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Un crimen demasiado humano

Germán Rodríguez
Germán Rodríguez

Un crimen
demasiado humano

Grupo Editorial Arteidea


Un crimen demasiado humano 2da.
Edición Lima-Perú 2016

(C) Germán Rodríguez


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rodriguezabogados77@hotmail.com

(C) Grupo Editorial Arteidea


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Hecho el Depósito Legal en


la Biblioteca Nacional del Perú, Nro. 2016 - 07571

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http://www.facebook.com/UNCRIMENDEMASIADOHUMANO
rodriguezabogados77@hotmail.com
A papá Germán, por ser ese genio indestructible
en mi corazón, ese ser maravilloso que ha
posibilitado mi vida como Escritor y Orador.

A mamá Irene, por ser esa caricia suave y


desbordada que me abriga día tras día, quien ha
hecho posible mi voluntad y perseverancia a
prueba de todo.

A mi hermana Solángel, por ser la cabeza de Papá,


como siempre le digo, pues su intelecto va más allá
de cualquier altura. Te llevo en mi alma hermana
mía.

A mi María Fe Viviana y Celeste Guadalupe, por cuyas


vidas oro y bendigo cada día de mi vida. Las amo hijas
mías.

A nuestros Minos Chalaco, nuestro BB con cola,


quien nos enternece el corazón y la vida con sus
ocurrencias y engreimientos.
Indice

La condena 11

Un amor no correspondido 35

Amenazas y desengaños 99

Un paraíso salvaje 129


La condena

Acabo de ver a una mujer en una esquina: está de pie, apoyando el


pie izquierdo sobre un muro maloliente y un tanto raído. La distraigo
con un silbido y me pregunta a bocajarro si deseo el servicio. Le digo
que aún no. Me espeta:
—¡Anímate, hombre!
Y yo suelto una risa nerviosa. Papá me enseñó el camino de las
trampitas y los escarceos furtivos como para no pecar de cojudo si
alguien me lastimaba, y darme un homenaje de vez en cuando, de esos
que él se propiciaba en La Flecha Verde o en El Cinco y Medio. En boca
de mi padre, tirarse a una tía suponía un acto de suprema solidaridad
con el sexo opuesto.
¿Y mi madre? ¿Desconocía sus andanzas? ¡Por favor! ¡Por supuesto
que no! Su antojadiza decisión o tal vez su extraña y congénita resig-
nación, como le ocurría a mi abuela en los tiempos donde el machismo
daba paso a la sumisión, le procuraba el valor necesario para no esconder
el labial, el rímel o el escote perfecto para la noche, aunque tuviese que
esperar muchas sin que él la tuviera en cuenta, hasta que se acordara de
que ya iba siendo el turno de su mujer, y bueno, la alcoba y sus secretos,
como es bien sabido, arreglaban el matrimonio frustrado y también la
cara larga.
Desde entonces, como buen muchacho, pasé demasiado tiempo, casi
tres años, de casa a la universidad y de la universidad a unos trabajitos
que me procuraba en alguno que otro bufete de abogados, entregado
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casi siempre a la lectura, ensimismado por un título universitario que
mis padres esperaban con ansias, como si fuese un culto al servicio de
la intelectualidad, viviendo una vida que no era vida, sino un suplicio,
una lucha por casi todo, como el que vive únicamente para comer y no
encuentra sino gente hambrienta pero de ego, de codicia y sin espíritu;
conversaciones que te matan o te hieren en lo más profundo, dejándote
en un coma moral, casi deshecho. Entonces comprendí los síntomas de
la depresión congénita y supe que no te queda sino un caparazón para
refugiarte en él y no perder de vista el pequeño mundillo donde uno se
revuelca para no caer, o al menos, si va a tropezar, hacerlo con menos
dureza y no morir sin siquiera haber intentado hacerle una pequeña
trampa al amor con el solo propósito de ganarle un pequeño terruño a
la caricia y a la entrega de los cuerpos.
Esta sería la última aventura, pues aquello que socavaba mi propio
respirar y que vendría en un futuro sucedió antes de lo que más tarde
se conocería como lo más repugnante que se haya visto en la ciudad
de Lima en los últimos diez años. Una maquiavélica y desesperada
traición de la mente que se enceguece y busca el perdón por entre
todos sus rincones, pero no lo encuentra, pues se tiene que vivir el día
a día para tolerar el maquillaje de la locura y sus luces multicolores. Y
al conocer no sólo el intento, sino la dulzura tragicómica del amor que
se entornillaba tras mis pasos, aquello me atormentaba, pero a la vez
me proporcionaba una sensación más que complaciente, como cuando
uno ha cumplido un sueño frustrado y se ha deshecho de la miseria
humana que nos rodea a todos, y es entonces cuando se siente el héroe
del universo, un hombre absorbido por la consecuencia más longeva:
el placer y sus frutos más gentiles, que luego se transformarán en una
diabólica escena.
Y aquí pongo punto y aparte, pues algo en mí me dice que estoy yendo
demasiado aprisa, que la ansiedad me hace abotonarme y desabotonarme
la camisa y andar de un lado para otro dentro de mi dormitorio, con las
sandalias en la mano y un cigarrillo en la otra. Aquí me detengo, pues
tengo miedo de perder la razón y de no resistir el implacable acoso de
mis miedos.
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Un crimen demasiado humano

Por aquellos años, el ruido de las conversaciones altisonantes de la


gente en las esquinas, el transitar de los microbuses y la escena patética
de los policías tocando su silbato, descontrolados todos, como queriendo
ganarle una carrera al tiempo, causaron un deterioro en mi salud mental.
Me sentía perturbado, perplejo, me apretaba los nudillos y me pellizcaba
el rostro. Decía siempre que la vida sin mujer era dura, y mientras no
experimenté los misterios de su jugosa cercanía y su seco rompimiento,
sabía bien que un fuego crepuscular crecía dentro del alma, como si
estuviera siempre en un sótano con escaleras huecas, casi a punto de
romperse, mirando siempre cómo subir al primer nivel y anhelar esa
dulce pretensión, ese sueño indetenible. Acostarme con una mujer, el
mero hecho de pensarlo, hacía que se me aflojara el estómago y me
daba de punzadas el vientre, pues no logré cortejar a ninguna, menos
aún tocarla.
Esto último eran cosas ya mayores, mientras que para mis amigos eran
pan de cada día. Me recorría un hormigueo presuroso al levantarme, que
me hacía recordar los días aquellos en que solo masturbaba mi soledad
con la ansiosa premura del tabaco y la cerveza, que me hacían compañía
como dos locos enajenados que terminaban en la basura como tal vez
terminaría yo. Mi cama no era ya de muelles, solo de espuma. En los
últimos tiempos ya no había dinero. Papá enredado en otra aventura y
siempre endeudado hasta los tuétanos, y mamá acicalándose con ese
antojadizo desdén que me parecía enfermizo, pues bien sabía yo que no
era su auténtica voluntad. La suya provenía del hastío y de las aparien-
cias que hay que guardar, y ella era experta en eso. Papá ya ni hablaba,
no contaba sus cosas, y bueno, él era tipo de calle, de esquina, como se
dice, y un solo silbido le procuraba sonrisas y alguna pintadita de rojo
carmesí en las mejillas, por decir lo menos. Pero yo no tenía ni siquiera
un miserable rasguño o la posibilidad de tenerlo. ¿Lastimarme alguien?
Ya me hubiera gustado, al menos para saber cuánta verdad había en
hacer el amor o simplemente tener sexo como en las revistas o en las
películas de medianoche, donde dos amantes furtivos se regodeaban
con sus gemidos entrelazando los labios y las piernas. Pero eso era el
mundo descarnado, un mundo para el cual no tenía pasaporte. Solo
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Germán Rodríguez
podía comprar amor de vez en cuando, y me daba miedo hacerlo, pues
sabía del fingimiento de las prostitutas, de su amor encapsulado, de su
premura, de lo rápido que se deshacen de uno cuando termina, sin darle
tregua a una caricia o a una manifestación de afecto como un abrazo o
un beso que pide a gritos una boca apasionada, aunque para ello tenga
que pagar más o rogarle a la putita que le entienda y se monte encima
de uno como una amante dispuesta a todo, condicionada por el dinero,
en cuyo vocabulario las palabras soeces abundaban para acrecentar el
orgasmo y la postrera recuperación del amante y su furtiva compañía.
Ese era mi sueño, por lo menos. O la obsesión que me consumía.
Quizá las dos cosas. Nunca lo diré todo. Jamás contaré lo que condi-
cionaba mi mente y mi corazón hasta detenerlo como un reloj que va
de vaivén en vaivén sin dar la hora apropiada, pues la avería del reloj
no viene de la falta de pilas, ya gastadas, sino del reloj mismo y su
constitución endeble.
Sentía que me hundía como en un remolino de viento, a punto de
solo respirar para no perder el poco aliento que quedaba en mí, pero
únicamente apostando a uno que otro acto que me procurara seguir
sobreviviendo, pues no llegaba jamás a vivir. Supe entonces que una
mujer de alquiler no te besa así de primeras, y sufría, sufría mucho, más
allá de mi depresión, pues estas mujeres no se involucran. Tienen tanto
pánico de cualquier ruido o gesto, que se cuidan incluso de la palabra
más amable, pues no la entienden, no la incorporan a su vocabulario.
Total, su piel está curtida, y su alma, rebelde como una roca donde
no cae ni una sola gota de agua, lacerante como un cuchillo a punto
de encontrar a su cómplice perfecto para la coartada perfecta. Si se
involucran, se crea un interés lo suficientemente peculiar, o simplemente
la putita es así, su carácter es así, y se entrega sin darle importancia, sin
darse cuenta de que debe dosificar sus energías para el día siguiente. Si
atiende bien a todos, no va a durar mucho en el negocio y su rostro va
a parecer un día de desvelo o una madrugada de llanto, y va a terminar
por enamorarse del más desgraciado, del miserable o del rufián, del que
la castiga o la hiere. Así es. Solo cuestión de psicología, como entendí
más tarde, ya encerrado.
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Un crimen demasiado humano

A veces solo cobran y cobran hasta juntar todo lo que pueden para
pagar sus deudas, comer bien, vestirse a la moda o ayudar a sus hijos
en casa o a cualquiera de sus padres, que se está muriendo por alguna
enfermedad. Muchas llevan también en la sangre el deseo creciente
de entregarse por el mero gozo del dinero; las joyas; comodidades
que nunca imaginaron ni en sus mayores anhelos o en sus peores e
inadvertidos extremismos, como departamentos de lujo y todo lo que
contienen sus más extraños desvaríos, los de los dueños, por supuesto,
que las compran con dinero muchas veces mal habido, aunque sea
mediante la violencia o resulten unos extraños desarrapados que las
obligan a fumar marihuana o cocaína, lo que luego se convierte para
ellas en una costumbre codiciosa, o terminan por viciarlas en algo peor
que el licor desmedido y sus inevitables consecuencias de adicción,
pudiendo incluso llegar hasta el crimen, pero estas ya son cosas peores
que aquí no se van a relatar, además de los encuentros de sexo grupal,
intercambio de parejas y otras perversiones. Así es esto, así se mueve
esto. Todo se cocina de la mejor manera: con una sonrisa bien picante,
un maltratador persuasivo (el proxeneta o predador) y clientes poco
menos que entregados al pecado mortal de la lujuria, insatisfechos
de sus mujeres y de la alcoba que habitan más por costumbre que por
el placer de los sentidos, en una sesión que solo se sabe milagrosa y
omnipotente después del matrimonio religioso.
Luego pareciera que empiezan a morir las ilusiones, el pasado que
ataca o el gesto inconfundible que se detecta en el rostro de la persona
a quien uno ama, y que se sabe que no le ama de la misma forma, que
ni siquiera está pensando en él, que solo se regodea del placer para
expiar una culpa, una descarga voluptuosa o una nostalgia que imaginan
a puertas cerradas, con los ojos bien absortos en la almohada o en el
techo, dependiendo de la posición de ambos; mirando sin observar,
anulando el amor como se anulan las buenas intenciones, y aunque la
pasión se vea entregada a unas cuantas sesiones más, igual acabarán por
deteriorarse con el paso del tiempo que todo lo aniquila, que se parece
al gélido viento de los océanos atrapando en el fondo del mar, en sus
remolinos tumultuosos, a barcos y aviones de gigantescas dimensiones,
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Germán Rodríguez
que los hacen desaparecer tal y como sucedía en el Triángulo de las
Bermudas cuando las embarcaciones y no pocos Boeing se hundían sin
dejar rastro alguno. Entonces el tiempo es comparativamente igual: no
deja rastro, es meteórico, no siempre sana las heridas, muchas veces
las hace más profundas, amenaza sin importarle que somos aves de
paso, que corremos a cada instante no solo para sobrevivir, trabajar o
espiarnos entre nosotros mismos, sino también para liberarnos. Cuánta
sapiencia la de mis compañeros de celda (de unos pocos), ahora que
se me hace tan difícil la ración de comida, el polvorín del claustro, la
perversión de las más siniestras mentes. Y el amor me cubría como un
ramillete de espinas sobre una tumba que yace en un lugar sacrosanto.
Después de todo, ¿qué me quedaba sino el tiempo aún inexplorado
que me sabía a un día sin forma durante cada minuto de mi existencia?
Aquí también hago pausa, una breve, pues siento que me derrumbo como
el hombre que llora el adiós de una mujer, que aún la siente en su piel
y que pretende olvidar con el engaño de su memoria y el inexplicable
suceso de que aquel ser humano murió, de que no tendrá más un contacto
cercano con nadie, y de que puede ir al camposanto incluso para ponerle
unas flores a la cruz de todos los que están en otras tumbas, y colocarle
un par de rosas a aquella que ahora no se sabe por dónde camina ni
qué destinos ha colisionado, con una desgana que nadie tomaría en
cuenta, pues cada quien va a ver a los suyos, y aquí cabe saber que el
egoísmo prima casi siempre y uno no se puede enfundar el escudo de
la compasión porque nadie le compadece ni se acuerda de él.
Pero yo no digo eso, sino quienes más calle tienen. Retomo entonces
lo que aquí me ha detenido (la muerte en el corazón de aquella mujer
que abandonó el amor y sus intrincados caminos); y les digo que no
pude entonces sino esperar a que por lo menos, en esta vida superflua
que suele alimentar un hueco hondo, muy hondo en mis maneras más
íntimas, me tocara una putita no tan experimentada que me concediera
un poco de cariño o aprecio. He oído que algunas se enamoran del
cliente, que incluso le dan un hijo, y mantienen solas a la criatura; no le
piden nada al ocasional amante, pero los llaman solo para encontrarse
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Un crimen demasiado humano

en un punto y recibir su mes, que no es otra cosa que el alimento para


la criatura.
Yo no buscaba placer, mucho menos una extraña pose o una perver-
sión sin escrúpulos; al contrario, tan solo un gesto de cariño, un roce
de cabellos, o por si fuera mucho, un beso, para que la noche dejara
en mi alma un sabor bonito. Pero solo observé que muchas ya están
quemadas, curtidas por el roce y la desventura de un televisor y la novela
lacrimógena, o la radio con su música de moda, puesta a todo volumen
para acallar cualquier gemido falso en su mayoría. La primera vez, la
segunda y tercera, la puta ve lo mismo, actúa al principio como una dama
inhibida, pensando en la caballerosidad del advenedizo cliente, hasta
terminar por perturbarse de tanta suciedad, que le oprime el corazón y
los huesos, para darse cuenta de que solo le interesa la cópula jadeante
y no sus corazones destrozados por la humillación. Pedían migajas y
recibían menos que eso. Tal vez una sonrisa fingida, como ellas lo hacían
con otros. En esta vida todo se paga, y el alimento que para unos es
veneno, para otros es el pan de cada mañana.
Un día más, sin más pasatiempo que mi ordenador y el periódico entre
las manos. Luego, un nuevo libro despertaba ya por ese entonces solo
mi repudio, y las ganas de follar, como los españoles dicen, terminaban
en un llanto silencioso, brutalmente silencioso para mi corazón.
¿Mamá? Preocupada por papá. ¿Hermanos? Solo una menor, Sandra.
Papá no quería más hijos. Decía que los hijos éramos un estorbo cuando
crecíamos. Así era él y así lo amaba. Ya he dicho que mi vida no era más
que una luz tenue que se va apagando por la miseria de un techo que
solo te apresura el insomnio y te corroe de rutina la pupila cabizbaja,
un suelo sin voz se acicala para tus pasos, últimamente desprotegidos,
como queriendo encontrar la senda correcta, que ya tarda demasiado
en aparecer, y un inmueble de bellas características, que se materializó
en una casa hermosa de tres pisos, con hermosos jardines. La luz de los
faros en la entrada contigua de la casa que daba al jardín principal se
advertía desde lejos y alumbraba de noche a los pocos visitantes, aunque
para el predial y los arbitrios no alcanzase, pues mis padres no hicieron
los trámites a tiempo como para disfrutar de la jubilación que estipulaba
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Germán Rodríguez
una ley que lo cubría todo y les hubiera dado una mensualidad suficiente
para vivir sin angustias económicas, aunque sin lujos, por supuesto. Aun
así, la casa seguía siendo maravillosa. Era esta la opinión de tíos, primos
y vecinos. Pero plata en efectivo escaseaba, y en cualquier momento se
tornaba la deuda en embargo, pues papá se endeudaba. Las mujeres lo
volvían loco y se gastaba el dinero en sus divertimentos de alcoba y en
el trago que lo tenía enfermo, más con la hipertensión, que le obligaba
a colocarse su pastillita debajo de la lengua cada vez que se exaltaba.
Debía llevar una vida más sana y tranquila.
En ese entonces, la cerradura del cuarto era otro problema para mí;
se le había caído la manija, pues era casa antigua; caserón, como dirían
algunos. Y esto me asustaba cuando por ahí llegaba mamá y podía
sorprenderme masturbándome a la luz del día, pues la universidad no
tenía ya ninguna sorpresa, ni los cursos una ambiciosa o acostumbrada
manera de vivir a la usanza de los otros estudiantes: con sus novias
pasando todo el día en la universidad, releyendo lo que el profesor de
la última clase decía que estudiásemos.
Pronto la abandoné; las notas me lo habían dicho todo: «No sirves».
Y no tuve voluntad para probar otra carrera u oficio. Dinero no había
en casa, pero en el refrigerador no faltaban el cereal, la carne o las
conservas, o la Pepsi Cola que tanto me gustaba; no sé cómo mamá se
las arreglaba ni quiero enterarme, pues recuerdo el rímel, el labial y no
quiero pensar más, pues papá no daba ya ni un centavo. Sin embargo,
me quedaba aún la Biblia, y la leía a rabiar, para saber en una que otra
noche que la realidad era tremendamente otra, y que los deseos y la
aparente sana convivencia de la gente vienen materializados por las
apariencias, por conversaciones fatuas y tomaduras de pelo continuas,
la conchudez y la queja simplona de a diario.
Pero qué podía hacer si no tenía aquellos atributos. El intelectual
había dado paso a un mendigo poco menos que bien vestido, de sobra
alimentado, subido de peso, uno más que actúa para sobrevivir en un
mundo de puras apariencias, que se agacha para no perder, que ve la
vida pasar, que silba con el aliento de un espíritu desaliñado. Pensé en
detener a una muchacha por el brazo aunque me cayera una cachetada
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Un crimen demasiado humano

en la intentona, en irme «a un burdel, por lo menos», como todos decían


(lo que logré hacer, pero no culminé como todo varón. Bueno, para mí
fue un inicio, y no se lo dije a mis compañeros de la universidad), para
así enamorarme de una puta novata y sacarla de ese mundo sucio y
perverso; pero no había valor, no tenía el coraje necesario, me faltaban
las ganas o la depresión me consumía, no sé. Todo se mezclaba.
Creo que no debí haber nacido jamás (esto es una lastimera opción de
pesimismo, de la cual sí me arrepiento); algo común en todos escaseaba
en mí, como falta el sol a una cueva donde se entierra a los muertos,
como falta la visita de un amigo a un camposanto, aunque no deje flor
alguna. Y luego vendría lo peor; por cierto, diré que nunca más el viejo
se metió en mis decisiones, pero me ayudaba, siempre creyó otra cosa
con respecto a mi hombría, pero yo dejaba que pensara así, no lo con-
trariaba; la hipertensión era dolorosa casi siempre, y un infarto a estas
alturas me habría sumido en una profunda locura. Los medicamentos ya
no eran suficiente alivio. Los cariños de mi madre y mi boca silenciosa
sí que le hacían bien cuando se ponía de muy mal humor. Siempre fue
así, el viejo.
Recuerdo a mamá un día en la cocina, lavando los platos y la vajilla
nueva que papá había comprado. No se movió de ahí hasta ver que todo
brillaba a su alrededor. Así era ella, y advertí que a fin de cuentas mamá
lo haría todo, como siempre, con esa perfección tan suya, congénita,
como decían los parientes, que daba miedo de lo obsesiva que se
mostraba. ¡Y pensar que arreglaba los objetos de la mesa de comer como
las manijas de un reloj! Pero era mi madre, y yo la quería, y no podía
contradecirla, ni la juzgaba por lo que me daba miedo de pensar, como
ya he mencionado, pues temía que se fuera de casa como tantas veces
había amenazado con hacerlo. Y es que ella no podía ya más con todos
los malos ratos, y era un mujer buena y bonita; salida de una quinta,
pero conservadora y sencilla.
¿Humilde? No lo sé. Jamás entendí mucho ese término, esa palabra,
pero cuando se lo proponía, mamá era demasiado soberbia para mi gusto.
Más que exigente, autoritaria y honesta como un policía que no recibe
soborno alguno, al menos eso parecía. Está claro que uno no termina
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Germán Rodríguez
ni de conocer a la madre misma. Muchas veces no la entendía, pero
¿quién entiende a las mujeres? Y si es mamá, hay que comprenderla
y punto. Es la única mujer que nos perdona todo y que todo lo da. No
importaba nada en la vida, sino esa suave paz que ceñía sobre mi cabeza
cuando posaba sus manos sobre ella, cual remolino intempestivo que
acomete feroz en la llegada, pero que cuando se va, deja una estela de
sangre nueva que circula cálida y fresca como el abrazo más tierno o
el más insospechado en momentos de angustia, y que lo arrastra todo
por el sendero de la bendición. Así lo creí y quise creerlo siempre. Las
madres de muchos de mis compañeros habían fallecido, y los padres
flirteaban con otras mujeres en sus horas de asueto, encabritados con
otra hembra que los hacía sentir «vivos», sin la monotonía de la mujer
a la que siempre hay que besar o rendirle aunque sea un poco de respeto
en la cama y fuera de ella, o muchos habían abandonado el hogar sin
decir algo tan básico como «¿qué pasa?, ¿qué sucede?». O «Me voy de
esta porquería, ¡carajo!», por decir lo menos.
Mi madre, en cambio, me ofrecía una seguridad que no hubiese cam-
biado así como así por nada; aunque tuviese que soportar sus dolores de
cabeza constantes, o ir a comprar sus aspirinas cuando ya me encontraba
casi dormido, o acompañarla a algún que otro sitio, a visitar a una
hermana suya, a una prima querida que no la veía desde hacía tiempo
o esperar a que llegara cuando salía con sus amigas de la universidad
y hacían los reencuentros de su promoción, algo que papá toleraba sin
decir siquiera:
—¿A qué hora llegas?
—Temprano, Gerónimo —el segundo nombre de papá—, temprano.
O cuando mamá tocaba la puerta de mi cuarto y rápidamente, aunque
con más desagrado que buen ánimo, me reclutaba para acompañarla
al mercado a hacer las compras, o llevarla en el auto de papá a alguna
tienda si quería ver algún vestido novedoso para sus diseños, que siem-
pre exponía en algunos centros de comercio. El resto del tiempo, no
estaba conmigo ni con papá, pero traía regalos generosos, y todos nos
callábamos la boca, y el silencio se hacía cómplice absoluto de una
andanada de pensamientos paranoicos que ponían en duda la conducta
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Un crimen demasiado humano

intachable de mamá. Pero nadie quería imaginárselo de esa manera.


Y papá menos. Así que silenciábamos nuestros rostros y bocas con el
presuroso deseo de no querer saber nada mientras ella viniera feliz y
contenta a darnos un poco de felicidad.
En ese entonces rondaba los veinticinco años, y mi vida se antojaba
como una pelea donde no hay reglas, donde el combate lo libraba
conmigo mismo y con mis hojas de papel en blanco, que en ese tiempo
eran una caricatura de una nada sobre papel inservible. Ni una sola letra,
la mente confundida; puros trazos e ideas sin aliento, ni un solo gemido
de voluntad, pues bien sabía yo que la voluntad lo hace todo pedazos.
Pero la vida se obsequiaba frente a mí como un océano donde mar
adentro se van tejiendo ondulantes las poderosas aguas, se encadenan
entre los orificios de las profundidades, ciñéndose aún más a las esquinas
donde el ostracismo de algas y cardúmenes sobrevivían, por así decirlo,
con más fe que fuerza de la existencia misma.
¡Qué destino podía pedirle a un mundo que se debate entre guerras y
extraños milagros, que al final terminan por ser una farsa! Sí, sé que las
iglesias presbiterianas, luteranas, evangélicas, cristianas, los testigos de
Jehová, protestantes, mormones y otras religiones habían crecido, pero
ni una sola fe me llenaba los ojos, menos el corazón. Parece que el hábito
de ver alguna que otra revista pornográfica se me hizo costumbre, como
ir accediendo de a pocos a los lupanares de moda, aunque solo fuera
para ver a las mujeres desnudarse, y luego pagaba y me iba. Tenía miedo
de continuar, ya que en un inicio fallé al no terminar con la descarga
seminal, algo que quise borrar a toda costa de la mente, pero que se
aparecía en mi memoria como algo que me daba un cierto regazo, una
ligera experiencia, y así lo entendí, sin darle una gran importancia al
asunto.
Después de este asunto confuso y algo risible, llegó mi primera rela-
ción, la primera que me desasosegó el alma, que me lanzó a un espacio
donde cabían sólo el brillo de las estrellas y los ángeles circundándome,
pero que terminaría por acabar sin respuesta.
Creo advertir que estarán preguntándose qué pasó con aquella mujer
que se me ofrecía a la luz de la tarde, semidesnuda, con harto polvo en
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Germán Rodríguez
las mejillas y un colorete tan pobre que daba la impresión de que su
autoestima se debatía entre el abismo y la locura… Pues diré, aunque
tarde ya por estas terribles u obcecadas divagaciones, que al tocarla
supe de inmediato que su oficio no era el de una prostituta profesional.
Esta mujer solo cobraba y follaba como si nadie pudiera advertir en
su ánimo una presencia de hastío y maldad; lo sabía, pues la sonrisa
mediática era fingidamente cruel y sedienta de premura. Quién sabe si el
destino de una vida llena de miserias, la necesidad empujada por el deseo
imperativo del hambre y las malas costumbres, que solo se adquieren
por la ropa que te presto o me prestas, el cigarro que se comparte con
pelea incluida de por qué te estás fumando la última colilla, el licor que
se añeja con la tertulia mientras se espera y que termina por estropear
una que otra virtud valedera, como el deseo de ser alguien o la voluntad
para levantarse día a día dignamente, no sé, al menos para ir a algún
trabajito que no te procure mucho, pero que sea necesario para cubrir
las necesidades de comida, techo y ropa; esto es, el querer vivir hones-
tamente aunque sea con muy poco; o empleándose en alguna casa, ya
sea para limpiarla, lavar la ropa de los dueños o cocinar cuidando a los
hijos pequeños, tantas cosas que se pueden hacer, pero hasta para eso
había que tener recomendación.
Sí justifico que el oficio más antiguo del mundo sea necesario y
hasta imperativo para saciar el deseo carnal y evitar gran parte de las
violaciones que se producen a diario en el mundo entero. Pero quizás
nunca entienda a las mujeres de la calle, de las esquinas a media luz;
reconozco que son agresivas, que se defienden hasta de un beso o de
una palabra bien hablada o amable. Reconozco que absorben toda la
suciedad del cliente y reniegan de ellas mismas, porque parece que solo
les importa cuánto y cómo comen, o dónde cobijarse para que la sonrisa
permanezca aunque sea durante unos minutos más, mientras hacen su
labor con un sacrificio tan doloroso como si de matar se tratase; aunque
para algunas mujeres matar se ha convertido en un placer tan sádico o
una venganza dolorida por los años trágicos de la infancia, cual perro al
que lastiman inmisericordemente y que luego no tiene piedad de nadie
para atacar y morder.
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Un crimen demasiado humano

Otras putitas ejecutan sus actos por el solo placer de la lujuria, la


codicia del dinero y lo que compra este instrumento de papel, y que de
repente, de un momento a otro, destruye tantas vidas, o quién sabe si
la genética hace su parte deleznable, sarcástica e impura. Aún las más
sanas, las que recién comienzan, se acostumbran rápido a las sesiones
de amor consentido, a la rufianería, al maltrato o a la gentileza de los
regalos del parroquiano de turno, y acaban disfrutando de quien les da
más placer y significativos detalles, y no pocas han conseguido al amante
permanente y han acabado casándose y convirtiéndose en mujeres serias,
sin poses de mujer de mundo. La altivez hecha mujer, digo yo, como
para tomármelo de pura broma.
Aun estudiando criminología, eso no podré entenderlo jamás. Este es
un mundo de locos, donde todos estamos hechos de un poco de quijotes
y de sanchos, o donde nuestro material espiritual se ve acosado por
la inefable marcha de las divagaciones, frustraciones, sueños que se
complican, acciones que se deterioran con la rutina o con el malestar
de los días. Aquí sí concuerdo con Vallejo cuando dice en uno de sus
versos: «El hombre sí te sufre, el dios es él […] Las herramientas para
sobrevivir son entonces caldo de cultivo para el ataque, el pánico fingido,
la fragancia que se trasluce para el deleite de unos minutos y que se
esfuma con un salivazo o una penetración inmisericorde, que terminan
por retornar el alma misma a un dominio territorial donde solo caben
la voracidad de una hiena, la velocidad de una gacela enceguecida o
la furia de un hombre apertrechado por todos los flancos, sin salida,
dispuesto a todo, sin importarle que siempre existe una tenue brisa que
nos saque del abismo, aunque sea para desespantarnos».
Debo decir que reconoceré, a fin de cuentas, que acepté su llamada,
la de la putita, por supuesto; su índice derecho diciéndome: «¡Ven,
hombre!» era demasiado tentador, y que aunque patética la hembra,
debo admitir que tenía unas increíbles piernas bajo una falda desfacha-
tadamente diminuta, que no hacía sino ponerme en una excitación más
que extrema. Yo que sólo toqué mujer para la iniciación y no conseguí
culminar; luego tuve la primera relación de pareja, con convivencia y
todo (esto pocos lo sabían, pero solo de boca): me refiero a algún que
23
Germán Rodríguez
otro amigo de promoción del colegio, mi madre y hermana y una tía
medio chismosa. Ahora recuerdo que, ya conviviendo, la llevé a una
reunión de mi familia, y todo ¿para qué? Dicen los que me vieron en
la reunión, un primo mío muy estimado, que se me veía tranquilo al
lado de ella. Yo era feliz. Ella, jamás sabré si experimentó alguna vez
la felicidad conmigo. ¡Algo sí sé! Se tragó mucha sangre mía, sangre
del alma, y no tuvo ninguna compasión en abandonarme. Sé que me
porté mal, que los nervios deshechos me habían consumido y pronto
la depresión se tornó en agresión. No me justifico. Pero así fueron las
cosas. Estoy contando mucho, y esto no es bueno para mi cabeza.
Empiezo a palidecer nuevamente. Sé que la felicidad trae tranquilidad.
Pero la angustia también trae tragedia, y yo no sabía aún la mía. ¿Para
qué la traje a casa? ¿Para qué la llevé a vivir a otra casa? ¿Me emocioné?
¿Me arrepiento? Realmente no. Lo vivido queda. Y lo que se formó
como fango también queda. Y habrá que sacarle una lección a la mala
costumbre del amor y sus reveses, y por qué no, también a sus bellos
paisajes. A fin de cuentas, y retomando lo primero que les narro, lo que
a nadie le conté, fue como un inicio, lo de la puta y lo inconcluso, por
supuesto. No vayan a creer otra cosa. Necesitaba granjearme el respeto
de mis contemporáneos y dije que me revolqué con unas seis o siete por
decir lo mínimo, y aun así la aceptación fue poca, pues muchos tenían
de semana en semana un nuevo material, así las llamaban, y me daba la
risa, y me miraban no saben cómo. Como diciendo: «Y este, ¿mentirá?
¿O le creemos solo para que nos haga unos recados?».
Bueno, ese era el proceder de los muchachos, y yo no era como ellos,
como ya he comentado. Lo intenté, eso sí, pero jamás pude. De ahí
mi baja autoestima y mi nerviosismo, ya adquirido desde antes, desde
que uno nace, dicen… La genética o el ADN, no lo quiero ni pensar.
Ahora, váyase a ver la imaginación de cualquier lector, ¡sí! La cruel
imaginación de quien quiera juzgarme. Pero les diré que solo Dios juzga,
y me salvaré mientras tanto.
La consumación de este acto, simplísimo para muchos, pero frenético
y ansioso para mí, me dejó una secuela escalofriante y abrumadora.
¿Si culminé el acto? ¡Claro que lo acabé! ¡Pero de qué forma! ¿Me
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Un crimen demasiado humano

enorgullezco de ello? ¿Siento pena de mí mismo o de lo que ejecuté


sin ni siquiera proponérmelo? Eso ni los que me estudian o grafican
con sus test van a poder resolverlo, pues tampoco yo lo sé. ¿Que si se
me fue las manos? ¿Que si era un loco potencial designado para un
manicomio tarde o temprano? ¡Qué les digo! Si yo mismo me encontraba
en una situación donde el soporte era una cuerda tan delgada como la
de un equilibrista, y nada bajo esa cuerda, absolutamente nada, más
que suelo o acera potentemente demoledora, fría como un bosque que
no tiene salida, pues la enmarañan los árboles enormes que no dejan
sino pedir auxilio, si es que alguien escucha, porque al final nadie lo
oye, y si lo hace, se hace el loco o la loca y no se entromete, pues el
miedo lo domina.
Entonces no sabía qué es lo que estaba haciendo, y si lo sabía, lo
entendía a mi manera, pues de ética y moral y de respeto aprendí mucho
en los libros y de mi padre. Y cuando la persona faltaba a estos preceptos,
me transformaba en un energúmeno. Los tenía muy metidos dentro de
mí, para mi familia y lo que aprendí, el respeto y la nobleza del espíritu
sacaban la cara para enorgullecernos. Así era yo. Y no tuve reparos
en contarlo, pero a veces me atragantaba con mi propia saliva, y supe
bien que eran los nervios, los malditos nervios, y fui presa de ellos,
¡sí! Preso del deseo incontenible por saciar una conducta desdichada y
mortificante, y sofocar un incendio de ira, descargando mi neurastenia,
como ya se me había diagnosticado.
Entonces supe que lo mío no era monstruoso, sino humano, demasiado
humano. La verdad la sabe Dios y yo mismo, y nunca fue malintenciona-
do mi proceder. La emoción violenta o la obnubilación de la conciencia
constituían la consecuencia del diagnóstico, las medicinas psicotrópicas,
el dolor de no ser querido y la mortificación de haber sido bueno a pesar
de las mentiras que tuve que soportar.
Vuelvo al relato al cual me incorporo de cuando en cuando, y como
si fuese un preludio de relámpagos fugaces, diré que el revolcón duró
poquísimo, como para que la susodicha ni se acordara de mi rostro
la próxima vez que se me ocurriera visitarla. De todos modos, qué
se iba a acordar, si todos los días desfilaban de diez a veinte con total
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Germán Rodríguez
desparpajo, pagando su entrada y encaminándose al romance por unos
quince minutos que al final resultaban menos de diez, tal vez cinco, sin
que la chica se desnudase por completo. Y si no acababas, ¡qué mala
suerte! La putita no hacía más que vestirse y te despedía, riéndose con
tantas ganas, que seguro que terminaría el día al filo de una tempestad de
lágrimas encerradas entre cuatro paredes, en sus dominios más íntimos,
fuera de las calles. Era mejor, pues, que ya te vinieras con todas las
ganas, que vulneraras el sagrado dominio del sexo, pues ellas no te las
iban a despertar. Su labor no era la seducción o la excitación eficaz, sino
que introdujeras el miembro en su vagina y terminaras pronto con la
descarga. Un mero acto mecánico. Es sabido que los rufianes o las mamis
adelantaban la hora y se disponían en la puerta, prestos para cualquier
situación inesperada: algún reclamo que no se justificaba nunca, porque
todo era para el favorecimiento de las chiquillas y de las no tanto, y casi
siempre un cliente podía salir de improviso por grosero, como uno que
salió casi desnudo con su preservativo en la mano, pateado y escupido,
por haber cacheteado a una de las muchachas. Según su versión, porque
le metió mucha prisa y él se lo tomaba con calma; o tal vez porque al
final pedían un vuelto que no era lo usual, o la puta no les gustaba, o al
revés, porque había putitas selectivas que solo aceptaban el trato con
gente blanca por decir lo mínimo, o porque muchos hacían cola para
la misma, que era la favorita, la más rica, la más complaciente. Pero
ella era cara, y solo atendía a dos o tres por día, según sus deseos o
requerimientos, y luego se transformaba en un ama de casa hacendosa
y viajera con su marido y sus dos retoños, como si nada en el mundo la
confrontase con sus más íntimos secretos. Creo que así era feliz. Total,
de todo hay en esta villa del Señor.
Así me enteré mientras esperaba turno. Diré que cuando me tocó la
muchacha, que de nuevo digo no era una prostituta en su real dimensión,
noté que sus ojos suplicaban un aroma diferente, tal vez una palabra
sincera, sin hipocresía. Entonces, creí que iba a caerle bien cuando le
dije:
—No es mi primera vez, pero estoy nervioso, un poco tenso, no me
siento muy bien, quisiera que me ayudaras a concretar esto.
26
Un crimen demasiado humano

