Está en la página 1de 112

MI NOVIA ES

UN ZOMBI

Roberto Corroto
Primera edición
Agosto 2011

Titulo original: Mi novia es un zombi

© 2011, Roberto Corroto

© Imagen de portada: Roberto Corral

© De esta edición:
2011, Ideas de Mono
http://ideasdemono.blogspot.com/

Diseño de portada: Roberto Corroto y Roberto Corral

ISBN: 978-84-615-2401-3
Depósito Legal:

Impresión: Publidisa, S.A.

Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos


en la Ley y bajo los apercibimientos legalmente
previstos, la reproducción total o parcial de esta obra
por cualquier medio o procedimiento, ya sea
electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el
alquiler, o cualquier otra forma de cesión de la obra
sin la autorización previa y por escrito de los titulares
del copyright.
M
i nombre es Ricardo Fontalva y
soy un tipo del montón. Pero no
de ese montón en que se
incluyen muchos mamarrachos cargados
de ínfulas, pretendiendo darse un cierto
aire de humildad, sino en el de mucho
más abajo, donde están el resto de los
que, como yo, ven su vida pasar a toda
prisa sin saber si son el conductor, o un
simple pasajero al que le están llevando
por la ruta más larga para cobrarle el
doble de lo que pensaba.

Yo era de los que tenía claro que


desde hacía bastante tiempo ya no
conducía mi existencia. Y digo hacía,
porque por fortuna se cruzó en mi
camino algo que le ha dado un insólito
sentido desde entonces: el amor. No
recurriré a los tópicos tan manidos en

5
terrenos del corazón, como la sensación
de tener mariposas en el estómago y esa
retahíla de sandeces a las que se suele
aludir, porque esto que tengo... es otra
clase de amor. A mis 33 años se puede
decir que mis entrañas no eran terreno
virgen para que anidaran tales
sentimientos, y es que, aunque suene a
fanfarronada, sobre todo viniendo de un
tipo del montón, creo que he conocido
sentimental y carnalmente a bastantes
tipos de mujer como para tener claro que
ésta con la que estoy es la definitiva.

He salido con varias que tenían


complejo de sargento de la legión,
patillas incluidas, y a pesar de mi
carácter ciertamente apacible, llegaron a
colmar mi paciencia hasta decir basta. Y
lo tuve que decir.

También recuerdo una estudiante


argentina de psicología (un estereotipo
en carne y hueso) que tenía un cuerpo
de escándalo, pero que se pasaba las
horas muertas diciendo que no me abría
a los demás, que me guardaba mis
sentimientos, y que eso hacía que la

6
relación no avanzara. Puede que tuviera
razón, porque no llegamos nunca más
allá de la cama de un hostal.

Otra era tan indecisa, que tenía


dudas existenciales hasta para decidir si
cortarse el pelo o dejarlo tal como lo
tenía. Ni qué decir tiene, que sentirme
responsable de cada pequeño acto que
acometía, hizo que pusiera pies en
polvorosa a la que pude.

Hubo un par de ellas, que del hecho


de no adivinar lo que querían o
pensaban a cada momento, deducían
una falta de compromiso brutal de mi
parte y por supuesto, mi ausencia de
cariño y comprensión para con ellas.

No faltó en su momento la artista


incomprendida que pretendía cambiar el
mundo y luchar contra el opresor
sistema. Después de llevarme un par de
hostias de un antidisturbios en medio de
una manifestación contra el uso de las
pieles, se me quitaron todas las ganas de
seguir con ella.

7
Incluso estuve hace poco con una
niña rica, que estaba hastiada de las
relaciones con relamidos miembros de la
clase pudiente madrileña, y que
encontró en un chaval de barrio la
excusa perfecta para tener a sus padres
en un sinvivir constante. A los tres
meses se le pasó la insubordinación,
inducida si mal no me equivoco por las
amenazas de cancelar sus cuentas
bancarias, y tener que empezar a
trabajar para satisfacer sus antojos.

Seguro que me olvido de otras


cuantas, que no llegaron a hacer la
suficiente mella como para retener sus
nombres y personalidades en algún
rincón de mi memoria, pero creo que las
expuestas sirven como ejemplo de la
variedad de féminas que han entrado y
salido de mi vida desde que escapé de la
pubertad. Y cuando ya no esperaba
encontrar una pareja que se amoldara a
mis expectativas y necesidades, como el
zapato de cristal al pie de la Cenicienta...
llegó ella y lo puso todo patas arriba,
aunque suene muy tópico.

8
Me estoy dando cuenta que me he
puesto a hablar sin parar como un
papagayo espídico, y he olvidado
apuntaros un detalle importante acerca
de la naturaleza de esta chica. Más que
importante, diría que fundamental,
porque debéis saber que mi novia no es
una chica cualquiera... mi novia es un
zombi.

Ya sé que muchos estaréis


pensando que, o se me ha ido la cabeza,
o simplemente me estoy quedando con
vosotros por pasar el rato, pero es algo a
lo que tengo que enfrentarme cada vez
que me armo de valor para contárselo a
alguien, así que lo mejor es que, para
hacer más comprensible este galimatías,
empiece por el principio.

Toda esta historia se remonta un par de


meses atrás, con los últimos coletazos
del invierno azotando la capital, y los
que hacemos vida en ella padeciendo
temperaturas ciertamente desapacibles.
Aunque sigo viviendo en Alcorcón, donde

9
lo he hecho toda la vida, ya no resido en
casa de mis progenitores, para alivio de
Olegario, mi padre, y desazón de
Carmina, mi madre.

Olegario es uno de esos padres que


ha trabajado desde que era
prácticamente un infante, no porque mis
abuelos le explotaran ojo, sino porque en
la posguerra tenía que arrimar el
hombro hasta la abuela para poder salir
adelante. Por fortuna, todos se acabaron
trasladando desde un pequeño pueblo de
Toledo, hasta lo que, a finales de los
años cincuenta era poco más que un
terraplén con menos de un centenar de
casas. Alcorcón no tenía industria ni
infraestructuras, así que la posibilidad
de encontrar un trabajo era escasa, pero
con Madrid relativamente cerca si tenías
un vehículo que cubriera la distancia,
aunque fuese de dos ruedas, las
oportunidades eran amplias. Sobre todo
si lo comparamos con la actualidad. De
esa manera, con empeño y tiempo, mi
padre acabó por colocarse en la fábrica
que la cervecera Mahou tenía y tiene en
el Paseo Imperial, donde ha estado

10
trabajando los últimos 45 años, hasta
que lo han prejubilado para ahorrar
costes. Ya sabéis, la tan trillada crisis a
la que se aferran las grandes empresas
para sanear sus balances anuales.

