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Germán Rodríguez
Germán Rodríguez
Un crimen
demasiado humano
Diseño de portada:
Ernesto Montero
Distribución y venta:
http://www.facebook.com/UNCRIMENDEMASIADOHUMANO
rodriguezabogados77@hotmail.com
A papá Germán, por ser ese genio indestructible
en mi corazón, ese ser maravilloso que ha
posibilitado mi vida como Escritor y Orador.
La condena 11
Un amor no correspondido 35
Amenazas y desengaños 99
A veces solo cobran y cobran hasta juntar todo lo que pueden para
pagar sus deudas, comer bien, vestirse a la moda o ayudar a sus hijos
en casa o a cualquiera de sus padres, que se está muriendo por alguna
enfermedad. Muchas llevan también en la sangre el deseo creciente
de entregarse por el mero gozo del dinero; las joyas; comodidades
que nunca imaginaron ni en sus mayores anhelos o en sus peores e
inadvertidos extremismos, como departamentos de lujo y todo lo que
contienen sus más extraños desvaríos, los de los dueños, por supuesto,
que las compran con dinero muchas veces mal habido, aunque sea
mediante la violencia o resulten unos extraños desarrapados que las
obligan a fumar marihuana o cocaína, lo que luego se convierte para
ellas en una costumbre codiciosa, o terminan por viciarlas en algo peor
que el licor desmedido y sus inevitables consecuencias de adicción,
pudiendo incluso llegar hasta el crimen, pero estas ya son cosas peores
que aquí no se van a relatar, además de los encuentros de sexo grupal,
intercambio de parejas y otras perversiones. Así es esto, así se mueve
esto. Todo se cocina de la mejor manera: con una sonrisa bien picante,
un maltratador persuasivo (el proxeneta o predador) y clientes poco
menos que entregados al pecado mortal de la lujuria, insatisfechos
de sus mujeres y de la alcoba que habitan más por costumbre que por
el placer de los sentidos, en una sesión que solo se sabe milagrosa y
omnipotente después del matrimonio religioso.
Luego pareciera que empiezan a morir las ilusiones, el pasado que
ataca o el gesto inconfundible que se detecta en el rostro de la persona
a quien uno ama, y que se sabe que no le ama de la misma forma, que
ni siquiera está pensando en él, que solo se regodea del placer para
expiar una culpa, una descarga voluptuosa o una nostalgia que imaginan
a puertas cerradas, con los ojos bien absortos en la almohada o en el
techo, dependiendo de la posición de ambos; mirando sin observar,
anulando el amor como se anulan las buenas intenciones, y aunque la
pasión se vea entregada a unas cuantas sesiones más, igual acabarán por
deteriorarse con el paso del tiempo que todo lo aniquila, que se parece
al gélido viento de los océanos atrapando en el fondo del mar, en sus
remolinos tumultuosos, a barcos y aviones de gigantescas dimensiones,
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que los hacen desaparecer tal y como sucedía en el Triángulo de las
Bermudas cuando las embarcaciones y no pocos Boeing se hundían sin
dejar rastro alguno. Entonces el tiempo es comparativamente igual: no
deja rastro, es meteórico, no siempre sana las heridas, muchas veces
las hace más profundas, amenaza sin importarle que somos aves de
paso, que corremos a cada instante no solo para sobrevivir, trabajar o
espiarnos entre nosotros mismos, sino también para liberarnos. Cuánta
sapiencia la de mis compañeros de celda (de unos pocos), ahora que
se me hace tan difícil la ración de comida, el polvorín del claustro, la
perversión de las más siniestras mentes. Y el amor me cubría como un
ramillete de espinas sobre una tumba que yace en un lugar sacrosanto.
Después de todo, ¿qué me quedaba sino el tiempo aún inexplorado
que me sabía a un día sin forma durante cada minuto de mi existencia?
Aquí también hago pausa, una breve, pues siento que me derrumbo como
el hombre que llora el adiós de una mujer, que aún la siente en su piel
y que pretende olvidar con el engaño de su memoria y el inexplicable
suceso de que aquel ser humano murió, de que no tendrá más un contacto
cercano con nadie, y de que puede ir al camposanto incluso para ponerle
unas flores a la cruz de todos los que están en otras tumbas, y colocarle
un par de rosas a aquella que ahora no se sabe por dónde camina ni
qué destinos ha colisionado, con una desgana que nadie tomaría en
cuenta, pues cada quien va a ver a los suyos, y aquí cabe saber que el
egoísmo prima casi siempre y uno no se puede enfundar el escudo de
la compasión porque nadie le compadece ni se acuerda de él.
Pero yo no digo eso, sino quienes más calle tienen. Retomo entonces
lo que aquí me ha detenido (la muerte en el corazón de aquella mujer
que abandonó el amor y sus intrincados caminos); y les digo que no
pude entonces sino esperar a que por lo menos, en esta vida superflua
que suele alimentar un hueco hondo, muy hondo en mis maneras más
íntimas, me tocara una putita no tan experimentada que me concediera
un poco de cariño o aprecio. He oído que algunas se enamoran del
cliente, que incluso le dan un hijo, y mantienen solas a la criatura; no le
piden nada al ocasional amante, pero los llaman solo para encontrarse
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Se rio con más brusquedad que amabilidad, una risa de dudosa proce-
dencia, como cuando la observé al quitarse las pantimedias y me invitó a
explorarla como si de la velocidad de un rayo se tratase. Languideció un
tanto y se quitó las bragas, pero esta vez sin ninguna gracia, quedando
desnuda apresuradamente…
El primer gemido lo di yo; ella se puso a leer el periódico, uno de
farándulas, y hacía como que no le interesaba nada. En ese momento
acudió a mi mente la frase: «Debe de estar curtida», pero yo seguí en
mi labor, y ella en lo suyo. Le pedí un poco de atención, le dije:
—Por favor, escúchame, deja de leer ese periódico, mira que te lo
estoy pidiendo con cariño —eso que yo consideraba respeto, pero no
me contestó. Solo me dijo—: Concéntrate —y para mí ello fue como
un baldazo de agua más que fría. La supe igual que todas las mujeres
superfluas. No me refería en especial a las prostitutas, sino a las mujeres
de todos lados, las que no les interesaba más que ellas mismas y su
goce y el dinero o la recompensa que obtendrían. Y pensar que llevaba
casi todos mis ahorros por si me hubiese comprendido… Entonces me
sorprendí jadeante, suplicándole que no quería más que un poco de su
cariño, de su tiempo, y sobrecogedoramente volví a rogarle un poco
de atención y que me ayudara a concretar el acto sexual, y le dije que
había decidido darle el triple de lo estipulado.
No le dije explícitamente que pagaba por ello, más bien le señalé que
le iba a dar tres veces más de lo convenido si era más condescendiente.
Se lo dije con todo respeto y sin violencia alguna, pero volvió a decirme:
—Concéntrate, amigo, pues te estás demorando, o me voy ahora
mismo, no me interesa tu dinero. ¡Termina ya! —y yo le dije, creo por
última vez—: No seas así conmigo, por favor; solo deseo un poco de
cariño. Lo último que me pasó me dejó vacío y nervioso —así le confesé
en pocas palabras—. ¡Aunque sea, finge! Te lo suplico —le clamé.
—Cállate, ya basta por hoy, estoy cansada y no terminas. Me voy…
—creo que aquí se gatilló el resto. Aunque mi voz se tornaba un tanto
quebrada, noté que fue más vil que generosa.