Se rio con más brusquedad que amabilidad, una risa de dudosa proce-
dencia, como cuando la observé al quitarse las pantimedias y me invitó a
explorarla como si de la velocidad de un rayo se tratase. Languideció un
tanto y se quitó las bragas, pero esta vez sin ninguna gracia, quedando
desnuda apresuradamente…
El primer gemido lo di yo; ella se puso a leer el periódico, uno de
farándulas, y hacía como que no le interesaba nada. En ese momento
acudió a mi mente la frase: «Debe de estar curtida», pero yo seguí en
mi labor, y ella en lo suyo. Le pedí un poco de atención, le dije:
—Por favor, escúchame, deja de leer ese periódico, mira que te lo
estoy pidiendo con cariño —eso que yo consideraba respeto, pero no
me contestó. Solo me dijo—: Concéntrate —y para mí ello fue como
un baldazo de agua más que fría. La supe igual que todas las mujeres
superfluas. No me refería en especial a las prostitutas, sino a las mujeres
de todos lados, las que no les interesaba más que ellas mismas y su
goce y el dinero o la recompensa que obtendrían. Y pensar que llevaba
casi todos mis ahorros por si me hubiese comprendido… Entonces me
sorprendí jadeante, suplicándole que no quería más que un poco de su
cariño, de su tiempo, y sobrecogedoramente volví a rogarle un poco
de atención y que me ayudara a concretar el acto sexual, y le dije que
había decidido darle el triple de lo estipulado.
No le dije explícitamente que pagaba por ello, más bien le señalé que
le iba a dar tres veces más de lo convenido si era más condescendiente.
Se lo dije con todo respeto y sin violencia alguna, pero volvió a decirme:
—Concéntrate, amigo, pues te estás demorando, o me voy ahora
mismo, no me interesa tu dinero. ¡Termina ya! —y yo le dije, creo por
última vez—: No seas así conmigo, por favor; solo deseo un poco de
cariño. Lo último que me pasó me dejó vacío y nervioso —así le confesé
en pocas palabras—. ¡Aunque sea, finge! Te lo suplico —le clamé.
—Cállate, ya basta por hoy, estoy cansada y no terminas. Me voy…
—creo que aquí se gatilló el resto. Aunque mi voz se tornaba un tanto
quebrada, noté que fue más vil que generosa.
Era cierto que no estaba totalmente en mis cabales, que el hecho de
que no me proporcionara el afecto, aunque fuera fingido o simulado,
27
Germán Rodríguez
en esos momentos me había convertido en una herida supurante, y que
la soledad diaria me había hecho presa del desasosiego. Al final todo
concluyó del mismo modo en que se había desvestido: apresurada, vio-
lentamente raudo. De ahí ya no recuerdo nada, solo que me condujeron
a una celda con unas ventanas oxidadas, ajadas por el tiempo, como
si la libertad estuviera a un paso de la esquina, con un par de policías
haciendo su labor más perfecta y simplona: un par de esposas en las
muñecas, y el traslado en un camión donde había otros detenidos. He
de decir que los custodios conocían su labor; aunque aburrida y tonta,
conocían su oficio y los barrotes intrincados de las celdas: el envío de
algún dinero, el arma escondida en una que otra chuchería, los cuchillos
hechos de tenedores y madera bien cincelada, con una punta que causaba
miedo de solo mirarla,… y al costado, el pabellón de violadores y
matones a sueldo. Todo controlado por el policía en jefe y un taita o
mandamás del calabozo.
La puta me cobró por adelantado, como siempre. Cien soles que
desenfundé con más miedo que tentación por el deseo de la carne y la
caricia próxima. Avizoré que ella se detenía a preguntarme a cada rato
si ya había acabado, y apenas dijo esto, exploté muy dentro de mí a la
manera de un hombre dañado, moralmente agraviado en lo más íntimo
de su ser. Ella, antes de que ejecutara el acto, como ya dije, cogió el
diario, la vi leyéndolo de costado, se aseguró de que yo empezara,
y después ni un mínimo de atención. Lo que cobraba no era poco y
merecía una reciprocidad. La atención dio paso a la indiferencia. O
mejor dicho, la desatención dio pie a la furia total, desbocada como un
caballo rasguñado en sus patas traseras. La miré absorbido con el más
callado grito aterrador, confundí su rostro con el espejo decolorado de
la casa de mamá; y su cuerpo se envolvió entre mis manos como si de
un ovillo vetusto de lana se tratara, y entonces sucedió lo inevitable…
La masacré sin medias tintas. Mis manos y mi cuerpo parecían los
de un animal que hubiera estado enjaulado durante años. La muchacha
apenas pudo defenderse; cuando mordía uno de sus senos para extirpár-
selo logré que soltara un grito final, como el de un suplicio. La mordí
tan fuerte que los pechos quedaron tirados en medio del cuarto. Luego
28
Un crimen demasiado humano

vino el golpe que destrozó su cráneo y lo dejó con un hueco profundo.


Era peor que una bestia salvaje; mis puños hubiesen podido destrozar en
ese momento una construcción de ladrillo o cemento armado. La furia no
se mide por lo que uno pueda hacer, sino por la barbarie que uno se va
comiendo en el fondo mismo del alma. Y mi furia estremeció los diarios
más leídos, y aun la gente más superficial de farándulas o los riquillos de
moda pusieron cara de espanto, y por unos momentos la sensibilidad se
volcó en sus cielos extraviados. Ya dije que estaba desbocado, al borde
de un abismo donde ni la más misericorde palabra detiene lo que uno
guarda bajo siete llaves, como si de una bomba guardada largo tiempo
entre gasolina, pólvora y bajo un sofá vetusto se tratase. No pasó ni un
par de minutos, y el cuerpo yacía frenéticamente doblado, salpicada la
sangre por las paredes, pues presioné sus ojos hasta sacárselos de su
órbita, y la nariz le quedó rota, o mejor dicho, no le quedó más que un
pedacito de nariz, y aun las cortinas y la ventana más próxima al cuarto
se tiñeron de sangre.
El de vigilancia tembló y le dio pánico hasta entrar. Quizás pensó que
también le darían muerte a él, pues me vio hecho una bestia irracional,
con la mirada fija ahora en él, y salió corriendo, a pesar de que estos
sujetos muchas veces tienen un historial criminal o de pandillaje, o se
dedican al oficio de vigilar a las prostitutas porque sus antecedentes
judiciales y penales no les permiten un trabajo más limpio. Entró y salió
como un rayo de fuego. Y pidió auxilio. No pudo hacer nada contra mí.
Las demás putas desaparecieron con el calzón en la mano, pues atendían
seguido, y los parroquianos apertrecharon bien sus cuerpos para desfilar
raudamente por las escaleras y fugarse al primer asomo de un grito
desgarrador. La pasión suele cegar los sentidos, más aún cuando está
herida de muerte y la siguen matando con la indiferencia y el ignorante
maltrato, algo que jamás comprenderán las almas vulgares, pues es
bien cierto que la ignorancia es demasiado atrevida como para detener
sus impulsos altaneros, fisgones, su palabra encogida y su ensueño
demarcado por un charco de barro donde creen tener el control de sus
vidas, cuando solo perecen a diario. Y sin embargo, están las almas
idealizantes, las que construyen quimeras y sueños empapados de un
29
Germán Rodríguez
enorme y grandioso entusiasmo, como cuando el amor ha derramado
su bendición en un beso que armoniza el espíritu con las fibras más
íntimas de nuestro cuerpo físico.
El fiscal ha formulado en su acusación treinta y cinco años de pena
privativa de la libertad por asesinato en primer grado. Las portadas de
los diarios más leídos han desviado las noticias políticas, económicas
y hasta de crímenes pasionales para reflejar este execrable episodio.
«Diabólico, sangriento, monstruoso, aberrante. No tengan piedad de
Dios», sentenciaron todos sin temor a dudas. Yo entierro la cabeza
como una tortuga, como es característico en mí desde niño, pero ahora
tengo cuarenta años; he perdido quince de mi juventud en prisión (con
los beneficios penitenciarios no se ha podido disminuir la pena, por
los trámites, que se demoraron mucho, pero se cumplió la condena); y
de cuando en cuando se realizan campeonatos de futbolín, pero yo no
juego los partidos, me quedo viéndolos. Jamás aprendí ni a ser portero.
Creo que tuve miedo desde pequeño, y el fútbol es un deporte violento,
desmedidamente insensible para un espíritu como el mío, lleno de
temores y susceptible como el verde pasto que se pisotea y termina
convirtiéndose en tierra poco fértil. Tengo pánico de que me hagan daño,
de que se comporten como lo hicieron todo el primer año de carcelería.
Yo nunca violé a nadie y pedí un poco de compasión y delicadeza
cuando lo ejecutaran conmigo, pero no me escucharon y dieron rienda
suelta a sus desbordadas pasiones enfermizas, y me vejaron peor que
a un animal al que se degüella, disfrutando sádicamente del placer del
dolor, de la rabia contenida, de la tristeza sollozante. Y entonces fui
otro, un hombre pálido y sombrío que solo atinaba a dar de comer a las
palomas todos los días como un autómata, como un pedazo de cartón
estropeado por las manos sucias de quienes aporrean a un ser humano
con el arpón de la miseria y sus escondrijos.
Ahora no sé si me arrepiento, si dejé que mis manos fueran conducidas
por la ira furibunda, mas nunca malsana; si cometí un pecado gravísimo
tampoco sé si lo fue; ahora solo recuerdo pequeños episodios como
escaleras que uno va subiendo como renqueando, a paso muy pero muy
lento, como si la vida estuviera al límite o el pedacito de lugar que nos
30
Un crimen demasiado humano

arrincona nos fuera a devorar, y no aceptamos sino el hecho de tener que


hacer las cosas con la letanía de la extrema paciencia, de la sinrazón, de
la vida que parece ya no tiene ningún sentido, o como el árbol que ha
desfallecido porque siente que ya no hay vientos que lo cobijen en su
diario peregrinaje en un mismo sitio raído. Solo quería que me amaran
de mentira durante unos minutos. Estaba dispuesto a dar más de lo que
me pedían si era necesario. Una nube negra se agigantó entre mis ojos,
palidecí, creo que desemboqué en un trance vertiginoso, y al fin… Todo
lo que estoy narrando se lo conté a un periodista de policiales, quien
atinó a abrazarme y a llorar conmigo. Fue la primera muestra de afecto
después de tantos años sin el calor de un abrazo. Quizás debería haber
sido comprensivo con aquella mujer de carmesí y olorosa piel, pero ¿y
yo dónde quedaba?
Me cuenta mi abogado, un viejecito de apellido Sánchez, letrado de
oficio, que la pena no la va a poder reducir. Que los hechos son incon-
trastables, irrefutables, y otra vez más se me nubla la mente, pero lloro,
lloro amargamente, mientras mamá viene a buscarme con la comida
del día, toda demacrada y angustiada, y no puedo evitar decirle que
le fallé, que me perdone, que todo tiene solución, que voy a entregar
mi vida a Dios si es necesario, que me voy a volver un profeta, un ser
redimido ante todos, pero a ella también se le cae la cara de vergüenza
y me pregunta por qué. Y yo le digo:
—Tranquila, por favor, mamá; quiero verte tranquila —aunque bien
sabía yo que dentro de ella se le iba el alma; y como desviándome de la
conversación, le murmuré—: Todo va a pasar, mamita; el doctor Sánchez
dice que salgo en menos de diez (esto es mentira, solo para que mamá
recobre un poco el aliento o su pérdida no sea tan excesiva y funesta).
—¿Diez qué? —me inquiere, pues no entendió bien lo que le dije, y
ahora con un marcado acento le espeto:
—Solo anda a casa —mientras ella escucha y ve con sus ojos entre-
cerrados que en el pabellón de a lado un miserable cortó la garganta de
otro; huye despavorida, y, de lejos, me dice:
—Vuelvo mañana…
31
Germán Rodríguez
La cárcel es hostigante, bulliciosa y llena de fango. Me mezclo con
todo ello, y apenas me acomodo en el respaldo de un sucio colchón
de espuma, recuerdo los besos que le di en el cuello a Betty, la occisa.
Besos reprimidos pero apasionados, y me conmueve saber que algo de
placer obtuve por mí mismo, que nadie me lo procuró, que estoy solo
porque me da la gana, que no pienso sino en mí, en mi sentencia, en
mis años de encierro.
Quiero gritar, pero los presos en vez de ahuyentarse me gritan:
—Loco de mierda, hijo de puta, vas a pagar lo que has hecho. Te vas
a pudrir, huevón.
Yo los miro de reojo y pienso que no hay fin sino la muerte misma
del alma. Advierto un cuchillo por detrás, me doy la vuelta; es Gorki,
el del pabellón de al lado. Me ha visto frágil y quiere desenfundar toda
su venganza contra alguien, pero no se lo permito. Total, el único que
puede contra mí soy yo mismo.
La lectura de sentencia está programada para el mes siguiente. Oigo
que no faltan sino veintisiete días y unas cuantas horas. Me reduzco a un
ser miserable, peor que un gusano, y la gente, cuando salgo del presidio
para dirigirme a la Sala Penal de Condenas o Absoluciones, me espera
a las afueras para lincharme. La turba actúa así porque es ignorante. No
conoce los instantes previos, son una masa deforme de gente que cree
tener la razón (aun hasta aquí soy ególatra) por ese fanatismo mediático
con el sentir del pueblo; pero al final los pueblos no existen en sí mismos.
Las personas sí lo hacen y dan un nombre digno o indigno a su ciudad
o al lugar donde nacieron. Esta muchedumbre se ve seducida por las
noticias y los prolegómenos del caso, tal como sucede con la gente poco
instruida y educada, que solo se regocija en su propio charco, haciendo
escándalo de cualquier tontería en su afán de sentirse importante cada
vez que se le permita hacerlo, o que agravia al que tiene frente a sí o
al del costado, con una malcriadez o indiferencia insultantes, que aún
para ellos es poca cosa. Pronto para mí la pena también es una nada
inservible; no la siento, y aquí las leyes se pervierten o se ultrajan a la
usanza de los más poderosos, usufructuadas al servicio de los que más
dinero ostentan.
32
Un crimen demasiado humano

¿Pena de muerte? No hay. ¿Creo merecerla? No lo sé. Ahora comprendo


que fue decididamente monstruoso. Ahora lo recuerdo todo. Pido al ma-
gistrado que me conceda relatarle los detalles, la miseria más incólume
de mi acto, cómo pasó, por qué sucedió, qué me hizo ser otra persona
que no era. Y sin embargo sabía bien que aquel carácter o destino iba
germinando en mí con un profundo despecho, y cercano, muy cercano
a la frustración de no ser yo mismo, lo que equivaldría a decir que la
enfermedad no sólo me predispuso, sino que había desencadenado sus
consecuencias, y estas venían porque era algo irremediable, inconteni-
ble, incontrolable, como dos más dos son cuatro o como un río salido
de sus cauces, inclemente, o un viento gélido transformado en una
tormenta que todo lo arrastra.
Entonces los magistrados entendieron que a veces la existencia nos
preserva, nos ilumina o nos aniquila contra un muro donde se preparan
las balas para el disparo final. A uno de los jueces se le enfundó el rostro
de compasión y fue muy humano conmigo; diría yo que sintió mucha
lástima con todas las víctimas: la occisa y su familia, y por supuesto,
mi madre y yo mismo. Lo noté cuando el relator de sentencias daba
el veredicto final. Pero conversó con los otros jueces y me dieron la
oportunidad de reivindicar mi silencio. Me permitieron hablar casi una
hora entera. Nunca se había producido esto antes en un juicio. Pero
dibujé con palabras, con tal desbordada pasión, rayana en la franqueza,
que al final, tras un silencio prolongado, la sentencia fue por debajo
de lo que el fiscal había pedido. Mi madre lloraba en el primer banco,
sentada tras de mí, y yo con la mirada le pedía perdón. Los jueces se
pronunciaron largamente. Uno de ellos habló después de haber fijado
en quince años la condena:
—Esto es absolutamente triste, y creo saber que el condenado merece
toda la misericordia del mundo.
Ningún juez pronunciaría esto, la mayoría se cuidaba de lo que decía,
por no decir todos, ya fuera para proteger su puesto de confianza, o
porque la hipocresía siempre fue una virtud dentro de toda burocracia.
Esto era inimaginable para cualquiera; podía sentirse una insospechada
parcialización, pero no era cierto; fue lo que sentían, pues creo que
33
Germán Rodríguez
todos entendieron la naturaleza de lo acontecido. Sin embargo, el juez
principal, el que dirigía la sala penal, tuvo el coraje de manifestar su
sentir, su opinión y lo que tal vez le dictaba el corazón. Y ese fue mi
triunfo.
La gente lo abucheó. No comprendían. Ya he dicho que las masas
carecen de aquel atributo de individualidad y se alinean con el resto,
porque solos no son nada; no valen nada, porque en grupo cualquiera
ataca, cualquiera juzga o se proclama. Mientras tanto, la sala entró en
descanso, mortificados por todo lo que se les venía: los comentarios
malintencionados o alguna parcialización manifiesta, que muchos
dirían para poder sacarlos de sus puestos. Me condujeron a otra celda,
otra prisión, en provincia. En estos precisos momentos comprendí lo
sucedido, más que una realidad desaforada, era una pesadilla salida de
los peores libros de crímenes. ¿Si me arrepiento? ¡Claro que no! Dentro
de mí creo haber hecho lo correcto (puede parecer que estoy loco, pero
no, estoy más cuerdo que nunca), pero los jueces se llevaron la mejor
impresión de mí, aunque esta detección fuera tortuosa y compasiva, y
lograron entender que el ser humano es un ser humano por encima de
todo y merece que le presten atención, respeto, empatía, o al menos
un solidario interés, aunque de conveniencia se trate (y diría que esto
sería lo último que pudiese suceder en el peor de los casos). Quién
sabe si ellos habrán vivido esto como yo alguna vez, pero claro, sin los
resultados desmedidos de mis actos. Soy un pasional (desde bebé, decía
mi madre, lloraba como ninguno), y trabajo ahora en la carpintería del
presidio. Me divierto. Yo que leía afanosamente, como un ratoncito de
biblioteca, ahora fabrico muebles y de los buenos; mi madre viene los
días asignados para las visitas, con su bolsa llena de frutas y comida,
pero sé que la pobre en uno de estos días se me va a caer, y yo junto a
ella. No lo advierto, pero una opresión en el pecho me dice que algo
va a suceder.

34
Un amor no correspondido

Ella se fue como vino. Nunca supe cómo entró a mi vida. Fue una
tercera persona que nada tenía que ver en mi mundo, creo que no cabía
en mis ambiciones ni yo en sus conformismos. Pero igual se fue, tiempo
después, no dejando rastro ni para el llanto prolongado, mucho menos
para la compasión. Solo se marchó y dejó las cosas con sabor a amargura
y soledad duraderas. Entreabrí la puerta de la habitación y lancé un beso
a mi Corazón de Jesús, le pedí perdón por mis actos violentos y puse mis
manos entrelazadas en mi cabeza, bajo una almohada ya usada; tomé
un hisopo de algodón, me limpié los oídos como para relajarme, como
siempre lo hacía, y lloré en un solo grito. Me detuve en el baño, pues no
sabía a dónde dirigirme. Recuerdo que alcé el teléfono, llamé a mamá y
le conté todo. Total, ella era mi amiga y papá ya no me quedaba. Murió
de un infarto, que no quiero comentar, pues se me llena de lágrimas
el rostro y no logro escribir sino su nombre sobre el papel en blanco.
Mamá dijo que me esperaría en casa.
—Sí, papi, vente para acá. No te demores tanto y vente.
La oí preocupada.
—Sí, mamá, allá hablamos.
Luego recorrí los demás cuartos y lloré en cada uno de ellos. La ropa
aún tendida, y las ollas y los platos sin lavar. La noche anterior, antes
de su partida, fue durísima; demasiado llanto y una energía mortal que
se desprendía hasta del paisaje y del viento, que no podían augurar
más que un episodio desgarrador y sombrío, confabulándose con los
35
Germán Rodríguez
últimos insultos: «Hija de puta, todas me las vas a pagar. Yo que te doy
de comer... Deberías estar agradecida, y solo te limitas a cumplir. ¡Qué
te has creído! ¿Que no me he dado cuenta de que tú y tu puta familia
sois de lo peor? ¡De que ni siquiera me llevaste a tu casa! Te lo pedí y
accediste solo para cumplir, no porque me tuvieras amor. No te fajaste
por mí. Yo sí lo hice. Me la jugué por tus putos problemas. Además, con
cuántos te habrás acostado. ¿Ayer no dijiste que seis? Y yo creí ser el
sexto, el último, y tú me lo aseguraste, mentirosa. ¿Ahora cómo puedo
confiar en ti nuevamente? Mentira tras mentira. Yo sí fui honesto, pero
al rato dijiste: “¡A ti qué te importa cómo fue mi pasado! Fueron seis
antes que tú”. Y fue la mentira confirmada. Otra mentira más, después
de haber grabado el número de su exconviviente y padre de su hija,
en su celular, como Laura. ¿Por qué hiciste eso? ¿Qué ocultabas? Te
estás confabulando con el matón, ¿no es así? ¡Júrame que no es así!
¡Júramelo! Y tú me decías: “Te lo juro”. Pero lo ocultaste hasta el último
momento. Dios, con quién estoy. Y respondiste con voz baja: “Lo hice
porque pensé que cogerías el celular y borrarías su número. Sabes que
tengo que comunicarme con él por la bebé”. “Sí, lo sé —le grité—. Pero
jamás cogí tu celular. Eso, lo que dices, es una excusa más para esconder
no sé qué diablos!». Y aquí también algo se gatilló… (quizá nunca debí
preguntar por su pasado ni ella por el mío; pero yo se lo contaba de la
forma más normal y hasta hilarante, como para dejar sentado que nada
tenía que ver con mis anteriores parejas, y ella se mostraba silenciosa; a
veces se le escapaba algo de lo que vivió antes y esto me encolerizaba,
pues lo que ella contaba lo hacía con una nostalgia que en lo más íntimo
de mi ser me decía que aún seguía queriendo a alguien y que yo era el
sustituto perfecto, el segundón. Y que si la mostraba ante la gente que
me rodeaba, aparte de la del trabajo, fue porque me sentía orgulloso de
tener a una mujer agradable y guapa a mi lado, y porque tuve la firme
convicción de que llegaría hasta el altar con ella). Nunca estuve ciego de
amor ni mucho menos. Solo quería comprensión. Le advertí que padecía
una dolencia mental, que no era como el resto, que la sensibilidad que
salía de mis poros era como vidrio templado, que al menor contacto se
rompía, que no podía dormir sino con pastillas… Pero así y todo ella
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Un crimen demasiado humano

aceptó. Después de dos meses con veintitrés días no dijo ni siquiera un


falso adiós, aunque hubiera sido a través de una carta o un telefonazo.
Dolió tanto que la primera vez que fui a buscarla, cuando me apagó
el celular, no sabía qué calle o avenida tomar, no sabía a qué auto o
microbús recurrir; era como un zombi en plena calle de la panamericana
norte. Miraba a la gente y me preguntaba si no estaría confundida entre
todos ellos. Total, qué me podía esperar, si el mismo día que se fue le
di una patada, esta cayó en la silla, pero igual la lastimó ligeramente
(podría parecer que de verdad la lastimé groseramente y que fui un
maldito cobarde, pero no fue así, solo relato la verdad, no ganaría nada
con mentir, ni redimirme a mí mismo; la presión y los nervios habían
hecho su trabajo limpiamente y yo, envuelto en sus contubernios, solo
me dejaba llevar; ya he dicho, no podía controlar lo incontrolable,
no fue mi culpa). Mientras, ella enrojeció de rabia y me dijo: «Me
prometiste que no ibas a golpearme ni una vez más; eres una basura»,
y luego me calmé como por arte de un acto ilusionista que deja a todos
anonadados en sus asientos, y nos dirigimos a tomar el taxi colectivo.
Antes de aquello, también Pilar había reaccionado como nunca. Me
mordió los dedos anular y meñique hasta casi sacármelos. En verdad
me dolió. Pero eso a ella no pareció importarle. Solo interesaba su dolor
y tomaba conciencia de lo que ella sentía. ¿Y yo? ¿Podían comerme
los buitres o algún ave carroñera? Si por ella fuera, creo que lo hubiese
permitido sin interferir.
Me desprendí de ella rápida y furiosamente. Y luego quiso ahorcarme,
pero no se lo permití. Y me dijo:
—¡Jódete!
Y empezó a gritar como una loca. Todos van a saber esto (se refería
a los vecinos), pero ya todo estaba consumado, incluso desde antes de
aquella noche. La hermana había conversado con Pilar. La tal Juliana
era problemática y se encontraba muy frustrada, pues no había podido
tener hijos en su matrimonio en siete años de casados con su esposito,
como así llamaba al que se partía el lomo por su amor. Un imbécil diría
yo. Una marioneta a la cual le mueves los hilos y responde con actos,
porque palabra no tiene, y el tal Miguel era hombre sin personalidad.
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Germán Rodríguez
La hermana, ¡una tremenda zorra! Lo que le escribían en Facebook me
dio una justificación perfecta para decir que no tenía nada de santita la
muy pérfida. ¿Y el marido? La quería, siempre andaba detrás de ella,
trabajando a brazo partido y llevándola de viaje por diversos lugares.
¡Eso sí que es amor! O la cojudez más grande del mundo! Saber que
te estás matando para que te den el culo por la noche y vivir solo para
eso, mientras para la arpía (la tal Juliana, de quien hablo) era una raya
más en su cinturón. Su mirada la delataba, y eso que no soy hombre de
experiencia; pronto supe que la mujercita daba órdenes a quien quisiera,
y el marido se lo permitía y no decía nada: un pelele absoluto, como
decía mi madre: un remedo de hombre. Pero lo que atormentaba a la
tal juliana era su esterilidad, el no poder concebir, mientras que todas
sus amigas se llenaban de hijos, y esto yo lo comparaba con un búho
mortificado por la luz omnipotente de una luciérnaga. Y es que el búho
se esconde y no te mira de frente, y luego sonríe con la indirecta precisa
para cazar o redescubrir en ti el silencioso dolor del cual este animal se
ríe sin que lo percibas. (Por eso, si tienes un búho hecho de artesanía o
como adorno, ponlo siempre de cara a la pared).
Entonces, retomando el aciago día, Pilar y yo salimos de casa. El
primer colectivo llegó a su destino en cinco minutos y nos dejó en plena
avenida, mientras yo compraba mis pastillas y Pilar iba a comprarme un
Red Bull. Me encontró hablando en una cabina. Pensó que hablaba con
mamá y que seguro que le contaba todo. Pilar en el fondo sabía que mi
madre era mi amiga y conocía casi todas mis andanzas y desventuras.
La vi menos de treinta segundos, y cuando colgué el teléfono, tras
despedirme de mamá, había desaparecido como cuando apareció en mi
vida: ¡sin saber cómo! La busqué entre tanta bulla y muchedumbre; el
rostro agitado palidecía con mi tristeza, y el desencajo de mis facciones
hacía que viera las calles como puros objetos inservibles, aun a la gente,
de la cual trataba de zafarme para poder encontrar a mi mujer. No pude
ubicarla. Apenas colgué el teléfono, la llamé: fueron cuatro timbradas
que me dieron algo de esperanza, como cuando se tiene a uno de los
padres para abrazarlo y llorar para que te diga: «¡Calma, hijo, todo
va a pasar!», pero luego se enmudeció el aparato, se apagó como un
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Un crimen demasiado humano

incendio que calcina todo cuanto encuentra en unos segundos con una
llama furibunda y luego se apaga bruscamente, sin mediar el auxilio de
bomberos o de gente especializada, y entonces supe que tal vez jamás
volvería. Dejó casi todas sus cosas en la casa, muchas fotos, incluso
las que nos hicimos en el viaje a Cuzco, pero jamás hubo una mención
de su parte en ninguna fotografía, pues en otras donde se encontraban
su madre y sus hermanos, por lo menos algo recordaba y escribía. En
nuestras fotos nunca hubo nada.
Por ese entonces, mi alma y mi cuerpo estaban completamente
desequilibrados como desde dos meses atrás más o menos. Y ella me
acompañaba en mis terapias al hospital para el dolor de mis músculos;
yo sabía que ella lo hacía por cumplir. Dos semanas atrás, su rostro
había cambiado, y sus besos eran fríos. Yo se lo comentaba, y ella se
molestaba. Como tengo un carácter fuerte le reprochaba sus contesta-
ciones altisonantes y contrarias. Le decía:
—¿Podrías ser un poco más hipócrita al menos? —pero nada.
Un día me dijo que así era su carácter y que estaba intentando cam-
biarlo, pero que no podía. «Tal vez lo heredé de mi padre», era su
estribillo… (qué locura ahora pensar que de su padre o de ella, quien
me enseñó a hacerlo, heredé también la forma de limpiar mi máquina
de afeitar para evitar su desgaste inminente y hacer que así durara más.
Ella me ayudó a perfeccionar la técnica. Había visto al degenerado del
tal Teodoro hacerlo en las mañanas, y sí que lo aprendió). Después dijo:
—Contigo no se puede, Giacomo, jamás sé qué te gusta, o si puedo
decirte algo o no. No sé cómo vas a reaccionar.
Y eso era mentira. Ella sabía cómo podría reaccionar, pero no me
estaba tratando bien, y eso yo lo sentía como un dolor en el pecho.
Estaba intranquilo. Y siempre tuve intuición, desde pequeño, mucha
sensibilidad para detectar lo que era cariño de verdad o fingimiento. Y
aquí tal vez ella trató de ser mejor mujer para conmigo, pero no podía,
pues no me quería lo suficiente o no me quería nada.
El resto se lo aguantaba, pues cada dos semanas había ya un pequeño
dinero para su mamá y su hija y algún que otro regalito, y tampoco tenía
mucho dinero para mejores detalles o una suma estimada para calmar
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Germán Rodríguez
los nervios cada mes. Mejor o peor no sé si estuvo cuando fue a vivir
a la casa que alquilamos, pues yo decía:
—A partir de ahora es nuestra casita, con jardín y todo.
Soñaba con durar mucho más tiempo o el para siempre con Pilar. Sabía
que no estábamos enamorados como locos, pero había entendimiento en
muchos aspectos, y esto se terminó porque también terceras personas
se introdujeron bruscamente en la relación. Luego, nuestra existencia
se convirtió en un infierno del que saldría tan lastimado que no pude
moverme en dos semanas. ¿Por qué? ¿Acaso me pegaron? ¡No!, ya he
dicho que los nervios se encontraban haciendo su labor limpiamente,
dejando el rastro silencioso de una cruz llena de sangre marcada en el
ánimo y el cuerpo, que se te encogía como un puño cerrado. No hablo
de infidelidades. Jamás las hubo. Ni por mi parte, como tal vez sospechó
ella de una supuesta aventura mía, ni por la suya. Yo lo sabía, y eso me
bastaba. Hablo específicamente del padre de su hija: un matón a sueldo
con un grave defecto físico: un brazo quemado, el derecho. Y una mirada
furibunda como de zorro ártico, bien cubierta con unas lentes oscuras
de escaso costo. Su lugar de donde nunca lo sacarían, según Pilar: La
Victoria, cerca de Matute, un estadio de un equipo que un día de niño
acaparó mi atención, pero que se diluyó con el tiempo, pues el fútbol
ya no me gustaba. Era yo cercano a deportes de más cara envergadura
e individualismo, pues mi otra pasión siempre fue y será el tenis.
Homero, el exmarido, comenzó con sus insultos a través de mensajes
al celular: «Desgraciado, ¿ya te tocó a ti? ¡Ahora me toca a mí! (Se
refería al sexo). Y para que sepas, ella me entregó lo que compraron en
Cuzco, me regaló varias de las cosas que compraron. ¡Así que ya sabes,
imbécil!». Otro de sus mensajes ofendía directamente a mi profesión,
mi honor, y desestabilizaba mis emociones: «Abogaducho de quinta,
yo ya me la comí como quise. Si estás tú con ella, a mí no me importa.
Gilipollas. Ya nos vamos a ver, tuputamadre, y vas a ver lo que te va
a pasar». Tal vez mi peor error fue timbrarlo aquella vez a su celular,
pero jamás le insulté. Jamás hice nada contra él. Bien sabe Dios de
esto. Solo quería saber si Pilar se comunicaba a ese número donde
hablaban de su hija, pero juro que jamás lo maltraté ni le dije esto es
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Un crimen demasiado humano

mío ni nada. El me provocó. Y sabe Dios que mi carácter es también


impulsivo y contesté a sus mensajes desde mi celular particular (cosa
de las más estúpidas que hice), y este tipo, guardaespaldas y chófer de
un fiscal, tenía mucha calle y un amplio recorrido. Iba siempre un paso
por delante de mí. Y pensar que lo subestimé… Pues, como abogado,
me lo comería con zapatos y todo (y otra vez el ego que nos engaña, que
nos deja a merced del contubernio de la risa y el llanto); pero Homero
imprimió todos mis mensajes, en los que soltaba los peores insultos y
amenazas habidos y por haber; la rabia se había hecho presa de mí, pues
hirió mi orgullo con sus palabras insultantes, y entonces el muy capullo
denunció con las impresiones de los mensajes a la fiscalía, acusándome
del delito de coacción.
Y pensar que quien comenzó todo fue él... A veces la justicia es un
poco salvaje cuando en la reacción no media un equilibrio. Pero ¿quién
en este mundo es tan equilibrado como para decirme yo no hice esto
o aquello? Ganó una primera batalla y me dejó con la suciedad de una
denuncia que tuve que afrontar a pesar de que mi mejoría mental iba ya
en declive por todas las tensiones acumuladas. Además, él sabía que,
como era abogado, Pilar iba a pedirme tarde o temprano que la ayudara
con la tenencia de la menor, pues él tenía a la niña, y mi mujer buscaba
recuperarla. Extraños desvaríos y errores en su conducta hicieron que
alguna vez entregara a su hija, pero eso ya es pasado. Más adelante
hablaré sobre ese tema.
Y sucedió como el tipejo pensaba. Ella me pidió que la ayudara. Sin
ton ni son, formulé la demanda ante el juzgado de familia, adjunté los
medios probatorios necesarios e inmediatamente admitieron la demanda
de tenencia. Le íbamos a ganar, y Pilar estuvo muy contenta por todo
ello, pues planificábamos vivir con la niña también. Pero no previmos
los resultados. El tipo comenzó a amenazarme, me dijo que no me
metiera en su vida, menos en la de su hija. Que me iba a ir muy mal si
lo hacía, y que no le costaba nada meterme un plomazo, así se expresaba
este furibundo sujeto. Y el proceso que me había entablado por gusto
seguía su trámite, y perdía clamorosamente mi tiempo en ello, pues los
clientes ya no me encontraban en la oficina, y este hombrecillo aceleró
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Germán Rodríguez
los trámites para joderme la vida. Y amenazaba con seguirme. Un día
de tanto pánico, Pilar misma me dijo:
—Nos está siguiendo Homero. Estoy segura de que ese es su auto, a
la postre auto de su padre, pues el muy miserable no se podía comprar
ni uno viejo.
El carro estaba gastado y parecía que se le reventaba todas las partes,
andaba con las justas, y con la ventana rajada por uno de sus lados,
como cuando viajé en él. También lo relataré más adelante. El auto era
de color marrón claro con líneas verdes, bastante maltratado, como el
alma maltratada de quien lo conducía. Entonces le dije a Pilar:
—¿Estás segura?
—Segura, segura, no. Pero es la marca del auto, un Toyota, el mismo
color, pero no le vi la placa.
—¡Pero haberte fijado, mujer! —le contesté.
Y ella me dijo:
—Es que pasó tan rápido...
Aquí hubo una gran mentira. El auto no pasó tan rápido, sino lento,
muy lento, unos cuantos segundos, tal vez diez o quince, y luego aceleró
su curso. Yo no pude ver, pues en ese momento mis anteojos estaban
empañados por el sudor del miedo. Sé que Pilar tuvo tiempo de ver la
placa, y sé también que no me lo decía, pues temía que yo hiciera algo,
o que el tipo se enfrentara conmigo y me matara si decidía seguirlo, y
que a la postre ella perdiera el contacto con su hija, o tal vez porque
en el fondo de su alma, aún se compadecía de ese maldito delincuente.
Total, era el padre de su única hija. Ella dice que temió algo, que quizás
portaba su arma, pero no la vi nerviosa. No parecía asustada, más bien
la vi un poco suspicaz en cuanto a cómo yo actuaría.
A veces pensaba que sufría de varias personalidades a la vez. Pero no
quiero que ello se me meta en la mente. Me haría más daño del que de
hecho me procuró. Quien tuvo que tomarse agua de azahar y un sedante
fui yo, incluso estaba medicado, como ya dije. En ese momento creí
que ella se confabulaba con él. Que me estaban trabajando al miedo,
y no sé cuál fue su interés al meterse conmigo. Quizás sí lo sé, pero lo
escondo muy dentro de mí. ¡Sí!, lo sé. No puedo resistirme a contarlo.
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Un crimen demasiado humano