Carmina, por su parte, no ha sido


siempre esa ama de casa preocupada
por los suyos hasta la extenuación.
Madrileña de primera generación y de
padres andaluces emigrados a Leganés,
estuvo trabajando desde joven en una
tienda de ropa, en el barrio donde vivía
con mis abuelos, hasta que conoció un
día a Olegario y formalizaron la relación
después de unos meses escondiéndola.
Aún así, acabaron por casarse y
compraron un piso en Alcorcón, que
hace poco dejo de pertenecer al banco y
paso a ser de su propiedad.

Allí he pasado la mayor parte de mi


vida hasta hace cosa de un par de años
aproximadamente, cuando tomé la
decisión de abandonar el nido y darle
ese disgusto a mi madre. Pero es que
cuando ves que pasas de la treintena y
sigues en casa de tus padres, algo en tu

11
interior te dice que ha llegado la hora de
volar solo, aunque haya cierto peligro de
caerse y estamparse contra el suelo. Al
menos, yo tuve esa sensación.

Para ser más exactos, lo tuve claro


en el mismo instante en que mi jefa me
comunicó que me hacían indefinido,
después de tres años a base de contratos
eventuales. Trabajo en Madrid, en un
Gabinete de Estudios Sociológicos
llamado Gerard Krieff, y mis tareas
incluyen parte del intrincado proceso de
elaboración de un estudio de mercado.
Siempre me ha gustado mi trabajo, y no
es que ahora lo aborrezca, pero lo que sí
odio profundamente es la gente para la
que trabajo y su manera de hacer las
cosas. Cada mañana, me cuesta un
mundo el tener que coger la Línea 10
hasta Príncipe Pío, y después aguantar,
cual sardina en lata, las cinco paradas
hasta Guzmán el Bueno, para que lo
primero que te digan nada más entrar
por la puerta sea que el trabajo de una
semana hay que rehacerlo en dos días,
porque el criterio del cliente ha
cambiado de la noche a la mañana. Y

12
que encima te lo diga la hija del
Presidente, con una cara que siempre
me ha recordado a la de una almorrana
sangrante, es como para plantearte a
diario el cambiar de aires... con la
consiguiente desazón de no intentarlo
ante el vértigo de no encontrar algo
mejor, por triste que suene.

No obstante, no os voy a seguir


aburriendo con mi vida y miserias, y me
centraré en las partes que quizás os
hagan entender, el porqué una muerta
viviente ha acabado por robarme el
corazón sin necesidad de arrancármelo
físicamente para llenar la andorga.

Estaba apurando una larga noche


de viernes con mis mejores amigos: Rafa,
Santos y el Pumuki. Pumuki no era su
nombre real evidentemente, pero desde
críos todo el mundo le había conocido
como el pequeño duende de dibujos
animados, por su melena granate y
desastrada. A pesar del paso de los años,
y de que ya no tenía el pelo largo, todos
sus allegados le seguíamos llamando así.
El caso es que allí estábamos, en uno de

13
los antros donde Santos trabajaba como
camarero, cosa que aprovechábamos
para escamotear alguna copa de vez en
cuando, cuando de repente llegó nuestro
camarada Facundo con su reciente
conquistadora, Regina, una mujer
repelente y pedante a más no poder.
Tras los apretones de manos y besos con
desgana, empezaron los puyazos
amistosos contra el que hasta hace cosa
de un año, había sido uno más de la
pandilla.

- Dichosos los ojos Facun –


empecé abriendo fuego con unas
cuantas copas de más en el cuerpo.
- No quieres saber nada de los
pobres ya ¿o qué? – continuó Rafa, que
siempre había tolerado el alcohol mejor
que ninguno, pero que se apuntaba a un
bombardeo.
- No es eso coño, es que entre lo
del piso nuevo y demás no me queda
tiempo para salir apenas – repuso el
pobre Facundo, que siempre que se
daban estas situaciones parecía
descomponerse de la vergüenza, por
tener que buscar motivos para no

14
juntarse con sus verdaderas amistades.
- Vosotros como no tenéis ese tipo
de obligaciones lo tenéis más fácil para
quedar – intervino como siempre de una
manera cortante Regina, que
aprovechaba cualquier oportunidad para
tensar la cuerda colocando entre la
espada y la pared a su pareja.
- Será eso – Santos la había
escuchado detrás de la barra y
enseguida entró al trapo –. Por cierto
Regina, tú entonces tampoco podrás
quedar mucho con tus amigas ¿no? – le
dijo a sabiendas que siempre sacaba
tiempo para tomarse algo con ellas.
- Pues mira, casualmente esta
tarde he estado con Soraya y me ha
preguntado por Ricardo.

Soraya era la niña rica a la que me


refería al principio, con la que había
estado saliendo hasta hacía poco. Sabía
por boca de Facun, el cual me había
llamado un par de veces las últimas dos
semanas, que estaba pensando en volver
conmigo, como dando por hecho que yo
aceptaría sin reparo alguno. Y lo peor es
que puede que tuviera razón. Regina

15
percibía que ese tema me descolocaba
por completo, y no dudó en esgrimirlo
como el que enarbola un sable ante el
enemigo.

- Me piro – fue mi escueta


respuesta al aciago comentario.
- Espera que me voy contigo – dijo
el Pumuki, que no hablaba con Facun
desde que discutió con él a resultas de
un comentario que hizo en su día de
Regina, y que no voy a reproducir ahora.
No miré hacía atrás, pero seguro que
Rafa y Santos no iban a tardar mucho
en darle la espalda a Regina, y con ello a
Facun, que una vez más, sería el
principal damnificado de esta penosa
contienda.

Ambos salimos del Nazarí, que así


se llama el garito en el que estábamos.
Yo unos metros por delante y con la
cabeza gacha. Los buenos amigos saben
cuando es momento de hablar y cuando
el de esperar sin decir nada, y así
estuvimos hasta llegar donde había
aparcado su viejo coche. Era un Seat
Ibiza plateado con mucha historia. Tanta

16
que se podrían escribir varios libros.

- Sube que te llevo a casa – me


ordenó mientras abría su puerta, y
entraba dentro sin dejar tiempo a una
posible réplica.

Una vez subió el pestillo de la


puerta derecha, me metí dentro
frotándome las palmas de las manos
para entrar en calor. La calefacción del
coche consistía en una manta zamorana
que había en los asientos traseros, y a la
que su dueño daba todo tipo de usos
como para echársela encima sabiéndolo.

- No dejes que esa cerda te joda la


noche – se limitó a decirme mientras la
caja de cambios rascaba al engranar la
primera.
- Ya me conoces, y sabes que
ahora no podré dormir dándole vueltas
al tema como un tonto.
- Con la cantidad de cubatas y
chupitos que te has bebido, no creo que
tardes mucho en quedarte sopa chaval.