Era cierto que no estaba totalmente en mis cabales, que el hecho de
que no me proporcionara el afecto, aunque fuera fingido o simulado,
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en esos momentos me había convertido en una herida supurante, y que
la soledad diaria me había hecho presa del desasosiego. Al final todo
concluyó del mismo modo en que se había desvestido: apresurada, vio-
lentamente raudo. De ahí ya no recuerdo nada, solo que me condujeron
a una celda con unas ventanas oxidadas, ajadas por el tiempo, como
si la libertad estuviera a un paso de la esquina, con un par de policías
haciendo su labor más perfecta y simplona: un par de esposas en las
muñecas, y el traslado en un camión donde había otros detenidos. He
de decir que los custodios conocían su labor; aunque aburrida y tonta,
conocían su oficio y los barrotes intrincados de las celdas: el envío de
algún dinero, el arma escondida en una que otra chuchería, los cuchillos
hechos de tenedores y madera bien cincelada, con una punta que causaba
miedo de solo mirarla,… y al costado, el pabellón de violadores y
matones a sueldo. Todo controlado por el policía en jefe y un taita o
mandamás del calabozo.
La puta me cobró por adelantado, como siempre. Cien soles que
desenfundé con más miedo que tentación por el deseo de la carne y la
caricia próxima. Avizoré que ella se detenía a preguntarme a cada rato
si ya había acabado, y apenas dijo esto, exploté muy dentro de mí a la
manera de un hombre dañado, moralmente agraviado en lo más íntimo
de su ser. Ella, antes de que ejecutara el acto, como ya dije, cogió el
diario, la vi leyéndolo de costado, se aseguró de que yo empezara,
y después ni un mínimo de atención. Lo que cobraba no era poco y
merecía una reciprocidad. La atención dio paso a la indiferencia. O
mejor dicho, la desatención dio pie a la furia total, desbocada como un
caballo rasguñado en sus patas traseras. La miré absorbido con el más
callado grito aterrador, confundí su rostro con el espejo decolorado de
la casa de mamá; y su cuerpo se envolvió entre mis manos como si de
un ovillo vetusto de lana se tratara, y entonces sucedió lo inevitable…
La masacré sin medias tintas. Mis manos y mi cuerpo parecían los
de un animal que hubiera estado enjaulado durante años. La muchacha
apenas pudo defenderse; cuando mordía uno de sus senos para extirpár-
selo logré que soltara un grito final, como el de un suplicio. La mordí
tan fuerte que los pechos quedaron tirados en medio del cuarto. Luego
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Un amor no correspondido
Ella se fue como vino. Nunca supe cómo entró a mi vida. Fue una
tercera persona que nada tenía que ver en mi mundo, creo que no cabía
en mis ambiciones ni yo en sus conformismos. Pero igual se fue, tiempo
después, no dejando rastro ni para el llanto prolongado, mucho menos
para la compasión. Solo se marchó y dejó las cosas con sabor a amargura
y soledad duraderas. Entreabrí la puerta de la habitación y lancé un beso
a mi Corazón de Jesús, le pedí perdón por mis actos violentos y puse mis
manos entrelazadas en mi cabeza, bajo una almohada ya usada; tomé
un hisopo de algodón, me limpié los oídos como para relajarme, como
siempre lo hacía, y lloré en un solo grito. Me detuve en el baño, pues no
sabía a dónde dirigirme. Recuerdo que alcé el teléfono, llamé a mamá y
le conté todo. Total, ella era mi amiga y papá ya no me quedaba. Murió
de un infarto, que no quiero comentar, pues se me llena de lágrimas
el rostro y no logro escribir sino su nombre sobre el papel en blanco.
Mamá dijo que me esperaría en casa.
—Sí, papi, vente para acá. No te demores tanto y vente.
La oí preocupada.
—Sí, mamá, allá hablamos.
Luego recorrí los demás cuartos y lloré en cada uno de ellos. La ropa
aún tendida, y las ollas y los platos sin lavar. La noche anterior, antes
de su partida, fue durísima; demasiado llanto y una energía mortal que
se desprendía hasta del paisaje y del viento, que no podían augurar
más que un episodio desgarrador y sombrío, confabulándose con los
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últimos insultos: «Hija de puta, todas me las vas a pagar. Yo que te doy
de comer... Deberías estar agradecida, y solo te limitas a cumplir. ¡Qué
te has creído! ¿Que no me he dado cuenta de que tú y tu puta familia
sois de lo peor? ¡De que ni siquiera me llevaste a tu casa! Te lo pedí y
accediste solo para cumplir, no porque me tuvieras amor. No te fajaste
por mí. Yo sí lo hice. Me la jugué por tus putos problemas. Además, con
cuántos te habrás acostado. ¿Ayer no dijiste que seis? Y yo creí ser el
sexto, el último, y tú me lo aseguraste, mentirosa. ¿Ahora cómo puedo
confiar en ti nuevamente? Mentira tras mentira. Yo sí fui honesto, pero
al rato dijiste: “¡A ti qué te importa cómo fue mi pasado! Fueron seis
antes que tú”. Y fue la mentira confirmada. Otra mentira más, después
de haber grabado el número de su exconviviente y padre de su hija,
en su celular, como Laura. ¿Por qué hiciste eso? ¿Qué ocultabas? Te
estás confabulando con el matón, ¿no es así? ¡Júrame que no es así!
¡Júramelo! Y tú me decías: “Te lo juro”. Pero lo ocultaste hasta el último
momento. Dios, con quién estoy. Y respondiste con voz baja: “Lo hice
porque pensé que cogerías el celular y borrarías su número. Sabes que
tengo que comunicarme con él por la bebé”. “Sí, lo sé —le grité—. Pero
jamás cogí tu celular. Eso, lo que dices, es una excusa más para esconder
no sé qué diablos!». Y aquí también algo se gatilló… (quizá nunca debí
preguntar por su pasado ni ella por el mío; pero yo se lo contaba de la
forma más normal y hasta hilarante, como para dejar sentado que nada
tenía que ver con mis anteriores parejas, y ella se mostraba silenciosa; a
veces se le escapaba algo de lo que vivió antes y esto me encolerizaba,
pues lo que ella contaba lo hacía con una nostalgia que en lo más íntimo
de mi ser me decía que aún seguía queriendo a alguien y que yo era el
sustituto perfecto, el segundón. Y que si la mostraba ante la gente que
me rodeaba, aparte de la del trabajo, fue porque me sentía orgulloso de
tener a una mujer agradable y guapa a mi lado, y porque tuve la firme
convicción de que llegaría hasta el altar con ella). Nunca estuve ciego de
amor ni mucho menos. Solo quería comprensión. Le advertí que padecía
una dolencia mental, que no era como el resto, que la sensibilidad que
salía de mis poros era como vidrio templado, que al menor contacto se
rompía, que no podía dormir sino con pastillas… Pero así y todo ella
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incendio que calcina todo cuanto encuentra en unos segundos con una
llama furibunda y luego se apaga bruscamente, sin mediar el auxilio de
bomberos o de gente especializada, y entonces supe que tal vez jamás
volvería. Dejó casi todas sus cosas en la casa, muchas fotos, incluso
las que nos hicimos en el viaje a Cuzco, pero jamás hubo una mención
de su parte en ninguna fotografía, pues en otras donde se encontraban
su madre y sus hermanos, por lo menos algo recordaba y escribía. En
nuestras fotos nunca hubo nada.
Por ese entonces, mi alma y mi cuerpo estaban completamente
desequilibrados como desde dos meses atrás más o menos. Y ella me
acompañaba en mis terapias al hospital para el dolor de mis músculos;
yo sabía que ella lo hacía por cumplir. Dos semanas atrás, su rostro
había cambiado, y sus besos eran fríos. Yo se lo comentaba, y ella se
molestaba. Como tengo un carácter fuerte le reprochaba sus contesta-
ciones altisonantes y contrarias. Le decía:
—¿Podrías ser un poco más hipócrita al menos? —pero nada.
Un día me dijo que así era su carácter y que estaba intentando cam-
biarlo, pero que no podía. «Tal vez lo heredé de mi padre», era su
estribillo… (qué locura ahora pensar que de su padre o de ella, quien
me enseñó a hacerlo, heredé también la forma de limpiar mi máquina
de afeitar para evitar su desgaste inminente y hacer que así durara más.
