por nadie se refería a su mujer, a Asun.
El muy gilipollas, pensé. Sabía desde dónde me lla-
maba, pero aun así pregunté a aquella voz por si me equi-
vocaba y Paco no había cometido la estupidez que temía.
Tuve que esperar a que la chiquilla fuera a mirar la
placa con el nombre de la calle, pero ni había placa ni
nada que se le pareciera. Otra vez su respiración agitada
mientras volvía casi al trote al lado de Paco Ramírez y la
voz del hombre indicándome que me esperaba a un par de
manzanas por debajo de donde estuvimos ayer buscando
a su hijo.
—¿Y por qué no me ha llamado él? —le pregunté.
—No atinaba a marcar ningún número —me respondió.
Y colgó, dejándome con un par de narices y ganas de

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partirle la cara a alguien. Mucho había tardado en ir a co-
brarse el puñetazo de su hijo. Ni veinticuatro horas. En el
fondo, hasta admiraba la cabezonería de aquel tipo a la
desesperada.
Me cagué en Dios mientras abría el coche y me larga-
ba de regreso al barrio.

Reía. El muy zumbado se echó a reír en cuanto me vio tor-


cer la esquina y me dirigí hacia el bordillo donde estaba
sentado. Y por más que trataba de encontrarle la guasa,
no se la veía por ninguna parte. Yo también me eché a
reír. Esperé encontrarme con un enjambre de guindillas
acribillando a Paco a preguntas, cumpliendo órdenes de
arriba para darle un escarmiento. Pero sólo éramos dos
sonados partiéndonos la caja a dúo. Como la vez aquella
que, de críos, doce o trece años, reclutamos un comando
para recuperar la bici que le robaron a uno de los nues-
tros. Fue una operación de guerrilla en toda regla. Nos in-
filtramos tras las líneas enemigas, en las Cañadillas, don-
de vivían gitanos y mercheros, juntos, pero no revueltos,
para coger lo que nos habían mangado y volver cagando
leches. Pero algo se torció. Hubo pedradas, palos y en la
confusión creímos oír algo que se nos antojó el disparo de
una escopeta de aire comprimido, que a la distancia ade-
cuada podía hacer un estropicio. La bicicleta se quedó allí.
Entonces nos dio por reír como locos, como estába-
mos haciendo en ese momento, treinta y tantos años más
tarde, Paco y yo. En la penumbra de una calle apenas ilu-
minada por el resplandor de tristes farolas lejanas, por
más que la cosa fuera para largarnos cuanto antes. Le ta-
paba media cara lo que adiviné debía ser un fular o una
bufanda, convertido en un trapo pringado de sangre. Le

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habían partido la ceja izquierda sin que ello le importara
mucho, mirando con cara de imbécil satisfecho consigo
mismo las gotas parduzcas sobre el asfalto. Tenía pinta
de estar más preocupada la chiquilla que estaba a su lado.
No reparé en su presencia hasta un rato después, cuando
me volvió a asaltar el temor a ver aparecer un zeta de
los municipales o un puñado de quinquis para acabar el
trabajo.
La chica nos observaba como se observa a dos viejos
que hubieran perdido todo contacto con la realidad. Al
principio no la reconocí. Tardé un poco en darme cuenta
de quién era: el Yogurín del día anterior. La misma que se
había paseado medio en pelotas por delante de nuestras
narices. Con aquella sudadera rosa y el pelo recogido pa-
recía mucho más cría. Lo que a todas luces era, por más
que se empeñara en hacerse la choni perdonavidas.
—Más te vale que estés borracho —le solté a Paco,
cuando se nos pasó el ataque de risa.
—Ahórrame la bronca, Toro —me respondió, demos-
trándome que estaba completamente sereno—. No he
probado ni un sorbo de alcohol.
Y miró a Yogurín para que fuera ella quien corrobora-
ra su versión de la historia. La chica prefería mantenerse
en un segundo plano, mientras pudiera. No era yo el único
que vigilaba ambos extremos de la calle.
—Estás hecho un asco, chaval —me confirmé en voz
alta—. ¿Cómo vas a explicárselo a Asun?
Al oír el nombre de su mujer, Paco se pasó la mano
por el mentón. En la penumbra no podía ver cómo lo tenía
después del puñetazo que le largó su propio hijo, Salva.
Primero miró el trapo ensangrentado, luego buscó al Yo-
gurín y, por último, me encaró a mí.
—Dímelo tú —me sugirió.

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—Vete a la mierda —le respondí, sin moverme un mi-
límetro de donde estaba plantado.
Se volvió hacia la chica, buscando en ella la complici-
dad que no iba a encontrar en quien consideraba su amigo.
—¿Ves por qué te dije que no lo llamaras? —le regañó,
más justificando su postura que afeándole a ella la suya.
El Yogurín resopló, cansada de lo que para ella no era
sino una pelea entre dos viejos sonados. Tenía mejores co-
sas que hacer que estar allí escuchando un intercambio de
reproches.
—No fue ella la que me metió en este fregado —le espeté.
El tipo que estaba sentado a mis pies, sobre un bor-
dillo, no tenía nada que ver con el Paco Ramírez que el
día anterior temblaba por lo que pudiera encontrarse en
el piso donde le habían dicho que estaba su hijo. Una vez
despejada la incógnita, qué más le daba. Qué quedaba des-
pués de todo. El miedo era algo demasiado personal y pa-
sajero, que crece con la incertidumbre.
—Y te lo agradezco —reconoció, con la vista clavada
en los goterones de sangre incrustados ya para siempre
en el asfalto como recuerdo de lo que había pasado—. No
te lo tomes a mal, pero hay cosas que uno no puede dejar
en manos de otro, por muy buen amigo que sea. No podía
llamarte, entiéndelo. ¡Salva es mi hijo, coño!
Tanto él como yo sabíamos que llevaba razón y que
cualquier reproche por mi parte estaba de más.
—¿Quién me va a contar qué ha pasado para que éste
haya acabado chorreando sangre? —quise saber, poniendo
fin a lo que podría haber acabado siendo una espiral de
acusaciones.
Fueron unos segundos de silencio y titubeos, en los
que ninguno se atrevía a decir nada.
—Creo que no os he presentado —se acordó de pronto

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Paco, muy oportuno él con sus buenos modales—. Ella es
Saray… Tú ya conoces a mi compadre Toro.
Supuse que sobraban las intimidades, sobre todo des-
pués de haberla visto, como la vimos, en todo el esplendor
de su anatomía.
—Fueron el Pirulo y Lear —me contó Saray, un poco
obligada por la súbita presentación de Paco, que la había
puesto en la tesitura de ser ella quien comenzara la his-
toria.
Por fin la oía hablar. Para ser más exactos, era la pri-
mera vez que la oía hablar sabiendo que era ella. Una voz
cascada con un deje de sentirse fuera de lugar en nuestra
presencia. No éramos de los suyos y en su fuero interno,
probablemente creyera estar traicionándolos.
De inmediato pensé que el tal Lear debía ser el pit-bull
de Managua, al que había derribado de un oportuno rodi-
llazo en los huevos. Tenían cultura los padres de semejante
bestia, me dije. Debían estar muy escocidos por la visita
que les habíamos hechos y el mal lugar en el que los ha-
bíamos dejado. El Americano, su jefe, les habría pegado la
bulla por dejarse coger con el culo al aire y encima irle con
el chisme. Por eso quizás no se veían coches patrulla: no
querrían que los tomaran por unos parguelas.
—Todo ha sido por culpa mía —se disculpó Saray, te-
miendo que aquellos dos macarras le cobraran el peaje.
—No digas gilipolleces, niña —la cortó Paco, alzando
el pañuelo ensangrentado—. Aquí el único culpable soy
yo, por imbécil.
Intentó pararlos, contaba, pero el Yogurín no pudo.
Eran como animales desbocados empeñados en hacerse
pedazos los unos a los otros con una furia ciega. Paco Ra-
mírez fue a meterse en la boca del lobo él solito, porque sí.
—Porque era lo que tocaba y punto —zanjó cualquier

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intento por mi parte de apostillar—. No me mires así. Tú
en mi lugar hubieras hecho tres cuartos de lo mismo. Así
que ahórrate el sermón, que me duele la cabeza de las
hostias.
A Saray se le notaban las ganas de hablar, para justifi-
carse y defenderse. Era a ella a quien le tocaba desgranar
su versión de la historia. Una versión que vendría avalada
por Paco Ramírez. Había sido ella quien llamó al padre de
Salva. Más que por altruismo, se trató de rencor contra
Lear. Al sudaca no le había gustado ni que saliera exhi-
biéndose ni el final que tuvo nuestra visita. Estaba enfa-
dado y quería a toda costa darle un escarmiento. Dejarle
bien claro que era él quien llevaba la voz cantante y que, si
quería, ella se tenía que dejar y punto. El Yogurín tuvo que
ponerlo en su sitio cuando quiso terminar lo que nosotros
interrumpimos, a pesar de todo. Le podía el orgullo, pero
ella, según nos contó, no tenía ningunas ganas de fiesta.
Hizo el intento de golpearla, pero se quedó en eso, en un
intento. No hacía falta que nos explicara nada más. A la
vista estaba que, a pesar de lo frágil que pudiera parecer,
aquella niña de voz cascada era de armas tomar y sabía
defenderse.
Hubo un momento de la noche en que los únicos que
estaban en el piso eran Saray y Salva. Llevaba ya un buen
rato oyendo al chico dar voces, como si se peleara con al-
guien. Lo vio sentado en el sofá, con una mierda encima
de la que daba testimonio una botella de güisqui barato,
de las que afanaron en la tienda de un moro. Al verla, hizo
el intento de recomponerse. La chica se dio cuenta de que
había estado llorando y no le costó demasiado esfuerzo
imaginarse el porqué. Estuvieron hablando un buen rato,
aunque el Yogurín se guardó mucho decirnos de qué. Eso
se quedaba entre ellos. A pesar del tiempo que llevaban

149
encontrándose en el piso, jamás habían pasado del inter-
cambio de unas cuantas frases. La noche anterior fue la
primera vez que mantuvieron una conversación, si se po-
día llamar conversación a los balbuceos de un pobre bo-
rracho que confesaba una y otra vez no saber qué estaba
haciendo.
Un poco la pena por el chico y otro mucho, el deseo de
vengarse de Lear y de paso darle en las narices al Pirulo, la
llevaron a sonsacarle a Salva el número de su padre. Chi-
ca con calle, se las apañó para convencerlo de que tenía
que hablar con Paco. Que lo que le había hecho y dicho,
soltarle un puñetazo y acusarlo de haberle jodido la vida,
le iban a pesar para siempre. Y Ramírez asentía a todo
cuanto iba relatando Saray, diciendo amén a cada palabra
de la chica, como un padre orgulloso de la iniciativa que
había demostrado la que no era su hija. Nos ahorró ciertos
pormenores que no nos interesaban para la comprensión
de la historia. La cuestión fue que lo llamó y acto seguido
se presentó en el taller donde trabajaba Paco a la hora del
bocadillo. En un primer momento, él no la reconoció por
más que hubiera estado a punto de llevársela por delante
cuando se cruzaron en el pasillo del piso.
Pero ella sí se acordaba de él. No hizo falta que la chi-
ca dijera nada al respecto, pero la imagen de aquel hom-
bre derrotado y destrozado que vio marcharse, era difícil
de olvidar. Quizás algo de eso también hubo al decidir
meterse en un asunto ajeno, aunque el Yogurín estuvie-
ra lejos de reconocerlo. Le contó que Salva estaba hecho
polvo después de la pelea; que le tenía aprecio al chaval
y que era una pena que un padre y un hijo acabaran de
esa forma. Insistió en que tenían que hablar; que todo ha-
bía sido un calentón con los otros delante y en medio del
follón que se había armado. Tenían que aprovechar que

150
esa misma tarde no habría nadie en el piso que pudiera
estorbarles. Le prometió que ella se encargaría de que así
fuera.
Por su cuenta, Saray jugó a ser la buena samaritana,
asumiendo los riesgos. Pero todo se fue al carajo a las pri-
meras de cambio, sin darle siquiera tiempo a reaccionar.
No había contado con que alrededor del Pirulo y Lear no
sólo estaban los del piso, sino que tenían su particular
enjambre de vigilantes dispuestos a colaborar en la sal-
vaguarda del negocio. Y Paco Ramírez, como yo mismo,
éramos ya viejos conocidos por aquellas calles, en espe-
cial para el Cristo y el Moja, que dieron el chivatazo en
cuanto le vieron el careto. Los muy cabrones tenían que
limpiar la cagada que habían cometido al dejarnos pasar
libremente, si querían ser alguien en el barrio.
No le dio tiempo a Paco a acercarse al portal, ni a la
calle. Lo interceptaron antes de tiempo, después de ha-
berse asegurado de que iba solo. Se le echaron encima sin
darle la oportunidad de defenderse. Dos contra uno. Se
trataba de vengarse, de recuperar ellos también el esta-
tus que habían perdido al dejarse sorprender en su propia
casa. Por nada del mundo iban a dejar que nadie más se
metiera en medio. Ni se les pasó por la cabeza darle aviso
al Americano para que mandara a unos cuantos de los su-
yos para empapelar con todas las de la ley al merodeador.
De eso se encargarían ellos sin necesidad de nadie más.
El único estorbo fue Saray. Les gritó, los insultó, les tiró
patadas y arañazos. Todo en vano. Ni el Pirulo ni Lear le
prestaron la más mínima atención. Una loca a la que ya le
ajustarían las cuentas, si es que merecía la pena.
Al fijarme bien en ella mientras me contaba la histo-
ria de cómo Paco había acabado con la ceja abierta, me dí
cuenta de la marca que tenía en el pómulo derecho. Una

151
marca que corroboraba su versión y no auguraba nada
bueno para el Yogurín en el futuro, por más que ella no le
diera ninguna importancia.
—No se fueron de rositas —se reivindicó Paco desde el
bordillo con cierto punto de orgullo—. Una nariz chafada
y un labio partido no es mal balance para un viejo, ¿no?
—Eso se lo cuentas a tu santa cuando llegues.
Me miró preguntándome por qué tenía que meter a
Asun por medio a cada instante. Él tenía la ceja abierta y
yo sólo parecía preocuparme por su mujer.
—Llevo esquivándola desde ayer —me confesó, cabiz-
bajo.
—Un poco complicado teniendo en cuenta que vivís
en la misma casa —quise evitar que mis palabras sonaran
a regañina.
—Anoche enganché también una curda buena y Asun
no me dirigió la palabra. Cuando llegué ya estaba en la
cama y esta mañana me levanté antes que ella.
—Ahora tendrás que dar la cara.
—Muy gracioso.
—¿Qué vas a hacer con lo de tu hijo?
Miró a Saray, como si fuera ella quien tuviera que dar-
le el visto bueno a lo que tuviera que decir.
Meditó unos segundos la respuesta que me daría.
—Supongo que esos hijos de puta no le dirán nada de
lo que ha sucedido. Y si se lo han dicho… Si es verdad que
está arrepentido por lo que pasó, me buscará. En el fondo
no es mal chaval, ya lo conoces.
No, no lo conocía. El Salvador Ramírez que yo re-
cordaba no tenía nada que ver con el macarra que había
intentado partirle la cara a su padre, por más que Saray
jurara que estaba muy apenado. Era ella la que más me
preocupaba.

152
—Deberías alejarte un tiempo de ese piso —le dije—.
Al menos hasta que se calmen un poco las aguas. A ese
novio tuyo no creo que le haya hecho ninguna gracia que
te pusieras de parte de Paco.
—Me follo a Lear de vez en cuando —su voz cascada
sonó aún más descarnada—. No soy nada suyo, por más
que él lo haya intentado.
—Como quieras —le concedí. Me importaba un pijo lo
que fueran—. Aun así, si necesitas…
—Gracias —no me dejó terminar. Caló una sonrisa que
se me antojó la más triste que había visto en mucho tiem-
po e impropia de alguien tan joven—. Sé apañármelas yo
sola. Llevo haciéndolo desde chica. Además, ¿adónde voy
a ir? Al final, todos acabamos volviendo al barrio por lejos
que nos vayamos.
Y tenía razón. Nosotros éramos la prueba evidente de
que todos acabábamos volviendo, atraídos por esa especie
de magnetismo fatalista.

153
6

Contaba los billetes uno a uno, recreándose en ellos sin


dar demasiado crédito a lo que estaban tocando sus dedos.
El Yiyo se había separado instintivamente del coche en
cuanto le tendí el dinero por la ventanilla. Me vio llegar
mientras se fumaba el cigarrillo que Fátima ni en broma
le dejaba fumar dentro de casa. Pobres pero limpios. La sa-
lud de los niños y todo eso. El gitano me salió al paso para
detenerme. Tenía que decirme algo, pero yo no lo dejé.
Saqué la pasta de la guantera y se la puse en las manos
antes de que pudiera entretenerme.
El Yiyo me miraba de cuando en cuando, haciendo
un alto en su camino, sujetando sin mucha convicción el
cigarro entre los labios. Todos sus esfuerzos estaban con-
centrados en los papeles que sujetaba con la mano dere-
cha. Quería asegurarse de que lo que estaba pasándole era
verdad y no un simple sueño. Que tampoco se trataba de
una broma de mal gusto por mi parte. Que no le daría una
hostia para quitárselos y largarme con una carcajada de
malo de película de serie B. Quizás temiera en su fuero
interno de tío apaleado que yo sacara la mano por la ven-
tanilla y le birlara los trescientos pavos que acababa de
aflojarle.
Desde dentro del coche sólo podía verle medio cuer-
po, de cintura para arriba. Pero su balanceo, cambiando

154
el peso de un lado para otro y el modo de torcer la boca
haciendo bailar, lánguido, al cigarrillo, gritaban lo que le
pedía desde dentro el instinto de supervivencia. Por más
que hubiera puesto la mano en el fuego por mí, algo den-
tro de su cabeza, los genes, le decían que no se acabara
de fiar. Que echara a correr y pusiera tierra de por medio
para evitar jaleos. Porque tanta pasta no caía del cielo tan
fácilmente sin que nadie pidiera nada a cambio andado el
tiempo. Y ahí venía el problema. Los favores —y esto para
él lo era, y de los grandes— siempre había que devolverlos
y con intereses. Gitano listo, intuía que la cosa no se que-
daría en lo que yo le había encargado.
—¿Satisfecho? —le pregunté un poco harto de la espera.
—¡Joder! —dejó escapar en un suspiro y no supe si era
de fastidio por haberlo interrumpido en su faena o por otra
cuestión—. Es una pasta, más de lo que tú y yo hablamos.
—Cosas de la jefa —no tenía intención de enzarzarme
en una discusión sobre si era mucho o poco—. La Garitano
sabe pagar. Dice que la gente tiene que estar contenta.
A su espalda, a cubierto junto a la puerta, mantenien-
do una cuidada distancia, Fátima vigilaba con suma aten-
ción la escena. Actriz muda pero imprescindible para que
a su marido no le diera por hacer ninguna tontería. No me
atreví a saludarla. Ella no estaba allí o mejor dicho, no de-
bía estar allí. En asuntos de hombres se entendía que una
mujer no tenía cabida, pero eran ellas las que velaban por
los intereses del clan y en privado se reservaban la última
palabra. Lo contrario hubiera sido una humillación para
su hombre.
Pude intuir en Fátima el gesto de aprobación y alivio
al ver cómo el Yiyo cogía los trescientos euros, los doblaba
y se los guardaba en la cartera. Fue un movimiento rápido,
furtivo. Giró la cabeza hacia donde estaba ella. Necesitaba

155
que su mujer supiera que todo estaba bien y no había por
qué preocuparse. Iban a pasar una temporada tranquilos,
al menos hasta fin de mes.
—El trabajo no ha sido muy complicado —volvía a es-
tar echado sobre la ventanilla del coche—. Esos payos ami-
gos tuyos no son muy discretos que digamos.
Brilló en sus ojos un destello de malicia. El Yiyo que-
ría pincharme. Tirarme el anzuelo para ver si podía resis-
tirme a picar.
—Mejor para ti, así puedes dedicarte a otros menes-
teres —le contesté tragándome las ganas de entrarle al
trapo.
El gitano no iba a rendirse tan fácilmente. Mi respues-
ta no parecía agarrarlo por sorpresa. La esperaba. Esbozó
una sonrisa que movió el cigarrillo de arriba abajo.
—Para todos —me corrigió después de dar una calada
breve y echar el humo hacia arriba—. Pero son gente con
la que hay que andarse con cuidado.
Ahora era yo el que sonreía. El que lo miraba con un
punto de mala leche mal disimulada dispuesto a devolvér-
sela.
—Si sólo has averiguado eso, podía haberme embolsa-
do la pasta que te he dado —disfrutaba viendo cómo en el
rostro del Yiyo se formaba una expresión de desconcierto
y se echaba mano al sitio donde se había guardado el di-
nero.
—Gilipollas —el desconcierto había dado paso al rece-
lo—. No me jodas, Toro. Sabes a lo que me refiero. Han sa-
lido cosas sobre tu coronel que deberías tener en cuenta.
Ese gachó le da la mano a mucha gente de peso.
Quería hablar. Demostrarme que sabía hacer su tra-
bajo y que era un tipo de fiar. Un profesional. Que no era
ningún inútil a pesar de haber pasado por la cárcel y an-

156
dar por ahí dando tumbos. Y yo quería escuchar lo que
tuviera que decirme, pero no en aquel instante. Gerardo
Vallespín podía esperar a otro momento, cuando fuera
menos inoportuno. El coche de Silvia estaba aparcado de-
lante de mi casa y empezaba a tener prisa por llegar.
—¿Te parece si hablamos mañana?
El aplazamiento no pareció hacerle demasiada gracia
al Yiyo. Hizo como que se pensaba la respuesta, aunque
hubiera poco que discutir al respecto. Echó una ojeada a
su espalda, en dirección a Fátima. En cierto modo, él tam-
bién quería zanjar la conversación. Irse con su mujer para
enseñarle el trofeo que acababa de cobrarse. Tal vez tuvie-
ra fiesta y en ese caso no convenía dilatarse mucho.
Asintió con un cabeceo firme, apurando el cigarrillo y
tirando la colilla al suelo.
—Saldré a caminar con el perro a eso de las nueve —le
dije—. Te espero en el cortijo, estaré allí un rato, pero que
no se te peguen las sábanas.
—A ti tampoco.

Por primera vez en mucho tiempo al franquear el umbral


de la puerta tuve la sensación de estar entrando en otro
sitio. En un lugar desconocido, pero en el que me hubie-
ra quedado a vivir. Por primera vez tenía la sensación de
estar entrando en algo más que una casa; en algo más que
cuatro paredes y un techo. Noté el calor que flotaba en el
ambiente y me abrazaba. Me recibió el olor húmedo de un
cuarto de baño recién usado. El vago aroma del champú
y el gel de baño. La ropa que se había quitado hecha un
ovillo y dejada en un rincón, como si quisiera darme a en-
tender que había venido para quedarse.
Por primera vez, Aretas no se había quedado afuera,

157
esperando a que yo llegara para explicarme que no había
podido hacer nada para impedir que Silvia le invadiera el
espacio. El perro no iba a dar su pata a torcer tan fácil-
mente, pero el olor que salía de la cocina era más que su-
ficiente para que depusiera por un momento sus recelos.
Con algo de suerte a lo mejor se escapaba algo. Me volvía
a mirar con ojillos de disculpa y al mismo tiempo pidién-
dome explicaciones. Tal vez yo pudiera hacerme a la idea
de tenerla todos los días por la casa, pero a él no le seducía
demasiado.
Silvia sabía que había entrado, pero decidió no darse
por aludida. Llevaba puesto un vestido verde que insinua-
ba más que mostraba. Se lo regalé hacía tiempo y pocas
veces la había visto con él. Era su manera de hacerse per-
donar por haber entrado de ese modo en mi casa, hasta la
cocina. Y de haberse atrevido a tocarlo todo. Había hecho
la compra y dispuesto todo para pasar juntos la velada.
En el tocadiscos sonaba la voz de Franco Battiato con eso
de voglio vederti danzare, que nunca me entusiasmó, pero a
ella sí y eso era lo único que importaba.
Me quedé echado sobre el marco de la puerta, obser-
vando cómo Silvia trajinaba, sabiendo que yo la estaba
mirando, pero sin que ello pareciera importarle lo más
mínimo o disimulando que era así. Y hubiera permaneci-
do allí hasta que sonara el reloj anunciando el fin de los
tiempos.
Se me cruzaron, rápidas, las imágenes de Clelia Bel-
trán en la cama del Santa Cecilia y la de Paco Ramírez
sentado, sangrando en el bordillo de una acera para re-
cordarme lo frágil que podía ser todo. Abracé a Silvia por
la espalda para sentir el calor de su cuerpo contra el mío
y espantar esas ideas. Ella apoyó su mejilla contra la mía
antes de besarme.

158
—Espero que no te importe que me haya tomado la
libertad de…
—Estás en tu casa —la corté—. Te lo he dicho siempre.
Sabía que el paso que Silvia había dado no era fácil.
Que temía que yo le pidiera a cambio algo que ella no es-
taba preparada para dar. Noté en sus ojos un cierto deje de
temor a lo que pudiera venir a continuación. Una cosa era
venir a mi casa, esperarme, follar y marcharse después de
dormir conmigo y otra muy distinta entrar para duchar-
se, preparar la cena y todo lo que viniera a continuación.
Suponía atarse, por más que las ligaduras pudieran des-
hacerse. Sabía ella que en un momento dado podía soltar
el paño y el cucharón, agarrar el bolso y el hatillo de ropa
sucia y largarse sin que a mí me diera lugar a preguntarle
por qué. Pero no se iría o no al menos de esa forma tan
expeditiva.
Me dí una ducha rápida y un afeitado, aproveché para
arreglarme el bigote mientras Silvia terminaba de prepa-
rar la cena. No había consentido decirme qué era. Al abrir
el armario para coger una camisa y un pantalón limpios,
vi que había colgada ropa suya junto a la mía. Esa noche
parecía empeñada en sorprenderme.
Al volver a la cocina me recibió con una copa de vino.
—He visto que has dejado algunas cosas tuyas —le dije
después de darle el primer sorbo a mi copa.
A Silvia no pareció sorprenderle y a mí tampoco debía.
—Como vengo de vez en cuando, pensé que a lo mejor
podría dejar un par de vestidos, unos pantalones y cami-
setas, por si acaso.
—Por si acaso qué —quería ponerla en el aprieto de que
tuviera que contestarme; de que tuviera que decirme a las
claras cuáles eran sus intenciones. Pero se enrocó en ese
silencio suyo tan socorrido—. ¿Por si decides quedarte?

159
No lo negó, pero tampoco lo afirmó. En ella la callada
por respuesta era lo más habitual, sobre todo cuando se
sabía en un punto de no retorno. Y a mí me bastaba con
sus gestos. Le cogí la mano con fuerza. Quería hacerle en-
tender que no la quería lejos, sino allí conmigo. Rápido
cambió de tema. Se volvió a los fuegos, para comprobar
que todo estuviera en orden.
—Cenamos fuera —y sonó como algo incuestionable.
No cabía la más mínima discusión. Obedecí.
Bacalao con salsa de pimientos del piquillo. Vino
blanco. Una ensalada con hierbas que hasta el momento
no sabía ni que existían.
Esperó a comer hasta que yo me hube llevado la pri-
mera pinchada a la boca y dado un veredicto. Tuve que
insistir para que me creyera. Me supo como nunca, tal vez
porque era la primera vez que compartíamos una cena
en mi casa, sin que nada lograra enturbiar el momento.
No sería capaz de recordar de qué hablamos. De todo y
de nada al mismo tiempo. De cómo le había ido la tarde
en el taller de costura. De no sabía qué señora. Hubo un
momento en que dejó caer algo así como unos planes de
futuro. Tal vez contratar a una ayudante o ampliar el ne-
gocio. Quizás buscar a alguien que le hiciera una página
web para publicitarse, para colgar fotos… La veía hablar y
todo alrededor se difuminaba.
Por más que intenté que la conversación no se des-
viara hacia mí, al final me tocó claudicar. Habíamos ter-
minado de cenar y yo había llevado los platos a la cocina
y vuelto con un par de vasos. Ginebra con tónica para los
dos. Bebíamos cuando llegó la pregunta.
—¿Has estado esta tarde en el hospital?
No era una pregunta para que le respondiera sí o no.
De sobra sabía Silvia que había acudido a la cita con Ricar-

160
do Beltrán. me conocía lo suficiente. Escuchó la historia
de la chica sin parpadear. En una ocasión intentó articular
una pregunta, pero se la ahorró para no interrumpirme.
En cierto sentido se veía reflejada, aunque fuera mínima-
mente, en lo que le había pasado a Clelia.
—Yo también lo pensé —me lo soltó a bocajarro, sin
mirarme, con los ojos vagando en el vacío. No hacía fal-
ta que añadiera nada más para que supiera de qué estaba
hablando—. Te sientes destrozada y el único camino que
encuentras es ése. No hay nadie que te pueda ayudar. Na-
die te entiende por más que digan que sí.
El corazón me dio un vuelco, sin saber qué decir ni
qué hacer. La voz de Silvia sonaba plana, neutra. Hubiera
esperado un desgarro, pero se mantuvo serena. Le urgía
cerrar esa puerta.
—¿Qué vas a hacer?
—Hay poco —respondí—. Es un caso muy claro, pero
el hermano necesita algunas respuestas para poder que-
darse tranquilo. Saber que por más que hubiera hecho, las
cosas no hubieran cambiado.
—O tal vez sí.
—Eso ya es tarde para saberlo.
—Aun así…
—Ni lo he aceptado ni lo he rechazado —repuse—. Ri-
cardo no estaba dispuesto a admitir un no por respuesta y
yo no tenía ganas de follón en un hospital.
Silvia volvía a mirarme aceptando la versión de los he-
chos que acababa de darle, pero sin creérselo del todo. Si yo
había aprendido a conocerla más o menos bien, ella era ca-
paz de leer en mí por más que tratara de ocultarme. Sólo se
limitó a soltar un «ya» con el que pretendía dar por zanjada
la cuestión. Sabía que iba a meterme de cabeza en el asunto,
pero no era cuestión de ahondar más. Allá cada cual.

161
Se quedó durante un instante absorta, mirando al ho-
rizonte más allá de la línea que marcaba el borde de la
valla. Todo estaba oscuro y sólo se veían unos puntos ilu-
minados a lo lejos. Dudé si estaba allí conmigo y si se había
marchado lejos, al hilo de lo que le había contado sobre
Clelia. Dudé si me metía en ese asunto por ayudar a los
dos hermanos o si lo acabaría haciéndolo por Silvia. Dejó
escapar un suspiro para avisarme de que había regresado.
—¿Has hablado con Paco y Asun? —quiso saber, pero
algo me decía que su curiosidad no era tan inocente como
aparentaba.
—¿Y tú?
Le dio un trago a su vaso.
—Esta tarde... Con Asun —me contó—. Me llamó para
preguntarme si podía arreglarle unas cosillas y ya estuvo
contándome.
Unas cosillas, me dije. La había llamado para sonsa-
carle a Silvia lo que yo pudiera haberle contado.
—Dice que Paco está muy raro —siguió refiriéndo-
me—. Que anoche llegó tarde y muy bebido a casa y se
fue al taller muy temprano. Que no lo vio y no han podido
hablar. La pobre está en un sinvivir por culpa del marido
y el hijo.
Y porque todavía no lo ha visto con la ceja partida, al
muy estúpido, pensé.
—Estuve a punto de contarle lo de la pelea de ayer en
el piso ese al que fuisteis, pero me callé, para no preocu-
parla más de lo que ya está la pobre.
Lo que ignoraba Silvia era que lo del piso se había
quedado en una broma al lado de lo que le había pasado
esa tarde.
—Estuve hace un rato con él —le solté a bocajarro.
Entornó los ojos y apretó los labios a la espera de que con-

162
tinuara. Me tomé mi tiempo antes de proseguir. Le adver-
tí—: De esto ni una palabra a Asun. No es asunto ni tuyo ni
mío. Si él se lo quiere contar, que lo haga —Silvia asintió
aceptando mis condiciones—. Se ha vuelto a meter en la
boca del lobo. Después de lo de ayer el niño parecía estar
hecho polvo y alguien llamó a Paco por teléfono para que
fuera a hablar con él. Y ya te puedes imaginar el resto.
—Otra pelea.
—Vamos a dejarlo ahí. Podía haber sido peor.
—Ya me conozco tus podía haber sido peor —me echó
en cara—. Habrá acabado para que lo vea un médico de
urgencia, pero vivo.
—Algo así —le contesté, siguiéndole la broma, a pesar
de que no parecía haberle hecho demasiada gracia—. Una
ceja partida y unos cuantos golpes por el cuerpo no es un
mal balance cuando te las tienes que ver con unas bestias
pardas.
—Y eso lo dices por experiencia propia.
—Algunas de esas he encajado —me defendí como
pude—. Después de todo siempre hay quien sale peor pa-
rado de todo esto.
Y pensé en el Yogurín, en Saray, aquella cría de voz
cascada. Sólo esperaba que hubiera puesto tierra de por
medio entre ella y esos macarrillas con los que andaba.
Que allá donde estuviera al menos se encontrara a salvo.

No se veía nada. No se oía nada. Todo estaba oscuro y en


silencio. Y de repente, esa sensación desagradable de una
bala o una navaja abriéndose camino entre la carne. Un
dolor agudo que se confundía con el placer. Una sensación
tan intensa que cortaba la respiración y oprimía el pecho,
ahogando cualquier grito de socorro. De pronto noté una

163
dentellada, no sabía si de animal o persona, que me rozaba
la oreja, dejando tras de sí un aliento cálido antes de per-
derse en el aire. Oí el chasquido seco de unas mandíbulas
al cerrarse con fuerza; dientes chocando con dientes.
Me desperté desconcertado, con una rara sensación
de desasosiego, como cuando sonaba la alarma en la base
en plena noche avisándonos de un peligro que al final no
se materializaba. Me palpé todo el cuerpo en busca de al-
guna herida, real o imaginaria. Tenía la sensación de que
la cicatriz del brazo me latía y el costado me ardía, como
si me hubieran disparado u acuchillado realmente. Miré a
mi lado. Silvia continuaba durmiendo, indiferente a mis
desvelos y sobresaltos. Poco a poco, el ritmo de mi cora-
zón se fue acompasando y mi respiración se hizo menos
agitada. Sentado en el filo de la cama trataba de regresar
de algún lugar que no sabía muy bien dónde estaba.
O tal vez sí, pero no tenía ninguna intención de re-
conocerlo. Había sitios de los que jamás se regresaba del
todo. Lugares en los que te dejas algunas partes.
El reloj marcaba las cinco y dos minutos y los únicos
que estábamos despiertos en la casa éramos Aretas y yo.
El perro parecía haber sentido el mismo trajín por solida-
ridad con su amo. Me observaba tumbado en el umbral
de la puerta de la habitación, con la cabeza alzada y las
orejas en posición de alerta, esperando una señal mía, la
que fuera. Me siguió hasta la cocina con su paso cansado
de siempre, pero pendiente a cualquier movimiento. Sa-
bía que no era lo usual. Cogí del fregadero el vaso en el que
había estado bebiendo y lo enjuagué procurando que el
chorro de agua no hiciera mucho ruido. Eché un chorreón
generoso de ginebra y le exprimí medio limón antes de
dejarle caer un cubito de hielo. No conocía mejor brebaje
para conciliar de nuevo el sueño.

164
Apoyado contra el fregadero, despaché la mitad del
vaso. Cerré los ojos con fuerza y al abrirlos todo empeza-
ba a darme vueltas, pero la sensación de vacío en la boca
del estómago continuaba ahí. Apuré lo que me quedaba
en el vaso y me preparé para echarme otro trago de esos.
Era ya tarde para volver a la cama o temprano, según se
mirase. Aretas era el único que parecía conservar algo de
lucidez. En sus ojos, en la forma en la que me seguía, ha-
bía una especie de reproche que me hizo replantearme
la conveniencia de seguir bebiendo. A su manera parecía
estar mandándome de vuelta a la cama. Pero no estaba
dispuesto a seguir el consejo de nadie, por inteligente que
pudiera parecerme. Despaché de un trago la ginebra.
Con un vaso en la mano, la botella en la otra y seguido
por el mastín me dirigí afuera, donde había estado cenan-
do con Silvia. Sin embargo, algo me detuvo. Al pasar por
el salón, el vacío en la boca del estómago se hizo mucho
más pesado. Sentí un vuelco que me obligó a detenerme.
No necesitaba ninguna luz que me guiara hasta el lugar
donde guardaba aquella cajita de madera. Llevaba muchos
años sin abrirla. A decir verdad, no había sentido la urgen-
cia de hacerlo. Y cuando eso sucedió, lograba dominarla.
La nostalgia nunca había estado entre mis virtudes. Pero
esa noche parecía diferente. Aquel extraño sueño que me
desveló continuaba muy presente y el desasosiego que me
produjo difícilmente lograría ahogarlo en ginebra, por
más que ello ayudara. Volví a notar el resquemor de bala
o navaja y la cicatriz del brazo latiendo.
Fue una operación limpia, en la más estricta penum-
bra. Me metí la botella bajo el brazo y con la mano libre sa-
qué la caja de un pequeño cajón en el mueble del tocadis-
cos y los vinilos. Esperé hasta sentarme y dejar que el frío
de la madrugada me abofeteara para abrirla. Sabía perfec-

165
tamente lo que provocaría aquello que contenía. Por eso
nunca la había vuelto a tocar. Una bala y una fotografía.
Alargué la mano hacia el paquete de cigarrillos que
había dejado sobre la mesa. Saqué uno y lo encendí. Más
de una vez había estado tentado de quemar la foto y tirar
la bala allí donde ni se me ocurriera la posibilidad de recu-
perarla, pero nunca encontraba el valor suficiente. Hacer-
lo significaba borrar una parte larga de mi pasado. A fin
de cuentas, borrarme y borrar a otros muchos. Algo por lo
que no estaba dispuesto a pasar por más que en ocasiones
me pesara.
Allí sentado, bebiendo y fumando, con un retazo de
mí mismo abierto en una caja de madera, se me hizo pre-
sente la conversación con el coronel Gerardo Vallespín. Me
arrancó una mueca de desagrado. Eran tipos como aquel…
Sostenía la bala entre los dedos de la mano izquierda.
La primera del último cargador, por si al final me echaba
atrás. Era del calibre 9 milímetros. Resultaba irónico que
una cosa tan pequeña y ligera pudiera ocasionar tanto
daño. Ésa en concreto tenía un destinatario: yo. Me re-
cordaba la suerte que había tenido. La tuve alojada en la
recámara de la Glock que me dio el contratista sudafrica-
no aquella mañana. Salíamos cinco, como de costumbre,
montados en el Humvee. Debíamos llegar a la mina, reco-
ger el cargamento y llevarlo a la base para sacarlo del país.
Legal o no, era una cuestión por la que no me pagaban.
Íbamos con todo el equipo encima, casco, chaleco, M16, la
Glock enfundada en la cintura y varios cargadores. Nos lo
repartía uno a uno, asegurándose de que todo estuviera
en su sitio mientras nos repetía su mantra, el mismo que
nos soltó nada más llegar. Era su ritual y como tal lo acep-
tábamos.
El último día de la vida se presenta tan rutinario

166
como cualquier otro. No hay fanfarrias ni espectáculos de
luz y sonido. Todo se reduce a un ahora estás y después
no, sin nadie que te despida. O al menos así era en este
oficio. Todo de una sencillez pasmosa. En una fracción de
segundo se ha organizado el pitoste y una bala destinada
a ti pone el punto y final sin más épica que la que lue-
go te quieran dar. En este caso, un saco negro en el que
repatriarían tu cadáver sin más explicaciones, porque se
suponía que no debías estar allí.
Años después aún no sé qué demonios pasó. Regre-
sábamos con las sacas sin mayores contratiempos, cum-
pliendo a rajatabla con lo previsto. Lo habíamos hecho
cientos de veces y nada había salido mal. Un par de cerve-
zas y unos cigarros con el encargado de la mina mientras
nos preparaban el envío y de vuelta a la base, a aburrirnos
hasta que tuviéramos que salir de nuevo, dentro de un
mes o mes y medio. Había noticias sobre grupos armados
por la zona. Señores de la guerra locales que de cuando
en cuando les daba por acribillarse entre ellos, pero que
respetaban a las empresas mineras extranjeras, que les
pagaban, puntuales, por sus servicios. No eran tan tontos
como para jugarse el sustento, o al menos eso creíamos.
Imbéciles de nosotros.
Fue una cuestión de segundos. El vehículo que detu-
vo su marcha. El tipo que abrió la escotilla. La explosión
sorda y el impacto que nos removió a todos. El mismo
tipo que se desplomó como un saco de patatas cubierto
de sangre sobre el suelo del Humvee. Cuatro tipos a los
que se nos pintó la muerte en la cara. El heroísmo no
tenía cabida en aquel habitáculo, sólo el afán de supervi-
vencia. Y dadas las circunstancias, lo mejor era que nos
mataran. Afuera se oía un batiburrillo que tiros de AK-47
y voces de críos entremezcladas con otras de muchachos

167
y de otro que parecía algo más mayor. No podíamos es-
perar nada bueno si nos cogían con vida.
Uno de nosotros sugirió que les tiráramos las sacas
para que nos dejaran en paz. Sólo recuerdo que me eché a
reír como un puto demente. Esos pequeños cabrones ha-
bían venido a por nosotros y lo que transportáramos era
un premio secundario. No nos quedaba otra que liarnos a
tiros. Con un poco de suerte desistían. Y si no, en el mejor
de los casos, que no nos cogieran vivos. Un segundo im-
pacto de un RPG nos dejó sin argumentos. No sé cuánto
estuvimos enzarzados. Una hora. Dos horas. En esos ins-
tantes, el tiempo se medía en cargadores y en balas. En las
que nos iban quedando. Agotada la munición de los M16,
echamos mano de las pistolas. Fue ahí cuando me guardé
una bala en el bolsillo. Supuse que llegado el momento de
terminar, que al menos el trámite fuera lo más rápido e
indoloro posible. Que no me temblara la mano porque la
perspectiva de acabar bajo el filo de un machete manejado
por un crío de quince años harto de crack no era la más
atractiva.
En contadas ocasiones había visto llorar a hombres
como los que estábamos allí acorralados. En esos momen-
tos no hay milongas que valgan sobre el valor, el honor o
la virilidad. Uno se acuerda de lo más banal, pero de lo que
ya no volverá a disfrutar más. Supongo que ya estaba con
la pistola sobre la sien, con esa bala de 9 milímetros que
sostenía esa madrugada, cuando aparecieron los soldados
franceses, tan de incógnito como nosotros. En mi vida le
había dado tantos besos a un hombre. Esa bala me recor-
daba la suerte que tuve y lo cerca que había estado. Otros
no salieron tan bien librados.
La dejé apoyada sobre la mesa, al lado del vaso que
había vuelto a llenar. Contemplándola con una media

168
sonrisa en los labios que ahogué en la ginebra. Recuer-
dos del Congo. Al poco me largué de allí. Miedo, supon-
go. Como el que nos empujó a todos los que conseguimos
salir de allí. No merecía la pena. Otros se quedaron. No
tenían otro sitio mejor al que ir. Aunque en eso ninguno
habíamos cambiado.
Un rumor de pies desnudos acercándose me llamó
desde el presente. Aretas levantó la cabeza con las ore-
jas alzadas, dándole a su manera la bienvenida. Como si
quisiera esconder algo, me abalancé sobre la bala y la
guardé de nuevo en la caja, cerrándola antes de que Sil-
via pudiera hacer ninguna pregunta. Demasiado tarde.
No sabía cuánto tiempo habría estado observándome.
Debí mirarla con algo parecido a una mezcla de vergüen-
za y miedo, al sentirme cogido in fraganti. Nadie en sus
cabales se entretiene, a las cinco y pico de la mañana,
jugueteando con la bala de una Glock mientras se bebe
un vaso de ginebra con hielo y limón, aunque éste último
ya fuera testimonial.
Adiviné en sus labios la pregunta inevitable: «¿Qué
estás haciendo?», pero todo se quedó en nada. En un in-
tento fallido. Ella no era nadie para interrogarme, o al
menos eso era lo que pensaba Silvia. Una parte de mí
quería que me preguntara, que me obligara a contarlo
todo, pero la otra parte, la racional, sintió un profundo
alivio. Tener que hablar, en especial de los que apare-
cíamos en aquella foto, me resultaba muy difícil. En eso
no era muy diferente a Ricardo Beltrán. Era complicado
aguantar la culpa por más que yo no hubiera tenido nada
que ver. O tal vez sí.
Debió leer una llamada de socorro por mi parte. Era
Silvia la que en ese momento tenía que rescatarme a mí,
cuanto antes.

169
—Me he despertado y no te vi en la cama —me dijo—.
Pensé que te habías tenido que ir al Cagliari por alguna
urgencia.
—Te hubiera avisado o dejado una nota —me expli-
qué—. Me había desvelado y no quería molestarte, dando
vueltas en la cama.
—¿Y eso funciona? —hizo un gesto con la barbilla que
no supe si iba dirigido al vaso de ginebra o a la caja de ma-
dera con la bala y la fotografía.
—Algo debería ayudar —contesté sin mucha convic-
ción—. Pero esta noche no está por la labor. Llevo ya dos
en el cuerpo y no parecen hacerme mucho efecto.
—¿Has pensado en volver a la cama?
—Un poco más tarde —repuse—. ¿Quieres acompa-
ñarme un rato?
—Mañana tengo que abrir el taller temprano… Toda-
vía podemos aprovechar unas pocas horas.
Me había agarrado por la muñeca y tiró de mí, con la
fuerza suficiente para que yo despegara el culo de la silla
y me pusiera en pie. El alcohol había hecho su efecto y
notaba la pesadez de ideas y un entumecimiento general
de todo el cuerpo. El vacío en la boca del estómago seguía
estando ahí pero ya sólo era una vaga sensación.
—¿Vas a dejar eso ahí?
—No creo que nadie se lo lleve.