El Pumuki siempre sabía como

17
responderme cuando entraba en modo
autodestrucción, que por fortuna ya no
era tan a menudo como hace años.
Limpié mi ventana del vaho que la
cubría por completo, y me puse a mirar
las luces de las farolas pasando, casi con
un encanto hipnótico que me hizo
olvidar por un momento el porqué había
terminado la noche de forma tan
abrupta. En apenas un cuarto de hora,
ya estábamos en la plaza que hay en
frente de mi portal.

- Mañana te llamo a ver cómo


estás – me dijo mi amigo antes de que
cerrara la puerta.
- Vale, muchas gracias hermano –
en ocasiones me refería a él de esa
manera porque aunque no lo fuera en
realidad, su comportamiento conmigo
siempre había sido fraternal.

Me disponía a cruzar sin más


dilación la plaza envuelto en mi gruesa
parka, cuando de repente la vi. Estaba
sentada en un banco de madera y lo
primero que me llamó poderosamente la
atención, fue que iba sin ropa de abrigo

18
con la que estaba cayendo a esa hora.
Normalmente, la mayoría de nosotros
tiene callo en la conciencia en lo que
respecta a la gente que vive en la calle,
pero era tal la fragilidad que despedía su
pequeña figura, incluso a la distancia a
la que estábamos, que decidí
aproximarme sin pensar en lo que iba a
hacer ni decir.

A medida que me acercaba, pude


ver que su vestido estaba hecho jirones y
bastante sucio, al igual que su
enmarañado cabello negro azabache, que
la cubría casi por completo el rostro. No
llevaba la ropa que uno se imagina de un
vagabundo, sino más bien la de una
persona a la que le ha cogido por
sorpresa algún percance, y se ha visto en
la calle con lo que llevaba puesto. Me
puse delante suya, y me extrañó
bastante que no se asustara al escuchar
cómo mis pasos habían resonado en el
adoquinado antes de detenerme. Otra
cosa que me llamó la atención es que no
tiritaba de frío, pese a que yo hacía un
esfuerzo ímprobo porque no me
castañetearan los dientes.

19
- ¿Hola? – hice un pequeño
intento de que levantara la cabeza pero
sin llegar a acercarme demasiado. No
obtuve respuesta alguna –. Si te quedas
mucho rato ahí sentada vas a coger un
resfriado o algo peor.

De repente, me miró como si no se


hubiera percatado de mi presencia hasta
ahora, con unos ojos grandes,
enmarcados dentro de una faz nívea
llena de imperfecciones y mugre, como
dos oscuros pozos en mitad de un
agreste paraje invernal. Aunque al
principio me sobresalté un poco al sentir
cómo me contemplaba, procuré centrar
mis esfuerzos en intentar ofrecerle algo
de ayuda sin parecer un violador o un
asesino.

- Vivo aquí al lado, por si quieres


descansar esta noche en el sofá de mi
piso. No es muy cómodo, pero seguro
que es mejor que dormir aquí. Te
prometo que soy buena gente y no te voy
a hacer ningún daño.

Con mucha parsimonia, pero sin

20
despegar su mirada de la mía, se fue
levantando un poco a trompicones, como
si hubiera bebido incluso más que yo
aquella noche. Era más bien menuda, ya
que yo tenía una estatura media y no me
llegaba al hombro. Sus brazos desnudos
dejaban entrever un cuerpo más bien
delgado y algunos moratones, que no
quise imaginar de qué podían ser,
aunque seguro que hubiera errado en
mis conjeturas de haberlo hecho. El
simple hecho de ponerse en pie, me
pareció una señal de conformidad con la
invitación que le había planteado, así
que empecé a caminar hacia el portal de
mi casa, mirando un par de veces hacia
atrás para ver que mi extraña invitada
me seguía a cierta distancia, pero sin
quitarme el ojo de encima, lo cual
achaqué a una lógica desconfianza por
su parte.

Antes de alcanzar la pesada puerta


de hierro forjado que servía como
entrada al bloque, ya tenía mi llavero en
la mano derecha, y la llave adecuada
asida entre el pulgar y el índice. Cuando
la chica llegó a mi altura, la sujeté el

21
portón desde dentro para que pudiera
pasar. Ella entró, pero no quiso seguir
caminando hasta que yo no reanudara la
marcha y estuviera por delante de ella.
Así lo hice, hasta llegar al vetusto
ascensor, que casualmente estaba en el
bajo, como si hubiera estado
aguardando nuestra llegada servilmente.

- Pasa – de nuevo sujeté la puerta


para que entrara en el elevador. Era una
de las pocas costumbres caballerosas
que tenía, pero ella no pareció apreciarla,
ya que se quedó mirando como si no
entendiera nada de lo que le estaba
diciendo.

Empecé a sospechar que era una


inmigrante recién llegada, que no
hablaba ni una palabra de castellano.
Por su aspecto, me aventuré a situar su
procedencia en la Europa del Este...
probablemente Rumania. Como hasta
ese momento se había dedicado a seguir
mis pasos, lo único que se me ocurrió
fue meterme primero en el ascensor, y
hacerle señas con la mano para que
entrara conmigo. Funcionó. Dejé que la

22
puerta se cerrara y apreté el botón que
nos subiría hasta la cuarta planta. En
ese pequeño cubículo de poco más de un
metro cuadrado, empecé a notar un
hedor insoportable, como si
estuviéramos en mitad de un vertedero
en pleno agosto. Me puse la mano en la
boca para ocultar las arcadas, evitando
taparme la nariz delante de la chica para
no parecer descortés. Pero el estómago
se me empezó a revolver de tal manera,
que nada más detenerse el ascensor,
tuve que salir corriendo en busca del
lavabo. Antes de llegar a abrir la puerta
de mi piso, doblé el espinazo para echar
una asquerosa vomitona en el rellano,
justo un metro delante de la alfombrilla
de mi chismosa vecina, la señora
Bernarda.

Mientras me limpiaba la barbilla


con el dorso de la mano, reparé en que la
extraña chica no había salido del
ascensor. Me acerqué, todavía con un
nudo en las tripas y ese agrio sabor que
se te queda en el paladar cuando
devuelves. Al abrir la puerta, la descubrí
de espaldas y mirándose de cerca al

23
espejo, con la misma expresión con la
que me había observado al levantar la
vista en el banco.
- ¿Estás bien? – no era
precisamente el más idóneo para
preguntar eso, teniendo en cuenta que
mis vómitos estaban derramados justo a
mi espalda.