Ella me ayudó a perfeccionar la técnica. Había visto al degenerado del
tal Teodoro hacerlo en las mañanas, y sí que lo aprendió). Después dijo:
—Contigo no se puede, Giacomo, jamás sé qué te gusta, o si puedo
decirte algo o no. No sé cómo vas a reaccionar.
Y eso era mentira. Ella sabía cómo podría reaccionar, pero no me
estaba tratando bien, y eso yo lo sentía como un dolor en el pecho.
Estaba intranquilo. Y siempre tuve intuición, desde pequeño, mucha
sensibilidad para detectar lo que era cariño de verdad o fingimiento. Y
aquí tal vez ella trató de ser mejor mujer para conmigo, pero no podía,
pues no me quería lo suficiente o no me quería nada.
El resto se lo aguantaba, pues cada dos semanas había ya un pequeño
dinero para su mamá y su hija y algún que otro regalito, y tampoco tenía
mucho dinero para mejores detalles o una suma estimada para calmar
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los nervios cada mes. Mejor o peor no sé si estuvo cuando fue a vivir
a la casa que alquilamos, pues yo decía:
—A partir de ahora es nuestra casita, con jardín y todo.
Soñaba con durar mucho más tiempo o el para siempre con Pilar. Sabía
que no estábamos enamorados como locos, pero había entendimiento en
muchos aspectos, y esto se terminó porque también terceras personas
se introdujeron bruscamente en la relación. Luego, nuestra existencia
se convirtió en un infierno del que saldría tan lastimado que no pude
moverme en dos semanas. ¿Por qué? ¿Acaso me pegaron? ¡No!, ya he
dicho que los nervios se encontraban haciendo su labor limpiamente,
dejando el rastro silencioso de una cruz llena de sangre marcada en el
ánimo y el cuerpo, que se te encogía como un puño cerrado. No hablo
de infidelidades. Jamás las hubo. Ni por mi parte, como tal vez sospechó
ella de una supuesta aventura mía, ni por la suya. Yo lo sabía, y eso me
bastaba. Hablo específicamente del padre de su hija: un matón a sueldo
con un grave defecto físico: un brazo quemado, el derecho. Y una mirada
furibunda como de zorro ártico, bien cubierta con unas lentes oscuras
de escaso costo. Su lugar de donde nunca lo sacarían, según Pilar: La
Victoria, cerca de Matute, un estadio de un equipo que un día de niño
acaparó mi atención, pero que se diluyó con el tiempo, pues el fútbol
ya no me gustaba. Era yo cercano a deportes de más cara envergadura
e individualismo, pues mi otra pasión siempre fue y será el tenis.
Homero, el exmarido, comenzó con sus insultos a través de mensajes
al celular: «Desgraciado, ¿ya te tocó a ti? ¡Ahora me toca a mí! (Se
refería al sexo). Y para que sepas, ella me entregó lo que compraron en
Cuzco, me regaló varias de las cosas que compraron. ¡Así que ya sabes,
imbécil!». Otro de sus mensajes ofendía directamente a mi profesión,
mi honor, y desestabilizaba mis emociones: «Abogaducho de quinta,
yo ya me la comí como quise. Si estás tú con ella, a mí no me importa.
Gilipollas. Ya nos vamos a ver, tuputamadre, y vas a ver lo que te va
a pasar». Tal vez mi peor error fue timbrarlo aquella vez a su celular,
pero jamás le insulté. Jamás hice nada contra él. Bien sabe Dios de
esto. Solo quería saber si Pilar se comunicaba a ese número donde
hablaban de su hija, pero juro que jamás lo maltraté ni le dije esto es
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¡No puedo! Es más fuerte que yo: Pilar quería saciar su hambre, la ropa
de su hija, curar la enfermedad de las varices de su madre, llevar dinero
para comprar cosas en su casa, porque a veces, aun a sus hermanos,
que ya tenían familia, no les alcanzaba. ¿Y yo qué? ¿Yo qué? ¿Dónde
quedaba el miserable de Giacomo, en el último lugar de su jerarquía?
¿En el lugar de aquel a quien se utiliza solo para conseguir algo de él?
¿O es que el tonto de Giacomo era un tipo al que ella creía manipular,
al que Pilar quería acondicionar a su antojo? ¡Pero qué estaba pensando!
¿Que yo era un pelele, un ser sin personalidad? ¿Un mamarracho de
hombre al que ella podía manejar como le diera la gana? Estaba muy
equivocada. Yo podía ceder a sus antojos, a sus decisiones de último
minuto, a sus intempestivas formas de ser, con la sola condición del
respeto y el cariño recíproco (no quiero decir amor recíproco, pues
pienso que ella jamás me quiso, porque el hecho de que me hayan amado
está muy lejos de mis expectativas), pero que me dejara manipular como
si fuese un muñeco de trapo, un pelele, o tratarla de forma tan afectuosa
que ella se supiera servida, amada, y llegara incluso a no decirme ese
precioso gracias nunca, o a no acercarse a mi sillón cuando sabía lo mal
que lo pasaba por algún conflicto o algún asunto que me trastocaba la
cabeza, malacostumbrándola a que yo le hiciera todo tipo de favores,
como se lo hice varias veces. ¿Servida, sin la debida correspondencia
de su parte, como si fuese yo un empleado de ella? No, cojudo no
soy. Bueno y generoso sí, pero ¿que me dramatice sus vivencias para
socorrerla con lo poco que tenía? Señores, eso es manipulación, un
creciente egoísmo. ¡No!, no estaba paranoico, que es lo que ustedes
creerán cuando lean estas líneas. Pero las actitudes de ella a veces eran
tan desbordablemente extrañas que yo ya no sabía quién era en realidad.
Que yo la ayudara en su proceso, eso estaba bien, pero que arriesgara
mi vida en esa intentona; eso ya era mucho pedir. A veces sentía que
no había la más mínima consideración por su parte. Solo pensaba en
su hija, su madre, sus hermanos, y por último cabía yo como de sobra.
No diré que fue mala. Nunca lo diré. Más bien fue buena o intentó
serlo. Repetiré esto hasta encontrar la paz que tanto pido y añoro. Pero
hasta eso dudo cuando escribo estas líneas… Pues no pudo con su
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genética, con su pasado tortuoso, con sus intereses de medio pelo y su
libertad antojadiza, y es que no permití que terceras personas se metieran
en nuestra relación, como una hermana suya, de nombre Juliana, de
quien ya dije era bastante altanera y cizañosa (la gente que ha vivido
en la pobreza más absoluta cree que cuando se casa con un hombre
de recursos que le concede todos sus caprichos ha logrado el éxito tan
intensamente buscado). Entonces se le suben los humos, se le hincha
el pecho y no ve más que su entorno de gente de la misma clase de
pensamientos y opiniones, hipócrita, y se sobran, ya no te miran. Lo
cierto es que no han conseguido nada por sus propios medios y que es
otro quien provee; pero ahí están, alzando la vista y barriéndote con
la mirada, cuando en realidad solo son almas en estado vegetativo, a
las que les falta profundizar en cuanto a la razón de existir; almas que
no viven, que solo acarician el día siguiente como si el mundo fuera a
agotarse del todo, y lo quieren todo, y su conducta va directa a un vacío,
a una postrera servidumbre, por supuesto, sin que ellos lo sepan, en la
más absoluta inconsciencia). Frustrada por no concebir, la tal Juliana
aconsejaba cosas tan egoístamente, que incluso un día le dijo a Pilar:
—Entrega a tu hija a su papá para que estudies. Sabes que es lo mejor.
Y el cuñado terminó por convencerla, pues era amigo de la infancia
de Homero, y se la habían presentado para ver si formaban pareja (algo
más formal, por cierto).
¡Qué estupenda presentación! Le estaban diciendo que se acostara
con el verdugo, y ella ya había tenido varios verdugos antes, desde su
infancia, y esto no lo toleraría, aunque pronto habría de acostumbrarse
a aquella vida de conformismos y retorcijones en el estómago.