Con un toque de los dedos sobre la pantalla del smart pho-


ne amplió la imagen.
—¿De dónde la has sacado?
El Yiyo dibujó una expresión satisfecha, de triunfo.
—Ya te dije que tus amigos no son los más discretos
del mundo —se quedó un momento callado, acrecentando

170
el suspense del espectáculo—. El coronel Vallespín no es
tan tonto como para ir por ahí colgándolas con su nom-
bre, pero sus colegas no son de la misma cuerda.
Estábamos sentados a la sombra de un almendro,
para que el sol de la mañana no se reflejara en la pantalla
donde el Yiyo me estaba enseñando todo el material que
había recopilado. Y de paso no me deslumbrara, aumen-
tando el dolor de cabeza que me recordaba que no debía
engancharme a la ginebra a las cinco de la mañana, con
el estómago vacío. No conocía mejor sitio para hablar de
ciertos temas. No había ni un alma en los alrededores de
aquel cortijo en ruinas, en medio de la nada, donde no
iban ni los yonquis a picarse las venas. Un lugar al que ir
para desentenderse de todo.
En la imagen que me enseñó se veía a tres tipos tra-
jeados a los que se les notaba el dinero, o al menos a dos
de ellos, a los que no conocía de nada. Pertenecían a esa
especie tan común de los nuevos ricos, con un gusto en-
fermizo por lo hortera como signo de estatus y distinción
social. Estaban sentados alrededor de una mesa, antes de
comer, a juzgar por la pulcritud de lo que se veía. Todo en
su sitio y limpio. Podía ser el Aben Humeya o cualquier
otro garito parecido. Mismo estilo, mismo servicio. Daba
igual dónde fuera. Lugares intercambiables.
Sólo me sonaba la cara de uno de ellos. El Yiyo no ha-
bía fallado el tiro, nunca mejor dicho. El coronel Gerardo
Vallespín miraba fijamente al tipo que, al otro lado, soste-
nía el móvil con el que se había capturado el instante. Lo
hacía severo, con un poso de arrogancia natural, de oficio,
como si en lugar de estar enfocándolo con el objetivo de
una cámara le estuvieran apuntando con un fusil. Sonreía
muy levemente, para cubrir el expediente, por compromi-
so. Sin embargo, no se le veía forzado. Estaba donde que-

171
ría estar y la compañía no parecía disgustarle. A pesar de
la posición de su cuerpo, muy marcial el fulano, se le veía
relajado. Sus compañeros de farra se ofrecían a la cámara
de un modo diferente, deseando que los inmortalizaran
cuanto fuera necesario. Les faltaba echarse los brazos por
encima y arrancarse con cualquier canto regional para
completar la escena. Mantenían la compostura más por
el qué dirán que por otra cosa. Estaban allí para celebrar
algo y se tenía que notar. Y cuando más ruido, mejor.
—Estos dos se parecen mucho —observé— ¿Quiénes son?
—Los hermanos Melgar, Serafín y Eugenio. Esta es la
foto no oficial del acto. Firmaron una contrata con el Ejér-
cito para darles de comer a los soldados en varios cuar-
teles de la región. Por lo visto, montaron de la noche a
la mañana una empresa de cáterin para quedarse con la
concesión y todo el mundo estaba como loco de contento.
Puestos de trabajo, ya sabes.
—¿De la noche a la mañana? —repetí—. ¿Y a qué se
dedican los hermanos? Además de a dar de comer.
—Heredaron una granja de marranos, el negocio fa-
miliar. Pero estos dos no querían pasarse el resto de la
vida quitando mierda de cerdo y tiraron por lo alto. Fon-
dos europeos y toda la hostia. La cuestión es que mon-
taron un matadero y se hicieron de oro. Se codean con
lo mejorcito de cada casa. Pusieron pasta para reflotar al
equipo de fútbol. Y ahora esto último…
Me quedé un instante pensando, viendo cómo Aretas
vagaba con su paso pesado entre las hierbas altas. El ho-
cico alzado buscando un rastro que sólo él podía intuir,
únicamente se le veía la cabeza.
—¿De cuánto estamos hablando? —le pregunté al
cabo de un rato.
—Estos tipos manejan mucho —hizo una pausa—.

172
Pero si te refieres a este contrato… Ni puta idea porque
hasta ahí se ha publicado la información, pero segura-
mente una pasta.
—Un buen pellizco para el que necesitarían el empu-
jón de una mano amiga a la que habrá que recompensar
generosamente.
Muy solemne, el gitano negó con la cabeza.
—Todo legal —sentenció—. Al menos sobre el papel.
Concurso público con sus requisitos, sus listas y todo. Si
hay algo detrás… Lo que el payo ese se haya llevado bajo
cuerda, es otra historia. Y ahí no llego.
—Esto no me sirve de mucho, gitano —le dije—. Es
sólo un oficial comiendo con unos carniceros al por ma-
yor. No hay nada de malo en ello. Nada con lo que poda-
mos presionar.
El gesto de triunfo que tenía la principio había pasado
a ser de abatimiento. Pero el Yiyo tenía un as debajo de la
manga. Había venido a demostrarme que se había ganado
los billetes que le dio Flavia Garitano. No iba a fallarme.
Donde de verdad hacían caja algunos oficiales era en
los abastecimientos para la tropa. Sobre el papel apare-
cían más soldados que necesitaban comer y vestirse de los
que en realidad había. Partidas de gabardinas o botas que
nadie había visto o raciones de combate que misteriosa-
mente nunca se encontraban en los almacenes…
—Depende de cómo se mire —le contesté haciéndome
el tonto.
Deslizó un dedo por la pantalla del smart phone para
pasar a la imagen siguiente. Serafín y Eugenio Melgar jun-
to a otro tipo que también conocía.
—Los dos hermanos también han asomado el hocico
a la política —casi me escupió, avisándome de que cada
objeción mía tendría preparada una respuesta argumen-

173
tada—. Aquí los tienes en un acto de campaña con Manuel
Roldán. También han dado pasta para financiar su partido.
—Los muchachos tienen vocación de servicio públi-
co —objeté para chincharle.
—Esta mañana estás especialmente gilipollas.
Lo que tenía era una resaca de un par de cojones y
la boca seca como un estropajo, pero no era cuestión de
confesárselo. A mi edad convenía no cometer muchos ex-
cesos. Después de los dos pelotazos de ginebra me quedé
profundamente dormido, tendido al lado de Silvia. Tan
profundamente que no me enteré de que se había mar-
chado para su taller hasta que Aretas me metió el hocico
en la cara para recordarme la cita con el Yiyo.
Cuando me desperté la caja de madera estaba sobre el
tocadiscos. Tenía que llamar a Silvia o esperar a que ella
lo hiciera. Algo me decía, sin embargo, que ella no descol-
garía el teléfono.
De nuevo, con aire de hombre-espectáculo experi-
mentado, pasó a la siguiente imagen. La calidad era mala,
pero se veía lo suficiente. Era un acto político en un audi-
torio a reventar, con gran despliegue de banderas de Es-
paña, pancartas de la Guardia Civil y la Policía Nacional y
alguna que otra cruz de Borgoña roja con lo que parecía
un águila imperial. A Manuel Roldán se le veía en el estra-
do, pero no era la estrella principal. Ese puesto lo ocupaba
una mujer de mediana edad, bien vestida y gesto furioso
que se dirigía a la masa enfervorecida. El Yiyo me amplió
una esquina de la foto y la centró.
—¿Lo conoces?
Era una pregunta cuya respuesta él conocía de ante-
mano. Disfrutaba.
El coronel Vallespín estaba sentado entre la concu-
rrencia, en un discreto cuarto o quinto plano, pero eso no

174
aseguraba el anonimato si había alguien con una cámara
cerca. El objetivo lo había capturado completamente en-
tregado al verbo encendido de la mujer. Tenía la barbilla
ligeramente alzada, en posición de firmes. A juzgar por su
actitud hubiera pensado que estaba en una parada mili-
tar más que en un acto político, aunque con aquella gente
una cosa y la otra se confundieran.
—No es lo más lógico, pero está en todo su derecho de
participar en esos saraos.
Soltó un bufido, cabreado por mi falta de reflejos de
esa mañana.
—El coronel está metido en el organigrama del parti-
do, a la espera de pasar a la reserva o donde coño paséis
los milicos cuando os jubiláis para ocupar puestos de más
peso. Al parecer, la idea es mandarlo al Congreso como
diputado y quién sabe si algo más.
—Y necesitan pasta con urgencia para ir cubriendo
gastos —pero me hacía falta una aclaración—. ¿De dónde
has sacado toda esta información?
—Anoche me pasó como a ti, no podía dormir y deci-
dí aprovechar el tiempo —me confesó. No como tú, podía
haber dicho—. Menos mal que no te di el reporte ayer. Me
metí en los foros de esta gente, en eso que llaman la deep
web —otra vez mi cara de no saber qué me decía le provo-
có un amago de risa—, y allí se habla de todo, sin tapujos
si piensan que están chateando con uno de los suyos. La
cara que se le quedaría a más de uno de esos hijoputas si
supieran que estaban largando información a un gitano
pata negra.
Y se echó a reír a carcajadas, con lágrimas en los ojos,
palmeándose las rodillas con el móvil en la mano. En su
cabeza se había formado la imagen de uno de esos tipos
vestido con el chándal del Ejército, la cabeza rapada y

175
echando espumarajos por la boca en defensa de la patria y
la pureza racial. Pero lo jodido es que esos tipos sólo eran
los que más ruido metían. La carne de cañón que de cuan-
do en cuando va a las manifestaciones propias para jalear
a los caudillos del movimiento y a las ajenas para reven-
tarlas y que los antidisturbios se tuvieran que emplear a
fondo. Pero los peligrosos no eran ellos, sino los otros. Los
tipos y tipas bien vestidos, capaces de enhebrar un discur-
so en apariencia coherente y lógico; con pasta para mover
los hilos. El miedo de ellos a dejar de ser lo que siempre
habían sido, que contagiaba a la masa estúpida, era la ga-
solina necesaria para avivar el incendio.
Volví a fijarme en la mujer. En su gesto duro y de-
terminado. En el convencimiento que demostraba sobre
lo que estuviera diciendo. Tenía algo que te atrapaba, ese
hechizo que sabían usar todos los fanáticos. Un carisma
que reconocía en el coronel Vallespín, acostumbrado a
hacerse obedecer y respetar por sus hombres, pero no en
los hermanos Melgar ni en Roldán. Ellos se habían metido
en el partido por otras razones, más por el bolsillo que
por idealismo. Una mano de hierro que metiera en cintura
a los trabajadores y les dejara las suyas libres para ama-
sar todo el dinero que quisieran lícita o ilícitamente, sin
que el Estado estuviera jodiéndoles la marrana más de la
cuenta con los impuestos.
—¿Quién es ella?
—Sabía que me lo preguntarías —respondió como el
alumno aplicado que se ha preparado el examen a con-
ciencia—. Es Noelia de Manuel, la mujer del secretario ge-
neral, Rafael Pozas. Ocupa un puesto discreto, como debe
de ser la buena mujer católica, romana y apostólica, ca-
llada y sumisa —no pudo evitar cierto toque de sarcasmo
mezclado con una punzada de envidia: Fátima era de todo

176
menos eso—. Pero cuando toma la palabra pone en pie a
todo el mundo. ¿Quieres escuchar uno de sus discursos?
Estaba preparado para ponerme no sé qué vídeo don-
de se veía a la tal Noelia de Manuel arengando a las masas
por el ocho de marzo, día de la mujer trabajadora, pero lo
detuve antes de que lo pusiera en marcha.
—No hace falta —me disculpé—. Puedo imaginarme
las lindezas que soltará por su boquita esa señora.
En ese momento me miró como a un bicho raro. Como
si tuviera un secreto que descubrirme. Por un momento,
la expresión del Yiyo me pareció idéntica a la del juez mi-
litar. Con la sentencia ya dictada, pero esperando a oír mi
versión.
Tendría que sacar el tema de la cajita en la primera
ocasión que me diera Silvia.
—Con la cantidad de ex-militares que tienen —empe-
zó diciéndome muy concentrado—, se me hace raro que
no estés más al tanto de lo que propone esta gente.
—O que participe en sus fiestas —me adelanté deján-
dolo con la palabra en la boca—. Yiyo, colgué el uniforme
hace muchos años y lo último que quiero es que nadie me
recuerde aquéllo. Además, no todos pensábamos lo mis-
mo, aunque sean la inmensa mayoría los que creen que la
patria está en peligro y hay que defenderla. Y si hay que
dar un cuartelazo, pues se da. Nunca estuve en eso y no
voy a empezar a estarlo ahora, ¿no crees?
—Un milico rojo —la suspicacia seguía pintada en la
mirada del gitano que quería seguir profundizando.
—Lo que sea o deje de ser, corre por mi cuenta —sen-
tencié—. Y no me pagan por hacer política. Ni a ti tampoco.
El Yiyo hizo un mohín. Una especie de lo-que-tú-di-
gas-chaval-pero-no-te-lo-crees-ni-tú. Volvió a lo suyo, a
lo que tenía guardado en el móvil. En la pantalla apareció

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la silueta de uno de esos cascos griegos antiguos, en ne-
gro, con dos espadas cortas cruzadas debajo. El nombre de
la empresa era Strategos Protection y dejaba poco lugar a la
duda. Espíritu y valores militares para su protección, era
el lema de la empresa.
—Te lo decía por esto —prosiguió—. Podían haber
sido amiguetes tuyos. Los jefes de esto han pasado todos
por los cuerpos especiales. Un boina verde, un lejía y un
paraca.
Y delante me puso las fotos que tenían colgadas en la
web para que quien estuviera interesado supiera quiénes
eran. Una cuestión de confianza.
Me quedé mirando la cara del que decía haber estado
en los paracaidistas, por si acaso su cara me era familiar.
La hoja de servicios que acreditaba era cuando menos sor-
prendente. Decía haber sido subteniente y pasado por mil
y una misiones internacionales y unos cuantos saltos más.
Decía tener una medalla OTAN por haber servido en la
antigua Yugoslavia y otra al Mérito Militar con distintivo
rojo. Y viéndole la cara al fulano era más que probable que
así hubiera sido. Aparecía vestido con el traje de faena y
la típica boina de los paracas sin distintivo alguno, para
evitar roces innecesarios. Damián Bayona era su nombre.
—¿Para quién trabajan estos tipos?
—Para quien pueda o quiera pagarles —me respondió
como quien comprueba una obviedad—. Son ellos los que
se encargan de la seguridad en los mítines del partido en
exclusiva. Allá donde uno de ellos va, están presentes los
chicos de Strategos Protection.
—Todos ex-militares, supongo —le dije para demos-
trarle al Yiyo que, aun con resaca, podía pensar—. De esos
a los que han largado al cumplir los cuarenta y cinco con
una mano delante y otra detrás. Con el cabreo suficiente

178
como para apoyar sin chistar a los Roldán, De Manuel o
Pozas de turno.
El gitano chasqueó la lengua.
—Premio para el nene —me palmeó la espalda. Justo
en ese momento, Aretas levantó la cabeza para vigilar qué
estaba pasando, por si tenía que venir a echar una mano.
El Yiyo entendió el mensaje—. Pero no sólo viven de sol-
dados cabreados, también tienen polis en nómina. Y no te
lo vas a creer.
Inconsciente, fui incapaz de contener una sonrisa.
—¿También hay munipas?
—Vamos a dejarlo en que algunos.
De nuevo el móvil. De nuevo una imagen donde había
algunas caras conocidas.
—¿Cómo te quedas?
—Supongo —llevaba ya un rato suponiendo dema-
siado— que no debería sorprenderme. ¿La empresa es de
aquí?
—No, de Madrid, pero tienen una sucursal o como
coño se llame eso.
Alberto Toscano no perdía la oportunidad de meter
la cuchara en cuanto negocio más o menos rentable se le
pusiera a tiro. Ahí se le podía ver estrechándole la mano
a uno de los directivos de Strategos Protection con todo el
despliegue de fanfarria publicitaria. «El jefe de la Policía
Local nos da la bienvenida», decía el pie de foto. El muy
cabrón sería capaz de cobrarles el tres o el cinco por cien-
to de las ganancias, aunque no era tan imbécil como para
enemistarse con esa gente. Algo ganaría.
—Estos tipos se han quedado con las contratas de se-
guridad de todos los edificios del Ayuntamiento y de la
Diputación. No sé si te habrás fijado, pero están por todas
partes.

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Me puso delante la galería de imágenes en la que se
veía a unos tipos muy parecidos unos a otros, con las mis-
mas pintas que aquéllos que había visto por la televisión
durante el acto de Manuel Roldán de la mañana anterior.
A juzgar por lo que se veía, habían tomado el control de
toda la ciudad. No era un mal negocio y en cierto modo
entendía que el Americano hubiera movido ficha.
—¿Y aquí quién maneja el cotarro? —le pregunté.
—A parte de los tipos que has visto en las fotos —se
refería a los ex-militares que ponían su cara—, no se sabe
nada más. Todo lo mantienen en secreto. Privacidad y se-
guridad, dicen. Pero aquí parece ser que suena mucho este
compadre. Es al que han encargado la gestión de todo.
En la imagen que me puso delante vi a un tipo con
cara de rata y labios finos que apenas sí se curvaban en
lo que en algún momento debía ser una sonrisa. Sólo le
faltaba la cartera de cuero para que el retrato fuera tal y
como lo recordaba.

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181
7

El hábito no hace al monje, o algo así decían, pero a veces


ayudaba parecer lo que no se era o al menos que la gente
así lo creyera. Una pinta presentable, de tipo respetable,
con curro decente y sueldo generoso. Un traje de imita-
ción Emidio Tucci de buen corte y la corbata con el nudo
bien hecho. Eran la mejor carta de presentación. Eso y una
actitud solícita, de sonrisa en los labios y saludo franco,
aunque fuera lo más falso de este mundo. Eso importa-
ba poco a la mayoría de la gente. Sólo una buena planta.
Con eso bastaba para que se abrieran muchas puertas y se
vencieran las reticencias lógicas cuando se estaba ante un
fulano al que no se conocía de nada.
El portero del edificio donde encontraron tirada a
Clelia Beltrán me examinó detenidamente. Estaba seguro
de que llegó a contarme las rayas de la corbata y las arru-
gas de la camisa, incluso si los pelos del bigote estaban
correctamente alineados con la línea del labio. Tenía el
ojo experto, habituado a calar a todo aquél que se dejaba
caer por sus dominios. De cuando entre sus obligaciones
estaba la de dar cuenta a la autoridad competente de todo
cuanto hubiera pasado delante de sus narices.
Me recibió apoyado en la fregona. Había llegado en
mal momento, justo cuando estaba limpiando la entrada
del edificio. Maldita la gracia que le hizo el que apareciera
un inoportuno a pisotearle el mármol. A juzgar por cómo
brillaba aquéllo, el hombre se tomaba muy en serio su tra-
bajo. No ya por celo profesional sino porque a su edad, no
tenía mejor sitio al que ir si lo despedían. Pura supervi-
vencia. Echándole un vistazo al portero, se podía adivinar
fácilmente que llevaba toda la vida en aquel puesto. Tenía
delante a uno de esos especímenes de edad indetermi-
nada, que lo mismo podían tener cincuenta años que se-
tenta. Miraba el mundo detrás de unas enormes gafas de
concha, de color negro. Detrás de los cristales ahumados
acechaban unos ojillos empequeñecidos por la miopía que
tenían una expresión astuta. La de quien cuando te dieras
la vuelta, era capaz de apuñalarte. La de quienes sólo se
armaban de valor cuando sabían que nadie podía hacerles
daños, porque gozaban de la protección de alguien más
fuerte.
Todo en él era anacrónico, sacado de una época gris
de la que algunos teníamos un vago recuerdo de infan-
cia. Y sin embargo, a pesar de parecer fuera del tiempo, el
portero tenía un rostro anodino, común. Incluso vulgar.
Podía cruzarme con él a diario, durante los últimos quince
o veinte años y ni siquiera haber reparado en su existen-
cia, incapaz de distinguirlo ni de decir nada de él, bueno
o malo. Sólo el tipo que pasaba el mocho y te saludaba al
pasar.
Tal vez por eso estaba donde estaba. Su aspecto, esa
capacidad para pasar inadvertido hecha a base de cordia-
lidad no exenta de servilismo que despedía el tipo, lo con-
vertían en el empleado ideal para trabajar en un edificio
como aquel, donde la gente que vivía y trabajaba quería la
máxima discreción y tranquilidad.
—Buenos días —me soltó seco y cortante.
Era una invitación a que le dijera para qué estaba allí

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y que me largara con viento fresco. Hasta que él no me
diera el visto bueno, no pasaría de aquel portal. Para eso
estaba allí y no sólo para darle lustre al suelo y la baranda.
Me quedó claro cuando se terció el palo de la fregona a la
altura del pecho. Tal vez confiara en que con ese gesto me
demostraría que por más empeño que pusiera, sería un
muro infranqueable.
—Venía a ver el edificio —le dije, lo cual, en parte, era
la verdad.
Fue como si hubiera pronunciado una especie de
conjuro mágico. Toda su hostilidad se vino abajo como
un castillo de naipes. Le faltó hacerme una reverencia y
ofrecerse a lustrarme los zapatos mientras se flagelaba
con el mosquero que le servía para limpiar el polvo. Dejó
la fregona dentro del cubo y avanzó hacia mí, con la mano
extendida murmurando un: «Para servirle en todo lo que
necesite». Sin duda alguna estaban esperando a alguien
que les hiciera una visita y mi pinta de agente inmobi-
liario perfectamente empaquetado en aquel traje hizo el
efecto deseado.
No dudó demasiado, pero aun así…
Agarrándome por el codo me condujo al interior de
la portería. El tipo despedía un olor familiar, mezcla de
Varón Dandy, tabaco negro y un poso de sol y sombra. La
actitud del tipo era la de un conocido de toda la vida, por
más que me pareciera una pose algo forzada y artificial.
Como si fuéramos cómplices de algo que únicamente él
sabía y yo sólo pudiera imaginar.
Un tufo a esos jabones que se metían en los cajones
entre la ropa para conservarla y darle olor impregnaba
una estancia pequeña, en la que a duras penas cabían
una mesa, dos butacas y un televisor. Quedé noqueado
al atravesar el umbral de la puerta. Tuve la sensación de

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haber viajado cincuenta o sesenta años hacia atrás en el
tiempo.
Me indicó que tomara asiento en la butaca que daba
la espalda a la puerta. No le hice caso y ocupé la otra, la
que estaba frente a la puerta. Algo que, si no le gustó, supo
disimularlo bastante bien.
—Ahora mismo, la presidenta de la comunidad está
trabajando y no podrá venir —me informó. Me fijé en
cómo tenía las manos entrelazadas mientras me hablaba,
tratando de dominar un nerviosismo que yo no le veía por
ningún lado—. Pero llamaré al gestor para que él pueda
atenderlo.
—No se preocupe —respondí deteniéndolo en seco,
cuando ya había descolgado el teléfono y, con las gafas
sobre la punta de la nariz, iba a marcar el número del
gestor—. No hay por qué molestar a nadie ahora. Pode-
mos dejarlo en una visita sorpresa, de todas maneras, yo
tampoco le he dicho a nadie que iba a pasarme por aquí.
Preferiría que usted me hiciera de guía y me contara algu-
nas… cosillas. Después de todo, quién conoce mejor esto
que usted.
El fulano se hinchó ante lo que consideró un honor
que yo le estaba haciendo. Ponía mi confianza en él y en
cierto modo alababa su trabajo, algo a lo que, por otra par-
te, no parecía estar muy acostumbrado.
—Me he criado aquí, entre las cuatro paredes de este
edificio —empezó a contarme antes de desaparecer en lo
que hacía las veces de cocina de la portería—. ¿Quiere un
café? —le importaba poco lo que yo le dijera. Él ya había
decidido que me lo tomaría. Su presencia pasó a ser una voz
lejana que me hablaba desde la cocina—. Heredé el puesto
de mi padre y él de mi abuelo, pero conmigo esto ya se aca-
ba. Tengo un hijo, pero no quiere saber nada del oficio. Se

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largó a Inglaterra o algún sitio de esos. A su madre la llama
sólo cuando anda escaso de cuartos para que le mande algo.
En fin, qué le voy a contar cómo son los hijos.
—Con tantos años como lleva, los vecinos lo tendrán
en la palma de la mano.
—¡Qué va! Eso era antes, cuando en esta casa había
señores y señoras de los de verdad. Que no digo que ahora
no, que los sigue habiendo, como Dios manda, pero ya son
los menos. Muchas oficinas y gente extraña entrando y
saliendo todo el santo día. Estos tiempos son de locos.
Dijo esto último a mi lado, sosteniendo una bande-
ja con dos tazas, la cafetera italiana y un azucarero que
pretendían ser elegantes. El portero estaba empeñado en
ofrecerme su mejor imagen. La expresión de secreto com-
partido se había acentuado en su rostro, dando paso a un
brillo codicioso mal disimulado.
—Y tanto —le di la razón cogiendo una de las tazas
en la que había echado el café con toda la ceremonia po-
sible—. Hasta el punto de haberse encontrado a una chica
medio muerta en el patio interior.
De pronto se quedó frío. La expresión del rostro se le
borró. Era una de esas máscaras en blanco sobre las que se
podía pintar cualquier cosa. Tras los cristales de las gafas,
sus ojos se empequeñecieron aún más. Resultaba difícil
adivinar qué estaba pensando en aquellos momentos el
portero.
—¡Me has engañado! —gritó casi ahogándose, miran-
do en todas direcciones, temiendo que alguien pudiera
oírlo. La educación al garete. Ya no era necesaria—. Tú no
eres del fondo ese. Tú no vienes a comprar nada.
—No te alteres, amigo —le recomendé—. Quería ver
el edificio, en eso no te he dicho ninguna mentira. Lo que
hayas querido pensar luego... Ahí no me meto.

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El fulano empezó a boquear como un pez fuera del
agua, intentando encajar lo que acababa de decirle. Pero,
sobre todo, intentando zafarse de mi incómoda presencia
en la portería.
—Eres de la Policía —ante esa posibilidad pareció cal-
marse, aunque sólo fuera una estrategia para cubrirse las
espaldas. El siempre socorrido servilismo.
—En ese sentido, puedes estar tranquilo —contesté
muy despacio, observando cómo el gesto de aquel hombre
volvía a recuperar la expresión anterior.
Ante mi negativa, el portero se creció, se hinchó. Te-
nía de nuevo el control de la situación. O al menos así lo
creía él. Podía echar a un extraño de la portería con toda
tranquilidad.
—¡Largo de aquí o llamo a la Policía!
Recurría al miedo que podía sentir alguien que era
pillado en flagrante delito. Después de todo, yo me había
colado en una propiedad privada con sólo Dios sabía qué
intenciones.
—Aquí nadie va a llamar a nadie —le dije, sin hacer
ademán de levantarme del sillón.
El portero se hacía de nuevo más pequeño. Su artima-
ña no había dado el resultado esperado. Sólo le quedaba
una última salida, a la desesperada. Esgrimió el teléfono
delante de mis narices, dándome la última oportunidad
para recapacitar y largarme de allí antes de que fuera
demasiado tarde. Tendrás que dar explicaciones, parecía
querer decirme el portero, con el auricular en la mano.
Sin embargo, había en él un cierto titubeo. Si yo no quería
que apareciera por allí la madera, él mucho menos. Pero
el portero, en apariencia, tenía mucho menos que perder.
—Si se presentan aquí los polis, armo un escándalo
de tres pares de cojones —le advertí al tiempo que él ha-

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cía el amago de marcar sin muchas ganas—. ¿Qué dirán
los tipos esos de las oficinas? Les echaré toda la mierda
que se me ocurra. Puedo ser un cliente descontento al que
han tangado pasta y ha venido aquí a liarla… Al que van a
poner de patitas en la calle es a ti, gilipollas, por no haber
evitado el escándalo.
Me equivocaba. Al portero aún le quedaba una última
intentona. Y no la más agradable de ver. El tipo se echó a
llorar como un crío, hipando, pidiéndome por favor que
no le jodiera la vida, por lo que más quisiera. El mundo
del espectáculo se había perdido un actor de primera con
aquel fulano.
Volvió a su sitio. Sentado delante de mí, removiendo
el café como si quisiera ponerlo a punto de nieve, espera-
ba, con resignación, lo que yo le hiciera. Pero me mantuve
callado, mirando la entrada del edificio, que se veía per-
fectamente desde ese sillón. No se veía pasar a nadie. Algo
raro en un sitio en el que había tantas oficinas. O tal vez
no lo fuera tanto.
El silencio lo puso nervioso.
—Ya dije todo lo que tenía que decir —me soltó de
carrerilla, sin tomar siquiera aire. Tenía la lección bien
aprendida y la recitaba cada vez que hiciera falta—. Yo no
vi nada, tampoco oí nada, ni sé nada.
Hice como si el que no hubiera oído nada fuese yo.
Clavé los ojos en la cada vez más difusa figura del portero.
Mantenía los ojos fijos en el fondo de la taza, sin atreverse
a levantarlos. Quizás por miedo a que empezara el inte-
rrogatorio. Yo seguía callado. Se humedeció los labios con
la punta de la lengua, en un gesto que me produjo una
profunda repulsa. Quería decir algo, pero se arrepintió al
instante.
—Te estoy diciendo la verdad. ¿Qué quieres? —la voz

188
se le quebró al final por una angustia que cada vez se le
hacía más insoportable.
—Hablar.
—Si no eres policía por qué…
—Vamos a dejarlo en que sólo soy un amigo de la fa-
milia de Clelia Beltrán algo curioso y sin nada mejor que
hacer que meter las narices donde estimo conveniente.
El portero rumió mis palabras, intentando hacerse su
propia composición de lugar. Hasta dónde podía llegar y
hasta dónde no.
—Ni vi nada, ni oí nada, ni sé nada de lo de la chica esa
—repitió punto por punto, con aire monótono, de alumno
sobrado—. ¿Cómo decías que se llamaba?
Esa última pregunta la hizo con cierto desprecio.
—Clelia Beltrán —le respondí muy despacio, para que
le diera tiempo a asimilar la información. Me di cuenta
de que llevaba un rato en compañía de aquel fulano y no
sabía su nombre, ni él el mío. Tampoco me importó—. Y
no intentes pasarte de listo. No te pega.
Un superviviente nato como era el portero entendió
a la primera el mensaje. Supo cuál era su papel en esta
historia y estaba dispuesto a representarlo tal y como se
le exigía. Si se le pedía que hiciera de idiota, lo haría sin
el menor inconveniente. Si de ello dependía el pan que se
comía.
—Yo no soy más listo que nadie, ni tampoco lo pre-
tendo —se disculpó con una fingida modestia, aprendida
de años de servicio—. Lo único que le digo es lo que ya te
he dicho.
«Un muro, el muy hijo de puta», pensé. Jugaba duro
el portero. Pero su obcecación no hacía sino interesarme
aún más por lo que pudiera sacarle en claro.
—Me dijeron que fue una vecina la que se dio cuenta

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de que en el patio interior había una chica tirada —le re-
laté—. Y me extraña.
El portero se irguió. Había algo parecido a un princi-
pio de nerviosismo.
—¿Por qué?
—No sé —y le señalé hacia el pasillo, a su espalda—.
Tienes unas vistas magníficas de todo el que entra y sale.
—¿Y eso que tiene que ver?
—Me parece raro, nada más. Una impresión personal.
¿No la habías visto nunca antes por el edificio?
—¿No te has dado cuenta de dónde estás? Aquí siem-
pre hay gente entrando y saliendo que sube a las oficinas
a resolver sus cosas. No estoy pendiente a todas las caras.
Recreándome en el café, volví a parapetarme tras ese
silencio que tanto lo incomodaba antes de continuar.
—¿Qué vecina la encontró?
—Eso no te lo puedo decir —se apresuró a responder-
me temiéndose cualquier cosa—. Aquí la gente valora mu-
cho la discreción.
—Tampoco tiene por qué enterarse la buena señora
de quién me lo ha dicho —intenté tranquilizarlo, aunque
buscara todo lo contrario—. Será un secreto. Y creo que
precisamente tú eres de los que saben guardarlos siempre
y cuando estén bien pagados.
Esperaría alguna gratificación por mi parte. Una se-
ñal de que le convenía hablar, aunque sólo fuera para en-
gañarme. Aquel fulano con pinta de no haber roto un pla-
to en su vida era de los que ponían una vela a dios y otra
al diablo. Por si acaso. Un fulano que jamás se pondría en
contra a nadie. Y hasta ahí llegábamos los dos. Ambos sa-
bíamos que por las buenas no sacaríamos nada el uno del
otro. Por las malas era otra cuestión.
Sólo me quedaba seguir apretando.

190
—No me digas esas cosas —repuso el falso ofendido.
—Hay una cosa que me extraña mucho —continué a
lo mío, sin prestarle atención a su particular descargo—.
Estando aquí abajo, metido en la portería, como es tu obli-
gación, ¿cómo es que no escuchaste nada?
Sin darle tiempo a reaccionar, me puse en pie. De una
zancada entré en la cocina. El portero quiso ponerse en
medio para evitarlo, lo que casi logró. El tipo se movía con
una agilidad sorprendente. Casi sentí cómo su manita vis-
cosa se agarraba a mi antebrazo para que no fuera más
allá.
—Estás invadiendo mi casa —gimoteó al borde de un
llanto fingido con el que buscaba hacerme sentir mal—.
No tienes ningún derecho…
Pero yo ya estaba en la cocina, y abría la cortina de la
ventana que daba al patio interior. Una ventana protegida
por una reja. Y eran las únicas. Las del resto del edificio
estaban libres de obstáculos. Clelia podía haber saltado
desde cualquiera de ellas. Me fijé bien, o todo lo bien que
pude. En el suelo del patio no quedaba ningún rastro de
lo que había pasado. Los vecinos, tanto los que vivían allí
como los que sólo iban a trabajar, no querrían que nada les
recordara que una chica había intentado quitarse la vida
tirándose al vacío. Daba mala imagen. Sobre todo, cuando
tenía que venir un tipo de un fondo. En un lateral del patio
se veía una puerta metálica, que le daba acceso.
—¿Seguro que ni viste, ni oíste, ni sabes nada? —rei-
teré.
Un cuerpo cayendo a plomo desde una de las venta-
nas de los pisos superiores o de la azotea armaba un buen
escándalo. A Clelia Beltrán se le escaparía algún grito.
El portero seguía mirándome con ojos opacos, sin ex-
presión detrás de los cristales de las gafas. Me entraron

191
ganas de darle de hostias para que reaccionara en algún
sentido. Quizás hubo un momento en que pude oír cómo
pensaba; cómo buscaba una salida por la que escaparse. A
ese rostro inerte y mudo asomó de nuevo esa sonrisa bo-
balicona de quien quiere disculparse para quitarle hierro
al asunto.
—Sí —me espetó con toda la tranquilidad del mundo.
El portero esperaba mi estallido. Que me abalanzara
sobre él, lo agarrara por lo cuello amenazando con partír-
selo para sacarle una confesión. Que lo destrozara todo en
un arrebato de furia. En definitiva, que le diera una excusa
para llamar a la pasma. Ya se encargaría él de inventarse
algo para que los vecinos, sus jefes, no se sintieran intran-
quilos.
Por suerte para mí, supe controlarme. Iba a jugar yo
también.
—¿Por dónde se entra? —debió pensar que era una
especie de retrasado mental por la pregunta que acaba de
hacerle—. Me refiero al patio.
—Por el cuarto donde tengo todos los arreos de la
limpieza.
—En ese caso, tuviste que abrirle la puerta a los sani-
tarios que vinieron a llevarse a Clelia Beltrán.
—Acababa de llegar cuando se armó el jaleo.
—Porque sólo tú tienes las llaves…
—Es mi trabajo.
—Debió costarte lo tuyo quitar toda esa sangre.
—No te creas —esbozó una sonrisa maliciosa—, la lejía
hace auténticos milagros.
Al salir de la cocina tuve que pasar por su lado, rozán-
dolo. El fulano ni siquiera se inmutó por mi proximidad.
Estaba muy seguro de su victoria. Me observaba con una
cierta superioridad, como quien contempla a una tropa

192
derrotada. Algo parecido a un escalofrío me corrió por la
espalda. Me dejé caer en la butaca y apuré lo que quedaba
en la taza. Saqué el paquete de tabaco del bolsillo interior
de la americana y lo puse encima de la mesa con la firme
intención de fumarme los que me diera la gana y mis pul-
mones aguantaran.
—Aquí dentro está prohibido —me dijo displicente—.
La portería es un espacio común que me han cedido en
usufructo y, por tanto, no se puede fumar.
El tipo tenía inventiva y no desperdiciaría la oportu-
nidad de demostrarme que si quería, podía hacer que sa-
liera muy mal parado de allí.
Para su sorpresa, me pasé su prohibición por el fo-
rro. Encendí un cigarrillo y tuve el buen gusto de ofrecer-
le uno. Por si quería acompañarme en mis vicios. Alzó la
mano para negarse, muy serio. Se puso rojo y respiraba
acelerado, pero tampoco me daría el gusto de ponerse a
chillar como un loco porque estuviera fumando en el cu-
chitril que le hacía las veces de casa. Fumé tranquilo, para
su desesperación, tomándome mi tiempo, pensando por
dónde saldría a continuación.
—A tus jefes les molestará saber que no cumples con
las obligaciones de su oficio —le dije espachurrando la co-
lilla en el fondo de la taza.
El portero tragó saliva. Por un momento creí que se
sintió aliviado al ver que mis sospechas recaían por entero
sobre él y me olvidaba de la vecina que decía haber visto
el cuerpo de Clelia tirado en el suelo del patio interior. Se
frotaba las manos y no hacía más que mirar a un lado y
otro del saloncito donde estábamos sentados, sin atrever-
se a mirarme en ningún momento.
—Bien, vale —me concedió, haciéndome el favor de
mi vida—. Esa tarde yo no estuve aquí. Me fui, ¿de acuer-

193
do? Pero jamás, óyeme bien, jamás he faltado a mis obli-
gaciones para con esta comunidad —se dio un golpe en el
pecho para reafirmar sus palabras; para que no me cupie-
ra la menor duda de que me decía la verdad.
—¿Dónde estuviste?
—Donde estuviera o dejara de estar, es asunto mío,
¿de acuerdo?
—No me jodas. ¿Tienes una amiguita por ahí? —al ver
su cara de enfado quise pincharle un poco más— ¿O es un
amiguito y no quieres que se sepa?
—Vete a la mierda.
—En cualquier caso, a tu amada esposa no le gusta-
rá enterarse que mientras ella está aquí en la portería, su
queridísimo marido está poniéndose las botas con una
puta o un chapero.
—Ella sabe perfectamente dónde estoy y qué hago. No
tengo nada que ocultarle.
—Puede, pero la duda es muy puñetera, sobre todo cuan-
do se la ceba bien. Y no querrás que hable con tu mujer. ¿Fue
ella esa vecina que llamó a emergencias para dar el aviso?
—Léete el atestado y déjanos en paz. No hay nada que
decir, ya lo contamos todo en su momento. A nadie le gus-
ta tener a una chica despanzurrada en su casa y menos
que se lo estén constantemente recordando.
—Me gusta más oír estas historias de viva voz. Tener
una conversación amigable. Intercambiar puntos de vista.
Quería hacerle entender que no me iría de allí tan fá-
cilmente. Que no me conmovería con ese llamamiento al
derecho al olvido. No era ningún periodista a la caza de
una declaración morbosa. Buscaba otra cosa.
—Ya hemos hablado bastante —me hizo ver ponién-
dose en pie, con los puños clavados en el cristal de la
mesa—. Ahora, si me disculpas, tengo trabajo que hacer.

194
—Pero no me has dicho dónde estuviste esa tarde —le
recordé, acomodándome en la butaca, con otro cigarrillo
entre los dedos que no tardaría en encender.
Si quería que me largara, tendría que hacerme alguna
concesión. Darme algo que llevarme a la boca, que me tu-
viera entretenido y me dejara satisfecho. Echó una ojeada
a su espalda, para asegurarse de que no hubiera testigos
de lo que tuviera que decirme. Luego se acercó a mí, guar-
dando una distancia prudencial, pero con la suficiente
cercanía como para darme a entender que lo que me hacía
era una confidencia.
—Aquí estoy a gusto —empezó a decirme, recuperando
el tono servil—. El trabajo no es pesado, pero pagan poco.
Es verdad que no me tengo que preocupar por la casa, pero
los hijos son una carga, ya sabe usted lo que le digo. Por eso
algunas tardes me voy a las oficinas de la empresa de una
de las vecinas para limpiar y eso. Todo en negro.
Y el muy cabrón me guiñó un ojo, como si fuésemos
dos compinches a punto de dar el palo de nuestras vidas.
—Pero tu mujer estaría aquí…
Negó con la cabeza.
—Ella también tiene sus cosas por ahí —de nuevo esa
sonrisa solapona de quien sabe congraciarse con quien
haga falta—. Tenemos que sobrevivir y ya son muchos
años aquí.
Yo también me puse en pie. No pude disimular el asco
que sentía delante de aquel tipo.
—Clelia Beltrán podía haberse salvado si se hubiera
dado el aviso antes.
—Mala suerte —el portero no dudó en ningún mo-
mento su respuesta—. Nadie le puso un puñal en el pecho
para que saltara. Era lo que buscaba, ¿no?
Caminaba a mi lado, acompañándome hacia la salida.

195
Antes de que terminara de soltarme su opinión, me
detuve delante del panel donde tenía colgadas las llaves
de las zonas comunes. Me llamó la atención una con el
letrero de AZOTEA. Sentí su mano en la espalda apremián-
dome para que continuara mi marcha. Cogí las llaves, pero
en menos de un par de segundos el portero me las arre-
bató. Más que un trozo de latón, aquéllas parecían estar
hechas de oro. Las tenía agarradas como si fueran su po-
sesión más preciada.
—¿No podemos subir? —le pregunté, señalándole el
puño cerrado.
Negó con la cabeza.
—Allí no hay nada que ver —se quedó callado y aña-
dió, para quitarse del marrón de encima—. A la azotea no
sube nadie y cuando lo hacen, yo voy con ellos. Si a al-
guien le pasa algo, es responsabilidad mía.
Era su manera de decirme que lo dejara ya. Que no iba
a sacarle nada más.
En el portal, con un pie en la calle, le tendí la mano.
Un falso gesto amistoso más por cortesía que por otra
cosa, que el portero dejó en eso. En un gesto. Me quedé
con la mano en el aire, como un pardillo. Una sensación
que aún me acompañaría después un buen rato.

Una chica que entra en un edificio sin que aparentemente


nadie la viera.
La misteriosa vecina que había dado la voz de alarma.
La ausencia del portero.
La puerta de la azotea cerrada con llave.
Quedaban varias ventanas por las que pudo haber sal-
tado en los pisos superiores. En los áticos. En cada una de
las plantas.

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Podía haber saltado desde cualquiera de ellas. Sin ne-
cesidad de entrar en ningún piso.
Pero, ¿por qué desde allí?
Di una vuelta larga a la manzana. El portero se ha-
bía quedado clavado en la entrada del edificio, vigilando
cómo entraba en el coche, arrancaba y me marchaba. Por
el retrovisor pude ver cómo permanecía clavado en la ace-
ra, atento a mí. Calculé que ya habría pasado un tiempo
prudencial para que él se sintiera a salvo y volviera a sus
quehaceres. Sólo esperaba que no le hubiera dado por fre-
gar los escalones de la entrada. Por suerte para mí, las úni-
cas personas que había en los alrededores estaban en la
cafetería de al lado y la dueña de la tienda de ropa pasaba
el mocho por la entrada a su negocio.
La mujer se me quedó mirando. Me había reconocido
como el tipo que hacía poco saliera de ese mismo lugar.
Me hubiera excusado, pero siguió a lo suyo mientras yo
comprobaba que en los áticos sólo había viviendas priva-
das y en el penúltimo piso, el quinto, tenían su sede una
empresa de telecomunicaciones y una asesoría fiscal cuyo
dueño era uno de esos con apellido compuesto. El psicólo-
go estaba en el segundo.
—¿Sabe quién puede vivir en los áticos?
Antes de contestarme, la mujer me estuvo estudian-
do atentamente. Mi pinta no debía haberla impresionado
gran cosa. Seguramente estaría acostumbrada a ver a ti-
pos mejor maqueados. Lo mío era simple impostura, pero
había servido para camelarme en un principio al portero.
Pero con ella sería otra cosa.
—Son de alquiler —me respondió, dándome a enten-
der que aquello estaba muy alejado de mis posibilidades.
Un cierto tufo de clasismo. Debió haber olido que mi
Emidio Tucci dejaba mucho que desear. Dedicándose a lo

197
que se dedicaba y estando en aquella zona, tendría el ol-
fato bien entrenado para detectar impostores. A ella no
la engañaba mi apariencia de supuesto representante de
no sabía bien qué fondo de inversión. Pero se aguantaba
las ganas de despacharme con cajas destempladas por eso
del qué dirán. También porque ese mismo olfato le decía
que podía equivocarse. Que quién no le decía a ella que yo
pudiera ser lo que no aparentaba.
—¿Ahora están ocupados?
Pensó si debía o no darme esa información. Yo tenía
un ojo puesto en la puerta del edificio, por si salía el por-
tero.
—Son pisos que se alquilan a empresarios por unas
semanas o un mes como mucho. Gente que viene a hacer
negocios y los alojan aquí. Pero desde hace ya unos meses
no se ve a nadie. ¿No le ha dicho nada el señor Utrilla?
Supuse que Utrilla sería el portero.
—No —contesté—. Hemos hablado de otras cuestio-
nes, pero no de esa. Muchas gracias.
Cortó mi marcha un tipo que salió de la tienda con la
sospecha pintada en la cara. Deduje que sería el marido de
la mujer, al que le picaba la curiosidad por saber con quién
estaba hablando su señora.
—¿Qué sucede? —preguntó dirigiéndose a ella y
echándome a mí una ojeada de compromiso.
—Nada —respondió la mujer, quitándole importan-
cia—. Este señor me ha preguntado por los pisos que se
alquilan en los áticos.
—Tendrías que hablar con Bernabé, el portero de la
finca. Creo que él te podrá ayudar. Si quieres, te acompaño
a ver si está —se ofreció amigable, dejando en suspenso
cualquier sospecha que pudiera albergar hacia mí.
—Precisamente, acabo de hablar con el señor… Ber-

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nabé Utrilla —me excusé justo cuando el buen samarita-
no se encaminaba hacia el portal de al lado, parándose en
seco. Miré de nuevo a mi espalda, por si al portero le daba
por aparecer—. Pero no son precisamente los áticos lo que
me interesa.
La mujer y el hombre se miraron, desconcertados. Y
me hubieran preguntado qué era lo que quería si no lo
hubieran considerado de mal gusto. La discreción parecía
ser marca de la casa en aquella zona, me dije, esbozando
una sonrisa que buscaba ser conciliadora.
—Pepe Toro —me presenté, tendiéndoles la mano.
Apretón franco el de él, Agustín. El de ella, Lola, más
cauto. No terminaba de fiarse.
—¿Podría hablar con vosotros un momento? —les
pregunté una vez creí vencidas ciertas reticencias. Ya no
era un completo desconocido el que los abordaba.
Volvieron a mirarse el uno al otro, consultándo-
se acerca de qué decisión tomar. Era Lola la que tenía la
última palabra. Se encogió de hombros. Podía perder un
poco de tiempo atendiéndome. Total, para estar parada.
Además, en sus ojos se había despertado la curiosidad por
saber qué era lo que me había llevado hasta allí. Miró por
encima de mi hombro, en dirección hacia el portal del
que al parecer estaba ausente Bernabé Utrilla. Ella tam-
poco quería que nos soprendiera en plena conversación.
Me pidió que entrara en la tienda. Dentro se notaba aún
más que quien iba a comprar allí tenía cuartos suficientes
como para que no le doliera dejárselos en unos cuantos
trapos. Me ahorré cualquier comentario al respecto. A fin
de cuentas, estaba allí como invitado y no me convenía
que mis anfitriones se cerraran en banda por una gilipo-
llez de mi parte.
Por un momento sentí que el interrogado sería yo.