Ella se dio la vuelta al escuchar mi


voz, y empezó a salir del ascensor
mientras yo sujetaba la puerta. Una vez
fuera, empezó a olfatear el aire y sus
grandes ojos se posaron en lo que yo
había regurgitado hacía un minuto. Me
sentí tan avergonzado que rápidamente
abrí la puerta y la insté a que entrara
dentro del piso, pero ella no hacía
ademán de sufrir repugnancia alguna al
rodear el charco de bilis, alcohol y
comida basura.

Una vez dentro, cerré la puerta y


puse un ojo en la mirilla para
cerciorarme que la señora Bernarda no
salía en busca de algo que contar en
comandita al día siguiente. La verdad es
que una parte de mí esperaba que lo

24
hiciera, sobre todo si ponía los pies
encima del regalo que le había dejado.

Al darme la vuelta había perdido de


vista a mi invitada, así que crucé el
pasillo hacia el salón y allí la encontré,
sentada en mi sillón de relax,
mirándome como si estuviera en su casa
y yo fuera el invitado. La verdad es que
mi primera intención fue levantarla, y
hacer que se pusiera en el viejo tres
plazas que me había traído de casa de
mis padres al mudarme. Más que nada,
porque la chica tenía una respetable
capa de mierda encima, y la estaba
restregando contra el cuero del asiento.

- ¿Cómo te llamas? – le dije para


saber de qué manera referirme a ella.
Pero no me contestaba. Empecé a pensar
en si no me habría equivocado en lo de
la nacionalidad extranjera. ¿Y si fuera
sordomuda? Barajando esa posibilidad,
empecé a acompañar mis palabras con
gestos que consideraba explicativos de lo
que la decía, intentando vocalizar lo más
posible –. ¿Dónde vives?, ¿estás sola? –
no obtuve mejores resultados y eso me

25
hacía sentir cierta ansiedad –. ¿Tienes
hambre?, te voy a sacar algo de cenar
pero antes te tienes que duchar con
agua caliente.
- Caliente – por fin conseguí
arrancarle algo de los labios, aunque su
voz sonaba rasgada como las cuerdas de
un violín a punto de romperse.
- Sí, ven conmigo, que te enseño
dónde está el baño – me acerqué un poco
y la hice señas con el brazo para que me
siguiera, con el mismo éxito que había
tenido hasta ahora. De reojo, no pude
evitar fijarme cómo había quedado de
manchado el sillón.

Pasamos del salón al cuarto de


baño. Por fortuna lo había recogido un
poco antes de irme de juerga, y las
toallas estaban medianamente limpias.
La mostré dónde tenía el champú y el gel
de baño, aunque parecía estar más
atenta a su imagen en el espejo, de la
misma manera que lo había estado en el
ascensor. Era como si tratara de
reconocer su rostro detrás de la
inmundicia que lo cubría. La dejé un
momento, y fui en busca de algo de ropa

26
que Soraya se había dejado la última vez
que estuvo en el piso. Fue una suerte
que ambas gastaran en apariencia la
misma talla. Eso sí, me dio un poco de
apuro el llevarle un tanga junto con los
pantalones y el suéter, pero supuse que
lo agradecería si hacía varios días que no
había podido mudarse de ropa. Al volver,
ella estaba justo donde la había dejado,
mirándose en el espejo y poniendo las
yemas de los dedos justo donde se
reflejaba su cara.

- Aquí tienes, espero que te sirva –


le dije dejando la muda limpia encima
del retrete –. Si te sientes incómoda echa
el pestillo cuando cierre, pero espera a
que encienda el calentador para que no
te salga el agua fría.
- Fría – me respondió con un hilo
de voz que parecía morir al salir de entre
sus dientes.

A la teoría de la sordera empezaba a


añadirle algún tipo de retraso, y eso
hacía que sintiera verdadera pena por el
estado en el que la había encontrado.
Cerré la puerta con una sonrisa sincera

27
en la boca, pero no escuché el sonido del
pasador asegurando que la puerta no se
pudiera abrir desde fuera.

Me marché, y lo primero que me


vino a la cabeza fue limpiar el desastre
que había dejado en el rellano. Agarré el
cubo y lo llené de agua hasta la mitad,
añadiendo un chorro generoso de lejía.
Entonces, con el cubo en una mano y la
fregona en la otra, salí de la casa sin
llegar a cerrar la puerta tras de mí. En
apenas el tiempo que había invertido en
ensuciar el suelo, ya lo tenía más o
menos limpio, y el penetrante olor de la
lejía mataba el tufo a pota que se estaba
empezando a formar.

Entré de nuevo en el piso y al cerrar,


eché la llave y la dejé puesta en la
cerradura como medida de precaución.
Era más una costumbre que la certeza
de que alguien pudiera entrar en mi casa.
Una vez en la cocina, dispuesto a sacar
algo de la nevera que no estuviera a
punto de caducar, me percaté de que la
llama del calentador no saltaba.
Teniendo en cuenta los problemas para

28
establecer comunicación con la chica,
era muy probable que a pesar de estar
duchándose con agua fría, no me dijera
una sola palabra, así que cerré la puerta
del refrigerador y anduve hasta el baño.

- ¿Hay algún problema?, ¿te sale


el agua fría? – le dije una vez había
tocado la puerta con los nudillos un par
de veces.
No hubo respuesta alguna por su
parte. De hecho no se escuchaba el
sonido del agua cayendo a rachas sobre
la cerámica del plato de ducha, con lo
que, si se estaba bañando, o bien era el
momento de enjabonarse, o era bastante
más rápida que yo por las mañanas. Con
la oreja pegada a la puerta y la
sensación de estar haciendo algo
indebido, volví a tocar con más firmeza
que la primera vez.

- ¿Estás bien? – pero la respuesta


fue la misma que con las anteriores
preguntas. Silencio absoluto. Ni siquiera
se la oía moverse dentro del cuarto de
baño, lo cual empezó a asustarme
rápidamente. Giré el pomo esperando

29
encontrar resistencia, pero no había
echado el pestillo –. Voy a entrar, así que
procura taparte si estás desnuda.

Es lo último que dije antes de


meterme con cuidado dentro del baño.
Los malos pensamientos me habían
preparado para encontrarme con
cualquier desastre, pero allí estaba ella,
justo donde la había dejado antes de
salir a fregar. Estaba totalmente
fascinada con su reflejo en el espejo, y
ahora además, parecía entonar algún
tipo de melodía, similar a una nana
desfigurada por el inquietante timbre de
voz que tenía. Me quedé un instante
observándola, esperando que se diera la
vuelta al escuchar cómo había entrado,
pero creo que si no me hubiera acercado
a ella podría haberse quedado toda la
noche pegada al cristal.

- ¿Qué te pasa chica?, ¿no te


quieres duchar?