Le enseñé a trabajar, aunque tuve que recurrir a los gritos, pues Pilar
jamás mostró interés por la labor jurídica. Y cuando cobraba su semana,
mejor dicho, cuando yo se la daba en un sobre, solo decía: «¡Ah!». Ya.
Y eso era todo. Ni un solo gracias. ¡Y pensar que venía de una familia
paupérrima, con una brutalidad de problemas, que incluían el alcoholis-
mo de su padre, su degeneración y abuso para con sus hijos, una madre
sin carácter que parecía permitirlo todo y que callaba la boca porque
no tenía adónde irse! En fin, fueron casi todos los años de su vida. Y
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quedas solo como una rata de alcantarilla, pues las mujeres huyen de
ti, como siempre seguirán huyendo; pobre bracito quemado, ahí estás,
traumado y perturbado porque nadie te quiere, nadie da un centavo
por ti. Así morirás, bracito quemado. Adiós, porquería». Me excedí
cuando escribí esto. Estaba enfermo de odio, de rencor, los nervios me
habían consumido; pronto dieron paso a los síntomas: ojeras de mal
gusto, la gordura, la mirada sin un punto fijo, sin deseo, y el flaquear
de mis rodillas y el rostro desencajado se fundía en un ostentoso gesto
de desesperación… Clamaba ayuda, pero Pilar no me la daba. Más bien
ella suplicaba mi apoyo, y lo hacía con mucha sutileza. Me la jugué
por sus problemas como nadie, y ella no tuvo consideración, ni un
agradecimiento de verdad para mí. Eso dio pie a la cólera furibunda, que
estrené con sopapos en la cabeza y un escupitajo en su rostro cuando un
día me contestó mal y defendió a su exmarido, diciendo que yo había
comenzado la pelea al comunicarme con él por teléfono. Fue delante de
mi madre. No pude contenerme y pasó lo que ya dije. Creo que desde
ese día me odió en silencio, pues desde aquel momento prácticamente
enloquecí. Su energía era demasiado hostil, y el cuerpo comenzó a
dolerme de tan solo tocarla, aun cuando hacíamos el amor.
Estaba también su niñez desventurada y trágica. Su aura se confabu-
laba con el rostro de la muerte. ¿Por qué me dolían tanto los músculos?
Cuando llegaba a casa de mi madre, el dolor desaparecía o menguaba.
¿Cuestión psicológica? Tal vez. Pero su indiferencia y su poca o inexis-
tente consideración, más sus silencios sin cariño, me daban la oportuna
corazonada de un dolor disfrazado de una atención poco frecuente en
mi vida: la forma en que me sostenía el brazo cuando caminaba a su
lado, cuando me cogía de la mano y de las caderas cuando iba a mi
tratamiento al hospital para curar mis dolores en el área de rehabili-
tación física, sus comidas riquísimas, pero con bastante condimento,
que siempre elogiaba por lo sabrosos que eran sus platillos, su devoción
por tener la casa limpia… ¿Es que acaso todo esto fue fingido? ¿Una
manera sutil de acercarme a su regazo para que pueda dominarme a su
antojo? ¿El interés por vivir a mi costa? Ya he dicho que era conformista.
Su mediocridad la había adquirido no necesariamente del exmarido,
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Germán Rodríguez
sino en su infancia, pues muchas veces la pobreza extrema trae como
mendigos hambrientos a la tibieza, la sonrisa sarcástica y desdeñosa,
pero bien acompañada de la mueca genial de amabilidad y sentimiento
aparente (para agenciarse algo que sostenga su existencia), la altanería
amenazante (que defiende lo que interesa a sus más cómplices deseos),
el dolor de no saber qué hacer, bien adentrado en el fondo mismo del
alma, el bullicio melancólico, la pereza que se estrena como una virtud
al principio, pues se cree que estas personas lo necesitan todo, o que
todo se les debe dar sin un gracias pequeñito a cambio, que es lo que
se pretende por lo menos. Pues como cualquier ser humano que es
gentil y bondadoso, merece la reciprocidad del prójimo. Aquí no se
descarta la decisión de querer ser alguien, pues no he dicho que Pilar y
su familia no luchaban por salir adelante; lo hacían, pero a costa de los
demás, aunque el precio fuese un poco caro de pagar. Pero el cojudo
que lo permite tiene tanta culpa como el que ejecuta un acto contrario a
la naturaleza de lo noble y bondadoso. Algunos quieren dar a entender
que son más, que lo tienen todo, y en este sentido el color de la piel algo
les había ayudado, pues los hermanos de Pilar eran blanquitos y de ello
sacaban partido, hablaban mucho de sus orígenes, como elogiándose
envilecidamente. Y pensar que Pilar me dijo que por este defecto (el
conformismo, -pues el tal Homero jamás iba a salir de su barrio de La
Victoria), había dejado a su exmarido, y porque el tipejo la abofeteó
delante de su hija. ¿Acaso era todo esto mentira? ¿Era una mitómana
redomada y consecuente? ¿O algo malo se cocinaba en sus entrañas,
en su pensamiento, en su corazón?
No lo sé. No lo quiero saber. No me consta. Me cuesta creer que
pudo cambiar. Quiero creer que todo fue para bien, que fue una buena
mujer, y quedarme con ese recuerdo fijo en la memoria, pero la duda
siempre crece, más aún cuando nunca más se presentó frente a mí.
¿Tanto me temía? Y si era así, entonces podíamos vernos aun dentro de
una comisaría, y sanseacabó. ¿Por qué tanto temor? ¿O es que no me
quiso dar cara, pues sentía que había hecho mal en abandonarme cuando
yo más la necesitaba? ¿O es que acaso era el rostro de una mujer que
ahora sí mostraba la verdadera fealdad de su más íntimo ser y no quería
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entusiasmó una vez delante de mí, diciéndome que ella gritaba a los
cuatro vientos, en su casa, en los alrededores de esta, a sus amigas, a
medio mundo, que se iba a casar con él, y al final el hombre terminó
uniéndose a otra, y a ella como que el corazón se le tornó una piedra
dura, muy dura de roer. Sus palabras eran una tortuosa confusión en-
tre meridiana claridad y obcecada ambigüedad; es decir, una manera
incierta de contar que motivaba la cólera, que trastocaba el alma y que
suponía su no querencia hacia mí, su poco aliento, su miseria de afecto,
como las migajas de un cariño que se dan porque no te queda otra, pues
te están dando algo y tienes que corresponder, y por supuesto, un fijo
interés por recuperar a su pequeña y obtener un rédito tal vez de sus
entregas ficticias a determinado hombre (en ese entonces yo), que se
le aparecía bueno, amable y sensible. Pero me di cuenta de que a este
profesor de contabilidad, que así lo suponía como he dicho, lo quería,
lo intuía en mi espíritu, y el pasado comenzó a echar raíces poco sólidas
en mi corazón, raíces detestables, que se empezaron a esconder en
una oscuridad perpetua, pues bien sabía yo que ella estaba conmigo
solo para desprenderse de la naturaleza insana de su vivienda en el la
carretera central, y así poner distancia entre tanta saladera, como ella
misma decía sobre su casa y su persona, y claro, de los que vivían ahí.
Pero ya fuera poco cierto o decididamente auténtico lo que me habló,
aun así pensaba en su madre y sus hermanos.
La saladera era la de su padre, un abusador de menores, alcohólico
y vicioso. Y pido perdón por juzgarlo, pues no debo, soy apenas un ser
humano y debo dejar a Dios ese don divino, pero la cólera me arranca
de raíz la furia contenida; entonces qué le quedaba sino hacerse de una
nueva familia, aunque no se sintiera a gusto con lo que podía ofrecerle,
y esto, a pesar de que me aceptó con todo lo que yo venía cargando
desde hacía buen tiempo. Y aquello terminó delatándola como un ser que
fingía, y que si trataba de portarse bien, encontraba en esta conducta un
escape, una redención de sus otras culpas, pero jamás la supe convencida
ni me dio mi lugar. Jamás me dio mi lugar, y eso me dolía. Me dolía en
el corazón. Me ponía de mal humor, y la andanada de gritos y palabras
obscenas se llenaron como un tinte gris en sus ojos, pues ya me odiaba
55
Germán Rodríguez
en secreto. Eso lo intuía, como ya dije, pues tengo innato ese instinto.