199
Tenía a Lola enfrente, apoyada sobre el mostrador, y a
Agustín a mi lado, con los brazos cruzados a la altura del
pecho. Esperaban lo que tuviera que decirles con una bien
disimulada expectación.
Me pareció que abordar la cuestión de Clelia Beltrán
a bocajarro hubiera sido muy violento por mi parte. No
sabía cómo empezar.
—Tú dirás —leyó Agustín en mí cierta indecisión cer-
cana a la incomodidad por lo que iba a hacer.
—Estoy aquí por lo de la chica que intentó suicidarse.
Lola no quiso ocultarme su fastidio. Se fue a colocar
los pliegues de un vestido que no necesitaba ningún re-
toque.
—¿Qué quieres saber? —me preguntó ella mientras
comprobaba que la tela tenía la caída que ella consideraba
adecuada.
—¿Por qué? —me dijo Agustín al mismo tiempo que
su mujer.
—Hay gente que me ha pagado para saber qué le pasó
esa tarde a Clelia Beltrán —les respondí a ambos.
El nombre de la chica tuvo el efecto que perseguía.
Lola alzó la mirada y dejó escapar un suspiro.
—¿Así se llamaba?
—¿La conocías?
Se mordió el labio.
—Hablé con ella una vez, una semana antes de que…
hiciera eso. La habré visto un par de veces parada delante
del escaparate, mirando los vestidos.
—¿De qué hablasteis?
—De los modelos que se llevan esta temporada —me
contestó haciendo un ejercicio de memoria—. La invité a
entrar para que echara un vistazo a lo que tengo y si que-
ría probarse algo, que lo hiciera sin compromiso. Pero me

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dijo que no podía entretenerse. Que tenía una cita o algo
por el estilo.
—¿Te dijo a qué venía?
—No —respondió—. ¿Cómo está… Clelia?
—Está en el hospital —para qué andarme con medias
tintas, me dije—. Muerte cerebral, están esperando a que
todo acabe.
La tristeza de Lola era sincera. Me arrepentí de mi
crudeza. Menos mal que estaba allí el marido. Agustín ha-
bía abrazado a su mujer para consolarla, al tiempo que me
sondeaba con una mirada que no supe bien cómo encajar.
—Es difícil de entender que una chiquilla con toda la
vida por delante, con ilusiones, decida poner fin de esa
forma.
—Eso estoy intentando hacer —me expliqué—. Ayu-
dar a entender.
—Supongo que vienes de parte de la familia —conti-
nuó Agustín.
—Del hermano, Ricardo. ¿Habéis hablado de esto con
alguien? ¿Con la Policía o con un detective privado?
Ambos lo negaron.
—Eres el primero en tres meses que pregunta por lo
que pasó —me informó Lola, que sujetaba entre sus manos
la de su marido.
—¿Qué pasó esa tarde?
La mujer me miró extrañada.
—¿Por qué dices tarde?
Buscó a Agustín, por si había cometido alguna indis-
creción. Supuso que yo estaría al corriente de todo. Tra-
bajando por encargo del hermano de la chica, era lo más
lógico. Se me quedó cara de imbécil.
—Eso es lo que me han contado —repuse en mi des-
cargo—. Lo que pone el atestado que levantó la Policía.

201
—Habrás entendido mal —prosiguió Lola, empeñada
en su versión de la historia, que no tenía por qué ser men-
tira—. Todo pasó muy rápido, por la mañana. Serían las
nueve y media. Todavía no había abierto, tenía la persiana
a medias cuando se armó todo el lío. Llegaron una ambu-
lancia y un par de coches de los locales con las sirenas en-
cendidas. Entraron y al cabo de un rato salieron con Clelia
entubada sobre una camilla. Tenía la cara hinchada, pero
la pude identificar. Era la misma con la que había estado
hablando la semana anterior.
—¿Te fijaste si estaba Benabé Utrilla, el portero, ron-
dando por allí?
—No —sentenció Lola, convencida.
—Puede que no te acuerdes —intervino su marido
para suavizar la posición tajante de ella—. Entre tanto ba-
rullo es difícil ver una cara.
—Pongo la mano en el fuego —se reafirmó la mujer
convencida de lo que decía—. Ese hombre nunca se que-
da a un lado, pase lo que pase. Está siempre pendiente de
todo lo que ocurre, como buen portero. Y si hubiera esta-
do allí, con una chica a la que han encontrado tirada en su
edificio, habría estado hablando con unos y con otros del
tema. Colgándose la medalla. Y lo más raro de todo es que
en estos tres meses no ha sacado el tema para nada.
—Si sirve de consuelo —dije—, conmigo tampoco ha
estado muy dispuesto a hablar de ello. Le ha molestado
mucho que viniera a meter las narices en el asunto.
—Yo casi lo prefiero así —terció el marido—. No me
gusta tener a Bernabé trayendo y llevando chismes, sobre
todo con algo tan escabroso como lo que le ha pasado a
esa chica. A Clelia.
¿Por qué mentir en un atestado? ¿Por qué hacer creer
a la familia que la habían encontrado por la tarde en el

202
patio interior de un edificio, cuando todo sucedió por la
mañana? La negativa de Utrilla a que hablara con la veci-
na que dio la voz de alarma no tenía nada que ver con la
supuesta discreción del oficio, sino con otra cosa.
—¿Estás segura de que eran coches de la Policía Lo-
cal? —cuando le hice la pregunta se me cruzó el único
nombre posible cuando el cuerpo estaba de por medio:
Alberto Toscano, el Americano.
—Por supuesto —seguía igual de convencida acerca
de lo que había visto esa mañana.
Munipas en un asunto que pintaba mal. Tendía inme-
diatamente a sospechar que algo tendría que ver su jefe.
Sin embargo, pensé, no necesariamente tenía que ser así.
Después de todo, siempre hay un justo en Sodoma, aun-
que no sirva para evitar la quema. Era a ellos a quienes
correspondía hacerse cargo del caso y si estaba claro que
había sido un intento de suicidio, no se pasaba a mayores.
Carpetazo y al archivo.
—¿Cómo supisteis que se trataba de un intento de sui-
cidio?
—Creo que fue uno de los sanitarios hablando con un
policía —recordó la mujer—. Alguien debió oírlo y fue de
boca en boca.
Fue algo que corrió de corrillo en corrillo, como un
murmullo que empezaba muchas veces en el momento
mismo en que todo está reciente.
—Debían de tenerlo todo muy claro —dijo Agustín
pensando en voz alta—. Tienen que estar hechos a este
tipo de cosas. A los intentos de suicidio y a ver muertos.
Y a mentir, me dije.
—¿Viste a Clelia Beltrán antes de ese momento?
—La tarde anterior, sobre las ocho, un poco antes de
cerrar.

203
—¿Notaste alguna vez algo raro en ella? No sé, si la
viste nerviosa o…
Volvió a mirar a Agustín. Lola empezaba a sentirse
culpable, como Ricardo Beltrán, por no haber hecho lo
suficiente para evitar el desenlace. Necesitaba que su ma-
rido le dijera que estaba equivocada y que no había nada
que ella hubiera podido hacer.
—La primera vez que la vi. El día que estuvimos ha-
blando —me contó—. La noté muy nerviosa, esquiva,
como angustiada. Supuse que estaría esperando a alguien
que no terminaba de llegar, ya sabes, una cita. Se despidió
de mi cuando llegó un hombre mayor que ella, pero con
muy buena planta.
—¿Recuerdas algo de él?
—No me fijé bien —se apresuró a responder Lola—.
Me metí para adentro, tenía que cerrar la caja, quería
irme a casa. Lo vi hasta lógico. Una chica mona con un
hombre algo mayor que ella.
—Pero la viste angustiada, como si le pasara algo o
tuviera alguna preocupación.
—Nada que no se pueda sentir cuando se está vivien-
do una aventura…
Agustín se removió algo incómodo. Al parecer, no le
agradaba que Lola pudiera saber tanto acerca sobre las
sensaciones experimentadas durante una de esas relacio-
nes furtivas. Pensé en Aroa. Por unos segundos la descrip-
ción que me hizo Lola me llevó a ponerme momentánea-
mente en su pellejo. A suponer esa comezón cuando se
estaba frente a lo prohibido, a lo que no se podía alcanzar
porque se empeñaba una y otra vez en esquivarte.
—¿Por qué estás tan segura de que esos dos tenían
algo?
—¿Y qué si no? —me respondió. Apretaba la mano de

204
Agustín tratando de hacerse perdonar el mal rato que le
había dado antes. Le decía algo así como que sólo podría
estar bien con él—. A ninguna mujer se le suben los colo-
res cuando acude a una cita con su asesor financiero, por
bueno que esté.
—¿La viste más veces con ese hombre?
—No la volví a ver más por la calle, únicamente a tra-
vés del escaparate. Nos saludábamos y ya.
—¿Tampoco viste al tipo la mañana en que se llevaron
a Clelia?
—No. Pensé que se habría esfumado, que todo había
pasado por una discusión entre ellos. Creía que habían
roto y que, en la desesperación, la chica había decidido
cortar por lo sano… Por eso me impactó tanto verla salir
en la camilla a la mañana siguiente. La imagino tendida
en el suelo del patio, en plena noche, sufriendo todo lo
que tuvo que sufrir… y se me revuelve el estómago —en
ese punto, la voz de Lola se quebró y apartó la mirada,
para que no viera que se estaba aguantando las ganas de
llorar.
Yo ya era incapaz de imaginármela. Quizás Clelia no
hubiera estado allí, en ese patio. Quizás no hubiera inten-
tado suicidarse. Quizás… Pero entonces, qué.

Tuve el móvil en la mano. En la pantalla, el número de


Ricardo Beltrán. Casi pulsaba la tecla de llamada. Me daba
igual la hora que fuera. Que estuviera en el trabajo o don-
de le diera la gana. Estaba decidido a soltarle todo lo que
había averiguado, pero no tuve estómago para hacerlo.
Era a él a quien verdaderamente habían engañado. Un
atestado falseado era una cosa muy seria y quien lo hu-
biera hecho sabría el porqué. Razones de peso, suponía.

205
Nadie se la jugaría de esa manera. Al menos nadie que te-
miera poder ser descubierto. Y todo el tinglado había es-
tado perfectamente orquestado para no levantar ningún
tipo de sospechas.
Pero si había sido un intento de suicidio, ¿a qué tanta
parafernalia? La más interesada en que todo se aclarara
era la única persona que no podía hablar. El resto, tenía
motivos para callar y mentir. Todo pasaba por el tipo con
el que se encontraba Clelia Beltrán. Ese hombre bien plan-
tado del que me habló Lola y que se había esfumado sin
dejar rastro. Sin un nombre ni una dirección, poco más
se podía hacer. Seguramente casado y con hijos, con una
vida bien armada en torno a una imagen intachable, no
iba a tirarlo todo por la borda por un par de polvos con
una veinteañera a la que había encandilado, dejándola
hecha añicos cuando le dijo hasta aquí hemos llegado, se
acabó. El otro era el portero, el tal Bernabé Utrilla. Un ca-
brón integral, como el otro, capaz de vender a su madre
por unos cientos de euros.
Decirle a Ricardo que Clelia había sido poco más que
una muñeca en manos de quien fuera, que la había usado
y tirado a su antojo, era hundirlo. A fin de cuentas, era su
hermana la que estaba en una cama porque no pudo so-
portar lo que para ella fue una humillación. Pero a mí no
se me pedía que fuera con paños calientes ni que disfra-
zara las cosas. No me pagaba por eso. Le había prometido
que hablaría con la amiga, Tania Barros y el novio, Jorge
Hurtado. Después, ya vería lo que hacía con la informa-
ción y el nudo en el estómago que tenía desde que saliera
de la tienda de Lola y Agustín.
Supuse que, al lado de aquello, la posibilidad, por
cierta que fuera, de que un grupo de ex-militares, polis
corruptos y corruptibles y políticos de ultra-derecha co-

206
nectados con la caspa empresarial, pudieran dejarme en
la calle era el mal menor.
Sin embargo, el mensaje de Silvia lo cortó todo. O al
menos hizo que se quedara en suspenso. Entiendo perfec-
tamente a esa chica, me dijo la noche anterior, después
de haber cenado juntos. A ella también la habían llevado
hasta el borde del precipicio en varias ocasiones y no po-
cas veces quisieron empujarla. Otras, había sido ella la que
estuvo a punto de saltar. Hubiera preferido una llamada.
Oírla. Pero me bastaba con leerla.
«Buenos días. Tuve que irme temprano. No me dio
tiempo a despedirme. ¿Comemos juntos? Pásate por el ta-
ller. Tengo mucho lío. Estaré allí todo el día».
Le debía una conversación. Lo que no sabía era si Sil-
via la querría o no. Si sería capaz de pedírmela.

—Estos pendientes son preciosos. Tiene usted muy buen


gusto. A su esposa le encantarán.
Tania Barros era toda una profesional. Se trataba del
abecé de su oficio. Hacer que el cliente creyera que tenía
las riendas, que era quien tomaba las decisiones y al final
se llevaba lo que quería sin que la dependienta hubiera
insinuado nada. Realmente, fue ella quien eligió los pen-
dientes; quien me los vendió como los más maravillosos
del mundo mientras yo sonreía a todo lo que me decía y
miraba sus manos. Se movían con la agilidad de los mu-
chos años de experiencia envolviendo aquellas pequeñas
cajas.
—La que tiene buen gusto eres tú —la corregí.
Estábamos los dos solos en la joyería. Tania Barros
se detuvo para mirarme atentamente. En un primer mo-
mento con cierta alarma. Luego, con la misma sonrisa de

207
empleada eficiente que encaja los piropos de los clientes
agradecidos. Una sonrisa cordial y fría a partes iguales, sin
abandonar a partir de ese momento la rigidez del cuerpo.
Me invitaba amablemente a que no siguiera por ese cami-
no. Pensaría que estaba intentando ligar con ella, con la
excusa de los pendientes. Supondría que a continuación
intentaría hacerme el simpático para ganarme de nuevo
su atención. Ella estaba haciendo su trabajo y tenía que
hacerlo mostrando cierta simpatía con y por el cliente.
Nada más. Sin que por ello nadie tuviera que interpretar
lo contrario. Mucho tiempo en aquel sitio, pensé.
Mientras continuaba con lo suyo, no acerté a expli-
carme por qué Ricardo Beltrán nunca se decidió por ella,
por Tania. Me pareció que podía tener más en común con
ella que con Aroa Guerra. Pero en estas cosas, no mandaba
la razón, sino otro tipo de caprichos. Yo era incapaz de
entender por qué seguía conmigo Silvia o por qué la ca-
marera se había encaprichado conmigo. Misterios que era
mejor no resolver, por el bien del ego propio.
—¡Listo! —exclamó cuando hubo terminado, acer-
cándome el paquete, perfectamente envuelto; del mismo
modo que tenía colocadas las manos sobre el filo del mos-
trador de cristal y esbozaba una sonrisa satisfecha, pero
igual de fría e impersonal que la de antes.
Una profesional que debía demostrarlo a cada paso
que diera. Acababa de pasar un examen y le había tocado
yo como pregunta. No había nada en ella que se saliera
de lo que parecía un guion preestablecido, en el que se le
indicara en todo momento qué debía hacer: los centíme-
tros cuadrados de piel que debía dejar ver en el escote; los
milímetros de dentadura que había que enseñar en cada
sonrisa; el grado de inclinación de los labios; el número de
palabras a intercambiar con los clientes; los segundos que

208
tenía que tardar en empaquetar las joyas compradas por
cada uno. Un robot. Una máquina perfectamente engrasa-
da para que a nadie en la empresa se le ocurriera pensar
en echarla.
La empleada perfecta. La empleada ideal.
Me preguntaba si Clelia sería igual que ella. A sim-
ple vista, las dos respondían a un mismo patrón de mujer,
aunque Tania Barros fuera varios años mayor. Y nada in-
dicaba que, dentro de la joyería, tuviera que comportarse
de un modo distinto. Tenían fecha de caducidad, la que
marcaba su edad y la idoneidad o no, según juzgaran los
de arriba, para seguir cara al público. Vendían una belleza
asociada a la juventud. Tania Barros era una pieza más a la
que sustituirían llegado el momento. Y ella era plenamen-
te consciente de ello.
—Más me vale que le gusten —dije mientras sacaba la
cartera para pagar.
—Este tipo de pendientes son muy elegantes —me
respondió mientras comprobaba que los billetes que aca-
baba de darle eran verdaderos.
Me pasó una pantalla para que marcara, con uno de
esos punteros, una de las tres caras que aparecían impre-
sas. Una roja, con la boca torcida hacia abajo, enfadada.
Otra amarilla con una línea recta por labios. Y la última,
verde, encantada de haberse conocido. Tenía que evaluar
el trato recibido por la dependienta, según me indicó Ta-
nia. Marqué la verde sin pensarlo mucho, aunque tuviera
que ensañarme con el puntero, dando la impresión de que
estaba apuñalando al cacharro.
Me dio las gracias con una sonrisa que empezó a pa-
recerme algo más sincera que las anteriores, aun sin per-
der cierto aire de circunstancias. Tenía que marcharme. El
tiempo que podía dedicar a cada cliente, mi tiempo, había

209
pasado. La posición de su cuerpo al otro lado del mostra-
dor quería indicarme que todo lo que dijera a partir de
ese momento, caería en saco roto. Tania había dejado de
prestarme atención. Me había difuminado a pesar de que
continuara en pie, frente a ella, observándola. No parecía
reparar en mí, concentrada en lo que parecía ser un libro
de cuentas, donde apuntaba algo, quizás la venta de los
pendientes para Silvia, con una cuidada caligrafía.
Simulaba no prestarme atención, pero era más que
evidente que mi presencia allí empezaba a incomodarla.
Lo noté por cómo comenzó a golpear sobre el cristal con
las uñas pintadas de rojo; por cómo se mordía el labio in-
ferior; por cómo se secó con disimulo el sudor de la mano
en la falda. Yo hacía como que miraba las demás joyas de
la vitrina, distraído, por completo ajeno a una actitud, la
de ella, que sabía perfectamente que estaba provocando
con mi actitud. Quería forzarla a que alzara la cabeza del
cuaderno y me dirigiera de nuevo la palabra. Quería po-
nerla nerviosa para que dejara de lado esa pose tan artifi-
cial de muñeca perfecta. Quizás entendí qué fue lo que vio
Ricardo en Tania para no dar el paso. O más bien lo que no
vio en ella.
Dejó sobre el mostrador el bolígrafo con el que había
estado escribiendo. Hubiera querido estamparlo contra el
cristal y gritarme qué coño estaba haciendo todavía allí.
Sin embargo, mantuvo la compostura. No dejaría de ser
la empleada modélica que tanto se esforzaba por un mal
calentón. Ante todo, la profesionalidad.
Vi cómo su mano se situaba por debajo del mostrador,
colocándola a escasa distancia de un más que probable bo-
tón de alarma. Esperaba a que de un momento a otro la
encañonara con un arma y le dijera eso de manos-arri-
ba-esto-es-un-atraco-dame-todo-lo-que-haya-en-la-caja.

210
Supuse que era la pinta que tenía, por más que a Berna-
bé Utrilla, el portero, le hubiera parecido un respetable
financiero. Quizás ese era el problema. Tania Barros me
miró suplicándome que por favor no intentara nada, por
más que se esforzara en mostrar que estaba por encima
del bien y del mal.
—¿Puedo ayudarle en algo más? —me preguntó o más
bien me suplicó. Pretendía ser amable, recuperar el aplo-
mo de antes, pero no le salía del todo.
—Tal vez —le respondí, consciente de lo que buscaba
provocar.
Noté cómo la mujer cambiaba el peso de su cuerpo de
un pie a otro, preparándose para algo que ni ella misma sa-
bía bien qué sería. Por un instante se le pasaría por la cabe-
za la idea de apretar la alarma, pero no pudo o no encontró
el valor para hacerlo. Al menos no hasta estar segura de lo
que se le podía venir encima. No estaría dispuesta a pasar
por la estúpida neurótica que había metido en un follón a
un cliente por no haber sabido contener los nervios.
—Si no es más claro —me indicó.
—Creo que tenemos algunos conocidos comunes, Tania.
Al oír eso pareció relajarse. Volví a ver sus dos manos
correctamente alineadas, aunque sin abandonar sus sus-
picacias. Esperaba que me explicara.
—¿Conoces a los hermanos Beltrán?
La expresión de su rostro cambió por completo. Me
pareció, ahí sí, humana.
—Clelia y Ricardo —me confirmó con una sonrisa
franca en los labios.Volví a no entender por qué el herma-
no no se había quedado con la chica que tenía enfrente.
—Una pena lo de ella —solté—. Tengo entendido que
trabajabais juntas.
Asintió, dándome la razón.

211
Cogió de nuevo el bolígrafo y abrió el cuaderno, ha-
ciéndome ver que se le había olvidado apuntar algo muy
urgente. Que no podía perder su tiempo charlando con-
migo. Evitaba por todos los medios cruzar su mirada con
la mía. Jamás saldría de sus labios una invitación a que la
dejara en paz con todas las maldiciones que se le pudieran
ocurrir. O al menos no mientras estuviera detrás del mos-
trador de esa joyería. Ante todo, la corrección debida al
cliente y a la marca que ella representaba.
—Somos muchos los que no conseguimos explicarnos
por qué una chica como Clelia hizo lo que hizo —le lancé
el anzuelo a la desesperada, por ver si picaba.
Se quedó con el bolígrafo en el aire, la mano sobre el
cuaderno abierto para no perder la línea de lo que estu-
viera escribiendo.
—Yo tampoco sé nada.
Empecé a estar harto de los que decían no saber ni
haber visto ni haber oído.
—Pero erais algo más que simples compañeras.
Cerró el cuaderno y lo dejó a un lado. Seguía esgri-
miendo el bolígrafo como si de un estilete se tratara. Algo
parecido a la rabia comenzó a aflorar en Tania Barros. La
amable dependienta de joyería tenía su carácter; un genio
que era mejor no tentar.
—Éramos amigas —me respondió—, pero no siempre
nos lo contábamos todos. Ella tenía sus secretos y yo los
míos.
—¿Por ejemplo?
Me sonrió dejando escapar un bufido de hartazgo.
Hacía un rato que para ella había dejado de ser un cliente
para convertirme en una presencia desagradable. Y eso le
daba carta blanca para echarme con cajas destempladas si
fuera preciso. Fue un instante, cuando miró en dirección

212
a una de las cámaras de seguridad, la que estaba justo so-
bre la puerta y la enfocaba a ella directamente. Esa era la
única razón por la cual no salía de donde estaba para abo-
fetearme. En eso no se diferenciaba mucho de Aroa, me
dije. Con la salvedad de que a ella le hubiera importado un
carajo lo que Flavia Garitano le dijera por haber puesto en
su sitio a un cliente hartizo.
—Los secretos son eso, secretos —me respondió muy
despacio, para asegurarse de que la entendía bien—. Ella
me contaba lo que quería y se guardaba otras cosas. ¿Tú se
lo cuentas todo a tu mujer?
El bolígrafo de Tania Barros apuntó directamente ha-
cia donde había guardado los pendientes que acababa de
comprarle a Silvia. Me agradó eso de que pensara que pu-
diéramos estar casados.
—Entonces, jamás te habló de un hombre mayor que
ella con el que se veía…
Cambió su cara. Un frío debió recorrerle el espina-
zo, hasta el punto de hacerla soltar el bolígrafo y colocar
las manos sobre el mostrador. Era de nuevo la empleada
ideal. Esa mujer tenía la rara capacidad de transmutarse a
una velocidad sorprendente.
—No.
Supe que mentía. Que protegería a su amiga de todos
los que intentáramos averiguar lo que no debíamos.
—Tampoco te contó qué hacía en el edificio donde la
encontraron.
—No.
Y seguía mintiendo. Difícilmente saldríamos de ese bu-
cle de negativas en el que se había enrocado Tania Barros.
—¿Quién eres tú y por qué estás escarbando en la vida
de Clelia?
Había echado el cuerpo hacia delante.

213
—Soy Pepe Toro y ha sido su hermano, Ricardo, el que
me ha pedido que le ayude a entender por qué su herma-
na, tu amiga, quiso quitarse la vida.
Iba a contestarme, pero las palabras se le quedaron
en los labios. Su mirada se desvió por encima de mi hom-
bro y recuperó el aplomo de la dependienta eficaz y ama-
ble. Había entrado una pareja, unos clientes. Mi tiempo se
había acabado.
—¿En qué puedo ayudarle? El caballero ya ha termi-
nado —no quedaba ni rastro de la Tania Barros que un ins-
tante antes me había interrogado.
Había concluido. Cogí el cuaderno y el bolígrafo y ga-
rabateé mi nombre y mi número de teléfono en la página
final. La arranqué y se la di a la amiga de Clelia.
Para mí, nuestra conversación distaba mucho de ha-
ber llegado a su fin.

214
8

Acudí a mi cita puntual. Después de dejar a Tania Barros


tranquila en la joyería, no tenía cabeza ni estómago para
continuar hurgando en aquel cúmulo de silencios y me-
dias verdades que parecía ser todo lo relacionado con los
hermanos Beltrán. Silvia lo había dispuesto todo en la
parte de atrás del taller para que comiéramos allí. Por un
momento tuve la sensación de que volvíamos a la casilla
de salida. Los titubeos por su parte. El evitar rozarme más
de lo conveniente. Me recibió con un beso rápido, sin esa
urgencia que me demostrara las otras veces. Un beso por
compromiso. O al menos eso me pareció a mí. Todo pare-
cía indicar un retroceso que entraba dentro de lo posible.
Con Silvia cualquier cosa podía suceder.
Sobrevolaba entre nosotros dos una suerte de inco-
modidad por lo que sabíamos teníamos que decirnos y
ninguno sabíamos cómo empezar. Ella era consciente de
haber metido las narices donde tal vez no debería haber-
las metido. Lo cierto es que me importaba poco el que hu-
biera estado mirando aquella foto. Era sólo eso, un trozo
de papel en el que aparecía un Pepe Toro que ahora se me
antojaba un extraño. Y yo… Lo mío era otra cuestión. Tal
vez soltar ese lastre que me acompañaba desde hacía ya
demasiados años.
—¿Cuándo me vas a preguntar?

215
Silvia me sostuvo la mirada. No la cogía desprevenida
y en cierto modo hasta diría que la alivió. No había sido
la comida más agradable entre nosotros dos, pero tam-
poco de las más tensas. Me devolvió una de esas sonrisas
que me lanzaba para advertirme de que el camino estaba
abierto.
—Esta mañana miraste en la caja de madera…
Estaba lejos de avergonzarse por lo que pudiera pa-
sar a causa de una indiscreción por su parte. Yo le había
abierto las puertas. Le había dado las llaves y asegurado
mil veces que aquélla también era su casa.
—Lo siento —pero esa disculpa no me sonó como tal.
Era otra su intención. Como si me pidiera perdón no por
lo que había hecho sino por haberse creído con unos dere-
chos que tal vez yo no le hubiera dado.
Negué con la cabeza.
No tenía que pedirme disculpas. Ella no había hecho
nada. Eso estaba fuera de toda duda. Al menos para mí.
—Creo que nunca te hablé de aquello.
Y por «aquello» me refería a mis años de sargento de
los paracas en Iraq y al porqué me largaron o más bien,
por qué me largué del Ejército.
—Ni yo tampoco te pregunté —su mano vino en mi
ayuda. Esas barreras que parecían haber regresado se des-
vanecieron como un mal sueño.
—Era mi pelotón. Mis hombres. Cuidaba de ellos y ellos
de mí. Nos fiábamos los unos de los otros porque no nos
quedaba más remedio —Silvia esbozó una sonrisa, escu-
chándome—. Esa foto nos la tomaron en las últimas ma-
niobras en las que participé, en una playa de Cantabria, no
recuerdo el nombre. Es lo único que conservo de esos años.
Del resto me fui deshaciendo poco a poco. No tenía sentido
seguir apegado a ellos. Pero con esta foto es distinto.

216
Me costaba continuar con la historia. Ella lo notó.
Nunca pasaba por alto ciertos detalles.
—Déjalo, no es necesario que sigas si no quieres —aun-
que lo que estuviera pensando fuera: «si no puedes».
Porque precisamente la cuestión no era querer, sino
poder. Los recuerdos se me agolpaban y me atropellaban.
Me sentía como un pelele que no sabía cómo salir por más
que manoteara, pataleara y gritara. Nadie me escuchaba
porque lo hacía en voz muy baja. En el fondo lo que bus-
caba era ahogarme como el único modo de soltar el peso
que me trababa.
—Es diferente cuando sabes que ahí hay alguien a
quien ya no vas a volver a ver porque faltaste a esa regla
de proteger a tus hombres… Y lo más jodido de todo es
cuando te tienes que enfrentar a las miradas de la familia,
que te taladran mientras piensan de ti que eres un hipó-
crita; que todos los que estamos allí, participando en uno
de esos entierros militares con toda la parafernalia, sus
medallas colgadas del ataúd que no solucionan nada por-
que al final son sólo eso, un trozo de metal con una cinta
de tela por la que encima tienes que pagar. Un reconoci-
miento, te dicen como haciéndote un favor y limpiándose
el culo con el dolor de todos. Los mismos tipos que se des-
hacían en halagos hacia el valor y el sacrificio del muerto,
eran los que unos días antes dijeron que todo había sido
cuestión de mala suerte; que tocaba apechugar con eso.
Daños colaterales, lo llamaron los muy hijos de puta con
el cuerpo todavía caliente en el hangar —y se me cruzó
la imagen del coronel Gerardo Vallespín, que en poco o
nada se diferenciaba de la de esos mismos oficiales, pero
era la que más reciente tenía—. Se jugaban el honor de la
bandera y la patria. Que si los americanos desembarcaban,
a nosotros nos tocaba saltar. No íbamos a quedar mal en

217
unas maniobras OTAN delante de nuestros aliados. Que
ya habíamos hecho demasiado el ridículo retirándonos
de Iraq, como para volver a hacerlo. Soplaba la galerna.
Propusimos un aplazamiento del salto, por seguridad de
la tropa; de los que nos teníamos que tirar de un avión a
unos cuantos metros del suelo. Ni hablar, nos contestaron.
O es que son ustedes unos cobardes. Lo que no éramos,
era idiotas y los que llevábamos unos años en el oficio sa-
bíamos que nos la jugábamos. Intentamos por todos los
medios retrasarlo, pero no hubo forma. En la guerra no
había espacio para ese tipo de delicadezas. Como si aquel
teniente coronel supiera de lo que estaba hablando. Ahí
tuve el primer el tropiezo con el capitán Eugeni Dolz —
aquel nombre, pronunciado en alto, tenía la rara peculia-
ridad de revolverme el estómago—. Tenías que haberlo
visto, Silvia, alto, buena facha, envarado… El típico oficial
del Ejército español, convenientemente culto cuando de-
bía aparentar serlo, capaz de conversar con quien fuera de
lo que fuera, con tal de demostrar que estaba a la altura
de lo que se esperaba de él. Y al mismo tiempo, putero, ju-
gador y borracho cuando estaba con la tropa, a la que por
supuesto despreciaba porque a fin de cuentas no éramos
más que carne de cañón para asegurarle medallas y estre-
llas en la bocamanga. Supongo que, después del tiempo
que ha pasado, si no es coronel poco le faltará. Ya le au-
guraba un futuro prometedor, como buen hijo de su padre
que era —no podía evitar el asco que me daba con sólo
recordar a aquel fulano. Silvia lo notó por el tono amargo
de mi voz. Con una mirada y la leve presión de su mano
sobre la mía me indicó que parara; que no era necesario
que continuara con lo que no era sino una tortura para
mí. Ella también lo estaba pasando mal al verme en ese
trance. Pero yo no iba a dejarlo en ese punto. Necesitaba

218
hacerlo—. El sargento Toro se había saltado la escala de
mando yendo a hablar directamente con los mandos del
regimiento y eso le sentó fatal a nuestro capitán. Que qué
me había creído que era aquello; que si no sabía dónde
estaba y para lo que estaba. Que si las órdenes y el honor
del cuerpo y todo eso. Que ni se nos pasara por la cabeza el
que la compañía se quedara en tierra. Y miró al teniente,
más viejo que él, pero que se tenía que callar la boca por-
que le faltaba estrella. Quise responderle. Decirle que po-
dían ser órdenes y todo lo que quisiera, que no dejaba de
ser una locura. Pero no había opción a la discusión. Aquel
teniente me mandó callar. Él tampoco estaba de acuerdo,
pero no podíamos hacer nada. Supongo que las maniobras
ya estaban gafadas. Algo tenía que salir mal a la fuerza por
más que todos nos empeñáramos en aparentar que pen-
sábamos lo contrario. Lo más jodido —miré a Silvia como
si sólo ella pudiera entender lo que iba a decirle; como
si sólo ella pudiera darme algo parecido a la absolución—
es que tus hombres, esos que han confiado en ti, te bus-
quen para que les asegures que todo irá bien. Para que les
prometas que se ha hecho todo lo humanamente posible
y tengas que mentirles. Decirles que los mandos han en-
tendido nuestras quejas pero que no podían hacer nada,
cuando lo cierto era que me habían mandado a la mierda
y encima amenazado con un arresto por insubordinación.
Ellos no debían saberlo, sobre todo cuando en unas ho-
ras se jugaban el tipo. No sé si hice bien o mal… De ese
día recuerdo con claridad el rugido del motor, metidos en
la panza del avión, nada más. Ni conversaciones ni nada
más. Creo que ninguno del pelotón estaba de humor, to-
dos estábamos pendientes de las señales. Que el ejercicio
terminara lo antes posible. Saltar y que todo saliera bien.
Tomar tierra sanos y salvos. Pegar cuatro tiros para que a

219
los mandos se les pusiera la polla dura, unas palmaditas
en la espalda, olé vuestros cojones chavales, así se las gas-
tan los paracas españoles que ríete tú de los marines y los
navy seal esos. Pero todo se fue a la mierda en cuestión de
segundos. No hace falta más. Una ráfaga de aire y los que
menos experiencia tenían… Varios heridos y un muerto al
que conocía. Era de los míos. Y lo que vino después te lo
puedes imaginar. La mala hostia. Las conversaciones en
las garitas durante las guardias. En la cantina del cuartel.
Supongo que a más de uno se le pasó la idea de pegarle
un tiro al capitán o al teniente coronel mientras pasaban
revista a las tropas. Me consta que a mí también me seña-
laron algunos. Podía haber hecho más de lo que hice. A la
mujer le dieron una indemnización de mierda, pero le de-
jaron claro que ni se le ocurriera denunciar, porque tenía
mucho que perder: los hijos pequeños. Los muy cabrones
tuvieron el cuajo de regalarles unas boinas del regimien-
to, por si querían seguir los pasos de papá. A los heridos,
tres cuartos de lo mismo. Unos miles de euros y que ni
se les ocurriera protestar porque se iban a la calle con lo
puesto y no era cuestión de jugarse el pan. Los que sí de-
cidimos hacer algo de ruido fuimos unos cuantos imbéci-
les que creímos poder doblarles el brazo. Acudimos a la
justicia militar para que se rieran de nosotros en nuestra
puta cara. Investigación llamaron a aquella pantomima
que montaron un capitán y un comandante jurídicos bajo
la supervisión de nuestro teniente coronel. Ya te puedes
imaginar. La conclusión fue que la culpa era del muerto
y los heridos por no haber revisado el material y no res-
petar los protocolos. Y si seguíamos dando por culo, nos
mandaban a la mierda. Mandaron a Dolz para que nos pu-
siera en nuestro sitio. Lo más suave que me llamó fue co-
barde, por querer endiñarles una responsabilidad que en

220
el fondo sólo era mía. Supongo que algo me cegó. Tenerlo
tan cerca, con esa estúpida superioridad con la que me
insultaba… Llamarlo pelea sería mentir. Le largué un pu-
ñetazo en la nariz, se la partí. Fue la excusa para pasarme
unos meses en el calabozo a la espera de un juicio militar
que tenía perdido de antemano. Licenciado con deshonor
y sin derecho a nada. Supongo que fue la venganza que me
cobré por la muerte de aquel muchacho. Un precio dema-
siado pequeño el que le saqué al Ejército.
La historia de la bala pareció dejarla sin palabras.
Al terminar sentí como una especie de alivio. La mis-
ma que debería sentir cualquier buen católico después de
confesarse.
Silvia me miraba directamente a los ojos. Por una vez,
fui incapaz de descubrir en qué estaba pensando. Quizás
porque nunca hasta ese momento me había visto tan di-
rectamente implicado. Nunca hasta ese momento me sa-
bía juzgado por ella. Durante unos largos instantes temí
que se levantara e, invitándome a irme, me dijera que
hasta ahí habíamos llegado. Que lo nuestro se había ter-
minado. Que no podía estar con un hombre que se había
ganado la vida ejerciendo como mercenario, ayudando a
sacar de contrabando minerales manchados de sangre.
Silvia contrajo los labios, sin apartar sus ojos de los
míos. Estaba armando una respuesta que posiblemente no
me gustaría.
—Te conocí cuando te dedicabas a ir por ahí partién-
dole la cara a la gente por encargo. Al principio, tengo que
confesarte que no me agradaba lo más mínimo. Cuando
te vi ese día al otro lado del escaparate… me dio miedo y
las primeras veces que hiciste como que nos encontrába-
mos por casualidad, tenía mis reparos, pero nunca pasa-
ba nada… o nada malo para mí —me confesó escogiendo

221
cuidadosamente las palabras. Intenté decir algo, una dis-
culpa, darle una explicación, pero Silvia me mandó callar
apretándome otra vez la mano, pidiéndome que ahora la
escuchara yo—. Fue un esfuerzo muy grande el que tuve
que hacer para fiarme de ti. Sabías por lo que acababa de
pasar y contigo nunca me sentí forzada a nada. Era como
si el hombre que estaba delante de mí no tuviera nada que
ver con el tipo al que mi padre había pagado mil quinien-
tos euros para darle una paliza al hijo de puta de mi ex.
Hace mucho tiempo que me olvidé de quién eres cuando
sales por la puerta y me quedo sólo con el hombre que
ahora mismo está aquí. El único miedo que tengo es que
pueda pasarte algo malo.
Fue un instante en el que no supe cómo reaccionar.
Cualquier palabra que dijera, cualquier gesto que hiciera,
estaban fuera de lugar. Sobraban. Ahora era ella, Silvia,
quien había tomado la iniciativa. Me había desarmado
después de que yo me entregara voluntariamente. Ambos
estábamos en paz el uno con el otro, y cada uno consigo
mismo. El tiempo debía detenerse en ese momento. Que-
darnos allí, refugiados, ocultos a todo cuanto ocurría al
otro lado de la puerta del taller. Ya nada más importaba. A
la mierda con todo. El momento de separarnos tenía que
llegar, el de aplazarnos hasta un nuevo encuentro, pero
mientras llegaba podíamos aprovecharlo.

Era uno de esos tipos a los que gustaba gustar y de los que
se gustaban a sí mismos. El traje que vestía parecía más
una segunda piel que un uniforme de trabajo. Se desen-
volvía bien en las distancias cortas. Tenía eso que llaman
don de gentes. Una simpatía innata que hacía que quien lo
escuchara se sintiera único, lo cual era una ventaja dado

222
su trabajo. Eso y que tenía cierto atractivo físico, hacían el
resto. De irme ese palo, posiblemente yo también hubiera
quedado perdidamente enamorado de Jorge Hurtado. De-
bía ser él. Por lo que me había contado Ricardo, no podía
tratarse de otro. Ninguno de los fulanos de aquel grupo
encajaba mejor en la imagen mental que me había hecho
de él.
Clelia Beltrán podía haber querido a ese hombre, pero
dudé si el sentimiento era recíproco. Desde mi punto de
observación, tenía una vista perfecta del grupo que volvía
a la gestoría después de comer. Y Hurtado parecía ejercer
algo semejante a un liderazgo más o menos acatado por
sus compañeros y compañeras. Hablaba y gesticulaba sin
parar, agarrándolas a ellas por el brazo, para atraerlas ha-
cia sí y decirles algo en voz baja. También tenía atencio-
nes para ellos, palmeando espaldas y prodigando abrazos,
para que nadie sintiera el agravio comparativo. Entendí
que, con ese carácter tan abierto y aparentemente alegre,
hubiera liado no sólo a la hermana sino también al herma-
no, hasta el punto de hacerle palmar una pasta. En cierto
modo, aquel tipo me recordó a Eric Montero, aunque el
venezolano fuera en principio menos peligroso que el tal
Jorge Hurtado. O peligroso a su manera.
Salí del coche con un cigarrillo en los labios que
encendí mientras me acercaba al grupo, que se había
parado frente a la puerta de la gestoría esperando el
momento de reanudar la jornada. Mi pinta de tiburón
inmobiliario no pareció causarles ninguna impresión.
No todo el mundo era Bernabé Utrilla… Noté ciertas mi-
radas de recelo en algunos de ellos, especialmente en los
que tenían más callo en el negocio. Mi presa no se dio
por enterada. Seguía a lo suyo, dándole carrete a un par
de chavalas y un tipo que por las pintas llevaría bastan-

223
tes más años que él en el oficio, pero lo miraba como si
de un gurú de esos se tratara.
Al oírlo hablar todas mis sospechas se confirmaron.
No podía ser otro. Aquel tipo era un perfecto gilipollas
que lo fiaba todo a su porte, su labia y una astucia que
disimulaba bajo un encanto que se vendría abajo a las pri-
meras de cambio.
—Allí tengo las puertas abiertas. El director es íntimo
amigo desde que le hice ganar sus buenos millones —aquí
me tuve que aguantar la risa dándole una calada al pitillo
para no delatarme—. A Cristina le encanta aquello…
Supuse que la tal Cristina debía ser algo así como una
follamiga. Eché les cuentas y la pena por Clelia no le había
durado mucho, cuando ya le había encontrado recambio.
Ojo profesional, al fin y al cabo, acabé calculando dónde
largarle el viaje. Me debatía entre romperle la nariz y que
tuviera la jeta hinchada una temporada o doblarlo con un
puñetazo en el hígado y rematarlo a hostias en el suelo
hasta que se meara encima. Pero en esta ocasión, no me
pagaban por darle una paliza sino por sacarle alguna in-
formación, aunque no descartara darle una tunda gratis,
a favor de auditorio.
—¿Jorge Hurtado?
Quise sonar lo más educado posible, pero visto y oído
cómo se las gastaba aquel tipejo, me la sudaba. Había te-
nido que envainármela con el portero y la joyera, y no es-
taba dispuesto a que me vacilara un niñato trajeado. ¿Qué
milonga me contaría éste? Si es que se dignaba a atender-
me, claro.
Pronunciar su nombre equivalía a acariciarle el ego.
Se volvió hacia mí sin cambiar un ápice ese aire de buena
voluntad y predisposición a derramarse sobre los demás
de manera altruista.