Fue lo único que pude decirla al


tiempo que posaba mi mano sobre su
huesudo hombro, ya que en el mismo

30
instante que sintió mi piel contra la suya,
gélida como el tiempo que hacía en la
calle, se giró como un felino herido y
acorralado, enseñándome unos dientes
ambarinos dentro de una boca que se
abría de manera antinatural. Su
lenguaje corporal había cambiado por
completo en un segundo. Su rostro,
apagado e inexpresivo, se había tornado
fiero y plagado de venas añiles que se
concentraban sobre todo en la parte de
las sienes. Ni qué decir tiene que di un
respingo hacia atrás, lo cual me llevó a
cerrar la puerta con la espalda sin
querer. En ese momento no se me pasó
por la cabeza que tenía una muerta
viviente en mi baño. La lógica me llevó a
pensar por un momento en los casos de
niños salvajes que se habían encontrado
a lo largo de los siglos, acordándome de
una película de Truffaut que nos
pusieron en su día en el Instituto.

- Tranquilízate. No te voy a hacer


nada, no tengas miedo – por dentro es lo
que me repetía a mí mismo para aplacar
los nervios.
Pero no parecía obtener el efecto

31
deseado en la chica, que daba pequeños
pasos pero de una manera más firme de
la que había mostrado hasta ahora,
acortando la distancia ya de por sí
estrecha que nos separaba. Yo había
puesto las manos por delante, y tenía las
rodillas flexionadas, de tal manera que
intentaba mantener contacto visual en
busca de que no percibiera en mí una
amenaza. Lo que vi en sus ojos hizo que
me acojonara hasta estar a punto de
mearme en los pantalones. Toda la
vitalidad que de repente había brotado
de manera externa, parecía ser el
contrapunto a la más absoluta expresión
de vacío que mostraban sus retinas, en
las que se podía atisbar cierto tono azul
grisáceo. Lentamente, movió la
mandíbula y articuló una sola palabra.

- Hambre.

Y sin darme tiempo a responder, se


lanzó contra mí como si fuera un animal
en busca de la garganta de su presa. Por
suerte, soy un tipo de complexión fuerte
que gusta de hacer deporte, y a pesar de
que los hechos me tenían algo atenazado,

32
pude hacerme a un lado y ella chocó
contra la puerta, haciendo un ruido
ostensible. En ese momento, aproveché
para intentar inmovilizarla empujándola
contra la puerta en el instante que salió
rebotada, pero no dejaba de mover
brazos y piernas hasta el punto que tuve
que aguantarla para que no cayera al
suelo de rodillas. No hacía apenas ruido
con la boca, a pesar de que parecía estar
fuera de sus cabales. No chillaba ni
gruñía, tan solo dejaba escapar un ruido
sordo de esfuerzo cada vez que intentaba
zafarse de mi agarre. Todas las pistas
deberían haberme puesto sobre la teoría
correcta, pero claro, en ese momento no
estaba para pensar en nada que no fuera
calmar a una loca salvaje que yo mismo
había metido en mi casa.

- ¡Estate quieta joder! – le espeté.


Pero no parecía escucharme, y si lo
hacía no me quería hacer el más mínimo
caso. Con una mano agarré una toalla
que estaba colgada a la derecha de la
puerta, mientras con la otra seguía
empujándola para que no se diera la
vuelta. Me sentía un poco culpable

33
porque con la fuerza que lo hacía, seguro
que la estaba haciendo polvo alguna
costilla, pero no quería aflojar la presión
porque tenía mucha más fuerza de la
que se podía esperar de un cuerpo tan
pequeño y liviano –. ¡Sino te calmas y
dejas de pelear te voy a tener que atar
las manos a la espalda!, ¿es eso lo que
quieres?

Esperé algún tipo de reacción por


su parte, pero al seguir con el tira y
afloja, tomé la determinación de
amarrarla las manos para ver si así se
rendía. Con la misma mano en la que
tenía la toalla, le pude asir por la
muñeca derecha para retorcerle el brazo
y ponerlo justo por encima de su culo. Al
intentar repetir la operación con el otro
brazo estuvo a punto de morderme, y al
hacerlo, ambos nos fuimos contra la pila
del baño, desparramando por el suelo la
jabonera y el vaso de cristal con mi
cepillo de dientes. Por suerte, la presa
que le había hecho en el brazo, que no sé
cómo no se le dislocó, hizo que siguiera
por detrás suya. Al levantarla, pudo ver
su cara en el espejo y de repente detuvo

34
la lucha.

Se quedó mirándose muy quieta,


aunque yo no la solté por si acaso, y acto
seguido se puso a llorar... o algo
parecido. Eran unos lamentos en los que
no pude ver derramada una sola lágrima,
ni pude escuchar un triste gemido
escapando de su boca, pero estaba claro
que a su manera, había visto algo que la
había entristecido enormemente y se
había venido abajo. Por precaución, la
agarré la otra muñeca y la junté con la
que tenía ya detrás de su espalda,
rodeando ambas con la toalla y haciendo
un nudo fuerte. Lo suficiente como para
tenerla asida, pero no para llegar a
cortarle el riego sanguíneo que pensaba
que tenía.

Una vez amarrada, la apoyé contra


la mampara del plato de ducha. Ella
seguía emitiendo esa especie de
silencioso aullido como si fuera un
mantra. A pesar de haber visto lo que
era capaz de hacer, no pude evitar
sentirme triste por verla en ese estado.
Por eso traté de entablar conversación de

35
nuevo.

- ¿Ya te has calmado?, ¿me


puedes escuchar tranquilamente?, mira,
si no quieres ducharte no tienes porqué
hacerlo, pero pensé que el quitarte toda
esa mugre te haría sentir otra vez
persona – craso error.
Al escuchar mis palabras, algo
pareció encenderse en su cabeza de
nuevo. Algo que la sacó de la lamentable
situación en que se encontraba. De
nuevo alzó la cara y me dejó ver sus
dientes, al tiempo que daba un paso
hacia delante.

- Hambre – volvió a decir.

Y aún con las manos atadas a la


espalda se lanzó en busca de mi cuello.
Me pareció ver cómo sus dientes
sobresalían por delante de su boca,
como si fuera la quijada de un tiburón,
pero no tenía mucho tiempo para fijarme
con detenimiento en ese extraño
fenómeno, porque parecía obstinada en
hincar sus colmillos en mi yugular a
toda costa. Por suerte, estaba preparado

36
y no tuve tantos miramientos como la
primera vez. Le solté un fuerte empujón
antes de que se echara encima de mí, lo
cual la hizo recular cuatro pasos. Justo
lo suficiente como para tropezar con el
rail donde debería haber estado la otra
mampara del plato de ducha, que estaba
abierta en ese momento. Cuando quise
reaccionar era demasiado tarde. Ya
estaba pegando con la nuca en el pétreo
suelo.