Su odio no era consciente, pero estaba ahí, sumergido en el más absoluto
desdén de sus actos, y nadie la podía cambiar. Un día me dijo:
—Giacomo, los dos sabemos que no estamos enamorados y solo
vamos a comprendernos. El querer viene después.
Y ello me volvió a dañar. Y en ese preciso instante quedé dañado de
por vida. ¿No me quería ni un poquito?
No puedo precisar sus sentimientos. Fueron tan imprecisos que solo
pude capitularlos cada hora del día, cada noche que dormíamos juntos,
hasta que ya no soporté ni tocarla casi al final. Y peor aún, saber que
a este profesor de contabilidad le hizo entrar a su casa, y según ella
misma, con lágrimas en los ojos, manifestó que él le había prometido
matrimonio, y ella bailaba todos los días y era feliz. Cómo era posible,
entonces, que no supiera que lo amaba, que estar con él la había sumido
en una burbuja de la que no quería salir, pues ahí cantaba su alma y su
cuerpo bailaba, y el amor es eso: una ilusión que se espera con ansias,
que se descubre incólume como un cimiento firme, pero que no se sabe
si en algún momento se va a caer.
Y aquí se cayó el sueño, pues este sujeto no soportaba la relación de
padres que ella tenía con el matón, así me lo contó y así le creí también,
y entonces desapareció de la vida de Pilar dejándola llorosa y depresiva,
y supe entonces que el haber querido a este hombre que la había dejado
para casarse con otra, la enturbió, la volvió más fría que nunca y no le
quedaron más ganas que enredarse con uno y otro hombrecillo, todos de
medio pelo para abajo, como asirse a alguien para no caer o no hundirse
en el fango de las ilusiones enterradas. Después me enteré de que había
otro hombre más en la lista, que posteriormente supe que se llamaba
Renzo, taxista de estación, y que era algo así como un desahogo, el cual
no podía evitar, pues su temperamento de mujer la dominaba con alti-
bajos e indecisiones del tipo de no saber a quién querer (la inestabilidad
hecha persona, que la dominaba en casi todos sus actos), y esta última
confesión (la del taxista, pues), o penúltima, ya no sé si pude creerle,
destruyó gran parte de mis esperanzas a su lado. No buscaba yo mujer
virgen ni bien cuidada por papá o mamá, ni me interesaba su pasado
56
Un crimen demasiado humano
tras un charco de sangre, y la muy vil, esposada, con los policías detrás,
levanta los pies y lo pasa de costado con una indiferencia que calaría
aun en los huesos del alma del peor animal carnicero.
La vieja no me causa nada, la vieja de mi mujer, claro está. Su porte
es pesimista desde los cabellos (desprolijos y sin brillo) hasta la suela
de sus zapatos, que aunque humildes, podría arreglarlos, pero tal parece
que para ella que vivas el momento, que te distraigas, pero no puedes,
porque el mismo Friedrich Nietzsche aletargó su mente y su cerebro se
congestionó, precisamente por ser la mente más luminosa de la filosofía
y del conocimiento entero, y terminó muriendo en un sanatorio mental,
loco, enajenado como dirían muchos, perdida la razón y los motivos para
develar otro tipo de existencia. Y se marchó temprano de esta tierra para
traspasar los aposentos de su pasado, de sus escritos inmensos, y veo
ahora su rostro en una foto antigua, mejor dicho lo observo, y comprendo
cuál será su final, pero nadie se lo había dicho, o jamás nadie se percató.
Sus ojos, cerca de los cuarenta y cinco años, avizoraban el trasfondo de
una locura inmanejable, terriblemente desenfrenada y tristísima, donde
el Dios hacedor le tuvo compasión y lo recogió para que no siguiera
sufriendo en vida. Y me pregunto: ¿por qué Dios sigue permitiendo que
tanta gente padezca tantas cosas feas? Y la foto me dice que si tuviera
el poder de que todos estos seres enmascarados de una sonrisa peculiar
y exagerada, de la familia de mi mujer, claro está, pudieran morirse ya
mismo, entonces les extendería la mano que guía al cadalso y las aguas
se mantendrían quietas por largo tiempo. ¡Asesino! Dirán muchos. Pero
salvar a alguien o a muchos de seguir viviendo en la miserabilidad de
la tragedia, no es otra cosa que compasión, porque sabes bien que tarde
o temprano esa foto dirá muchas verdades ocultas que generarán un
descalabro; que los que vienen, los hijos de los hijos de los hijos, serán
más carroñeros, más viles, y que la cabeza gacha por mucho tiempo,
reemplazada por el agua turbia de una sonrisa en extremo creativa, no
es remedio para soportar el mal, sino una confesión del alma que le dice
al mundo: ¡destrúyeme, porque yo no puedo! Y esa era la conclusión
de aquella foto. No lo intuía, lo sabía perfectamente, como sabía que
el sol sale todos los días a darnos la bendición de un nuevo amanecer.
71
Germán Rodríguez
Hoy he podido contemplar una tarde sobria, dulce y placentera, que
se extendió hasta principiar la noche. Después de un tiempo he salido
un día de domingo, como la canción de Gal Costa, a distraerme, pero
más que una distracción, he llegado hasta el punto más sensible de
una conversación con una mujer que no veía desde hacía años. Mujer
hermosa y arrebatada, por cierto, de ojos siempre abiertos, pequeños
pero expresivos, de una naturaleza simple y sincrónica a la vez; un tanto
desmadejada, de seguro por los vaivenes, las angustias que trae el propio
devenir del tiempo, imaginada en silencio como un ser cualquiera,
pero vista en la realidad como una persona de corazón generoso. Lo
sé, aunque en mi alma ya paranoica estoy intuyendo que me equivoco
de nuevo, y supuse dureza bajo el regazo de su alma, pero una dureza
de la buena, al menos eso quiero creer, y no la sarcástica burla de un
espíritu corroído por sombras tenebrosas que desprolija a un ser humano.
Entonces advertí que ella podía ser señal de algo mejor y mayor que un
abrazo o una caricia, y que sus palabras podían resultar el mejor antídoto
contra la sinrazón y la contrariedad.
¿Me he equivocado con esta nueva mujer? Sí, no sanando mis heridas
aún; la he ofendido, pero le he pedido perdón. Sin embargo, su resenti-
miento ha dado lugar a que no me hable más. Quizá algún día lo haga.
Solo la traté unas tres semanas para desarticular mis miedos y buscar un
horizonte diferente. Se llamaba Hilda. ¿La he buscado antes? ¡Sí!, como
le dije a ella, pero ella también me buscó (a través de un medio poco
usado por mí, las redes sociales), y sentado en la banca de un parque,
los dos con un frío revuelto que hizo que pronto tuviéramos que ir a
guarecernos donde cabía el gentío y un poco de comida y servicio, para
luego entrar en la no búsqueda, como le comenté un tanto filosófica-
mente, tras mis lecturas de guías espirituales y gurús de la meditación.
Pero ay de nosotros, los humanos, los que siempre estamos preguntando
algo, buscando un tesoro que ciframos será nuestra salvación. Y se lo he
dicho a Hilda, y se lo volvería a repetir, pues al buscar y no encontrar,
o al dejar de buscar y encontrar lo que buscábamos, aunque ya estemos
sin el aliento necesario para recibir lo que tanto hemos añorado, lo
que constituye la piedra angular del deseo de nuestro propio universo,
72
Un crimen demasiado humano
1 Preocupado
85
Germán Rodríguez
la bebé, pues con las justas había conseguido para el parto y la cunita.