¡No puedo! Es más fuerte que yo: Pilar quería saciar su hambre, la ropa
de su hija, curar la enfermedad de las varices de su madre, llevar dinero
para comprar cosas en su casa, porque a veces, aun a sus hermanos,
que ya tenían familia, no les alcanzaba. ¿Y yo qué? ¿Yo qué? ¿Dónde
quedaba el miserable de Giacomo, en el último lugar de su jerarquía?
¿En el lugar de aquel a quien se utiliza solo para conseguir algo de él?
¿O es que el tonto de Giacomo era un tipo al que ella creía manipular,
al que Pilar quería acondicionar a su antojo? ¡Pero qué estaba pensando!
¿Que yo era un pelele, un ser sin personalidad? ¿Un mamarracho de
hombre al que ella podía manejar como le diera la gana? Estaba muy
equivocada. Yo podía ceder a sus antojos, a sus decisiones de último
minuto, a sus intempestivas formas de ser, con la sola condición del
respeto y el cariño recíproco (no quiero decir amor recíproco, pues
pienso que ella jamás me quiso, porque el hecho de que me hayan amado
está muy lejos de mis expectativas), pero que me dejara manipular como
si fuese un muñeco de trapo, un pelele, o tratarla de forma tan afectuosa
que ella se supiera servida, amada, y llegara incluso a no decirme ese
precioso gracias nunca, o a no acercarse a mi sillón cuando sabía lo mal
que lo pasaba por algún conflicto o algún asunto que me trastocaba la
cabeza, malacostumbrándola a que yo le hiciera todo tipo de favores,
como se lo hice varias veces. ¿Servida, sin la debida correspondencia
de su parte, como si fuese yo un empleado de ella? No, cojudo no
soy. Bueno y generoso sí, pero ¿que me dramatice sus vivencias para
socorrerla con lo poco que tenía? Señores, eso es manipulación, un
creciente egoísmo. ¡No!, no estaba paranoico, que es lo que ustedes
creerán cuando lean estas líneas. Pero las actitudes de ella a veces eran
tan desbordablemente extrañas que yo ya no sabía quién era en realidad.
Que yo la ayudara en su proceso, eso estaba bien, pero que arriesgara
mi vida en esa intentona; eso ya era mucho pedir. A veces sentía que
no había la más mínima consideración por su parte. Solo pensaba en
su hija, su madre, sus hermanos, y por último cabía yo como de sobra.
No diré que fue mala. Nunca lo diré. Más bien fue buena o intentó
serlo. Repetiré esto hasta encontrar la paz que tanto pido y añoro. Pero
hasta eso dudo cuando escribo estas líneas… Pues no pudo con su
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Germán Rodríguez
genética, con su pasado tortuoso, con sus intereses de medio pelo y su
libertad antojadiza, y es que no permití que terceras personas se metieran
en nuestra relación, como una hermana suya, de nombre Juliana, de
quien ya dije era bastante altanera y cizañosa (la gente que ha vivido
en la pobreza más absoluta cree que cuando se casa con un hombre
de recursos que le concede todos sus caprichos ha logrado el éxito tan
intensamente buscado). Entonces se le suben los humos, se le hincha
el pecho y no ve más que su entorno de gente de la misma clase de
pensamientos y opiniones, hipócrita, y se sobran, ya no te miran. Lo
cierto es que no han conseguido nada por sus propios medios y que es
otro quien provee; pero ahí están, alzando la vista y barriéndote con
la mirada, cuando en realidad solo son almas en estado vegetativo, a
las que les falta profundizar en cuanto a la razón de existir; almas que
no viven, que solo acarician el día siguiente como si el mundo fuera a
agotarse del todo, y lo quieren todo, y su conducta va directa a un vacío,
a una postrera servidumbre, por supuesto, sin que ellos lo sepan, en la
más absoluta inconsciencia). Frustrada por no concebir, la tal Juliana
aconsejaba cosas tan egoístamente, que incluso un día le dijo a Pilar:
—Entrega a tu hija a su papá para que estudies. Sabes que es lo mejor.
Y el cuñado terminó por convencerla, pues era amigo de la infancia
de Homero, y se la habían presentado para ver si formaban pareja (algo
más formal, por cierto).
¡Qué estupenda presentación! Le estaban diciendo que se acostara
con el verdugo, y ella ya había tenido varios verdugos antes, desde su
infancia, y esto no lo toleraría, aunque pronto habría de acostumbrarse
a aquella vida de conformismos y retorcijones en el estómago.
Le enseñé a trabajar, aunque tuve que recurrir a los gritos, pues Pilar
jamás mostró interés por la labor jurídica. Y cuando cobraba su semana,
mejor dicho, cuando yo se la daba en un sobre, solo decía: «¡Ah!». Ya.
Y eso era todo. Ni un solo gracias. ¡Y pensar que venía de una familia
paupérrima, con una brutalidad de problemas, que incluían el alcoholis-
mo de su padre, su degeneración y abuso para con sus hijos, una madre
sin carácter que parecía permitirlo todo y que callaba la boca porque
no tenía adónde irse! En fin, fueron casi todos los años de su vida. Y
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Un crimen demasiado humano

la recuperación de eso tarda mucho, y hay que tener paciencia, pues el


cuerpo y la mente resumen en un pliego de preguntas lo que a veces ya
no se puede curar y lo que sí se puede sanar. Entonces luchan, pero si
no hay voluntad, el instinto domina, se apodera como un gran señor y
no hay manera de detener a los instintos que se saben que nacieron de
una herida no sanada o mal curada.
No quiero ser malpensado, pero parecía que Pilar solo pensaba en
cobrar o en que yo le pagara su trabajo de asistente o secretaria todos los
fines de semana, específicamente los viernes, que era como habíamos
quedado; y estaba bien, lo merecía, era su derecho y mi obligación, pero
uno merece también un poco de interés y un gracias por lo menos. No
diré nada más, pues no quiero que me juzguen y me torturen creyendo
que escribo esto solo para salvar mi alma del postrero infierno que ya
ustedes están suponiendo creo merecer sin misericordia. ¡Pero no es
así! Se lo aseguro. Se lo puedo jurar por mi padre que en paz descanse,
a quien amé y amo tanto y seguiré haciéndolo hasta mis últimos días.
Poco se puede esperar de quien solo hace algo a sabiendas de que va a
recibir algo en recompensa o como retribución. Si bien es cierto que se
trabaja para conseguir dinero, este trabajo tiene que ser realizado con
perfecta o imperfecta devoción, pero con todas las ganas que uno le
pueda poner (aunque la existencia nos diga que esto o aquello no salió
como lo hubiésemos deseado. Total, hay que estar preparado para las
altas y bajas, y así se consigue templar el carácter y acometer con más
bríos los próximos actos, las buenas intenciones), pero realizar un acto
que se supone trabajo, diversión, pasión o juego, lo que sea, equivale
a ejecutarlo con todos los sentidos, y ella nunca tomó un mínimo de
interés, a pesar de que al principio no le exigía mucho, casi nada, diría.
Pero su trabajo era fácil, nada complicado: llevar documentos, entre-
garlos en recepción, ir alguna que otra vez a presentar escritos, recibir las
llamadas o hacerlas y tratar con algún que otro cliente. Eso era todo. El
resto, lo que resultaba hacer los trabajos, ganar los casos y hacer todo lo
posible para no perderlos, y por supuesto, cobrar por ellos, lo ejecutaba
yo. Aunque, cuando ya adquirió algo de experiencia en la labor judicial,
le encargué algunos cobros de dinero. Nada del otro mundo.
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Germán Rodríguez
Me acuerdo, un viernes cuando ya éramos pareja, de que hicimos el
amor o tuvimos sexo, ahora ya no sé lo que hubo; pero recuerdo que
me dijo: «No te olvides de mi semanita». Y yo le respondí: «Tranquila,
no lo he olvidado, jamás lo olvido, mi amor». Y entonces la llevaba en
el auto para que tomara su taxi colectivo hasta la casa de sus padres,
donde también vivían sus hermanos con sus esposas e hijos (no todos
por cierto, pues eran nueve hijos, y uno estaba en el extranjero y no se
acordaba para nada de los suyos. Y es que la familia era problemática,
y el muchacho decidió viajar para no tener que pasar las vergüenzas
que le suscitaban con justa razón el padre y la madre). Y entonces,
antes de irme a casa, despedía a Pilar, como cada noche, con un fuerte
abrazo. Me dijo:
—¡No me aprietes tanto!
Y luego solo le daba un beso en los labios o en la frente, o esperaba
a que ella lo hiciera, pero apenas llegaba su taxi colectivo se subía en
él, miraba hacia los costados, menos hacia donde se posaba mi rostro,
y se olvidaba de despedirse. Esto me encolerizaba, pues la quería bien,
como para formalizar con ella nuestra aún insípida pero para mí feliz
relación, aunque solo de momentos se tratase, como el viaje a Cuzco
y algún que otro trámite de un juicio que nos procuraba algún dinero.
Sonreíamos, nos íbamos al cine, hacíamos el amor como dos locos
furibundos y parecíamos felices. He dicho parecíamos. Y ella me decía,
con respecto a su distracción, que no me lo tomara a pecho, que solo
se le había escapado, que estaba abstraída en otro pensamiento, que no
pensara que era malo, que no pensaba más que en su hijita y su familia;
pero ya se sabe: cuando el amor es sincero, o al menos se quiere algo,
uno no se olvida. Tal vez pase una vez o dos, pero no diez o más veces.
Entonces aquí el amor se manifestaba como un espejismo tenue y sin
aliento, con una descarga de moral que se adhiere más al egoísmo y la
barbarie, que tiene como meta un interés fijo, que si tarde o temprano
no se consigue, entonces puedes echar a una persona a la basura como
se te dé la gana, sin la más mínima consideración.
Tantas cosas se sucedieron en esta relación de unos once meses más o
menos. La meta del año como pareja quedó como para exhalar un suspiro
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Un crimen demasiado humano

de resignación frente a un destino que se tornaba ansioso y sepulcral.


Tan poco tiempo como para que algo se descubra como una maraña de
silencios y mentiras. Pero así soy yo: un terrible pasional, que luchaba
denodadamente para salvarla a ella y a su pequeña hija, pero mi pánico
me traicionó o nos condujo a todos a un final sin escapatoria.
El diagnóstico de mi médico era preciso: depresión y ansiedad con
fobia y pánico; el remedio: Alprazolam y algún que otro antidepresivo
para drenar la serotonina en el cerebro, y de esto hace varios años. O tal
vez fue ella la que traicionó la lealtad. No la fidelidad. Eso se arregla.
Luego contaré por qué; y por cierto, tuve que rebajarme y morderme
la lengua para que su exmarido no me hiciera nada malo. El tipo tenía
una pistola, pues era guardaespaldas, y comenzó a amenazarme cuando
sintió que perdía totalmente a su exmujer, o quién sabe, a su todavía
mujer; eso solo lo saben ellos dos, y cuando vio que su hijita respondía
más a mis regalos y atenciones, que eran las que debía procurarle un
verdadero padre; juguetes o sanos divertimentos en el parque de los
juegos mecánicos, o algún almuerzo en un bonito restaurante, que él
no podía comprar, ni pagar, ni asumir en su presencia, al igual que su
mamá, pues les faltaba el dinero. Aquí la envidia es como una energía
que se acomoda en quienes tienen la falsa y estúpida virtud de la ética
en una doble moral, pues no ven sino con los ojos de la oscuridad lo
que es limpio y cristalino como una mirada franca que te revela el
mundo sin medianías ni fingimientos. A mí, trabajando duramente,
se me hacía más fácil conseguir el dinero, gracias a que tenía muchos
años de experiencia. Aquí se trastocó el hombre. Tenía celos por la
niña: lo único que le quedaba, o sus amenazas contra Pilar para que lo
ayudara a mantener a la menor, pues su sueldito apenas llegaba para
el mantenimiento familiar, y el licor de un día sí y un día no con los
amigos de su barrio le terminaba por consumir lo poco que le quedaba.
Debo decir que tras estos años creo sinceramente que Pilar era para él
y Homero para ella. Ambos, además, cumplían años el mismo día, el
mismo mes, y ambos disfrutaban de su conformismo, mientras tanto se
desprendía el olor inconfundible de la miseria, la rutina sin ambiciones
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Germán Rodríguez
y el fraude de una convivencia donde el licor barato y los vejámenes
consumían al por mayor la saciedad del espíritu.
Los gritos vinieron luego con el malestar de las sombras que salían a
nuestro encuentro; Pilar con depresión, el llanto de la mañana siguiente
hacía difícil la convivencia, y sus silencios y besos eran cada vez más
cerrados, más superficiales. Luego mi mente daba vueltas como las
manijas de un reloj que pretende adelantar la hora lo más raudamente
posible, pero que tiene que respetar las leyes de la física y el tiempo, y
entonces la hora se vuelve más incandescente, los minutos más curtidos,
los segundos, un eterno vaivén; y la premura y el deseo corroen el
tiempo, un sinsabor que se agiganta cuando uno piensa en él y se procura
conseguirlo, sin saber si se cumplirá o no. Y entonces el mundo es un
pasatiempo de angustias y frustraciones, donde solo puedes triunfar
si tu voluntad está dispuesta a hacerlo todo pedazos, mientras aquí la
voluntad se teñía de gris y plomo.
Pilar y Homero habían vivido sucesos imprevisibles en la niñez,
compartían un mundo de desventura y animalidad, y se denunciaban
mutuamente para ver quién se quedaba con la custodia de la hija. A él,
de niño, lo abandonó su madre, fue criado por sus tías, en un éxtasis
demoledor que solo Pilar conocía y que jamás me contó, ¿para qué iba
a contármelo? Ahí se quemó su brazo derecho. ¿Cómo? No lo sé, ni
pretendo averiguarlo. Solo sé que eso le dolía profundamente en el alma.
Así lo experimenté un día, cuando ya no podía soportar sus insultos, sus
amenazas, y me enfermé de los nervios más de lo que creía mi pareja
de entonces (Pilar, por supuesto); y la cicatriz enorme de Homero dio
paso a una grotesca burla mía, de la cual me arrepentí, pues pude haber
causado algo más horrible que todas las ventanas rotas de mi pequeña
oficina, que precisamente él había ejecutado con ese brazo que estaba
quemado. El contenido llegó vía mensaje de texto a su celular, y le dije:
«Hola, brazo quemado. Pilar ha tenido que tener estómago para estar
con un tipo como tú». Y le canté una canción sobre un niñito al que
despreciaban sus congéneres, como si de un animal se tratase, y al que la
gente iba a despreciar toda la vida por su brazo quemado, y le cantarían:
«Pobre bracito quemado, llamas a la casa y nadie abre las puertas, y te
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Un crimen demasiado humano

quedas solo como una rata de alcantarilla, pues las mujeres huyen de
ti, como siempre seguirán huyendo; pobre bracito quemado, ahí estás,
traumado y perturbado porque nadie te quiere, nadie da un centavo
por ti. Así morirás, bracito quemado. Adiós, porquería». Me excedí
cuando escribí esto. Estaba enfermo de odio, de rencor, los nervios me
habían consumido; pronto dieron paso a los síntomas: ojeras de mal
gusto, la gordura, la mirada sin un punto fijo, sin deseo, y el flaquear
de mis rodillas y el rostro desencajado se fundía en un ostentoso gesto
de desesperación… Clamaba ayuda, pero Pilar no me la daba. Más bien
ella suplicaba mi apoyo, y lo hacía con mucha sutileza. Me la jugué
por sus problemas como nadie, y ella no tuvo consideración, ni un
agradecimiento de verdad para mí. Eso dio pie a la cólera furibunda, que
estrené con sopapos en la cabeza y un escupitajo en su rostro cuando un
día me contestó mal y defendió a su exmarido, diciendo que yo había
comenzado la pelea al comunicarme con él por teléfono. Fue delante de
mi madre. No pude contenerme y pasó lo que ya dije. Creo que desde
ese día me odió en silencio, pues desde aquel momento prácticamente
enloquecí. Su energía era demasiado hostil, y el cuerpo comenzó a
dolerme de tan solo tocarla, aun cuando hacíamos el amor.
Estaba también su niñez desventurada y trágica. Su aura se confabu-
laba con el rostro de la muerte. ¿Por qué me dolían tanto los músculos?
Cuando llegaba a casa de mi madre, el dolor desaparecía o menguaba.
¿Cuestión psicológica? Tal vez. Pero su indiferencia y su poca o inexis-
tente consideración, más sus silencios sin cariño, me daban la oportuna
corazonada de un dolor disfrazado de una atención poco frecuente en
mi vida: la forma en que me sostenía el brazo cuando caminaba a su
lado, cuando me cogía de la mano y de las caderas cuando iba a mi
tratamiento al hospital para curar mis dolores en el área de rehabili-
tación física, sus comidas riquísimas, pero con bastante condimento,
que siempre elogiaba por lo sabrosos que eran sus platillos, su devoción
por tener la casa limpia… ¿Es que acaso todo esto fue fingido? ¿Una
manera sutil de acercarme a su regazo para que pueda dominarme a su
antojo? ¿El interés por vivir a mi costa? Ya he dicho que era conformista.
Su mediocridad la había adquirido no necesariamente del exmarido,
49
Germán Rodríguez
sino en su infancia, pues muchas veces la pobreza extrema trae como
mendigos hambrientos a la tibieza, la sonrisa sarcástica y desdeñosa,
pero bien acompañada de la mueca genial de amabilidad y sentimiento
aparente (para agenciarse algo que sostenga su existencia), la altanería
amenazante (que defiende lo que interesa a sus más cómplices deseos),
el dolor de no saber qué hacer, bien adentrado en el fondo mismo del
alma, el bullicio melancólico, la pereza que se estrena como una virtud
al principio, pues se cree que estas personas lo necesitan todo, o que
todo se les debe dar sin un gracias pequeñito a cambio, que es lo que
se pretende por lo menos. Pues como cualquier ser humano que es
gentil y bondadoso, merece la reciprocidad del prójimo. Aquí no se
descarta la decisión de querer ser alguien, pues no he dicho que Pilar y
su familia no luchaban por salir adelante; lo hacían, pero a costa de los
demás, aunque el precio fuese un poco caro de pagar. Pero el cojudo
que lo permite tiene tanta culpa como el que ejecuta un acto contrario a
la naturaleza de lo noble y bondadoso. Algunos quieren dar a entender
que son más, que lo tienen todo, y en este sentido el color de la piel algo
les había ayudado, pues los hermanos de Pilar eran blanquitos y de ello
sacaban partido, hablaban mucho de sus orígenes, como elogiándose
envilecidamente. Y pensar que Pilar me dijo que por este defecto (el
conformismo, -pues el tal Homero jamás iba a salir de su barrio de La
Victoria), había dejado a su exmarido, y porque el tipejo la abofeteó
delante de su hija. ¿Acaso era todo esto mentira? ¿Era una mitómana
redomada y consecuente? ¿O algo malo se cocinaba en sus entrañas,
en su pensamiento, en su corazón?
No lo sé. No lo quiero saber. No me consta. Me cuesta creer que
pudo cambiar. Quiero creer que todo fue para bien, que fue una buena
mujer, y quedarme con ese recuerdo fijo en la memoria, pero la duda
siempre crece, más aún cuando nunca más se presentó frente a mí.
¿Tanto me temía? Y si era así, entonces podíamos vernos aun dentro de
una comisaría, y sanseacabó. ¿Por qué tanto temor? ¿O es que no me
quiso dar cara, pues sentía que había hecho mal en abandonarme cuando
yo más la necesitaba? ¿O es que acaso era el rostro de una mujer que
ahora sí mostraba la verdadera fealdad de su más íntimo ser y no quería
50
Un crimen demasiado humano

que yo la viera más ni que la siguiera o conversara con ella? Tantas


cosas pasaban por mi mente, que tenía que tomar buenas raciones de
analgésicos para poder detener el dolor de cabeza. Y encima, la muy
sinvergüenza me denunció por maltrato físico y psicológico en una
comisaría cercana a mi oficina. Nunca supo cómo poner también en la
denuncia que ayudé a que mejoraran sus vidas, le di trabajo y le enseñé
a trabajar, le pagaba lo suficientemente bien (no era un dineral, pero con
el sueldo y las comisiones se ayudaba como ningún otro trabajo se lo
había proporcionado), como para que hiciera la labor encomendada con
cariño, cosa que nunca hizo. Todo fue por cumplir, solo para cumplir y
basta. Que le compré cosas de uso cotidiano, para su casa, útiles para su
hija, el chándal de su colegio, uniforme y otros regalitos más, como un
colchón de muelles, más algún dinerito que siempre caía en la oficina
y que le daba para sus pasajes y almuerzos. Y no se iba en microbús
como el resto de la gente, sino en taxi colectivo, pues a mí me gustaba
procurarle algo mejor para que se fuera cómoda y tranquila, además de
hacer rápido el viajecito hasta su casa.
Luego le abrí las puertas de mi hogar, de mi cuarto, del dormitorio de
mi hermana y hasta el de mi madre, y ella jamás me presentó a ninguno
de sus hermanos, solo a su madre, como quien presenta a una simple
amiga, sin entusiasmo; con una dudosa calma (¿será este el carácter
tibio de los mediocres o la indecisión de los fracasados?); y fui yo
quien le pidió que me llevara a su casa. De ella no nació esta acción.
Esto la descubría en todo su ser. Dijo que era por temor. Pero el temor
no se siente todo el tiempo, y aquello sembraba la duda creciente en
mí e iba convirtiéndose en una bola de nieve inmensa que arrasaba el
vuelo estruendoso y animoso de mi corazón y de mi conducta. Jamás
he estado más seguro de que algo ha marcado su destino y el mío ahora
que se ha ido para no volver. No diré para siempre o nunca, porque me
enseñaron que uno no puede depender de estas palabras o asumirlas,
pues es infinitamente inimaginable que no suceda un «siempre» de vez
en cuando, o que el «nunca» muestre su presencia perturbadora, pues a
todos nos llega la hora de algo, el colofón de un vestigio, de una ilusión,
y el nunca no existe, es quimérico. El siempre es más que quimérico, es
51
Germán Rodríguez
un imposible de la naturaleza. A veces se da, a veces no se da. Así de
simple. Ninguno de los dos se dan la mano, y sin embargo viven juntos
en cada frase que imaginamos, en cada boda religiosa que se sucede en
algún lado y que susurra en el vientre mariposas de todos los colores,
o en el primer beso y la primera entrega que uno imagina como la más
cruenta o el más mágico de los sueños. Y es entonces cuando acude a
mi memoria que todo lo que uno vive es un espacio de cuatro paredes
en el que puede ser el más feliz de todos los mortales, sin importarle
que fuera de los cuatro muros que le rodean existen hienas devorando
a sus hijos; hijos devorando a sus padres; médicos extirpando órganos
vitales para una supuesta donación que terminará por ser mercancía;
una mujer que llora en la calle su miseria pintada de cuerpo entero,
con una minifalda alevosa y un puñal entre los dientes; un grupo de
muchachos en un auto consumiendo marihuana; una monja embarazada;
un padre abusador y alcohólico; un cura pedófilo contándoles a sus fieles
las virtudes que debemos poseer para entrar al reino de los cielos, en
plena misa, por cierto, y tantas cosas más que nos volverían locos si
nos transformáramos en mártires salvadores de todas estas tragedias,
que forman parte del circo romano de todos los días, donde cada quien
aplaude al más fuerte, al más poderoso, donde lo que es bueno trasciende
la vulgaridad de lo nefasto, de lo poco virtuoso, y se transforma en una
nada, pues nadie le da su sitio, su valor; y donde lo malo es un remedo
significativo con claros y perturbadores matices de masa silenciosa y
enmudecida, y termina por convertirse en estandarte de todos aquellos
que luchan en la tierra denodadamente por lo que consideran ser algo,
tener algo seguro.
Qué rabia me dan las personas que preguntan:
—¿Tienes trabajo fijo?.
No hay nada fijo, señor o señora, amigo o amiga, ¡entiéndanlo! En la
vida, como decía mi padre, solo son seguros la muerte y los impuestos.
Mañana puedo estar bajo la sombra de la lluvia o del barro del cual
fuimos hechos. O quién sabe, muriéndome de risa por algún chiste de
un desconocido. Puede pasar que no recuerde nada de esto a los sesenta
o setenta, si Dios me da vida para ello, pues existe la posibilidad del
52
Un crimen demasiado humano

Alzheimer o de la demencia senil. Puede darse el caso de que llegue a


los noventa y me encuentre rodeado de nietos y bisnietos cenando a mi
lado, cantándome el cumpleaños feliz, junto a todos mis hijos, aun a
sabiendas de que mi esposa pasó a mejor vida (si es que por la gracia de
Dios llego a tener esposa e hijos), y que la compañera de toda mi vida
sería, pues, un ángel que nos cuida con sus más milagrosas bendiciones.
Pilar dejó una marcada y escalofriante duda tras mis pasos. Ahora soy
un paranoico (un amigo de promoción de la universidad me dice «loco
de miércoles», de buena, fe claro está), un loco vestido con una casaca
de cuero, un vaquero ajustado y bien marcado, un tipo trajinado pero
locuaz, aunque tenga que consumir bebidas energizantes para reposar el
cansancio y ahogar las penas; y me doy cuenta de que la cárcel ahogó
uno de mis gritos y liberó otro de ellos. Pero Pilar estuvo cerca, ¿saben
cómo? A través de mis escritos, pues nunca más apareció, como si no
hubiese existido en mi vida si no hubiera sido por un viaje y un trabajo
que trajo como complicidad una relación que estaba determinada a
acabar de la peor forma. O quizás Pilar no reconoció ni sintió pena
de mis dolores, de mi reacción, a pesar de saber de mis dolencias, al
menos mientras vivimos en casa. Jamás le mentí. Siempre le repetí que
era mejor que volviera con su exconviviente, con el padre de su hija,
el matón de medio pelo, el tal Homero; que por su pequeña hija era lo
mejor, pero ella siempre dijo que nunca regresaría con él, que ello era
imposible.
Esta vez me tocó a mí utilizar estas palabras en una sola frase. Aun
no sé si regresó con él. Creo que no, pero no lo he averiguado, no me
interesa ya, me da igual si volvió a tratarlo como pareja, porque cada
quien hacía su labor de padre, o tal vez se llevaron tan mal que eso
pudo dar paso a la unión (y esto sabe a paradoja, como lo es la vida
real). Quién sabe, se acostumbraron de tal forma que espíritu confluyó
con modo de vida y cercanía a lo mediano, a lo tibio, y en definitiva,
los dos nacían en la misma fecha y una hija los unía y los desunía
sin poner un parche para detener la sangre derramada de todos los
costados del alma; de ambos, claro está. Aquí fui un tercero excluido
por intenciones poco congruentes: un hombre que no se resigna a la
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Germán Rodríguez
idea de cuidar solo a la hija de seis años, una mujer que tampoco se
resigna a la idea de haber entregado a la hija a la edad de cinco años
a su padre, en un desvarío de locura y de arrebato, pues según lo que
Pilar me dijo, en certeras palabras:
—Fue para estudiar mi carrera, Giacomo, para superarme, trabajar
y ganar un poco más y aportar para el colchón, la cama que ya se
rompía de mi hija, los víveres y un médico para los males cada vez
más recurrentes de mi madre. ¡Te lo juro!.
Pero había algunas cosas más: la relación desgastada y los dos sepa-
rados, Pilar y Homero, Homero y Pilar; total, la misma cosa. Y ella en
una nueva ilusión según lo que me contó (ilusión que la desbordó, pues
amaba a este tipo, que no soportó tampoco al matón y esta vez él la dejó
y se casó con otra), tras su separación de este matoncito. ¿Por qué lo
trato así? ¿Por qué me consume un odio irrefrenable e irreparable? Esto
tal vez sea cierto en la medida en que este tipo introdujo en nuestras
vidas el pánico, la amenaza consecuente y sistemática y el desorden
enfermizo que imperaba en su vida. Creo saber entonces que enfermé
de los nervios, y quizás fui egoísta para advertir que Solo yo sufría y
que ella debía callar el dolor y esconder las lágrimas; luego mi malestar
fue intolerable y se reflejaba incluso en un dolor agonizante, como un
fuego voraz en casi la totalidad de mi cuerpo.
Pilar reflejaba su malestar en el rostro. Cada vez más repulsivo. Sus
ojos se le enceguecían de un malestar conocido como rabia, y mientras
el caño estuvo abierto todo se podía perdonar. Pero cuando ya no hubo
para la compra fácil, cuando la enfermedad tocó a nuestra puerta y quedé
postrado en cama, y el dinero se tornó escaso, la cara de ella cambió:
se irritó, se volvía cada vez más silenciosa y parecía tramar algo. Pues
sí lo hacía. Y pensar que esto era un juego para ella, pero yo sí lo había
entregado todo con la formalidad de convivir primero y luego casarme.
Los electrodomésticos se quedaron a solas, y yo endeudado.
Aquella nueva ilusión, cuando ella se separó del padre de su hija,
se presentaba como un pseudocontador o profesor de contabilidad,
o estudiante de aquella carrera, nunca lo supe decididamente, pues
siempre me lo comentó como una mujer que no mentía, que incluso se
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Un crimen demasiado humano

entusiasmó una vez delante de mí, diciéndome que ella gritaba a los
cuatro vientos, en su casa, en los alrededores de esta, a sus amigas, a
medio mundo, que se iba a casar con él, y al final el hombre terminó
uniéndose a otra, y a ella como que el corazón se le tornó una piedra
dura, muy dura de roer. Sus palabras eran una tortuosa confusión en-
tre meridiana claridad y obcecada ambigüedad; es decir, una manera
incierta de contar que motivaba la cólera, que trastocaba el alma y que
suponía su no querencia hacia mí, su poco aliento, su miseria de afecto,
como las migajas de un cariño que se dan porque no te queda otra, pues
te están dando algo y tienes que corresponder, y por supuesto, un fijo
interés por recuperar a su pequeña y obtener un rédito tal vez de sus
entregas ficticias a determinado hombre (en ese entonces yo), que se
le aparecía bueno, amable y sensible. Pero me di cuenta de que a este
profesor de contabilidad, que así lo suponía como he dicho, lo quería,
lo intuía en mi espíritu, y el pasado comenzó a echar raíces poco sólidas
en mi corazón, raíces detestables, que se empezaron a esconder en
una oscuridad perpetua, pues bien sabía yo que ella estaba conmigo
solo para desprenderse de la naturaleza insana de su vivienda en el la
carretera central, y así poner distancia entre tanta saladera, como ella
misma decía sobre su casa y su persona, y claro, de los que vivían ahí.
Pero ya fuera poco cierto o decididamente auténtico lo que me habló,
aun así pensaba en su madre y sus hermanos.
La saladera era la de su padre, un abusador de menores, alcohólico
y vicioso. Y pido perdón por juzgarlo, pues no debo, soy apenas un ser
humano y debo dejar a Dios ese don divino, pero la cólera me arranca
de raíz la furia contenida; entonces qué le quedaba sino hacerse de una
nueva familia, aunque no se sintiera a gusto con lo que podía ofrecerle,
y esto, a pesar de que me aceptó con todo lo que yo venía cargando
desde hacía buen tiempo. Y aquello terminó delatándola como un ser que
fingía, y que si trataba de portarse bien, encontraba en esta conducta un
escape, una redención de sus otras culpas, pero jamás la supe convencida
ni me dio mi lugar. Jamás me dio mi lugar, y eso me dolía. Me dolía en
el corazón. Me ponía de mal humor, y la andanada de gritos y palabras
obscenas se llenaron como un tinte gris en sus ojos, pues ya me odiaba
55
Germán Rodríguez
en secreto. Eso lo intuía, como ya dije, pues tengo innato ese instinto.
Su odio no era consciente, pero estaba ahí, sumergido en el más absoluto
desdén de sus actos, y nadie la podía cambiar. Un día me dijo:
—Giacomo, los dos sabemos que no estamos enamorados y solo
vamos a comprendernos. El querer viene después.
Y ello me volvió a dañar. Y en ese preciso instante quedé dañado de
por vida. ¿No me quería ni un poquito?
No puedo precisar sus sentimientos. Fueron tan imprecisos que solo
pude capitularlos cada hora del día, cada noche que dormíamos juntos,
hasta que ya no soporté ni tocarla casi al final. Y peor aún, saber que
a este profesor de contabilidad le hizo entrar a su casa, y según ella
misma, con lágrimas en los ojos, manifestó que él le había prometido
matrimonio, y ella bailaba todos los días y era feliz. Cómo era posible,
entonces, que no supiera que lo amaba, que estar con él la había sumido
en una burbuja de la que no quería salir, pues ahí cantaba su alma y su
cuerpo bailaba, y el amor es eso: una ilusión que se espera con ansias,
que se descubre incólume como un cimiento firme, pero que no se sabe
si en algún momento se va a caer.
Y aquí se cayó el sueño, pues este sujeto no soportaba la relación de
padres que ella tenía con el matón, así me lo contó y así le creí también,
y entonces desapareció de la vida de Pilar dejándola llorosa y depresiva,
y supe entonces que el haber querido a este hombre que la había dejado
para casarse con otra, la enturbió, la volvió más fría que nunca y no le
quedaron más ganas que enredarse con uno y otro hombrecillo, todos de
medio pelo para abajo, como asirse a alguien para no caer o no hundirse
en el fango de las ilusiones enterradas. Después me enteré de que había
otro hombre más en la lista, que posteriormente supe que se llamaba
Renzo, taxista de estación, y que era algo así como un desahogo, el cual
no podía evitar, pues su temperamento de mujer la dominaba con alti-
bajos e indecisiones del tipo de no saber a quién querer (la inestabilidad
hecha persona, que la dominaba en casi todos sus actos), y esta última
confesión (la del taxista, pues), o penúltima, ya no sé si pude creerle,
destruyó gran parte de mis esperanzas a su lado. No buscaba yo mujer
virgen ni bien cuidada por papá o mamá, ni me interesaba su pasado
56
Un crimen demasiado humano