El tremendo golpe dejó paso a un


silencio que inundó la pequeña estancia.
Mis piernas temblaban como las de un
cervatillo que huele el peligro. Con
mucho trabajo me obligué a acercarme,
pero lo tuve que hacer poco a poco para
que la tensión no me hiciera caer
desplomado. La chica no se movía, pero
no aprecié que la sangre manara de su
cabeza. Eso me dio fuerzas para llegar
hasta ella, esperanzado en que hubiera
perdido el conocimiento de forma
momentánea. Me metí dentro de la
ducha y la moví un poco con el pie,
esperando algún tipo de respuesta. Nada.
- Chica – no sabía su nombre y

37
era la única manera que tenía de
llamarla –. Vamos, despierta, ¡no me
hagas esto! – noté cómo la desesperación
iba apoderándose de cada fibra de mi ser,
pero quise asegurarme por completo
antes de tirar la toalla. Hinqué la rodilla
derecha en la blanca cerámica y la tomé
el brazo. El tacto de su piel era extraño
por decir poco, ya que a pesar de no
aparentar tener más años que yo, era
como si estuviera sosteniendo el brazo
de una anciana. Puse dos dedos en la
arteria de su muñeca, pero no encontré
pulso por ninguna parte. Para
asegurarme por completo, acerqué mi
mano y puse el dorso debajo de su nariz
con mucho cuidado. Ni un atisbo de
respiración saliendo de sus fosas nasales.
Un sudor frío me caía por la sien y en
ese momento pensé que todo lo que
tuviera, por poco que fuera, se había ido
a la mierda.

Estuve alrededor de diez minutos


de rodillas y sin saber qué hacer, hasta
que me di cuenta que no podía
quedarme esperando que el problema se
arreglara solo. Intentando recuperar

38
cierta calma que me ayudara a salir del
lío, solo atisbé dos alternativas: o probar
suerte llamando a la policía y explicando
lo que había pasado, o intentar
deshacerme de un cuerpo que
seguramente nadie echaría en falta.
Puede parecer bastante cruel y
despiadado, pero en ese momento no
pensaba más que en mí, por encima de
todo y de todos. Ya habría tiempo más
tarde para que mi conciencia se
encargara de dictar sentencia.

Finalmente opté por la segunda


opción, y como si de un involuntario
asesino de película se tratara, fui en
busca de un rollo de bolsas de basura.
Tenía que sacarla de mi piso antes de
que fuera más tarde, y las posibilidades
de que alguien me viera aumentaran. Al
coger las bolsas de basura en el
aparador de la despensa, me percaté de
que tenía una caja con guantes de látex,
así que improvisando sobre la marcha,
me cubrí las manos con ellos y volví al
cuarto de baño con una idea en la
cabeza.
Mis maratonianas sesiones de CSI

39
me habían enseñado que los cuerpos
donde más difícil era obtener pruebas,
eran aquellos que estaban limpios como
una patena. La idea era aprovechar que
ya estaba en la ducha, y borrar
cualquier rastro que pudiera haber
dejado al haber entrado en contacto con
ella. La quité la andrajosa ropa que
llevaba puesta, y la fui metiendo en una
de las bolsas de basura para poder
quemarla más tarde. Tenéis que
entenderme. No soy ningún Ted Bundy,
ni un Jack Unterweger. Estaba cagado
de miedo y no podía dejar de llorar
mientras desnudaba a la pobre chica,
pero había algo primitivo dentro de mí,
llamarlo instinto de supervivencia si
queréis, que me hacía seguir adelante
pensando que ya no había marcha atrás
posible.

Era sumamente delgada. Más


incluso que Soraya, de la que me acordé
en ese momento al ver su ropa encima
del retrete. Su piel blanquecina
contrastaba con múltiples moratones por
todo el cuerpo, y algunas heridas que
parecían supurar, como si hubiera

40
cogido algún tipo de infección de no
curarlas. Estuve a punto de tirar la
toalla y coger el móvil para avisar de lo
que había pasado, pero a esas alturas
era peor el remedio que la enfermedad.
Dejé caer el gel de ducha por todo su
cuerpo, y un generoso chorro de champú
sobre su cabello, para a continuación
empezar a aclararla. Para mi sorpresa, el
tono grisáceo de su piel no se marchó
por el desagüe con el resto de la
suciedad, sino que era el que tenía. Me
apliqué por segunda vez con su pelo, que
se caía a mechones cada vez que le
pasaba la mano para desenredar los
nudos que se habían formado. Una vez
consideré que el trabajo estaba hecho,
me acordé de no dejar rastro alguno de
los pelos en la ducha. Los que se habían
quedado enredados en el sumidero los
tuve que coger con la mano, procurando
no dejar ni uno solo que pudiera
incriminarme. Me salí de la ducha para
meter los pelos en la misma bolsa de
basura donde tenía la ropa que le había
quitado, y cuando me di la vuelta casi
caigo redondo del susto.
La muchacha había abierto los ojos

41
y empezaba a moverse, torpemente, pero
se movía. Mi primera sensación fue de
un enorme alivio por no haberla matado,
aún de forma involuntaria. Pero ese
alivio fue sustituido, poco a poco, por el
pánico de estar seguro de que no
respiraba minutos antes. Estaba muerta
y ahora de repente la tenía delante,
intentando levantarse. Por un segundo
pensé que estaba teniendo una pesadilla
y que me acabaría despertando, pero por
desgracia era todo muy real. Agarré las
bolsas de basura y salí corriendo de allí,
sin esperar a que se pusiera en pie y
volviera a la carga. Al salir cerré la
puerta tras de mí, y antes de decidir qué
hacer, me limité a agarrar el pomo de la
puerta con fuerza para que no pudiera
salir, ya que el cerrojo se limitaba a
impedir la entrada.

Entonces, empecé a atar todos los


cabos que mi cabeza había estado
almacenando hasta ahora. El pútrido
olor en el ascensor, la incapacidad para
mantener una conversación, el color y la
frialdad de su piel, la extraña
agresividad animal, o el hecho de que no

42
respirara y de repente abriera los ojos
como si no hubiera ocurrido nada, me
llevó a la disparatada conclusión de que
había subido una muerta viviente a la
casa. Puede que el estado de shock en
que me encontraba ayudara a formarme
tamaño despropósito, pero lo cierto es
que estaba convencido de ello y el tiempo
me acabó dando la razón.