Recuerdo haber llegado a casa y haber buscado entre las ropas de las que
alguna vez vendimos con mamá en un pequeño negocio que hicimos, en
el rubro de ajuares para bebés, alguna que otra toallita de baño, baberos
pequeños y de mandil y algún bebe-crece2 o para el uso diario, y noté
que nos quedaban muy pocos. Mientras tanto, le dije a mi madre que
me consiguiera algo más para dárselo a Pilar, para que pudiera dárselo
a su hermano durante el fin de semana, mientras estaba en su casa,
pues no tenían ya dinero para que la bebé pudiera venir a este mundo,
al menos con un manto cubierto de dignidad y decencia, y alguna que
otra prenda bonita para las fotos. Al final, parece que pudieron juntar
un poco de dinero entre sus demás hermanos para contribuir con David
y su mujer, y así poner linda a la bebé para el álbum de la familia. El
hermano era soldador en una empresa que recién lo había contratado,
sé que trabajaba hasta los domingos con tal de que le pagaran las horas
extras y llevar un poco más grueso el sobre, y eso que vivían en casa de
los padres. ¿Alquilar algo? Ni pensarlo. Creo sinceramente que no les
hubiera alcanzado, y el amor muchas veces se extingue cuando el dinero
patea la puerta con zozobra y no te pide permiso para ello. Entonces
es cuando el hambre azota como una batalla cruel donde el hormigueo
empieza a sentirse en el estómago y las puntas filudas en las venas, pues
no hay sangre que recorra mientras no hay alimento que nutra.
Este mismo hermano fue el que Pilar me recomendó para que pintara
mi oficina. Sus oficios eran variados: pintor de brocha gorda, soldador,
gasfitero, construcción civil y otros ramos parecidos. Pero cuando aún no
trabajaba en la empresa como soldador, con un salario y sus beneficios,
aunque no muy generosos, pero seguros a fin de mes, Pilar me lo ofreció
varias veces para el trabajito de la oficina. No sé por qué rara o gentil
intuición no acepté que pintara en mi centro de trabajo. ¿Temía algo?
¿No me sentía seguro aún de Pilar? ¿O es que la contestación brusca
y hostil que me dio David en su casa, cuando yo solo pretendía ser
amable, terminó por enfriar el entusiasmo de caerle bien a la familia,
empezando por él? Supe que era esto último, o que todo se confabulaba
para poder decirle a Pilar, con una mentirilla, que no tenía dinero en
aquel momento, que ese era un trabajo que había que pagar al contado y
que debíamos esperar un poco. Ella no se lo tragaba, pues tenía malicia,
el cuerpo y concebir.
Esto lo redescubro a través de mis lecturas, y creo que quizás pude
haber hablado con ella de esto, pero así como se comportó conmigo,
no me quedó otra que apartarme, y apartar a Pilar de la que consideraba
su santa patrona, pues todo se lo contaba. Convencía a mi mujer con
regalitos de segunda mano. Un par de sacos ya usados, o blusitas de
media estación, pero la ayudadita ameritaba la contribución de Pilar,
y su tiempo. No era gratis la dádiva, nunca lo fue. Ya he dicho que
conocía bien a la gente. Mi profesión de abogado me permite analizar a
diario a muchas personas, su psicología, su forma de trato, sus maneras
hipócritas o auténticas de comportarse, o su inusual personalidad volátil.
En fin, las buenas o malas intenciones han asomado por mi oficina como
lluvia fresca o aves carroñeras en diversos tiempos, y conozco a la
persona apenas oigo su voz: si es conchudo el manejo de su alocución,
la criollada perfecta que creen ejecutar, la pendejada asolapada… Por
ello, el primer telefonazo de Juliana al celular de su hermana, que había
olvidado en mi oficina, la retrató en su mayor dimensión: agresiva,
intolerante, insufrible, una puta redomada en toda su vibración. Luego,
cuando Pilar y yo nos fuimos a vivir juntos, le prohibí por un tiempo
que viera a la sierpe venenosa, a la tal juliana. Su esposo era un mártir
más de la mediocridad. Nada más parecido a las personas que nunca
aparecen sino como meros espectadores, con objetivos tibios, pero sin
un apasionamiento que los ponga en un pedestal para admirar. Nada
más para hablar de este pobre hombrecillo.
Le dije a Pilar un día, que mientras vivíamos en nuestra casa (la que
alquilamos), no trajera regalitos de segunda o tercera mano, que yo
sabía que eran de Juliana. Y es que un día me molesté con ella, porque
estuve tan entusiasmado de ir a casa de la mamá de Pilar (cuando aún
no vivíamos juntos), a verla a ella y sacarla a pasear junto con su hija,
cuando de pronto me lanzó la respuesta:
—¡No vengas! ¡No!
—¿Por qué? —le inquirí—. ¿No quieres que nos veamos un ratito,
amor?
—No, no es eso; lo que sucede es que me voy a la casa de Juliana,
95
Germán Rodríguez
pues hoy es el último día que la voy a poder ver antes de que mi hermana
se someta a un último tratamiento para que quede embarazada.
—¡Ah! Ya. Pero debiste haberme avisado, Pilar. No me dices nada.
Me haces resentir, perder todo el entusiasmo de querer ir a verte y pasear
un rato contigo y tu hija. Parece que no confías en mí.
—Ay, Giacomo, todo te lo tomas a pecho.
—¿Cómo que a pecho? Eres mi mujer, caray. Solo te digo lo que
siento. ¡Qué! ¿Acaso eso te molesta?
—Por favor, ya basta —me decía, y se molestaba, cuando el molesto
debía ser yo. Entonces le espeté—: Dame la dirección de tu hermana
para poder ir y encontrarnos ahí.
—¡No! Giacomo, es que solo voy a ir a limpiar.
—¡Ah! ¿Cómo que a limpiar? ¿Es que tu hermana te hace trabajar para
darte algo a cambio? ¡Qué mierda! —dije—. Ya sé. ¡A tu hermanita no
le caigo ni un carajo! ¿Por qué mientes? ¿Por qué no eres más sincera?
Sé que tu hermana no me soporta como yo tampoco a ella. Dejémonos
de hipocresías. ¿Para qué mentir? La honestidad ante todo, Pilar.
—Ya, Giacomo, basta. Yo voy a ir solo a ayudarla, y me quedo
a dormir con mi hija, pues creo que Silvia va con su enamorado, y
Juliana quiere que cantemos un poco en el karaoke de su casa como
para relajarnos.
—Qué bien —le dije, bastante amargado y angustiado—. ¡Diviértanse!
O sea que ella sí va, ¿y con el enamorado encima? ¿Y yo qué soy? ¿Un
trasto? ¿Por qué no me das mi lugar?
—Ya no me fastidies, Giacomo. Total, por último, ya no voy pues
—me dijo—. Ya estarás contento.
Y colgó el celular. Luego de ello hizo caso omiso a mis siguientes
llamadas y apagó el celular. Me irrité tanto que quise ir a buscarla a su
casa, después supe instantáneamente que ello me causaría problemas.
Los hermanos no eran buena fuente de aceptación y mucho menos de
acercamiento. Reprimí los ánimos y esperé a que amaneciera.
Casi no dormí, y apenas al despertarme la timbré de nuevo. Esta vez
contestó y con voz pausada me dijo:
—¿Ya estás más tranquilo?
96
Un crimen demasiado humano
Y le dije:
—Qué conchuda eres. Yo angustiado, sin poder dormir, y tú ¿qué?
—Mi hija se puso mal, Giacomo, le dio infección a las vías urinarias.
Lo nuestro ahora no me importa. Primero es mi hija. ¡Sí! Está bien.
—Tienes razón —le dije, aunque con la cólera aguantada.
—Tuve que recurrir a un médico particular anoche, y tú preocupán-
dote si iba o no a mi hermana.