para enrostrárselo en la cara, pero la mentira ofendía, y el ocultamiento


también es una mentira, y paradójicamente, aquí no hubo mentira. Por
más que ella me decía que ya no quería a este sujeto, fui testigo de
lágrimas de nostalgia y del entusiasmo con el que me dijo que se iba
a casar con él. Tenía pruebas suficientes. Mas yo sí tuve la honestidad
de contarle mis aventuras y consecuencias poco felices de mis pocos
amoríos, casi nada, como decía. Valoro la honestidad por encima de
todo, y ella me mintió. Un motivo más para decirle:
—No vales mi esfuerzo, y ahora que estoy delicado, la cara se te pone
fea, ¿qué pasa? ¿Finges?.
Ella me decía:
—Ya, Giacomo, por favor no me fastidies, no me mortifiques —y
lloraba que hasta se le movía el cuerpo, y callaba, y eso no me gustaba,
pues si hubiese hablado para relajar las cosas, para acometer en un
esfuerzo de comprensión… ¡No!, no lo hacía. Y yo le hablaba con una
normalidad rayana en lo delicado:
—¿Por qué lloras? ¿Qué te he hecho? Vamos a conversar, ¿está bien,
Pilar? ¿Escuchaste?
Y ella no quería seguir conversando, se iba a cocinar y no hablaba
nada, jamás se acercaba a hacerme un cariño. Solo un frío beso cuando
se iba a acostar por la noche, mientras veía mis programas preferidos,
y me decía:
—Te espero en la cama, no tardes.
Y casi siempre se dormía rápido.
Pero yo no tenía sueño. Ya he dicho que tomaba pastillas, y pensaba
que tras dormir con ella, al día siguiente, iba a tener nuevamente el
cuerpo con un dolor bastante desagradable que solo se calmaba con
dos pastillas recetadas por el psiquiatra y el neurólogo, y quizás por
el trato de Pilar, pero ¿a qué trato podía referirme? Si no se sentaba al
lado de la cama, junto a mí, tenía que pedírselo. La idea no salía de ella,
sabiendo que se me hacía casi imposible ir a trabajar, que la dureza de
los músculos ya había dado paso a la depresión y a la ansiedad por el
pánico de que Homero, el matón, alterara nuestro hogar, y ese matón sí
sabía lo que hacía. Una bestia de ser humano, si así puede llamársele; un
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Germán Rodríguez
potencial asesino, que por la gracia de Dios no ha ejecutado a nadie, pero
ha herido a muchos (con su pistola, claro está, amenazando como un loco
insaciable a quien se le pusiera en su camino o contra él), un hombre
que ojalá Dios lo perdone, pero cuya cara aún recuerdo con desprecio:
de ojos vivaces, atrevido en su mirar, como un lobo que quiere atrapar
a su presa a toda costa, en el menor descuido, con lentes oscuras casi
todo el tiempo. Pilar también las usaba. Ya he dicho que se parecían. Su
cabello era ligeramente ondulado, pues venía de descendencia negra, y
sin ánimo de ser racista, porque conozco negros que son amigos míos
y mi santo predilecto es San Martín de Porres, aunque este último fue
mulato.
Pero sigamos con sus facciones y su brazo; sí, ese brazo tétrico, tristí-
simo y cuyo pasado le daba un tinte de cortejo fúnebre, pues trataba de
esconderlo, pero se le veía malogrado todo el tiempo, cuando no usaba
camisa o se la remangaba. La quemadura debió de ser del grado más alto
e irreparable. Casi siempre andaba con camisa de manga larga y negra
o de colores oscuros, me decía Pilar. Sus labios parecían una brecha
brusca entre los dientes y la mandíbula, y la sonrisa, desinteresada,
desganada, como la de un triste actor de circo al que las monedas le
alcanzan justas para la comida y luego tiene que volver a su rutina de
hacer reír, mientras un lloriqueo incesante crece dentro de su actuación,
aplaudida claro, pero rutinaria, y poco ventajosa, pues los dueños del
circo se llevan la mayor parte de las ganancias, haciendo de negreros
con sus empleados.
Su nariz es poco prominente, normal, ni caída ni levantada, recta
pero un tanto achatada, sin gracia, y los pómulos, hinchados, seguro
que también ya por la gordura, que la comida hacía estragos. Pero ¿de
qué se alimentaba? De pura chatarra, cerveza barata y otras delicias que
solo inflan. Ganaba muy poco como guardaespaldas, y quizás estuve
equivocado, y pensé no pocas veces que los cobros de cupos con sus
amigos de La Victoria lo mantenían con la billetera un tanto llena, y
de ahí que me comentara un día que se iba a comprar un auto nuevo.
¡Cómo le gustaban los autos! Pero era un miserable y ridículo, eso sí
lo era. Hasta con malas mañas había quitado su departamento al padre
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Un crimen demasiado humano

para que lo incluyera en la sucesión a él solo y no a su media hermana,


como si los bienes materiales se los fuera uno a llevar a la tumba, ¡ay
Dios mío! ¡Qué estupidez más grande! Pero hay gente que acumula y
acumula, y después descubre en su lecho postrero que no fue feliz, y que
lo consume una terrible enfermedad incurable que ni todos los millones
lograrían pagar. Porque es bien sabido que incluso querer a alguien es
una cuestión de decisión, y uno no puede decir «lo que no crece no
prospera o lo que no nace no crece», como tantas frases manoseadas,
pues a veces, lo que no crece o no se manifiesta al principio como un
amor de quimeras o simplemente un gusto, termina por convertirse en
un amor irrepetible.
Entonces, ¿qué me podía esperar con esto? Ni yo lo sabía.
Pilar estaba conmigo por un error de la naturaleza y sus designios
circunstanciales, lo sabía y logré albergar una cólera que se nutría de
sus justos y mezquinos cumplimientos en su empleo, pues laboraba
conmigo y siempre acababa por decirme:
—Ya se terminó todo, ¿no?
—No, Pilar, aún hay muchas tareas por hacer, ¿acaso no te das cuenta
de que siempre hay algo que hacer? ¿Qué te pasa, te aburres, este trabajo
es poca cosa para ti o qué?
Y es que mi estudio es pequeño, y ella se llenaba la boca diciendo
que había trabajado en otros grandes sitios: clubes como El Bosque,
empresas como la Pacífico Peruano Suiza, pero lo malo es que le pagaban
mucho menos de lo que yo le pagaba, y ella no lo valoraba. Y me jodía
su hablar. También le decía:
—¿A quién le hablas, Pilar? Yo tengo nombre, ¿te pesa decirlo o qué?
¿Por qué no lo mencionas?
Para ese momento, ella ya ardía de rabia, pues no le gustaban las
llamadas de atención.
—Qué pena, pues, hijita; esto es trabajo, y aquí se cumple lo que
se tiene que cumplir. Recuerda que vivimos de lo que los clientes nos
pagan.
Por último le dije:
—Al menos di mi nombre para saber que estás aquí; acércate si ves
que nos estamos llevando mal.
59
Germán Rodríguez
Yo no iba a acercarme todo el tiempo, como hacía cada vez que
discutíamos. Entonces se acumulaba el dolor y este dio pasó a una
fetidez verbal que aceleró un día mi boca hacia su rostro, cuando en una
noche de puro arrebato, tras una contraria suya, le escupí, y creo saber
muy dentro de mí que a partir de ese momento me odió como nunca.
Aquello sucedió en casa de mi madre, cuando mamá Indira se encon-
traba presente en su cocina, y salió en defensa de ella, y se lo agradezco.
Mi madre, siempre tan buena y siempre tan en su razón, no sabía por
qué yo había reaccionado así. No la culpé por ello jamás. Sin embargo,
es bien sabido que la venganza de una mujer tiene confines y escon-
drijos bastante deteriorados, pero infinitamente pérfidos y deleznables,
superiores en hacerse justicia por sus propias manos, muy aventajados
a la venganza del hombre. Este, aunque a traición, denota temeridad, un
olor a siniestro; incluso se puede dar el caso de que frente al enemigo te
espere la muerte misma, pero ahí acaba todo, y el resto es simplificado
por el paso de los años. Pero la venganza de la mujer es sutil, no deja
huella, puede permanecer en el tiempo, inalterable; y dejándote sin vida,
aunque la vida física no se extinga, sabe qué tipo de herida causarte, y
a veces elige la más supurante, aquella que apenas la tocas, salta pus y
el foco infeccioso de los miedos más obscenos. Su venganza es tenue,
eficaz como la hiel que arde y no se detiene su profundo fastidio, su
profuso malestar; que al llevarse a cabo arrastran lodo, piedras y toda
la barbarie posible que les permite desenfundar su odio y el infierno
que las contiene como una lágrima partida dentro de un vaso sin agua.
En ocasiones me detengo porque me duele la espalda y el médico me
ha recetado descanso casi absoluto para mi lumbalgia, pero no puedo
con mi imaginación y entonces me siento en mi computador, aunque me
descubra ya de madrugada narrando el porqué de mi vida, la de Pilar;
de Homero, el matón, padre de su pequeña hija, ya rebelde, como pude
comprobar la vez en que salí con su madre y con ella a un restaurante,
mientras la niña me decía:
—Yo no quiero esa comida.
—Come, mamita —le dije—, está bien rico.
—No, a mí no me gusta. A mi papá tampoco le gusta esta comida.
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Un crimen demasiado humano

No quiero mamá, dile que no quiero.


—Come, hija —le susurré al oído.
Y me dijo:
—¡Nooooooo! No quiero, no me vas a obligar.
Entonces ya no aguante más y le dije a Pilar:
—Haz comer a tu hija, porque ya me estoy enfadando.
La verdad es que la niña se puso muy rebelde, y no me gustó para
nada su malacrianza, mientras mamá no decía más que:
—Pórtate bien, Sarita; Giacomo te va a comprar dulces después de
comer.
—No, mamá, no quiero. Quiero a mi papá.
Y entonces, desde aquel día, casi siempre salió con su hija a solas.
Yo me abstuve de hacerlo junto a ella, porque detrás de todos estos
episodios estaba su maldito padre, el matón, quien seguro que instruía a
la niña para sabotear las saliditas que tenía regularmente con su expareja
y lograr que se viniera abajo la relación. Y la niña era muy vivaz, y se
parecía mucho físicamente al hombrecillo ese. Y quién sabe, tal vez
también psicológicamente, pues él ejercía su custodia.
Cada vez que podía llamaba a casa y le contaba a mamá Indira que
no me sentía bien, que el cuerpo me dolía a horrores, que el trato que
Pilar me daba me hacía sentir poco querido, pero también le decía
ingenuamente, como no queriendo darme cuenta, que su brazo cogía
mi brazo y que era como un bastón para mí, en el buen sentido de la
palabra; que me ayudaba. Creo que es mujer buena mamá, o lo está
intentando… ¡Así la quiero recordar! Y en la cama, en la noche, me
daba vueltas, mientras ella dormía plácidamente; aun cuando ya tomaba
mis pastillitas.
Ella sentía mis quejas, pero más parecía ser su sueño el que importaba,
y nunca se comunicaba, tenía que decirle:
—¿Qué te pasa, Pilar? Sé que me estás oyendo, y no te das la vuelta.
—Es que no me he dado cuenta —me decía—. Tengo el sueño muy
profundo, Giacomo.
Claro que sí se había dado cuenta, pero su mala fe tergiversaba mis
inútiles demonios; ella podía comprenderlos, pero no quería, o no podía,
61
Germán Rodríguez
o se le estaba haciendo cada vez más difícil, pues hasta el dinero llegó a
escasear, ya que no siempre se tiene toda la santa vida. Hay momentos
en que uno se detiene, se acaba la gasolina de las andadas a todo pulmón
y el cuerpo sufre las consecuencias, se resfría, se estresa, se pone muy
mal y arrecia la tempestad, y la curvatura del miedo es dominada muy
a menudo por la firmeza de la sinrazón. Si había dinero los males no
importaban y las palabras soeces y alguno que otro maltrato era como
comprar pan en la esquina o en la tiendecita de la vecina; no se daba
vueltas a nada, nada se tramaba, pues dinero es dinero y este es el gran
señor mientras la dignidad parece obtener de su antigua decencia puras
calamidades. Llamé a mamá y le dije que no podía más, que no sabía
qué me pasaba.
—Hijo —me decía—: analiza bien la situación, a veces puede ser
que no te has acostumbrado.
—Sí, mamá. eso debe de ser, pues ella ya convivió, tiene experiencia,
y esta es la primera vez que salgo de verdad de casa, y no entiendo por
qué me descubro por la madrugada, desvelado, fumando. ¡Ay, mamá,
qué voy hacer! —Y me salía del cuarto como si algo me llevara al límite,
absorto en cualquier cosa, sintiendo que no se podía esperar ya nada de
mí, excepto la violencia y sus extraños desvaríos. Cuando hacía un par
de horas que la comunicación con mi madre había terminado, yo seguía
pensando que sufría, y yo también junto a ella, en la distancia, pues mi
padre Gerónimo, yo lo llamaba papá Giacomo, había fallecido un año
antes y me embargaba la culpa de haberla dejado sola.
Mi mujer habría sido capaz de compensar ese vacío y ese sentimiento,
pero no se acercaba a mí, y jamás me dijo una palabra bonita, una
de amor que me convenciera hasta los huesos; y es que de ella no
nacían esas maneras. Su interés era calculado, matemático, empolvado
de cualquier buena intención, aunque diré que lo intentaba, que daba
todo lo posible para saberse buena y amable, pero nunca pudo con su
naturaleza, al menos durante el tiempo que la conocí. Esto la llevaba a
una indiferencia que no solo se notaba cuando besaba o hacía el amor,
si es que lo hacía, pues creo que su sensación voluptuosa del sexo la
poseía de una brutal extravagancia para darse placer a ella misma, y es
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Un crimen demasiado humano

que saltaba encima de mí como una potra salvaje, y me decía:


—¡Ay! Cuidado, lo siento, creo que te estoy lastimando.
Mientras, yo le advertía que no, que no me lastimaba para nada, que
lo suyo estaba inmejorable y que continuáramos así, aunque los cuerpos
terminaran estrujados por la sensación de voluptuosidad, llenura, calor y
agotamiento. Y entonces unirse a ella con la piel desenfundada de toda
noción de la realidad, como cuando uno se entrega sin darle importancia
más que al precioso instante de esa vorágine llamada sexo, era una lucha
continua que como nunca me desgastó, hasta dejarme una cruel estela
de divagaciones y un físico derruido, una mente agotada de no poder
imaginármela en el acto mismo, como entregada en su totalidad, y su
poder de fingimiento que me atormentaba.
Parecerá que soy un paranoico, que todo lo digo para hacerme el bue-
nito, el que se hace la víctima, el que quiere lucir bien ante todo el mundo
como si de un ser inofensivo se tratase, pero eso estaba cogido por los
pelos, pues todos cargamos una culpa, aunque muchos nos olvidemos
de ella y queramos extinguirla expiando nuestros demonios, dando
monedas a los ciegos, a los revendedores que suben a los microbuses,
a los desposeídos de la tierra, o enterrando cualquier vestigio de duda
o de mentira con la verdad ambigua (como la de Pilar y su familia),
siempre presta a corromper subrepticiamente la firmeza, la claridad de
los sentimientos y el valor de la virtuosidad innata.
Por cierto, mi mujer siempre estuvo convencida plenamente de que lo
que decía era la única verdad, y se lo creía como quien quiere creer que
la esperanza es un don que enaltece, que no escatima una resignación,
y lo que uno desee se va a cumplir sí o sí a pesar de cualquier obstá-
culo. Pero la esperanza no es eso, es la grata sensación de que hay un
alguien superior que puede concedernos la gracia de lo que aún no ha
sucedido, de lo que va a venir con una ayudita que tarde que temprano
va a cambiarnos la vida para bien, pero sabiendo también que si no
sucede nada, o algo nos sale mal, eso no va a engendrar necesariamente
un mal abrumador, sino que tal vez la esperanza y la oportunidad nos
estén esperando por la puerta trasera y tengamos que descubrirlas en
63
Germán Rodríguez
el momento justo, en la paciencia de quien sabe esperar algo mientras
hace algo.
Pero Pilar no hacía nada para que la esperanza se concretara. Entonces
su sentido de que cualquier cosa que deseara iba a concretarse era una
valla de por sí, pues no contaba con un cimiento real y sólido. Estaba
sembrando raíces infelices y poco fecundas, y si su esperanza no se
concretaba, entonces sus demonios la traicionarían, y esto la hacía
palidecer más de lo que su espíritu ya proyectaba. Estaba enferma. Sí,
lo sabía, y no quise enterarme, o no quise creerlo. Estaba más enferma
que yo, y su enfermedad no provenía del estrés o de las frustraciones
que trae la vida; lo suyo era más profundo: su enfermedad procedía de
un deseo insano y de la genética de su padre, un alcohólico que ahogaba
sus miedos y vergüenzas con el peor de los licores, pues supe bien
que ensució la vida de por lo menos dos de sus hijas en su infancia o
pubertad (en total eran seis mujeres y tres varones, y dos fallecidos), y
entonces sembró en ellas las raíces de la indiferencia, de la lujuria, de la
inestabilidad, de la apatía y del gusto por hacer escándalo por cualquier
cosa que se presentaba ante ellas, algo con lo que no convenían, que no
compartían o que les causaba contradicción.
La suerte de ambas ha sido esquiva. Para Juliana, la de no poder
engendrar la ha traumatizado. Solo con sus amigos y compañeros de
trabajo disimula afanosamente esa voz intranquila y furiosa que debe
recalar en su marido, que por cosas del destino parece acceder a cual-
quier deseo suyo. No la culpo, la mujer es simpática, y el marido debe
de gozar unas increíbles sesiones de cama por las noches, o quizás es
uno de esos peleles que le permiten todo a la mujer, vaya yo a saber, y
que está enamorado a más no poder, sabe Dios si por ciertas argucias
de la brujería o porque la mujer se maneja tremenda lengua, que en la
cama o en todo sitio debe de ser tentadora la propuesta de su sexo. Y
Pilar, la desgracia de no poder tener a su hija junto a ella todo el bendito
tiempo, pero la entregó porque así se lo sugirieron su hermana Juliana y
su cuñado Miguel, este último amigo del matón incorregible, y porque
también llevaba en la sangre (la otra fórmula esquiva de destino poco
certero) el estigma de que hubiera abusado de ella, como de Juliana, su
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Un crimen demasiado humano

progenitor, el irreverente, pervertido y sucio Teodoro, un viejo fuerte,


de manos grandes y raizudas, alto y blanco como una columna de humo
negro, negro por la maciza fealdad de su constitución anímica y lo
sucio de su mirada. Y es que de su alma parecía desprenderse el fango
de una noche donde se cometieron crímenes viles y cuyos cuerpos
fueron enterrados en la tierra húmeda, y donde el barro se volcaba como
una depresión sin forma, acusadora desde todos los ángulos, frontal y
aparatosa. El viejo daba cuerda y deambulaba. Pero se le destinó en su
propia casa a un cuarto con puerta hacia otro recoveco por el que salir
sin ser visto. Al fin era terreno suyo, y todos tenían que soportar el hedor
de tenerlo, aunque les costara decirlo, o porque la fuerza de la costumbre
había hecho presas de todos sus hijos, de al menos tres que vivían ahí
con sus familias. Vivían sin remordimientos, aparentando que podrían
ser una familia medianamente feliz, pues en una foto que vi aparecía el
último de sus hijos, un tal Darío, con su hijita y su conviviente, saliendo
del bautizo de su primer hijo, que cargaba en brazos el sucio y pervertido
Teodoro. ¡Qué asco! Y la madre que no miraba, la tal Sonia, una viejecita
encanecida, con el cabello pintado, natural de la selva, creo que de
Moyobamba o Rioja, cuya edad era de sesenta y cinco años, pero que
parecía de ochenta. Así de maltratada se encontraba. No fijaba sus ojos
frente a mí, supuse que era vergüenza de su propia hija, de ella misma
o pura hipocresía. Solo cuando llevé a su hija Pilar a Cuzco me dijo:
—¡Qué bueno que haya devuelto a mi hija sana y salva! Le agradezco
el viaje y las atenciones.
¿Qué creyó? ¿Que esto iba a mantenerse cada día, a cada minuto?
Como vieja, sabía que no, que todas las parejas pasan por situaciones
muy desagradables, y más cuando un hombre tiene los pantalones de
verdad. Tal vez esto no se lo esperaba, pero ¿qué iba a hacer yo? Mi
manera de ser y mi genética daban paso a un hombre que no lo permitía
todo, que era bueno pero no cojudo. No hablo de ser autoritario, no me
refiero a eso, sino a saber que en la vida hay que compartir lo bueno y
lo malo, aunque esto último se presente con garras y todo.
Volviendo a lo que me dijo sobre el viaje, le respondí:
—Pues no podía ser de otra manera, mi señora. Soy hombre de buenas
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Germán Rodríguez
intenciones, y ya nos veremos otro día para conversar más largamente.
—Sí, ya nos veremos, joven. —Y sonrió, y pasó el celular a manos
de su hija.
Esta se desvivía por decirme:
—Ya, amorcito. Te quiero. Cuídate.
Esto sí la entusiasmaba a la vieja Sonia, y después ¿qué? ¿No podía
dirigirme la mirada? ¿Se sentía menos? ¿O era una reverenda hipócrita
que quería salvaguardarse de la certera intuición que estoy seguro que
ella intuía en mí (la madre, por supuesto)? ¿O la ignorancia de no poder
llevar a cabo una conversación la había puesto así? ¡Yo que con el mejor
agrado me las llevaba a ambas a disfrutar de un rico plato de comidas!
¿Qué sucedía? Aún no puedo advertirlo, pero creo saber que esta gente
ya sabía que mi conducta no era la de un pelele, la de un hombre al que
puedes manipular a tu antojo como un pichiruche (como se dice a un
hombre sin personalidad, sin carácter). Se las sabían todas, y eso las
disgustaba mucho.
La psicopatía de mi mujer no se mostraba directamente en el rostro,
pues este reflejaba todo lo contrario. Su sonrisa mantenía una fuerte
dosis de ligereza y seguridad al unísono, era, hasta diría, ejemplar, con
una naturaleza que simulaba bondad, empatía, una sonrisa que calaba
hondo en los ánimos más maltratados, pero su ánimo daba tumbos de
cuando en cuando, casi imperceptibles, como saber que si en algo se le
contradecía, su sonrisa amenguaba camaleónicamente para transformarse
en un rostro enturbiado por la cólera y el desdén, como el alcohólico
al cual no se le da su ración diaria de licor y luego le viene el síndrome
de abstinencia, que puede volverlo loco o psicótico y predisponerlo a
todo tipo de ataques y repulsiones. Y es que así era mi mujer, sonará a
inútil, tonta y estúpida esta comparación, pues toda comparación que
se haga de alguien con algo o con otra persona es odiosa, mortificante,
pero aquí cabía compararla en toda su dimensión, saber cómo es su
carácter, la forma en que miraba, pues varias veces desviaba los ojos
con una complacencia que mostraba que no le importaba nada en lo
más mínimo. Y entonces, ¿para qué vivía?
Pilar no te daba la cara, al menos cuando hablaba de sus hermanos o
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Un crimen demasiado humano

de su madre, y aquí yo le inquiría:


—¿Por qué no miras de frente, Pilar? ¿Es que acaso me ocultas algo?
—Por favor, Giacomo, trata de calmarte, ¿qué te está pasando?
Siempre a la defensiva. A veces no miro, me distraigo, así soy yo, así
he sido siempre, si quieres pregúntale a mi mamá-.
Incluso me retaba, y mi cólera se contenía pero iba en aumento. Pero
qué iba a preguntarle a la vieja, como yo le decía, si tampoco hablaba;
bajaba la cabeza y se dirigía a mi mujer cuando yo le hacía alguna que
otra pregunta, pero yo no preguntaba para indagar sobre su vida ni nada
por el estilo, sino para tratar de ser condescendiente y ganarme el aprecio
de la vieja. Aun así no me miraba, y toda pregunta que le hacía fue para
advertir una sonrisa, sacarle al menos un gesto cariñoso, ser un tanto
zalamero con la vieja Sonia. Hasta que un día me miró, mejor dicho
me clavó la mirada, pues pensó que estaba observando a la sobrina, su
nieta, hija de uno de sus hijos mayores, la segunda y última vez que
entré a la sala de su casa, pero yo solo atiné a decirle a la muchacha:
—Señorita, su celular suena como el mío.
—¡Ah! Sí señor, son la misma marca, igualitos —me dijo la sobrina,
y aun Pilar también me observó, no era su mirar acostumbrado, se
transformaba, y entonces supe que solo te escudriñaban cuando la cosa
supuestamente se podía poner fea: celos, desprecio, humillación y otras
cosas que ya sufrieron antes.
No abrían su corazón, menos podrían abrir su sensibilidad; se la
guardaban como el más secreto de los tesoros en un baúl polvoriento
y antiquísimo. Y yo que me preguntaba qué hacía con Pilar, pues me
sentí terriblemente incómodo con la vieja en las tres veces que salimos
a pasear los tres juntos. La vieja no aceptaba ni un helado, y Pilar, que
se llevaba a su hija a la casa de su madre los sábados, ponía un rostro
desinteresado, endurecido, alejado de la presunta amabilidad de todos
los días, cuando en los últimos tres meses de nuestra convivencia me
llamaba «gordito». ¡Qué patética palabra! Pero cuando uno se está
ilusionando, suena hermoso en el oído, y se le muestra como una
palabra más que afectuosa, aunque tal vez con esta palabra trataba de no
confundirse con otros sujetos, pues hubo dos veces en que me cambió de
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Germán Rodríguez
nombre; por supuesto, un nombre parecido al mío, que comenzaba con
la misma letra, pero que yo no esperaba, pues lo dijo en dos momentos
culminantes: cuando hacíamos el amor y cuando me despedí un día
de su casa, tras haber ido a visitarla, con más fuerza que por propio
entusiasmo o invitación de mi mujer (si es que se puede llamar invitación
a la petición que le hice para que me llevara a su casa y me presentara
a su familia), pues, según ella, su familia no estaba a mi altura. No
podía creerme aquella mentira, pues bien sabía ella que yo era un tipo
sencillo y de buenas intenciones, que también pasé necesidades, tal vez
no como ella y sus hermanos, que hasta de niños pedían la sobra de
la comida de los restaurantes, sobre todo los más pequeños, pero bien
sabía lo que era no tener un juguete nuevo, o comer a veces una vez
al día, pues a papá y mamá no les alcanzaba con lo que ganaban; así
que aquella reacción me dejaba con una duda insoportable, no lo podía
tolerar, pero aun así lo toleraba y me callaba la boca para no desgastar
ni romper la relación, que para mí, puesta sobre una balanza, tenía más
de buena que de mala en todos los sentidos.
Sin embargo, no pude precisar que apenas era yo una herramienta para
que Pilar consiguiera lo que se proponía: la custodia de su hija y una
vida mejor, o en su defecto solo lo primero si lo segundo no funcionaba.
Entonces se podía sentir satisfecha. Pronto, creí con total seguridad que
quería las dos cosas.
Recuerdo haberla abrazado un día por detrás, rodeando con mis manos
su cintura, con todo mi afecto. Estábamos frente a una tiendecita, cerca
de unas tres o cuatro cuadras de su casa, y ella se zafó, quitó el cuerpo
más rápido que una palabra mal pensada, y yo le dije:
—¿Qué te pasa?
—No, Giacomo, nada. Acá la gente es bien chismosa, y por mi papá
nos conocen a todos, por sus escándalos en la comisaría y su alcoho-
lismo, el haber tenido que recogerlo hasta hace un par de años tirado
en la calle, casi todos con vergüenza.
—¿Y eso qué tiene que ver con que te abrace? No me parece la
respuesta a la pregunta —le dije—. Estás mal, no puede ser una excusa
justificada. ¿Qué tienes que ver tú con tu padre? ¿O es que acaso tienes
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Un crimen demasiado humano

a otro por acá? ¿O no me quieres nadita?


—No, Giacomo, ¡¿ves?! Ya estás hablando tonterías. Así no me gusta.
¿Para eso has venido?
Y con ello me hacía sentir toda la culpa de la situación, y me cambiaba
la conversación muy pero muy rápido. Yo me molestaba, y al resentirme
y saber que posiblemente me fuera, aunque no quisiese hacerlo, me
decía:
—Discúlpame, mi amor. ¿Ves? Por eso no quiero que estemos por
acá. Vamos a salir a pasear con mamá cuando vengas. Ya verás que todo
será diferente. Dentro de la casa, o cerca, la gente habla.
Mis palabras finales fueron:
—Yo no vivo de la gente, creo que tú tampoco, mujer. Reflexiona
un poquito.
Y otra vez su tono y su rostro cambiaron para peor, y la pasábamos
mal toda esa tarde, discutiendo o contrariándonos.
—Contigo no se puede más, me decía.
Y perdía rápido la paciencia. Sé muy bien que hago perder la paciencia
a las personas, pero no es mi principal prioridad ni mi más anhelada
búsqueda. Pero Pilar hacía todo lo posible para despertar estas incontras-
tables y terribles sensaciones y pensamientos que se ceñían a una duda
zigzagueante, como un remolino que lo arrasa todo, y que no sabes qué
cosas dejará, qué se salvará o cuánta gente perecerá, o si al menos se
alejará. Todo ello era nuevo para mí. Pero lo toleraba, y me iba pensando
y pensando. Después tomaba mi periódico y al llegar a casa la llamaba,
y su tono de voz había cambiado para bien, y entonces creo que la
locura, que si bien es cierto no se manifiesta en un principio, iba tomando
presencia enternecedora en el subconsciente.
Salir con su mamá era un suplicio. ¿Que todo cambiaría? La vieja
nunca fue más la que me saludó efusivamente cuando llevé a su hija a
Cuzco; también se transformó y cayó en un silencio secretísimo y mal
visto que no me gustaba para nada, y es que si lo toleraba era por Pilar
y nada más, pues me daban ganas de decirle a la vieja:
—Y señora, ¿por qué no habla como aquella vez? ¿O es que usted
es una interesada y poco le importa lo que le converso? Al diablo con
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Germán Rodríguez
ustedes. —Eso pensaba en hablarles a las dos, pero callaba, y callaba, me
iba a casa, y los tonos de voz de ella se relajaban, ya sin mí, en su casa
de la carretera central, mientras yo seguía el juego como un niño que
parece no percatarse de que se avecinan cosas peores, más aún cuando
la salud ya no me daba para el olvido o para el recuerdo. Solo añoraba
descansar un poco.
El litigio es terrible, y ser abogado deja dinero, pero los clientes te
llenan de basura con sus problemas, y no les interesan para nada los
tuyos, pues ellos pagan su dinero y ahí queda todo. Muy pocos son los
que te escuchan algo, pero al rato tiran siempre para sus problemas y
cómo solucionarlos. El egoísmo se manifiesta trepidante, y a veces
insostenible, pues los problemas van acallando la voz, te la van secando
aunque no hables, ya que es un indicio de que ya te están cansando
al escucharlos, y dejan solo una estela de muerte precipitada, que se
transforma en presión, ansiedad y otras dolencias de este siglo, que
envejecen a cualquiera. Todo el mundo camina rápido y se mofa del
otro. No les interesas. A la gente le importan sus cosas y punto. Ahí se
acaba el resto. Y ese resto eres tú, que esperas una pequeña dádiva de
consideración y buen trato al menos, un oído para no pasarla tan mal y
saber que te escuchan, quién sabe, unos segundos.
Los escolares hacen del bulliyng su diversión más complaciente,
y se esconden como cobardes cuando la situación ha traspasado la
conducta del miedo y se transforma en crimen; y los padres ¿qué ha-
cen? ¿Las autoridades? Los hijos se han convertido en aves carroñeras
que despilfarran lo que papá y mamá ganan con tanto esfuerzo. Pero
papá y mamá tienen la culpa, pues les dan todo y los acostumbran a
regalos costosos, y el dinero se lo dan a manos llenas, y entonces ¿qué
quieren? ¿Angelitos? La verdad es que un mundo de hienas voraces y
aves carroñeras se avecina con gran poder. No estoy profetizando. Solo
comento algo de la realidad que me toca vivir y así distraigo la mente,
pero recuerdo que también tengo que tener precaución. Que la vida a
veces te pasa por encima, como una mujer de tacones altos a la cual vi
en Discovery Investigation, canal por cable, alzando los tacones por
encima de la cabeza de un hombre que yace moribundo o ya muerto,
70
Un crimen demasiado humano