La primera reacción ante ese hecho,


fue la de sacar el móvil del bolsillo y
llamar a alguien que tuviera la
capacidad para ayudarme en semejante
situación: la Policía. Pero por segunda
vez, me tomé un par de segundos antes
de marcar el número, pensando en que
si les contaba lo que pensaba, me iban a
tomar por un chalado o por un bromista,
y en todo caso, mintiendo para que
mandaran a alguien, debería pensar
cómo explicar el hecho de tener a una
desconocida desnuda y llena de heridas
en mi cuarto de baño. Descarté la idea al
tiempo que la curiosidad me hizo
entreabrir la puerta. Allí estaba ella,
como no podía ser de otra manera se
había puesto enfrente del espejo, y ahora

43
parecía mirar su cuerpo desnudo en vez
de su faz.

No es que fuera un experto en el


tema zombi, pero pensé que si le daba
algo de comer, se olvidaría de intentar
hincarme el diente durante un buen rato.
Volví a cerrar la puerta con sumo
cuidado para no sacarla de su letargo.
Entonces dirigí mis pasos a la cocina,
más concretamente al congelador, donde
guardaba unos entrecots de ternera que
estaba reservando para una ocasión
especial. Los saqué y los puse dentro del
microondas para descongelarlos a toda
prisa. Mientras la carne giraba dentro
del electrodoméstico, asomé la cabeza
para ver si a la muerta – ya había dejado
de ser la chica –, se le ocurría salir del
cuarto de baño y aparecer por el salón
de repente. El timbre del maldito
microondas me dio tal susto pitando a
mi espalda, que casi me da un paro
cardiaco. Aprovechando que estaba en la
cocina, abrí el cajón de los cubiertos y
saqué el cuchillo más grande que tenía.
Con el cuchillo en la mano derecha, y los
trozos de carne caliente chorreando en la

44
izquierda, llegué de nuevo hasta la
puerta del cuarto de baño, que
permanecía cerrada tal como la había
dejado.

Me tomé mi tiempo antes de volver


a abrir la puerta, esta vez de par en par,
pero ella ya no estaba frente al espejo.
De hecho no la veía dentro. Me asomé
un poco para comprobar que no me
esperaba a un lado de la entrada, y
entonces la puerta se cerró de golpe.
Tuve los suficientes reflejos para poner
las manos antes de que me partiera la
cabeza, pero el cuchillo quedó clavado en
la madera mientras yo salía disparado
hacia atrás, dando con mis huesos
contra la pared y cayendo al suelo de
culo. La puerta se volvió a abrir, y antes
de que me diera cuenta, tenía a la
muerta viviente justo encima, babeando
y volviendo a repetir lo único que había
salido de su boca la última media hora.

- Hambre.

Aún dolorido por el embate, saqué


fuerzas de flaqueza y agité los trozos

45
ensangrentados de carne cruda delante
de su cara. Ella empezó a olfatear el aire
y sus nervios se acrecentaron un poco
más si cabe. Antes de que saltara
encima de los entrecots y me arrancara
la mano de paso, los lancé en dirección
al salón. Ella se olvidó de mí y fue
directa a donde habían ido cayendo los
trozos, como un sabueso de caza
perfectamente adiestrado. En ese
momento, aproveché para ponerme de
pie y llegar hasta mi habitación a
trompicones. Una vez dentro, encendí la
luz y cerré la puerta con la imagen de la
zombi mordisqueando la ternera cruda,
como si de una leona hambrienta se
tratara. El único problema, era que en
mi cuarto no tenía cerrojo como en el
cuarto de baño, así que sin perder ni un
segundo, a pesar de que la cabeza me
iba a estallar, empecé a arrastrar la
cama para usarla a modo de parapeto.

Ya con la entrada asegurada, me


dejé caer encima de la cama como un
peso muerto, agarrándome la cabeza que
me palpitaba como el corazón de un
purasangre. Pensé que allí dentro era

46
poco probable que pudiera colarse,
puesto que la muerta no parecía tener
tanta fuerza como para mover la cama
conmigo encima. Hice un infructuoso
intento por ponerme en pie de nuevo,
pensando en buscar algo por la
habitación que sustituyera al cuchillo
perdido. Pero no tenía fuerzas para nada
que no fuera perder el conocimiento. Lo
último que recuerdo de aquella noche
son las luces de la lámpara en el techo,
desvaneciéndose poco a poco ante mis
ojos.

El sábado me desperté sin saber a


ciencia cierta qué hora era, pero no
parecía ser muy temprano, porque la luz
entraba de lleno por la pequeña ventana
que daba al patio interior. Recé para que
todo hubiera sido un mal sueño del que
por fin había despertado, pero al
levantar la cabeza y ver la cama contra
la puerta, mis esperanzas se fueron al
traste. Me dolía cada maldita fibra de mi
ser, en parte por la paliza física y mental
que había tenido que soportar, pero
también por el garrafón que nos habían
servido en el Nazarí. Pensé en quedarme

47
acostado hasta que oscureciera, porque
sabía que lo que me esperaba iba a ser
tan duro o más que lo de la noche
anterior. Estuve un buen rato tumbado
boca arriba, con los ojos abiertos,
escuchando con atención, pero lo único
que me llegaba era a las vecinas hablar
de una ventana a otra por el patio.
Finalmente me obligué a ponerme en
marcha, ya que el desaguisado no se iba
a esfumar aunque me pasara el día
entero en la cama.

Empecé a buscar algo con lo que


defenderme en caso de que tuviera que
repeler el ataque de la muerta viviente,
pero lo único que encontré fue una
pequeña lámpara de pie que tenía
encima de la mesilla de noche. La
desenchufé y para no ir arrastrando el
cable, lo enrollé alrededor de la lámpara.
La puse un momento en el suelo y tiré
de la cama para poder abrir la puerta,
pero no las dejé muy distanciadas por si
tenía que volver a toda prisa dentro.
Agarré la lámpara y miré a través del
hueco por el que iba a salir. No se
escuchaba nada, y eso me daba muy

48
mala espina, pero no podía quedarme en
mi cuarto por más tiempo.

Salí caminando casi de puntillas,


mirando por delante y por detrás, hasta
que llegué a la altura del cuarto de baño.
La puerta estaba abierta de par en par, y
el cuchillo permanecía clavado en ella.
Me acerqué con la intención de intentar
sacarlo de la madera, pero
asegurándome que no me esperaba otra
emboscada. De repente, me empezó a
sonar el teléfono dentro del bolsillo, y
con el susto se me cayó la lámpara de la
mano. Saqué el móvil lo más rápido que
mis nervios me dejaron, y mi primera
intención fue la de cortar la llamada
antes de que mi invitada escuchara el
alboroto. Pero al ver el nombre del
Pumuki en la pantalla, me decidí por
cogerlo y pedirle ayuda, porque no sabía
a quién más acudir.

- ¡Escucha hermano, me tienes


que echar un cable pero ya! – le dije sin
dejar que me cortara.
- ¿Qué te pasa ahora?, yo pensaba
que estarías durmiendo la mona.

49
- Tienes que venir a toda hostia
para mi piso...