Le dije:
—Claro, si no hubiese sucedido aquello de tu hija, seguro que ibas…
Pero pronto advertí que lo importante era saber cómo estaba la niña,
y me refirió que aún faltaba que le pusieran las inyecciones.
—Creo que me la voy a quedar, la voy esconder bajo tierra aunque
sea, como tú y otros abogados me dijeron. Ya no aguanto estar sin mi
hija por culpa de ese idiota que me la quitó con mentiras e inventos.
—Pero yo no te dije eso, Pilar, recapacita. Vas a perder cualquier
juicio y vas a complicar tu situación legal. Él tiene la custodia, ese
matón no te va a dejar tranquila, no nos va a dejar vivir en paz. Lo
sé. —Ya no supe que más decirle, y ella se aferró a la idea de primero
curarla totalmente, pues le recomendaron siete inyecciones, y tal vez
luego se la entregaría, aunque no sé si fingía en esto. La duda te corroe
cuando la persona es inestable, y ella lo era, y no había más qué hacer
sino esperar el próximo paso.
La angustia se apoderó de mí. A ella parecía importarle poco, pues
fresca como una lechuga se tomaba las cosas con más calma que sere-
nidad espontánea. Luego vendría un sinsabor escabroso.
97
Amenazas y desengaños
y hermanas vivían allí, no todos por cierto, pero los otros vivían en
lugares aledaños, y tuve miedo de que me pegaran o me aporrearan
como si de linchar a cualquier delincuente se tratase.
¿Me porté mal para merecer todo eso? ¡Sí! No lo niego, pero Pilar
también se portó mal. Le enseñé a trabajar, le pagaba por ello, la ayudaba
con su familia y su hija, y nunca hubo un agradecimiento de buena
voluntad. Parecía todo maquinado, sin vida, y cuando aprendió a decir
gracias, lo hizo porque le dije que eso era un buen síntoma para que
todo nos fuera mejor, y porque un gracias es siempre el condimento para
que las cosas te vayan bien, tengas trabajo y engranes con la gente que
nos trae un pan a esta oficina y nos da de comer, y siempre hay que ser
agradecido y bendecir a quien trae trabajo, así se lo dije, y no entendía.
¡Ah! Ya. Esta era su única respuesta. Y un día dijo:
—Está bien, Señor Perfecto.
Y yo le dije:
—No te expreses así, no te burles.
Su rabia incontenible quería desembocar y no podía. Hasta eso te-
mía. Menos mal para mí. Porque si no se hubiese transformado en una
psicópata. Sus ¡Ah! ¡Ya!, me hacían enfurecer. ¿Por qué no la boté?
¿Tanto problema me suponía? Es que no quería perderla, quería una
mujer a mi lado, hijos con esa mujer, una familia con la que pudiera
compartir las aventuras y desventuras de todo núcleo familiar recién
formado, y ella me decía que también quería lo mismo. Pero pateó el
tablero, abandonó; sí, abandonó como se abandonan las cosas que no
sirven, como cuando dejas a un perrito que ya está viejo y postrero hacia
la muerte en una mitad de carretera, mientras que el perro espera que
regreses, porque piensa que lo has dejado ahí para que pasee, cuando
en realidad se sabe que nunca más vas a volver por ese lugar, que te
apesta su enfermedad de viejo, los orines producto de sus achaques, y
que ya no te mueva la cola, porque hasta para ello perdió la energía, y
lo dejas a solas. Y yo sentí toda esa barbarie, y me llené por ratos de
esa barbarie, tanto que quise ir y meterle un par de tiros por el culo a
la tal Pilar, y mandar matar a ese matón de La Victoria, su exmarido,
y estamparle en la cara un puñal o una sierra eléctrica por la cabeza,
115
Germán Rodríguez
mientras le cortaba los dedos en pedacitos; pero todo lo que pensaba
terminaba ahí, en pensamiento. Jamás me atreví a hacer algo contra
ellos, contra nadie de su familia, y entonces redescubrí que existe un
Dios que se encargará de juzgarnos a los dos, aunque mi escepticismo
me dice que la vida continuará, y ese Dios no nos traerá el secreto de
un juicio real y justo, sino solo para seguir viviendo, de la oración pues,
como para no caer rendido de manos y pies, tendido en el suelo como
una marioneta sin alguien que mueva los hilos, o peor aún, como una
serpiente que destila un veneno que nadie beberá, a no ser que sea como
un antídoto, pues lo extraen del mismo veneno.
Dos meses con veintitrés días duró la convivencia. Se compraron
todas las pocas cosas que ya dije, pero con mucho esfuerzo. Ella también
ponía lo suyo. No el dinero, pero sí la mano de obra para tener limpia
la casa, el planchado y la comida. No puedo ser mezquino en esto. Las
primeras dos semanas vivimos con el corazón en la mano los dos, pues
de un teléfono del sitio donde vivíamos llamó al padre de su hija para
poder visitarla como siempre los fines de semana. El tipo, después de
que ella hubiera sustraído a su propia hija, no la dejó verla en un par de
semanas, pero luego ella no pudo más y se fue a su colegio, y recuerdo
que llevaba frutita y alguna que otra golosina y unos libritos de lectura
para su hijita. Eso era loable. No la tenía en su poder, pero como madre
estaba esforzándose en mejorar, y ello valía la pena. Me pareció a fin
de cuentas que era una buena madre: no como la describía el matón;
aunque siempre por ahí en nuestras discusiones de pareja, le reprochaba
el hecho de haber dejado a su hija al cuidado del tal Homero, su padre,
quien dicho sea de paso, antes de que Pilar se largara de nuestra pequeña
casa, me hizo comprar un colchón de muelles para su hija. Dinero que
por cierto salió de mi bolsillo, no porque ella me lo pidiera. Las mujeres
muchas veces no piden, pero insinúan de tal forma, que el solo deseo
se convierte en una orden; sin embargo supe reconocer muy dentro
de mí que lo hice con toda la voluntad, y hasta se lo llevaron a casa
del padre, que apenas tenía a la hija con un colchoncito de espuma
carcomido por el tiempo, en una cama de hierro, y así se decía buen
padre… Bueno, quizás lo era pero el dinero no le alcanzaba, y entonces
116
Un crimen demasiado humano
más enferma que yo, pero enferma de una locura degenerativa que lo
único que podía conseguir como resultado era la vaciedad del alma, una
insondable sinrazón, un resquebrajamiento de la moral (que ya existía
y que se iba expandiendo), un pánico que no reflejaba al rostro mismo
de la conciencia, pero que se daba abasto para traspasar la incólume
religiosidad de lo normal y no escatimar en el vacío, el abismo sin
tiempo ni final, el holocausto mismísimo de la miseria espiritual.
El matón despertó un poco de simpatía para mis adentros; y no es que
quiera pecar de una nobleza aleccionada o como queriendo regocijarme
en mis virtudes, que eran pocas, por cierto; sino que un día llegó a mi
oficina trayendo el desistimiento de la denuncia que me había interpuesto
ante el colegio de abogados, y en ese transitar, lo invité a sentarse y pedí
dos jugos y dos panes con lomo y papas fritas. Apenas había desapare-
cido el mozo del restaurant del costado de mi oficina después de llevar
el pedido, ni una bocanada le había dado yo a tan apetitoso sándwich de
lo que era mío mientras que del lado de Homero el plato yacía ya vacío,
y el jugo casi por terminar. Sentí que había hecho bien en invitarle. Me
contó algunas cosas de la familia de Pilar, y si al principio no me gustó
lo que decía el exconviviente de mi mujer, luego quise averiguar más,
pero recibió una llamada, creo que de la media hermana, y se retiró no
sin antes decirme que todo estaba bien, y yo le dije:
—Sí, mi hermano, todo lo que nos ha costado resolver estas diferencias.
Luego agregó:
—Chau, mi hermano. Ahí queda. Y cualquier cosa me llamas. Tú
ya sabes.