tras un charco de sangre, y la muy vil, esposada, con los policías detrás,
levanta los pies y lo pasa de costado con una indiferencia que calaría
aun en los huesos del alma del peor animal carnicero.
La vieja no me causa nada, la vieja de mi mujer, claro está. Su porte
es pesimista desde los cabellos (desprolijos y sin brillo) hasta la suela
de sus zapatos, que aunque humildes, podría arreglarlos, pero tal parece
que para ella que vivas el momento, que te distraigas, pero no puedes,
porque el mismo Friedrich Nietzsche aletargó su mente y su cerebro se
congestionó, precisamente por ser la mente más luminosa de la filosofía
y del conocimiento entero, y terminó muriendo en un sanatorio mental,
loco, enajenado como dirían muchos, perdida la razón y los motivos para
develar otro tipo de existencia. Y se marchó temprano de esta tierra para
traspasar los aposentos de su pasado, de sus escritos inmensos, y veo
ahora su rostro en una foto antigua, mejor dicho lo observo, y comprendo
cuál será su final, pero nadie se lo había dicho, o jamás nadie se percató.
Sus ojos, cerca de los cuarenta y cinco años, avizoraban el trasfondo de
una locura inmanejable, terriblemente desenfrenada y tristísima, donde
el Dios hacedor le tuvo compasión y lo recogió para que no siguiera
sufriendo en vida. Y me pregunto: ¿por qué Dios sigue permitiendo que
tanta gente padezca tantas cosas feas? Y la foto me dice que si tuviera
el poder de que todos estos seres enmascarados de una sonrisa peculiar
y exagerada, de la familia de mi mujer, claro está, pudieran morirse ya
mismo, entonces les extendería la mano que guía al cadalso y las aguas
se mantendrían quietas por largo tiempo. ¡Asesino! Dirán muchos. Pero
salvar a alguien o a muchos de seguir viviendo en la miserabilidad de
la tragedia, no es otra cosa que compasión, porque sabes bien que tarde
o temprano esa foto dirá muchas verdades ocultas que generarán un
descalabro; que los que vienen, los hijos de los hijos de los hijos, serán
más carroñeros, más viles, y que la cabeza gacha por mucho tiempo,
reemplazada por el agua turbia de una sonrisa en extremo creativa, no
es remedio para soportar el mal, sino una confesión del alma que le dice
al mundo: ¡destrúyeme, porque yo no puedo! Y esa era la conclusión
de aquella foto. No lo intuía, lo sabía perfectamente, como sabía que
el sol sale todos los días a darnos la bendición de un nuevo amanecer.
71
Germán Rodríguez
Hoy he podido contemplar una tarde sobria, dulce y placentera, que
se extendió hasta principiar la noche. Después de un tiempo he salido
un día de domingo, como la canción de Gal Costa, a distraerme, pero
más que una distracción, he llegado hasta el punto más sensible de
una conversación con una mujer que no veía desde hacía años. Mujer
hermosa y arrebatada, por cierto, de ojos siempre abiertos, pequeños
pero expresivos, de una naturaleza simple y sincrónica a la vez; un tanto
desmadejada, de seguro por los vaivenes, las angustias que trae el propio
devenir del tiempo, imaginada en silencio como un ser cualquiera,
pero vista en la realidad como una persona de corazón generoso. Lo
sé, aunque en mi alma ya paranoica estoy intuyendo que me equivoco
de nuevo, y supuse dureza bajo el regazo de su alma, pero una dureza
de la buena, al menos eso quiero creer, y no la sarcástica burla de un
espíritu corroído por sombras tenebrosas que desprolija a un ser humano.
Entonces advertí que ella podía ser señal de algo mejor y mayor que un
abrazo o una caricia, y que sus palabras podían resultar el mejor antídoto
contra la sinrazón y la contrariedad.
¿Me he equivocado con esta nueva mujer? Sí, no sanando mis heridas
aún; la he ofendido, pero le he pedido perdón. Sin embargo, su resenti-
miento ha dado lugar a que no me hable más. Quizá algún día lo haga.
Solo la traté unas tres semanas para desarticular mis miedos y buscar un
horizonte diferente. Se llamaba Hilda. ¿La he buscado antes? ¡Sí!, como
le dije a ella, pero ella también me buscó (a través de un medio poco
usado por mí, las redes sociales), y sentado en la banca de un parque,
los dos con un frío revuelto que hizo que pronto tuviéramos que ir a
guarecernos donde cabía el gentío y un poco de comida y servicio, para
luego entrar en la no búsqueda, como le comenté un tanto filosófica-
mente, tras mis lecturas de guías espirituales y gurús de la meditación.
Pero ay de nosotros, los humanos, los que siempre estamos preguntando
algo, buscando un tesoro que ciframos será nuestra salvación. Y se lo he
dicho a Hilda, y se lo volvería a repetir, pues al buscar y no encontrar,
o al dejar de buscar y encontrar lo que buscábamos, aunque ya estemos
sin el aliento necesario para recibir lo que tanto hemos añorado, lo
que constituye la piedra angular del deseo de nuestro propio universo,
72
Un crimen demasiado humano

entonces nos queda seguir o quedarnos como un pedazo de hielo que


se derrite a la luz de la noche, o recalar en la oportunidad que se nos
presenta como un simple regalo, pero es la oportunidad, pues si no la
tomamos a tiempo, se va como un tren en marcha que corre raudo con
los horarios establecidos. Hilda y yo hemos alterado bastante el radar
de nuestros sentidos, la hemos pasado bien, pues todo escritor aún
en ciernes, tiene el derecho de vivir su existencia a la usanza de una
novela maquiavélica, mordaz, susurrante o simplemente feliz de saberse
contemplando el mundo, y acometer feroz el próximo capítulo. Diré que
nos despedimos casi sin darnos cuenta y que después de terminado el
encuentro acabamos por enviarnos un par de mensajes que nos deben
de haber sumido en la mayor de nuestras inspiraciones. Luego de ello,
la sinrazón mía y la brusquedad suya determinaron un final rapidísimo.
Después, escribo este pequeño episodio y creo poseer el mundo, pues
gira, creo yo, alrededor de nosotros, una especie de ventilador de oxígeno
que nos permite recobrar el aliento tras tanto sacrificio para ganarnos el
pan de cada día y la rutina que nos sobrecoge como un calvario del que
muchas veces no salimos y nos desesperamos. Muchos no aguantan la
visión de lo monótono y terminan por erradicar su vida de un mundo
que parece perseguirlos con un estoicismo vehemente pero enajenado
al borde de un abismo de sombras, que, aunque tenues, son mortales al
fin y al cabo, pues es bien sabido que aun en la tristeza y los problemas
debemos de buscar la felicidad pasajera para no caer en un hueco hondo
que nos muestre el mundo como una hiena salvaje.
He descansado después de todo lo narrado hasta este momento, y solo
puedo decirles que volviendo al contexto de lo que absorbe mis pensa-
mientos, no puedo mentirles, y es que Pilar sigue en mi mente como
una bomba de tiempo aún no calibrada, como una deuda con su destino,
pues no supe jamás de ella. ¿Se esconderá? ¿Verá por alguna esquina
si me encuentro bien? Al menos por donde paso, el polvo parece haber
dejado una estela de su propio olvido, como si nadie la hubiese visto,
pues qué raro que nadie me pregunte por ella. Tanto tiempo trabajando
conmigo, y solo una persona preguntó cuando conté algo de ella, pero
no dijo más nada. ¿Es acaso el olvido que se merecen los que jamás se
73
Germán Rodríguez
atrevieron a abrir el corazón?... ¿Los que tuvieron miedo de mostrar el
verdadero rostro?... Ahora sé que aquel teléfono en plena esquina era
la oportunidad, mejor dicho, la excusa bien fundamentada para huir
dejando lágrimas y un descontrol que en ese momento, con todos los
autos que pasaban por aquel lugar de la Panamericana Norte, pudieron
haberme costado la vida. La calle atestada de mercaderes ambulantes y
las estaciones de los taxis colectivos le daban un tinte pintoresco a todo,
casi todos los días. Pero en esta oportunidad, el gris violento de una
mañana se tendió como una alfombra de cuya tela ya gastada y sucia se
desprende, un olor fétido, animales minúsculos que te causan las alergias
por las que estornudas a diario, y la distorsión del movimiento natural de
los autos y camiones, pero que uno siente que se vienen contra uno sin
límite que les ponga freno. La vendedora de celulares en una esquina,
la farmacia donde compraba mis pastillas, y la chica que recargaba mis
celulares aparecían como una vaga presencia, demasiado insípida. ¡Y
pensar que reí con alguna de ellas para agradecer el trato amable que
me daban! Pero esta vez eran unas totales desconocidas para mí, pues
sabía bien que no me servirían ni de guías ni de nada. El supermercado
se escondía como una presencia imponente pero vaga. Se escondía,
pues tan grande eran sus compartimientos, que buscar allí era peor que
una locura. La gente iba a notar mi sudor, el desencaje de mis ojos, la
turbiedad de mi boca ensalivada. Diría que el que se escondía era yo.
Pilar apareció durante unos breves segundos esperando a un costado
del teléfono público, a unos diez metros míos, mientras yo agachaba
la cabeza para conversar bajito con mamá, y ella desapareció como un
misterio que nunca se encontró, o que tal vez siempre estuvo ahí presente
como un misterio, y no me daba yo cuenta de ello. El misterio entonces
tomaba la forma de una adivinanza, de una fábula, de una historia
que no contiene un final o cuyo término es inesperado, angustiante,
desenfrenado como la pesadilla de un niño que no logra escapar de sus
captores, que lo quieren vejar y darle una golpiza brutal, y que si se
despierta de ese terrible sueño es porque Dios es grande, porque si no
despierta y los acechos son constantes es porque el trauma ya bordeó su
alma y los escondrijos de su corazón, y no va a detenerse mientras papá
74
Un crimen demasiado humano

o mamá no detecten a tiempo que el pequeño o la pequeña necesitan el


calor inequívoco del afecto y de la caricia que sobrecoge, que te espía
a diario, aunque uno crea que no necesita protección.
Pero el ser humano no solo necesita protección, sino también un
cuidadoso análisis de su comportamiento para equilibrarlo y para que
su corazón rinda a la medida de un ser medianamente feliz. Desapareció
sin rastro. No hubo huella prematura, ni habrá huella posterior al idilio.
Se fue, y ello me quedó claro. Le adelanté varias veces que ya me hacía
daño, y que era mejor que se fuese de la casa, que me dejara solo, que
yo sabría cómo arreglármelas.
¿Arreglármelas? No sabía por dónde comenzar, y el día que boté sus
cosas me pareció eterno, pues primero me detuve a verlas y lloré en
cada rincón. Tomé sus prendas íntimas para recurrir a algún brujo para
que me hiciera el trabajito de devolvérmela, pero no sabía por dónde
comenzar. Exhausto, me detuve frente a mi Corazón de Jesús, que estaba
en nuestro cuarto principal, apoyé mi mano derecha en Él y le oré con
todas mis fuerzas. Ahí, algo tranquilizó mi enturbiada mente, y como
con un analgésico que calma por unas horas el dolor, me retiré presto de
la casa, que de nido de amor se había convertido en un desolado paisaje
de demonios y un cadáver viviente: el mío.
Recuerdo haber sido presa un día de los atrevidos y malsanos insultos de
cuatro de sus hermanos: el pintor de brocha gorda (este fue el primero),
que me reclamó dónde estaba su hermana, y pensar que ni la extrañaba
cuando vivíamos juntos, pero sabiendo que ya se venía a vivir conmigo,
me engañó diciendo que su madre, la vieja Sonia, se encontraba delicada
de salud. ¡Mentira! Y ni siquiera saludó, solo dijo:
—Pásame con mi hermana, apúrate, pásamela, sé que ella está
contigo. ¡Oye, dale el celular, caray!
Pero qué se podía esperar de un bruto malcriado, que intuí y luego
comprobé que le pedía prestado dinero a la hermana, a Pilar, por
supuesto, dinero que yo le daba, y el muy desagradecido ni se tomaba
la molestia de saludar. Aunque se me viene a la mente que sí saludó
la primera vez que lo vi, producto de resolver el caso del matón que
disparó al suelo contra este hermano, pues mi mujer, que no tenía la
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Germán Rodríguez
tenencia de su hija, se la robó al matón, pues me dijo que se la iba a
llevar lejos, mientras yo le decía que se iba a meter en un problema
bien gordo, y que su padre, el matoncito de cuarta, tenía los papeles, y
que yo ya no podía hacer nada para ganar el proceso de variación de la
tenencia, pues el tipo me tenía amenazado, lleno de pánico, y hasta me
había interpuesto otra denuncia por supuesta extorsión, que después de
mi ayuda con su proceso, archivó y desistió de ellas, como desistí yo
de las denuncias que le dije a Pilar que interpusiera contra él, y todo
esto me produce un temblor en el cuerpo cada vez que lo menciono.
La primera denuncia que me interpuso fue por coacción: una tremenda
falsedad; la segunda, por extorsión, basada en no sé qué sucios funda-
mentos, que posteriormente leí, para comprobar que me había acusado
de ser cómplice del rapto de su hija, pues Pilar se la había llevado, ya
que no tenía la custodia de la pequeña. ¡Qué bestialidad más grande!
¡Qué tamaña mentira! Casi vomito de la repulsión de su mitomanía
calculada y de su calibrado deseo de hundirme, aunque pueda parecer
extraño dada mi profesión, pero he de decir en mi defensa que he visto
cosas feas, pero que se me acuse de algo que es siniestro, malévolo y
pérfido no tiene perdón.
Solo buscaba hundirme. El tal Homero era un desquiciado de por vida,
un traumado, pues su infancia fue intranquila y poco feliz, y jamás supo
de dónde venía ni adónde iba. Eso sí que es deprimente. Retomando lo
del pintor, el hermano mayor, me saludó cerca de una notaría en donde
firmaría el desistimiento del plomazo que había disparado Homero
contra él. Realmente lo hizo para asustarlo, pues disparó contra el suelo.
¿Pudo causar una desgracia? ¡Sí!, pero el tipejo era así, desequilibrado,
arrebatado, y si sigue así, se la van a cobrar de cualquier forma; algún
verdugo, quizás una mala junta, o va a terminar en una esquina sin que
nadie, a excepción de la policía, lo recoja. El pintor, el hermano de Pilar,
estaba de mala noche creo yo, o quién sabe si fumaba algún aperitivo
por las mañanas, pero estaba tranquilo, eso sí, qué duda cabe. Me tendió
la mano, y días después sucedió lo del teléfono y el reclamo para que
le pasara el celular a su hermana, y me calumnió por el teléfono que le
había hecho firmar un papel en blanco (nunca lo hice, él leyó las formas
76
Un crimen demasiado humano

de sus propias palabras escritas y firmó una declaración jurada), y decía


que gracias a eso el matón se iba a librar de su tentativa de homicidio.
Pero nada trascendió. Y aquí el matón aceptó un arreglo para que yo
lo ayudara en su proceso de tentativa de homicidio y en las denuncias
que también yo le había interpuesto, pues perdería su trabajo… y otras
cosas más, y recíprocamente, él desistiría de todas las denuncias en
mi contra. Y entonces, ahí se acordó todo. Hasta vino a mi oficina,
nos fuimos en su viejo carro a solucionar todos los problemas (sería
mentirles decir que ya por estas alturas yo no era el mismo. La hacía
de hipócrita y tomaba lírica de laboratorios Pfizer para el dolor de los
nervios), y entonces fue cuando redescubrí su brazo quemado, de lo
cual Pilar ya me había dicho, y para vengarme, sabiendo que ese era
un dolor traumatizante de su infancia, por las injurias y calumnias que
había vertido contra mi persona, se lo recordé con ironía y sarcasmo y
hasta le compuse una cancioncita que originó seis ventanas rotas de mi
oficina. (Las frases y la canción se las envié por mensaje de texto). Yo
también soy arrebatado. Me contengo, pero si la persona a quien quiero,
Pilar, me dice una noche antes, cuando ya había sustraído a la niña:
—Tengo sueño, Giacomo, mañana hablamos, ya no te preocupes, me
muero por dormir, por favor, ¿sí?
Mientras yo le decía:
— ¿Qué te pasa, Pilar? Ha sucedido algo muy feo. Deberías estar al
menos un tanto preocupada, ¡pero qué fresca eres que te quieres dormir!
— ¡Sí! ¡Me quiero dormir ya! No molestes más. —Y apagó su celular
y el de su mamá con la velocidad de un rayo. No respetó nada. Ni mi
preocupación por lo que sucedía, ni lo que había ocasionado en su casa
por la testarudez de tener a su hija, cuando ya legalmente le correspondía
un régimen de visitas.
Estaba hecha una amenaza la tal Pilar. Y yo no pude conciliar el
sueño. Ella sí se caía de sueño, ¡yo no! Entonces enfurecí y concerté
una cita con el matón para arreglar la custodia total de la menor. Total,
yo dominaba de cabo a rabo las normas. Y solo pensé: «Ella sí se
duerme tranquila, mientras yo acá en mi cama preocupándome hasta
los tuétanos como un reverendo cojudo». ¡No! Así no son las cosas. Y
77
Germán Rodríguez
después, aquello también parece haber acarreado un grato e inmejorable
rencor en mi contra, pero es que ella actuaba sin presagiar que los
demás nos podíamos morir, y solo se importaba a sí misma, y todo lo
concerniente a su hija, que a la postre me di cuenta, también era una
careta para esconder que no podía vivir sin un hombre que la mantuviera
y complaciera en sus gustos, al menos en los más básicos y necesarios.
De pasadita, este también respondería por la hija como un verdadero
padrastro. Por cierto, ella se mostraría tan complaciente como un día
de picnic, donde la familia feliz se disfruta en todos sus extremos y
divagaciones.
Sin embargo, Pilar no sentía esa sensación, solía dosificar bien las
energías y la risa la traicionaba, pues volteaba y un gesto suyo, como
mueca fea, le desarreglaba la apariencia, mostrándose como una bruja
ante mis ojos. Luego volvía la mirada y era la mujer más cariñosa y
comprensiva:
—Por cierto, amor, hoy te tocan tus pastillas en la noche. Yo misma
me voy a la farmacia a comprártelas, y te recuerdo que mañana me voy
a pagar la cuenta de la luz y el mantenimiento.
—¡Ah! Sí. Tienes razón, mamita.
Así era yo, así la trataba, siempre le decía mamita, hijita, mi amor, y
ella respondía con palabras como gordito, bebé, corazón. Sí, desde que
comenzamos nuestra relación me dijo Corazón. Qué conchuda, pues no
sentía nada por mí. Pero es bien cierto que algo siempre te traiciona, y
aquí a mí me traicionaba el hambre que pasó de niña, me daba pena; no
lástima, sino pena de verdad, la auténtica, la que se siente cuando tienes
un deseo perfecto para quien quieres, algo bueno y hasta maravilloso
para ese alguien que ha sufrido penurias, y se lo entregas con cariño
grato, afectuoso y honesto. Y ahí fue cuando mi corazón se traslucía
sensible, y aun diría susceptible a sus peticiones, y me encariñaba, no
sé si por la costumbre de tenerla, o porque quería poseer ya una familia
de verdad. Me lo merecía, y la presenté a parte de la parentela; pero
también es bien cierto que nada se puede poseer, que nada nos pertenece,
que solo nos pertenecemos a un Dios hermoso, ese Dios creador que
designa nuestros caminos, porque nosotros, los humanos, cometemos las
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Un crimen demasiado humano

locuras menos imaginables, y nuestro Dios se enoja, toma un dado en


el cielo y juega para no pensar que aquí en la tierra se ciernen peligros
venidos del mismísimo cielo. ¡Sí! El que fue expulsado como el ángel
más hermoso, el más lúcido, el más profético, el más inteligente de todos
los ángeles, el que todo lo puede aquí en la tierra, y que se pone una
careta para hacernos la vida un poco más ligera sin pensar que nos está
dando la pócima del enigma más tenebroso, de la traición más cruenta;
pero le creemos, y seguimos sus pasos como mansos corderitos. Me
pongo a pensar que yo también puse mi cuota de desagrado, de traición,
de crueldad en mis calificativos, y de un maltrato que la dejaba siempre
llorando, mientras le decía:
—¡Cállate, cállate mierda!, que me salas la casa. Los vecinos escuchan
y tú haces un drama. ¿Qué te crees, cojuda? ¿Que no me doy cuenta?
¿Qué quieres, que todos se enteren de que eres una pobre víctima de
un pegalón? ¡Sí, pues, soy un pegalón! Pero tú eres una abusiva, una
mierda que dices quererme y no me quieres, que no te compadeces de mi
mal, que no te pones en mis zapatos, una hipócrita, una vil mitómana, y
¿qué crees? ¿Que el dinero lo consigo fácil o lo cago a cada hora? ¡No!
Yo me sacrifico, me quemo las neuronas, y no te falta nada, y jamás
te acercas, nunca te acercas a decirme papi, hijo o algo por el estilo.
Siempre tengo que pedírtelo, siempre. Siempre mendigando un poco
de ti, mendigando migajas de mi propia mujer. No me lo merezco. Soy
un tipo orgulloso. Por eso me alteras. Me produces tanta cólera, como
alguna vez me la dio mi madre, pero mi madre cambió.
—¿Después de cuántos años, Giacomo? Tu madre demoró en com-
prenderte, ¿no es así? Y yo no soy tu madre.
—No, no eres mi madre. Ella es única —le respondí.
—Apenas vivimos juntos, me dijo en voz alta.
—¡Sí! Tienes razón. Apenas… —Y ahí fue cuando le di un puntapié
en la pierna derecha, que hizo que cayera sobre el respaldar de la silla, y
una soberbia cachetada en su rostro me ayudó a desvestir mis demonios.
Yo estaba muy mal. El estrés, la fibromialgia (una dolencia en casi todos
los puntos sensibles y más focalizados del cuerpo, como neuralgias
persistentes que hacen la vida intolerable y tortuosa), la migraña y
79
Germán Rodríguez
la depresión habían abarcado como un cáncer maligno un porcentaje
inmanejable de mi cuerpo, y pronto mi cabeza solo tronaba como una
bomba en erupción, más el llanto prolongado de mi dolor en el pecho,
que lograba calmar con una media cucharadita de agua florida en una
mitad de vaso con agua, pues así me lo recomendó una mujer de amplios
ojos y virtud apasionada pero certera en sus aseveraciones, que leía el
tarot de manera magistral. Pero igual la depresión había hecho presa de
mí nuevamente, y la ansiedad era un oscuro demonio que trastornaba
mi bifurcado pánico.
—Busca ayuda, por favor —le supliqué a Pilar. Pero ella no podía
más que llamar a mi madre, y decirle:
—¡Controle a su hijo!
Jamás una palabra amable, una palabra bendecida por la humildad o
la sencillez de quererme aunque fuera un poquitito, o si no se quiere, al
menos se actúa por compasión, ¡pero no! Ella no se ponía en los zapatos
de los otros, menos en los míos. La cólera y el odio también habían
echado gruesas raíces en su rostro y en su carácter. La he perdonado, y
ella también de seguro me perdonó por las humillaciones a las que la
sometí. Al menos eso quiero creer.
Debo decir que ya no me echo la culpa de lo que pasó. ¿Para qué
cargar con una bolsa de ladrillos en la espalda? ¿Tuve gran culpa?
¡Sí! ¿Me arrepentí? Quizá, pero le rogué al Altísimo que me diera la
tranquilidad para ser mejor persona y erradicar de mi vida la violencia.
Ahora estoy escribiendo, y siento la alegría desde mi propia sangre,
y le develo a Pilar que su existencia me ha pagado más de lo debido,
pues esta novela es de ella, de nadie más. ¿De mí? ¡Qué va! ¿De sus
besos? No podría estar seguro de decir ni siquiera «quizá», pues los
besos se dan con un completo éxtasis, como si de un sueño reparador
se tratase, con la perturbadora imagen de que el mundo se nos acaba y
tenemos que tomar aquel beso como el último, el más glorioso, el que
nos redime de nuestras culpas más ancestrales, pues el beso tiene que
amar o al menos ilusionar, darse con el rostro que no te cabe de la alegría,
y sabiendo que después de darlo, te vas a presentar ante todos los demás
como el ejemplo del optimismo, de que la vida es bella, del que lleva la
80
Un crimen demasiado humano

existencia con una alegría más que espontánea, como si un estandarte


de felicidad te distinguiera por cualquier camino que vas o suelo que
pisas. Pero esto solo es una caricatura, pues como repito, no es oro todo
lo que reluce. No le tememos a nadie, y a la postre, existimos sin nada,
pues cuando morimos nos vamos sin nada, y no necesitamos nada más
que la ilusión de un amor que se va proyectando en el poco devenir del
tiempo como una ilusión imperecedera, como tenue luz en medio de
sombras duraderas, que es un canto contra la rutina que nos castiga y
nos estira sus más recónditos desatinos, pues la monotonía es así, sólo
logra extraer de uno la frustración y el corolario de una existencia gris,
más cuando no hay un deseo creciente, vivo, que te desborde hasta la
obsesión. Aquí también hay que decir que esto puede resultar nocivo,
pues la obsesión duradera nos conduce muchas veces a una ruta sin
salida, donde creemos vivir un comienzo vertiginoso y fascinante, pero
lo que significa en verdad, es que nos estamos acercando a un estadío
o sitio que nos devora con el poder de lo logrado. Por eso la gloria solo
acoge a los muertos, y la fama y el dinero te generan las envidias más
generosas, y el que tiene oídos para escuchar la verdad: «Diré que ni
frecuentar lo mismo a diario con titubeos o sin ellos, u obsesionarse con
algo o depender de alguien es lo mejor, pero somos seres humanos, y
hasta que logremos el equilibrio, los errores estarán teñidos de alguna
atmósfera cruel, despiadada, sombría, opaca, como de laberinto, y des-
pués de frecuentar todas esas sensaciones, quizás cambiemos un poco
para aligerar la vida, aunque el camino haya sido duro». Pues podríamos
llegar a cosas mayores, donde la culpa no se expía ni se redime; pero
esta tierra es así, un mundo de locos, donde cada uno pone su granito
de arena para desencadenar sus más denigrantes oficios y ponerlos al
servicio del rey de la tierra, de Satanás, el de las diademas apocalípticas,
el de las siete cabezas, pues estaremos alimentando su gran ego y nuestra
desaparición forzosa en brazos de este alacrán maldito y bebedor de
sangre como vampiro que se lleva de ti la poca santidad de tu espíritu.
Y despertamos con un beso, porque el beso estremecedor nos cobija
y nos muestra su cariño inconfundible, su aplauso, su grato deseo de
que seamos mejores, mientras vivimos con la esperanza en la pupila de
81
Germán Rodríguez
nuestras miradas, en un amplio panorama de neón y verdes luces, con
el aliento fresco y el olor a mar; las perlas que te desbordan la piel muy
por encima de los abrigos de pieles que solo te la cubren. En resumen,
un beso es un corazón que se aproxima al caído y lo recoge, y este
empieza a moverse con nuevos bríos.
Y aquí, en esta historia, el beso que me daban era negro, hostil, indi-
ferente, y hasta aguijoneador, y como el que no quiere ver, te percatas
pero no dices nada, y vas acumulando y acumulando… ¿Qué cosa? Pues
cólera furibunda. Un beso bien dado, o bien recibido, o cuando conflu-
yen ambos en su más alta y legítima pretensión de incondicionalidad,
te lleva a los confines más recónditos de aquel cofre o cajita de cartón
en el que uno encierra sus tesoros tan preciados.
Juliana, la hermana de Pilar, no había podido tener hijos. Fue grotesca
conmigo desde que timbró al teléfono de su hermana, que lo había
olvidado en la oficina donde laborábamos, y me preguntó a bocajarro:
—¿Dónde está Pilar? ¿Ya sale? Dile que la estoy esperando.
«¿Dile…? —repetí para mis adentros—. ¿Qué tiene esta?».
Y me colgó el celular sin decirme más nada. Era la personificación
de la altanería, del orgullo estúpido y la ignorancia a rabiar, bien acom-
pañada de una hipocresía refinada cuando se trataba de conversar con
otras gentes: la de sus negocios o su trabajito. La tal juliana conocía de
mí, pues su hermana se lo contaba todo, y la mujer, más que amargada
por un mal día o algún cuestionamiento de su propia existencia, sabía
que le había prohibido a Pilar que negociara productos de natura y otros
que repartía con la hermana, demorándose a veces más de una hora y
media, sin la menor consideración de que Pilar aún trabajaba conmigo,
y que recibía un sueldo por ello, no muy desalentador por cierto. Esta
situación se había producido más de tres veces ya, y tuve que dejarle bien
en claro a mi pareja y empleada a la vez, que el trabajo era el trabajo,
y que su hermana no podía disponer de nuestro tiempo a la hora que
le diera la gana, menos cuando estamos con pendientes, y le prohibí
tajantemente vender los productos a los que hice mención, pues nadie
molestaba a su hermana en el trabajo, y la muy conchuda sí podía darse
el privilegio de molestar a su hermana por unos cuantos trapos que le
82
Un crimen demasiado humano

regalaba. Entonces Pilar me dijo:


—Ya no voy a vender nada con Juliana. Que ella haga sus cosas, pues
le he dicho que me está perjudicando en mi trabajo.
Y yo la creía, a pesar de intuir que siempre le había estado contando
todo, que la hermana no me tragaba; que si me hablaba así por teléfono,
como una troglodita, era porque Pilar se lo contaba todo, mientras me
enseñaba que sus números habían desaparecido de su celular, mas no de
su memoria. Al fin y al cabo, era su hermana. ¡Y cuántas cosas habrían
vivido juntas! ¡Cuántos secretos! ¿Y yo en medio de todo aquello como
mero espectador para ver qué era lo que decidían sobre mí? No, yo sabía
que le decía todo, detalle por detalle, y callaba, pero le dije un día que
botase los trapos viejos que le daba la hermanita, y Pilar se molestó
mucho. Le dije, cuando ya vivíamos juntos:
—Mi mujer no se viste con trajes de cuarta. Te voy a comprar ropa
nueva, así que deshazte de toda esa porquería. Encima de que tu
hermanita te sugirió con su esposo que entregaras a tu hija… ¿Y así le
tienes consideración? ¿O lo de tu hija es una mera treta? Vamos, dime
algo… algo…
Pero Pilar siempre se calló. Su silencio y sus cuestionamientos a
mis preguntas me sugerían la raíz de una fábula creada por ella y su
hermana, y quién sabe, tal vez sus demás hermanos y la madre también.
Pretendieron que yo hiciese lo que ella me sugería muy sutilmente, que
me despojara de ciertas costumbres, como el de ahorrar para guardar pan
para mayo, como se dice, como decía siempre mi mamá, por si alguna
contingencia sucedía. Pero no conseguía eso de mí. No puedo decir en
desmedro mío que fuera un ridículo, nada más alejado de la verdad:
había en la lista buenos y finos restaurantes, sana diversión con su hija
o su mamá, a la que yo no tragaba, y ella tampoco a mí; un par de viajes
bastante calurosos y alguno que otro más que costoso, con avión y todo,
trabajo de seis horas o siete como máximo. Nada de presiones, pues las
presiones me las comía yo con mis clientes, y solito me las calaba con
el peso de sus problemas. Ella apoyaba, y esto diré siempre en su favor,
y ese apoyo era muy gentil para mis emociones ya cansadas. El fruncir
de mi ceño por la preocupación de denuncias y demandas pendientes,
83
Germán Rodríguez
y las mías que también debía atender, pero ella terminaba su semana,
cobraba lo suyo sin agradecerlo siquiera, la llevaba en el auto hasta La
Victoria, donde recogía a su hija de la casa del matón, hasta el domingo
que venía más o menos a las 3 o 4 de la tarde a casa de mi madre para
encontrarnos, pues devolvía a la hija a esa hora, previa coordinación
con el tal Homero. Esa era la rutina. Solo ella y su familia. Allá era
contenta. Conmigo solo para cumplir. Así lo percibí y así se dio para
mi bien o para mi mal. No sé qué parte me tocará de las divisiones de
la diosa fortuna, pero esta historia es ya de por sí un perdón a su gran
apoyo, a mi afecto acostumbrado, a la mujer a la que empezaba a querer
y a prodigar en cosas y cariños mi alianza para una familia final.
Es cierto, tenía miedo de mí mismo, de mi carácter, de mi conducta
poco convencional, fuera de los márgenes de las reglas en mi ánimo,
en mi ocupación como abogado y hasta en mi forma de pensar, pues
sabía bien que no estaba emocionalmente estabilizado. Por supuesto
que lo sabía, pero no porque fuera mala persona, sino porque tomaba
medicamentos para la cabeza, un tanto dañada en sus neuronas y su
serotonina, para poder ser un poco más feliz químicamente, pues la risa
y el llanto son entrañables funciones de la química cerebral. Así es, así
lo dicen los médicos, los expertos, no yo, y llevaba años haciéndolo,
posiblemente tuviera secuelas, aunque no voy a justificar esto último.
Asumiré gran parte de mi culpa, como un hombre responsable de mis
actos y mis verdades. Nunca hubo retirada para mí con respecto a ella.
También me comí las uñas con sus problemas y jamás pateé el tablero
para alejarme, aunque hubiera sido lo más fácil cuando la cosa se puso
brava, fea, oscura, pesada y desesperante. Pero cuando los problemas
me tocaron a mí, cuando le dije que ya no daba para más, y se lo dije
y se lo repetí en varias ocasiones, comencé a agredirla, primero verbal
y luego físicamente, pero sin las agravantes de un cruento y alevoso
ataque, sino a medias, como un desfogue de todo ese estrés que ella
había traído a mi vida, y es que nunca la lesioné como para que me
denunciara por ello, y hasta contó que estuve internado en un hospital de
salud mental, y que era un tipo peligroso, lo dijo todo ante la policía…
84
Un crimen demasiado humano

Luego no sé qué pasó o en que quedó todo aquello, y entonces ella no


aguantó ni un mes. No se la jugó por mí, pateó el tablero como se patea
a un perro que está clamando auxilio desesperada y angustiosamente.
Yo sí me la jugué por ella y sus problemas, y mi orgullo estaba herido
de muerte por ello. Se fue, como ya he dicho. Soy reiterativo en lo que
respecta a este tema, pero me dolió tanto en su momento que creí haber
perdido la brújula por primera vez en mi vida, y el no saber qué hacer
era mi única consigna, una devaluada consigna, mi única resignación
y también mi único problema. Me sumí en la depresión y lloré a rabiar
casi todos los días. Me abandonaron por primera vez, y dolió tanto como
cuando te quedas sin energía, sin poder dar un paso, ni para adelante
ni para atrás, ni para los costados, y nadie te presta la mano, a pesar
de saber que lo necesitas para aferrarte a un salvavidas, para no morir
abatido por la duda, el temor y la poca visibilidad de los actos humanos
y su consecuente egoísmo, y de la misma naturaleza que nos delata con
una persecución implacable cuando el desamor y la retirada del amor
tocan a tu ventana.
El segundo hermano en ofenderme fue el menor: «Tuputamadre,
huevón, hijo de puta, ya vas a ver lo que te pasa si sigues molestando
a mi hermana». Y recuerdo que en ese entonces aún yo no molestaba a
Pilar de ninguna forma, no fue hasta que su exmarido nos hizo la vida
insoportable, pero me gané gratuita y antojadizamente el saber que este
hermano, de nombre David, creo, y digo creo, porque solo lo vi un par
de veces, y me saludó en el primer encuentro, sin darme ni siquiera la
mano. En ese instante le pregunté, como para iniciar un diálogo:
—¿Qué pintura estás usando? —Pues se encontraba pintando parte de
su humilde morada, y me respondió toscamente—: ¡Una pintura barata!
Y me quedé callado. Quise salir huyendo, pues fue muy tosco, y
percibí que no quería que yo estuviese sentado en su casa, pero me dije
a mí mismo: «A todos hay que comprenderlos, justificarlos; quién sabe,
habrá tenido un mal día. De este mismo hermano, Pilar me dijo que se
encontraba «cabezón»1, pues su mujer estaba de parto, la primera hijita
de ambos, y la segunda de su conviviente, y no había nada de ropita para

1 Preocupado
85
Germán Rodríguez
la bebé, pues con las justas había conseguido para el parto y la cunita.
Recuerdo haber llegado a casa y haber buscado entre las ropas de las que
alguna vez vendimos con mamá en un pequeño negocio que hicimos, en
el rubro de ajuares para bebés, alguna que otra toallita de baño, baberos
pequeños y de mandil y algún bebe-crece2 o para el uso diario, y noté
que nos quedaban muy pocos. Mientras tanto, le dije a mi madre que
me consiguiera algo más para dárselo a Pilar, para que pudiera dárselo
a su hermano durante el fin de semana, mientras estaba en su casa,
pues no tenían ya dinero para que la bebé pudiera venir a este mundo,
al menos con un manto cubierto de dignidad y decencia, y alguna que
otra prenda bonita para las fotos. Al final, parece que pudieron juntar
un poco de dinero entre sus demás hermanos para contribuir con David
y su mujer, y así poner linda a la bebé para el álbum de la familia. El
hermano era soldador en una empresa que recién lo había contratado,
sé que trabajaba hasta los domingos con tal de que le pagaran las horas
extras y llevar un poco más grueso el sobre, y eso que vivían en casa de
los padres. ¿Alquilar algo? Ni pensarlo. Creo sinceramente que no les
hubiera alcanzado, y el amor muchas veces se extingue cuando el dinero
patea la puerta con zozobra y no te pide permiso para ello. Entonces
es cuando el hambre azota como una batalla cruel donde el hormigueo
empieza a sentirse en el estómago y las puntas filudas en las venas, pues
no hay sangre que recorra mientras no hay alimento que nutra.
Este mismo hermano fue el que Pilar me recomendó para que pintara
mi oficina. Sus oficios eran variados: pintor de brocha gorda, soldador,
gasfitero, construcción civil y otros ramos parecidos. Pero cuando aún no
trabajaba en la empresa como soldador, con un salario y sus beneficios,
aunque no muy generosos, pero seguros a fin de mes, Pilar me lo ofreció
varias veces para el trabajito de la oficina. No sé por qué rara o gentil
intuición no acepté que pintara en mi centro de trabajo. ¿Temía algo?
¿No me sentía seguro aún de Pilar? ¿O es que la contestación brusca
y hostil que me dio David en su casa, cuando yo solo pretendía ser
amable, terminó por enfriar el entusiasmo de caerle bien a la familia,
empezando por él? Supe que era esto último, o que todo se confabulaba