224
—¿Quién lo pegunta?
—Pepe Toro.
Nada más presentarme, Hurtado me tendió la mano,
activado por un resorte. Él también tenía sus dejes profe-
sionales. Había visto en mí una presa sobre la que caer y
para ello desplegaría todos sus encantos. El hijoputa. No
pude evitar una sonrisa esquinada. «Chaval, no sabes con
quién te la estás jugando», pensé.
—¿Teníamos cita hoy?
Sabía que no, que ni siquiera nos conocíamos, pero
tenía que tratarme de modo que pareciera que era un
cliente potencial, único. Que el tipo al que iba a darle mi
pasta para que la gestionara, era un hombre solvente con
muchos clientes a los que atender.
—No —le confirmé, con el cigarrillo entre los labios y
las manos en los bolsillos del pantalón.
Me miró detenidamente, barajando las opciones que
tenía alguien como yo de convertirse en cliente de un tipo
como él. Por vez primera en mi vida, alguien estaba cali-
brando mis potencialidades. Ni siquiera cuando estuve en
los paracas o servía de escudo de mercancías en el Con-
go. Jamás aquel afrikaner majara nos estudió con tanto
detenimiento para adivinar cuánto duraríamos sobre el
terreno.
Tenía su guasa el asunto.
—Concierta una cita con Laura —y señaló a la chica
con la que estaba hablando— y ya me cuentas más tran-
quilamente.
Intervino rápido la tal Laura.
—Tienes la agenda completa hasta mediados de la se-
mana que viene. Y acuérdate que mañana tienes la reu-
nión en el banco.
Quería dejarme claro que ellos no estaban para per-

225
der el tiempo. Que eran una empresa seria que se ocupaba
de cosas importantes y no un simple consultorio al que
podía acudir cualquiera que quisiera sacarle algún bene-
ficio a unos cuantos cientos de euros que hubiera podido
ahorrar a lo largo de los años.
Tiré el cigarrillo al suelo, a escasos milímetros de sus
zapatos. Por la pinta, bastante caros. Quizás italianos. O
una buena imitación. Nunca se sabía. Buscaba provocarlo.
Dejarle claro que iba en serio y que, puestos a jugar, yo
también sabía. Me importaba un carajo que tuviera o no
la agenda hasta arriba de citas. Estaba allí para hablar con
él y no me iría sin hacerlo. Él pareció adivinar cuáles eran
mis intenciones, aunque sin averiguar ni por asomo qué
era lo que realmente pretendía. Para él sólo era un tipo
con cierta soberbia. Me tomaba por uno de tantos nuevos
ricos, como los hermanos Melgar o Manuel Roldán. Gente
con pasta que tenía que buscarle acomodo para que no se
les echara encima Hacienda.
Pensé en el Pirulo y el Lear. Si les hubiera tirado el
cigarrillo al lado de las zapatillas, allí se hubiera liado un
pifostio considerable. A diferencia de Jorge Hurtado, ellos
no dejaban pasar una ofensa sin su justo castigo. No ha-
bía en el gestor nada, a parte de la ropa, que me dejara
entrever unos orígenes muy diferentes a los de aquellos
macarras. Simplemente el golpe de suerte combinado con
cierta astucia para llegar hasta donde estaba.
—Creo que el señor Toro tiene algo de prisa —reco-
noció Hurtado a la secretaria de la asesoría—. ¿Crees que
podrías hacerle un hueco?
Había tomado a Laura del antebrazo, como si lo que
acaba de pedirle no fuera parte de su trabajo, sino un favor
personal que él le pedía. La mujer pareció deshacerse bajo
el calor familiar que desprendía aquella mano. Hurtado

226
era consciente del poder que tenían ese tipo de gestos y
no dudaba en valerse de ellos cuando la ocasión lo reque-
ría. Intuyó que de no darme una solución pronto, y que
además me satisficiera, podía tener un problema del que
tal vez saliera mal parado. Aunque se notaba que Hurtado
se cuidaba, que acudía con cierta regularidad al gimnasio,
no tenía la envergadura suficiente como para aguantar un
asalto con un tipo como yo.
—Me han dicho que eres el mejor en lo tuyo —tercié
yo antes de que Laura pudiera hacer o decir algo.
Acariciarle el ego a alguien como él siempre funcio-
naba. Se hinchó como un pavo real. Le sonrió a Laura bus-
cando una aprobación suya que no necesitaba, pero que
quedaba bien como gesto para la galería. Un toque de fal-
sa humildad innecesario, por más que él no supiera que
no estaba allí por sus dotes como gestor de inversiones o
a lo que se dedicara.
—He tenido algunos golpes de suerte que han hecho
ganar mucho a mis clientes. Porque yo a mis clientes los
elijo y los llevo hasta lo más alto… Con la ayuda de mi equi-
po —y aquí volvía a meter en escena a Laura, que tampoco
era insensible a los halagos.
—¿Los fracasos no se cuentan?
—Siempre —seguía manteniendo el tono triunfal de
quien no quería dejar escapar a su presa. Tenía que mos-
trarse humano, con sus puntos fuertes y débiles, si eso era
lo que yo demandaba—. De los fracasos se aprende más
que de los grandes éxitos.
Y ahora iba de gurú del pensamiento constructivo.
Todo muy de manual de escuela de negocios. Se le empe-
zaba a ver el plumero y yo tenía que reconocer que me lo
estaba pasando teta.
—No cuando se palma una buena pasta.

227
Leyó mi desconfianza y tuvo que actuar en conse-
cuencia.
—No te preocupes por eso —me puso la mano en el
hombro para terminar de ganarse mi confianza—. Ahora
los mercados están más tranquilos, aunque el riesgo cero
no exista… El dinero de mis clientes lo muevo siempre en
inversiones seguras.
—Creo que Ricardo Beltrán puso en tus manos una
buena cantidad y lo perdió todo sin que supieras muy bien
explicarle el porqué. Según me dijo, también le prometis-
te poco menos que el cielo.
Apartó la mano de mi hombro y dio dos pasos hacia
atrás, hasta casi tropezar con Laura.
—¿Hablamos a solas o necesitas testigos? —le dije a
un Jorge Hurtado que empezó a barajar seriamente la op-
ción de dar una espantada. Si no lo hacía era por el qué
dirían sus compañeros.
Laura nos miraba a ambos con cara de no estar enten-
diendo nada, pero sin la más mínima intención de perderse
lo que tuviéramos que decirnos. Fue un gesto de Hurtado
lo que la llevó a tomar la decisión, en contra de su volun-
tad, de dejarnos a solas. En el rato que llevábamos allí,
nos habíamos convertido en el centro de atención. Aquel
puñado de hombres y mujeres que formaban un corrillo
apurando los últimos minutos antes de volver al trabajo,
nos estaba observando. Algunos se daban con el codo, po-
siblemente apostando por cuánto tardaría aquel tiburón
de los negocios en llevarme al huerto y hacerme firmar un
contrato. Otros se estarían partiendo de risa al ver cómo
me resistía y Hurtado se quedaba con un palmo de narices
al ver que se le escurría un cliente entre los dedos. Que se
jodiera, debían de estar pensando, por capullo prepotente.
Habría tenido que meterse sus encantos por el culo.

228
Le eché el brazo por los hombros y lo aparté de mira-
das y oídos indiscretos; no mucho, para no levantar sospe-
chas. Noté cómo el aplomo del zorro de las finanzas se ha-
bía esfumado para convertirse en un tiñalpa tembloroso y
acojonado por lo que pudiera caerle encima.
—Ya le dije a Ricardo que no puedo devolverle el di-
nero, que eso se perdió, que era uno de los riesgos que
corría, aunque en ese momento nadie nos hubiera dicho
nada. Parecía una inversión segura.
Lo dejé que se confesara, más que nada porque ame-
nazaba con llorar para librarse de lo que veía inevitable:
una paliza a cuenta de quien fuera su cuñado y delante de
todos sus compañeros. El ídolo caído.
—No vengo por eso —lo tranquilicé—. Aunque no des-
carto que en un futuro…
No entendía nada de lo que estaba pasando.
—Hasta hace poco eras novio de Clelia Beltrán.
El nombre de la chica pareció sacudirlo y no para bien.
El fulano me lanzó una mirada de perdonavidas. Dime lo
que me tengas que decir y déjame en paz, me decía.
—Eso se acabó. Y si no quieres concertar una cita con
Laura, creo que no hay nada más de qué hablar.
Se iba, pero lo retuve sujetándolo por el brazo. Lo aga-
rré con fuerza. Me echó la misma mirada de desafío, mez-
clada con desprecio hacia quien consideraba poco menos
que un despojo. Jorge Hurtado se tenía por un triunfador
y yo sólo le recordaba el fracaso, por más que se empeñara
en proclamar eso de que al final de aprendía más de los
errores que de los aciertos.
—Pero yo sí —le contesté—. Y no me voy a ir de aquí
tan fácilmente. Me sentaré contigo en tu oficina y allí
estaré hasta que me canse de verte la jeta. Y volveré al
día siguiente y los que hagan falta. O mejor todavía, a

229
cada persona que entre o llame, le contaré que no eres
más que un fraude, que me has hecho perder muchísimo
dinero, una fortuna, porque no tienes ni puta idea de lo
que haces.
Rompió a reír. Era una risa excitada, a la desesperada.
Todos nos observaban, preguntándose qué estaría pasan-
do. Uno de sus compañeros hizo el intento de acercarse,
quizás para asegurarse de que todo iba bien y que no ha-
bía de qué preocuparse. Un arrebato de lucidez lo dejó en
su sitio.
—No sé qué se le pudo pasar a esa jodida loca por la
cabeza para saltar desde esa ventana.
Me lo soltó muy despacio. Sin descomponer el gesto.
—Veo que no guardas muy buen recuerdo de ella.
—¿Tú se lo guardarías a una celosa enferma? Estaba
harto de los espectáculos que me montaba si alguna mu-
jer se me acercaba. Me llamaba a todas horas para pregun-
tarme dónde estaba y con quién; para saber cuándo iría a
recogerla, y pobre de mí si me retrasaba. Eso no te lo ha
contado el santurrón de Ricardo. Su hermanita perfecta.
¿Sabes que vino a partirme la cara? Decía que yo era el
único culpable de que Clelia hubiera intentado suicidarse
y que ahora estuviera metida en una cama como un ve-
getal.
Dejé que escupiera todo el veneno que llevaba acu-
mulado. A pesar de lo poco que lo conocía, me costaba
imaginar a Ricardo yendo a darle una paliza al novio de
su hermana, aunque en el momento de haber palmado
la pasta, era lógico que lo zarandeara. Lo que ya no me
cuadraba era la descripción que me había dado de Clelia
como una mujer controladora y desconfiada. Ese papel le
correspondía a él, a Jorge Hurtado, según lo que me había
contado el propio Beltrán.

230
—¿Y había motivos para esa desconfianza? —con un
gesto señalé hacia Laura, mientras pensaba en esa Cristi-
na a la que había oído mencionar.
Desvió la mirada, intentando ocultar lo que sabía le
era imposible. Se pasó la mano por la cara. Parecía estar
haciendo un esfuerzo sobrehumano.
—Al principio no, pero luego…
—Luego ya todo cambió —me adelanté en su ayuda, o
lo que yo creí era ayudarlo.
—Supongo que me aburrí de ella.
—Pero en ningún momento te planteaste dejarla.
¿Temías hacerle daño? ¿O más bien lo que temías era per-
der ciertos… privilegios?
Concentró en mí todo su desprecio. Sus ojos estaban
clavados en mí como dos cuchillos. Sentía que lo estaba
humillando con mis insinuaciones.
—¿Qué privilegios? —me espetó ofendido —. No sé
si los conoces, pero esa familia no tiene ni donde caerse
muerta, por más que les guste aparentar. Van de cultos,
presumen de viajes, pero no son más que unos curritos
con ínfulas.
—Tenía entendido que eras tú quien la controlaba.
Agachó la cabeza y resopló, harto del tercer grado al
que lo estaba sometiendo en plena calle.
—No hay peor ciego que el que no quiere ver —me
dijo—. Clelia estaba harta de todos, de su hermano, de su
familia, de su trabajo. Creo que hasta estaba cansada de
mí. Esa chica quería volar, pero ni la dejaban ni se atrevía.
No quería defraudar a nadie. Me hizo pasar muchos malos
ratos, pero no le deseaba nada malo.
Una chica insegura que teme no estar a la altura de
lo que todos esperan de ella. Y un hermano que se niega a
ver la realidad: que su hermana no era ni tan perfecta ni

231
tal feliz como él y todos creían. Jorge Hurtado podía ser
un grandísimo hijo de puta, pero no me estaba mintiendo.
Él también necesitaba explicarse.
—Pero no le contaste nada de esto a la policía…
—Lo que quería Ricardo era que me hubieran ence-
rrado y tirado la llave. Vinieron para hablar conmigo, pero
no había nada en mi contra, así que me dejaron tranquilo.
Supongo que por eso estás aquí, para hacerme hablar sea
como sea.
Me retaba a que le diera la razón. Que lo agarrara por
el pecho de la camisa y la emprendiera a golpes con él
hasta arrancarle una confesión de culpabilidad que luego
pudiera escupir a la cara de su ex-cuñado.
—Y, sin embargo, era ella la que tenía a otro.
Jorge Hurtado se puso blanco. Acababa de soltarle un
puñetazo directo a la boca del estómago. Su cara era toda
la respuesta que necesitaba.
—La vieron varias veces en compañía de un hombre
mayor que ella, bien plantado, en el mismo edificio donde
la encontraron tirada —continué.
Apretó los puños y la mandíbula, preparándose para
lanzarse sobre mí a las primeras de cambio. Algo que hi-
ciera o dijera lo haría estallar. Estaba dolido por lo que
acababa de decirle. Podía estar harto de ella y tener un
harén de amantes con las que desfogarse, pero Clelia Bel-
trán era de su propiedad y para un tipo con el ego de Jorge
Hurtado, enterarse de que ella podía haberlo cambiado
por otro hombre era un mazazo a su orgullo de machito.
Que no sospechaba nada de la existencia del otro era
más que evidente. Tan seguro de sus encantos a pesar de
haber reconocido que ella estaba cansada. Se llevó las ma-
nos a la cabeza, hundiendo los dedos en el pelo en un arre-
bato de desesperación, murmurando «hija de puta» varias

232
veces, sin atreverse a alzar la voz. Clelia le había visto la
cara de tonto, pero eso no podía salir de nosotros dos. Lo
sabía yo y ya le debía parecer un mundo.
—¿Y quién es ese tipo? —me preguntó al cabo de unos
segundos, cuando recobró algo de aplomo—. Él es el res-
ponsable de lo que le ha pasado a Clelia.
—Yo también quisiera saberlo.
—Pregúntale a Tania —había sacado su móvil y me lo
daba para que la llamara.
—He hablado con ella y tampoco sabe nada.
—¡Miente! —gritó presa de una curiosa desespera-
ción.
—Tal vez —le respondí sorprendido por su reacción—.
¿Cuándo lo dejasteis Clelia y tú?
—Un par de meses antes de todo lo que pasó.
—El hermano me contó que la vio llorando un día,
muy angustiada. Le preguntó y sólo le dijo que había teni-
do una discusión contigo, pero poco más.
—Si te sirve de algo —comenzó a contarme en un
tono de voz que anunciaba una confidencia—, fue ella la
que me dijo que habíamos terminado.
—Para un tipo como tú —miré hacia donde estaba
Laura—, eso debió ser una ofensa insoportable. Una mu-
jer que se atrevía a pasar de tus encantos. No te gustó,
¿verdad? Le estuviste mandando mensajes para que se lo
pensara y volviera contigo a pesar de que ya tenías a una
o a varias en lista de espera. Incluso te presentaste en la
puerta de la joyería o en su casa para insistirle y que reca-
pacitara. Pero Clelia se mantenía firme en sus trece y no
volvería contigo porque ya había encontrado algo mejor.
¿Estás seguro de que no te dijo nada sobre ese tipo con el
que se estaba viendo? Aunque sólo fuera por joderte.
Escuchó mi historia con una sonrisa que le torcía la

233
boca en un gesto amargo. Un trago que tenía que pasar sí
o sí, pero que pronto habría terminado. Jorge Hurtado ha-
bía cruzado los brazos a la altura del pecho y de cuando en
cuando miraba hacia donde estaban sus compañeros, pero
sin dejar de prestarme atención. Fue Laura la que le dijo
que iban a entrar ya, que se acordara de que aún tenía va-
rias cosas pendientes. Era su manera de echarle un cable
a su amigo, compañero, jefe o lo que fuera. Pero Hurtado
tenía una cuenta pendiente conmigo y no se movería de
allí hasta haberla saldado.
—Mira, no sé qué pretendes con todo esto —me dijo
sin molestarse siquiera en ocultar el cabreo por la historia
que acababa de contarle—, pero te equivocas de medio a
medio. Nunca le monté una escena de celos ni despecho a
Clelia, por más que fuera ella la que me mandara a paseo.
Como bien has dicho, tengo mis balas en la recámara —y
señaló hacia la puerta por la que entraba Laura, en un ges-
to que también incluiría a la tal Cristina—. Una más, una
menos, qué más da. La ruptura fue pacífica, sin gritos ni
reproches de ningún tipo. No sé qué te habrá contado el
capullo de Ricardo. Y si te soy sincero, Clelia me hizo un
favor, porque yo no sabía cómo acabar con lo nuestro. En
el fondo me daba pena la chica y cuando me dijo que se
acabó, sentí un gran alivio. Quedamos como amigos, nos
vimos un par de veces para tomar un café y la vi muy cam-
biada. Estaba mucho mejor, pero tampoco quise pregun-
tarle. No era asunto mío.
Asentí con la cabeza, dando por buena la versión que
me había contado y reservándome mi propia teoría.
—¿Cuándo os visteis por última vez?
—Una semana o diez días antes de que pasara lo que
pasó. Al día siguiente me iba de viaje y sólo pude estar
con ella unos pocos minutos —se paró rebuscando en su

234
memoria—. Y ahora que lo dices, ese día la noté un poco
rara, como si quisiera decirme o pedirme algo, pero por
mis prisas, no le dio tiempo.
Lo que acababa de relatarme, cuadraba con ese esta-
do de nerviosismo que me contó Lola, la mujer de la tien-
da. Una situación que al menos venía durando desde que
se encontró con su ex-novio. Sólo faltaba averiguar por
qué estaba así; qué fue lo que le provocó tal estado. Cada
vez estaba más convencido de que todo pasaba por ese
misterioso hombre con el que se encontraba en el edifi-
cio donde la hallaron medio muerta. Cada vez estaba más
convencido de que todo pasaba por que Tania Barros rom-
piera su silencio hermético y traicionara a su amiga. Lo
cual, difícilmente sucedería si ella no encontraba las ra-
zones suficientes y yo tenía la sensación de haber llegado
hasta donde podía. Y sin embargo…
Jorge Hurtado seguía en la misma posición, escrután-
dome con la mirada, tratando de leer en mí algo de lo que
pudiera continuar diciéndole. Sacó el móvil del bolsillo del
pantalón y consultó los mensajes que le habían llegado y
la hora. Uno de ellos le arrancó una sonrisa mucho más
amable y relajada. No le hizo falta decirme nada para que
entendiera que por su parte ya estaba todo dicho. Sólo le
faltaba por saber si yo también estaba satisfecho.
Le tendí la mano como gesto de buena voluntad y en
cierto modo como disculpa por haberlo puesto en seme-
jante situación, pero el tipo decidió dejarme con ella en
el aire. Jamás pasaría por alto las palabras que le había
dicho ni el que hubiera dudado de él. Jorge Hurtado era de
esos tipos rencorosos, de los que ni olvidan ni perdonan
las ofensas que ellos creen que se les ha hecho; de los que
llevaban sus filias y fobias hasta sus últimas consecuen-
cias. Y yo, Pepe Toro, me había puesto del lado equivoca-

235
do de su historia. Lo único que me salvaba era que Clelia
Beltrán le importaba, no así tanto su hermano, que estaba
en el mismo bando que yo y era el culpable último de la
humillación que acababa de sufrir.
—No me gustaría volver a verte —me soltó con toda la
chulería que había recuperado.
—Ni a mí tampoco —le respondí con la misma elegan-
cia que él—. Pero tal vez tengamos que volver a hablar.
—Espero que entonces sea para que me digas el nom-
bre del tipo con el que se veía Clelia. Mientras tanto, man-
tente alejado de mí, bastante has hecho ya hoy. Y dile a
Ricardo que la próxima vez que quiera ajustar cuentas
conmigo, que no me mande a un matón y venga él direc-
tamente.
Tenía su gracia Hurtado. De golpe parecía haber re-
cuperado esos aires de perdonavidas y as de los negocios
con los que se movía. Iba de farol, consciente de que no
me atrevería a tocarle un pelo en mitad de la calle, con
la gente yendo y viniendo. Pero se equivocaba conmigo.
Sabía cómo mandarles un recadito a tipos como él sin que
nadie más se atreviera a decir esta boca es mía.
Me planté delante de él, con mi cuerpo pegado al
suyo. Pude oler el sudor frío que de pronto le bañó todo el
cuerpo; sentir su respiración acelerada por el peligro que
se le venía encima. Un peligro que no había sabido prever
y que, literalmente, lo tenía agarrado por los huevos.
—Cuidado, chaval, a quién y cómo amenazas. Me pa-
gan por este tipo de cosas.
Cuando lo solté, estaba blanco y le costaba respirar,
pero en sus ojos seguía estando esa mirada al mismo tiem-
po de desprecio y desafío. Si lo iba a tener como enemigo,
mejor que estuviera a la altura de las circunstancias.

236
No me dio tiempo ni a saludar. Entré en el bar y Mati me
acribilló a preguntas antes de que me diera tiempo a lle-
gar a la barra.
—¿Has visto a tu amigo Ramírez?
Me tenía preparado el vaso de tubo con los hielos, la
medida justa de ron y un botellín de coca cola.
—Desde anoche no sé nada de él —le respondí mien-
tras me sentaba en un taburete y terminaba de preparar
el cubata—. Y a eso venía.
—Yo que pensaba que venías por mí —me da con la
bayeta en el brazo, como si de una falsa amante despecha-
da se tratara.
A esas alturas del partido, todo el mundo sabía que
Mati ya tenía quien fuera a visitarla a su bar. Uno de esos
secretos a voces que las marujas comentaban por las tien-
das del barrio entre escandalizadas y envidiosas. No en-
tendían cómo podía estar con aquel senegalés, Abdou se
llamaba, pero ninguna de ellas le haría ascos a pasar un
rato con él en la cama.
Y allí estaba el tipo, en ropa de faena, con una fanta
de limón en las manos, antes de irse para el trabajo, mozo
de almacén de una empresa de mensajería. No me quitaba
ojo de encima. A decir verdad, ni a mí ni a ninguno de los
parroquianos que transitábamos desde tiempos inmemo-
riales por el garito de Mati y con los que tenía ese tipo de
bromas. Podía estar tranquilo.
—Yo tampoco lo veo desde ayer a estas horas —me
dijo, después de darle el beso de despedida a Abdou—. Y ya
me parece raro que no haya venido… —se puso a limpiar
la barra antes de volver a la carga—. ¿Cómo va lo del hijo?
—Va.
—¿Información reservada?

237
Me encogí de hombros.
Yo no era quién para ir aireando los trapos de nadie.
Le correspondía a Paco contárselo a quien quisiera, si le
daba la gana hacerlo. Y no creía que con Mati tuviera ese
tipo de secretos. Si había alguien que estuviera al corrien-
te de todo, esa era ella. Conocía al chico desde pequeño
y además, su preocupación era de verdad. Aquella mujer
no era muy dada a dobleces de ningún tipo y una tumba
cuando se le confiaba un secreto.
—No sabía que tú también tuvieras que guardar el se-
creto de confesión, como los curas.
—En este oficio, uno vale más por lo que calla que por
lo que cuenta.
Hizo el intento de tirarme la bayeta a la cara. Mati
parecía estar más simpática de lo habitual.
—Se me había olvidado con quién estaba hablando.
En ese mismo bar, en una de las mesas, cerca de la
puerta por lo que pudiera pasar, había aceptado algunos
encargos, con ella como testigo. Al principio se quedaba
mirando a los tipos con los que me sentaba entre suspicaz
y curiosa. A algunos se les notaba el apuro que traían pin-
tado en la cara. A otros, la mala leche y con esos, mejor no
tener mucho trato más allá del imprescindible. Mati sabía
cuál era mi negocio y en algo me tenía que buscar la vida
después de dejar el Ejército, me dijo un día de borrachera
que quería irse a casa y yo me abrí en canal todo lo acon-
sejable. A pesar de la curda, no perdía de vista lo que se
podía contar y lo que no.
—Bueno, mi sargento —me llamaba así de vez en
cuando, cuando tenía ganas de cachondeo—, en ese caso,
¿cuánto valdría yo?
Al otro lado de la barra, puso pose de modelo profe-
sional, trazando la silueta del cuerpo con las manos. La

238
miré de arriba abajo, con buen ojo sabiendo que entraba
en un territorio pantanoso, el ego de una mujer que se
gana la vida cara al público y que en otro tiempo pasó por
hacer estragos entre el género masculino, más por la pi-
cardía que gastaba que por dones físicos otorgados por la
genética.
—Mati —le respondí tanteando la oportunidad de mis
palabras—, a ti no habría dinero ni en este ni en el otro
mundo para pagarte lo que vales.
Supuse que acerté porque me dio una cachetada ca-
riñosa ahora que no nos veía nadie, porque desde que se
largó Abdou, éramos las únicas almas vivientes del bar.
—Zalamero —me riñó con una sonrisa en los labios—.
Traes cara de día largo.
—Vamos a dejarlo en ajetreado —le respondí después
de vaciar casi la mitad del vaso.
—¿Trabajo?
—Algo así.
—¿Se puede preguntar de qué se trata o es también
información reservada?
Cogí el vaso y empecé a darle vueltas, haciendo tinti-
near los hielos.
—Ni yo mismo lo sé —y en ese momento, no le estaba
mintiendo.
—Hijo, cuando no lo sepas ni tú…
Me bebí lo que quedaba en el vaso de otro trago largo.
El golpe del ron hizo que a mi alrededor todo se zarandea-
ra un poco antes de volver a serenarse. Mati me rellenó de
nuevo con otro lingotazo de licor. Le eché lo que quedaba
de la coca cola.
—Un hermano que no se termina de creer la pose an-
gelical y perfecta de una hermana que quería vivir su vida
y no se atrevía y acabó intentado quitarse la vida. Y todos

239
a su alrededor… Intuían lo que pasaba, pero nadie hizo
nada porque a fin de cuentas les interesaba que las cosas
siguieran tal cual.
Sentado en el taburete, acodado sobre una barra de
cinc, con un segundo cubalibre en la mano antes de lle-
vármelo a los labios, no pude o no supe explicarlo mejor.
Era todo lo que había y lo que tendría que contarle a Ri-
cardo Beltrán. Eso y el desfase de horas entre que se la
llevaron en ambulancia y el aviso a la familia. Una pieza
que no me terminaba de encajar en aquella historia.
Luego estaba la cuestión pendiente con el America-
no y el coronel Vallespín… Una linda espada de Damocles
que amenazaba con dejarnos a todos clavados en el suelo
limpiamente. Una cuestión de la que tendría que ocupar-
me cuando venciera el plazo que nos habían dado aque-
llos tipos, aunque todavía no supiera cómo salir de ella
ni tuviera tampoco la más mínima esperanza de hacerlo
con ciertas garantías. Ya habría tiempo de preocuparse o
tal vez no.
Saqué el móvil del bolsillo del pantalón y busqué el
número de Ricardo.
—Espérate un tiempo —me paró Mati, adivinándome
las intenciones—. Creo que todavía es pronto para que in-
formes a tu cliente.
La miré como un náufrago podría mirar a un tablón
flotando a su vera en el medio del mar.
—Creo que tienes razón —y me lo guardé de nuevo.
—Ya lo sé, pero no me lo dicen mucho últimamente.
Tendría que empezar a cobraros por todos los consejos
que os doy y que no valoráis ninguno.
—Tal vez por eso, porque son gratis.
—La experiencia de una, que lleva toda la vida detrás
de una barra viéndoos pasar y pasarlas putas.

240
Levanté el vaso. Brindé por eso. Por ella y por el peso
que me había quitado con Silvia. Lo único que salvaba el
día. Ese rato en la trastienda del taller.

Aroa Guerra y yo intercambiamos una mirada que no tra-


taba de disimular el malestar que sentía por lo que seguía
entendiendo como una encerrona. Tuvo la delicadeza de
sonreírme para darme a entender que siempre que se lo
propusiera me ganaría la partida. Esa manía suya de em-
peñarse en demostrarme que si no estábamos juntos era
porque ella así lo había decidido. Que, en ese caso, ni mi
voluntad ni la de la mujer con la que estaba, contaban
para nada. Sólo la de ella. Intercambiamos una mirada por
encima del hombro de Ricardo Beltrán, que permanecía
al margen de todo cuanto acontecía entre nosotros dos.
Venía agarrada de su brazo, con el cuerpo pegado al
del muchacho, empeñada en recordar viejos tiempos, por
más que él tuviera la cabeza en otra parte. Únicamente
por el gusto de pensar que así podía darme celos. Le dio un
beso en la mejilla, muy cerca de la comisura de los labios,
en cuanto vio que me daba la vuelta después de compro-
bar que la puerta del coche estaba bien cerrada.
—No me esperabas aquí —confirmó Beltrán al ver mi
cara de asombro.
—Iba a llamarte cuando supiera algo más de tu her-
mana.
O era el mejor de los mentirosos, un hipócrita aquila-
tado capaz de ocultar lo que realmente pensaba y sentía
con gran maestría, o era completamente sincero y todo
obedecía a una verdadera preocupación por saber qué le
había sucedido en realidad a su hermana. Mi conversación
con Jorge Hurtado no había hecho sino incrementar mis

241
dudas acerca de Ricardo y Clelia Beltrán, difuminando
los contornos de mis ideas preconcebidas. La mirada en
principio limpia del hombre que tenía en frente, el gesto
franco de su cara y una más que aparente calma mientras
se dirigía hacia mí, me hacían dudar de mis impresiones
y hasta cierto punto hacerme sentir culpable por haber
siquiera pensado mal de él.
Aroa se separó de Ricardo, quedándose en un se-
gundo plano, pero sin por ello querer perder el prota-
gonismo que creía le correspondía por el simple hecho
de haber sido ella la que nos puso en contacto. Ambos
compartíamos algo más que un negocio: la camarera era
el hilo que nos unía, no Clelia ni ninguna otra cosa. Todo
empezaba y terminaba con ella. Aroa era quien marcaba
los tiempos a su antojo. Seguía mirándome y relamién-
dose por dentro, disfrutando con aquella situación. Te-
nía que reconocer que la niñata estaba especialmente
guapa esa noche. Como si me quisiera dar a entender
que no estaba dispuesta a irse sola a la cama. Que se iría
conmigo si yo se lo pedía o si no con Ricardo. Aceptar su
juego o rechazarlo.
Pensé en Silvia y se me pasó de golpe cualquier
disyuntiva. Eso lo tenía muy claro.
Se me acercó ella con paso sinuoso y me pasó una
mano por el hombro. Era la primera vez en mucho tiempo
que me besaba en la mejilla a modo de saludo. Desde aque-
lla madrugada en que se me abrió en canal contándome lo
que sentía.
—Buen trabajo, Abuelo —me murmuró al oído como
quien vierte una gota de veneno.
Noté cómo el vello se me erizaba al contacto de su
aliento contra la piel del cuello. Los pezones de ella con-
tra mi costado. Aroa estaba disfrutando con mi momento

242
de turbación e imaginando la cara de desconcierto que
efectivamente tenía Beltrán a su espalda, que se parecía
demasiado a unos celos contenidos.
No hacía falta que nadie me felicitara por el traba-
jo que consideraba no había hecho. Y menos ella. Y me-
nos con ese tono falso, condescendiente, que sólo bus-
caba ese acercamiento furtivo para seguir divirtiéndose
a costa nuestra. Cuando se separó de mí, ardía en deseos
de estrangularla, por más que eso me hubiera supuesto
treinta años a la sombra. En ese momento la odié, y deseé
que desapareciera de la faz de la tierra. Supe lo peligrosa
que era. Un paso en falso con Aroa y todo se iría al cara-
jo. Templé el ánimo, endulcé el gesto y concentré toda mi
atención en Beltrán.
Consideró que había llegado el momento de retirar-
se. Que todo lo que tenía que hacer, probar una vez más
hasta dónde era capaz de dejarme arrastrar por ella y la
capacidad de aguante del otro, estaba ya hecho. Colgada
del brazo de Ricardo, le estampó un segundo beso a escasa
distancia de la boca sin que éste se mostrara demasiado
incómodo. Al contrario. Esa súbita cercanía no hacía más
que confirmar lo que no era sino una ilusión por su par-
te: volver con Aroa. Una esperanza que ella se encargaba
de mantener con vida de manera consciente. Mientras le
sirviera de algo. Para darme celos o para sentir que había
un hombre que la quería de verdad más allá de un interés
momentáneo por echarle un polvo.
Que estaba enamorado de Aroa hasta las trancas era
más que evidente. Nadie miraba como él lo hacía la figu-
ra de aquella muchachita despechada mientras se alejaba
camino del Cagliari.
—En las últimas semanas se ha convertido otra vez
en indispensable en mi vida —me hizo saber Ricardo una

243
vez que Aroa se hubo perdido, tragada por las calles, en
dirección al bar.
No hacía falta que lo jurara.
Me guardé a buen recaudo mi opinión y asentí dándo-
le la razón. Si quería creer que la camarera era un dechado
de virtudes angelicales, allá él. No sería yo quien lo apeara
de tal convencimiento. Teníamos cosas más importantes
de las que tratar.
Lo que sí me sorprendió fue la rapidez con la que sacó
un sobre marrón de la mochila que traía colgada del hom-
bro. Me lo tendía con firmeza.
—No hablamos de dinero —me confesó.
Recordaba que le dije que el encargo que me hacía le
saldría caro.
—Ochocientos cincuenta —continuó, pensando que
debía convencerme para aceptar el pago que me hacía—.
Creo que será suficiente para empezar. Ya me dirás si ne-
cesitas más.
Miraba a Ricardo Beltrán apoyado sobre el capó de mi
coche, tratando de desentrañar lo que me parecía uno de
esos misterios insondables. Tendría que admitir que exis-
tían los hombres buenos. Alargué la mano, cogí el sobre
con la pasta y me sentí por vez primera el mayor hijo de
puta que pisaba la tierra. Había dado palizas por un poco
más de esa cantidad a tipos que tal vez no se lo merecie-
ran, simplemente porque se habían atravesado en el cami-
no de quien no debía; había ayudado a desalojar a gente
de los pisos que habían okupado. Amén de lo que había
hecho en el Congo. Cosas de las que tal vez no me sentía
demasiado orgulloso, pero que no me impedían dormir.
Sin embargo, aquello parecía diferente. Puede empezara
a hacer honor al apodo que me puso Aroa, el Abuelo; que
me estuviera haciendo viejo.

244
—Con esto bastará, por ahora —le dije después de
guardar el sobre en la guantera del coche, procurando so-
nar como un profesional.
—Me ha llamado Tania Barros hecha un basilisco por
haberte mandado a interrogarla como si fuera una cri-
minal.
—Tendré que disculparme con ella la próxima vez
que la vea.
Notó la ironía de mis palabras.
—¿Habrá una próxima vez?
—Quizás —le dije. Adopté un aire más grave—. Hay
cosas que no me cuadran demasiado.
Dio Ricardo un paso al frente, reafirmándose en su in-
tención de llegar hasta las últimas consecuencias, fueran
las que fueran. Y lo hacía con cierto miedo que trataba de
dejar a un lado. Y a mí me invitaba a decirle todo lo que
tuviera que decirle, a pesar de saber que quizás no fuese
del todo de su agrado.
—¿Cuáles? —una palabra más y le hubiera temblado
la voz.
Beltrán tal vez supiera o sospechara algo, pero nece-
sitaba la tan temida como deseada confirmación de que
estaba en lo cierto o que se había equivocado. Recordé lo
que hacía poco menos de dos horas le había dicho a Mati.
Lo de la angelical y perfecta hermana. Mejor no golpearlo
desde el principio, pensé. Mejor ir soltando poco a poco y
midiendo las palabras. Posiblemente, callarme algo por la
memoria de Clelia, tendida en una cama del Santa Cecilia
a la espera de que le pusieran el punto y final a una histo-
ria que el azar se había empeñado en que fuera demasiado
corta.
—He hablado esta tarde con Jorge Hurtado.
La mirada del hombre se endureció, agarrándose con

245
más fuerza al tirante de la mochila. Era lo único que lo
frenaba. De lo contrario, muy probablemente, hubiera es-
tallado. Se notaba el odio que sentía por el que hasta hacía
poco había sido la pareja de su hermana. ¿Estaba celoso de
Hurtado? Espanté esa idea de mi cabeza.
—¿Y qué te ha dicho ese… impresentable? —supuse
que había buscado un adjetivo de mayor calibre, pero lue-
go debió pensar que tenía una imagen de hombre mesu-
rado que conservar.
—Que la celosa enfermiza era tu hermana —le res-
pondí sin más preámbulos, mandado al demonio todos
mis buenos propósitos—. Que le había montado más de
una escena por el simple hecho de verlo hablar con otra
mujer.
—Mi hermana siempre tuvo un enorme complejo con
su físico —me comentó después de un silencio vacilante—.
No se aceptaba. Se comparaba con otras mujeres y jamás
se veía lo suficientemente guapa, delgada o simpática.
Siempre en guerra consigo misma y eso le generaba mu-
chísima inestabilidad. Jorge no ayudaba en eso.
—Y por eso estaba harta de todo y de todos —conti-
nué con lo mío—. Quería dar un giro drástico a su vida.
Alejarse de familia, amigos y trabajo. O al menos eso es
lo que piensa su ex-novio. Él pasaba algo de más tiempo
con ella y veía y escuchaba cosas que el resto no. Ninguna
chiquilla de veintipocos años le cuenta todo ni a su her-
mano ni mucho menos a sus padres, por más confianza
que tenga con ellos.
Oír de boca de un extraño aquellas palabras no era
plato de buen gusto para nadie, por más que se imaginara
algo similar. Aquel hombre idolatraba a su hermana pe-
queña y eso saltaba a la vista. Pero también era eviden-
te que el peso de la culpa lo agobiaba. Cada vez se sentía

246
más culpable por lo que había pasado. Y mi relato no hacía
sino aumentar esa carga.
Se miró la punta de los pies, cerró los ojos y alzó la
cabeza al cielo, ahogando un lamento.
—En casa la presionaron… —y se corrigió de inmedia-
to—, la presionábamos demasiado. Queríamos lo mejor
para ella y no nos dábamos cuenta de que le estábamos
haciendo mucho daño.
—¿Trabajar en una joyería no era suficiente para
Clelia?
—Ni mis padres ni yo entendimos por qué decidió de-
jarlo todo —su tono de voz había bajado y casi susurraba
las palabras—. Estaba estudiando Farmacia, le quedaba
poco para terminar cuando dijo que hasta ahí, que ya no
podía más con la presión. En aquellos años se quedó del-
gadísima, casi no parecía ella misma. Luego se recuperó.
Era una maravilla volverla a ver sonreír. Pero eso parecía
no importarnos para nada —se volvió amargo; ese recuer-
do le quemaba en lo más profundo—. Lo único que lamen-
tamos es lo lejos que podía haber llegado. La machacamos
con eso, día sí, día también.
Se quedó callado, tomando aire. Descansando. Me
miró esperando a que yo le dijera algo. Que le reprochara
su acitud. No esperaba otra cosa por mi parte. Sin embar-
go, guardé silencio, a la espera de que se calmara.
—¿Crees que…?
¿Qué quiso quitarse la vida porque su familia no la
entendía?, completé en mi cabeza la duda que corroía a
Ricardo Beltrán en cuyo rostro, más que nunca, se traslu-
cía la culpabilidad.
—No —sentencié plenamente convencido de lo que
estaba diciendo. El otro me miró perplejo e incrédulo por
la absolución que le estaba dando—. Fue ella la que dejó

247
a Hurtado. Por otro tipo con el que había empezado una
nueva relación. La vieron en su compañía en el mismo edi-
ficio en el que luego la encontraron. Un tipo mayor que
ella. Supongo que quería emprender ese nuevo camino en
su compañía, pero luego algo se torció.
—¿Quién es ese tipo?
—Si lo supiera, no estaría dando tantos rodeos, ¿no
crees?
—Nunca nos dijo nada —murmuró, pasándose la
mano por el pelo, mirando al suelo, como si allí fuera a en-
contrar un consuelo para sus tribulaciones—, ni sobre la
ruptura con Jorge ni de esa relación de la que me hablas.
Clelia había pasado a ser una completa desconocida
para su hermano.
—A lo mejor eso era lo que quería —le dije—. Puede
que pretendiera reservarse una parcela de intimidad, a
salvo de juicios familiares. No querría que nadie se metie-
ra en sus asuntos, sobre todo si lo que buscaba era cortar
con todo lo que la rodeaba hasta el momento.
—Siempre sospeché que le sucedía algo —me contes-
tó o más bien se reprochó a juzgar por cómo se tapaba el
rostro con las manos.
Sentí pena por el muchacho. Era la primera vez que lo
veía perder los papeles hasta donde él mismo se permitía.
Debía resultarle duro pensar que la persona que él creía,
no existía. Que no había existido salvo en su imaginación.
Tal vez se estuviera arrepintiendo de haber recurrido a
mí. Lo había exonerado de cualquier culpa en lo que le
había pasado a su hermana, pero lo puse ante una realidad
que le hubiera gustado seguir ignorando. La memoria de
Clelia era lo único que le quedaría en un tiempo, y por mi
culpa estaría empañada.
—Alguna de las personas que se la encontraron en los

248
días antes de que pasara todo, coinciden en decir que la
vieron nerviosa, preocupada —le dije como único medio
de llamar de nuevo su atención—. ¿Tú cómo la viste esos
días?
Se encogió de hombros, sin saber qué responderme.
—Estuve fuera —me confesó—. Tuve que salir de via-
je, así que no puedo decirte nada. Estaba rara, pero nada
fuera de lo normal. Lo achaqué a la discusión que tuve con
Jorge. Pensé que no me había perdonado del todo. Si me
hubiera dado cuenta…
Tuve la sensación de estar hablando con un niño al
que debía consolar, con la única diferencia de que Ricar-
do Beltrán difícilmente se dejaría acunar hasta quedarse
adormecido.
—Tu hermana no estaba dispuesta a dejarse ayudar
por nadie —le dije con voz firme, adoptando un papel que
no me correspondía pero que debía representar—. Podías
haber hecho lo que fuera, que de nada habría servido. O al
menos así me lo dejó entrever Tania Barros.
Ricardo Beltrán me agarró por los hombros, pero me
soltó de inmediato, al darse cuenta de que estaba ciego
por el dolor que le causaba lo que acababa de decirle.
—Ella, Tania —balbuceó—. ¿Qué te dijo?
—Nada —atajé entre molesto y conmovido—. Tania
no estaba al tanto de lo que le pasaba a Clelia. Me dijo que
no se lo contaba todo, tal vez para evitarse una regañina
de su amiga.
—¿Tú crees? ¡Miente! —era la segunda persona que
me decía lo mismo—. Tendré que hablar con esa…
—Con esa qué.
El insulto se le quedó atragantado. Me miró por pri-
mera vez directamente a los ojos. Hasta el momento había
evitado cualquier contacto visual conmigo. Ni cuando se

249
abalanzó sobre mí instantes antes. Estaba como ido. Más
un animal que una persona; preso de una irracionalidad
que le hizo perder la compostura. Se mostraba avergon-
zado.
—Nada —murmuró amagando una sonrisa que se
quedó en eso, en un intento—. Perdona por cómo me es-
toy comportando. Fui yo quien te pidió que hurgaras en la
vida de mi hermana y tengo que asumir las consecuencias.
—No se trata de eso —lo corregí—. No hay que asumir
nada. Era la vida de Clelia, ella escogió un camino.
—Que la ha llevado a la muerte en la cama de un hos-
pital —palabras duras que pronunció con el aplomo que le
conocía a Ricardo y que poco tenía que ver con el de unos
segundos atrás.
Asentí dándole la razón. Poco podía argumentar en
contra de lo que me acababa de decir. Podía haber sido
decisión de ella, pero eran ellos, los que la rodeaban y que-
rían, los que estaban pagando. Una situación poco agra-
dable.
—Tienes que encontrar al tipo con el que la vieron —me
dijo, me ordenó casi—. Cueste lo que cueste. El dinero no será
problema.
No sabía cuándo, pero aquello había dejado de ser un
trabajo. Tal vez cuando en frente de mí tuve a un hombre
roto por el dolor de no haber comprendido el malestar de
una de las personas a las que más quería.
—Haré todo lo que pueda, pero no te prometo nada
—reconocí, casi disculpándome por un fracaso anuncia-
do—. A ese tipo dejaron de verlo por la zona después de
lo de Clelia y no creo que vuelva a aparecer por allí. Sería
un milagro.
—A veces se dan casualidades.
—Puede.

250
Calibré el siguiente golpe que le asestaría. Tenía la
rara convicción de librar un combate contra Ricardo Bel-
trán en el que yo llevaba todas las de ganar.
—Según el atestado que os dieron —empecé diciéndo-
le—, el intento de suicidio de tu hermana Clelia tuvo lugar
por la tarde.
—Así es —asintió y torció el gesto. No sabía adónde
quería ir a parar, pero anticipaba que no le gustaría.
—Al parecer, cuando la encontraron fue por la ma-
ñana.
Esperé un nuevo estallido de furia animal. Beltrán se
agarró con fuerza otra vez al tirante de la mochila. Entor-
nó los ojos y soltó un suspiro que bien podía haber sido
un grito de agonía. Lejos de enloquecer, se mostró sereno,
contenido. Se dejó caer sobre el lateral de un coche bus-
cando el punto de apoyo que le faltaba. Ya había escupido
todos los demonios que llevaba dentro.
—En ese caso, ¿por qué nos avisaron por la tarde?
¿Por qué falsearon el atestado? —ni él ni yo éramos capa-
ces de entenderlo.
—No lo sé —le dije.
Su mano se clavó sobre mi brazo. Ardía.
—Averígualo, por favor.
Alguien ganaba con aquello, pero aún no sabía quién.
Sin ese tipo misterioso, todo estaba envuelto en una
nebulosa.
Si Tania Barros persistía en su silencio…
Si Bernabé Utrilla seguía jugando a esquivarme…

251
9

Cuatro dedos de ginebra y un limón exprimido, en vaso


ancho, con dos hielos. Sin necesidad de pedírselo, Aroa
Guerra me tenía preparado el trago, para que no tuviera
que dirigirle la palabra. Prefería evitarme y así dejarme
sin la posibilidad de acribillarla a preguntas. Una posibi-
lidad que por lo demás sabía ineludible. Lo llevaba escrito
en la cara. El abatimiento causado por la reciente conver-
sación con Ricardo Beltrán. Ver a un hombre derrumbarse
de ese modo, presa de su desesperación al comprobar que
todo lo que creía sólido se había venido abajo. Por más
que lo sospechara, jamás se hubiera permitido dudar de
su hermana.
Antes de que pudiera acercarme a la barra, Aroa ya se
había escabullido, pero aún tuvo la decencia para echar-
me una mirada de través, para ver si la seguía o no. Invi-
tándome a que lo hiciera, a pesar de todo.
El Cagliari aún no había abierto. En día de semana el
personal era el mínimo necesario para mantener el fun-
cionamiento. Esa noche tocaba noche de chicas. Macarena
estaba haciendo el inventario de botellas, lo que había, lo
que quedaba y lo que había que traer del almacén. Y éra-
mos nosotros, los porteros, los que nos encargábamos de
esa parte del trabajo. Por allí andaba Eric Montero, levan-
tando cajas de refrescos. No había hablado con el venezo-

252
lano desde nuestra visita al Americano y sus socios en el
Aben Humeya. Lo saludé, pero no obtuve respuesta. Otro
que también parecía rehuirme.
Empezaba bien la noche, me dije, dándole un sorbo a
la ginebra con limón que me supo a gloria.
Tenía dos opciones. Dejar las cosas como estaban o
buscar a la camarera y plantearle un par de preguntas que
empezaban a quemarme desde que los vi llegar juntos y
a ella colgada del brazo de él. Mientras le daba vueltas al
vaso, imaginé la cara de satisfacción de Aroa creyendo que
todo lo hacía por celos. Si me apartaba de aquella barra
para ir en su busca, le estaría dando la razón o al menos,
ella lo llevaría a su terreno, como siempre.
A la mierda con todo. De un salto me bajé del tabure-
te. Macarena negó con la cabeza, previendo a dónde iba
y dónde me metería, pero no me dijo nada. Ni falta que
hacía. Ya estaba yo para fustigarme por lo que haria. Po-
siblemente se avecinara una tormenta que no podíamos
esquivar. A ella tampoco le gustaban los manejos de Aroa,
su forma de hacer las cosas ni cómo se comportaba con
según qué gente. Hubiera preferido no tener que trabajar
con ella, pero tenía que reconocer que era buena y cum-
plía tanto o más que cualquiera. Por eso sus quejas sólo
las conocía yo y nadie más, incluida Flavia Garitano, que
esperaba la más mínima ocasión para tener una razón y
echarla a la calle.
Estaba junto a la salida de emergencia del Cagliari, en
el mismo lugar al que salíamos a fumar de madrugada. A
la luz de la tarde, el paisaje se veía de otro modo, menos
deprimente. Miraba el móvil con la misma atención que la
otra noche. Un momento que a esas alturas ya me parecía
muy lejano en el tiempo. No se dio cuenta de que estaba
allí hasta que oyó el chasquido de mi mechero al encen-

253
derse. Cuando levantó la cabeza, le ofrecí un cigarrillo que
rechazó. En sus labios bailaba una sonrisa de satisfacción.
Sólo le faltó relamerse para que la escena fuera completa.
—¿Qué te traes con Ricardo? —le requerí sin más
preámbulos.
La pregunta no pareció sorprenderla. Era como si hu-
biera preparado al milímetro cualquier reacción por mi
parte.
—¿Estás celoso?
Me dio por reír, pero ella no descompuso su pose.
—Sabes a lo que me refiero.
—Si no te explicas un poco mejor, no, Abuelo.
—¿Por qué yo?
—Y por qué no —me respondió sin esconder que todo
aquéllo la estaba divirtiendo. Y mucho—. Ricardo necesi-
taba alguien que lo ayudara y pensé en ti. Aunque te pue-
da parecer raro, conozco a poca gente que se dedique a tu
negocio. Sólo eso.
La miré sin creerme nada de lo que me había dicho.
Estaba intentando provocarme, siguiendo su juego.
—¿Sabías que Clelia estaba viéndose con un hombre
mayor que ella?
Hizo un gesto de sorpresa y se echó a reír.
—¡Vaya con la mosquita muerta! —dijo sin dejar de
mover la cabeza. No daba crédito a lo que acababa de de-
cirle—. Qué callado se lo tenía. Y luego se daba el lujo de
mirarme por encima del hombro.
—Veo que no os llevabais demasiado bien.
—Le pasaba lo mismo que a ti —tenía que lanzarme
la pulla para quedarse a gusto—, que pensaba que yo era
una choni estúpida que no pintaba nada con su hermano.
—Por culpa de Clelia tuvisteis que separaros Ricardo
y tú —no era una pregunta.