Se refería a que quizás tuviera alguno que otro trabajito o ajustón
contra alguien, él mismo me lo propuso. Le seguí la conversación como
para no pecar de falta de calle, demostrándole sinceridad en todo ese
tiempo, y le dije:
—Te llamo, no te preocupes.
Sin embargo, quien llamó primero fue Homero, para insistir sobre
el hecho cierto de que Pilar tenía que legalizar su firma ante el poder
judicial, y que con ello la custodia quedaba totalmente a su favor, y
el régimen de visitas con externamiento le daba a ella el segundo
121
Germán Rodríguez
plato: el de ver a su hija y llevársela los fines de semana. Pues tuvo
que conformarse, no porque la ley sea la ley, sino porque Homero
presionaba. Y en aquellos momentos nos encontrábamos con duro y
arduo trabajo en la oficina, con divorcios, embargos, desalojos y otras
peripecias más del mundo del derecho, y ella, como mi mano derecha,
llevaba los documentos, los presentaba, se anticipaba a cualquier noti-
ficación tendenciosa y de mala fe contra el estudio, pero siempre algo
malo ocurría en el día: ella olvidaba las llaves, se olvidaba de llamar a
un cliente importante, no llegaba a tiempo a alguna diligencia; en fin,
se demoraba tanto para cumplir un encargo, o hacía el trabajo a medias
como ejecutándolo solo paro cumplir y ganarse lo que ella llamaba su
semanita, esto antes de que nos fuéramos a vivir juntos.
Homero no pudo más con su genio y yo tampoco. La presión de él
dio lugar a mi aprehensión, y le dije que si me seguía jodiendo, no le
íbamos a otorgar ninguna legalización de firma. Esto significaba no tener
la custodia de la niña, y entonces el hombre explotó. Ya conté que las
seis lunas de mi oficina las destruyó a puñetazos. Primero fueron tres. Y
como esto me encolerizó enormemente, la tomé con ese punto débil que
ya mencioné: su brazo quemado. Y me rompió las otras tres lunas. Pilar
dentro de la oficina sufría en apariencia lo que me estaban causando: un
terror inexplicable, y yo haciendo trámites de rutina. Pero cuando ella
me llamó para contarme lo sucedido, el tipo ya se había marchado, y
quien soportaba los gastos y la carga era yo, y Pilar ni disculpas pedía.
Yo le tenía que increpar indirectamente:
—Esto es tu culpa.
Y me desfogaba contra ella tirando un puntapié en la silla, que alguna
vez logró alcanzar parte de su pierna, pero no muy fuerte, lo justo para
asustarla.
El matón me insultó, me amenazó diciéndome que ya sabía dónde
vivíamos Pilar y yo, que esto y lo otro; luego terminé trastornándome
de tanto asedio y la tomé con Pilar. Ya dije que mis nervios estaban
más que flojos. Se desvanecían como mis rodillas, que se doblaban al
levantarme de la cama. El agotamiento mental había dado marcha al
paroxismo y a la depresión más aguda. No iba a trabajar y el dinero
122
Un crimen demasiado humano
La gente que lograba verme con ella me decía que parecía tranquilo,
que me veían más alegre, que era como si me hubiese quitado un peso
enorme. ¿Tenían razón? Sí, la tenían. Pero desconocían cómo eran las
peleas en casa, los gritos desgarradores, que exagerados por parte de ella
tendían a poner en alerta a cualquier vecino que, asolapado, acostumbraba
a conversar de esto con otros, y entonces la vergüenza me circundaba
el rostro. Muchas veces tuve que bajar la cabeza, cuando solo se había
producido un empujón a la cama, pues Pilar lo sobredimensionaba, y
creo no equivocarme, pues en aquellos momentos recordaba la triste
violencia de su papá, el tal Teodoro, para con sus hijos y su esposa. El
resto, puros improperios, pero ya he dicho que Pilar exageraba, que me
trabajaba al pánico, que mi trastorno se hacía cada vez más patético con
ella y la agresión se tornaba insana, pero ese no era yo, era la forma
más perversa de un ego que se había descalabrado con la nerviosidad.
Olvidé decirles que la hermana de Pilar, la tal Juliana, empezó a atraerla
con llamadas, esto exactamente un mes antes de que ella abandonara
la casa. Días antes, y sabiendo de la repulsión que esta mujer sentía
por mí, le obligué a Pilar a botar de entre nuestras ropas los tres sacos
usados que le había regalado la hermana.
—Trae mala suerte y voy a comprarte cosas nuevas —le dije. Y no
quiso hacerlo al principio. Era su hermana. La quería. Era la preferida
de entre todos sus familiares, y de sus hermanos, la que más y mejor
ayuda económica le había brindado, y no quería decepcionarla.
Pero ella vivía conmigo, y terminó botando los sacos usados a
insistencia mía, dentro de uno de los tachos de basura del pequeño
condominio donde alquilamos la casita.
Después de ese episodio nuestras vidas empezaron a marchar
mejor, nos llevábamos bien, y mi carácter se había aligerado, creo
que la adaptación estaba dando paso a una costumbre sana de vivir
por primera vez con una mujer de la cual desconocía todo, y ella al
igual que yo, aunque tenía la suprema ventaja de haber vivido sola en
su soltería y haber convivido cerca de cinco años con el matón de La
Victoria. Tenía experiencia. Sé que ello no es justificación para mi mala
conducta. Pronto se agudizó lo más palpable: mi enfermedad nerviosa y
125
Germán Rodríguez
mis neuralgias, que hacían intolerable la vida en pareja; el inconsciente
de Pilar, que se iba transformando en una personalidad más irascible,
despersonalizada y hasta cansada, de no poder soportar ya nada de
nada, y es que su rostro sucumbió al ostracismo, a la fatiga mental, a
una disyuntiva entre su cuerpo y su alma, como cambian las nubes en
el cielo: se vuelven más densas, más oscurecidas, adoptando el papel
de una futura lluvia torrencial, o un día lóbrego por su mal tiempo.
Aunque eso del mal tiempo dependía mucho del optimismo que uno
le ponía a la vida, y me esforzaba por salir de mi concha de abanico
y mis malestares nerviosos, pero pronto cedió la irritabilidad, el ego
desenfrenado, la agresión y la falta de escrúpulos, así como el hecho
de saber que con la amenaza y la burla fácil podía ganarle la partida
psicológica a mi aún mujer.
Pero todo se vino en contra mía. La razón no tuvo más reparos. El poco
entendimiento se dislocó y acabó en una sombra que parecía perseguirte,
que te atacaba como un monstruo por la noche que pretende meterse al
cuarto de un niño asustadizo. Y entonces creí que todo ese mes en que
aparentemente todo iba cuesta arriba, en el mejor sentido de no discutir
más, o que los ánimos se encontraban más calmados que nunca, supe que
solo era una mera disposición del ánimo, como cuando se quiere ver un
arcoíris y se tiene frente a uno a una fiera enorme que se le abalanza y
le destroza primero las manos con las que se defiende, y luego el rostro,
no quedando de uno sino el sufrimiento de una desfiguración al límite
o una muerte inminente. Pero ya para ese entonces me encontraba sin
trabajo, los pocos trámites que me faltaban por terminar solo servían
para la comida y el pago de servicios, y no hubo más para Pilar, no vio
más su salario (esto la desesperó, la angustió), pues siempre le dije que
tendría su platita mientras me ayudara en la oficina. Pero cómo podía
cumplir con ella si me encontraba en un estado deplorable, llamando a
mamá a cada rato, diciéndole que me internara en un sanatorio mental,
que ya no podía más, que mis fuerzas se habían acabado, que se lo había
dicho como hacía un par de meses y medio a las dos: que ya no podía
darle más a la mente, pues esto terminaría de mala forma.
Pero creyeron que una mente lúcida como la mía se recuperaría rápido.
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Un crimen demasiado humano
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Un paraíso salvaje
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