2 Ropita ligera para dormir


86
Un crimen demasiado humano

para poder decirle a Pilar, con una mentirilla, que no tenía dinero en
aquel momento, que ese era un trabajo que había que pagar al contado y
que debíamos esperar un poco. Ella no se lo tragaba, pues tenía malicia,

y te miraba, y eso le bastaba para saber que estabas dándole rodeos a


la situación. Después de aquello, ya casi ni me tocó el tema. Supo que
lo estaba rechazando. Era mujer de ojos muy vivaces. Engañarla con
una mentira blanda, aunque le llevase kilómetros de kilómetros en el
arte de hablar bien no se acercaba ni siquiera a lo mínimo de su astucia,
y entonces ella supo que su hermano no me había caído bien desde que
me contestó bruscamente en su casa aquel día. Y bien que tuve razón
en no recibirlo jamás, pues me insultó sin que yo le agrediese o le
contrariase en algo. Fueron insultos totalmente injustificados y acaecidos
desde un teléfono público que se prestaba para la complicidad de este
desagradecido, que jamás dio un gracias (todos los hermanos parecían
carecer de esta palabrita, que a pesar de ser tan chiquita, significa una
inmensidad de cosas buenas) por la ropita que se le dio, y sabe Dios
que se la ofrecimos con todo el corazón mi madre y yo, y aquí sí que
no se tomó siquiera la molestia de llamar por teléfono para al menos
ser gentil. También creo que veía el mundo de forma distorsionada, y
que su pasado lo ensombrecía. Siempre justificando a cualquiera. Pero
así soy yo.
Tal vez la hermana se confabuló con todo esto, pues ahora que lo
recuerdo todo como de un tirón, Pilar me comentó que le había prestado
dinero al mayor de los hermanos y a éste último, y andaba diciendo que
aún no le pagaban. ¿Entonces recurrían a la hermana para la semanita?
Semanita que yo daba. Ya fuera por el trabajo que ella prestaba, o por
el placer que me procuraba. En mi favor diré que también le procuré
mucho placer y le compré sus cosas: zapatos, chompas, blusas, un par
de sacos, además de buenos restaurantes y demás amabilidades que
siempre ayudan a estabilizar una relación. Y la pregunta es: ¿Qué saco
de todo esto? ¿Por qué? ¿Acaso esta mujer no se lo ganó con su trabajo
en la oficina, ridículo? Y yo contestaría con un rotundo ¡no! Todo lo que
hacía lo ejecutó por cumplir, solo por cumplir, para cobrar su semana
87
Germán Rodríguez
y comisiones por el trabajo realizado, que casi siempre ejecutaba yo,
y por hacerla sentir bien se lo daba. Así se ayudaba y sonreía más para
conmigo y entonces me sentía yo más feliz. ¡Qué tonto! ¡Qué estúpido
de mi parte! Pues muchas veces no había trabajo, y nos divertíamos
el resto del día, sin prever que vendrían momentos difíciles, pero esto
a ella parecía importarle poco menos que si me diera un infarto o un
derrame de tanta presión.
Los demás detalles quedan a la imaginación de los lectores. Tampoco
voy a contar cada signo vital o cada acto. Solo diré que la pasábamos
muy bien, y que tras las sábanas retorcidas y estrujadas, nuestro placer
se juntaba con alguna que otra compra, y la cama terminaba agotada
de tanto estar ahí, hasta la salida del lugar a donde íbamos (esto aún
antes de vivir juntos), y relajarnos con alguna que otra comida en un
buen lugar, y el regalo (que no faltó), y que siempre regocijaba la más
íntima saciedad del espíritu.
La tercera hermana en crearme un desasosiego desde que la vi fue
Silvia. La menor de todas. Fiel al estilo moderno de las chicas de 25
a 28 años, vestía bastante provocativa, con los labios bien delineados
con un contorno suave y el color a la medida de su ropa, de muy buena
calidad, por cierto. Según los datos que pude recabar de ella, era la más
paradita, la que tenía más dinero que los demás. Aparte, se casó con un
cholito de pura cepa, pero con plata, y luego divorciado, pero parece
que la pensión era suficiente para vivir ella y su hijo tranquilos, pues
el papá del muchacho en cuestión era negociante y tenía sus capitales
fluyendo. No le iba nada mal. Sabe Dios por qué se habrían divorciado.
Pero bastaron las palabras de mi mujer, en una sola frase bien directa,
como una estocada, mientras charlábamos, «Ojalá Silvia siente ya la
cabeza», para darme cuenta de que la muchacha nunca había estado
tranquila. Si así era su temperamento, eso no me interesa a mí; solo que
delataba con sus actos a sus otras hermanas, pues Pilar a veces soltaba
alguna que otra frasecita que si tal vez jamás la hubiese mencionado,
posiblemente seguiríamos juntos, aunque esto es ya suficientemente
raro como para ponerse a hacer cuentas de lo que pudo ser y no resultó.
Silvia era delgada, de rasgos finos, con unos ojos lo suficientemente
88
Un crimen demasiado humano

vivaces como para provocarte cualquier cambio de sentimientos; la nariz


refilada como si un cirujano le hubiese dado un perfil más clásico y
sensual a la vez, de pómulos pequeños pero casi perfectos en su tamaño,
acordes a la cara; con un pelo ligeramente rojizo que la hacía parecer
una verdadera beldad. Cuando habló y me saludó, me dijo:
—¡Tú y mi hermana estáis saliendo…! —Y movió la cabeza como
sonriéndose—. ¡Qué bien! Después me cuentas todo y hasta exageras
—y se rio como muchacha de barrio, muy orondamente y sin la gracia
de una dama.
Esto me pareció que la afeaba un tanto, y cuando siguió hablando,
supe bien que era caprichosa, altanera, muy pero muy buena para
conversar y esperar de ti, con sus ojos vivaces, la respuesta correcta. Y
eso no me gustó. Le dije a Pilar que mejor nos íbamos a caminar por
ahí, y accedió, no sin antes poner una cara como de quien dice: «¿Qué
te pasa, ah?». Pero me tragué la lengua y luego salimos. Me disculpé por
lo rápido de mi visita, y de plano supe que la tal Silvia estaba para una
buena tiradera3 y nada más; me abrazó rodeándome el cuello cuando
me fui, y me dijo:
—Que te vaya bien, cuídate.
Y le dije lo mismo por amabilidad y cierta dosis de hipocresía, que la
hermanita menor utilizaba a granel. Lo mío quedaba como mera reserva
de mis buenas intenciones y de mi caballerosidad. Menos mal que se
encontró con su enamorado, de quien prefiero no recordar el nombre,
pues con este me confundió Pilar en dos ocasiones. Claro, que los dos
nombres empezaban con G, pero me disgustaba la sola idea de saber
que entre hermanas se pudieran prestar a los enamorados, o que si
alguna actuaba para su beneficio sexual con alguno de ellos, lo hiciese
secretamente sin que la otra ni nadie se enterase.
Pero esto son solo indicios y conjeturas. Aunque a mi favor diré que
el tipo miraba a Pilar de pies a cabeza, y esta le dedicaba una mirada
displicente cuando el hombrecito le comentaba algo. No me gustó nada
ese intercambio verbal, y por ello también me marché del lugar, de
la salita de Silvia, mientras en el camino le hacía conocer a Pilar mi

3 Para un buen polvo


89
Germán Rodríguez
disgusto. Quizás nunca se lo hubiese hecho saber, pero me confundió
de nombre cuando dijo:
—Mamá, G… ya se va.
Y entonces me surgió la duda, como cuando uno no sabe con quién
está, o como si la oscuridad no pareciera tan natural a la hora que le
toca. Esto es contradictorio, pero expresa la razón real de las mentiras
que se distraían con el silencio cómplice del rostro apenas ingenuo de
Pilar y su juramento de que jamás estuvo con ese muchacho. ¿La creí?
Nunca. Pero trataba de que esto no molestara mi memoria y olvidé ese
episodio por buen tiempo.
Al principio, y retomando el haber visto a Silvia, me dije: «¿Por qué
no fue ella la que se me apareció? ¡Caray! Y es que la mujer me gustaba.
Pero había respeto, y no podía jugar así con su familia. Luego vino todo
lo que ya dije, y se me esfumó, no por casualidad, pues nada es casual en
esta vida, la virtud que Silvia, la hermana, guardaba muy celosamente.
Su sonrisa perfectamente preparada, nada espontánea, pero a la postre
una grata sonrisa que generaba confianza y buen humor, pero he aquí
que funciona la intuición, y esta no me fallaba, y desde que se sonrío
delante de mí, la vi fea, ¡decididamente horrible! No me generó ni un
ápice de confianza, y más bien le tuve cierto resquemor. Parecía que el
alma de mi padre me había poseído para protegerme y darme todas las
salidas posibles a mis problemas o a los que vendrían. Él estaba detrás
de todo, y por ello amo tanto a papá Giacomo; los dos nos llamábamos
igual, y sigo besando su foto en señal de cariño, de respeto y de amor
por su grandeza. Aun lo sigo admirando, y seguiré haciéndolo hasta que
Dios me dé el último visto bueno, el suspiro final, y vaya a acompañarlo
para conversar y reír juntos.
Diré para continuar con este relato que Silvia se me aparecía ahora
como cualquier chica bien arregladita, pero sin ninguna gracia; mientras
Pilar se me iba metiendo cada vez más en la diaria costumbre de los
antojadizos sentimentalismos que me agujereaban el corazón como a
un niño que juega con su primer juguete, o con el recién comprado,
pero que tiene la mala costumbre de no dejarlo para nada, como otros
90
Un crimen demasiado humano

chicos sí lo hacen, con la ilusión de que este juego no termine nunca,


o de guardarse al menos un recuerdo duradero y afectuoso de aquel.
Silvia me llamó varias veces cuando el matón se dirigió hasta la
casa de ellos para llevarse a la hija de Pilar, que mi entonces mujer se
había llevado contra toda regla, pues ya antes había firmado un acta
de conciliación extrajudicial con la calidad de sentencia para que el
padre poseyera la custodia y ella un régimen de visitas. ¿La sustrajo
por capricho? ¿Porque quería darle la contra al exmarido? No lo sé.
Homero le había causado mucho daño, y en su esperanza de formar un
hogar con él, como Pilar misma me había dicho, había soportado los
vejámenes de este bruto, y tal vez se acostumbró a ellos, pero terminó
marchándose de la casa. Sin embargo, ella jamás estuvo tranquila,
por lo que supe, y quién sabe si la tal Pilar, la que dormía conmigo, se
estuviese divirtiendo con otros hombres cuando su hija permanecía en
custodia de su padre (cuando yo aún no la conocía), cuando estos dos
se encontraban separados recientemente. Y así fue. Pilar había llevado
una vida un tanto desordenada: un hombre por aquí, otro por allá, y es
que no se podía sacar a la hija de la cabeza, como tantas veces me dijo,
y según sus propias confesiones, que no se las creí del todo, fue lo que
la llevó a tener esta vida libertina y sin reglas. El matoncito guardaba
resentimiento por ello, pues quizás ansiaba volver con ella. A la postre
era muchacha simpática, y me dijo alguna vez en el auto, mientras
salíamos a pasear, que el tipejo de Homero le pidió que volvieran antes
de que nos conociéramos, y ella le espetó una rotunda negativa. Ella
también hizo lo suyo, por cierto, para vengarse de las torturas de este
muerto de hambre, ignorante por donde se le mire, que solo manejaba
el auto y la pistola y una mirada rapaz a la perfección, pero de cerebro
nada; la masa gris se la habían tragado los gusanos con sus cortezas y
parámetros frontales y todo lo que constituye el lado de la cordura y la
inteligencia. Era, pues, de esperar que cualquier día le pasase algo a este
tipejo. Pero ahora se lo dejo todo a la buena de Dios. Diré que mientras
este matón disparaba contra uno de los hermanos de Pilar, pero al suelo,
para amedrentarlo, me contó que se portaron avezados y conflictivos
cuando fue a la casa de la mamá de su hija, mientras Silvia, la hermana
91
Germán Rodríguez
menor, me llamaba para darle alguna solución al respecto (solución que
tenía mucho que ver con el dinero, como insinuándome que se venían
problemas mayores, y que mi ayuda como abogado no bastaba, sino que
el vil dinero era la solución, y que se lo enviase. Esto no me lo dijeron
explícitamente, solo se dedujo de la forma en que se escandalizaban
ante el alboroto de que el matón volviera a hacer de las suyas, con sus
amigos de mala junta, cerca de la casa de la mamá de Pilar o dentro de
ella). Pilar estaba desesperada, pero al hablar con ella, después de los
interludios con Silvia, noté su voz bastante tranquila, nada nerviosa, y
entonces… La desesperación era un recurso barato que utilizaban los
hermanos o la tal Silvia para que les enviara dinero. Sí, eso era. Ya no
tengo la menor duda. Pero yo le explicaba con devoción y preocupación
cómo debían actuar. Esto no les interesaba. La conclusión perfecta:
querían el vil dinero, lo que pensé en darles, pero si no se necesitaba en
ese momento, yo no iba a malgastarlo. No por ridículo, sino porque me
gustaba utilizar el dinero solo para cosas urgentes e importantes. Aquí
la urgencia estaba tergiversada, y se podía solucionar de otras formas. Y
entonces, yo no hice nada en ese momento para darle ese preciado regalo
a Pilar, pues también el negocio había bajado y tenía deudas que cubrir.
Sin embargo, he dicho que jamás le negué nada, y le pagaba un salario
gentil más unas comisiones que la dejaban satisfecha hasta cierto punto.
De esto se dio cuenta la hermanita, la tal Silvia, y como ya dije, revestida
de una hipocresía a granel, esta última también me refundió con palabras
de mal gusto en su celular, por mensaje de texto, y después poniéndolo
por altavoz. Al querer comunicarme con la hermanita, esta mencionó:
«Tengo las pruebas de los hostales, Pilar, y además ya te dije: ¿qué
haces con ese sujeto? ¿Para qué te sirve? Ya hablamos de ello. Tú haz
lo que ya hemos hablado. De una vez hazlo. ¿No te das cuenta o qué?
No te eches para atrás». Se refería a mí. Le dije a Pilar que me pasara el
celular; no quiso, se lo quité de las manos, y le respondí a la hermana.
Esta me acalló con una andanada de groserías y una boca escandalosa
como ninguna. Estaba en lo cierto. Era una veleta grosera y simplona,
quizás una prostituta refinada y asolapada, y nunca hube hecho yo
nada contra ella, pero así te pagan las buenas intenciones, con insultos
92
Un crimen demasiado humano

y contrariedades que te terminan por malograr los nervios y limitarte


a ser un títere si así ellas lo hubiesen querido, siempre y cuando uno
estuviese loco por cualquiera de las hermanas.
Ya viene la última, la tal Juliana. Pero les comentaré que no soy de
enamorarme como un burro terco e imprevisible, me doy cuenta de lo
que pasa, y para llevar la fiesta en paz también suelo ser cortés y afable
hasta cierto punto, cuando hinchadas ya las pelotas de tanto cojudeo,
me harto y exploto como tal vez nadie se lo esperaba.
El buenito de Giacomo terminaba por convertirse en una bestia furiosa
y descontrolada. Ya he dicho que no lo podía evitar, y jamás pude
en mi sano juicio evitar lo que vendría tiempo después. Lo que tuve
que decirle por el celular se quedó apenas en jadeos, pues la tal Silvia
manejaba una lengua bípeda y bien calibrada como para silenciarte si
algo no le gustaba. Y eso que yo reclamaba y también me encolerizaba
con avidez, pero terminó ganándome la partida, apagando con esa voz
temperamental, como de placera de barrio chico, el último resquicio de
decirle por qué reaccionaba así. Al final, creo que ni me escuchó, pero
le dije: «Vete a la mierda, huevona», y corté el celular con furia. Esta
volvió a llamar, la tal Silvia, y apagué el teléfono. Pilar me miraba de
reojo con disgusto, y yo le metí un lapo por meterme en tanto problema.
Así desfogaba la furia contenida.
La última, una mujer de bonitas y graciosas facciones en las foto-
grafías donde pude verla, ya fuera al lado de su familia o con el pelele
de su marido, supe que se había casado porque el tipo era bonachón y
trabajadorcito, y le daba sus gustos a la tal Juliana, y conocía de su más
íntimo secreto: el haber sido violada en su niñez o pubertad. Eso no lo
puedo determinar. Y tampoco he podido saber a ciencia cierta si fue el
pervertido de Teodoro, el padre, o algún borracho de la calle o amigo del
«gran padre». Aunque mis dudas parecen despejarse cuando veía a Pilar
y lo patética que había sido su narración cuando me dijo que el viejo
había abusado de ella. Juliana tenía un carácter explosivo. ¿Saben?, no
quise verla nunca, me resultaba repulsiva por su solo comportamiento,
tal vez presentía que si la trataba se me iba a salir a mí también el
demonio de todos los confines de mi cuerpo, pues la mujer, furiosa
93
Germán Rodríguez
o rabiosa, se bifurcaba como un animal extraño que dependía de la
personalidad amable y complaciente, mientras que su otro antifaz era
la de la mujer corriente, vulgar, idiota, furibunda, frustrada y renegona,
calificativos que solo asomaban como un recuento de lo que mostraba,
pues en lo íntimo jamás pude conocerla.
Bastó intuirla en una que otra conversación por teléfono para estable-
cer que la mujer mostraba aun una tercera personalidad, la de la mujer
amorosa, e incluso diría la que tomaba la posición de madre coraje: tal
vez por su posición de no poder serlo. No por decisión. Ya lo he dicho.
No podía. Su aparato uterino no funcionaba, o sus óvulos mostraban ya
la apariencia de los de una mujer en decadencia, a pesar de sus treinta y
seis años. Yo sabía que la violación tenía mucho que ver en todo esto.
Una mujer abusada y vejada se sume en el más profundo resentimiento,
aunque crea haber curado sus heridas, o se las dé de liberal y coquetee
con cualquiera a ver si liga lo que ya su agresor le dejó de muy pequeña:
el placer escondido; virtualmente un placer al que todos tenemos derecho,
pero que a temprana edad no se sabe cómo manejarlo y arraiga en un
instinto sexual mórbido que puede caer en el desenfreno. Es por ello que
muchas mujeres abusadas sexualmente caen fácil en la prostitución, en
la liberalidad del sexo y la ninfomanía, o en su defecto, en el apartarse
de los vaivenes del temperamento que les dejó no solo un gran vacío,
sino también un gozoso placer sucio y desequilibrado que no saben
cómo controlar o erradicar. Entonces me daba perfecta cuenta de que
las secuelas de la violación no se habían curado en su totalidad; nunca
se curan del todo, pero se puede remediar el resentimiento y la cólera,
y el trauma, con ciertas terapias anti choque y alguna que otra medicina
y ejercicios espirituales. Se puede transformar pacientemente, para que
salga a la luz el tan exquisito placer de vivir y hacer realidad los deseos
no logrados. Y aquí el deseo no logrado era muy claro: no poder tener
hijos. No era el varón, el pelele de su marido, un estudiante de sistemas
que no merece más de dos líneas, manipulable y sin personalidad. Tal
vez demasiado enamorado de su mujer. Aunque hombres sin carácter
se ven ahora bastantes, como si de sardinas apretadas se tratara. Era
la tal Juliana, y como ya dije, primero debía curar el alma para sanar
94
Un crimen demasiado humano

el cuerpo y concebir.
Esto lo redescubro a través de mis lecturas, y creo que quizás pude
haber hablado con ella de esto, pero así como se comportó conmigo,
no me quedó otra que apartarme, y apartar a Pilar de la que consideraba
su santa patrona, pues todo se lo contaba. Convencía a mi mujer con
regalitos de segunda mano. Un par de sacos ya usados, o blusitas de
media estación, pero la ayudadita ameritaba la contribución de Pilar,
y su tiempo. No era gratis la dádiva, nunca lo fue. Ya he dicho que
conocía bien a la gente. Mi profesión de abogado me permite analizar a
diario a muchas personas, su psicología, su forma de trato, sus maneras
hipócritas o auténticas de comportarse, o su inusual personalidad volátil.
En fin, las buenas o malas intenciones han asomado por mi oficina como
lluvia fresca o aves carroñeras en diversos tiempos, y conozco a la
persona apenas oigo su voz: si es conchudo el manejo de su alocución,
la criollada perfecta que creen ejecutar, la pendejada asolapada… Por
ello, el primer telefonazo de Juliana al celular de su hermana, que había
olvidado en mi oficina, la retrató en su mayor dimensión: agresiva,
intolerante, insufrible, una puta redomada en toda su vibración. Luego,
cuando Pilar y yo nos fuimos a vivir juntos, le prohibí por un tiempo
que viera a la sierpe venenosa, a la tal juliana. Su esposo era un mártir
más de la mediocridad. Nada más parecido a las personas que nunca
aparecen sino como meros espectadores, con objetivos tibios, pero sin
un apasionamiento que los ponga en un pedestal para admirar. Nada
más para hablar de este pobre hombrecillo.
Le dije a Pilar un día, que mientras vivíamos en nuestra casa (la que
alquilamos), no trajera regalitos de segunda o tercera mano, que yo
sabía que eran de Juliana. Y es que un día me molesté con ella, porque
estuve tan entusiasmado de ir a casa de la mamá de Pilar (cuando aún
no vivíamos juntos), a verla a ella y sacarla a pasear junto con su hija,
cuando de pronto me lanzó la respuesta:
—¡No vengas! ¡No!
—¿Por qué? —le inquirí—. ¿No quieres que nos veamos un ratito,
amor?
—No, no es eso; lo que sucede es que me voy a la casa de Juliana,
95
Germán Rodríguez
pues hoy es el último día que la voy a poder ver antes de que mi hermana
se someta a un último tratamiento para que quede embarazada.
—¡Ah! Ya. Pero debiste haberme avisado, Pilar. No me dices nada.
Me haces resentir, perder todo el entusiasmo de querer ir a verte y pasear
un rato contigo y tu hija. Parece que no confías en mí.
—Ay, Giacomo, todo te lo tomas a pecho.
—¿Cómo que a pecho? Eres mi mujer, caray. Solo te digo lo que
siento. ¡Qué! ¿Acaso eso te molesta?
—Por favor, ya basta —me decía, y se molestaba, cuando el molesto
debía ser yo. Entonces le espeté—: Dame la dirección de tu hermana
para poder ir y encontrarnos ahí.
—¡No! Giacomo, es que solo voy a ir a limpiar.
—¡Ah! ¿Cómo que a limpiar? ¿Es que tu hermana te hace trabajar para
darte algo a cambio? ¡Qué mierda! —dije—. Ya sé. ¡A tu hermanita no
le caigo ni un carajo! ¿Por qué mientes? ¿Por qué no eres más sincera?
Sé que tu hermana no me soporta como yo tampoco a ella. Dejémonos
de hipocresías. ¿Para qué mentir? La honestidad ante todo, Pilar.
—Ya, Giacomo, basta. Yo voy a ir solo a ayudarla, y me quedo
a dormir con mi hija, pues creo que Silvia va con su enamorado, y
Juliana quiere que cantemos un poco en el karaoke de su casa como
para relajarnos.
—Qué bien —le dije, bastante amargado y angustiado—. ¡Diviértanse!
O sea que ella sí va, ¿y con el enamorado encima? ¿Y yo qué soy? ¿Un
trasto? ¿Por qué no me das mi lugar?
—Ya no me fastidies, Giacomo. Total, por último, ya no voy pues
—me dijo—. Ya estarás contento.
Y colgó el celular. Luego de ello hizo caso omiso a mis siguientes
llamadas y apagó el celular. Me irrité tanto que quise ir a buscarla a su
casa, después supe instantáneamente que ello me causaría problemas.
Los hermanos no eran buena fuente de aceptación y mucho menos de
acercamiento. Reprimí los ánimos y esperé a que amaneciera.
Casi no dormí, y apenas al despertarme la timbré de nuevo. Esta vez
contestó y con voz pausada me dijo:
—¿Ya estás más tranquilo?
96
Un crimen demasiado humano

Y le dije:
—Qué conchuda eres. Yo angustiado, sin poder dormir, y tú ¿qué?
—Mi hija se puso mal, Giacomo, le dio infección a las vías urinarias.
Lo nuestro ahora no me importa. Primero es mi hija. ¡Sí! Está bien.
—Tienes razón —le dije, aunque con la cólera aguantada.
—Tuve que recurrir a un médico particular anoche, y tú preocupán-
dote si iba o no a mi hermana.
Le dije:
—Claro, si no hubiese sucedido aquello de tu hija, seguro que ibas…
Pero pronto advertí que lo importante era saber cómo estaba la niña,
y me refirió que aún faltaba que le pusieran las inyecciones.
—Creo que me la voy a quedar, la voy esconder bajo tierra aunque
sea, como tú y otros abogados me dijeron. Ya no aguanto estar sin mi
hija por culpa de ese idiota que me la quitó con mentiras e inventos.
—Pero yo no te dije eso, Pilar, recapacita. Vas a perder cualquier
juicio y vas a complicar tu situación legal. Él tiene la custodia, ese
matón no te va a dejar tranquila, no nos va a dejar vivir en paz. Lo
sé. —Ya no supe que más decirle, y ella se aferró a la idea de primero
curarla totalmente, pues le recomendaron siete inyecciones, y tal vez
luego se la entregaría, aunque no sé si fingía en esto. La duda te corroe
cuando la persona es inestable, y ella lo era, y no había más qué hacer
sino esperar el próximo paso.
La angustia se apoderó de mí. A ella parecía importarle poco, pues
fresca como una lechuga se tomaba las cosas con más calma que sere-
nidad espontánea. Luego vendría un sinsabor escabroso.

97
Amenazas y desengaños

El matón llegó a la casa de la madre de Pilar ya entrada la noche, con


tres sujetos más de su misma calaña en un auto Hyundai, se enfundó la
pistola en el cinto y fue directo a tocarle a la puerta. Horas después, en la
comisaría más cercana al lugar donde vivía Pilar y su familia se generó
la denuncia por tentativa de homicidio y peligro común. Los efectivos
de la Dirincri habían encontrado un casquillo de bala a tres metros de la
puerta de entrada, y abrieron el procedimiento respectivo: las citaciones,
la muestra para que el matón se hiciera la prueba de absorción atómica
y demás cosas de ley. Ella me llamó desesperada esta vez, diciéndome:
—Pasó lo que tenía que pasar, Giacomo. El muy maldito vino con
otros, armado, y le disparó en el brazo a mi hermano. Lo están llevando
al hospital. Y a David, el menor, lo apuntó con el arma en la cabeza.
David se enfrentó con él y le dijo: «Dispárame, conchadetumadre. Hazlo
huevón». Lo provocó. Le gritamos que no dijera esas cosas. El muy
cobarde bajó la pistola y huyó en el auto de sus compinches raudamente.
Antes de ello, se rio en la cara del hermano y marchó.
Luego, a los dos o tres días del incidente, Pilar le entregaba a la niña,
porque esta salió y dijo:
—Papá, hola papá.
Este la cargó y se la llevó, y Pilar no opuso resistencia. Así era su
inestabilidad y la pobreza que te mantiene a raya, y la amenaza que te
vulnera. Total, ella la había entregado en un momento dado, y no había
más que deducir de su conducta o de sus actos. El tipo denunció a Pilar
99
Germán Rodríguez
por sustracción de menor, y a mí por extorsión, alegando que me había
coludido con su exconviviente para secuestrar a su hija. Nada más
falso, nada más siniestro. Le teníamos miedo al matón. Y su familia
sufría. Antes de que el tipejo, el matoncillo guardaespaldas, ejecutara
este acto, Pilar se comunicó con la tal Juliana, quien tenía alguna que
otra conexión con la prensa, por mediación de su marido, para que la
televisión viniera a entrevistarnos a mi oficina. Al principio dije sí, y
luego no quise que se supieran mis trapitos sucios, que no eran muchos,
pero como la televisión es carroñera y hurga en toda tu vida, pues me
negué a ello, y Pilar me dijo:
—Sí, tienes razón, Giacomo. También van a averiguar lo de mi papá
y sus líos con la vecindad y la comisaría, y que es alcohólico y…
De pronto se puso a llorar desenfrenadamente.
Averigüé también que al hermano jamás lo llevaron a un hospital. La
bala fue directa al suelo. Así se comprobaron los hechos reales, tal y
como me dijo el matón, con quien tuve que hacer migas por un tiempo.
Y Pilar misma se contradijo cuando me refirió que solo era un roce, que
todos se habían preocupado por llevarlo al hospital, pero que al final no
se llegó a ir. Otra patraña, otra duda que ella sembraba en mí.
Una noche, cuando ya le habían aplicado la inyección, creo la tercera
a la niña, le dije a Pilar que tratara de estar tranquila, y resultó que el
más preocupado era yo. Y le increpé su conducta.
—¿Sabes qué? Ya me tienes harta. Estoy con sueño y quiero dormir,
ya no molestes, voy a apagar el celular. Ya no me fastidies.
—¿Fastidies? Pero si estoy preocupado por ti y por lo que les sucede,
no tienes consideración, cojuda. —Y ya la ira iba en aumento.
Pronuncié esta palabrita, «cojuda», y me cortó el teléfono hasta el
día siguiente, creo que hasta pasado el mediodía. Yo tomaba pastillas,
ella lo sabía. Y entendía que ello me provocaba mucha ansiedad y hasta
podía enfermarme de los nervios, pero su sueño fue más importante.
Así que en un arranque de cólera, llamé al padre de su hija, ¡qué asco!
Tuve que tragarme mi orgullo y le dije que todo se podía resolver para
bien. Que de todo lo legal iba a encargarme yo, incluso de archivar lo
de la tentativa de homicidio, pero con la condición de que desistiera
100
Un crimen demasiado humano

de esas denuncias tan deleznables y podridas que me había formulado,


pues me estaban haciendo mucho daño. Quedamos un día en hora y
sitio pactado, y lo arreglamos, no sin antes utilizar toda mi diplomacia,
o hipocresía, para tratar con este energúmeno. Al final Pilar también
estaba denunciada, y las cosas iban a tomar un cauce de reconciliación
aparente, pero sin denuncias por ninguna de las partes. Ya les dije que
el matón comenzó con tremendos insultos, y que mi reacción se tradujo
en un intempestivo huracán que me trastocó la cordura. Y fue por ello
que pisé el palito, mientras que él me grababa todo lo que decía y lo
que escribía. Fui demasiado tonto, o mejor dicho, demasiado ansioso.
Ya mis nervios para ese entonces colapsaban, pero no podía detenerme.
Pilar mentía u ocultaba las cosas, que es lo mismo al fin de cuentas (su
falta de honestidad), y esto traía cola.
El encuentro con el hombrecillo, de ojos rapaces como ya dije, por
lo codicioso y hambriento de su mirada, justificó mi presencia a mitad
de camino entre el Palacio de Justicia de Lima y el jirón Azángaro,
zona bastante conocida por los lugareños, por la fama de sus negocios
de falsificación de documentos al por menor y mayor. Él vino con
su abogado. Llevaba los lentes oscuros, como queriendo esconder su
nerviosismo, igual que Pilar los utilizaba, tal vez para ocultar sus deseos
o secretos más profundos. Era ligeramente de corta estatura, de unos 165
centímetros más o menos, cara rechoncha, ojos de buitre y suspicaces,
una nariz un tanto pequeña pero achatada como la de un boxeador
novato, y el cabello ensortijado. Era de raza negra. Y supe en ese
entonces, después de que se sacara los anteojos, que era un ventajero, un
oportunista de quinta, rapaz y codicioso, que me dejaría apenas la camisa
si se lo permitía. Me sorprendió cuando él pagó la tasa judicial para el
desistimiento que le había hecho firmar a Pilar sobre los papeles de la
tenencia que le íbamos ganando en el juzgado, mientras ella confiaba
dudosamente en todo lo que yo hacía, pues seguro presagiaba que me
vengaría por esa inestabilidad de su carácter que tanto daño me produjo.
Si ella me hubiese querido, si por lo menos hubiese tenido una con-
sideración por mí o un mínimo de afecto, tengan por seguro que jamás
hubiera entregado legalmente a la hija de Pilar. Además, el matón poseía
101
Germán Rodríguez
la custodia, Pilar apenas un régimen de visitas. Y tras todo este penoso
accionar, mis neuronas atormentadas colapsaban y reflejaban en mi
cuerpo el dolor de una avalancha que como barro o basura fétida hubiese
caído sobre mí.
Diré que se resolvieron los documentos en unos tres o cuatro días,
y que lo más horrible fue cuando tuve que acompañarlo en un auto
destartalado, el del matoncito, hasta las afueras de Huachipa, para re-
solver su caso en una comisaría cercana y luego acudir a la fiscalía. El
hijo de puta me tomó tanto cariño que me contó varias intimidades de
la familia de Pilar, y de lo fresca, conchuda y putañosa que esta era.
—Si contigo se lleva bien, ahí tú. Yo ya no meto la pata —me dijo—,
¡ni que fuera huevón! —Y se fue riendo entre dientes.
Lo soporté, no sé cómo. Quise arrancarle la nariz de un mordisco y
la cabeza de un tajo, o empujarlo del auto para que muriera arrollado,
pero no pude, nunca pude en los dos trayectos que hicimos. Pensé en
mi familia, en mí, en mi madre, y no tenía el valor o la estupidez para
hacerlo, pues jamás hube hecho ese daño a alguien. Creo que hasta por
hipocresía simpaticé con él y me granjeé un tanto su amistad. «Las cosas
no se pueden parecer a una amistad verdadera cuando de por medio hay
una hija o una expareja que se fue, que lo dejó a uno con una herida
sangrante, que se revolcó al rato con otros; lo que existe son ganas de
hacer daño, venganza, envidia y hasta resentimiento del más hostil, la
amargura hecha presa de un buitre carroñero, y que con una sola sonrisa,
que se sabe cuentera y bonachona, lo borra todo por un breve tiempo.
Luego no es más que un espejismo que se cruzó como un paréntesis en
tu vida y te dejó sabor a hiel y un carcinoma en el alma».
Y es que yo, al tratar de simpatizar con Homero, llegué a tomarle
hasta un tanto de simpatía, pero de la buena; sin embargo, descubrí en
él que su interés para conmigo era malsano, desprovisto de todo buen
ánimo. Se relajaba y reía a media altura, como la tibieza de la que habla
Nuestro Señor Jesucristo, esa suave y tenue mediocridad que lo ensucia
todo, que todo lo vuelve maquiavélico, moderado pero mezquino, y él
sabía en el fondo de su corazón que no era feliz, y por tanto, no quería
que nadie fuese feliz, mucho menos la mujer que lo abandonó y que
102
Un crimen demasiado humano

luego le dejó a su pequeña hija con él.