254
Aroa meditó unos segundos lo que me contestaría.
Por vez primera la vi vulnerable, como cuando me dijo
que me quería. Con toda seguridad lo había pasado mal a
causa de esa de relación. Me arrepentí de lo que acababa
de decirle, pero ya era demasiado tarde.
—Algo así —Aroa buscó en mí algo de comprensión.
Quizás necesitara a alguien a quien contarle por lo que
había pasado.
—Y Ricardo no hizo nada.
Negó con la cabeza.
—Esa familia pesa mucho —la misma queja de Jorge
Hurtado—. Y lo último que haría Ricardo es enfrentarse a
ellos, por muy enamorado que estuviera de mí.
—Creo que lo sigue estando.
—Pero con su hermana en ese estado, me da a mí que
querrá evitarles un disgusto más a sus padres.
—¿A ellos tampoco le gustabas?
—Esperaban algo mejor para su hijo.
—¿Alguien como Tania Barros?
—¿La amiga de Clelia? ¿Esa que trabajaba con ella en
la joyería?
—¿La conoces?
—Clelia intentó liarlos delante de mis narices. Menu-
do bicho es esa Tania. Si la has visto, sabes a lo que me
refiero. Y si ésa es tan buena amiga de Clelia, ya te puedes
imaginar...
El ángel que me pintara Ricardo se evaporó para de-
jar paso a las aristas que el resto se empeñaba en pre-
sentarme. Cada cual según su experiencia con ella. Por
mi parte, no sabía con cuál quedarme. Posiblemente, con
las dos.
—¿Por qué crees que tu ex-cuñada pudo haber queri-
do quitarse la vida?

255
—¿Me estás interrogando? —hizo un mohín de dis-
gusto fingido—. Al final te vas a convertir en todo un de-
tective privado.
—Contesta —le insistí, con el cigarrillo humeando en-
tre los dedos, intentaba por todos los medios entender el
comportamiento de la camarera.
—Cuando Ricardo me contó lo que pasó, no me lo creí
—recordó Aroa no sin esfuerzo—. Clelia podría tener to-
dos los complejos que quieras, pero por nada del mundo
haría una cosa así. Él se echaba la culpa de todo, por no
haber hecho lo suficiente por su hermana. Cree todavía
que su obligación es defenderla de todo lo malo. Cuando
estábamos juntos se lo decía, pero él se enfadaba conmigo.
Clelia era la niña mimada de todos en esa casa.
Había en sus palabras un deje de rencor que ni siquie-
ra se molestó en disimular. No estaba para eso.
—Por lo que tengo entendido, no les hizo mucha gra-
cia que dejara la carrera y no pararon de molestarla con
eso.
—Supongo que es lo típico en ese tipo de ambientes,
¿no? —quitó dramatismo al asunto. Para ella no tenía nin-
guna importancia—. Y por más que le dijeran, no es razón
para tirarse por una ventana. Además, Clelia estaba muy
contenta con su trabajo en la joyería.
—¿Te comentaba algo de su trabajo o de su vida?
—¿No te ha quedado claro? —me reprochó—. Yo era
la última persona a la que le contaría nada. No le gustaba
ni se fiaba de mí. ¿Alguna vez te han hecho pasar por gili-
pollas? Porque a mí sí. Era su deporte favorito. Le encan-
taba cuando nos reuníamos compararme con su querido
Jorgito.
—¿Conoces a Jorge Hurtado?
—¿Has hablado también con él? —cuando asentí, ella

256
esbozó una sonrisa picara—. ¿Y te ha contado también
cuando intentó meterme mano en el baño?
—No, eso se lo ha guardado. ¿Era importante? —quise
saber.
—Fue la excusa perfecta para que Clelia reventara mi
relación con su hermano. Ricardo ni siquiera me quiso es-
cuchar en ese momento. Dio por cierta la historia que le
contó su hermana.
—Pero ella siguió con Hurtado.
—¡Claro! —gritó, reviviendo aquellos días—. La mala
era yo, la que había intentado follárselo. Jorge era el yerno
perfecto.
—Hasta que estafó a su cuñado y los dos se calenta-
ron.
La pelea entre ambos no fue sólo una cuestión de pas-
ta, sino una venganza por haberle querido levantar a la
novia.
—Y sin embargo —continué—, a ti no te importó
echarle una mano cuando se ha presentado la ocasión. Y
eso no se hace con alguien que te ha dejado de una mane-
ra tan poco… considerada.
Tenía en frente a una cría que no sabía cómo res-
ponderme. Noté que sus ojos estaban húmedos por más
que intentara aparentar que nada podía afectarle. Sentí
el impulso de abrazarla, pero me contuve. El gesto podía
ser malinterpretado por ella. Ricardo Beltrán le debía im-
portarle algo. Aunque también podía ser ese orgullo suyo
de hembra, que no concebía que nadie la dejara en la es-
tacada.
—¿Desde cuándo estáis juntos de nuevo? —aventuré,
esperando que se escapara por la tangente y se riera en mi
cara llamándome viejo chocho.
—No se te escapa una, Abuelo —venció la distancia

257
que nos separaba hasta casi pegarse a mí, para darme a
entender que en cuanto yo se lo pidiera, lo mandaba todo
a paseo—. Me llamó el día después de que encontraran a
su hermana, desesperado, hecho polvo, llorando, pidién-
dome perdón por todo. ¿Tengo que darte los detalles ínti-
mos para que te quedes tranquilo?
Hizo el amago de besarme en los labios, pero la es-
quivé a tiempo. A tiempo de no saber controlarme y aca-
bar entre sus piernas. Ni dijo ni hizo nada para mostrar su
cabreo, sólo una mirada que me avisaba de lo cerca que
había estado de caer. La próxima vez, me dio a entender
mientras entraba en el local.

Noche animada. El ajetreo de las chicas en el Cagliari me


servía para amortiguar las ideas y que me olvidara por
unas horas de todo, aunque resultara casi imposible. Una
noche sólo para mujeres evitaba muchos de los problemas
habituales. Las peleas serían mínimas y no tan escanda-
losas como lo habrían sido de tener que lidiar con un pu-
ñado de cabestros ciegos de todo. Un alivio, sobre todo
porque no estaba de ánimo para tener que mediar en una
trifulca. Estaba dentro de la sala, en la parte de arriba, que
sólo abríamos los fines de semana, cuando el aforo era
mayor. Era el único segurata, a Eric lo había mandado fue-
ra. Nos bastábamos los dos para mantenerlo todo dentro
de un cierto orden. A pesar de todo, no convenía bajar la
guardia.
Desde mi puesto de observación tenía una vista privi-
legiada de la pista de baile, los reservados y la barra. Veía
a Aroa trajinar de un lado para otro, atendiendo a unas y
otras y saludando, efusiva, a las que conocía. Macarena,
por su parte, no se atrevía a rebasar la línea invisible que

258
separaba su zona de influencia de la que le pertenecía a su
compañera. Ya se habían peleado por eso en más de una
ocasión, al principio, hasta que Macarena entendió que
era perder el tiempo y que lo mejor era dejarla a su aire.
La única que podía ir de un lado para otro sin problemas
era la camarera nueva. Flavia la había contratado hacía
poco y no la conocía demasiado. Ella estaba al margen de
recelos personales y profesionales, al menos hasta que se
viera forzada a tomar partido por una u otra, como nos
pasó a todos.
No sabía qué me había impactado más, si la desespe-
ración de Ricardo o el desenfado con toque de venganza
de Aroa. Hubiera dado cualquier cosa por poder sentarme
a hablar con Clelia Beltrán y oír de sus propios labios su
versión de la historia. Qué pensaría ella realmente de la
novia de su hermano. Porque hasta ahora lo único que sa-
bía era qué pensaba ella de lo que pensaba la otra. Nada de
primera mano y demasiados rencores larvados que habían
estallado de pronto, empujados por las circunstancias. Y
ninguno estaba dispuesto ni preparado para enfrentarse
con su imagen en un espejo. Por un momento pensé que
se parecían a las muñecas de cera, aparentemente fuertes
y sólidas, pero que un mal golpe las destrozaba. Recordé
aquella canción francesa que hablaba de una chiquilla que
cantaba canciones de amor sin tener ni idea de la vida, que
sólo servía como altavoz de quienes estaban detrás, ma-
nejando los hilos. La diferencia estaba en que tal vez ya
ninguna de ellas pudiera decir que esperaba vivir algún
día lo que decían esas canciones, espejos rotos en los que
mirarse. Muñecas de cera a las que admirar en la distancia.
Bajé de mi puesto procurando que nadie me viera,
pasando entre bambalinas, esquivando a un par de chicas
que bailaban y a las que no les importaba más que el aquí

259
y el ahora. Mi huida fue descubierta por Macarena. Le in-
diqué que salía afuera, con Eric. Que, si pasaba algo, me
avisara de inmediato. Me hizo un gesto de tranquilidad.
Sin embargo, estando allí en medio, rodeado de cuerpos
en movimiento, tuve una mala sensación. Fue un presen-
timiento desagradable. Un pinchazo. La impresión de que
no todo iría como de costumbre. Espanté la idea, achacán-
dola al torbellino en el que me hallaba preso.

—¿Qué tal anoche?


Ni mi presencia ni la pregunta parecieron ser del
agrado del venezolano. Que algo pasaba era más que evi-
dente y que no se atrevía a contármelo, también. De ha-
berse podido escapar, lo hubiera hecho. Ya me había dado
esquinazo cuando llegué, evitando estar a menos de dos
metros de mí. Hasta que no pudo seguir huyendo.
El Eric de esa noche no era el habitual. Se parecía mu-
cho al que salió conmigo del Aben Humeya; el que temía
las represalias de Alberto Toscano y el coronel Vallespín.
Había en él una alegría fingida de cara a las clientas que
entraban y salían del Cagliai para echarse un cigarrillo.
Alguna le guiñaba el ojo y le sonreía, pero Montero les ha-
cía poco caso. Algo raro, porque jamás perdía la oportuni-
dad de exhibirse.
—¿Me lo vas contar o lo tengo que adivinar yo soli-
to? —me impacienté ante lo que consideré una falta de
respeto de un subordinado por más amigos que fuésemos.
—La Garitano me dijo que lo mejor era que no supie-
ras nada —empezó diciendo y el prólogo ya no me gustó—.
Quiere evitar que te metas en la boca del lobo.
—¿Y desde cuándo le preocupan esas cosas? —porque
entendí a qué se refería.

260
Fue ella, Flavia Garitano, quien me mandó a la reu-
nión con el Americano para decirle que no había trato. Y
con toda seguridad, sería yo también quien acudiera, una
vez vencido el plazo que nos dieron, a decirles que nada
había cambiado y que el no seguía vigente.
—Desde que sabemos quiénes son y que van a jugar
fuerte. No se andarán con rodeos y ayer nos dieron el pri-
mer aviso para que la jefa sepa qué responder a la oferta.
—¿Por qué no me llamaste?
—Porque en ese caso —me respondió muy despacio,
mirando a un lado y otro para cerciorarse de que no hu-
biera oídos indiscretos pendientes—, lo hubieras empeo-
rado. Esos tipos venían buscando gresca y la hubieran en-
contrado de estar tú aquí. Te venían buscando.
Del bolsillo interior de la americana sacó una tarjeta
que me dio. La cogí con dos dedos, temiendo contagiarme
o mancharme de lo que estuviera impregnada, a juzgar
por la cara de asco que Montero puso al dármela. Me giré
lo suficiente para que el haz de luz de uno de los focos de
la entrada iluminara el trozo de cartulina. Impreso vi el
casco griego antiguo, negro, las espadas en aspa debajo y
la leyenda Strategos Protection. Por detrás figuraban la di-
rección de la empresa y un número de teléfono.
—Dijeron que los llamaras cuando te quedaras sin
trabajo, o mejor que lo hicieras antes de que cerraran el
cupo de personal. Que si querías había hueco para ti, que
te perdonaban.
—¿Cómo reaccionó Flavia?
—Ya te puedes imaginar, echa una fiera, pero de puer-
tas para adentro, en su despacho. La suerte es que no llegó
a encontrárselos, porque venía calentita de antes.
Alguien tuvo que avisarla de lo que se estaba prepa-
rando. La Garitano jamás había aparecido por el Cagliari

261
tan temprano y eso ya lo hizo sospechar, me contó Eric.
Entró con cara de pocos amigos, seguida por el tipo que
le calentaba la cama, varios pasos por detrás de ella y mu-
cho mein lieben, en tono de súplica lastimera. Pensaron
que se habían peleado y de ahí la mala hostia de la jefa.
En un rato esos dos se liarían a follar para reconciliarse,
pero lo único que oyeron fue la puerta abrirse y la voz de
Flavia llamando a Montero. Como encargado de seguridad
de ese día en mi ausencia, tenía que saber que a lo mejor
venía a hacernos una visita la Policía. Que estuviera pre-
parado. Eric le preguntó si estaba pasando algo. El plazo
que les habían dado para responder a la oferta no había
hecho más que empezar. Flavia le clavó una mirada gélida.
«¿Te creías que nos iban a dejar en paz hasta ese día? Tie-
nen que recordarnos que debemos escoger la respuesta
correcta, que es lo que ellos desean», le respondió adop-
tando el tono de una maestra impartiendo la lección a sus
alumnos. Fue cuando el venezolano sugirió que yo debía
estar al corriente del asunto; aunque fuera mi día libre, si
tenía que ir… Flavia se negó. No iba a darle a Toscano el
gusto de que sus hombres me arrestaran por una supuesta
resistencia a la autoridad o que se buscaran otra excusa.
Era lo que buscaban y ella no se lo daría. «Así que a callar.
Esto lo resolvemos entre nosotros», le dijo a Montero, des-
pidiéndolo.
Ya en la puerta, supo el venezolano que los munipas
habían cortado la calle que daba acceso al Calgliari para
montar un control y dificultar el acceso de la gente. Era
el medio que tenía el Americano de avisarnos de que las
cosas podían empeorar si la respuesta que le lleváramos
era un no. Los asfixiaría con controles tanto a las puer-
tas como dentro del local para que al final tuviera que
echar el cierre y vendérselo a alguno de los testaferros

262
de Manuel Roldán. Los clientes llegaban con cuentagotas;
sólo los que ellos dejaron pasar. Hasta que no levantaron
el control, la cosa no pareció espabilarse. Era un aviso a
tener en cuenta. Eric estaba alerta, nervioso, preparado
para dar la voz de alarma en cuanto viera un coche de los
locales aparecer al cabo de la calle. Me confesó que estuvo
a punto de llamarme y desobedecer las órdenes de la jefa.
Pero prefería comerse una bronca de ella, confiando en
que yo le echaría un cable, a dejar que los mandados del
Americano les hicieran un roto en el local. Por suerte no
hizo falta.
Supo que el peligro había pasado cuando la Garitano
se marchó y al pasar le dijo al oído: «La tormenta ha amai-
nado». El amante, o lo que fuera, le echó una mirada de
pocos amigos, que en otro hubiera provocado risa. Respi-
ró tranquilo hasta que ya casi a la hora de cerrar se acer-
caron dos tipos que parecían no encontrar lo que busca-
ban. Se apostaron en la esquina y echaron una ojeada a la
puerta, bajo la atenta vigilancia de Eric. Estaban calculan-
do cuánto tiempo les duraría a ambos la presa. Si estaba
solo o acompañado. Al ver que los dos fulanos empezaban
a merodear con pinta de estar pidiendo bronca, llamó a
Juanfran, el otro segurata, para que saliera y por lo me-
nos hacer bulto en la puerta. Si se liaba, no se lo pondrían
fácil a esos dos. El venezolano supo de qué pie cojeaban
cuando los vio más de cerca. Se acordó de lo que le dije
mientras nos tomábamos las cervezas en el Aben Humeya.
La misma pinta que los que se vieron en la televisión. Esos
dos tipos apestaban a militares retirados metidos en otros
menesteres, embutidos en camisetas de licra con el logo
de Strategos, aunque Montero aún no lo supiera. En cuanto
Juanfran asomó la cabeza, preguntándole qué pasaba, Eric
lo mandó de vuelta. El otro le dijo que se aclarara, pero lo

263
dejó estar. Si a alguien le tocaba partirse la cara, era a él.
Y para eso llevaba una porra extensible siempre a mano,
para un por si acaso.
«¿Dónde se mete tu jefe?», le preguntó el que pare-
cía tener más galones. El venezolano le respondió que la
jefa, y se lo recalcó bien, se había ido ya. A los dos arma-
rios les dio por reír, pero Montero no les había contado
ningún chiste ni le veía la gracia por ningún lado. «A ésa
vendremos a verla otro día. Dile a Toro que se salga de
sus bragas y nos dé la cara», y el tono era de amenaza.
Le dijo que yo no estaba, que era mi noche libre y no me
molestaría a esas horas porque alguien quisiera verme.
Ahí la cosa se complicó para Eric. El que había asumido el
papel de comparsa se adelantó, más para intimidar que
para hacer algo. Montero se preparó para lo peor cuando
el bocazas le pasó la mano por el hombro, amistoso y se
sacó la tarjeta que me había dado. «Trabajar para una tía
no está mal, pero hay que tener aspiraciones», y luego le
soltó la oferta.
—Dijeron que se pasarían hoy para ver si te encontra-
ban y charlar un poco.
Asentí, guardándome la tarjeta. Por lo menos ya sabía
que Strategos se dedicaba a algo más que a dar servicios
integrales de escolta. También se encargaban de apretarle
las clavijas a quien hiciera falta.
—¿Lo sabe Flavia?
—Sí, la llamé al poco de que se fueran esos dos y me
dijo que calma y silencio —me reveló—. ¿Crees que cum-
plirán con su amenaza?
—Con toda seguridad —le respondí haciéndome car-
go de sus temores, calando una media sonrisa para tran-
quilizarlo que no me convencía ni a mí—. No van a dejar
pasar la oportunidad.

264
Y en eso tenía que darme la razón. El Americano co-
nocía muy bien a Flavia y sabía lo difícil que era torcerle
el brazo. Pero también sabía que atacándola donde más
le dolía, conseguiría lo que quería. Y esos éramos noso-
tros, los que trabajábamos con y para ella; el prestigio de
sus negocios. En todo el tiempo que llevaba metida en el
mundo de la noche, jamás nadie había podido hablar mal
del Cagliari y cuando se pudo pensar que allí se estaba mo-
viendo algo ilegal, me encargó que cortara de raíz cual-
quier cosa que pudiera oler mal. Sin importarme lo más
mínimo a quien afectara.
—¿Tan pronto? —quería Eric convencerse de que esa
noche no aparecerían los chicos de Strategos—. A lo mejor
han decidido dejarnos tiempo para digerir el aviso.
Prefería al tipo optimista que se hacía trampas a sí
mismo que al asustado consciente de que las cartas que
la habían tocado en el reparto eran una mierda y además
iban marcadas.
—Puede que tengas razón —concedí—. Habrá que ver
cómo termina la noche.
Un griterío en la puerta cortó la conversación justo a
tiempo. Un grupo de mujeres había salido afuera, seguían
bailando y armando bulla para que la fiesta no decayera
ni un segundo. Me dirigí hacia ellas y les pedí, señalando
hacia los balcones, que bajaran el tono, que había vecinos
que no tenían la culpa de que ellas quisieran quemar la
noche. Hubo alguna que, envalentonada por lo que lleva-
ra trasegado, me hizo burla. Sus compañeras intentaron
sujetarla y disculparla. No era cuestión de que la juerga
acabara como el rosario de la aurora. Mientras que no ar-
maran más escándalo, me daba igual todo, viene a decir-
les. Las dejé en compañía del venezolano, que poco a poco
parecía haber recuperado el interés por otros asuntos que

265
no fueran las espadas de Strategos Protection amenazando
su cuello. Los cruces de miradas entre Eric y ellas aconse-
jaban una retirada prudente. No había color entre él y yo.
A veces dudaba de si Flavia lo había contratado por sus do-
tes como portero o más bien había pesado en su decisión
el tener apostado en la entrada a un tipo con buena planta
para atraer a la clientela femenina.

Labia tenía. Y menos mal, porque yo ya no sabía cómo con-


vencerlas de que íbamos a cerrar y que, si querían seguir
con la fiesta, se buscaran otro garito o que las partiera un
rayo. Cuando se trataba de lidiar con borrachos, prefería
cuando se ponían violentos, daban menos problemas y era
más fácil sacarlos a hostias. Con las mujeres era distinto,
aunque los efectos del alcohol fueran los mismos en unas
y otros, los grados eran diferentes. En esta ocasión, a Eric
Montero también el costó trabajo hacerles ver que hasta
ahí habían llegado; que ya tocaba irse a casa, que todos es-
tábamos cansados, que llevábamos ya algunas horas traji-
nando para que ellas se lo pudieran pasar bien.
Estaba observando la escena acodado en la esquina
de la barra, al lado de Macarena que se ofrecía voluntaria
para acabar con la discusión en cuanto el venezolano se
diera por vencido.
—Entre nosotras es más fácil la cosa —me dijo, y no
necesité más para entender a qué se refería.
Por suerte no hizo falta su intervención. Montero se
había inclinado sobre el oído de la chica y le susurró algo
que la hizo cambiar de opinión. Sacó el móvil del bolso y
anotó lo que con toda seguridad era el número del vene-
zolano. Luego se volvió a sus acompañantes y se largaron
sin armar más escándalo.

266
—Allí nos vemos —le recordó, agarrada al marco de la
puerta de entrada, con voz pastosa.
Una invitación en toda regla.
—Algún día me tendrás que decir cómo lo haces —le
dije sin moverme del sitio, con ánimo de ofender.
—Secreto profesional —me respondió recogiendo el
guante.
Había ido pasando el tiempo y con él, el peligro de
que aparecieran los dos machacas de la noche anterior.
Montero no se apartó de la puerta en ningún momento, y
desde allí me estuvo bombardeando con mensajes de que
todo estaba bien. Primero cada cinco minutos. Luego cada
cuarto de hora. Finalmente, a eso de las dos, se calló, dán-
dose por satisfecho. El último mensaje que me llegó era de
hacía escasos veinte minutos y era de Flavia Garitano, con
el habitual «¿Qué tal ha ido?» y disculpándose porque no
pasaría por el Cagliari. No daba más explicaciones, pero
me resultó lógico que no se dejara ver por allí, al menos
hasta que las aguas se hubieran calmado. Cosa que dudaba
se produjera a corto plazo. La visita de los empleados de
Strategos había causado también en ella una honda im-
presión. Con tipos como aquéllos, de poco valía la Beretta
Tomcat que guardaba en el bolso. Le respondí con el es-
cueto «Todo en orden» y rematé con un «Que descanses.
Nos vemos mañana».
—Además, a ti no te hace falta andar detrás de nin-
guna. Ya tienes a Silvia —intervino Macarena, con un ojo
puesto en la reacción de Aroa, que andaba por allí cerca
llevando a la barra los vasos que habían dejado en las
mesas.
—A nadie le amarga un dulce de vez en cuando —se
defendió la otra dándose por aludida.
Eric y yo intercambiamos una mirada con la otra ca-

267
marera que aún no entendía de qué iba el asunto, pero
que ya empezaba a atisbar que pasaba algo entre aquellas
dos.
—Pero los dulces a veces sientan mal —se revolvió
Macarena—. Y no a todo el mundo le gustan.
Tenía que cortar antes de que se salieran de madre y
acabaran dándose el gusto mutuo de engancharse por los
pelos.
—Venga chicas —les dije dando una palmada sobre la
barra—, vamos rápido que hoy cerramos nosotros. La jefa
me ha dicho que no viene.
Aroa tenía preparada una de sus impertinencias. Se la
leí en los labios entreabiertos y la mirada maliciosa. Pero
no pasó de ahí. La corté en seco con un leve movimien-
to de cabeza. Si soltaba el veneno que luego se atuviera
a las consecuencias. Optó por lo más inteligente: guardar
silencio y seguir a lo suyo. La pelea le sería desfavorable,
porque Macarena no hubiera desperdiciado la oportuni-
dad de darle un revolcón del que difícilmente podría salir
airosa, como acostumbraba.
Le pedí a Macarena que cuadrara la caja y que dejara
el dinero guardado para cuando llegara Flavia al día si-
guiente. Y a Eric, que les echara una mano a las dos cama-
reras a recoger el salón. Yo iría a bajar la persiana y cerrar.
Saldríamos por la puerta de atrás.
Estaba en la antesala cuando los vi entrar. Sobraban
las presentaciones. Sabíamos de sobra quiénes éramos y
lo que podíamos esperar los unos de los otros. Miré por
encima de mi hombro, hacia mi espalda, hacia donde es-
taban los demás. Una reacción instintiva previendo lo que
podía suceder a continuación. Todo pasaba por mantener
la calma, pensé. De lo que no estaba tan seguro era de si
esas eran también las intenciones de los recién llegados.

268
Me tocaba recular, pero sin dar la apariencia de que les
tenía miedo. Tampoco era cuestión de sacar pecho y en-
frentarme a ellos desde el principio. Donde estábamos y
como estaban situados, no tenía ninguna posibilidad. Ti-
pos fuertes y entrenados para hacer frente a cualquier im-
previsto. A pesar de la poca luz que había, pude adivinar
el tatuaje que llevaba el que tenía más cerca y que no me
dio muy buena espina. El machete y las ramas de laurel.
Una fanfarronería o que efectivamente aquel fulano había
estado en los boinas verdes, en los comandos de operacio-
nes especiales. Y me inclinaba más por la segunda opción.
—¡Hombre, Toro! —exclamó el del tatuaje como si nos
conociéramos de toda la vida— Por fin nos vemos.
—¿Nos conocemos? —pregunté rebajando el entu-
siasmo inicial.
—Este cabrón era sargento de los paracas hasta que lo
echaron por hostiar a su capitán —le dijo a su compañe-
ro—. Estuvo tambiém de contratista en el Congo con unos
mineros.
—¿Y cómo es que has terminado a las órdenes de esa
tipa? —me interrogó directamente, entrando al juego que
el otro había iniciado como preámbulo.
—Ya ves, uno se va haciendo viejo —le contesté— y
hay que buscarse la vida como mejor se puede. Sin hacerle
ascos a nada.
—¿Te dijo el panchito que tenías un hueco en Strate-
gos? —aunque Tatuaje era el que ponía la cara, la materia
gris era el otro—. Por si quieres cambiar de aires, que estos
empiezan a estar un poquito viciados.
—Estoy bien donde estoy —le respondí, sin darle ma-
yor importancia.
—¿Ni siquiera te lo vas a pensar?
—El sueldo que tengo es bueno y el trabajo, cómodo

269
—quería zanjar la conversación antes de que los demás se
inquietaran por mi tardanza y a alguno le diera por salir
a buscarme y se diera de bruces con los visitantes—. Y si
habéis terminado con la campaña de reclutamiento… Es-
tamos cerrando.
Fui todo lo diplomático que sabía y podía ser, cons-
ciente de que no serviría de nada. Esos dos tenían una
misión encomendada y no se irían sin haberla llevado a
cabo. Estaban sujetos a un código. No serían ellos quienes
iniciaran la pelea, sino que debían encargarse de provo-
carnos para que ésta fuera inevitable. Presentar los he-
chos como una defensa propia que los eximiera tanto a
ellos como a sus patrones de cualquier responsabilidad y
que acabara con una sanción para Eric y para mí y de paso
para el Cagliari.
—No te pongas así, Toro. Venimos a tomarnos una
copa —dijo Tatuaje, haciéndome a un lado para pasar—.
¿No vas a invitar a dos colegas de Iraq? ¡Allí estuvimos
todos!
Entraron como quien entra en territorio enemigo,
prevenidos frente a una probable emboscada, calculando
líneas de tiro y adivinando posibles focos de resistencia.
Pero sobre todo estudiando detenidamente a quienes te-
nían enfrente. Eric Montero los reconoció al instante. Al
final se había equivocado. Cuando menos los esperaba, se
presentaron. La cara de las tres camareras no fue mucho
más alegre. Ninguna entendía nada de lo que estaba pa-
sando. Me tranquilizó algo comprobar que no había bul-
tos sospechosos por ninguna parte. Los dos iban desarma-
dos, lo cual facilitaba las cosas.
—Ya hemos cerrado —informó Macarena detrás de
la barra, con el dinero de la caja en una bolsa de plástico
transparente.

270
—Con razón no te quieres largar, cacho cabrón —me
dijo Tatuaje, sin hacerle caso a Macarena. Toda su aten-
ción se había concentrado en Aroa—. Están bien buenas
las camareras aquí, ¿eh?
El fulano se relamía y a mí me hervía la sangre. Sólo
esperaba que a la chica no le diera por exhibir sus encan-
tos para darme por culo, porque en ese caso no respon-
día de los impulsos del boina verde. Pero la mirada que
me lanzó Aroa fue toda una advertencia de lo que vendría
luego.
—Deberías venir más —lo retó la camarera, entablan-
do su juego e invitándome a mí a entrar en él—. Si sois
amigos del Abuelo…
—Pero venimos si estás tú —amenazó Tatuaje medio
en broma, medio en serio, oliéndose que a lo mejor podía
echar un polvo con ella.
—¿Dais buenas propinas?
—Siempre y cuando te portes bien conmigo —Tatuaje se
había olvidado de que su binomio también estaba en la fiesta.
Agarró a Aroa por el brazo y la atrajo hacia sí. La chica
era una muñeca en sus manos a la que de nada serviría
resistirse. Algo que, por otra parte, no parecía dispuesta a
hacer. Le gustaba jugar con fuego y probar los límites, y no
sólo los ajenos. No parecía hacerle ninguna gracia, pero
tampoco estaba dispuesta a que acabara. Eric Montero iba
a salir en defensa de la chica, pero me adelanté un par
de pasos y me puse hombro con hombro junto a Tatuaje,
coincidiendo mi mano y la suya sobre el brazo de Aroa. Al
contacto con su piel, sentí un latigazo que ella también
notó. Me había hecho reaccionar.
—¡Hombre! —soltó el otro para desviar la atención de
Aroa. Estaba claro que la pelea no podía empezar aún ni
por ese motivo—. Si tenemos aquí al panchito de anoche.

271
¿Tú también te quieres venir a trabajar para nosotros?
Creo que hay puestos vacantes en lo de la limpieza.
Los dos se echaron a reír celebrando el chiste. Vi
cómo Montero deslizaba la mano en el bolsillo y se aga-
rraba a algo, a la porra extensible. Lo vi cómo avanzaba
hacia donde estábamos con la firme intención de largarle
un viaje con ella en la cara al otro para hacerle tragar la
mierda que acababa de vomitar. Pero un rayo de lucidez
lo contuvo. Tatuaje no estaba por la labor de dejar pasar
la oportunidad de camelarse a la camarera y se aferraba a
ella, que quedaba entre nosotros cuatro a modo de escudo
tras el que se resguardaría el boina verde. El otro lo vio
venir y estaba preparado para recibirlo.
—Ya me encargo de limpiar otras cosas —había recu-
perado su desenfado habitual y esa sonrisa sarcástica que
sacaba de quicio a más de uno, incluido al tipo que lo es-
taba examinando. Al darse cuenta de cómo se fijaba en la
mano que tenía oculta, la sacó, esforzándose para que el
otro comprobara que no escondía nada.
—Anda, prenda, sírvenos unas copas —Tatuaje seguía
a lo suyo. Le dio una palmada en el culo a Aroa. Ella levan-
tó la mano para darle una bofetada, pero se quedó a medio
camino cuando el boina verde la enlazó por la cintura con
la intención de besarla. Pudo zafarse porque aflojó delibe-
radamente la presa.
Entendió con quién se la estaba jugando y que ahí
cabían pocas alternativas. Tatuaje y Binomio no eran dos
simples. A ellos, si se les ofrecía algo, se les tenía que dar
cuando y como quisieran. Decidí intervenir. Agarré a Aroa
y la saqué de allí. De un tirón la lancé hacia donde estaban
la otra camarera y Macarena. Las tres se agruparon en el
extremo de la barra, a una distancia prudencial de noso-
tros cuatro.

272
—La chica ha terminado su turno —le dije cortando
cualquier objeción de Tatuaje al respecto—. Si no tienes
inconveniente, seré yo quien te sirva.
—No estás tan bueno, pero… —se conformó, después
de pedirle permiso a su colega para aceptar o rechazar mi
oferta.
—El panchito podría ayudarte —me dijo el otro, al que
la cercanía de Eric empezaba a incomodarle.
—Mi turno también ha terminado —le dijo el venezo-
lano—, y no me gusta echar horas extra cuando sé que no
me las pagarán.
—¡Coño! Has aprendido bien las costumbres españo-
las.
Tuvo a bien pasarle el brazo por los hombros, como si
se tratara de un colega de toda la vida con el que se acaba-
ba de encontrar. Le dio unos golpecitos en el pecho para
remarcar lo bien que empezaba a caerle.
—¿Qué vais a tomar? —les pregunté.
«Paciencia», le indiqué con un gesto a Montero, que
empezaba a inquietarse. Ya nos llegaría el turno a nosotros.
—Empezamos con unos tequilas —sugirió Tatuaje—.
Para ir entonando.
—Pero no beberemos nosotros solos —apuntó Bino-
mio, que había soltado a Eric y pasaba revista a las tres
mujeres—. Queda feo que no nos acompañéis.
—Una copa y fuera —intervino Macarena, enfadada
por lo que estaba pasando y sin saber el porqué. Había co-
gido a Aroa de la mano para tranquilizarla, olvidando las
diferencias entre ellas—. Ya os hemos dicho que estamos
cerrados.
—Eso nunca se sabe, chata.
Cogí la botella de tequila y la planté encima de la ba-
rra, entre Macarena y él. Agarré dos vasos.

273
—¿Sólo dos? —se sorprendió Tatuaje—. Quiero invitar
a mi camarera favorita.
Puse un tercero, alejado de donde estaba sentado el
boina verde, lo suficiente para que el fulano tuviera que
levantarse si quería volver a atrapar a la mariposa. No le
hizo ninguna gracia que lo quisiera alejar de Aroa, pero
no pareció importarle. Se las apañaría para salirse con la
suya.
Los rellené con un chorreón generoso.
Había trozos de limón cortados debajo de la barra,
pero preferí preparar unos nuevos.
—Vamos a hacerlo bien. No sabe lo mismo cuando los
limones ya llevan un rato.
Los ojos de Macarena fueron del cuchillo que mane-
jaba a mi cara.
«Paciencia», volví a indicarle cuando les puse el plato
con las rodajas de limón y la sal. Aroa se aproximó para
coger el vaso y brindar con ellos. Por miedo. Por compro-
miso. Buscaba en mí algo que la pudiera tranquilizar. Hizo
lo propio con el venezolano, que seguía en su puesto, a
escasos centímetros Binomio, que le dada la espalda, qui-
zás convencido de que un panchito con pintas de gigoló
guaperas no le echaría cojones.
Era el momento.
En cuanto echaron la cabeza hacia atrás para apurar
el trago, aprovechando la conmoción del tequila, les caí-
mos encima.
Binomio jamás pensó que el venezolano le apretaría
el gaznate con la porra extensible que había sacado del
bolsillo. Fatalismo caribeño. Si estaba perdido, lo mejor
era vender caro el pellejo. Lo había insultado y una cosa
así no se podía dejar pasar como si nada. Estaba disfrutan-
do de su venganza. Lo que viniera después podía esperar.

274
—No se mueva mama pingas hijueputa o le parto el
cuello —le dijo pegando la boca al oído del ex-militar.
Tatuaje tampoco se esperaba el puñetazo que le endi-
ñé en el oído. Me miró sin dar crédito y antes de que pu-
diera decir esta boca es mía, le estampé la cabeza contra la
barra y le puse la punta del cuchillo en la yugular.
Hubo un murmullo general que se apagó en cuanto
la situación quedó más clara, con Eric y yo controlándola.
Ninguna de las tres hizo el más mínimo intento de mover-
se. Aroa se había quedado de piedra, sosteniendo el vaso
intacto en una mano que le temblaba. Estaba a punto de
llorar por la tensión acumulada. La nueva nos miraba a
todos, desencajada, ahogando ella también un grito histé-
rico y las ganas de echar a correr.
—¿Llamo a la policía? —preguntó Macarena.
Me dio por reír y me eché un poco más sobre tatuaje.
—Entonces sí que estaríamos jodidos —me dirigía a
mi presa—, ¿verdad?
Los dos de Strategos habían dejado de parecer tan du-
ros. Binomio pensó que lo más inteligente, dada su posi-
ción, era quedarse quieto y no encabronar más a Montero.
—No hace falta ponerse así —le costaba trabajo arti-
cular palabra con la porra apretándole el gaznate.
—Teníais que haberos informado mejor —le contes-
té—. Mi compadre y yo somos viejos conocidos del Ameri-
cano. Podríais haberle pedido a él más referencias, porque
no está bien entrar en los sitios a ciegas. ¿O es que no se
enseña eso en los comandos?
Ninguno de los dos dijo nada. Habían caído como dos
soldados bisoños. Jamás se pensaron que un fulano que
bordeaba el sobrepeso y otro con pinta de gigoló iban a
suponer un problema.
—Vamos a tranquilizarnos —pidió Tatuaje, incómo-

275
do por la postura y los pinchazos amenazadores del cu-
chillo.
—Eso se le decís a quienes os han enviado. El tiempo
que nos dieron no ha terminado todavía —les recordé—.
La respuesta será la que tenga que ser y llegará cuando
venza el plazo, no antes.
Salté fuera de la barra, sin aflojar el peso ni darle
oportunidad de escaparse. Los sacamos a los dos a la calle.
Eric y yo temíamos que los dos ex-militares quisieran co-
brarse la revancha por la humillación.
Binomio era el más sereno, o al menos así me lo pare-
ció cuando, sin darle tiempo a reaccionar después de que
le quitara el cuchillo del cuello, le plantó la mano a Tatua-
je en el pecho.
—Vamos. Ya está todo el pescado vendido. Ahora toca
esperar.
—Toro, esto no queda así —me amenazó el boina ver-
de mientras salían del Cagliari.
Y lo jodido es que todos sabíamos que no era una sa-
lida retórica. Eso sería lo que nos esperaba en cuanto les
dijéramos que Flavia Garitano no aceptaba el trato que le
proponían sus jefes.

—¿Qué coño ha pasado?


Macarena trataba de dominar los nervios. Se dirigió
directamente a mí, haciéndome responsable último de lo
que podía haber pasado, aunque todo se quedara en un
susto.
—¿Por qué decías eso del plazo? —seguía ametrallán-
dome a preguntas mientras Eric y yo entrábamos de nue-
vo en la sala, después de haber echado el cierre—. ¿Quién
los ha mandado?

276
Me mantenía en silencio, pero Macarena iba subien-
do el tono. Temí que me abofeteara hasta arrancarme una
confesión. Debió entender que no le diría nada más allá de
lo estrictamente necesario, porque aquélla era una cues-
tión que ya habíamos tratado con la jefa.
—Si van a venir más veces a intentar jodernos —y eso
lo decía de forma literal, mirando a una Aroa que no se
atrevía a despegar los labios—, al menos creo que tenemos
derecho a saber algo.
—Sólo eran dos imbéciles pasados de copas que que-
rían rematar la fiesta —le mentí, consciente de que no me
creía, pero también de que se callaría, por la cuenta que
le traía—. No volverán más por aquí, eso te lo puedo ase-
gurar.
Tenía en la mano un vaso de tequila vacío con la inten-
ción de tirármelo a la cabeza. Por capullo y por mentiroso.
Si algo se lo impidió fue el entrever que, si no le contaba
nada más, se debía a que era mejor que se mantuvieran al
margen de todo, aunque eso sólo fuera posible a medias.
Para bien o para mal, ellas también trabajaban para Flavia
Garitano y entraban dentro del paquete, a pesar de que su
única ocupación se redujera a servir y aguantar borrachos
en el Cagliari.
Antes de que pudiera pensar en reaccionar, Aroa Gue-
rra se lanzó sobre mí, abrazándome, hundiendo la cara en
mi pecho. Sólo murmuraba «Perdona». Buscaba refugio y
consuelo. Protección. Que le dijera que no había nada que
temer. A fin de cuentas, debajo de toda esa capa de au-
tosuficiencia y derroche de sensualidad, no era más que
la cría asustada que tenía entre mis brazos. La que hasta
hacía poco había intentado acostarse conmigo, ahora bus-
caba un padre que hiciera de muro frente a amenazas que
venían de fuera. A lo mejor, siempre había buscado eso,

277
pensé. Cuando separó su cara de mi pecho, en su mirada
había un profundo arrepentimiento. Había jugado duro a
sabiendas de que podían haberle hecho mucho daño. Se
comportó como una idiota, pensando que con su actitud
me incomodaba. Quería ponerme celoso, como si me im-
portara con quién se iba o dejaba de irse. La besé en la
frente, adoptándola como hija, algo que tal vez nunca ha-
bía dejado de ser para mí, por más que a veces yo hubiera
estado a punto de caer. Lejos de enfadarse por el beso, pa-
reció agradecérmelo. Volvió a hundirme la cara para que
no viera que estaba llorando y a repetirme que la perdo-
nara.
Macarena observaba la escena con un punto de es-
cepticismo. No se creía el arrepentimiento de Aroa, más
fruto del terror por lo que se le venía encima que de ver-
daderos remordimientos.
—Venga, ya se ha terminado todo.
Dio un par de palmadas, no fuéramos a dejarnos lle-
var por el sentimentalismo.
Montero nos miraba con una media sonrisa socarro-
na, viendo lo que yo quizás no tardaría en ver. Tenía sus
dudas de si realmente, como decía Macarena, todo hubie-
ra concluido. También tenía sus dudas acerca de en qué
derivaría ese abrazo entre Aroa y yo. Era como si me estu-
viera avisando. No era cuestión de dejarme arrastrar por
un arrebato de paternalismo que ella pudiera malinter-
pretar cuando más le conviniera.
Cuando la chica se separó de mí, me miraba confundi-
da. Y yo no lo estaba menos. Me encontraba en medio de
un torrente de emociones que tal vez pudiera arrastrar-
me hasta donde no quería. Me maldije por haber permi-
tido que se me acercara de ese modo. Por haber bajado la
guardia. Y, sin embargo, no me arrepentía. Le sostuve la

278
mirada. No me retaba, como cuando nos encontramos en
la parte trasera del Cagliari; como cuando se acercó al boi-
na verde tatuado. Esperaba a que yo moviera la siguiente
pieza, que diera el paso en la dirección que ella anhelaba.
Esperaba que la besara para rematar la escena, pero ni po-
día ni quería. Su miedo era la excusa para que me acercara
a ella. Si no le había valido el papel de mujer fatal, quizás
podría hacerlo el de chica desvalida. Acariciarme el ego
de otro modo.
Sin demasiados aspavientos la separé de mí. Se que-
dó fría, descolocada, por mi repentina brusquedad. Pero
no todo estaba perdido. Aún le quedaba una última es-
peranza.
—Macarena tiene razón —convine—. Ya toca largar-
nos de aquí.
Aroa me había agarrado del brazo para que no se me
ocurriera escapar. Había establecido que yo le debía algo
por el perdón que me había pedido. Una compensación
por haber hecho que se tragara su orgullo de hembra. No
pude ocultar mi incomodidad por una situación que mal-
dita la gracia que me hacía.
Mi móvil sonó. Me zafé de su mano, que dejó sobre
mi piel, a través de la tela de la americana y la camisa, una
huella cálida que en cierto modo llegué a extrañar. En la
pantalla apareció iluminado el nombre de Flava Garitano.
—Necesito que vengas a casa inmediatamente.
No se anduvo con preámbulos. Más que decirme, me
gritó. La noté nerviosa por más que intentara dominarse.
Su voz al otro lado temblaba, aunque se esforzara por do-
minarse.
—¿Pasa algo? —quise saber, pero no obtuve la res-
puesta que quería.
—Si no, no te habría llamado a estas horas —me hizo

279
ver con evidente hartazgo de una conversación que po-
día alargarse innecesariamente—. Ven lo más rápido que
puedas.
Le dije que de acuerdo, que iría para allá en seguida,
que acabábamos de cerrar el Cagliari. Antes de colgar me
hizo una última recomendación:
—Se lo más discreto que puedas.
No me agradó esa llamada. Guardé el teléfono con un
desasosiego que dejó en nada la preocupación por la cer-
canía de Aroa; por lo que pudiera o no haberse imaginado
aquella chiquilla y lo que luego me recriminara.
—Te ha cambiado la cara —me espetó Macarena, con
el bolso enganchado del brazo.
A su lado estaba la otra camarera, con el susto aún
metido en el cuerpo por más que pretendiera hacer de tri-
pas corazón y seguramente estar diciéndose a sí misma
que la noche era lo que tenía.
—Me acaba de llamar la jefa —pero no hablaba con
Macarena sino con Montero—. Quiere que vaya ahora a
su casa.
—¿Crees que puedan haberla llamado?
—No lo sé —le respondí—. En ese caso, se habrán dado
mucha prisa, ¿no crees?
—¿Seguís hablando en clave para que las demás no
nos enteremos de nada? —el mosqueo de la veterana ca-
marera iba en aumento—. ¿Qué está pasando, Toro? ¿Tan
grave es esto?
—Yo tampoco sé nada —le dije—. En cuanto me entere
de algo, te lo diré.
—Voy contigo —se ofreció el venezolano. No me esta-
ba pidiendo permiso; era algo que él daba por hecho.
—No —fui tajante en mi negativa—. Quiero que las lle-
ves a sus casas, para estar más tranquilo. Esos dos puede

280
que no estén muy lejos y quieran cobrarse la pieza que les
hemos quitado —miré a Aroa, que mascaba mi repentino
rechazo.
—Sé cuidarme sola —me hizo ver, con su habitual
actitud—. Además, no pienso dejar el coche aquí toda la
noche.
No iba a admitir ninguna réplica y menos de una ni-
ñata resentida.
—Eric os llevará a vuestras casas y mañana, cuando
entréis en el turno, los recogéis.
—No me quedo tranquilo dejándote ir solo a casa de
Garitano.
—Y yo no me quedo tranquilo pensando que pueda
haberles pasado algo a ellas por no haber tomado precau-
ciones.
Se tragó cualquier objeción que se le hubiera podido
ocurrir.
Estábamos en la calle, junto al coche de Eric Montero
en el que ya habían subido Macarena y Aroa. Agarré por el
codo a la otra camarera.
—¿Cómo te llamas?
—Natalia.
—Lo que ha pasado esta noche —le dije acercándome
a ella—, mejor que no se sepa. Por la cuenta que nos trae
a todos.
Me sentí como el peor mierda al amenazar de ese
modo a una chica que hubiera querido marcharse de allí
inmediatamente. Y si no lo hacía era porque no tendría
otro lugar mejor al que ir. En eso me recordó a Saray. En
eso me parecía a los dos matones de los que las quería
proteger.