¿Cometió Pilar un grave error con este acto, el de dejar a su hija con
el padre, con el matón de barrio? Tal vez, pero ¡quién puede juzgar a
nadie! Y mala mujer nunca fue. Así me he hecho la idea de creérmelo
para que mi alma esté en paz. Su desesperado intento por salir de la
miseria espiritual, y la pobreza material que todo lo corroe y lo corrompe,
colisionó también su espíritu con el interés de sacar provecho y ventaja
de todo aquel que se le presentaba como una oportunidad sentimental.
¿Era yo en ese momento su ventaja? Quizá sí, quizá no. Ella me decía
que solo quería formar una familia. Yo le creí. Apertreché bien los
ánimos y me la jugué por ella, a pesar de que mi madre me dijo un día
delante de Pilar:
—¡Tiene hija, Giacomo! Sabes que vas a tener problemas, ¿no? Yo
solo te digo. Ya sabes, Giacomo. Parece que no entiendes o no has
aprendido en todo este tiempo.
Y ella miró hacia abajo. Una cólera moderada surgió de Pilar hacia
mi madre, mas nunca fue notoria, fue simulada, y hasta diría que insig-
nificante para mostrar siempre la risa en los labios cuando de hablar
con mamá Indira se trataba, o de ayudarla en la cocina, o salir a pasear
con mi pachito (nuestro cachorro, que siempre será un cachorro y el
más hermoso de todos los perritos para mi familia, y es que tras las
redacción de estas líneas se nos fue para descansar en paz, tras un largo
acompañamiento, tras tantas alegrías y tristezas compartidas, como un
angelito nuevo en los cielos). Sentía yo también algo de aturdimiento
por lo que dijo mamá, ¿acaso cólera o resentimiento? ¡Pues sí! Pero se
me pasaba al rato. Era mi madre y la amo con todo el corazón, y sé que
quiere lo mejor para mí, pero esta vez yo decidía; mientras mamá Indira
tenía siempre para Pilar algún polo, blusa o ropa de moda, nueva por
cierto, no cara, sencilla, pero algún obsequio siempre hubo para la que
fue mi exmujer. Mi madre jamás se portó mal con Pilar. Y ella entró a
mi casa, a la casa de mi madre, a sus cuartos y a todo cuanto contuviera
el departamento que papá nos legó a su muerte. Y ese cariño sincero
y sin medias tintas, ¿dónde quedó en ella? ¿Se desencantó? ¿Es que
acaso nunca apreció lo que le dimos con nuestro más puro sentimiento?
103
Germán Rodríguez
¿Tanto se puede fingir? ¿La pobreza te obliga a ello?
Reconozco que la riqueza también es codiciosa, y ello lo sé desde
que leía los libros que papá Giacomo me regalaba o alguna película
de crímenes y criminales en la que mataban por dinero (¿no dicen que
detrás de ese papel moneda está la figura de Satanás?), y todo ello, a la
codicia me refiero, te obliga a mentir despiadadamente, a coaccionar
y a ser el más duro en la lucha por ser el tiburón más veloz, el de más
largo alcance, el devorador; y en la riqueza, la soberbia y la envidia se
muestran más amistosos…
Cuánta traición, la del alma, por supuesto, en toda esta vorágine.
Pilar, ya no he dado la vuelta, ni he mirado hacia atrás, ni he corrido
tras de ti, pues temo convertirme, como en la mitología griega, en una
estatua de sal, en un ser humano tibio que regresa a su pasado para seguir
muriendo o naufragando en caso de no alcanzar a ver una embarcación o
un bote, o algo a lo cual te puedas aferrar. Solo sé que camino mirando
hacia adelante, no me distraigo, aunque la mirada la tenga un poco
perdida, y la emoción se me haya congelado como la nieve a la tierra
en tiempos de otoño, pura naturaleza, pura consecuencia de los actos
mismos de una emoción mal llevada.
Pero yo sé muy bien lo que hago, y no me ufano de ello. Pilar me
ha dado una gran lección y se ha vengado al mismo tiempo. Está bien,
me parece justificado y necesario incluso lo que ha hecho. Desde aquel
escupitajo que le enrostré en la cara nunca más me perdonó; lo sé, lo
intuyo muy de cerca, como se intuye a la mujer que ya ni te mira a la cara
mientras le hablas, y no es porque esté haciendo otra cosa importante o
frugal, sino porque ya no le interesas. Tal vez quiso disculparme, pero
no pudo. Su subconsciente la traicionó, y entonces mis peticiones de
perdón eran en vano, pues no hacían efecto. Ella ya había tomado la
senda del ojo por ojo y diente por diente y la tenía como el remedio
más exacto, el más claro, el más transparente, el más obtuso, y eso fue
en lo que se tradujeron sus futuras acciones.
La enfermedad es un contraste con la naturaleza de lo saludable, se ve
pálida y cabizbaja, se detiene a meditar de cuando en cuando la razón
de por qué apareció con todo su poderío: esto es con todo su dolor,
104
Un crimen demasiado humano

un profuso dolor que se guarecía incluso en los puntos más sensibles


del cuerpo. El diagnóstico: fibromialgia (síndrome que te carcome de
dolores más que punzantes las zonas donde hay más ramificación ner-
viosa), en fin, una calamidad para mis años aún jóvenes. Pero dispuesto
a soportarlo me inicié en una terapia que incluía tratamiento físico,
inyecciones e ingesta de medicamentos. Lo acepté sin mediar duda y
aceleré mi ritmo de vida, pues me sentía rodeado por todos los flancos
de la nerviosidad y el deterioro de mis músculos. Quise acabar con
todo ello lo más pronto posible, pero es muy cierto que cuando uno
se desespera por lograr un objetivo, y este era el de mi salud, pronto
parece escaparse, como el amor cuando lo malacostumbras con mimos
y caprichos imprudentes, sin fondo, pues de lo que se trata no es de
la velocidad con que se le persiga (al amor también) para atrapar o
conseguir un resultado feliz, sino del tiempo, el supremo hacedor de todo
lo que vivimos (memoria y olvido que se entremezclan con una caricia
crepitante que muchas veces requiere paciencia y sacrificio), más aun
cuando la dolencia ya ha penetrado el fondo mismo de las neuronas,
precipitándolo a uno en una batalla entre la locura y la razón, pues en
ello se había convertido mi vida.
Sin embargo, hice unos últimos y penosos esfuerzos, ya casi con una
doble moral (sentirme herido y agraviar al solo contacto; o acicalarme
para la puta más redomada, cuando bien podía salir con chicas de buena
cosecha), con el mirar desvariado y los pies temblorosos; ¡el corazón,
ni qué decir, vapuleado, y la cabeza enmarañada!, los que a la postre
terminaron costándome la libertad.
De regreso en el auto destartalado de Homero, se quitó las gafas
oscuras y me dirigió la mirada, penetrante, acelerada, como la de una
fiera herida, pero sonreía para disimular, y me dijo:
—Creo que tú y yo simpatizamos más que con Pilar, jajaja.
Y le dije que sí…
—Mira, cholo, somos hombres, y las mujeres siempre joden, y además
tenemos casi el mismo carácter, cómo son las cosas, ¿no?
Entonces le seguí la corriente, pues no me gustaba que mencionara
el nombre de mi mujer. Yo la quería a mi manera, y él ya era pasado,
105
Germán Rodríguez
aunque siempre supe que se verían la cara toda la vida, pues existía una
hija de por medio, y mi angustia carcomía los últimos puntos focalizados
de dolor. Estaba entregado también a la idea de formar una familia y
ser feliz. ¡Qué frase más manoseada! ¡Ser feliz! Pero así somos los
humanos, vamos perdiendo la felicidad en el camino, porque no la
disfrutamos en el segundo a segundo, pues aun en la tristeza se puede ser
feliz, y esto lo aprendí de los inmejorables consejos de papá Giacomo,
mi padre, pues en una de nuestras conversaciones me dijo con esa
grandeza que le permitían sus enormes y dilatadas lecturas:
—Cuando se llora por un amor que se fue, entonces el cuerpo sufre,
la mente se transforma y pretende evitar todo lo malo, lo que destruye
o invade, pero tu alma, hijo, debe permanecer inalterable, como una
silenciosa lluvia que se esparce por todo tu rostro, y descubres que es lo
más bello de la naturaleza, pues además de refrescarte, crea un ambiente
de serenidad y distracción, aunque solo sea por un brevísimo tiempo.
Ahí está la felicidad. Cógela. Atrápala y despídete de ella por un tiempo.
Solo que no la tomas en ese preciso momento, no la adviertes, y se pasa
con su pañuelo alargándote un adiós que pretende volver, pero que
no se sabe cuánto tardará en aparecer de nuevo, por supuesto, en otra
manifestación, de otra naturaleza, y deberás tomarla ahora sí, porque
no se pueden desperdiciar las oportunidades de poder reinventarse o
reivindicarse, y ese soñado ser feliz se traduce en cada segundo de tu
existencia: mientras vayas en el ómnibus, esperando el taxi, en el trabajo
mientras preparas un informe o trabajas en una investigación, o sea lo
que hagas, cultivando tu propio jardín, para bien o para mal; o aun en el
pago de tus tributos y a tus acreedores, hacerlo con meridiana felicidad
y tolerancia te harán sentir y ser más sabio, hijo, y aquí termino, pues
ya me duele la cabeza y quiero descansar.
—Está bien, papá, gracias… Yo también me cansé —le decía, mientras
el libro abierto que representaba mi padre se iba a la cama a dormir, pues
últimamente se cansaba mucho su cerebro al hablar o dar un consejo,
y hablar con papá suponía todo un reto, pues el hombre era cultivado
de los pies a la cabeza, y sus charlas eran la genialidad en persona. Y
no diré más, pues luego siento tanta pena… Él ardía como en fiebre
106
Un crimen demasiado humano

por la hipertensión. Pronto acabó muriéndose de un infarto. Y aquí me


detengo, pues me detienen también las lágrimas.
Antes de llegar a la oficina con el matón, nos encontrábamos arre-
glando nuestras diferencias plasmadas en denuncias y demandas de todo
calibre, y cada quien peleaba a su modo. No puedo mentir, lo subestimé:
—¡Qué me va a poder ganar a mí ese matoncito, guardaespaldas
frustrado y misio! ¡Un granuja por donde vaya! ¡Yo soy el mejor abogado
de todo Lima, y lo destruyo cuando a mí se me dé la reverenda gana!
Pero no fue así, pues no se puede subestimar a nadie, ni uno puede
sobreestimarse, y papá Giacomo también me dijo aquello. Tuve que
aprender la lección de perder dos batallas seguidas en lo legal para
comenzar a recuperarme y formularle otras dos denuncias que estuvieron
a punto de proceder, más la de peor calibre, la tentativa de homicidio, en
la cual se le pasó la mano al tipejo, y es que lo llevé al límite. Pilar era
constantemente aconsejada por mí, pues lloraba mucho por su hija, y
le dije que tomara el toro por las astas y que se la llevara, que la tomara
en brazos en los días que se iba a casa de su madre y la escondiera;
en fin, que se la quitara al exmarido aunque fuera por un tiempo para
que aprendiera lo que es quedarse sin ver a una hija, pero el matón era
paranoico, traumado, un enfermo que bebía abundante licor casi todos
los días de la semana, menos los que trabajaba, pues su labor era un
día sí y otro día no (como la de la policía), y manejaba el auto de su
jefe y lo chalequeaba; y tras decírselo repetidas veces a Pilar, por fin
comprendió la naturaleza de lo que se vendría, pero lo hizo tan a su modo
que aquello resultó muy mal, y el matón se desesperó. Bien sabía yo su
psicología, la de precipitarse con total desvarío, violencia y codicia, sin
importarle si en el camino hería o mataba, y qué distinto es enfrentarse
a un hombre con miedo, a otro que se las juega de frente, y a otro que
está dispuesto a morir en el intento, precisamente porque está resuelto a
morir, y es entonces cuando te enfrentas con la muerte misma. Existe un
peligro mayúsculo, y ese hombre era una muerte perpetua en su vivir, y
ahí cometió el error garrafal: disparar. Cosa seria. Cosa que lo amansó
para tratar conmigo sus problemas, y ayudarnos a desistirnos de todo.
Debo decir con toda la sinceridad del mundo, que algo de empatía
107
Germán Rodríguez
hubo entre Homero y mi persona, que tal vez pudimos habernos tratado
civilizadamente, pero ese era yo, y él tenía otras perspectivas. En su
mente solo cabía la venganza y el disfrute de que los demás sigan
frustrados como él, esto es: sin ser felices… Y esto tradujo todo lo bueno
en un brutal odio, pues comencé a preguntarle a Pilar cuáles eran sus
puntos débiles, solo para sonsacarle algunas cosas que yo ya me sabía.
Una de ellas era su brazo quemado, tal vez la peor de sus debilidades,
pues lo hacía monstruoso, feo, antipático, como para que ni una sola
mujer se fijara en él. Y es que la quemadura era de tercer grado, horrible.
La cura por cirugía parecía difícil de desentrañar y resolver. Le dije que
Pilar se había metido con él por lástima, y que debía de haber tenido un
gran estómago para estar con él, que era un pedazo de mierda andante.
Así se lo dije. Sin contemplaciones. Incidí en componerle hasta una
canción bastante burlona sobre su brazo, y con ese mismo brazo derribó
las seis lunas de mi oficina y esparció todos los vidrios por todos los
extremos de mis escritorios y documentos. Le preguntaba a ella:
—¿Dónde está ese maldito? Dónde?
Pero no pudo ubicarme y se retiró, temeroso de que lo cogiera la
policía, pues él creía que yo ya había dado aviso. Entonces recibí la
llamada de Pilar. Me encontraba cerca haciendo unos trámites y cuando
volví… Ella lloraba, pero no noté lágrimas. ¿Simulaba? Quise creer
en ella, como ya dije, tratando de asimilar lo bueno, sus acciones, sus
palabras, sus gestos, y los vidrios desparramados que me aturdieron la
razón. Le dije:
—¡Ya ves! ¡Por tu maldita culpa!
Y los nervios se apoderaron de mí. La golpeé en la espalda con
varios furibundos manazos y un par de puñetes. En el rostro nada. Me
contuve. Luego, lloré como un niño después de este sinsabor. Estaba
contra las cuerdas. Mis nervios, deshechos. Ella se secó las aparentes
lágrimas, se mojó el rostro en el cañito de mi oficina, y después, como
si nada, se repuso. Tal parecía que su aparente llanto hubiese sido un
saludo a la indiferencia. ¿Lágrimas de qué? ¿De dónde? ¿De miedo?
¿De mentira? ¿De saber que ella era la culpable? ¡Si no sabía cómo
derramarlas! Al menos cuando ocurrían todos estos actos brutales en los
108
Un crimen demasiado humano

que el intermediario azotado era yo, y ellos los luchadores inmortales


por la estabilidad emocional y bienestar de la hija.
Quería controlarlo todo a su alrededor, incluso a mí, ¿sobre todo a mí?
Que pareciera que sí sufría de verdad el drama que estaba yo viviendo
con tamaño problema.
—Estás curtida, ¿verdad? —le pregunté.
No dijo nada. Solo me respondió:
—Ya desfogaste contra mí. Está bien. Todo va a pasar.
—Sí, seguro que sí…
Y me reí calculadora y apaciblemente, como un actor de polendas, tal
y como lo hacía mi personaje preferido en el cine: el gran Al Pacino, imi-
tando su gran papel en la película Caracortada, Scarface; me fascinaba
verla. La disfruté más de cien veces (¡un maniático, sí!, de la película), y
aún la sigo viendo con una pasión increíble. Creo que me da fuerzas para
actuar a la usanza de un actor que no le tiene miedo a nada ni a nadie,
que se camufla extraordinariamente y que cuando habla, determina con
sus palabras la precisión del corazón y sus más sagrados contubernios,
lo que para él significa «pasión para actuar, tomar decisiones y ganar a
toda costa», y ello me ha servido para simular su forma, a mi manera
por supuesto, de persuadir a la gente para que tome mis servicios como
abogado en el mismo instante en que me consultaban su problema.
No dejaba escape a la retirada, tal y como Pacino lo hacía en uno de los
pasajes de la película en mención, donde quiere ganar dinero de verdad,
a lo grande, y le tienden una trampa con unos colombianos, por un par
de bolsas de lo que él llama graciosamente «el hielo», y logra abatirlos
con ayuda de su mano derecha, Many, y otros dos secuaces. Luego le
dice al narcotraficante que dio el dinero para comprar la cocaína:
—Fue divertido, chico —con un acento muy cubano, como se repro-
dujo la película, y juntos se rieron.
Y el narco comprendió que estaba ante un tipo con verdaderos huevos
y una habilidad innata para arreglar problemas. Los gestos del gran
Al Pacino me ayudaban a desenvolverme de una manera genial, lo
admiraba y lo admiro, y siempre digo que en sus películas, sobre todo
en Caracortada, Scarface, que mereció un Óscar al Mejor Actor del
109
Germán Rodríguez
momento, siempre hubo una señal de gratitud de aquel hombre señalado
como asesino, traficante de drogas, un delincuente que representaba
al gran Al Capone. Y les diré por qué: porque Tony Montana, en su
papel, reflejó siempre que los niños y las mujeres no tenían por qué
pagar los errores de otros a quienes él tenía que asesinar. Y esa forma
de ser lo mostraba como un ser terriblemente compasivo, al punto que
por tener ese carácter, se traicionaba a sí mismo y a los demás (que no
tenían su corazón), y después pagó los platos rotos cuando finalmente
lo asesinaron. Cada una de sus películas tiene un tinte de lección. Un
actor nato, de pura sangre, con una dosis de seducción, provocación y
determinación para conseguir lo que se propone en pantalla, pues sus
gestos lo dicen todo, lo hace todo genial.
Diré que, después del incidente de la oficina, Pilar decidió irse a vivir
conmigo a una casa alquilada, para comenzar de cero, con lo poco que
teníamos. Un par de muebles comprados cuando papá falleció, una mesa
de comedor de cuatro sillas, sencillo, nada ostentoso, una mesita de
centro y una cama de un año y medio de uso; eso era todo lo que tenía
y con ello nos dirigimos a dicha casa. El resto lo fui comprando con
mucho sacrificio; primero una cocina pequeña, luego un refrigerador
mediano, un equipo de sonido en oferta y el estante que protegía el
equipo. Al salir un negocio, puse cable en la casa y adorné un tanto el
jardincito. Quería que fuera nuestro nido de pasión, que nuestro amor
fuera madurando, y vivir tranquilos, pero la voz y las amenazas del
matón nos siguieron hasta acá.
De lejos, la tal Juliana, la hermana que no podía concebir, echaba sus
malas vibras como si de un dragón furioso o un caimán hambriento se
tratase. La muy condenada nunca me tuvo ni un resquicio de simpatía.
Quién sabe si porque todos sus hermanos o hermanas llevaban una vida
miserable, con hombres y mujeres mediocres, conformistas, y aun el
esposo de Juliana era apenas egresado de un instituto y amigo íntimo
del barrio de La Victoria del matón, es decir, otro matón más, pues
cuando la hermana me contestó el celular de Pilar, una vez que esta
había huido, dijo:
110
Un crimen demasiado humano

—Dirincri, Dirección de Investigación Criminal, ¿quién llama?


Y le dije:
—Soy yo, Juliana, Giacomo.
Y me lanzó los insultos:
—Huevón de mierda, no vuelvas a llamar. Te vamos a denunciar.
Y cortó. Apagó el celular para dejarlo morir lentamente, así causaba
más daño. Entonces le mandé un mensaje donde le solté lo peor:
«Pobre y triste mujer, te vas a quedar seca por siempre. Nunca cele-
brarás el día de la madre, cojuda».
Y minutos después, el mismo día, me llamó el marido, con voz gruesa,
diciéndome:
—Con Giacomo Rivera por favor.
—Sí, él habla, ¿de parte de quién?
—Soy el esposo de Juliana, compadre. Mira cholo, creo que no te
conviene que te estén denunciando, y que los problemas con tu pareja
o expareja no me interesan (él para ese momento ya sabía que Pilar me
había abandonado), así que ya te pasó con Homero, con el que te tuviste
que relajar por las cosas que decías, tú me entiendes, ¿no?
Todo esto lo dijo con voz gruesa y como renqueando al hablar.
—Así que te recomiendo —como suelen hablar los matones— que
no te pongas sabroso y te estés tranquilo, ¿ya, compadre?
Entonces, me quedé paralizado de una pieza y no le contesté; él solo
atinó a cortar luego el celular.
Las palabras del tipejo de Homero, fueron simples (cuando recién
nos instalamos en la casita alquilada), pero terminaron por derrumbar
mis alicaídos nervios:
—Ya sé dónde vives ahora huevón de mierda, te cagaste, ahora sí
que me las vas a pagar todas.
Y Pilar me decía:
—No va a llegar hasta acá, solo está amenazando el muy imbécil.
Pero su rostro, imperturbable, me decía otra cosa:
—Esto te lo mereces, hijo de puta, por pegarme el otro día, por el
escupitajo en la cara, por creerte la gran cosa y creer que a mí me vas
a enseñar a trabajar…
111
Germán Rodríguez
No, paranoico no estaba, ese fue el razonamiento de ella. El rencor
no se puede reemplazar nada más que por el cariño afectuoso y limpio
cuando te han ofendido antes de tantas formas, o cuando de niña tu
mismo padre te ha puesto la mano, no para pegarte, sino para gozar de
tus partes más íntimas, y ello a Pilar la sofocaba, la lastimaba y la hacía
decir con cierta socarronería que todos los hombres éramos unos perros,
mientras le sudaban profusamente las manos, las axilas y los pies. Era
su sudor excesivo, desarmonizado; me pregunto: ¿de nervios? No lo
sé, pues su rostro no dejaba que se le enrostrara ni una mínima señal de
desencajo; se la veía bien, ni un ápice de depresión, a no ser las lágrimas
que se le venían encima de cuando en cuando por su estado depresivo e
inestable, aunque les diré que ni aun esas mismas lágrimas le marcaban
el rostro. Pronto presentí que ese sudor excesivo podía ser hormonal o
genético, desde luego algo la delataba: ¡sus ojos! ¡Sí! Sus ojos iracundos,
rabiosos, y una eterna melancolía y frustración alrededor de sus pupilas.
La rabia contenida durante años había hecho presa de una dinamita
en estado de alerta, luego ha dormitado un poco aquella pólvora, no
se ha vuelto basura ni mucho menos, pero ha cambiado su color a un
gris raro; la pólvora no ha detonado aún. No creo que detone, pues
para que se estremezca o se ponga sensible y pueda causar un daño de
considerables dimensiones, no solo la mecha tiene que estar en buenas
condiciones, sino también su contenido. Y Pilar tenía de contenido un
vacío inmenso, como el balde que uno baja de los cerros en busca de
agua, pero que nunca llega a manos de quien duerme hasta tarde, pues
la gente se despertaba temprano a recoger el agua de la cisterna, y Pilar
era como un dado que se queda en el laberinto de un juego que se sabe
que va a perder, y así jamás se consigue nada.
Entonces, qué se podía esperar de un espíritu tan alicaído, tan abrup-
tamente desposeído de sí mismo, sin ganas de realizar algo por lo menos
interesante; pues no se podía esperar menos que nada. Entonces esa
dinamita solo estaba alerta. Detenida por el tiempo y las incongruencias
de un alma sin forma, pues es bien sabido que cuando hasta los espíritus
más aterradores quieren generar una abrupta desolación o una tragedia
insensata, tienen que llenarse de coraje y de una mezcla de indiferencia
112
Un crimen demasiado humano

atomizada, nuclear y energética (qué paradójico, ¿no?), que sintonice


con lo que van a procrear: la destrucción de algo, de alguien, de muchos
o de sí mismos. A no ser que uno sea un enfermo mental, con una
sintomatología esquizoide, psicótica o algo parecido, que se le considere
inimputable, esto es, sin responsabilidad, pues no hay conciencia para
ejecutar tales terribles actos. Solo un psicópata se caracteriza por su
indiferencia agigantada y alimentada por el desprecio humano y esas
singulares agallas (o bestialidades) que así nomás nadie las tiene. Y son
conscientes de sus resultados, de sus trágicos acontecimientos, cuando
dirigen algo contra el mundo.
Vuelvo al matón. Invadió así nuestra pequeña casa alquilada, con un
jardincito de ensueño, y proyectó su más recóndito odio tras quedarse
con su hija y saber que la mamá ya no se iba a ocupar como antes de ella,
pues le había retorcido el alma, y lo único que buscaba era venganza,
crear en torno de nuestras vidas una suciedad insuperable, un miedo
atroz y una tragedia a futuro que no estaba dispuesto a tolerar, aunque
mis nervios ya no me permitieron discernir más allá de lo que este matón
se había proyectado; entonces enfermé de un síndrome psicosomático
grave que me producía dolor en todo el cuerpo. No podía trabajar. No
quería hacerlo. Y el pánico se apodero de mi ser.
Pilar miraba a hurtadillas lo que pasaba, cosía mis medias, y no
hablaba. Yo siempre tuve que acercarme a ella, a acariciarla, a llamarla
para conversar sobre cualquier cosa, mientras ella limpiaba la casa,
ordenaba algún que otro utensilio de cocina o lavaba la ropita, pues
aún no habíamos comprado lavadora. Menos mal que no la compré,
pues todo se hubiese tenido que rematar en unos días más, cuando Pilar
abandonó nuestra pequeña casa alquilada y se alejó para siempre de ella.
Me viene a la memoria, ahora que escribo este espinoso asunto, que
hace pocos días, exactamente un mes y una semana, me llamó una tal
cuñada de Pilar, de nombre Esmeralda. Diré que con ese nombre no
identificaba a ninguna cuñada de ella, tal vez alguna amiga se hizo pasar
como si lo fuera, pero al margen de ello, me dijo con poca determinación:
—Tú eres Giacomo, ¿no?
—Así es —contesté.
113
Germán Rodríguez
—Pilar dice que si le puedes enviar todas sus cosas a la casa de su
mamá…
Y yo le respondí:
—En primer lugar ella tiene que llamar, a ti no te conozco, no sé si
eres cuñada o qué, pero nada tengo que hablar contigo —y le corté de
inmediato el celular.
Ya no volvió a llamar. Mi voz era tajante y dura, y la mujer no se
atrevió a llamar otra vez. Creo que se pasó de conchuda la tal Pilar.
Sí, digo la tal Pilar, pues sentí amor por ella alguna vez en el pasado,
pasión ni qué decir, del mejor gusto, pero se acabó. Con su huida, mi
cuerpo quedó como un trapo viejo, estropeado, desvalido, como un
nudo que no se puede zafar o una máquina que no tiene por dónde
desengancharse de otra. Así me quedé, sin órbita, y con la maldición
en los labios. Y pedirme sus cosas… ¡Caray! Ya sus cosas no existían.
Nunca existieron desde que ella se fue. Se desmadejaron, se volvieron
inservibles; pudo pedirlas antes, jamás lo hizo; pudo llamar para saber
si mi estado de salud había mejorado, pero no llamó, no metió ni un
céntimo en saber qué me estaría sucediendo. ¿Yo la busqué? ¡Sí, sí que
lo hice! Llamé a su madre. Nunca se tomó la molestia de contestarme.
Llamé a la tal Juliana. Le pedí perdón por todo lo malo. Me humillé y
enterré el orgullo con tal de volver a verla. Y la hermana me contestó:
—Este número es de la Dirincri, número equivocado.
Ese fue el primer y segundo día tras su abandono. Luego me dijo:
—¿Qué quieres? No tengo nada que hablar contigo, huevón. Deja
de llamar.
Y le pedí perdón de nuevo. Pero la línea yacía ya cortada. Pilar estaba
con Juliana, en su casa, guarecida ahí como una rata que no sabe defen-
derse por ella misma. Pero sí la busqué. Llamé después de una semana
y los días que siguieron a sus dos números de celular, uno el antiguo,
y el otro, con el que nos comunicábamos a diario. Los dos apagados,
como si nunca hubiesen tenido vida. Desconectados. Quise ir a casa de
la hermana, pero el pánico no me dejaba. Temía que pudieran llamar
a la comisaría y decir que estaba siguiendo a la hermana, acosándola,
maltratándola, y también quise ir a casa de su madre, pero sus hermanos
114
Un crimen demasiado humano

y hermanas vivían allí, no todos por cierto, pero los otros vivían en
lugares aledaños, y tuve miedo de que me pegaran o me aporrearan
como si de linchar a cualquier delincuente se tratase.
¿Me porté mal para merecer todo eso? ¡Sí! No lo niego, pero Pilar
también se portó mal. Le enseñé a trabajar, le pagaba por ello, la ayudaba
con su familia y su hija, y nunca hubo un agradecimiento de buena
voluntad. Parecía todo maquinado, sin vida, y cuando aprendió a decir
gracias, lo hizo porque le dije que eso era un buen síntoma para que
todo nos fuera mejor, y porque un gracias es siempre el condimento para
que las cosas te vayan bien, tengas trabajo y engranes con la gente que
nos trae un pan a esta oficina y nos da de comer, y siempre hay que ser
agradecido y bendecir a quien trae trabajo, así se lo dije, y no entendía.
¡Ah! Ya. Esta era su única respuesta. Y un día dijo:
—Está bien, Señor Perfecto.
Y yo le dije:
—No te expreses así, no te burles.
Su rabia incontenible quería desembocar y no podía. Hasta eso te-
mía. Menos mal para mí. Porque si no se hubiese transformado en una
psicópata. Sus ¡Ah! ¡Ya!, me hacían enfurecer. ¿Por qué no la boté?
¿Tanto problema me suponía? Es que no quería perderla, quería una
mujer a mi lado, hijos con esa mujer, una familia con la que pudiera
compartir las aventuras y desventuras de todo núcleo familiar recién
formado, y ella me decía que también quería lo mismo. Pero pateó el
tablero, abandonó; sí, abandonó como se abandonan las cosas que no
sirven, como cuando dejas a un perrito que ya está viejo y postrero hacia
la muerte en una mitad de carretera, mientras que el perro espera que
regreses, porque piensa que lo has dejado ahí para que pasee, cuando
en realidad se sabe que nunca más vas a volver por ese lugar, que te
apesta su enfermedad de viejo, los orines producto de sus achaques, y
que ya no te mueva la cola, porque hasta para ello perdió la energía, y
lo dejas a solas. Y yo sentí toda esa barbarie, y me llené por ratos de
esa barbarie, tanto que quise ir y meterle un par de tiros por el culo a
la tal Pilar, y mandar matar a ese matón de La Victoria, su exmarido,
y estamparle en la cara un puñal o una sierra eléctrica por la cabeza,
115
Germán Rodríguez
mientras le cortaba los dedos en pedacitos; pero todo lo que pensaba
terminaba ahí, en pensamiento. Jamás me atreví a hacer algo contra
ellos, contra nadie de su familia, y entonces redescubrí que existe un
Dios que se encargará de juzgarnos a los dos, aunque mi escepticismo
me dice que la vida continuará, y ese Dios no nos traerá el secreto de
un juicio real y justo, sino solo para seguir viviendo, de la oración pues,
como para no caer rendido de manos y pies, tendido en el suelo como
una marioneta sin alguien que mueva los hilos, o peor aún, como una
serpiente que destila un veneno que nadie beberá, a no ser que sea como
un antídoto, pues lo extraen del mismo veneno.
Dos meses con veintitrés días duró la convivencia. Se compraron
todas las pocas cosas que ya dije, pero con mucho esfuerzo. Ella también
ponía lo suyo. No el dinero, pero sí la mano de obra para tener limpia
la casa, el planchado y la comida. No puedo ser mezquino en esto. Las
primeras dos semanas vivimos con el corazón en la mano los dos, pues
de un teléfono del sitio donde vivíamos llamó al padre de su hija para
poder visitarla como siempre los fines de semana. El tipo, después de
que ella hubiera sustraído a su propia hija, no la dejó verla en un par de
semanas, pero luego ella no pudo más y se fue a su colegio, y recuerdo
que llevaba frutita y alguna que otra golosina y unos libritos de lectura
para su hijita. Eso era loable. No la tenía en su poder, pero como madre
estaba esforzándose en mejorar, y ello valía la pena. Me pareció a fin
de cuentas que era una buena madre: no como la describía el matón;
aunque siempre por ahí en nuestras discusiones de pareja, le reprochaba
el hecho de haber dejado a su hija al cuidado del tal Homero, su padre,
quien dicho sea de paso, antes de que Pilar se largara de nuestra pequeña
casa, me hizo comprar un colchón de muelles para su hija. Dinero que
por cierto salió de mi bolsillo, no porque ella me lo pidiera. Las mujeres
muchas veces no piden, pero insinúan de tal forma, que el solo deseo
se convierte en una orden; sin embargo supe reconocer muy dentro
de mí que lo hice con toda la voluntad, y hasta se lo llevaron a casa
del padre, que apenas tenía a la hija con un colchoncito de espuma
carcomido por el tiempo, en una cama de hierro, y así se decía buen
padre… Bueno, quizás lo era pero el dinero no le alcanzaba, y entonces
116
Un crimen demasiado humano

cuando la plata escasea se echa mano de todo, y mucha gente se vuelve


conchuda, egoísta y caradura. Ya no le importa el qué dirán de nadie. Y
el tal Homero echó mano aun de la casa de su padre, pues este rozaba
los setenta y cinco años de edad, pero era un viejo bastante parado para
sus años y hacía un trabajito de repartidor de golosinas y gaseosas, con
lo cual ganaba algo de dinero para paliar los gastos de la casa del ahora
vividor y matón, su hijo Homero.
No había cariño en el tipejo, creo que era un interés lo que mitigaba
su codicia malsana para con su padre, pero igual se apoderó de su casa
con todo tipo de argucias, pues mientras su padre le dijo que la pusiera
también a nombre de su otra media hermana, este no obedeció y puso el
departamento a su nombre. Y papá incluso tenía que pagar los servicios
de luz y agua más arbitrios.
—La comida es bastante, viejo —le decía el tal Homero a su padre,
ya que él ponía el diario de la casa.
Todo un logro mayúsculo; tal y como me comentó Pilar cuando vivió
con él. ¿Por qué tengo que creer a pie juntillas a Pilar, mi ya exmujer
en estos momentos? No se lo creo todo, pues hasta hablaba con algo
de miedo y nobleza para con el tal Homero, al fin y al cabo padre de su
hija, y creo que pecaba por defecto más que por exceso, pues Homero
era conchudo, no le importaba nada más que su propio bienestar, y era
exageradamente suspicaz para mi lógica, pues el tipejo andaba todo el
día protegiéndoles las espaldas a jueces y fiscales y tenía una junta de
amistades bastante turbia y retrógrada, que entraban y salían de su casa
con cervezas y cigarrillos en mano.
Un día pasé por aquel departamento del primer piso y observé a lo
lejos con unos binoculares lo pobre de su vida, y cuando digo pobre,
me refiero a la calidad de su existencia, sin metas, desperdiciada en
francachelas y un vértigo por las apuestas, con juegos bastante antiguos
como los dados y las cartas, y que a muchos les sirve de muletilla para
acorralar o pasar el tiempo.
Frente al hogar del matón, término con el cual seguiré narrando esta
historia, o creo que en sus alrededores, no lo supe bien, pues no tuve
tiempo de corroborarlo en su precisa dirección, vivía una mujer que ya
117
Germán Rodríguez
tenía un hijo bastante crecido, de unos veintisiete años, con una pareja
que siempre venía a visitarla. Este hombre era un abogado de la zona de
La Victoria y rozaba los cincuenta y cinco años, de contextura gruesa y
hasta diría gordo en la parte del bajo vientre. Un tanto corto de estatura,
pero de buena tela puesta en el terno. La mujer que describo era una
amiga de Pilar, mejor dicho, la segunda madre de Pilar, como ella misma
le decía. Esta mujer, un tanto regordeta, tenía facciones seductoras, unos
ojos bastante llamativos, como si quisieran atraer cualquier cosa, incluso
me atrevería a decir todo tipo de peligros, pero que representaran dinero
a la vista; una mujer con los labios bien pintados, las uñas arregladas a
tiempo para la visita de algún ocasional amante, aunque se granjeaba
el saludo con todos los de la vecindad por su abogado que le servía
de pantalla como figura sólida y sempiterna de una pareja estable. La
observé y la llamé un par de veces. Pilar jamás me dio su teléfono,
pero cometió el terrible error, un día cuando aún estábamos juntos, de
llamarme desde el teléfono fijo de la casa de esta mujer, a quien ella
llamaba Ceci, de Cecilia claro está, con una familiaridad rayana en lo
absurdo, pues es bien cierto que no se le puede llamar segunda madre a
cualquiera, menos a una tipa de la que había averiguado ciertas cosas:
amantes ocasionales por doquier, bien asolapada, por cierto, la pantalla
de un profesional como pareja y la casa decente y bien decorada, el trato
amable y gentil con los de la zona y los vecinos, siempre con la sonrisa
en los labios. La tal Ceci rayaba los cuarenta y cinco años de edad. Tuvo
a su hijo cuando era bastante joven. ¡Y cómo usaba el celular! ¡Dios
mío! Parecía su herramienta de trabajo, con la sonrisa pegada al tono de
la voz, como queriendo seducir al ocasional hablante. He dicho que la
vi dos veces, que también la llamé la misma cantidad de veces. Una me
identifiqué, y fue bastante respetuosa al decirme que Pilar ya había salido
de su casa a mi encuentro; pues si era su segunda madre, le comentaba
de seguro toda o casi toda nuestra relación, sus altibajos, y si Pilar se
encontraba sacándole provecho al que narra todo esto. La segunda
llamada solo fue para comprobar algo que me guardaré en el interior
de mis recovecos más íntimos. ¿Prostituía a las chicas como Pilar? ¿O
se las arreglaba para presentarles galanes jóvenes y prometedores? Que
118
Un crimen demasiado humano