281
Salí de la ciudad con el coche a toda velocidad. Condu-
cía con miedo a pesar de que las calles estaban comple-
tamente vacías. Miraba a través del retrovisor en busca
de algo que confirmara mis sospechas de que alguien me
estaba siguiendo. Durante al menos unos minutos pensé
que un Golf verde venía detrás de mí para acabar lo que
los enviados de Strategos Protection no habían terminado
en tiempo y forma. Por suerte, se desvió para desaparecer
por completo de mi vista. Respiré tranquilo, pero sólo a
medias. Cualquier reflejo podía ser la sirena de un zeta de
los locales enviado por el Americano para que no llegara
a mi destino. Me había saltado varios semáforos en rojo.
Ni los veía ni creía poder permitirme el lujo de pararme.
Maldije aquella noche. Había estado a punto de de-
jarme despeñar sin posibilidad de salvación en brazos aje-
nos. Miré al teléfono y pensé en Silvia. A esas horas debía
estar ya en casa, esperándome. O quizás hubiera decidido
quedarse en la suya. Pensé en mandarle un mensaje, por
si acaso. Decirle que se me habían complicado las cosas y
que tardaría aún en llegar. Pero decidí quedarme quieto.
No quería preocuparla más allá de lo necesario. Tanto si
le decía lo que había pasado como si no, la alteraría, por
lo que lo mejor era el silencio hasta que llegara a casa y le
diera las explicaciones oportunas. Esperaba poder hacerlo
cuanto antes.
Llegué al desvío que debía tomar para ir a la urbani-
zación donde vivía Flavia. Una carretera secundaria, más
bien un carril asfaltado, de unos dos o tres kilómetros que
iba a parar a uno de esos islotes aislados del mundanal
ruido a quince mil euros el metro cuadrado; una ganga
cuando se podía pagar para mantener la ilusión de segu-
ridad plena. No me pude aguantar la risa al pensar en esa
contradicción. Precisamente ella, que había querido blin-

282
darse, ahora estaba amenazada por esos mismos buitres
con los que compartía pista de pádel. Apagué las luces del
coche. Recorrería esa distancia completamente a oscu-
ras, rezando para no encontrarme a nadie de frente. Era
la única manera de llegar sin que nadie se percatara. Me
había pedido que fuera discreto.
A medida que me acercaba, los contornos de las casas
se perfilaban en la noche. En aquella urbanización no ha-
bía ni una sola farola que iluminara las calles, quizás para
que así fuera más difícil moverse por allí, preservando
de ese modo la identidad y privacidad de sus dueños. Me
extrañó no ver tampoco el coche de ninguna empresa de
seguridad privada. Pensé en la ironía que sería toparme
con el logo de Strategos estampado en el capó. Avanzaba a
ciegas, guiándome sólo por la memoria. Había estado allí
en un par de ocasiones, aunque siempre de día. Vi luz en
las ventanas de la parte baja de una casa. Eran las únicas
que estaban encendidas y sólo en una de ellas me estaban
esperando. Tomé la curva con el pulso cada vez más ace-
lerado y la mente en blanco. Sólo resonaba en mi cabeza
el modo en el que Flavia me había pedido ayuda, que no
auguraba nada bueno.
La verja estaba abierta, como la puerta de entrada.
El corazón me dio un vuelco y la boca se me quedó seca.
Tuve el impulso de meterme con el coche, sin embargo,
rodé unos metros más, hasta quedar fuera del alcance de
cualquiera que pudiese estar vigilando desde dentro. Per-
manecí unos minutos dentro, observando por el retrovi-
sor y los espejos laterales la falta de movimientos. Abrí
la guantera. Debajo del sobre que me había dado Ricardo
Beltrán con el dinero estaba la navaja. Me la eché al bolsi-
llo después de abrir y cerrarla un par de veces para asegu-
rarme de que la hoja estaba en su sitio.

283
Me planté en la cancela del jardín corriendo, y co-
rriendo por el carril de tierra batida llegué a la puerta.
No necesité llamar al timbre para anunciarme. Flavia Ga-
ritano me esperaba en el recibidor, en el arranque de la
escalera. Estaba de pie, descalza, vestida con un camisón
rasgado del que asomaba, desnudo, su pecho derecho. En
la mano sostenía, firme, la Beretta Tomcat. El suelo estaba
manchado de sangre y había varias cosas rotas y tiradas
por el suelo. Signos evidentes de que Flavia no se había
dejado intimidar. Entendí por qué me dijeron que de ella
ya se ocuparían. A simple vista estaba bien. No parecía
que la hubieran herido de gravedad. Sólo en su forma de
respirar y de mirar, en la posición rígida del cuerpo, se
notaba el trago por el que acababa de pasar. Muy posible-
mente hubiera permanecido en esa posición estática des-
de que me llamara. Incapaz de abandonar su puesto hasta
que llegara yo.
Al verme entrar avanzó hacia mí. Ahí fue cuando me dí
cuenta de que no estaba tan ilesa como en un principio me
pareció. Hizo una mueca de dolor al echar a andar. Cojeaba
del pie izquierdo. Me acerqué a ella al tiempo que se reco-
locaba el camisón para ocultar lo que dejaba al descubierto.
Se apoyó en el aparador, sobre el que no quedaba nada.
—Aquí me tienes —le dije, como si fuera lo más nor-
mal del mundo que me llamara a esas horas y encontrar-
me al llegar el escenario de una batalla campal.
—Me han hecho una visita esta noche —me comentó
como si tal cosa, poniendo la pistola sobre el aparador.
—Por lo que veo, no han sido muy educados —miré a
mi alrededor para asegurarme.
—Fueron un tanto inoportunos. Les pedí que se fue-
ran y como se pusieron muy impertinentes, tuve que re-
currir a palabras mayores. Me hicieron frente, pero por

284
suerte, entraron en razón. Lo que no sé es si aún siguen
rondando por aquí.
—No he visto nada, así que supongo que debiste con-
vencerlos para que se marcharan.
Me hizo un gesto para que me acercara un poco más.
Se apoyó en mi hombro y la llevé hasta el baño de la plan-
ta baja. La ayudé a sentarse en el filo del bidé. Había ido
dejando un rastro de huellas de sangre, una estela en la
única parte de la casa que había quedado a salvo de los
vándalos. Tomé su pie y vi que tenía clavado un cristal de
tamaño considerable. Me indicó un armario que hacía las
veces de botiquín. Le saqué el cristal y le curé la herida,
vendándole el pie.
Cuando terminé me dio las gracias, evaluando el re-
sultado no del todo insatisfactorio.
—¿Cuántos eran?
—Cuatro, cinco o…, no puedo estar segura —me res-
pondió—. En casa entraron tres, pero afuera había otros
esperando dentro de un coche. Un Fiat de esos viejos, pue-
de que hasta robado.
Hizo una pausa para masajearse la planta del pie an-
tes de apoyarlo en el suelo.
—No nos han dado mucho tiempo para que nos pen-
semos la respuesta.
Los dos dábamos por supuesto que aquella vista se la
debía a Alberto Toscano.
—También se han dejado caer por el Cagliari.
Le conté cómo había pasado, omitiendo deliberada-
mente el tonteo de Aroa Guerra con Tatuaje. Podía ser la
excusa perfecta para echarla y yo no quería cargar con ese
peso en la conciencia.
—Tienen prisa por dejarlo todo bien atado y que no se
les vaya a escapar nada.

285
Salí del baño y regresé con la Beretta en la mano. Le
puse el seguro para extraer el cargador y la bala de la re-
cámara.
—Les has disparado —afirmé.
Flavia no lo negó.
—No me dejaron otra —me respondió, sujetando una
bala ente el índice y el pulgar.
Abrió los ojos cuando sintió que alguien tiraba de las
sábanas hacia atrás. Pensó que era Lud, el tipo con el que
compartía cama. Se alarmó cuando notó que una mano le
tapaba la boca y otra hurgaba entre sus piernas. Al abrir
los ojos se encontró con un encapuchado sobre ella. Em-
pezó a luchar para zafarse del fulano que tenía encima. El
otro se había encargado de su amante, al que no le había
costado sacar de circulación. Lud estaba en el suelo, he-
cho un ovillo, suplicando en mal castellano que por favor
no le pegaran, sin importarle lo que a ella pudiera pasar-
le. El otro lo insultaba, dándole con el pie, entre risas e
insultos, pero sin hacerle daño. Bastante tenía ya con la
humillación de verse sobre un charco de su propio meado.
Olvidándose de él, apremió a su compinche para que se
cogiera a la puta vieja, con un acento sudamericano del
que no tenía dudas.
El encapuchado la sobaba por todo el cuerpo, con an-
sia. Parecía como si le pusiera el miedo que veía en ella, me
dijo Flavia. Cuanto más se resistía, más disfrutaba el otro.
Le soltó una bofetada como respuesta al mordisco que la
mujer le dio en el antebrazo. Al verse momentáneamente
libre de una de las manos, ella sacó la pistola que guardaba
debajo de la almohada. Era la segunda noche que dormía
con ella allí. Desde que Montero le contó lo sucedido con
los matones de Strategos, decidió tomar sus precauciones y
no se equivocó. Al ver el cañón del arma aparecer ante sus

286
narices, dio un salto atrás. «¡Me cago en sus muertos!», le
dijo casi en el suelo, palpándose los riñones. Ellos tampo-
co iban desarmados. Cundió el nerviosismo y apareció una
tercera pistola. El que tenía acento sudamericano levantó
su arma, seguro de que Lud no haría nada que pusiera en
peligro su pellejo. «¡¡¡Baje el fierro y nos largamos!!!», chi-
lló. Pero su compañero ya estaba en el umbral de la puerta
preparado para echar a correr.
La tenían entre dos fuegos. Fue consciente de que po-
día morir y el estómago se le cerró con un nudo. Sudaba
a pesar de que no hacía calor. Sin pensarlo, movida por
el instinto de supervivencia, apretó el gatilllo. El estallido
de la Beretta la hizo creer que había perdido las dos ma-
nos con las que la sujetaba. El tiro salió alto, por encima
de la cabeza del sudamericano, que se había agachado y
disparaba a su vez. La bala fue a parar a unos centímetros
del cuerpo de Flavia. Salvaba la vida de momento y por
muy poco. Se sorprendió de que el que la había intentado
violar no le disparara. Un tercer encapuchado lo impidió.
«¡Vamos, hostias! Esto se ha ido a la mierda», les decía es-
grimiendo una recortada. Cuando los intrusos salieron de
la habitación, Flavia saltó de la cama para ir tras ellos. La
adrenalina de los disparos y el miedo la cegaban. Desde la
escalera volvió a disparar, una o dos veces más, no estaba
segura. El resto lo había podido ver yo con mis propios
ojos.
—Creo que le di a uno de ellos en la espalda, mientras
huían.
—Dos veces —me miró sin comprender qué le decía.
Le señalé las balas que había sacado de la pistola—. Dispa-
raste dos veces más.
Flavia cabeceó, dando por bueno mi cálculo.
—No se llevaban nada, iban a por mí, a meterme miedo.

287
Tras oír su historia se me pasaron los nombres del
Lear, el Pirulo y Salva, el hijo de Paco Ramírez, como los
responsables de aquel estropicio. Ellos estaban a sueldo
del Americano para este tipo de cosas. Y si no se habían
llevado nada, el jefe de la Local les debía haber pagado
un buen dinero o prometido la inmunidad para todos sus
trapicheos futuros. Sentí un vacío en el pecho al pensar en
que el herido pudiera ser el hijo de mi amigo.
A esas alturas, con el ruido de los disparos, la casa de-
bía estar llena de policías y sanitarios. Pero nadie había
dado el aviso. Porque en sitios así, ningún vecino se me-
tía donde no le llamaban. En un lugar tan apartado, tan
grande, era difícil oír algo. Habíamos tenido suerte. Lo que
menos quería era tener que dar explicaciones a los unifor-
mados; que la noticia corriera y le diera al Americano y
Vallespín munición para apuntillar a Flavia.
Le conté lo que el Yiyo averiguó sobre los negocios
de Manuel Roldán, los Melgar y su relación con Strategos
Protection.
—Al final va a ser una suerte que hayan mandado a
unos chapuzas en lugar de a los profesionales.
—Todo tenía que parecer un intento de robo más, pa-
sara lo que pasase.
—¿Tú también sabías que esto podría ocurrir?
—No —le respondí sincero—. Jamás pensé que iban
a jugar así de fuerte. También me ha cogido de sorpresa.
Pero tampoco me extraña.
—¿Qué crees que debo hacer?
—Esperar a que se cumpla el plazo y tal vez buscar un
trato más favorable.
—No podemos ganar, ¿verdad?
La Flavia que estaba sentada en el filo de la bañera
poco o nada tenía que ver con la del día anterior, cuando

288
pensaba que podía enfrentarse a esos tipos y salir indem-
ne e incluso victoriosa. Se había llevado un desagradable
baño de realidad de manos de un puñado de quinquis.
—Mañana cerramos el Cagliari —me dijo—. No quiero
que vuelvan para armar una bronca todavía peor que la de
hoy y haya que lamentar alguna desgracia.
Se refería a lo que pudiera pasarnos a cualquiera de
nosotros. El chaval al que quizás hubiera herido le impor-
taba poco.
Me acarició la mejilla.
—Ojalá hubiera podido meterte conmigo en la cama.
Lo dijo justo cuando apareció el tal Lud en la puerta
del baño. Parecía una piltrafa, con el pantalón del pijama
chorreando. De nada de la había servido el entrenamiento
en el gimnasio frente al Lear. Murmuró algo a lo que Flavia
ni se dignó a responder. El alemán palideció al ver el arma
y las balas sobre el lavabo. Algo le dijo ella que a mí me
sonó a ultimátum.
—A éste se le cierra la boca con una buena cantidad
de dinero. Y ahora vete y no se te ocurra quedarte por
aquí de vigilante. Lo mejor será que me marche hasta que
llegue la hora de darles la respuesta.
—¿Adónde te irás?
—Ya te llamaré —no admitía discusión—. Iremos jun-
tos cuando haya que darles la respuesta.

289
10

Quería llegar cuanto antes a casa. Comprobar que no ha-


bía pasado nada. Que con la visita a Flavia y al Cagliari ha-
bían tenido suficiente. Pero también necesitaba saber que
el hijo de Paco estaba bien. Podía haber sido Salva quien se
llevara el balazo. No me iría aún de la urbanización, daría
una vuelta con el coche en busca de algún rastro de los
asaltantes. No había ni rastro de ellos por ninguna par-
te. Se habían esfumado. Llamé a Ramírez al móvil, pero
al otro lado no me respondió nadie. Quizás mejor así. No
habría encontrado ni una sola razón que justificara una
llamada a esas horas, más allá de que a su hijo podrían
haberle pegado un tiro por haber entrado en casa ajena
cumpliendo un encargo. Lo sentía más por la madre o el
padre del chaval que por él mismo. A fin de cuentas, él
había elegido ese camino todo lo libremente que se podía.
Lo peor de todo era que el Americano los había man-
dado a sabiendas de que si la cosa podía torcerse, se torce-
ría. Les había dado carta blanca para que actuaran como
les diera la gana y así lo hicieron. Desatados, sin ningún
tipo de freno, debían causar todo el daño posible. Para
eso estaban trabajando bajo el paraguas de la autoridad
competente. Un trabajo fácil. Posiblemente pagado por
adelantado para que así se anduvieran con menos mira-
mientos: tenían las ganancias aseguradas. Y si al final se

290
iba al carajo, no era más que un robo de unos niñatos que
salió mal. Pobrecitos. Unas cuantas declaraciones de in-
tenciones del jefe de la Policía Local delante de los medios
y esperar a que todo el mundo se olvidara de la tragedia.
¿Quién se acordaría del Pirulo y su banda pasado un tiempo?
Salí de la urbanización como llegué, con los faros apa-
gados. En la carretera empezaba a notarse el movimien-
to de quienes iban a sus trabajos. Camiones y furgonetas
de reparto que se dirigían al mercado municipal a cargar.
Un pitido largo me avisó de que aún no había encendido
las luces y conducía como un kamikaze. Pensar en eso me
hizo gracia. Después de todo, no era más que un maldi-
to suicida que se estaba jugando el pescuezo a sabiendas
de que tenía muchísimas posibilidades de perderlo. Pasé
de largo del desvío que me llevaría a casa para entrar de
nuevo en la ciudad. Sabía adónde iba y cuál era el camino
más corto. El barrio me esperaba y no podía huir haciendo
como que no había oído nada. No ir a ese piso del que ha-
bía intentado arrancar a Salva no era una opción para mí.
Mantenerme al margen, convencido como estaba de que
ellos fueron los responsables del asalto a la casa de Flavia
Garitano, me era imposible. Tuve la tentación de llamar
de nuevo a Paco, pero me estuve quieto. Lo que estaba a
punto de hacer, en parte era por él.
En las calles vacías sólo se escuchaba el ruido del mo-
tor de mi coche. Había algunas ventanas iluminadas, las
de los curritos que se preparaban para salir. La sensación
de soledad a esas horas era mucho más acentuada. En la
puerta del edificio estaba aparcado el Fiat que mencionó
Flavia. Al llegar a su altura, apagué el motor, sin preocu-
parme por dejarlo bien cuadrado. Me bajé, asegurándome
de que la navaja estaba en el bolsillo. Eché un vistazo al
interior del Fiat, iluminándolo con la linterna del teléfo-

291
no. Había una gran mancha de sangre pringando todo el
asiento trasero. No me había equivocado con ellos. Noté
un puñetazo en el estómago. Esa sangre podía ser la de
Salva.
Allí tampoco había señales de que hubiera acudido
nadie a socorrerlos. La vuelta al refugio era lo más lógi-
co para ellos. En ningún caso se les habría pasado por la
cabeza lo de acudir al hospital para que atendieran al he-
rido. Ese hubiera sido su final. Pensarían que a esas altu-
ras la Policía o la Guardia Civil estarían buscándolos. Y en
caso de que los cogieran por semejante imprudencia, el
Americano no movería un dedo por ayudarlos. Si el herido
al final palmaba, el marrón se lo comían ellos solos, por
su cuenta.
Metí la mano por uno de los cuarterones rotos de la
puerta y la abrí. El mismo olor que la primera vez me salu-
dó. Subí hasta el segundo sin preocuparme de nada. Sólo
cuando estuve delante del piso recordé que aquellos cho-
ros estaban armados y, lo que era aún peor, asustados. Por
suerte para mí, en medio de la desbandada se les había ol-
vidado cerrar. De dentro salían voces apresuradas que no
llegaba a entender. Eran casi un chillido de desesperación
ante una situación de la que no sabían cómo salir. Estaba
en el pasillo donde casi nos arrollara Yogurín cuando me
sorprendió Salva, que venía del salón. Tenía la ropa empa-
pada en sangre y la cara manchada con salpicaduras, pero
no estaba herido. Suspiré aliviado.
El chico vino corriendo hacia mí. Me abrazó y sentí
que no había pasado tanto tiempo desde que era un mo-
coso feliz correteando entre las faldas de Asun y jugando
al fútbol con Paco. Vi miedo en su rostro. Angustia por lo
que pudiera pasar. Los gritos que se oían en la casa no pre-
sagiaban nada bueno. El herido bramaba como si ya estu-

292
viera a las puertas de la muerte. Quebrada por el dolor del
balazo, era incapaz de adivinar de quién podía tratarse. Lo
único que tenía claro en ese instante, era que el herido no
había sido el tal Lear.
—¿Qué habéis hecho?
—¿Cómo has sabido que…?
Miró hacia su espalda para asegurarse de que nadie
salía. Un mal encontronazo pondría la noche interesante
y yo, como la primera vez que entré en ese piso, tenía to-
das las de perder. Como Salva. El chico ya había quedado
como un traidor delante de sus colegas cuando Saray fue
a buscar a su padre. El remate sería verlo conmigo, justo
la noche en la que un palo sin complicaciones se había
convertido en una tragedia.
—La casa en la que habéis entrado —le dije—, es la de
mi jefa y yo soy su encargado de seguridad. Tampoco es
que hayáis sido muy discretos.
Le mentí.
Si había ido allí fue para confirmar mis sospechas. Era
la única banda de quinquis que sabía trabajaba para Alber-
to Toscano y tenía a un sudaca entre sus filas. El resto ha-
bía sido pura suerte, pero no podía confesárselo. Hubiera
perdido el efecto que buscaba. Salva debió pensar, al oír-
me, que había acudido allí para ajustar cuentas con ellos.
—Se trataba de destrozar la casa —se justificó con un
tono monocorde de voz—. Llevarnos todo lo que pudiéra-
mos y el resto dejarlo inservible. No tenía que haber nadie
y se lo dije cuando vimos que esa tía estaba con el pavo
follando. Vámonos y volvemos otro día, pero el Pirulo se
emperró y el Lear lo apoyó. Entramos cuando se acabó la
mandanga y el muy capullo quiso también lo suyo y ahí
se lio.
Iba a preguntarle quién era el herido cuando la res-

293
puesta vino sola. La voz del pit-bull de Managua resonó,
inconfundible, imponiéndose a los alaridos de un Pirulo al
que una bala del 7,67 había perforado el pellejo. Dónde le
había acertado, me importaba un carajo. Tenía suficiente
con saber que no lo había matado, al menos de momento.
«¡¡¡Aguante, pendejo!!! ¡¡¡Ya está!!! ¡¡¡Ya está!!!», chilló va-
rias veces para darle ánimos a su jefe, aunque no parecía
surtir el efecto deseado. El Pirulo seguía gritando, sin que
se le entendiera nada de lo que estaba diciendo.
—¿Es grave? —le pregunté, señalando con la barbilla
hacia la habitación de la que salía todo aquel jaleo. El Sal-
va no pareció entenderme—. La herida, digo.
—Las heridas, querrás decir —me sugirió en cuanto
se ubicó—. Una en el hombro y otra en el culo. Hay sangre
por todas partes.
La próxima vez que viera a Flavia la felicitaría por
la buena puntería que había tenido. Dos disparos, dos
aciertos.
—¿Habéis llamado al Americano?
En medio del griterío pude distinguir las voces de dos
chicas. El hombro me recordó la mala experiencia que ha-
bía tenido con una de ellas. Con todo el jaleo que había ar-
mado, me extrañaba que ninguno de los vecinos hubiera
llamado a la policía, pero todo era una mezcla de costum-
bre y miedo a las posibles represalias. Tampoco se podía
descartar el miedo a la propia policía.
—¿Para qué? —me respondió con la mayor naturali-
dad del mundo—. ¿Para quedar como unos inútiles?
Tenía razón. No eran los únicos a los que recurrir
para esos menesteres, pero sí los que habrían demostra-
do una mayor eficacia cada vez que les había hecho algún
encargo. Si ahora lo llamaban para que les limpiara el culo
después de cagarla, tenían demasiado que perder, empe-

294
zando por los botines y terminando por la protección que
les aseguraba el Americano.
—¿Cuándo os hizo el encargo?
—Esta mañana llamó al Pirulo para decirle que por
la noche nos preparáramos, que había baile. Le dio la di-
rección y nos dijo que hiciéramos lo que nos saliera de los
cojones y lo que sacáramos para nosotros. Un regalo que
le hacía por lo bien que se había portado. Un detallito para
sus chicos.
—Pero no os llevasteis nada de la casa —le hice ver—.
Al menos la jefa no me dijo que os viera salir con nada en
las manos.
—No me dio tiempo a nada —reconoció Salva—. Esta-
ba registrando las otras habitaciones cuando sentí los ti-
ros y fui a ver qué pasaba. Luego tuvimos que salir echan-
do hostias y aun así mira cómo ha salido.
—¿El Americano os dijo algo de quiénes eran los due-
ños?
—Que yo sepa, no. El Pirulo no nos lo contó y una cosa
así no se la calla.
Era una buena forma de asegurarse las espaldas, dar-
les sólo la información imprescindible para que ejecuta-
ran el encargo. Lo que se encontraran una vez dentro era
asunto de ellos. Se lavaba las manos con suma elegancia.
—¿Dónde has echado la recortada?
Se sorprendió de que conociera ese detalle. Pero eso
ya daba igual. Si había llegado hasta allí siguiendo lo que
me hubiera contado Flavia, tampoco era raro que me hu-
biera dado esa información. Ella había visto el arma agi-
tándose en el aire cuando quiso sacar a sus compinches de
su cuarto.
Salva se movía por el piso sin que nadie se diera cuen-
ta de su presencia. Todos estaban ocupados en un asunto

295
de mayor importancia que estar pendientes de lo que él
hiciera o dejara de hacer. Entró en el salón mientras yo
seguía en el pasillo, la mano ahora en el bolsillo sujetando
la navaja, dispuesto a tirar de ella si era necesario. Ni se
me había pasado siquiera la idea de meterme en una de las
habitaciones o en la cocina para que nadie me viera. En el
fondo estaba deseando que eso sucediera. Quería sacarme
la mala hostia que llevaba encima.
Regresó el hijo de Paco con una Lamber del calibre 12
semiautomática; una escopeta de caza a la que habían cor-
tado el cañón en una operación artesanal. En absoluto me
sorprendería que esa arma hubiera salido de los almace-
nes de la Policía Local, fruto de un conveniente descuido.
Y un limado del número de serie obraba el milagro. Pero el
chico no venía solo. A su lado estaba Saray, el Yogurín. No
me alegró verla. O más bien, no me alegró verla en el esta-
do en que la habían dejado. Lear se empleó en ella a fondo,
porque nadie más podía haber hecho semejante animala-
da. Le había destrozado la cara a golpes. Un recordatorio
de dónde estaba su sitio y quiénes eran los suyos. Para
que no se le olvidara. La chica decidió actuar de acuerdo
con esas leyes no escritas que determinan ciertas lealta-
des perrunas que con demasiada frecuencia conducen a
la ruina y en ocasiones, al cementerio. No quiso, no pudo,
poner tierra de por medio, convencida de que al final la
encontrarían. Decidió que era mejor que la destrozaran a
ella antes que a alguien cercano. Después de todo, aquella
choni tenía su corazoncito de mártir.
Sin necesidad de palabras me preguntaba qué hacía
allí. Que si no había tenido ya bastante con el escarmiento
que le habían dado a Paco. Tal vez estuviera buscando a la
desesperada el mío propio. Allá tú, parecía decirme por no
reconocer que se alegraba en el fondo de verme.

296
—Está cargada —me avisó Salva.
La cara magullada de Saray era la prueba de la ver-
güenza del chico, que se sentía poco menos que un ca-
brón incapaz de ayudar, haciendo honor a su nombre, a
la muchacha que se había jugado el tipo literalmente para
que él pudiera hablar con su padre y tener al menos una
oportunidad de salir del pozo de mierda en el que estaban.
Tuvo que ver cómo el Pirulo y el Lear la golpeaban una y
otra vez hasta que se cansaron y tal vez hubieran seguido
la fiesta con él para quitarle de la cabeza cualquier inten-
ción de abandonar la hermandad. Lo dejaron estar.
El griterío continuaba su curso. El pit-bull de Mana-
gua seguía chillándole ánimos a su jefe, que parecía no
terminar de desfallecer de dolor. Un olor a yerba flotaba
en el ambiente. Un porro como analgésico para uno, a los
demás les serviría para templar los nervios. Al menos me
facilitaría el trabajo.
Sin necesidad de que Salva me dijera nada más, en-
tendí que, si había participado en el asalto a la casa de
la Garitano, fue por proteger a Saray, demostrándoles a
los otros que su lealtad no había cambiado de bando. No
le quedó más remedio que lanzarse al asalto con esa mis-
ma Lamber que yo sujetaba. La tenía agarrada de la mano
para que ella tampoco tuviera dudas acerca de mis inten-
ciones. Pero la que le quedaba libre estaba envuelta en un
pañuelo. El Yogurín se dio cuenta de que la miraba.
—Quisieron cortarme la cara —me contó ella misma
antes de que yo pudiera preguntarle. Nadie más tenía de-
recho a relatar su historia. Por ella no hablaba más que
ella—. Ya sabes, marcarme para que todo el mundo supie-
ra que era su puta, pero me defendí.
Saray se había soltado de Salva y me mostraba la
mano. Sus heridas, esa y las de la cara, eran la prueba de

297
que jamás podrían doblegarla, o no del todo. Eran para
ella un orgullo y no se escondería ni las ocultaría.
Miré por encima del hombro de Salva, hacia el salón,
hacia la habitación donde estaba el resto. Se movían som-
bras que amenazaban con salir y descubrirnos.
—¿Quién conducía el coche?
Mi pregunta lo dejó fuera de lugar.
—Los dos que os trajeron la otra tarde —respondió—,
el Moja y el Cristo.
Esa noche habían perdido la virginidad, ya podía ir
por el barrio pavoneándose por haber participado junto al
Pirulo y los suyos en el asalto a un chalé, aunque la acción
la hubieran olido sólo de lejos. Ya estaban haciendo méri-
tos, puestos en el buen camino, y tal vez llegarían lejos si
no se les torcía el camino.
—¿Están ahí dentro con los otros?
—Esos dos cabrones se largaron en cuanto dejaron el
coche. Estaban acojonados por la sangre. Pero hay que re-
conocerles que condujeron de puta madre, para lo chicos
que son, como dos profesionales.
Esbocé una sonrisa reconociéndoles el valor que ha-
bían tenido de meterse en una carretera cuando ninguno
de los dos llegaba a los pedales. Hubiera dado lo que fuera
por ver el espectáculo de esos dos aprendices de choros
con un supletorio debajo del culo para poder acelerar, fre-
nar y embragar.
—En ese caso, supongo que no tendréis las llaves —Sal-
va negó con la cabeza—. ¿Tenéis algún otro vehículo?
—Mi moto —dijo el hijo de Paco.
—¿Puedes montar, Saray?
—Claro.
¿Por quién demonios la tomaba? La pregunta había
sobrado.

298
—Quiero que os larguéis de aquí —les dije empuján-
dolos hacia la puerta—. ¿Sabes dónde vivo?
Salva me dijo que no. Le expliqué lo mejor que supe
cómo podía llegar. Esperaba que hubiera entendido mis
indicaciones.
—Iros para mi casa y si hay una mujer dentro, le dices
que eres el hijo de Paco y que os he dicho que os quedéis
allí. Decidle también que no tardaré en llegar.
Saray tenía algo que objetar, pero Salva sabía que no
había mucho tiempo que perder. Que, si los otros se da-
ban cuenta de que estaban hablando conmigo, que había
entrado sin su permiso, no tendrían escapatoria posible.
Y ya la voz de Lear preguntó por su Yogurín, que si había
meado ya o tenía que ir a por ella.
—¡Estoy en la cocina! —voceó ella para que el otro se
calmara y siguiera dándole caladas al porro antes de pa-
sárselo a sus compañeros.
Pero Salva tenía una preocupación.
—¿Y mi padre?
—Eso ahora no importa —le dije cerrando la puerta
para que nadie pudiera salir de ese piso sin mi permiso.

Abrí y cerré la Lamber. Comprobé que todas las piezas que


debían moverse lo hacían correctamente. Era la primera
vez en mucho tiempo que tenía un arma de fuego entre
las manos. Sentí el mismo hormigueo que en Iraq o en el
Congo, fruto del miedo, siempre el miedo, ante lo que pu-
diera pasar. El valor no existe, eso lo sabía bastante bien,
sólo la estupidez. Con el dedo en el guardamonte de la es-
copeta atravesé el salón y me planté delante de la puerta
del cuarto donde estaban Lear, el Pirulo y dos chicas más,
a las que conocía de la otra visita.

299
El olor a yerba era muy penetrante y el color rojo de
la sangre lo teñía todo en una escena cuando menos gro-
tesca. El Pirulo estaba tirado encima de la cama desnudo,
sobre un costado, el que Flavia Garitano le había dejado
sano. Tuve que aguantarme la risa. Ningún hombre pa-
rece una amenaza cuando está en pelotas. Recordé a los
jefes iraquíes cuando los sorprendíamos en sus casas para
arrestarlos, en pijama o directamente como sus madres
los trajeron al mundo, a menudo en compañía masculina
o femenina, eso daba igual, sin atinar a creerse lo que les
estaba pasando. Lear me daba la espalda. Podía haberle
descerrajado un tiro en la cabeza y haber acabado con el
problema, pero no me pareció ético ni recomendable es-
parcir los sesos de semejante cabronazo. Aunque estaban
armados, las pistolas les quedaban muy lejos. En la seguri-
dad que les daba saberse en su casa, las dejaron desperdi-
gadas por el suelo de la habitación. Me llamó la atención
un Colt 1911 con las cachas de nacarina blanca, el percutor
y los bordes dorados. No tuve duda de quién era el dueño.
Le apoyé el cañón de la Lamber en la nuca. Al pit-bull
de Managua se le quedó atascado el humo del porro cuan-
do sintió el frío del metal sobre la piel. Miró el Colt, pero
antes de que hiciera el más leve intento de cogerla, sabía
que se iba para el otro barrio. Me recibieron con un chi-
llido, el de las dos chonis que ni en sueños pensaron que
se les iba a colar un intruso. Una estaba a mi derecha; la
otra en la esquina opuesta, junto a la cabecera de la cama,
acompañando a su amor. Los ángeles de la guarda. Reco-
nocí a la que tenía al lado. Fue un resquemor en el hom-
bro, como una especie de aviso de lo que me había pasado
y me podía volver a pasar si le daba cancha. La niñata te-
nía los ojos entornados y una sonrisa bobalicona colgando
de los labios por lo que se estaba fumando. Le di un puñe-

300
tazo en la barriga, sin importarme que fuera una cría. Aún
doblada por el dolor, la agarré por el pelo y la lancé hacia
donde estaba su amiga.
Hubo un alboroto general con el que terminé rápido,
dándole un culatazo en la espalda a Lear, que cayó hacia
delante. Podía sentir cómo mascullaba su odio. Si le daba
la más mínima oportunidad de revolverse en mi contra,
me destrozaría con sus propias manos. No se la brindaría.
El Pirulo me miraba desde su ridícula postura sin atrever-
se ni a pestañear. Se acordaba de mí. Ya no era tan valien-
te, como cuando tenía a su perro de presa dispuesto para
echárselo encima a quien lo mirara mal. Únicamente salió
de sus labios un débil «Animal» cuando vio cómo trataba
al angelito, quizás rezando para que no le pasara lo mis-
mo a él. Estaba encima de una enorme mancha de sangre
que cubría toda la sábana, tampoco muy limpia antes. Las
heridas habían dejado de sangrar, pero, recientes, podían
abrirse con cualquier mal movimiento. Estaba pálido por
la pérdida de sangre, lo cual sumado al miedo y al des-
concierto, le daban una apariencia patética. La bala que le
atravesó el hombro, había salido justo por la frente de un
cristo o un camarón que tenía tatuado, dándole al conjun-
to un aire de esperpento.
—¿Una mala noche? —el silencio era total—. Un mé-
dico tendría que ver a vuestro amigo o puede morirse des-
angrado como un cerdo. Y el cabrito no tiene muy buena
cara que digamos.
—¿A qué has venido? —un hilo de voz se escapó del
pecho del Pirulo. Era el jefe y a pesar de estar herido tenía
que ejercer como tal.
—A comprobar que habíais sido vosotros los gilipollas
que intentasteis asaltar la casa de mi jefa.
—No nos puedes matar —siseó Lear debajo del cañón

301
de la Lamber—. Le cagarán encima antes de que pueda
abrir la boquita, pendejo. A usted y a esa rata del Salva y
su puta.
Chico inteligente, había entendido a la primera que
ellos estaban conmigo y que a esas alturas ya se encontra-
rían lejos. Le pegué otro golpe, esta vez más fuerte, hasta
hacerlo caer. Le puse el pie entre los omóplatos para in-
movilizarlo. Los inconvenientes de pasarse de listo. En su
país tenían menos miramientos con la gente como él. Los
había visto en acción.
—Un par de cartuchazos y ni Dios se preguntará qué
ha pasado —les dije—. Un ajuste de cuentas. Vuestro jefe
no va a pringarse por unos mierdas a los que puede susti-
tuir ahora mismo por otros tan estúpidos como vosotros.
—Podemos darte toda la pasta que quieras o llevarte
lo que te salga —el Pirulo trataba de convencerme para
que no apretara el gatillo, hasta el punto de ofrecerme a
una de las chicas. Así eran los verdaderos líderes. Los bue-
nos. Los que se preocupan por los suyos.
—¿Y vosotras qué opináis? —me estaba divirtiendo
con la situación.
Ninguna de las dos parecía tener algo semejante a
ideas propias. Lo que dijera aquel fulano postrado en la
cama y agujereado, estaría bien. La que me diera con el
bate en el hombro, recuperada del puñetazo, me miraba
con deseos de arrancarme los ojos.
—Que te den por culo, maricón —y escupió en mi di-
rección.
El lapo me cayó en la manga de la americana.
—Buena puntería —la felicité—. Lo que no sé es si se-
rías capaz de hacer lo mismo con esa pipa.
Le señalaba otro Colt 1911, menos ostentoso que el
de Lear. La choni lo miró, sopesando las posibilidades que

302
tenía de agarrar la pistola y dispararme. Otra cosa era si
acertaba o no. Había levantado el cañón recortado de la
Lamber y le apuntaba al pecho. Sería una lástima tener
que destrozarle el cuerpo, pero si no me quedaba más re-
medio, lo haría.
No se movió ni un milímetro.
—Maricón de mierda —me insultó a falta de algo mejor.
Le devolví una sonrisa.
—No es una cuestión de pasta, Pirulo —le contesté a
su oferta—. Se trata de otra cosa. De que le habéis tocado
los cojones a quien no debíais. Encima, intentaste violar a
mi jefa y eso no se puede quedar sin castigo.
—Yo… Yo… Yo...
—Tú, ¿qué?
El arma, ahora, le apuntaba a él. El dedo pasó del
guardamonte al gatillo. Una leve presión y adiós a todo.
Lo pensé seriamente. Pero si eliminaba a esa basura san-
guinolenta, tendría que hacer otro tanto con los otros y
ahí ya sí se complicaba la cosa. El pánico le soltó la vejiga.
—¡Nada!
El grito de Lear, bocabajo en el suelo, sacó a su jefe del
brete. Siempre al quite, el fulano. Era un perfecto hijo de
la gran puta, pero leal como sólo saben serlo los bastardos
de su calaña. Me hubiera gustado topármelo en otras cir-
cunstancias; haberlo tenido de mi lado. Mala suerte para
él.
—¿Te lo ordenó el Americano?
Negó el Pirulo con la cabeza, apretando los labios, in-
tentando tapar con la sábana su vergüenza.
—Lástima que no te volara los huevos de un tiro —me
dirigí a una de las chonis, la que fuera, me daba igual—.
Niña, dale el teléfono que tiene que llamar al jefe. Tiene
que saber lo bien que ha salido todo, ¿no?

303
La mano le temblaba por la pérdida de sangre y el
miedo a mí y a Toscano. Le llevó un buen rato acertar en
la pantalla.
—Americano…
Había contestado a la llamada. La estaría esperando.
Le hice un gesto para que me diera el móvil. Era yo quien
quería hablar con él. Se lo pasó a la otra chica.
—Buenos días, Toscano.
—¿Quién coño? Pirulo, no me jodas.
—Ni Pirulo ni hostias. Soy Toro,
—Vaya, qué sorpresa. ¿Ya has dejado a esa zorra?
—Esa zorra me sigue pagando y yo hago mi trabajo.
—Pensé que habías entrado en razón.
—Y yo que a ti al menos te quedaba palabra.
—Negocios son negocios.
—Por eso la próxima vez no mandes a unos quinquis
de mierda a hacer el trabajo de hombres. ¿Vallespín no te
hace precio para contratar a sus chicos de Strategos?
—Has estado ocupado, por lo que veo.
—Vamos a dejarlo en que hemos tenido unos inter-
cambios de pareceres interesantes.
—Ya sabéis a lo que ateneros.
—Tengo a tu Pirulo enfrente, herido. Puede que nece-
site un médico.
—Por mi como si se muere. ¿Qué te habías pensado?
—Nada. Pero la sangre es muy escandalosa.
—¿Me quieres advertir de algo?
—En mi vida se me pasaría por la cabeza una cosa se-
mejante.
—Pensé que serías más inteligente, Toro. Pero aun
así, seguimos tenemos un hueco para ti en la empresa.
—No me tientes, Americano.
—Todos tenemos un precio. Con lo que te paguemos,

304
puedes montarte una vida de puta madre con esa novia
tuya.
—Ella se queda al margen.
—Como tú veas, pero te lo tienes que ganar.
—Siempre tan generoso.
—Me pierde el buen corazón.
—¿Quieres que te ponga con tu chico?
—¿Qué chico?
Aquello me sonó como el adelanto de una muerte
anunciada. Había colgado. Cuando le devolví el teléfono
sentí pena por aquel chaval. Tarde o temprano, el Ameri-
cano mandaría a que limpiaran la mierda que habían deja-
do a su paso. Se habían convertido en una molestia.
En aquel piso ya había terminado, pero no me iría sin
cobrarme mi pequeña satisfacción. El Pirulo ya tenía con
lo suyo, pero no dejaría que Lear se me escapara. Por Paco
y el Yogurín. Le dejé espacio para que se pusiera en pie;
para que pudiera lanzarse contra mí y vengarse por lo de
la vez anterior y la de ésta. La maría lo tenía embotado,
lento. Lear se me lanzó encima dispuesto a darse el placer
de destrozarme con sus propias manos. Con la culata de
la escopeta lo golpeé en la nuez. Lo que siguió fue un es-
pectáculo poco edificante de golpes que no le permitieron
reaccionar. Los encajó todos hasta que lo dejé tirado en el
suelo. Sólo paré cuando me cansé. Me maldecía. Saqué la
navaja del bolsillo, la empalmé delante de sus ojos, olí su
desesperación cuando vio el brillo de su filo.
—Lo que quisiste hacer con Saray.
Le rajé la cara. Una línea recta de la sien a la mandíbu-
la que no le arrancó ni un quejido.
—Si me entero de que rondáis al Salva y a la chica,
vuelvo a por vosotros y no tendréis tanta suerte.
Me largué de allí con la sensación del trabajo bien he-

305
cho. Sabiendo que a ninguno se le ocurriría salir detrás
de mí para matarme. El terror era la mejor arma. Bajé a la
calle cuando ya era de día. Uno de esos amaneceres sucios
de extrarradio. Me quité la americana, envolví con ella la
Lamber y la eché en el asiento trasero. Noté el cansancio
de todo el día.
Necesitaba ver a Silvia. Alberto Toscano la había ame-
nazado veladamente, a su manera, pero yo no me queda-
ría quieto.

Me pidió perdón por no haber contestado a mi llamada,


pero es que no eran horas. Quiso saber si había pasado
algo grave, porque un padre siempre se huele esas cosas. O
más bien, Paco Ramírez hubiera debido decir una madre,
porque si me había devuelto la llamada era por Asun. No
les molestaría a esas horas si no fuera por algo relaciona-
do con su pequeño, por decirlo de alguna manera. Pasa-
dos los años, ese era el único lazo de unión que teníamos
más allá de la compañía mutua que nos hacíamos en la
barra del bar de Mati. Le dije que no se preocuparan, así,
en plural. Que todo estaba en orden y me callé un al-me-
nos-de-momento por no encrespar unos ánimos ya de por
si alterados. «Tu hijo está en mi casa», le dije. Se sorpren-
dió de que al final el muchacho hubiera entrado en razón:
«¿Y cómo ha sido?» «Eso mejor que te lo cuente él», por-
que yo no tenía la cabeza para montar una mentira elabo-
rada. Lo único que quería era llegar a casa y olvidarme de
que el mundo existía. Voy para allá y efectivamente, allí
estaba.
Paco y Asun acababan de llegar a la puerta de mi casa
justo cuando yo enfilaba la calle. Se habían dado prisa en
llegar. Vi el coche de Silvia y a Aretas montando guar-

306
dia. El bueno del perro había pasado la noche fuera como
siempre que ella venía. En un rincón había una moto, una
escúter de un color oscuro indeterminado, con el sillín re-
ventado. Debía ser la de Salva. Me habían hecho caso y, lo
más importante, habían llegado.
Aretas salió a recibirme en cuanto me vio bajarme del
coche. Dentro dejé la Lamber envuelta en la americana.
Sólo esperaba que el chico se hubiera adecentado un poco.
No quería ni imaginar el susto que se llevaría su madre
cuando lo viera pringado de sangre. Mi facha tampoco era
mucho mejor, pero lo mío ya no tenía solución. Se me vi-
nieron encima Paco y Asun, dispuesta ella a acribillarme
a preguntas. No le dejé decir nada, por más que me estu-
viera interrogando sin necesidad de palabras. Agarraba la
tira del bolso y la retorcía de manera compulsiva. Paco era
otra historia. La ceja cubierta con un apósito, recuerdo de
su encontronazo con el Pirulo y el Lear, guardaba las apa-
riencias de tipo bregado y duro, por más que por dentro
lo estuviera haciendo pedazos la incertidumbre. De crío le
pasaba lo mismo, haciendo suyo eso de que los machitos
no lloran a pesar de que el cuerpo le pidiera derretirse a
lágrima viva. Ni él ni yo hubiéramos traicionado a sabien-
das la máxima, aunque ello supusiera perderlo todo.
—Los otros están mucho peor —le conté, con una
mano sobre el hombro mientras lo empujaba hacia dentro,
sin que acabara de entenderme.
Tanto trasiego avisó a los de dentro de que algo pasa-
ba fuera. La puerta se abrió y apareció Silvia, que no esta-
ba entendiendo nada. Demasiada gente allí congregada.
Tenía cara de cansancio, enfado y sorpresa. Todo junto y
a partes iguales. Intercambié una mirada con ella. Que es-
tuviera tranquila. Que se fiara de mí, aunque sabía que,
dadas las circunstancias, se lo había puesto muy difícil. No

307
era para menos después de ver a un chaval con la ropa
manchada de sangre, acompañado por una chica con la
cara deshecha a golpes, pidiendo entrar en una casa por-
que decían que el dueño, o sea yo, les había ordenado que
fueran allí.
Le debía una explicación y se la daría en cuanto las
aguas se hubieran calmado.
Como me temía, Salva seguía con la misma ropa. Y
como me temía, la reacción fue las de pánico que sien-
te toda madre al ver a su hijo de esa forma. Gritó Asun y
corrió en busca de su hijo, olvidándose de los malos ra-
tos que le había hecho pasar en los últimos tiempos y de
los que estábamos allí. Pasara lo que pasara, era su madre
y una madre sabe perdonarlo todo. Le tocaba la cara, los
brazos, le palpó el vientre y el cuello. Buscaba heridas,
golpes. Le pasaba las manos por todo el cuerpo como si
con ese gesto bastara para curarlo de cualquier mal que
pudiera aquejarlo.
—¿Estás bien? —preguntaba de manera maquinal—.
¿Qué te ha pasado?
Salva ponía cara de fastidio; pose forzada por el qué
dirán si ahora me vengo abajo como el niño que aún soy,
delante de mi padre y unos extraños. Pero que no pare,
que no me deje de la mano. Jamás reconocería que se ha-
bía equivocado. A lo sumo, sólo admitiría haber cometido
algunos errores. No pediría perdón con palabras, pero sí
se esforzaría por ser perdonado con algunos gestos que
simbolizaran esa paz. En el fondo, a esa edad, todos ha-
bíamos sido igual de estúpidos y soberbios. Paco tampoco
esperaba que el chico le pidiera perdón de rodillas por el
puñetazo de la otra noche, aunque lo peor fuera su des-
precio. Le bastaba con saber que el chaval había dejado
aquéllo atrás y estaba con ellos. Respiraba relativamen-

308
te tranquilo, no haciéndose excesivas ilusiones. Rumiaba
algo que no tardaría en soltar.
Asun seguía preguntando a Salva si estaba bien, si lo
habían herido, de dónde había salido tanta sangre. Sabía
la respuesta a sus preguntas, pero sacándoselas fuera era
más consciente de que lo que estaba viviendo era una rea-
lidad. Su hijo estaba de vuelta. Salva le contestaba a todo
que sí, que todo estaba bien, que no se preocupara. Y me
miraba a mí para asegurarse de que le estaba diciendo la
verdad a su madre. Que era cierto que estaba bien, que no
había de qué preocuparse. Pero yo no estaba tan seguro
de que eso fuera así. En plena calma, podía caer un golpe
fatal.
Por más que todos quisieran pasar por alto ese deta-
lle, Salva había formado parte de una banda que no se de-
dicaba precisamente a promover la paz en el mundo. Ha-
bía cometido varios delitos y si sus compañeritos abrían
el pico, lo tendría muy difícil para escaparse. Tendría que
afrontar las consecuencias de sus actos por más que pu-
diera dolerle a sus padres. Por más que Asun defendiera
la inocencia de su pequeño. Esa era la idea que martillea-
ba a Paco. Él había visto con sus propios ojos el tipo de
vida que llevaba el chico al que ahora mimaba su madre y
sospechaba que tarde o temprano, cuando se le pasara el
susto, podría querer volver a ella. Estaba a cierta distan-
cia del muchacho, forzándose a quedar al margen por más
que quisiera abrazarlo o darle una tunda o las dos cosas al
mismo tiempo. Para eso era su padre.
Silvia a mi izquierda y Aretas a mi derecha. Nos ha-
bíamos apartado, observando la escena con cierta pers-
pectiva. Ella se secó los ojos con un suspiro. La aparición
de Salva y Saray la sobresaltó, sobre todo porque yo debe-
ría haber llegado a casa mucho antes que ellos y ni el as-

309
pecto del chico y la chica, ni la poca información que ellos
pudieron darle acerca de mí, ayudaron a tranquilizarla.
Alejados, Silvia me agarró de la mano. Ella también tenía
que asegurarse de que estaba bien.
—¿Qué ha pasado? —me preguntó en voz baja, casi
poniendo la cabeza sobre mi hombro.
—Una noche larga. Un par de visitas inoportunas. Ya
te contaré con más detalle.
—Has tenido que sacarlos del piso…
—Era eso o que acabara mal. Por suerte para él, pare-
ce que ha recapacitado.
—La chiquilla, Saray, es la que se ha llevado la peor
parte. Se ha quitado de en medio cuando ha sentido a
Asun.
Era la gran ausente y con todo, yo no me había dado
cuenta de que no estaba allí y que la puerta del dormito-
rio, contra toda costumbre, estaba cerrada. Podía parecer
una estupidez, esconderse, desaparecer, pero hasta cier-
to punto, la entendía. Ella, el Yogurín, podía pasar a ojos
de la madre como culpable de la mala vida que llevaba su
hijo. Quería evitarse marrones innecesarios. Que se fue-
ran cuanto antes para que ella retomara su camino, si es
que tal cosa existía a esas alturas. Si a alguien debían ese
momento, era a ella; la única que había pagado un peaje
por ello.
Abrí la puerta de la habitación y allí estaba, sentada
en el suelo, con las rodillas abrazadas, junto al marco.
—¿Qué se te está pasando por la cabeza? —ni quería
ni podía ser más sutil.
Cerré la puerta y me dejé caer a su lado. Nadie, más
que Silvia, iba a notar nuestra ausencia. En la penumbra
de la habitación podíamos hablar sin vernos las caras, lo
que agilizaba la cuestión.

310
—¿Te importa mucho?
—Lo justo, sobre todo porque yo también me he juga-
do el culo por sacaros de allí.
—Más bien, por sacarlo a él. Yo entré de rebote.
—Salva y los suyos te deben mucho.
—Y yo a los míos…
—No has traicionado a nadie, si es a eso a lo que te
refieres —y sabía que no se refería a eso, sino a los suyos
de verdad, a los que le corrían por las venas—. Tarde o
temprano, el Pirulo y Lear…
—Esos dos me importan una mierda.
—Pero volviste con ellos cuando lo lógico era que es-
caparas y más sabiendo lo que te jugabas.
—¿Y tú qué hubieras hecho sabiendo que podían ha-
cer daño a tus hermanos o a tu madre?
Nada muy diferente a lo que ella hizo. Ponerme en
frente. Acudir a la cita y que fuera lo que tuviera que ser.
Lo que, a fin de cuentas, hice llegado el momento. Defen-
der a quienes consideraba los míos.
—Tal vez ahora… —intentaba convencerla de que no
todo estaba perdido.
—Si no los has matado, no creo que vaya a cambiar
nada.
Era dura porque no podía ser de otra manera. Cono-
cía al Pirulo, a Lear y sabía hasta dónde eran capaces de
llegar. Estaban amparados por el jefe Alberto Toscano y
eso los convertía en intocables y como tales ejercían. Im-
ponían su voluntad a cada paso que daban con todo lo que
tenían al alcance de la mano. No necesitaban nada más,
sólo el miedo que inspiraban.
Unos golpes en la puerta cortaron la conversación.
Me levanté y al abrir, al otro lado, regresé a ese instante
en que me despedía de mis amigos, años atrás, para irme a

311
Iraq por primera vez. Paco y Asun ya no eran aquella pare-
ja joven, ni Salva aquel niño que no dejaba de armar jaleo.
Había pasado el tiempo, todos habíamos cambiado, pero
había algo que se empeñaba en permanecer inalterado,
por más que se hubieran olvidado de ello. A pesar de los
sinsabores vividos, eran felices de nuevo. Sin embargo, en
Ramírez seguía latente esa duda que le impedía respirar
aliviado.
Saqué un poco a rastras a Saray de su escondite. A
Asun se le escapó un «¡Dios mío! ¿Qué te han hecho? ¿Por
qué?» cuando la vio aparecer.
—Por ayudarnos —dijo Paco Ramírez, lacónico, abra-
zando a la chica—. Te debo un fular, niña, no te pienses
que se me ha olvidado.
—Y no podemos dejarla —intervino Salva.
—Creo que nadie ha pensado en tal cosa.
—Esos hijos de puta podrían querer terminar el trabajo.
—Les dejé muy claro que debían olvidarse de tu hijo
y de Saray y estoy convencido de que lo entendieron sin
necesidad de que haya que repetírselo.
—¿Cómo estás tan seguro?
—Lo estoy y punto.
—Se irán una temporada con unos primos míos al
pueblo —dijo una convencida Asun—. Allí podrán estar,
tendrán trabajo, casa y comida. No necesitan más.
Se trataba de una fuga en toda regla. Una manera
como otra cualquiera de que nadie les echara cuentas.
Asun también tenía la misma preocupación que Paco.
—Si los dos están de acuerdo —quería Ramírez que su
hijo se pronunciara.
Asintió con la cabeza, aceptando la salida que se les
ofrecía. A Saray no le quedó más remedio que hacer otro
tanto.

312
—Mi madre y mis hermanos…
—Te llevamos a casa, recoges algo de ropa y les das las
explicaciones oportunas —solucionó Paco.
Estábamos afuera. Asun y los dos chicos se habían
acomodado en el coche familiar, listos para salir rumbo a
su nuevo destino. Pero Paco aún se resistía a marcharse.
No hasta que hubiera solventado lo que consideraba tenía
pendiente.
—¿Y ahora qué?
—Ahora nada.
—Irán a por él.
—Puede. Si lo relacionan con la banda.
—¿Y lo harán?
—Asaltaron la casa de mi jefa, de Flavia Garitano. Él
estaba con ellos.
—¿Ella sabe quiénes han sido? Supongo que tendrás
que decírselo, que uno de ellos es mi hijo Salvador.
—No necesariamente. Hay cosas que es mejor no ai-
rear demasiado.
—Pero, ¿hay pruebas?
—No. Las tengo yo. Y sus cómplices no creo que le
echen mierda encima.
—Estás muy convencido de eso.
—Tengo mis razones.
—Tu jefa querrá denunciar lo que ha pasado.
—La gente para la que trabajaban tu hijo y sus colegas
tienen el poder suficiente como para que no prospere nin-
guna denuncia en su contra. Lo que menos quieren es que
anden metiendo las narices en sus asuntos.
—Sólo espero que no vaya la Guardia Civil a detenerlo
un día de estos. A Asun le daría algo, sobre todo ahora que
ha recuperado a su niño.
—A ti también.

313
—Claro. Pero hay cosas que uno no puede olvidar.
—Lo harás. No sirve de nada seguir machacándose.
Había echado mano a la cartera y sacó un billete de
veinte euros.
Lo acordado por el trabajo.

Tardé en quedarme dormido y cuando lo hice tuve uno de


esos sueños agitados de los que sólo se recuerdan algunos
retazos. Fogonazos sueltos, jirones de imágenes. Según di-
cen, reflejos inconscientes de lo que nos preocupa duran-
te la vigilia. Tuve el raro privilegio de mantener con Clelia
Beltrán una conversación a base de gruñidos y balbuceos
ininteligibles, pero que nos hizo reír mucho a los dos. Lue-
go se nos unía Silvia y hablaban entre ellas, dejándome a
mí a un lado. Intentaba escuchar lo que decían, pero baja-
ban la voz y me era imposible comprenderlas. Veía cómo
se alejaban hasta perderse, pero luego regresaba Silvia, se
desnudaba y me besaba y me desnudaba, subiéndose so-
bre mí a horcajadas. Y ahí se diluía el sueño, más bien mis
recuerdos. Fundido a negro. Luego veía a Flavia Garitano
con la cara destrozada a golpes, como la del Yogurín. A su
alrededor estaban el Americano, el coronel Vallespín y ese
tipo con cara de rata, que la agarraban para que no esca-
para y continuar golpeándola. Yo, junto a Eric Montero,
intentaba sacarla de aquel círculo, pero una horda de ti-
pos sin rostro nos cayó encima, machacándonos. Después,
una paz profunda.
Me desperté a la hora de comer. El agradable olor a
comida me indicó que no estaba solo. Al salir vi a Silvia de
espaldas, en la cocina, como el día anterior. Podía acos-
tumbrarme a eso, pensé. No se había ido. Miré el reloj. Si
se había marchado, no tardó mucho en regresar. Cogí un

314
taburete y me senté a su lado, para acercarme un poco
más a lo que podía ser mi vida con aquella mujer insta-
lada para siempre en mi casa. El perro estaba echado en
la puerta de entrada, mirándonos sin llegar a compren-
der bien a qué jugábamos. Lo llamé. Al principio Aretas
sólo levantó las orejas. Tuve que llamarlo una segunda vez
para que hiciera caso.
—Me ha dado mucha pena esa chiquilla —me dijo des-
pués de probar lo que tenía en la olla.
—Ha tenido mala suerte en la vida —contesté mien-
tras le palmeaba el cabezón a Aretas.
—No vuelvas a hacerlo, ¿me oyes?
—No me quedó más remedio que mandarlos aquí. No
sabía si estarías o no, pero siempre sería mejor que dejar-
los dando tumbos por la calle.
—Tenías que haberme avisado —me miraba con un
resto de preocupación—. Me asusté mucho cuando vi a
Salva y Saray en ese estado. Me dijo que te habías queda-
do en el piso, pero no fue capaz de decirme nada más. Y
la chica únicamente me contó que estabas bien y que no
tardarías en venir.
—No quería que te alarmaras —me defendí como
pude—. Sé que si te hubiera llamado, te habrías quedado
con el alma en vilo y eso no me lo habría perdonado. Tam-
poco podía contarte nada por teléfono.
—Parece que no te entra en la cabeza que todo cuanto
te pase me importa, sea bueno o malo.
—Lo sé y por eso lo hice.
—No necesito que me protejas de nada —me riñó—.
He pasado una parte de mi vida con miedo, escondida,
pero eso se terminó. Ahora quiero ser yo quien decida y
decido que no tienes ninguna razón para ocultarme nada.
Estoy aquí, contigo, por algo.

315
Cedí. Le conté mi conversación con Ricardo Beltrán.
La visita de los tipos de Strategos Protection. La llamada de
Flavia Garitano pidiéndome que fuera a su casa. El pano-
rama que me encontré allí. Lo que vi en el piso del Pirulo.
El intercambio de pareceres con Alberto Toscano. Lo que
hice con Lear.
—Se merecía algo peor —sentenció con una frialdad
que no me sorprendió del todo conociendo su biografía.
—Probablemente, sí —concedí.
—¿Crees de verdad que no intentarán hacer nada?
Los has humillado y el Americano ese no dejará que te es-
capes así como así.
—No les conviene seguir machacando, han lanzado
su mensaje y nosotros lo hemos entendido —me detuve
un momento—. En cuanto a esos chicos, me temo que los
sacarán de circulación más temprano que tarde. Ya no son
útiles, están quemados. Han metido la pata. Conocen las
reglas del juego.
—Lo que afectará a Salva.
—Puede, aunque lo dudo. Si se mantiene alejado de
ellos, quizás consiga librarse.
—¿Y tú?
—Capearé el temporal como mejor sepa o me dejen.
Silvia se puso en cuclillas frente a mí, con las manos
apoyadas en mis piernas.
—Vámonos de aquí.
—¿Y el taller? Has trabajado mucho para sacarlo ade-
lante.
—En todas partes se necesitan costureras. Hoy día na-
die sabe ya coser.
—Nuestra vida está aquí.
—Hasta que no te partas la cara con ese Americano
no pararás.

316
De alguna manera, Silvia tenía razón. Era una cues-
tión de orgullo. No huir, dar la cara, para que ese tipo no
pensara que podía salirse con la suya.
—No es sólo eso.
—Flavia Garitano —me echó en cara—. Tienes un con-
trato que cumplir con ella.
—Está lo de Clelia Beltrán —era la única salida que me
quedaba—. El chico me ha pagado para que termine lo que
empecé.
Se separó de mí para atender al guiso. Acarició a Are-
tas con una sonrisa resignada en los labios. Me levanté del
taburete y sin darle tiempo a nada más, la besé en los la-
bios.
—Perdona por todo.
Después de echarme un poco de agua en la cara y la
cabeza, salí a recoger lo que había dejado en el coche. Era
poco inteligente por mi parte que la Lamber envuelta en
la americana estuviera a la vista de todos. De paso coge-
ría el dinero. No me había dado cuenta, pero también me
había olvidado el móvil. Al iluminar la pantalla vi que te-
nía dos mensajes de un número desconocido. El primero
decía: «Buenos días, Toro, soy Tania, la amiga de Clelia.
Lamento mucho lo de ayer. Avísame cuando puedas. Quie-
ro hablar contigo. Necesito explicarme». Al menos no me
trataba como a un cliente de la joyería. Un buen comien-
zo. El segundo era una foto, uno de esos selfis en el que
se veía a Clelia en compañía del tipo con cara de rata. Al
menos le había puesto cara, aunque no nombre, a ese tipo
misterio con el que se veía y por el que dejó a Jorge Hur-
tado. Me eché a reír sin saber el motivo, o quizás siendo
demasiado consciente de ello.

317
11

Del altavoz salía a chorro eso del novio de la muerte, co-


reado por un puñado de gargantas que se sentían solida-
rias las unas con las otras. Espíritu de cuerpo, aunque la
mayoría de ellos no hubieran pisado un cuartel. Muchos,
por edad, se habían librado y a otros les pillaba demasia-
do lejos en el tiempo. El suficiente como para pensar que
aquella época fue la mejor de sus vidas. Tenían algo que
contar. Unas cuantas anécdotas más o menos graciosas
que pasaban de puntillas sobre otros aspectos. Parafer-
nalia castrense que daba paso al fervor cañí del la-gente-
canta-con-ardor-que-viva-España. Se pasaba de uno a otro
sin solución de continuidad para pasmo de los que asistía-
mos al espectáculo desde lejos y orgullo para los que es-
taban en el meollo. Ni cuando llevaba uniforme y galones
de sargento de los paracas había sentido algo parecido a
la emoción hasta la lágrima al ver el trapo rojigualdo o es-
cuchar el himno. Estaba allí por la paga y los suplementos,
como todos o casi todos los que firmábamos. Luego venía
el apego por los hombres del pelotón, pero eso no tenía
nada que ver ni con patrias ni la madre que las parió, sino
con compartir penas con gente tan jodida como tú. En eso,
el Ejército se parecía al talego.
Habían montado un estrado en el parque, adornado
con carteles del partido y la jeta seria de Manuel Roldán

318
estampada. Como si quisiera presentarse como el más fia-
ble, el muy cabrito, con el historial que le sabía colgados
a las espaldas. Hacer España Grande Otra Vez. ¡Por España!
¡España Unida! Todo un despliegue de ingenio y oratoria,
tan vacío como efectista. El tipo se presentaba a la alcal-
día, pero parecía que se postulaba para poner el culo en
la Moncloa. Podían ser un par de centenares las personas
que se agolpaban alrededor de aquel escenario, todavía
vacío, que agitaban banderas españolas como si se les
fuera la vida en ello. Unas banderas convenientemente
descafeinadas. Sólo las tres franjas de rigor, sin más adi-
tivos. Posiblemente, órdenes de arriba. Controlar que no
se colara nada que hiciera que se les viera el plumero. O
más bien el pollo, dado el caso. No había que acojonar a la
peña con unas elecciones a la vuelta de la esquina. Tenían
que encumbrar al candidato ungido por la sagrada mano
de Alberto Toscano y el coronel Gerardo Vallespín, engra-
sado con la pasta recaudada entre los honorables empre-
sarios que de buen o mal grado tenían que contribuir al
bienestar común. La patria, es lo que tiene.
Conté unos veinte chicos de Strategos Protection. No
llevan nada que hiciera visible la empresa para la que tra-
bajaban. Por seguridad o para que nadie relacionara a la
empresa con el partido. No era cuestión de levantar la lie-
bre. Me fijé en las caras de los seguratas, todo lo bien que
pude dada la distancia que había desde donde yo estaba.
Jugaba a buscar a Tatuaje y Binomio, pero después de los
buenos servicios prestados la noche anterior, debían ha-
berles dado el día libre. Sin embargo, algo me decía que
entre ellos había rangos, como no podía ser de otra forma.
Al que había servido como cabo o sargento primero le de-
bería tocar los cojones compartir labores al mismo nivel
que otro que no había pasado de soldado raso. Y si el Yiyo

319
tenía razón, y no había por qué dudarlo, los milicos no
querrían por nada del mundo verse revueltos con guindi-
llas o picoletos. Orgullo de casta.
Los que formaban el cinturón de seguridad, más los
que estaban desperdigados por el parque para evitar inci-
dentes con los de fuera, integraban esos estratos medios.
Buenos tipos de la clase de los cabos a los que se les en-
cargaban misiones algo delicadas, pero que no llegaban
ser los hombres de confianza, para quienes se reservaban
operaciones más delicadas. Así que podía darme con un
canto en los dientes, me dije, porque en el Cagliari me las
tuviera que ver con la flor y nata de Strategos, signifique
eso lo que signifique.
Le pedí a Silvia que se quedara en casa, que esperara
hasta que yo regresase. No me quedaba tranquilo después
del revuelo que se había organizado con lo de Salva y Sa-
ray. Le pedí que, si veía algo fuera de lo normal, me llama-
ra y luego se encerrara. Yo no tardaría en llegar. Cuando
me iba, me topé con Quino, mi vecino. Sabía que guardaba
una escopeta de caza. «Necesito que me hagas de guardia
armada delante de mi casa. Silvia está dentro». No pre-
guntó nada más. Con eso tenía suficiente.
El camarero me trajo la segunda cerveza. Había que-
dado con Tania Barros en ese bar enfrente del parque.
Hacía una temperatura agradable y decidí quedarme en
una de las mesas de la terraza. Sitio público, rodeado de
gente. Mejor que no se sintiera violenta. Que tuviera la
certeza de que, si la conversación subía de tono, como pa-
reció suceder en la joyería, no la comprometería en nada,
y alguien podría acudir en su ayuda. Pero ya se retrasaba
media hora y yo sentía que me había tomado el pelo. Esta-
ba dispuesto a largarme en cuanto me terminara la cerve-
za. Si había aceptado volverla a ver era precisamente por

320
la información que prometía darme. La razón por la cual
aún no me decidía a irme de allí.
Por suerte, el espectáculo era bueno y ayudaba a pa-
sar el tiempo de espera. Calibraba la capacidad de aguante
que tendrían los machacas de Strategos con el grupo de an-
tifascistas que querían reventar el mitin de Roldán. Era un
puñado de gente de entre los diecialgo y los setenta y mu-
chos, armados con banderas rojas, rojinegras, violetas y
arcoiriris; pancartas con Ni un paso atrás, Stop racismo, Fue-
ra el fascismo de nuestros barrios. Les estaban haciendo cara
a los machacas y a los simpatizantes del partido que pa-
recían un mismo grupo y de no ser porque había cámaras
de televisión, además de gente grabando con sus móviles,
los ex-militares se habrían puesto del lado de los suyos.
Querían ahogar los gritos de «¡Fachas!» que les lanzaban
los antifascistas, con otros de «¡Rogelios al paredón!» y
otras sutilezas. Me hizo gracia un viejo que no se lo pensó
y alzó el brazo saludando a la romana. Y hubiera cantado
el Cara al Sol si una chiquita de veintimuchos que estaba a
su lado lo detenía. «Eso no toca ahora, abuelo. Ya cantarán
cuando ganemos», le habría dicho para convencerlo y que
no calentara los ánimos más de lo que ya estaban.
La vibración del teléfono me sacó del espectáculo. Era
un mensaje del Yiyo en respuesta al encargo que le hice
después de comer. Quería que me averiguara quién era el
dueño del ático del edificio donde encontraron a Clelia
Beltrán. «Estás emperrado con esos payos. Sale a nombre
de la empresa Strategos Protection». Alcé los ojos hacia la
muralla humana que formaban los machacas y el escena-
rio al que ya subía Manuel Roldán, anunciado por un locu-
tor. El himno de España obró el milagro de hacer callar a
sus seguidores. Los otros empezaron a silbar.
Las piezas empezaban a encajar en el puzle que tenía

321
en la cabeza. La mala suerte de haberse topado con quien
no debía. Pero aún había algunos cabos que atar.
—Se me hizo tarde —era Tania Barros. Llegaba co-
rriendo. Retiró la silla para sentarse suspirando de ali-
vio—. Entraron varios clientes a última hora y me ha sido
imposible venir antes.
Miraba a izquierda y derecha, asegurándose de que
estaba a salvo, temiendo que pudieran haberla seguido.
La noté inquieta, sin nada que ver con la mujer seca y de
movimientos medidos que el día anterior me atendiera.
—Pensé que ya no vendrías —le dije, dando un sorbo a
la cerveza—. Que te lo habías pensado mejor.
Se mordió el labio inferior. Lo había pensado. Había
barajado la posibilidad de dejarme en la estacada después
de haberme puesto la miel en los labios al enviarme la foto
de Clelia y el fulano con cara de rata.
El camarero acudió en su auxilio para preguntarle
qué tomaría.
—Una tónica.
Colocó las manos como si estuviera en el mostrador
de la joyería, evitando mirarme a los ojos. Era evidente
que no se sentía cómoda; que preferiría estar en otra par-
te, salir corriendo con alguna excusa, pero había algo que
la forzaba a hacerlo.
—Si quieres puedes marcharte —la invité, pendiente
en apariencia de lo que estaba pasando en el parque—. No
he sido yo quien te ha llamado, así que tienes todo el dere-
cho del mundo. Sin ninguna obligación conmigo.
Tania Barros siguió la dirección de mi mirada, hacia
el bullicio de banderas y gente apelotonada. El escenario
desde el que hablaba Manuel Roldán actuaba como un
imán, aunque ni se entendiera ni compartiera lo que el
candidato a la alcaldía estuviera diciendo. «Tenemos que

322
hacer las calles seguras otra vez. Esos menas no pueden
campar a sus anchas y hacer lo que les venga en gana con
el beneplácito de esa izquierda pijo-progre-biempensan-
te…». Como si él mismo supiera lo que significaba bene-
plácito. Como si él mismo hubiera salido de las filas de la
clase obrera.
—¿Le gustaron los pendientes a tu mujer? —era un
modo como otro cualquiera de relajarse antes de lo que
consideraba sería una conversación difícil para ella.
Los pendientes. Se me olvidó por completo dárselos
a Silvia. Los había dejado en la guantera del coche y con
todo el ajetreo del día anterior…
—Mucho —tocaba mentir—. Tuviste buen gusto.
Cuando el camarero le trajo la tónica, Tania seguía
con las manos sobre la mesa, sin abandonar esa pose for-
zada de perfecta empleada, aunque ya no estuviera en el
trabajo.
La multitud en el parque se vino arriba en un aplauso
cerrado al anuncio de no sé qué medidas prometidas por
Roldán. Tenía toda mi atención puesta en mi acompañan-
te, por más que me hiciera el distraído. Tania jamás sos-
pecharía que teníamos algunos lazos en común con aquel
histrión del escenario; más de los que nunca ella hubie-
ra podido imaginar. A pesar de su aparente indiferencia,
seguía mirando a un lado y otro, sin hacer movimientos
bruscos que la delataran.
—¿Pasa algo?
Volvía a morderse el labio inferior. Cruzó las manos
y luego se tapó la cara. Cuando las apartó, tenía los ojos
cerrados. Al abrirlos pude compartir su inquietud.
—No sé qué pasó —empezó diciéndome—. Pero fue
gordo. Para terminar como terminó.
—¿Te refieres al tipo de la foto? Ayer me dijiste que no

323
lo conocías y esta mañana me mandas una foto en la que
aparecen los dos. ¿Quién es?
—Te mentí —reconoció secando el cristal del vaso—.
Llevo un tiempo con esa historia clavada. No me deja dor-
mir, ni comer, ni nada. No me la puedo sacar de la cabeza.
—Es fácil —pasé por alto lo de la mentira—. Podías
habérselo contado a la poli o a Ricardo. Ayer tampoco te
tembló el pulso para llamarlo y echarle en cara que me
hubiera encargado investigar lo ocurrido con Clelia. Con
tu amiga.
Remarqué esas últimas palabras, incomodando a Tania.
Llegaron dos coches patrulla de los que se bajaron
seis policías locales. Fueron directamente a saludar al que
parecía ser el jefe del operativo montado por los hombres
de Startegos Protection. Intercambiaron unas cuantas pa-
labras con él, mirando atentamente hacia donde estaban
los antifascistas. Alguien había llamado a los munipas en
previsión de altercados. Tal vez él mismo, el encargado
de seguridad. Si había que dar hostias, mejor que fuera de
acuerdo a la ley vigente. Uno de esos perroflautas podía
denunciarlos en caso de llegar a las manos. No eran la au-
toridad competente.
Viéndolos en tan buena sintonía, a unos y a otros, me
di cuenta de la tontería que acababa de decir. La mano del
Americano iba más allá de la Policía Local. Tenía bien do-
mesticado al comisario de la Nacional y de nada habría
servido que Tania Barros les hubiera ido con el cuento.
—Yo me enteré de que Clelia había intentado suici-
darse esa misma tarde. Y no fue algo agradable. La forma
en que me lo dijeron… ¿Alguna vez te han rodeado dos ar-
marios empotrados para decirte que tu amiga se ha reven-
tado la cabeza contra el suelo y que no se te ocurra abrir
la boca porque en ese caso, tú serás la próxima? Porque a

324
mí sí. Tuve que aguantarme las ganas de llorar y de gritar.
Tuve que hacerme la sorprendida cuando al día siguiente
me llamó Ricardo para decírmelo y pedirme que, por fa-
vor, avisara a los dueños de la joyería.
—¿Cuándo te abordaron esos fulanos?
—Al cerrar. Ya era de noche. Había estado sola todo el
día. Me extrañó mucho, porque Clelia no solía faltar y me-
nos sin avisarme. La estuve llamando, pero no me cogía el
teléfono. Apagado o fuera de cobertura, decía.
—¿Y eso no te hizo sospechar nada?
—Sí y no. Sabía que el día anterior había quedado con
ese tipo. Pensé que lo habían arreglado todo entre ellos y
que la celebración se les había alargado. Lo normal.
Sonrió, a medio camino entre la ternura y la tristeza.
—Si esos tipos se abalanzaron sobre ti, tengo que su-
poner que conocías al hombre de la foto y que tenías de-
talles de esa relación que podían perjudicarlo, y mucho, si
salían a la luz.
No podía perder de vista a los empleados de Strate-
gos. Por la descripción somera de Tania y sabiendo que
cara de rata estaba en el ajo, no me cabía la menor duda
de que habían sido ellos los encargados de asegurarse de
que la mujer no abriera la boca.
—En los meses que estuvo con él, cenamos juntos un
par de veces. La veía radiante. Feliz. Todas las mañanas
entraba al trabajo sonriendo. Por fin habían encontrado
un hombre que merecía la pena, me decía. Un hombre de
verdad y no un niñato con aires de grandeza como Jorge.
Si te soy sincera, a mí, el que le sacara más de veinte años
no me gustaba, pero si ella estaba bien… Eso era lo único
que importaba.
—¿Cómo se conocieron?
—En la joyería. Ella decía que había sido como de peli

325
romántica. Él vino a comprarse un reloj, lo atendió ella,
luego coincidieron en un restaurante al que solía ir con
Jorge, y ahí empezó todo.
—La gente con la que he hablado me ha dicho que, en
los días previos a ese intento de suicidio, se la veía muy
nerviosa, como si estuviera preocupada o le pasara algo
grave que no se atrevía a contar.
—Yo era la única que sabía de su relación con Iván
Castro. La única que estaba al tanto de esto.
Sacó su móvil del bolso y empezó a pasar el dedo por
la pantalla hasta que dio con lo que buscaba y me pasó el
cacharro.
—Son mensajes que me mandó diez días antes de sal-
tar —me aclaró—. Le he dado muchas vueltas y estuve a
punto de borrar la conversación para no tener la tenta-
ción de hacer esto. Estos guasaps son una losa que no me
deja respirar. Pero si los hubiera hecho desaparecer no me
lo hubiera perdonado jamás.
Lo que allí estaba escrito era muy duro. «Le pedí que
parara me dolía, pero no me hizo caso se echó a reír hasta
que se corrió dentro de mí fue todo muy asqueroso nun-
ca pensé que fuera así». Tania le preguntaba si habían to-
mado precauciones. Clelia le contestó que no, pero que
se había tomado la pastilla. A continuación, le contaba lo
maravilloso que era todo con Iván, cómo le había pedi-
do perdón por su mal comportamiento, que había tenido
un mal día y lo pagó con ella. Habían pasado la noche en
el ático donde le tenía preparada una velada inolvidable.
Le hizo el amor como nunca antes. Fue todo un caballero.
«Mi caballero», puntualizaba Clelia. A los dos días le in-
formaba: «Me obligó a acostarme con ese viejo si no ense-
ñaría los vídeos que el muy cerdo ha grabado de nosotros
dos si no lo hago los hará circular me arruinará la vida tía

326
me muero de vergüenza. Estoy harta de todo». No había
respuesta de Tania. Hablarían a la mañana siguiente en la
joyería. La víspera del intento de suicido le escribió «Ayer
me dijo de quedar que vaya al piso para hablar quería pe-
dirme perdón y borrará los vídeos quiere explicarme por
qué me obligó a follar con ese viejo dice que me quiere
tía pero yo no sé ay! qué nervios!». Tania le pedía que la
llamara si Iván se ponía violento, que ella se encargaría
de avisar a la policía para que metieran en la cárcel a ese
cabrón por maltratador y violador.
Despaché la cerveza y le pedí una tercera al camarero.
Ella tenía la tónica aún intacta.
«Tenemos que mantener los valores morales católi-
cos como seña de identidad frente a esos que quieren im-
ponernos la ideología de género…». El griterío de los fieles
subía de decibelios.
Hipócrita hijo de puta, pensé mientras le devolvía el
móvil a Tania.
Me quedé en silencio.
Por eso se habían encargado de destrozar el móvil.
Seguramente, le habían dado un barrido a las conversa-
ciones de guasap de Clelia y fue así cómo llegaron a la con-
clusión de que Tania Barros representaba un peligro. Si
esos mensajes llegaban a manos extrañas, podían poner
en jaque a Iván Castro y con él a toda la red en torno a
Strategos. Incluido el capullo que se esforzaba por agarrar
la vara de alcalde. Había cosas que empezaban a enten-
derse por sí solas, aunque aún me quedara por saber qué
había pasado realmente esa noche entre Clelia e Iván. Por
qué dejaron todo en suspenso hasta la tarde, cuando die-
ron el aviso a la familia de que la chica había intentado
quitarse la vida. Y sólo se me ocurría una explicación: ga-
nar tiempo y alejar sospechas.

327
—¿Te dijo quién era ese viejo que la violó?
—No. Creo que ni ella misma sabía quién era. Todo
empezó como un juego que Iván le propuso y ella aceptó
por no ofenderlo. De pronto él la dejó a solas en la habi-
tación con el otro. Quiso escaparse, pero no encontró el
valor para hacerlo. Se sometió por miedo. Me dijo que ese
hombre la trató con mucho desprecio. Que en ningún mo-
mento intentó hacerse el simpático ni nada por el estilo.
Lo único que le dijo fue «Con tanta lágrima no hay manera
de joder a gusto».
Yo había oído esa frase antes. No en esa versión, pero
sí en otra muy parecida. Y me dio más asco aún. Un asco
que el amargor de la cerveza no hacía sino acentuar.
—¿Sabías que la ambulancia se llevó a Clelia por la
mañana al Santa Cecilia?
—No, pensaba que habría saltado después de una dis-
cusión con Iván, porque él hubiera seguido insistiendo en
su chantaje con lo del vídeo.
—Era una buena razón para querer quitarte de en
medio. Unas imágenes íntimas que se hacen públicas, cir-
culando de teléfono en teléfono, que llegan a manos de
quien no quieres que te vea en esa situación… La idea de
estar en boca de todo el mundo. No lo soportó y optó por
la vía más drástica.
—Pero toda esa gente que estaba implicada. Ella cre-
yó que había encontrado a un hombre que la amaba por
encima de todos sus defectos. Supo convertirse en alguien
indispensable para ella. Sabía qué decirle. Se topó con un
cabrón que le jodió la vida. ¿Al final se van a escapar sin
que les pase nada?
Volvía a sonar el himno de España y la multitud tara-
reaba la melodía sin letra, agitando las banderas y aplau-
diendo. Manuel Roldán estaba firme en el escenario, la

328
mano en el pecho, escuchando el himno con una reveren-
cia exagerada. Todos tenían que ver lo buen patriota que
era. Esta vez no hubo silbidos de los antifascistas. Cuando
me di cuenta, no estaban en el parque. Los munipas, los
chicos de Toscano, habían hecho su trabajo. Sacar de esce-
na a los que estorbaban. En esa situación nos encontrába-
mos unos cuantos: Flavia, Eric, yo y ahora también Clelia
y Tania. Y la lista no haría más que engordar en las horas
sucesivas. Cualquier cosa que pudiera pasar, difícilmente
podría sorprenderme.
—¿Tú que piensas hacer?
—Continuar como hasta ahora, como si nada hubiera
pasado. Me he quitado un peso de encima, aunque la ra-
bia la siga teniendo en el cuerpo. Sólo quiero pedirte una
cosa, Toro: que no le digas a nadie que la información te la
he dado yo. Cuéntaselo todo a Ricardo, pero a mí déjame
al margen, por favor.
—No te preocupes, Tania, por mí no sabrá nada.
Se levantó de la silla y sacó el monedero del bolso. Le
dije que estaba bien, que se fuera. Me dio las gracias y, mi-
rando a izquierda y derecha para asegurarse de que nadie
la había estado vigilando, se marchó. La vi alejarse hasta
desaparecer, con la sensación de que aquella mujer tal vez
se mereciera ser feliz al lado de un tipo como Ricardo Bel-
trán, por más que éste se empeñara en ir a ninguna parte
de la mano de Aroa Guerra.
Tania Barros había dejado la tónica intacta en el vaso.

Conocí a hombres que, con los fusiles en la mano, se pu-


sieron a rezar como último recurso. Fui el causante de que
muchos otros tipos juraran por dios, la virgen, cristo y to-
dos los santos que pagarían, que no lo volverían a hacer,

329
que desaparecerían, por evitar lo que se les venía encima
y de lo que no se podrían librar. Dudé de que a Raúl el Pi-
rulo y su fiel Lear les hubiera dado tiempo a tanto. Ellos
quizás no habrían tenido el consuelo de encomendarse a
nadie.
La voz del locutor no cambió cuando pasó de infor-
mar del mitin de campaña de Manuel Roldán a la inau-
guración de una exposición de fotografía y luego a una
última hora: «Dos conocidos delincuentes, uno de ellos
apodado el Pirulo, han fallecido cuando en el transcurso
de una persecución en coche a gran velocidad, se salieron
de la carretera y chocaron con los pilares del viaducto. El
vehículo que huía de la Policía Municipal se incendió, mu-
riendo sus dos ocupantes». Fin del embuste. El America-
no había tardado horas en cortar los flecos que sobraban.
Pensaba que con ese movimiento nos quitaba una baza.
Que de ese modo no podríamos hacer nada en su contra.
Ya no se nos ocurriría denunciar el robo en casa de Fla-
via y que la investigación los llevara del Pirulo al jefe de
Policía. Lo que ignoraba Toscano era que esos chicos no
estaban amortizados sólo para él.
En el estado en que estaban los dos manguis, era im-
pensable que se montaran en aquel Fiat para dar un nue-
vo palo e intentar escapar de los munipas a toda hostia.
A esos los habían liquidado en su casa y luego montado
todo el espectáculo, con las sirenas encendidas, los zetas
disparados detrás del coche de los malos. Habían tenido
el buen tino de salirse de la ciudad, de ir hacia las afueras,
justo en el límite de la jurisdicción del Americano. Unos
pocos cientos de metros más, y el caso les caía a los pi-
coletos y a tomar por culo el tinglado. Muy inteligentes,
habían hecho que el Fiat ardiera con los cuerpos dentro,
eliminando cualquier rastro. Con un comisario en nómi-

330
na, tampoco había demasiado problema. Si habían podido
trucar el atestado de Clelia, qué no harían cuando era su
pellejo el que directamente estaba en juego.
En parte, yo era responsable de la muerte del Pirulo
y el pit-bull de Managua. Yo fui quien los puso en el dis-
paradero cuando me empeñé en hablar con Alberto Tos-
cano. Sin embargo, me importaba poco. De todas formas,
pensé, tarde o temprano encontrarían un final parecido
por unas razones similares. Por haber dejado de ser útiles
a su jefe y tener demasiada información al respecto. Con
su desaparición, Salva y Saray podían respirar tranquilos
y olvidarse de todo y de todos.
Apagué la radio del coche cuando comenzaba la in-
formación deportiva.
Estaba apostado delante del edificio donde Clelia
Beltrán había tenido su última cita con Iván Castro. Vi
cómo Agustín y Lola bajaban la persiana de la tienda y se
iban juntos para casa. Cómo entraban y salían los clien-
tes de la cafetería, que ya estaba a medio gas y a punto
de cerrar, los camareros barriendo y quitando las mesas
grandes que tenían puestas en la puerta para los que no
renunciaban al café con cigarro. Pero del tipo que me in-
teresaba no había ni rastro. En todo ese tiempo no había
visto a Bernabé Utrilla. Daba la impresión de saber que
estaba allí, esperándolo para abordarlo de nuevo, y estar
dándome esquinazo. El cabronazo tenía un olfato muy
desarrollado.
Eran ya las nueve cuando el portal se abrió y apareció
una mujer sacando los cubos de basura. La portera, la es-
posa de Utrilla, adiviné. Él estaría en ese otro trabajo que
decía tener. Bajé del coche mientras ella miraba a un lado
y otro y se quedaba con las manos metidas en los bolsi-
llos de la bata que llevaba puesta, más como parte de una

331
rutina que esperando algo. Saludó a los camareros de la
cafetería.
—Ya está bien por hoy —le dijo.
—Sí —le respondió uno de ellos—. Mañana será otro
día.
—Hasta luego, Carmen —se despidió otro.
—Que descanséis —les deseó ella.
Se volvía hacia la portería cuando le dí alcance. Ce-
rraba la puerta, pero la sujeté antes de que cayera del
todo. La tal Carmen me estudió detenidamente, como era
su costumbre, adiestrada por años de oficio. Era la prime-
ra vez que me veía por allí. Calculó qué querría y a qué
piso iría.
—Buenas noches —me saludó con un pie ya dentro.
—¿Bernabé Utrilla?
Se giró poco sorprendida de que me interesara por
su marido.
—No está —se puso a la defensiva.
—Puedo esperarlo o volver más tarde.
—¿Quién es usted?
—Un amigo de su marido.
—Ése no tiene amigos que yo no conozca.
Estaba a punto de darme con la puerta en las narices,
molesta por haberla abordado de ese modo, pero más mo-
lesta aún por recordarle el nombre de su no tan querido
esposo, a juzgar por el tono.
—Podemos hablar aquí fuera o hacerlo en la portería
—le sugerí mirando alrededor, indicándole que cualquie-
ra que subiera o bajara podía vernos y murmurar, lo cual
no era muy bueno para su reputación.
—Porque no se va a marchar de aquí hasta que no ha-
ble con él.
—No.