cada uno saque sus conclusiones. Yo la vi hacer ciertas cosas, y averigüé


un tanto de su vida, y lo poco que pude saber de la tal Ceci me dejó
perplejo. La túnica que llevaba puesta era un manto de sórdida bufonería
barata. La túnica era su rostro, su ropaje, sus maneras, su familiaridad
con los hombres, su hablar con ellos de forma simplona y alegre, qué
más puedo decirles. Y esa era la segunda madre de Pilar.
Un día frente a un cine al que solía ir con Pilar, le reclamé por qué
no me había contestado al celular cuando salió de casa de su amiga
Cecilia, la primera vez que hablé con dicha señora. ¡Huy! ¡Para qué le
dije que llamé!... Me comió con los ojos, como la mirada de un águila
a su presa cercana, digamos un niño hambriento, como una foto que se
publicó en todos los diarios del mundo y que ganó el Pulitzer; así me
miró, no exagero, y le tuve miedo, y me dijo a bocajarro:
—¿Quién te dio permiso para llamar a mi amiga? Ella es una señora
en todo el sentido de la palabra, muchas veces me ha aconsejado para
bien, es una gran amiga, es como mi segunda madre, ¿¡qué te pasa,
Giacomo!? La verdad que me desagrada lo que haces. ¡Qué! ¿No confías
en mí? Dímelo ahora, anda dímelo, dime Giacomo; ¡qué! ¿Ahora te
quedas callado?
Y se puso brava. Traté de calmarla, pues parecía que los nervios los
tenía de punta para arriba y para abajo. No cesaba de reclamarme por
qué había procedido a llamar a la tal Ceci, pero logré tranquilizarla con
tiernas palabras diciéndole que no lo haría más. Se echó a llorar en mi
hombro. Me dijo que quizás había exagerado, pero ya las cosas estaban
hechas, y que confiara en ella. Que si ella me lo autorizaba, entonces
sí podía llamar. Le dije que sí, que así sería, y nos fuimos de la mano
al cine, no sin previamente limpiarse un poco los ojos con un poco de
papel higiénico. Luego, de pronto, su cara cambió. Pilar era otra. Como
si una personalidad distinta se conmoviese de la película y el drama de
los actores, mientras me invitaba la canchita, dándomela de comer en
la boca, como quien dice, con todo el amor del mundo. Sus repentinas
variantes eran difíciles de comprender, tenía que ingeniármelas para
entenderla, aunque hay escritores que dicen que a la mujer no hay que
entenderla, hay que amarla, pero aquí no solo era el tema entendimiento
119
Germán Rodríguez
entre pareja, abarcaba mucho más allá de ello. Es que Pilar cambiaba
su forma de ser o reprimía la que ocultaba, pero lo hacía tan bien que
una actriz hubiera quedado bastante ridícula y poco talentosa a su lado.
Era camaleónica, despampanante a veces, otrora humilde y sencilla
con todos, otras veces bastante odiosa, de más está decir que el resto
de los días no conocía a nadie y pecaba de soberbia. ¡Pero si era tan
pobre que con las justas vivía! Y era cierto. Pilar era pobre. Jamás he
mentido en ello. Pienso que anhelaba aparentar una persona que no era,
como queriendo disfrazar la frustración de quien se sabe pobre y no lo
acepta, pero lo sabe y quiere confundirse entre la gente que lo tiene todo
o al menos casi todo; pero después cambiaba, y yo no podía advertir
ese repentino vaivén de actitudes tan poco ciertas o tan miserables de
no poder tomarlas en serio, pues estaban hechas de un material que se
parecía a un hilo de madeja carcomida por las ratas de un alcantarillado
roído y pestilente; entonces me decía:
—¿Para qué tienes que saludar a esa gente, Giacomo? —se refería a
la de los alrededores de la nueva casita que habíamos alquilado—. Son
solo un par de pobretonas y rajonas.
Y yo le respondía que lo hacía por educación.
—Te falta malicia, Giacomo —refirió.
—¡Sí! Tienes razón. Me falta malicia y mucho por conocer. No estoy
tan curtido… —Iba a decir como tú, pero callé. No supe cómo definir
a tantas Pilares, yo prefería la que a ratos se volvía amorosa, solo a
ratos, pues la lejanía era su actitud más ponderable, y la utilizó muchas
veces para destruir mi amor, tornarlo gris, desmadejarlo y crear en mí
la actitud de un afecto distante, quitándome las ganas de todo para
con ella y su familia. Pronto descubrí que su silencio aterrador, con
los movimientos rutinarios que hacía, era un rasgo más de su carácter
pusilánime, aburrido, colmado de variados pensamientos de varias
mentes, dentro de sí misma. Y cuánto me hubiese gustado compartir
con Pilar todos esos secretos y llegar al fondo mismo, al centro de
lo que como seres humanos llamamos el eterno dominio de nuestros
corazones, pero sus diferentes personalidades la hacían inabordable.
Pensé, en aquel entonces, que el enfermo no era yo, sino que ella estaba
120
Un crimen demasiado humano

más enferma que yo, pero enferma de una locura degenerativa que lo
único que podía conseguir como resultado era la vaciedad del alma, una
insondable sinrazón, un resquebrajamiento de la moral (que ya existía
y que se iba expandiendo), un pánico que no reflejaba al rostro mismo
de la conciencia, pero que se daba abasto para traspasar la incólume
religiosidad de lo normal y no escatimar en el vacío, el abismo sin
tiempo ni final, el holocausto mismísimo de la miseria espiritual.
El matón despertó un poco de simpatía para mis adentros; y no es que
quiera pecar de una nobleza aleccionada o como queriendo regocijarme
en mis virtudes, que eran pocas, por cierto; sino que un día llegó a mi
oficina trayendo el desistimiento de la denuncia que me había interpuesto
ante el colegio de abogados, y en ese transitar, lo invité a sentarse y pedí
dos jugos y dos panes con lomo y papas fritas. Apenas había desapare-
cido el mozo del restaurant del costado de mi oficina después de llevar
el pedido, ni una bocanada le había dado yo a tan apetitoso sándwich de
lo que era mío mientras que del lado de Homero el plato yacía ya vacío,
y el jugo casi por terminar. Sentí que había hecho bien en invitarle. Me
contó algunas cosas de la familia de Pilar, y si al principio no me gustó
lo que decía el exconviviente de mi mujer, luego quise averiguar más,
pero recibió una llamada, creo que de la media hermana, y se retiró no
sin antes decirme que todo estaba bien, y yo le dije:
—Sí, mi hermano, todo lo que nos ha costado resolver estas diferencias.
Luego agregó:
—Chau, mi hermano. Ahí queda. Y cualquier cosa me llamas. Tú
ya sabes.
Se refería a que quizás tuviera alguno que otro trabajito o ajustón
contra alguien, él mismo me lo propuso. Le seguí la conversación como
para no pecar de falta de calle, demostrándole sinceridad en todo ese
tiempo, y le dije:
—Te llamo, no te preocupes.
Sin embargo, quien llamó primero fue Homero, para insistir sobre
el hecho cierto de que Pilar tenía que legalizar su firma ante el poder
judicial, y que con ello la custodia quedaba totalmente a su favor, y
el régimen de visitas con externamiento le daba a ella el segundo
121
Germán Rodríguez
plato: el de ver a su hija y llevársela los fines de semana. Pues tuvo
que conformarse, no porque la ley sea la ley, sino porque Homero
presionaba. Y en aquellos momentos nos encontrábamos con duro y
arduo trabajo en la oficina, con divorcios, embargos, desalojos y otras
peripecias más del mundo del derecho, y ella, como mi mano derecha,
llevaba los documentos, los presentaba, se anticipaba a cualquier noti-
ficación tendenciosa y de mala fe contra el estudio, pero siempre algo
malo ocurría en el día: ella olvidaba las llaves, se olvidaba de llamar a
un cliente importante, no llegaba a tiempo a alguna diligencia; en fin,
se demoraba tanto para cumplir un encargo, o hacía el trabajo a medias
como ejecutándolo solo paro cumplir y ganarse lo que ella llamaba su
semanita, esto antes de que nos fuéramos a vivir juntos.
Homero no pudo más con su genio y yo tampoco. La presión de él
dio lugar a mi aprehensión, y le dije que si me seguía jodiendo, no le
íbamos a otorgar ninguna legalización de firma. Esto significaba no tener
la custodia de la niña, y entonces el hombre explotó. Ya conté que las
seis lunas de mi oficina las destruyó a puñetazos. Primero fueron tres. Y
como esto me encolerizó enormemente, la tomé con ese punto débil que
ya mencioné: su brazo quemado. Y me rompió las otras tres lunas. Pilar
dentro de la oficina sufría en apariencia lo que me estaban causando: un
terror inexplicable, y yo haciendo trámites de rutina. Pero cuando ella
me llamó para contarme lo sucedido, el tipo ya se había marchado, y
quien soportaba los gastos y la carga era yo, y Pilar ni disculpas pedía.
Yo le tenía que increpar indirectamente:
—Esto es tu culpa.
Y me desfogaba contra ella tirando un puntapié en la silla, que alguna
vez logró alcanzar parte de su pierna, pero no muy fuerte, lo justo para
asustarla.
El matón me insultó, me amenazó diciéndome que ya sabía dónde
vivíamos Pilar y yo, que esto y lo otro; luego terminé trastornándome
de tanto asedio y la tomé con Pilar. Ya dije que mis nervios estaban
más que flojos. Se desvanecían como mis rodillas, que se doblaban al
levantarme de la cama. El agotamiento mental había dado marcha al
paroxismo y a la depresión más aguda. No iba a trabajar y el dinero
122
Un crimen demasiado humano

comenzó a desaparecer pronto, pues de los ahorritos se tocaba lo mínimo


para la comida diaria y alguna que otra comprita para la casa. Mi madre
ya había notado la cara larga y contorsionada de Pilar cada vez que la
visitábamos en fin de semana, pues el siguiente, ella se iba con su hija
a la casa de su madre. Mamá Indira jamás me lo dijo, pues se centró
en mi felicidad:
—¡Quise que fueras feliz, hijo! Y creo que con esta mujer lo estabas
consiguiendo. Por ello nunca me permití abrir la boca.
Toda una dama mi madrecita linda, pero la agonía traía consigo el
derramamiento de sangre de una vida que nunca tuvo que ver en este
pleito, pues no hubo pleito; lo que existía era una encrucijada tediosa
y malformada, como cuando te anuncian que después de un accidente
en coche vas a quedar desfigurado y que ni la cirugía va a quedar
completamente bien, pues la reconstrucción de tu rostro no es que sea
cara en dinero, sino que no se sanará porque tu piel es muy endeble,
y uno tendrá que resignarse a vivir con aquella cicatriz inobjetable,
mortificante y poco amable para con los que critican o rajonean, y que
son la mayoría.
Ya para entonces vivíamos en la casa alquilada, y Pilar se había
cansado. Yo la notaba con profunda tensión y malestar. Su mirada tensa,
como la de un perro enjaulado que no ha comido, y ha vaciado sus orines
más por cólera contra el dueño que porque no se pudo contener; sus
manos, que no me jalaban del sillón para levantarme a comer. Solo sus
palabras… Cómo es posible que tu mujer no te dé la mano sabiendo
que estás enfermo de los nervios, y que solo te diga:
—¡Ya está la comida, ven hijo!
Y esa palabrita, hijo, la decía sin siquiera sentirlo. No soy tonto.
Nunca lo fui. Ella no me quería. Solo deseaba mantener a su familia,
a su hija, a sus hermanos, a ella misma, ya se sabe con qué. Con el vil
y encabritado dinero que laboriosamente obteníamos, y así siempre lo
dije, pero ahora me permito decir «que yo lo obtenía», pues sus ayudas
resultaron a veces buenas, y muchas veces malas, y a pesar de que soy
un hombre que sabe elogiar, y que lo hago con total transparencia,
diciéndole casi siempre a ella lo buena que estaba la comida que había
123
Germán Rodríguez
cocinado, o lo bien que había dejado las camisas o lo reluciente del piso
de la sala, nada de esto la predisponía de mejores ánimos.
Comencé por volverme loco de atar. Ante cualquier contrariedad de
su parte, o cuando me ocultaba algo, o no hacía caso cuando la llamaba
porque necesitaba de ella en esos precisos momentos y ella se demoraba
a propósito diciéndome que tenía que tender sí o sí la ropa, pues no podía
dejarlo para después, aunque a mí sí que me dejaba para después, yo le
daba un sopapo en la cabeza, o le jalaba los cabellos, envueltos en una
cola bastante desagradable, como si de un ama de casa desarreglada se
tratase. Y lo hice también en un supermercado, donde Pilar me botó el
dinero de las manos y amenazó con irse, mirándome con los mismos
ojos de rabia que mostró cuando le escupí en la cara, y tras darle mil
nuevos soles para que se comprara lo que quisiera o lo utilizara para su
familia, entonces el escupitajo no era nada, valía un pedazo de carajo,
y ella se olvidaba de todo, diciéndome:
—No pasó nada, ¿de qué hablas, Giacomo? Ya todo está superado.
¡No te mortifiques, hijo!
Y yo me preguntaba dónde estaba su dignidad. ¿Escondida tal vez
bajo las faldas escabrosas de la pobreza? ¿O de lo que tenía que pagar
por las eternas deudas que se hizo? ¿O porque su madre representaba
más de veinte años de su edad real y sus achaques se daban cada vez más
seguido? Y aquí se paralizaba transitoriamente esta maldita encrucijada.
Después de varios días, comenzaban de nuevo los problemas, y al llegar
a casa me sentía culpable de lo que hacía, golpear a mi mujer o tocarla
de mala forma, por lo que me daba de golpes la cabeza con toda el alma,
como si me tratara de redimir o haciendo como un mártir que se golpea
con el único propósito de eximirse de sus demonios y culpas crecientes,
y ella que me decía:
—Ya no te golpees más, Giacomo. Si lo sigues haciendo me voy a
ir, o voy a llamar a tu mamá.
Pero yo, como ya dije, estaba como un loco de atar. Los nervios me
habían regresado al estado de un troglodita, y la razón nublaba el amplio
conocimiento de mis lecturas y mis actos. No estaba normal. Deshecho
era la palabra, así me sentía; un poco más y creo que habría enloquecido.
124
Un crimen demasiado humano

La gente que lograba verme con ella me decía que parecía tranquilo,
que me veían más alegre, que era como si me hubiese quitado un peso
enorme. ¿Tenían razón? Sí, la tenían. Pero desconocían cómo eran las
peleas en casa, los gritos desgarradores, que exagerados por parte de ella
tendían a poner en alerta a cualquier vecino que, asolapado, acostumbraba
a conversar de esto con otros, y entonces la vergüenza me circundaba
el rostro. Muchas veces tuve que bajar la cabeza, cuando solo se había
producido un empujón a la cama, pues Pilar lo sobredimensionaba, y
creo no equivocarme, pues en aquellos momentos recordaba la triste
violencia de su papá, el tal Teodoro, para con sus hijos y su esposa. El
resto, puros improperios, pero ya he dicho que Pilar exageraba, que me
trabajaba al pánico, que mi trastorno se hacía cada vez más patético con
ella y la agresión se tornaba insana, pero ese no era yo, era la forma
más perversa de un ego que se había descalabrado con la nerviosidad.
Olvidé decirles que la hermana de Pilar, la tal Juliana, empezó a atraerla
con llamadas, esto exactamente un mes antes de que ella abandonara
la casa. Días antes, y sabiendo de la repulsión que esta mujer sentía
por mí, le obligué a Pilar a botar de entre nuestras ropas los tres sacos
usados que le había regalado la hermana.
—Trae mala suerte y voy a comprarte cosas nuevas —le dije. Y no
quiso hacerlo al principio. Era su hermana. La quería. Era la preferida
de entre todos sus familiares, y de sus hermanos, la que más y mejor
ayuda económica le había brindado, y no quería decepcionarla.
Pero ella vivía conmigo, y terminó botando los sacos usados a
insistencia mía, dentro de uno de los tachos de basura del pequeño
condominio donde alquilamos la casita.
Después de ese episodio nuestras vidas empezaron a marchar
mejor, nos llevábamos bien, y mi carácter se había aligerado, creo
que la adaptación estaba dando paso a una costumbre sana de vivir
por primera vez con una mujer de la cual desconocía todo, y ella al
igual que yo, aunque tenía la suprema ventaja de haber vivido sola en
su soltería y haber convivido cerca de cinco años con el matón de La
Victoria. Tenía experiencia. Sé que ello no es justificación para mi mala
conducta. Pronto se agudizó lo más palpable: mi enfermedad nerviosa y
125
Germán Rodríguez
mis neuralgias, que hacían intolerable la vida en pareja; el inconsciente
de Pilar, que se iba transformando en una personalidad más irascible,
despersonalizada y hasta cansada, de no poder soportar ya nada de
nada, y es que su rostro sucumbió al ostracismo, a la fatiga mental, a
una disyuntiva entre su cuerpo y su alma, como cambian las nubes en
el cielo: se vuelven más densas, más oscurecidas, adoptando el papel
de una futura lluvia torrencial, o un día lóbrego por su mal tiempo.
Aunque eso del mal tiempo dependía mucho del optimismo que uno
le ponía a la vida, y me esforzaba por salir de mi concha de abanico
y mis malestares nerviosos, pero pronto cedió la irritabilidad, el ego
desenfrenado, la agresión y la falta de escrúpulos, así como el hecho
de saber que con la amenaza y la burla fácil podía ganarle la partida
psicológica a mi aún mujer.
Pero todo se vino en contra mía. La razón no tuvo más reparos. El poco
entendimiento se dislocó y acabó en una sombra que parecía perseguirte,
que te atacaba como un monstruo por la noche que pretende meterse al
cuarto de un niño asustadizo. Y entonces creí que todo ese mes en que
aparentemente todo iba cuesta arriba, en el mejor sentido de no discutir
más, o que los ánimos se encontraban más calmados que nunca, supe que
solo era una mera disposición del ánimo, como cuando se quiere ver un
arcoíris y se tiene frente a uno a una fiera enorme que se le abalanza y
le destroza primero las manos con las que se defiende, y luego el rostro,
no quedando de uno sino el sufrimiento de una desfiguración al límite
o una muerte inminente. Pero ya para ese entonces me encontraba sin
trabajo, los pocos trámites que me faltaban por terminar solo servían
para la comida y el pago de servicios, y no hubo más para Pilar, no vio
más su salario (esto la desesperó, la angustió), pues siempre le dije que
tendría su platita mientras me ayudara en la oficina. Pero cómo podía
cumplir con ella si me encontraba en un estado deplorable, llamando a
mamá a cada rato, diciéndole que me internara en un sanatorio mental,
que ya no podía más, que mis fuerzas se habían acabado, que se lo había
dicho como hacía un par de meses y medio a las dos: que ya no podía
darle más a la mente, pues esto terminaría de mala forma.
Pero creyeron que una mente lúcida como la mía se recuperaría rápido.
126
Un crimen demasiado humano

Sin embargo, mamá Indira, a pesar de su preocupación, no decía nada,


pues temía que tal vez le alzara la voz o me fuera contra ella de boca,
claro está. Esto ya había sucedido antes, en otras relaciones que tuve.
Y además quería que saliera adelante y que fuera todo un hombre de
carácter para conducir este nuevo hogar. No la culpo. Ella siempre fue
y es una mujer disciplinada y fuerte, sensible y con una dureza paciente
al mismo tiempo. Una madre recta y de un perfil cariñoso y dedicado,
pero con equilibrio. Yo a veces le decía «Señora Perfecta». Y Pilar, que
solo dependía de mí, me decía:
—¿Qué quieres que haga, Giacomo? ¡No sé ya qué es lo que te hace
bien!
—¡Pero haz algo, mujer! ¡Hazlo! ¿Qué te quedas ahí esperando?
Pero Pilar no hacía nada. Se metía al baño, salía de él, arreglaba la
ropa, bajaba a ver si las cosas estaban arregladas en la sala, y eso no
me ayudaba, nunca me ayudó, más bien alteró mis sentidos, mi poca
visibilidad del mundo se nubló, y Pilar aparecía como un ser indispuesto
en sus ánimos y costumbres, como si su reacción apática e indiferente
me condujera a un abismo del que ya no podría salir. No había sangre
en su reacción, solo un mal presagio. Su rostro la delataba, la hacía más
colérica, y no toleraba, no había la más mínima voluntad de continuar y
luchar por algo que jamás quizás tuvo las agallas de luchar, pues no me
quería. No estaba enamorada de mí. Parecía más bien que almacenaba
rencor, y así se había ido a vivir conmigo. Empecé a sentir miedo y
mucha cólera por ella. Por su parte, la ira de ella ya no podía disimularla.
Días antes de su partida, sus ojos eran la tosca forma de un arrebato, de
una costumbre mal aprendida como en un callejón de un solo caño: el
escándalo, y sus idas y venidas al teléfono o al mercado tenían mucho
que ver con las llamadas a su hermana y a su madre. Ahí acabó por
descomponer su realidad y torció irremediablemente su voluntad de
vivir a mi lado, mejor dicho, su ya evidente sacrificio de vivir conmigo.

127
Un paraíso salvaje

Machu Picchu fue un estremecimiento salvaje, bonito y agitado a la


vez, el primero de los viajes en avión entre Pilar y yo. Tuve que llevar
mis pastillas para poder dormir y ni aun así concilié el sueño como debía.
Tal vez por no conocerla a ella tan bien, y porque me importaba mucho
el no incomodarla en las noches en las cuales yo tenía ciertos rituales
para dormir, como frotarme la nariz, los pómulos y la frente con Vicks
Vaporub, leer un poco el periódico o el libro de culto o ver la televisión
hasta caer rendido, pero era un tour, y eso me intranquilizaba bastante,
pues las horas de salida hay que cumplirlas, y levantarse demasiado
temprano representaba para mí una complicadísima tarea. Esto que, al
llegar nomás al hotel, le insistí en tener relaciones, puesto de manifiesto
también en el avión, donde Pilar no me hizo caso, y me decía:
—Ya veremos. Cálmate.
Pero las ansias no pudieron dominarme, y quise hacerla mía, y fue
entonces cuando me dijo:
—¿Tienes preservativo? Si lo tienes lo hacemos.
Y rápidamente pedí uno a recepción del hotel. Lo hicimos para rela-
jarnos, y en la otra noche, cuando abruptamente me cambió de nombre,
algo pasó, pero no le di importancia. Aun cuando me dijo:
—¿Sabes? Un día me fui a Canta con un pata, un amigo, y se le vino
tan rápido apenas me desvestí. Era precoz, me dijo.
—¡Ah! ¿Sí? —respondí, y pregunté como no queriendo, y final-
mente no quise prestarle mayor atención, pues me molestó mucho
129
Germán Rodríguez
ese comentario poco tierno y brusco al viajar juntos. Tal vez no debí
insistirle en tener sexo, pero bueno, las cosas suceden y así fue como
se comportó ella. Desde ahí supe qué experiencia con hombres tenía.
—Pero eso debiste guardártelo para ti.
Se lo dije, y me respondió que jamás volvería a contarme nada del
pasado. Que estaba bien lo que le decía, y que contar cosas de antes no
era lo adecuado si deseábamos iniciar una relación. Aún no conocíamos
nuestros caracteres. Pero supe de inmediato que ella hablaba con ese
total desparpajo, y me callé. ¡Quién sabe! Tal vez debí abandonar todo
en ese momento, tomar el avión antes del regreso y no volver a verla
más, pero más pudieron mis ganas de seguir estando con ella. Me gus-
taba y me apasionaba su modo de hacer el amor, y entonces es difícil
sobrellevar eso en unos pocos instantes.
Hoy estoy libre, angustiosamente libre, sin la presión de ver a mi
madrecita clamando por que me condenaran con una pena menor. La
pobre estaba envejecida cuando salí. La vi retorcerse de dolor y el
halagüeño canto de un jilguero apoyó lo que parecía su última sonrisa.
—¡Se me cae mamá! —grité, mientras mi hermana Sandra buscaba
ayuda.
Era el día esperado, los quince años se habían cumplido, y ella jamás
dejó de ir a verme a la prisión, aunque los delincuentes más avezados le
causaran un terror infernal y sintiera asco de todo ello. Yo solo le decía
que tratara de acostumbrarse, pues de mí también tendría que sentir
asco, pero mi madre solo me miraba con sus ojos llorosos, que trataba de
mantener incólumes, pero bien sabía que se le iba la vida cada semana de
visita. No sé ni por qué designios de este universo sideral pudo aguantar
tanto, hasta verme libre. Sí. Hasta verme libre. Mientras mi hermana
buscaba desesperadamente el teléfono de la ambulancia, mi madre se
me desmayó entre los brazos. Vino una persona que era enfermera, una
vecina que nos conocía, le hizo la respiración boca a boca y le aplicó
presión en el pecho. Le aplicó su ayuda con la mejor voluntad, lo mejor
que había aprendido como enfermera y paramédico, pero mamá ya no
daba para más. La ambulancia llegó a los cinco minutos. El jefe de la
unidad le colocó un respirador artificial, le pusieron electrodos en el
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Un crimen demasiado humano

pecho. Antes de ello tocaron su pulso y no había nada de él. Trataron


con todo. Pronto nos dijo el jefe de la Unidad de Ambulancias, delante
de los vecinos a los cuales habíamos pedido ayuda, que mamá Indira
estaba en un lugar mejor.
—¡Se fue, hermano! —profirió Sandra, mi querida hermana, mi única
hermana, lo único que me quedaba.
No supe qué hacer, Sandra se quedó petrificada, llorando, tomando el
cuerpo de mamá, pidiendo que no se la llevaran, pero tenían que hacer
algo para que la revisara un médico y finalmente diera su diagnóstico
de muerte natural. Los dos nos quedamos sin voz, sin piso, sin nada.
Mamá se nos había ido, y con ella se marchaba también nuestro último
pedazo de corazón, pues papá ya había partido a la eternidad.
Mamá soportó de todo. Sandra jamás me echó la culpa de nada. Solo
me abrazaba como una buena hermana. Y quedamos juntos para darle
a mamá Indira una cristiana sepultura. El diagnóstico de la muerte: un
ataque cardiovascular. Su muerte, un vacío irremediable, y una sola
idea persiguiéndonos: qué haríamos a partir de entonces. No voy a
contar los detalles del velatorio y el entierro. Fue lo más duro que
nos tocó por aquellas fechas. La vida es un poco la pasión por lo que
haces, lo que te gusta hacer sin medias tintas, y si lo haces te puedes
considerar un ser feliz. Y nada de lo que ejecutes se puede ver enturbiado
por alguna crítica o por un juicio. Entonces eres libre y la existencia
cobra un sentido enternecedor y traspasa la frontera de la trascendencia
espiritual, pues no te importa el qué dirán, no importa la mezquindad
ni la mentira, ni el dolor. Solo sabes que estás actuando con el viento a
tu favor; aunque se presenten obstáculos en el camino, uno está seguro
que los va a superar, y que nada ni nadie lo detendrá en sus acciones,
en lo que más le apasiona hacer.
Mamá descansa al lado de papá. Pilar jamás se volvió a dejar ver. Mi
hermana lloraba todos los días y empezó a consumir antidepresivos más
que cuando murió papá. Pensé que me iba a cuidar a mí. Pero me tocó
apoyarla y darle toda mi ayuda a ella. La vi consumirse por vez primera.
Eso que ella era tan alegre, tan falta de memoria para los acontecimientos
trágicos o los rencores de paso, pues siempre hacía amigos y gustaba
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Germán Rodríguez
de la gente. Ahora se me había aislado. No tenía respuesta para ello.
Pero me tocó a mí darle mi fuerza y una sobrecogedora ternura para
que pudiera levantarse. Tardó mucho más de lo previsto. Casi un año.
Los antidepresivos los fue dejando de a pocos. Yo también siempre fui
medicado, pero me asombraba con cuánto afán y cuánto amor protegía a
mi hermana de sus demonios. Se le desencadenó la polvorienta suciedad
del destino, tal vez después de tanto aguante. Así les pasa a algunos.
Contienen todo, son reservados, no lloran y se ríen de cualquier cosa
para mantenerse vivos. Y Sandra era así, pero esta vez se cayó.
Pilar nunca me visitó en la cárcel. Se alejó desde aquella vez del
teléfono. Con un Red Bull entre las manos. Red Bull que elevaba un
tanto mis energías y que ella creía la causa de mis agresiones. Pero
aquello no era así. La cafeína, la taurina y otros ingredientes no me
volvían loco, ni me alteraban. Lo sabía, pues conocía mi alma como
nadie. Yo ya estaba como un maniático o un neurasténico, desmadejado
y depresivo. Mi madre dijo un día que quizás habían sido los viajes
desde aquella casa a la oficina y luego el regreso, esto es, el trajín, que
me traía más que deteriorado. Y pensé que hubo mucho de eso, pero
me arriesgué y me fui a vivir con Pilar, pues como todo hombre que
se precia de serlo, la saqué de su casa y la de mi madre para vivir los
dos nuestro amor y empezar a compartirlo todo. Ella no aguantó. Ya
conté por qué. Y si yo nunca la dejé fue porque jamás tuve el valor de
abandonar a una mujer. Y siempre entregué todas mis energías para
darme íntegro al amor. Pilar no me dejó más que vacío y un inmenso
temor por volver a enamorarme de alguien, pero tras su brusca partida
también me dejó un alentador ocaso: me recogí yo mismo desde el suelo
para luego volar por sobre los cielos, y me dediqué a no hablar nunca lo
malo de una mujer y recordar siempre lo mejor de ella, y nuestros más
alegres y gloriosos momentos. Pilar se fue, en definitiva, como se va
un terremoto tras segundos de furia infinita, para verla un día cuando
menos te lo esperes: quizás en una calle, en un restaurante, en un club
de diversión o tomada de la mano de otro hombre, con su familia ya
establecida. Pero siempre había un miedo en mí de encontrarla. Creí
que tras tan drástica huida, ella, al encontrarme, quizás cruzaría al otro
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Un crimen demasiado humano

lado o se haría la despistada, aceleraría el paso, o si la detenía, podría


gritar para que no tuviésemos nada que hablar, o quizás abriera sus ojos
como si a un monstruo o a un animal salvaje estuviera observando, y
clamara ayuda en cualquier ciudad o esquina o calle donde pudiéramos
converger. Pero nada de esto se dio, nunca nos hemos visto más.
¿Que si me hubiera gustado verla de nuevo y preguntarle por qué?
¡Claro que sí! Pero temía convertirme en una estatua de sal, como ya
mencioné, si volvía hacia atrás y luchaba por su amor o le imploraba que
volviera conmigo, o tuviera la misericordia mínimamente para tenerme
como a un amigo, que era lo último que me quedaba.
Recuerdo que inmediatamente después de su partida me fui donde
una vidente y lectora de cartas del tarot español, de nombre Imelda.
Por cierto, me la recomendaron. Y era muy buena en su labor. Miró la
foto de Pilar, una de aquellas que ella misma se tomó en Cuzco, ella
sola, y dijo:
—Esta mujer está intranquila.
Le preguntó a su abuela, que también había sido bruja de las buenas,
las de mesa blanca, que la tenía en una foto mediana, con una vela
blanca, grande, como la que se le pone a una Virgen, de esas redondas
y bonitas, y le dijo:
—¿Te gusta esta mujer?
Y un viento recorrió el cuarto.
—No le gusta a mi abuela —me dijo—. ¡Ahí está! Y por ésta lloras?
Vamos, Giacomo.
Y entonces la sesión comenzó. Pensar que desde el preámbulo me
dijo todo... ¿La creí? Sí. Yo mismo lo intuía. Pero quiero pensar bien
de Pilar. Sacar todo lo bueno de ella, y eso haré de ahora en adelante.
Recuerdo también que mientras duró nuestra relación tuve varios
momentos más que desagradables: un tipo y dos mujeres me golpearon
frente al Poder Judicial. Casi me linchan en el Club del Automóvil, pues
no quise hacer cola; pagué por ello. Le dije a Pilar que se acercara y
ella se fue más allá, se hizo aparte, no se la jugaba por mí, se escondía,
protegiéndose. Al final no me dejaron entrar a hacer mis trámites para
un duplicado de mi brevete, y ella me dijo:
—Yo te defendí, pero había mucha gente.
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Germán Rodríguez
No lo hizo, me di perfecta cuenta de ello. Mintió. Un día antes
habíamos discutido y ella se sentía mal por ello. Y esta era su venganza.
Pequeña venganza: su indiferencia. Luego se me presentaron casos
de denuncia contra mí y alguna que otra mala racha. No quiero ser
mezquino. Hubo también buena suerte en algunos casos, y entonces, creí
que todo marchaba macanudamente bien. Me engreía con ella, y quería
creer que me quería, pero sabía dentro de mí que no era así, entonces
traté de portarme bien para que me abrazara, me besara e hiciera el
amor conmigo con toda su pasión. En esto último sí que se entregaba,
y es que le gustaban las poses en el amor. Era arrebatada en la cama, o
en cuanto lugar lo hiciéramos. ¡Sí sentía placer con ella, claro que sí!
Pero cuando las cosas se pusieron feas, le enrostré muchas cosas en la
cara: su pasado, sus maridos anteriores, lo que insistí que me contara.
Y esto ya era enfermizo.
Pilar era la que debí haber matado. No la prostituta a quien di muerte.
Pilar tenía que haber muerto, porque me había destruido los nervios, y
así lo había decidido, pero no me atrevía, no pude hacerlo, pues aún la
quería; entonces, así mis manos le hubieran dado el seguro candado a sus
vaivenes, a su espartana indiferencia, a su sequedad de nunca acercarse
a mí cuando me sentía mal. Quería destrozarla, matarla, envenenar al
matón o llenarle la casa de dinamita o masacrar sus orígenes como en un
holocausto, hasta que muriera peor que un miserable delincuente en el
más recóndito y oscuro rincón de un penal, pateado por los presos más
avezados. Pronto, mi mente se calmaba y mis emociones encontradas
se materializaban con los actos preparatorios de la muerte misma, la
que iba yo a provocar. Tras su abandono, quise arrasar con todo. Pero
me fui a una casa de citas, y ahí se encontraba una mujer que pretendí
que me quisiera por dinero, con su natural fingimiento, y encontré solo
basura, miseria y una falta de respeto increíble por parte de aquella
prostituta, que me hizo recordar lo que Pilar hizo, y descargué todo mi
dolor; mi ternura se convirtió en un estrangulamiento sádico y cruento;
mis ruegos tomaron la forma de un puñetazo, como si de una comba de
acero se tratase, con una fuerza tan descomunal que le hundí el cráneo
a la mujer. Y mis nervios destruidos no me permitieron llorar, solo
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Un crimen demasiado humano

comprendía que había desenfundado toda mi fiereza, y que el hombre


bueno se tornó en un patíbulo para mis más alejados demonios. Esta
vez los ángeles no me protegieron. Vi la foto de papá y lloré, lloré como
nunca, con un estremecimiento que más parecía víctima de una epilepsia
que de un llanto asfixiante. Tomé algunas pastillas para sedarme, creo
que me aplicaron una inyección para dormirme. Y desperté en la cárcel
con varios periódicos que me había lanzado un recluso. Me sentí sucio
y arrojé los periódicos, primero los rompí. El guardia me miró feo, muy
feo. Yo también lo miré fijamente, y esa fue mi última mirada desafiante.

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