332
—Pues pierde el tiempo, señor. No está, porque el que
se ha marchado ha sido él.
—¿Dónde ha ido?
—Si dice ser su amigo, debería saberlo.
Saqué el móvil del bolsillo, busqué la foto que me ha-
bía mandado Tania y le mostré la pantalla. Carmen bajó la
guardia. Soltó un suspiro a medio camino entre la resigna-
ción y el alivio. De pronto la vi cansada; cómo se encogía
bajo un peso invisible. Se hizo a un lado y miró hacia la
escalera.
—Calle y pase.
Cerró la portería y me pidió que me sentara. Lo hice
en el mismo sillón que la primera vez que estuve en esa
salita.
—Sabía que lo de esa chica traería cola —me dijo.
—¿Dónde está su marido?
—Se largó ayer por la tarde, con el último bocado de
comida. Cogió un par de mudas y se fue.
—Huyó.
—Como usted quiera —me daba la razón—. Estuvo
ayer aquí, ¿verdad? —asentí con la cabeza—. Su visita lo
puso muy nervioso. Estaba asustado.
—¿No llamó a nadie cuando me fui?
—¿A quién iba a llamar?
—A Iván Castro, el de Strategos Protection, los dueños
del ático. El tipo que lo emplea fuera de la portería, ¿no?
El mismo al que ha reconocido en la foto.
Carmen pareció ahogarse. Miró al techo.
—¿Quién es la niña?
Le conté quién era y en qué situación se encontraba.
Cómo lo estaban viviendo los familiares y en especial su
hermano. Le dije por qué estaba allí.
—Pobrecilla —murmuró. Su pena se me antojó since-

333
ra. Me equivoqué, aunque aún no lo supiera—. Mire, Ber-
nabé me avisó de que usted vendría otra vez y me advirtió
de que no abriera la boca.
—Pero lo está haciendo.
—No tiene sentido que siga callada cuando usted pa-
rece que ya lo sabe todo. No me gusta lo que pasa en ese
piso. Clelia no fue la primera ni será la última.
—Su marido está metido en el ajo.
—Pagan bien y hasta ese día no había pasado nunca
nada grave. Subían con la chica, hacían lo que tenían que
hacer y santas pascuas. Luego nos llamaban a nosotros
para que limpiáramos el estropicio y ya. Nosotros, ver, oír
y callar. Y algunas veces, la fiesta se iba de las manos y
veías a las chicas, pues de aquella manera. Otras, no eran
muy mayores, dependiendo del invitado que tuviera el se-
ñor Castro en esa ocasión. Siempre hombres bien planta-
dos, con pinta de serios y honestos, que metidos en faena
se olvidaban de todo. A no pocas las he tenido ahí senta-
das, hasta que pudieron salir sin levantar sospechas.
—¿Variaban a menudo?
—En ocasiones la misma, pero no más de tres o cua-
tro veces como mucho. Al parecer no les gustaba la mo-
notonía.
—O ellas ya no aguantaban más —apunté—. ¿Y los ti-
pos que venían?
—Salvo dos, sin contar a don Iván, siempre diferen-
tes. Aunque a algunos los vuelves a ver algún tiempo más
tarde.
—Y esos dos habituales, ¿sabe quiénes son?
—No sé sus nombres —me dijo, para añadir en segui-
da—: Pero si los veo, seguro que los reconozco.
Le enseñé dos fotos. Los había visto allí, reconoció. A
uno de ellos, una de las noches que llevaron Clelia, la que

334
tuvo que acostarse con el viejo al que le molestaba que
llorara mientras la violaba.
—¿Quiénes son? —le picaba la curiosidad.
—Mejor que no lo sepa. Son tipos poco recomenda-
bles.
—¿Qué me pasará a mí?
Le preocupaba salvar el cuello. Si había hablado sin
oponer tanta resistencia como Bernabé Utrilla, no fue
únicamente a causa de la pena por Clelia o las demás chi-
cas. También hubo algo de egoísmo, de venganza. Su ma-
rido había huido dejándola a ella a los pies de los caballos.
A ella, que sabía tanto como él. A ella, que era tan cóm-
plice como él. Si había hablado fue porque pensó que de
ese modo, tendría un escudo tras el que protegerse. Haría
caer a su marido si fuera necesario.
—No se preocupe por eso —la tranquilicé sin esfor-
zarme demasiado—. A sus amigos no les gusta el ruido.
Pero eran capaces de cualquier cosa para acallar vo-
ces incómodas. Aunque eso ya se lo imaginaría ella. No
hacía falta decírselo.
—¿Fue usted quien avisó de que había un cuerpo tira-
do en el patio?
La mujer se echó a reír. Me molestó, pero no hice nin-
gún gesto que me delatara.
—Al final la historia del suicidio ha sido la más acer-
tada. No hubo nada de eso. Todo fue un montaje. Nos lla-
maron del ático a eso de las cinco de la mañana o por ahí.
Cuando subimos, vimos a don Iván y a uno de los tipos de
su empresa, al que también había avisado. Pasamos a la
habitación principal y allí estaba la niña, desnuda, cubier-
ta de sangre. La había forzado y después le dio una pali-
za. Creo que se pelearon por algo que ella le había pedido
pero que él no tenía intención de hacer. Pensamos que la

335
había matado y teníamos que deshacernos del cadáver.
Don Iván tenía el móvil de la chica, estuvo trasteándole
y cuando terminó, le sacó la batería y lo destrozó a gol-
pes. El otro fue el que sugirió que fingiéramos el suicidio.
Preguntaron por el patio, si alguien podía ver u oír algo
y cuando le dijimos que no… La vestimos y limpiamos el
estropicio. Luego, entre mi marido, don Iván y el otro, la
subieron a la azotea y la dejaron caer. El muy cabrón de
Bernabé me dijo que mientras la sujetaban para tirarla
al patio, oyeron cómo se quejaba. La orden era esperar a
que fuera una hora más decente para avisar a emergen-
cias. Y que no nos preocupáramos por lo demás, que ellos
se encargaban de que nadie hiciera más preguntas de las
necesarias. Cuando era un suicidio no se molestaban en
investigar y éste lo era.

Estaba mareado. Un mordisco en el estómago. La boca


seca. Me sentía incapaz de articular palabra. Conduje de
vuelta a casa sin saber cómo. Sólo tenía en la cabeza la
imagen de Clelia Beltrán tan diferente a la que recordaba
de la chica postrada en una cama, muerta en vida. Hijos de
puta. La habían tirado sabiendo que aún estaba viva. Pero
podía hablar. Delatarlos. Y eso no podían permitírselo. Los
negocios eran lo primero y más importante y una niñata
a la que se habían follado, de grado o por la fuerza, eso
daba igual, no iba a joderlos. Si se la tenían que quitar de
encima lo harían.
Me quedé unos minutos dentro del coche delante de
la puerta de casa. Me sequé los ojos. Tenía pegada la his-
toria de Clelia a la piel. Me recordaba demasiado a la de
Silvia. La única diferencia era que ésta la pude solucionar
a hostias, indicándole a su ex-marido el camino que debía

336
coger si quería seguir respirando. En el caso de Clelia, eso
no solucionaría nada. Podía entrar en el ático, con la Lam-
ber por delante, pegarle un par de cartuchazos a Castro y
sentarme a esperar que llegaran los machacas de Strategos
para que me descuartizaran y que luego lo hicieran pasar
por accidente o suicidio. No les daría el gusto. Tampoco el
de que pudieran ir contra la gente que me rodeaba.
Había luz en las ventanas. El coche de Silvia estaba
donde lo aparcara la noche anterior. Pero a Aretas no lo
veía por ninguna parte. Al darme cuenta de esa anorma-
lidad, el corazón me plapitaba desbocado en el pecho. Me
temí lo peor. Pensé que el Americano habría cumplido su
amenaza. Yo le había obligado a prescindir de dos buenos
perros de presa y querría cobrármelo. Un golpe que me
quitara las ganas de seguir tocando los cojones a quien no
debía. La segunda parte de los recordatorios que nos había
estado mandando. Yo era el único que faltaba.
Abrí la puerta como un loco. Ciego. El mundo giraba a
toda velocidad alrededor de mi cabeza.
—¿Qué te pasa?
Oír su voz, verla sentada en el sofá, leyendo, con la ca-
beza del perro sobre el regazo. Respiré aliviado. Las pier-
nas me flaquearon, pero pude mantener el tipo. La besé
a pesar de las protestas del mastín que de pronto había
descubierto las ventajas de tener una ama.
—Al no ver al perro fuera, creí que había pasado algo.
—He hecho todo lo que me dijiste. Si hubiera visto cual-
quier cosa rara, te habría llamado de inmediato, ¿no crees?
Me pasó la mano por la cara para tranquilizarme.
Sonreía al ver mi preocupación. Con ese gesto quería de-
cirme que era mucho más fuerte de lo que yo me pensaba.
Que no era necesario que estuviera tan pendiente de ella.
Era una superviviente. Lo que Silvia aún no sabía era que

337
frente a determinadas personas el valor, la fortaleza, no
eran suficientes.
Recordé que aún no le había dado los pendientes.
Al regresar al coche para coger la cajita de la guante-
ra, vi a Quino a lo lejos, con la escopeta de postas terciada
en los brazos. Me saludó para hacerme saber que había
cumplido con el encargo y que ahora que yo estaba en
casa, se retiraba tranquilo a la suya.
—Te han tenido que costar un ojo de la cara —me dijo
mientras se abrochaba el segundo pendiente y se levan-
taba al baño para mirarse al espejo, a ver cómo le queda-
ban—. Gracias.
—Hacía mucho que no te regalaba nada. Te los com-
pré ayer, pero con todo lo que ha pasado, se me olvidó
dártelos.
—No pasa nada —me perdonó. Siempre acababa per-
donándomelo todo—. Tienes cara de cansancio. Si quieres
que me vaya…
—No —no quería que se fuera y me dejara solo con
todo lo que había averiguado; sería incapaz de soportar-
me—. Quédate aquí conmigo esta noche.
Dejé caer la cabeza sobre su regazo. El olor de su cuer-
po era lo único que necesitaba para espantar esas imáge-
nes que me había fabricado.
—Es por lo de esa chica, Clelia, ¿verdad? —ante mi si-
lencio entendió que no quería que ella reviviera lo sucedi-
do con su ex—. Necesitas desahogarte.
Le conté todo lo que pude, lo que estimé menos dolo-
roso, si es que había en todo aquello algo que no lo fuera.
—Al final esos chicos han tenido el final que ellos mis-
mos se buscaron. ¿Y con los otros qué pasará?
—No lo sé. Es todo tan complicado que puede hundir-
se a la más mínima. Me niego a que pase eso.

338
—Te lo dije antes y te lo repito ahora, vayámonos.
Cojamos un par de cosas y empecemos de nuevo en otro
sitio.
—No puedo hacerlo. No puedo irme así y dejar a tanta
gente en la estacada. Menos cuando sé todo lo que sé.
—Mañana tendréis que darle una respuesta a Toscano
sobre la oferta que os hizo por el Cagliari. Llama a Flavia
y cuéntaselo todo. No te quedarás tranquilo hasta que no
lo hagas, te conozco como si te hubiera parido. Mañana
haréis lo que creáis más oportuno.

—¡Quiero ver a esos cabrones en la cárcel ¡Quiero las cabe-


zas de esos hijos de puta!
Ricardo Beltrán estaba fuera de sí. Flavia Garitano lo
miraba seria, sentada detrás del escritorio, en su despa-
cho del Cagliari, debajo de la mujer pintada por Tamara
de Lempicka. Ella también observaba al joven con sus ojos
fríos y parecía entender su ira desatada.
Hablé primero con Flavia. Me recordó lo que me dijo,
que sería ella la que me llamara para ir juntos al Aben Hu-
meya. Cuando le conté que fui al piso que les servía de
guarida a los que intentaron robar en su casa, quiso saber
si sus disparos habían dado efectivamente en el blanco; si
el chico estaba mal herido o muerto. Le respondí que no,
pero que Toscano ya había tomado las medidas oportu-
nas. «El accidente de esta tarde en el viaducto, eran ellos.
Están muertos», la puse al corriente. Había más, pero no
se lo podía contar por teléfono. «Te espero en el Cagliari,
Toro, en una hora. Hoy no nos molestará nadie». Ni un
lamento por la mala suerte del Pirulo y Lear.
A continuación, avisé a Ricardo. A él más que a nadie
le interesaba lo que le contaría a Flavia. Era por él, por su

339
empeño en saber qué le pasó a su hermana, lo que nos
había llevado hasta ese punto. Estaba en el hospital, con
ella. «Le quedan pocos días», fue tajante. Con más motivo,
pensé. Nos veríamos en el local dentro de una hora.
Antes de salir, Silvia me recordó que ella estaría allí.
La besé con esa certeza.
Al principio, Flavia Garitano no entendía por qué ha-
bía tenido que llevar a aquel joven a una reunión que en
principio sólo nos concernía a nosotros dos. Lo entendió
en cuanto oyó lo que tenía que decirles. Mientras Ricardo
bramaba, la Garitano se levantó para servir tres vasos del
güisqui que tenía reservado para las ocasiones especiales.
Estaba pensativa, calculando el siguiente paso a dar. La
profundidad que debía tener. Miraba a Ricardo y no sabía
si tenerle lástima o echarlo de allí para que no le arruinara
el negocio.
—Hijo, deberías serenarte —le recomendó Flavia a Ri-
cardo, después de darle un sorbo corto a su vaso—. Puedes
indigestarte si te los quieres comer a todos de un golpe.
El joven respondió con un puñetazo sobre la mesa.
—Mataron a mi hermana, hicieron lo que les dio la
gana con ella —enumeró—. ¿Y pretendéis que me quede
sin hacer nada mientras se van de rositas?
—No se trata de eso, Ricardo —tercié—. Puedes termi-
nar achicharrado en tu coche como esos dos chicos. ¿Es lo
que quieres?
—Si con eso consigo que paguen por sus crímenes, sí.
—Serías un completo gilipollas si piensas así —le hice
ver—. A Castro, Toscano y Vallespín les importa una mier-
da. Saben lo que tienen que hacer para librarse. En ningún
caso pisarán la cárcel y tú llevarías todas las de perder.
Apretó los puños. Me recordaba al Ricardo que vi en
los aparcamientos. Quizás ese fuera su verdadero rostro y

340
no el que se escondía tras la máscara de afabilidad. La ira
descontrolada de ese muchacho no auguraba nada bue-
no si no se ponía punto y final a todo lo relacionado con
su hermana. Necesitaba acabar con todo para templarse.
Y Flavia no ayudaría en eso. Ella no pensaba sino en sal-
var su negocio. Tenía una oportunidad para poner contra
las cuerdas a Toscano y compañía. Su silencio a cambio
de que la dejaran en paz. Y si no querían caerse con todo
el equipo, aceptarían. Se trataba de una historia a la que
algunos amigos suyos periodistas no le harían ascos. Un
buen reportaje para saltar al estrellato mediático.
—Toro tiene razón —intervino Flavia, conciliadora en
apariencia—. Esos tipos tienen las espaldas bien cubiertas
y nada de lo que puedas hacer servirá.
Ricardo Beltrán despachó su vaso de un golpe. No
pensaba calmarse ni entrar en razón. Era su justa rabia.
Exigía que se hiciera justicia a su hermana y que los culpa-
bles pagaran por lo que le habían hecho. Hasta ahí podía
estar de acuerdo con él. En su lugar, yo pediría lo mismo.
Pero no lo estaba, en su pellejo, sino del otro lado y eso me
forzaba a pensar con sangre fría, sin dejarme cegar por
imposibles. Él voceaba por Clelia, yo tenía que asegurarme
de que ninguna bala perdida alcanzaba a Silvia. Flavia Ga-
ritano pensaba en sus intereses, en mantener su estatus.
El mismo que a mí me dada de comer.
—No entendéis —el güisqui parecía haberle hecho
algo de efecto: se le enredaba la lengua—. Me da igual
irme a la mierda, que se vaya todo a la puta mierda. Mi
hermana es la que va a morir dentro de poco y eso es lo
que no os da la gana entender.
Y miraba directamente a Flavia. Era a ella a la que se
estaba dirigiendo. Desde un primer momento habían sen-
tido una antipatía mutua, antes incluso de intercambiar

341
los saludos de rigor. A ella no le había gustado su amabili-
dad aparente. A él le molestaba la arrogancia fría de la que
hacía gala, siempre por encima del bien y del mal. Las per-
cepciones no habían mejorado en el rato que llevábamos
allí reunidos. Tenía la sensación de que no saldría nada en
claro, de que cada uno tiraría según se le antojara y que al
final todos caeríamos bajo el fuego amigo.
—Mira, chaval —señalé a Beltrán con el vaso—, si
quieres, te doy la dirección donde puedes encontrar a
Iván Castro, vas allí, tiras la puerta a patadas, pones los
cojones encima de la mesa y esperas a que ese tío se cague
encima, confiese lo que ha hecho y lo pones delante de
un juez. Eso si los machacas que le guardan el culo no te
inflan la cara a hostias antes o algo peor. Ya sabes cómo se
las gastan este tipo de fulanos.
Le tendí la tarjeta de Strategos Protection que me ha-
bía dado Eric Montero, recuerdo de la primera visita de
Tatuaje y Binomio al Cagliari. Me dejó con la mano en el
aire. Estaba enfadado conmigo, aunque su cabreo fuera
extensivo a todo el mundo, incluido él mismo. Pensó que
lo tomaba por un cobarde, por alguien incapaz de prote-
ger a los suyos.
—No se trata de eso —continué—. Hay que saber mo-
verse para llevarlos a nuestro terreno y que sean ellos los
que se devoren.
Flavia nos miraba a uno y a otro. La música que sona-
ba empezaba a gustarle. Entornó los ojos al tiempo que le
daba otro pequeño sorbo al güisqui. Chasqueó la lengua
sin ocultar el placer que le producían tanto el licor como
lo que estaba pergeñando.
—¿Has terminado ya con el derroche de testosterona? —le
señaló a Ricardo la mesita donde tenía las botellas—. Sírvete si
quieres otro, estás en tu casa. ¿Adónde quieres ir a parar, Toro?

342
—¿Quién tiene más que perder?
—No te entiendo —me dijo Flavia, acodándose sobre
la mesa—. Explícate un poco mejor, Abuelo.
Al llamarme Abuelo, sonrió.
—Si se supiera esto, no todos se verían igual de per-
judicados. Vallespín es un militar al borde de la reserva y
aunque nos empeñemos en lo contrario, se mueve en la
sombra. Iván Castro es un directivo de una empresa con
un ejército de testaferros y abogados dispuestos a borrar
cualquier huella. Pero Alberto Toscano es otro cantar. Ha
jodido a un sinfín de gente. Lleva mucho tiempo en el mis-
mo cargo. ¿Sigo?
—¿Piensas hacerlo caer? —me preguntó Flavia.
—¡Pero él no tiene nada que ver con lo que le pasó a
mi hermana! —se desesperó Ricardo al ver que su presa se
le escapaba.
Toda la atención estaba puesta en mí, en lo que tuvie-
ra que contarles. Me hice de rogar un poco, paladeando
yo también aquel güisqui que tal vez no volviera a catar.
—No —y la respuesta valía para ambos—. Ni tiene
nada que ver ni pienso hacerlo caer, pero él sí puede tirar
a los otros dos, con discreción, sin armar ningún revuelo,
que no nos interesa de ningún modo.
—A mí me importa poco el revuelo o no revuelo —Ri-
cardo fue tajante, con el vaso vacío en la mano. No había
aceptado la invitación de la jefa.
—Clelia quedará en ese caso como una puta —la Garita-
no me dejaba siempre el papel de cabrón y en esta ocasión
no fue la excepción—. Y no creo que tus padres aguanten el
machaque de los medios; el que se saque a la luz la vida pri-
vada de tu hermana. Ni a ti tampoco te agradaría verle la jeta
a Jorge Hurtado en televisión hablando de ella. Porque eso es
lo que pasará en el momento en que salte el escándalo.

343
Ricardo Beltrán tuvo que tragarse su rabia. Empeque-
ñeció de golpe en la silla.
—Mañana quedaremos con el Americano antes de la
hora en que estábamos citados en el Aben Humeya. Iré yo
solo, será lo mejor.
—¿Estás seguro? Puede que necesites la ayuda de
nuestro justiciero.
Ricardo aguantó el pullazo. Una cosa era bramar por
la justicia desde una distancia segura y otra muy diferente
bajar al barro. Para eso estábamos los demás, los que ya
traíamos las manos manchadas de casa.

Le puse el cebo y fue incapaz de resistirse. Alberto Tos-


cano aceptó la propuesta de que nos viéramos antes de
lo previsto, nosotros dos, a solas, para tratar de ciertos
aspectos del trato. Quería negociarlos con él, le confesé,
porque los otros dos no me terminaban de dar confianza.
El verdadero amo y señor de la ciudad era él y con él sería
con quien tuviéramos que lidiar. Sus colegas no eran más
que una comparsa de aprovechados. Rémoras que se ali-
mentaban de sus despojos. Ese símil le gustó. Lo oímos por
el manos libres cuando lo llamé delante de Flavia Garitano
y Ricardo Beltrán.
—¿Y qué pretendes? —se interesó el jefe de Policía.
—Asegurarme el trabajo cuando os quitéis de en me-
dio a la Garitano —no titubeé.
—Pensé que le eras fiel como un perro —me recordó.
—No cuando el hambre aprieta.
—Bien, nos vemos mañana a las nueve, en Jefatura.
Era una huida hacia adelante. Un punto de no retor-
no. El Americano había aceptado el envite pero eligiendo
el terreno de juego. Ir a Jefatura era meterme literalmente

344
en la guarida del lobo, pero ya no había marcha atrás. Se
suponía que todo respondía a una negociación a espaldas
de nuestros socios con el fin de sacar algunas ventajas ex-
tra para nosotros.
Antes de salir de su despacho, cuando nos quedamos
a solas, le pregunté a Flavia por el tal Lud.
—Ahora deberá estar camelándose a otra para que le
pague los caprichos —me respondió.
Del bolso sacó la Beretta Tomcat 7,67 cromada y la
puso sobre la mesa.
—Por si acaso —me sugirió.
Ella ya no la necesitaba. En otras circunstancias me
hubiera recordado lo equivocado que estuve al regañarle
por haberse hecho de un arma para protegerse.
—Con ella encima no pasaré los arcos de seguridad
—me disculpé.
—Te veo mañana.
Y por vez primera me dio un abrazo. Estaba en mis
manos.
Bajé a la sala del Cagliari con el convencimento ín-
timo de estar despidiéndome de todo. Como si no fuera
a regresar nunca más a aquel sitio. Estaba poniendo un
punto y final.
En el aparcamiento me estaba esperando Ricardo
Beltrán, sentado sobre el capó de mi coche. Se le veía
aún con ganas de gresca, acalorado por el güisqui y la
mala leche. Yo no tenía ningunas. Se me acercó con paso
firme, dispuesto a cualquier cosa y ninguna inteligen-
te. Iba a golpearme para sacarse de encima la frustra-
ción que no lo dejaba vivir en paz, pero yo me adelanté.
Ningún novato iba a madrugarme así como así. Antes de
que pudiera hacer nada, le di un puñetazo en la mandí-
bula para evitar que siguiera comportándose como un

345
cabestro. Lo hice tambalearse y se dejó caer otra vez so-
bre mi coche.
—No me jodas —le recomendé apuntándole con el
dedo índice—. Y menos hoy, que me he partido la cara por
ti y por tu hermana, aunque no te lo parezca.
—Nos has traicionado —me reprochó—. Te pagué para
que me ayudaras y mira lo que me has hecho.
—Me obligasteis tú y Aroa a aceptar el encargo —le
recordé—. Querías saber por qué intentó suicidarse Clelia
y lo hice. Luego, la verdad resultó ser otra y quieres ven-
ganza, pero eso ya no me incumbe a mí.
—Eres un hijo de puta, ¿sabes?
—Te devolveré el dinero que me diste, si así te quedas
más tranquilo —le propuse—. Así puedes buscarte a otro
que te haga mejor el juego.
—El dinero no me importa. Quiero que se haga justicia.
Estaba encallado en un bucle del que no le convenía
salir y me empezaba a hartar. Lo agarré por el pecho y lo
tiré al suelo. Entré en el coche con la intención de irme
a casa. Arranqué y vi cómo se levantaba, insultándome.
No le di más importancia. Esa noche, con toda seguridad,
Ricardo Beltrán agarraría la curda de su vida y luego lla-
maría a Aroa para que fuera a buscarlo. En ese momento,
aquel tipo había dejado de ser asunto mío, aunque no pu-
diera apartar la mirada de su reflejo en el espejo retrovi-
sor.

No me pidió explicaciones. No me preguntó nada. Le bas-


tó con leer en mi rostro para tener todas las respuestas.
Silvia me estaba esperando como la noche anterior, como
esa misma tarde. Se había convertido en una presencia
indispensable en casa. Era incapaz de recordar cómo era

346
todo antes de que ella estuviera allí; tampoco quería ha-
cerlo. Lo único seguro era que no quería que se marchara.
Al menos no esa noche, que la necesitaba más que nunca.
Saberla lejos y que pudiera pasarle algo, me aterrorizaba.
Tanto como la perspectiva de quedarme solo. Ella era la
única capaz de sosegarme.
Al entrar y verla sentí el mismo hormigueo que la pri-
mera vez. Las mismas ganas de querer estar a su lado. Sen-
tí la misma urgencia. Nos desnudamos entendiendo lo que
requeríamos el uno del otro. Recorrí cada milímetro de su
piel con las manos y la lengua. Me detuve sobre la cicatriz
que estuvo a punto de hacer que no la conociera. Ella qui-
so corresponder a mis besos y caricias, pero no la dejé. Esa
noche quería ser yo quien se entregara a su placer. Se dejó
conducir; se dejó hacer. Permitió entre jadeos que entrara
y saliera de su cuerpo a placer, sin pensar nada más que en
ella. Nos retorcimos al mismo tiempo, los cuerpos enre-
dados. Comimos, bebimos y reímos antes de enzarzarnos
otra vez hasta que el sueño nos convenció de que nos dié-
ramos una tregua. Que no nos gastáramos.
Amaneció con nosotros dos abrazados, ajenos a cuan-
to pudiera pasar a nuestro alrededor. Observaba a Silvia
mientras dormía. El hilillo de baba que le caía por la co-
misura de esos labios que había besado. Su mano sobre mi
vientre y el roce suave de sus tetas contra mi costado. Me
pareció lo más hermoso del mundo. «Ojalá nunca acabe»,
pensé. Salí de la cama procurando no despertarla. En el
baño, me afeité, me arreglé el bigote y después me di una
ducha. Tenía que estar presentable.
Al salir, Silvia me sorprendió tendiéndome la ropa.
Se despertó cuando dejó de notar el calor de mi cuerpo
contra el suyo. No quería que me fuera sin despedirme.
Sabía lo que estaba en juego, a pesar de que desconociera

347
los últimos detalles. Había que prepararlo todo para darle
apariencia de normalidad. Ese día no podía diferenciarse
de los demás. Nos sentamos a la mesa para desayunar. Me
contó con toda naturalidad lo que pensaba hacer. Iría a re-
coger unos trabajos que tenía pendientes en el taller y se
quedaría en casa, si a mí no me importaba. Le dije que no,
que podía hacer lo que quisiera. Que estaría encantado de
que se quedara todo el tiempo que quisiera. Incluso para
siempre, pero eso no se lo dije. Para no espantarla.
Cuando me iba sólo atinó a decirme:
—Aquí estaré, pase lo que pase.
Con ese convencimiento me bastaba para acudir a la
cita con el Americano.

En Jefatura me estaban esperando. Le dí mi nombre al


agente del puesto de atención ciudadana y le dije que te-
nía una cita con Alberto Toscano. Tras hacer las compro-
baciones pertinentes, me dio el visto bueno y me indicó
dónde estaba el despacho del jefe de la Policía.
No cabía en el sillón. Más que un servidor público,
parecía un dictador en su trono. Allí la ley era él y por
eso fumaba con placer un habano, al que sacaba enormes
volutas. En aquella estancia no parecía que hubiera cabi-
da para algo pequeño. Todo iba a juego con su ego y am-
bición, que no se quedaban cortas si se comparaban con
su envergadura corporal. Me sonrió al verme. Todo muy
exagerado. Si hubiera habido algún testigo de nuestra re-
unión, pensaría que éramos grandes amigos.
—Toro, me dejaste a los niños para el arrastre y tuve
que darles el descabello.
Podía confesármelo con total tranquilidad. Estábamos
en confianza, nos conocíamos y no había por qué andarse

348
con paños calientes. Las cartas estaban repartidas, sobre el
tapete y algunas no era necesario ocultarlas. Iban marcadas.
—Ya te lo dije, no se manda a mindundis para según
qué trabajos.
—Y tienes razón, qué coño. Pero los chicos de Strate-
gos son caros y no me los prestan así como así. Lo que no
me iba a imaginar es que darías con ellos. ¿Se chivó el hijo
de ese amigo tuyo?
—No —tenía que alejar las sospechas sobre Salva—.
Los muy gilipollas dejaron un reguero de pistas y cono-
ciéndolos, me fui al salto.
—Eran una panda de imbéciles que daban para lo que
daban. Pero ya está —hizo una pausa en la que se adelantó
a lo que yo estaba pensando—. Puedes estar tranquilo por
tu amigo… Si mantiene la boca cerrada.
—Pierde cuidado. A él más que a nadie le conviene
estar callado.
—Nos entendemos a las mil maravillas, Toro —me
hizo un gesto para que me sentara—. No sé por qué nunca
has querido trabajar para mí. Y mira que has tenido opor-
tunidades. Pero siempre te has empeñado en joderme.
Me echó el humo en la cara. El Americano desconfia-
ba de mis intenciones, pero su curiosidad era más fuerte
que cualquier precaución que pudiera tomar. Luego esta-
ban las perspectivas de buenas ganancias.
—¿Qué ha cambiado ahora? —me preguntó.
—Que la Garitano tiene todas las de perder.
Dio una palmada de alegría ante la confirmación.
—Las ratas abandonáis el barco cuando se hunde.
Nunca pensé que fueras de esos.
—Ya te dije que es una cuestión de hambre.
—Los que estáis acostumbrados a servir, es lo que te-
néis, que pensáis con las tripas y no veis más allá.

349
—Puede ser.
—¿Y qué me ofreces a cambio de que te acoja?
—Mi silencio, Americano.
—Eso no hace falta que tú me lo des, ya me lo cobro
yo. Mira lo que les ha pasado a mis chicos —la sonrisa se le
había congelado en los labios—. Tendrás que darme algo
más sustancioso.
—Tal vez me haya explicado mal. Mi silencio no, el
nuestro.
—Antes lo has dicho tú mismo: la puta de tu jefa tiene
todas las de perder.
—¿Has hablado con tu socio, Iván Castro?
—¡Acabáramos! —se echó hacia atrás en el sillón, di-
virtiéndose—. ¿Has sido tú el que has estado incordiando
al asqueroso de Utrilla? Tenía que habérmelo imaginado.
Un tipo grande con bigote, decía el desgraciado cada vez
que le preguntaba Iván.
—Estáis metidos en toda esa mierda de las chicas y
aunque sólo figure ese tal Castro, las salpicaduras te llega-
rán a ti. Te han reconocido como uno de los que frecuenta
ese ático, con tu amigo el coronel Vallespín. ¿Te conta-
ron lo que hizo con una de las chicas hace pocos meses?
Podría demostrarse que el atestado de esa muchacha fue
alterado siguiendo órdenes tuyas. A la Garitano no le re-
sultaría muy complicado hacer circular la información,
con nombres y apellidos. Acabaríais muy jodidos. Luego
está la familia de la chica, que tampoco se quedará quieta
y están al corriente de todo.
—No me costaría nada detenerte, Toro —lo noté pre-
ocupado por lo que pudiera pasar a partir de ahí, quizás
maldiciéndose por haber aceptado el encuentro a solas
conmigo—. Tienes un historial bonito. Mercenario en el
Congo, palizas por encargo, extorsiones, portero de disco-

350
teca… No eres un dechado de virtudes que digamos. Y te
has agenciado a unos cuantos enemigos. ¿Quién te creería?
—A mí no —le concedí—. Pero sí a otros muchos.
Tú tampoco has hecho muchos amigos, Americano. Hay
quien te tiene ganas, gente a la que no le importaría des-
hacerse de ti y cuando te vean con la yugular al aire, se te
tirarán. Esos mismos que hoy te la chupan, ¿cuánto tarda-
rán en sacarte mierda cuando sepan que follabas con mu-
jeres a las que extorsionaban en el ático de una empresa
de seguridad? Esa misma empresa a la que los alcaldes a
los que controlas han dado la concesión de la vigilancia de
los edificios municipales. Se te acaba el chollo y encima le
cortan los cojones a tu mamporrero, Manuel Roldán.
—Por ahí, no, Toro. Por ahí no vayas.
Estaba fuera de sí al saberse sorprendido y sin esca-
patoria. Miró hacia abajo, hacia la cajonera del escritorio.
Temí que sacara una pistola. Me mantuve sereno, disfru-
tando, en la medida de lo posible, del espectáculo que yo
mismo había propiciado. Al parecer, el Americano se lo
pensó mejor.
—Te puedo hacer ganar dinero, mucho, más del que
necesitaréis tú y esa mujer con la que estás —me ofreció
una vez recuperó la lucidez—. De nuestro lado no te falta-
rá de nada, ya lo sabes. Puedo hacer que tengas un puesto
cojonudo en Strategos sólo con presionar un poco al co-
ronel, Iván hará todo lo que le pida, eso es así. O puedo
enchufarte de asesor del próximo concejal de Seguridad.
Los dos juntos nos comemos el mundo y sin que ni dios
nos chiste.
La oferta era seria. Si aceptaba, adiós a los problemas.
Pasta y tranquilidad y a esperar el día de la jubilación.
—Estás muy seguro de que va a ganar el facha de tu
colega Roldán.

351
Se inclinó sobre el tablero de la mesa para hacerme
una confidencia.
—Entre tú y yo —me dijo en un susurro —, ese imbécil
no tiene nada que hacer, pero es una apuesta de Gerardo
y tengo que hacer como que me lo trago y que estoy a su
favor. Ese viejo es un pejiguera, pero me interesa estar a
bien con él. Dinero es dinero, amigo mío, y Strategos me
hizo una oferta muy buena.
—Un porcentaje de todo lo que les consiguieras y
abriles las puertas de tu red de contactos, que en más de
cuarenta años es bastante amplia.
—Gerardo Vallespín y sus amigos saben ser muy per-
suasivos cuando se lo proponen. Tú lo sabes bien. Esa gen-
te es sorda a las negativas y mientras paguen y no den
problemas, a mí no me molestan.
Pragmático hasta el final
—Quiero la cabeza de Iván Castro —no me anduve con
rodeos.
—¿Puedo preguntarte por qué esa fijación con él?
—Es una cuestión personal.
Toscano se quedó pensativo, con el habano humean-
do entre los dedos.
—¿Es por lo de la chiquita esa que tiraron desde el
ático?
—Clelia Beltrán —le recordé cómo se llamaba—. Te
encargaste de que amañaran el atestado para que pa-
sara por un suicidio. Supongo que te pagarían bien por
hacerlo.
—Cuanto mayor es la cagada, mayores esfuerzos para
taparla. Y eso se paga. No sólo estoy yo —la sonrisa que
había asomado a sus gruesos labios me retaba a que con-
tinuara.
—Esta fue de las gordas. No es lo mismo encubrir un

352
asesinato que hacer que unas muchachas asustadas callen
lo que les ha pasado.
—Te doy la cabeza de Utrilla —sostenía el teléfono
para indicarme que todo estaba en mis manos—. Lo tengo
localizado y con dar la orden, lo detienen y te lo dejo para
que hagas con él lo que quieras.
—Eso es caza menor, yo quiero la pieza principal.
—¿No te ha contado el hijoputa que también se pega-
ba sus homenajes con las chicas cuando todavía estaban
groguis?
—Si quieres meter en el lote a Utrilla, por mí vale,
pero también quiero a Castro.
—No lo vas a soltar.
—Si no lo haces tú, se encargarán otros que no ten-
drán la discreción nuestra. Un tipo que encandilaba a chi-
cas jóvenes, se acostaba con ellas y luego las chantajeaba
para que se acostaran con clientes o socios. Por las bue-
nas o por las malas. ¿También les proporcionabas la coca
mientras follaban? Imagino que era una buena manera de
atarlos en corto.
—Eres un cabronazo, Toro. No me esperaba que me la
jugaras de esta forma. Me has decepcionado.
—No me vengas con sentimentalismos.
—A muchas de ellas no hacía falta insistirles para que
se tiraran a quien hiciera falta. Se corrían una buena juer-
ga y si te he visto no me acuerdo. Con otras era distinto,
había que convencerlas de otra manera.
—Como a Clelia.
—Ella cometió la imprudencia de enamorarse como
una tonta de Iván. Entró al trapo sólo porque él se lo pidió.
—Y no se lo pensó para darle una paliza hasta dejarla
medio muerta como premio.
—Hay que reconocer que se le fue de las manos. Iván

353
tiene muy mal pronto cuando se calienta. Nuestro amigo
no lleva muy bien que le digan que no y tu amiga se equi-
vocó cuando lo rechazó y encima lo amenazó con contarlo
todo si él no borraba según qué vídeos.
—¿Y lo hizo? —quise saber.
—Qué remedio —concedió, espachurrando el habano
en el cenicero—. Era una temeridad tener pruebas que lo
relacionaran con ella.
—A tu amigo el coronel Gerardo Vallespín tampoco le
agradó que llorara mientras él se acostaba con ella. Muy
convencida no debería estar y a él no le importó dema-
siado que la chica quisiera salir corriendo de aquel dor-
mitorio.
—Tienes muchos detalles —movió su corpachón ha-
ciendo crujir el sillón—. Te felicito, Toro.
—Los suficientes como para pedirte que me entre-
gues a Castro y si quieres, también a Utrilla.
Toscano achicó los ojos para encuadrarme mejor.
—Ganamos todos —le dije para convencerlo de que
había tomado la decisión correcta, la que más se ajustaba
a sus necesidades.
—En fin, como quieras.
Había llegado el momento de soltar lastre. Alberto
Toscano, el Americano, entendió la conveniencia de em-
pezar a poner tierra de por medio con el coronel Vallespín
e Iván Castro antes de que fuera demasiado tarde.
—Entiendo que, si te desvinculas de Strategos Protec-
tion, el Cagliari sale del paquete.
—Mientras que tu jefa siga pagando el canon, no ha-
brá problemas de ninguna clase. Nadie meterá la mano en
el negocio. Yo siempre le he tenido mucho cariño a Flavia,
ya lo sabes.
—Hace un rato la llamabas puta.

354
—Son cosas que se dicen, pero no se sienten.
Me levanté y le tendí la mano para sellar el trato. Al-
berto Toscano, el Americano, me la estrechó, contento de
seguir en pie y de paso haberse librado de unos socios de
los que se desharía como si de unos calzoncillos sucios se
tratara.
—Mi ofrecimiento para que trabajes conmigo sigue
en pie, ahora más nunca.
—Me lo dijiste antes: soy perro que guarda sus leal-
tades.
Y perro no come carne de perro, pensé mientras salía
de la Jefatura. El aire de la ciudad me pareció el más agra-
dable del mundo. Había jugado y ganado, al menos por el
momento.

355
Lo supe más tarde. A Bernabé Utrilla no le dieron tiempo
para nada. Alberto Toscano mandó a sus hombres para
caerle encima. Estaba escondido en el piso de un viejo co-
nocido de la mili que no sabía nada de lo que había hecho su
amigo, según declaró a la prensa. No se había ido muy lejos,
quizás porque don Iván, como él lo llamaba, le aseguró que
lo mejor era que se fuera una temporada hasta que yo me
cansara de preguntar, creyéndose a salvo. Lo sacaron con
un pantalón de pijama tan desfasado como el propio Utrilla
y una camiseta interior de tirantes que en algún momento
había sido blanca. Estaba sucio y con cara de no dar crédito
a lo que pasaba. Las cámaras de televisión y los periódicos
lo estaban esperando en la puerta de la Jefatura, donde nin-
gún mando compareció a hacer declaraciones. El America-
no sabía que no podía salir dando la cara. El portero no
duró mucho en el calabozo. Se colgó con los pantalones de
tela justo antes de tener que ir a declarar ante el juez de
guardia al que habían asignado el caso.
Una mañana tuve una llamada de Tania Barrios, alar-
mada por la noticia. No se daban datos, pero ella sabía que
se trataba de uno de los culpables de que Clelia estuviera
a punto de dejar este mundo, si es que no lo había hecho
cuando la arrojaron por la ventana del ático. Ricardo Bel-
trán se lo había contado todo, sin ahorrarle ningún deta-

356
lle desagradable. Al parecer estaba mucho más tranquilo
cuando se publicó la noticia de la detención y muerte de
Bernabé Utrilla. No dejaba de ser irónico que a él también le
hubieran armado un suicidio para encubrir lo que posible-
mente fuera un asesinato. El Americano nunca reconocería
que lo habían liquidado en sus calabozos mientras estaba
en bajo su custodia. Me dio alegría escuchar a Tania, pero
su llamada no era de cortesía, sino para asegurarse de que
nadie iría a por ella como venganza por haberlos deltado.
Le aseguré que no, que podía estar tranquila. Era un ajuste
de cuentas entre unos cuantos y Clelia sólo era la excusa.
Se despidió de mí con un hasta siempre, pidiéndome que
fuera a la joyería siempre que tuviera que regalarle algo a
mi mujer. Le dije que así lo haría. Que se cuidara.
Iván Castro fue más correoso. La pieza más difícil de aba-
tir. Estaban sentados a la mesa del Aben Humeya esperando a
que llegáramos Flavia Garitano y yo para darle la respuesta.
Toscano estaba como si no hubiera dado unas horas antes
la orden de detener a Utrilla. El revuelo se armó cuando no
aparecimos y la imagen del portero con la cara cubierta pero
perfectamente reconocible, abría el informativo local. El co-
ronel Gerardo Vallespín se giró hacia Castro en busca de una
explicación, y luego hacia Toscano al ver que eran policías
locales los que se lo llevaban. Con toda la calma del mundo,
el Americano le recomendó al gestor de Strategos que pusiera
tierra de por medio, o mejor un océano.
El muy cabrón se partía el pecho riéndose al acordar-
se de las caras desencajadas de sus dos socios, sentado en
el despacho de Flavia Garitano en el Cagliari cuando vino
a cobrar en persona el impuesto revolucionario. Se le re-
volvía el estómago al tener que reírle las gracias al tipo
que había mandado a sus quinquis a darle un susto. Y no
hizo nada por disimular, pero tenía que sobrevivir y sabía

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que el final de Albero Toscano no andaba muy lejos. Había
rumores sobre su destitución enmascarada de dimisión,
homenaje mediante por su contribución a la democrati-
zación de la Policía Municipal.
Detuvieron a Iván Castro en la terminal del aeropuer-
to, cuando iba a coger un vuelo a Madrid que lo debía po-
ner fuera del radar. El tipo se comería todo el marrón solo.
Y no sería únicamente por lo de Clelia. Salieron algunas
chicas más que lo reconocieron. Sexo con él y con algunos
amigos a cambio de regalos y favores; escenas violentas
y amenazas para que cerraran la boca. El miedo como el
mejor argumento. Una instrucción judicial rápida de ma-
nos de un juez que no parecía muy lejano a los intereses
de quienes seguían sosteniendo todo lo que había detrás
de Strategos Protection.
—No tengo muchas esperanzas puestas en el juicio
—me comentó un día Ricardo Beltrán.
Por mediación de Aroa Guerra volvimos a encontrar-
nos después de la noche en que le pegué. Hacía poco que
habían enterrado a Clelia. Un día empezó a fallarle el co-
razón hasta que se paró para siempre. Sintió un enorme
alivio cuando el médico salió al pasillo para darles la noti-
cia. No asistí al funeral. Fue la propia Aroa la que me avi-
só. Consideré que no era mi lugar, tampoco me sentí con
ánimos para hacerlo.
Estábamos sentados en el mismo bar donde Tania
acabó por confesarlo todo.
—Tampoco yo, pero al menos hemos hecho todo lo po-
sible para joderlo —intenté consolarlo y consolarme de paso.
—Podían haber decretado prisión provisional en lu-
gar de dejarlo en libertad con cargos.
—Ya te lo dije. Ese tipo de gente tiene recursos para
eludir la justicia.

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—Tendré que conformarme con un juicio de induc-
ción a la prostitución, abusos y violación.
Lo del asesinato hubo que dejarlo. El peaje que tuvi-
mos que pagar para poder sentarlo en el banquillo.
—Mejor eso que nada.
—¿Qué pudo verle Clelia a un tipo así?
—Tal vez le dio la impresión de que la entendía; de
que la mimaba como pensaba no lo había hecho nadie.
—Me da rabia que no tuviera la confianza suficiente
para contarme por lo que estaba pasando.
Me acordé de las palabras de Tania Barros.
—Todos tenemos derecho a guardarnos ciertas parce-
las, por malo que pueda resultar al final.
Nos interrumpió Aroa. Me extrañó verla allí. Le dio
un beso a Ricardo que despejó todas mis dudas acerca de
la relación que mantenían ellos dos.
—Abuelo —me dijo sentándose en una silla que cogió
de la mesa de al lado—. Ya no nos veremos más.
La chica que tenía delante se parecía a la que se me
abrazó la noche que nos visitaron Tatuaje y Binomio. No
había ni rastro de coqueteo.
—¿Te vas?
—Nos vamos —matizó Ricardo.
—Queremos empezar de nuevo lejos de todo. Tomar
distancia —añadió Aroa, que tampoco dejaba que nadie
hablara por ella—. Se lo acabo de decir a la jefa y me ha
pagado el finiquito. Diez mil pavos por tres años más cinco
mil porque ella lo ha estimado conveniente.
A mí también me había llegado el momento de mar-
charme y dejarlos en paz.
—Supongo que aquí nos decimos adiós —me puse en
pie dando por concluida la conversación.
Aroa me imitó. No sabía ni qué hacer ni qué decir.

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Le di un beso en la frente. Como un padre a una hija.
Sabía que aquella reacción por mi parte debió decepcio-
narla, pero a mí nunca se me dieron bien las despedidas.
Le deseé toda la suerte del mundo a Ricardo.

Silvia estaba esperándome en el taller, como quedamos.


Tenía una sorpresa para mí, según me anunció por telé-
fono.
—Termino de recoger, cierro y nos vamos —me comu-
nicó nada más verme atravesar la puerta.
La ayudé a guardar los arreos de costura y quitar al-
gunos trozos de tela desperdigados por la mesa de trabajo
y el suelo.
En la calle, no tomamos el camino habitual. Me llevó
en sentido contrario. Iba en silencio, haciendo oídos sor-
dos a mis preguntas. Sólo me miraba de reojo y me pedía
que me callara y tuviera paciencia. Al cabo de un paseo
corto, se detuvo delante de un portal. Sacó una llave y
abrió. Tiró de mí hacia el interior. Subimos por las escale-
ras hasta que llegamos a una puerta de madera clara.
Agarró mi mano y puso en ellas las llaves que tenía.
—No quiero que te vayas nunca de mi lado.
Y a mí no se me ocurrió mejor lugar al que ir.
Con ella.

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Este libro se terminó de maquetar
el día 24 de julio de 2020,
el 46º aniversario de la vuelta
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