Pero antes de que pudiera seguir


hablando, noté cómo una mano se
posaba sobre mi hombro, y el pavor me
hizo dejar caer el móvil al suelo y correr
mientras miraba hacia atrás. Allí estaba
ella, desnuda como la había dejado de
madrugada, pero mucho más tranquila
en apariencia, casi como cuando la
encontré en el banco de la plaza. Algo
me hizo resbalar y perder el equilibrio
por un instante, pero me pude agarrar al
sillón para no besar el parqué. Un
vistazo rápido me hizo darme cuenta que
había pisado un trozo de pollo que
estaba guardado en la nevera. A lo largo
de todo el salón, había desperdigada
toda clase de comida que yo no había
sacado junto con la ternera
descongelada.

Levanté la vista con celeridad,


recordando que estaba huyendo de la
zombi, pero ella apenas si había dado un
par de pasos en dirección a donde me
encontraba. No parecía dispuesta a

50
atacarme, pero no iba a arriesgar el
pellejo por una corazonada. Me apresuré
a llegar hasta la entrada, y aún con las
manos temblorosas, logré girar la llave
de la puerta para abrir, salir al rellano y
cerrar tras de mí con un sonoro portazo.
Sin tiempo que perder, no miré tan
siquiera si podía llamar el ascensor. Me
lancé a bajar las escaleras por primera
vez en los dos años que llevaba allí.
Cuatro plantas. Agarrado a la barandilla
saltaba los pequeños escalones de tres
en tres. Llegando al bajo, tuve un traspié
que casi me hace rodar escalera abajo,
pero conseguí asirme al pasamano antes
de perder el equilibrio por completo.

Una vez en la calle, de lo primero


que me percaté fue que había bajado sin
un mal abrigo, y hacía incluso más frío
que el día anterior. No podía irme muy
lejos del portal, esperando que el
Pumuki viniera en algún momento a ver
qué me sucedía. Eché un vistazo al otro
lado de la plaza, y vi que la Peña donde
nos juntábamos para ver a veces los
partidos del Madrid estaba abierta. Los
Exquisitos, que así se llamaba, y no

51
precisamente por lo exclusivo de su
clientela, era lo que de manera coloquial
se conoce como un bar de viejos. De esos
que siempre tienen una ficha de dominó
en las mesas y un sol y sombra que
echarse al gaznate. A su favor he de
decir que los precios son de otra época, y
la compañía de algunos de los
personajes más surrealistas del barrio
no nos molestaba. Cipriano, más
conocido por los parroquianos como
Cipri, era el dueño, barman y cocinero si
no había más remedio. Me conocía de
vista, pero le extrañó un poco el verme
aparecer solo y con cara de espanto.

- Buenos días chaval, ¿cómo tú


por aquí un día que no hay partido? –
me preguntó con su voz cazallera.
- Ehhh... sí, buenos días Cipri,
nada, vengo a tomarme un café mientras
espero a un amigo, ¿me pones uno con
leche? – estaba totalmente ido,
intentando asimilar lo que me estaba
pasando, pero era incapaz de tragar
semejante bocado de una tacada.

Cipriano puso un poco de café en la

52
máquina, le dio al interruptor, y a los
pocos segundos un líquido negro empezó
a caer sobre un vaso de cristal sin asa.
Antes de que las últimas gotas brotaran
de la máquina, el único cliente que había
dentro junto conmigo, pidió un gintonic
con mucha ginebra y poco hielo, según
él, porque estaba acatarrado. Miré el
reloj de pared y faltaba poco para que
dieran las dos de la tarde. Me había
sentado en un taburete alto, justo a la
entrada, para poder ver cuándo llegaba
mi amigo. Cipriano me dejó el humeante
café en la barra, servido encima de un
platillo y acompañado de un sobre de
azúcar. Le pagué los cincuenta céntimos
que costaba, por si tenía que salir
corriendo al ver aparecer al Pumuki, y
mientras, aproveché el calor que
desprendía el vaso para calentarme las
manos.

Antes de que el vaso se hubiera


enfriado y yo hubiera apurado el último
sorbo de café, el Ibiza plateado hizo su
entrada en la calle que cruzaba por la
plaza. Me despedí a toda prisa y salí
corriendo en busca de su conductor,

53
antes de que se pusiera a llamar al
portero electrónico. Había dejado el
coche a la entrada del parking que
habían construido hace poco por debajo
de la plaza, y se encaminaba con cierta
prisa a mi portal, cuando lo llamé a
gritos para que me viera.

- ¿Qué ha pasado tío?, me dices


que venga a toda leche pero no terminas
la frase, se corta la llamada, y cuando te
vuelvo a llamar lo tienes apagado –. su
voz se entrecortaba por la tensión de no
saber lo que había pasado, pero parecía
respirar profundamente, aliviado
supongo por verme de una pieza.
- ¡Tengo un problema muy gordo!,
no te lo vas a creer si no lo ves con tus
ojos.
- No me asustes hombre – me dijo
poniendo su mano en mi nuca –. Venga,
vamos a subir a tu casa y me cuentas,
que te va a dar un pasmo si no entras en
calor, ¿cómo se te ocurre bajar a la calle
a pecho descubierto con el frío que hace?

Empezamos a caminar de vuelta a


mi piso, pero dentro del portal y antes de

54
subir, intenté explicarle al Pumuki lo
que me había pasado desde que me dejó
de madrugada, justo donde había
aparcado su coche ahora. No había
mucho tiempo, así que me ceñí a lo
importante, hablando todo lo bajo que
pude por si salía alguna vecina en ese
momento. La cara de mi amigo fue
pasando por diferentes estados. De la
sorpresa al decirle que había subido a
una desconocida a mi casa, al sobresalto
cuando le conté cómo me atacó de
repente en el cuarto de baño. De la
consternación cuando confesé haberla
matado sin querer, al desconcierto al
decirle que volvió a levantarse una vez
muerta.

- ¿Qué quieres decir con que


estaba muerta y se levantó? – me
preguntó para asegurarse que estaba
entendiendo lo que le decía.
- ¡Se levantó tío, no respiraba y de
repente abrió los ojos y se puso de pie en
el baño... es un zombi joder!
- ¿Tú estás pedo todavía o me
quieres ver la cara de imbécil? – de
repente el ascensor se detuvo en el bajo

55
y una vecina salió, lo que nos hizo
cambiar las caras y parar la
conversación transitoriamente. No era
muy sociable con los inquilinos del
bloque, y la verdad es que a la única que
conocía, muy a mi pesar, era a doña
Bernarda –. Como me hayas hecho salir
de mi casa a estas horas para tomarme
el pelo te juro que te hostio – me
amenazó el Pumuki una vez nos
quedamos de nuevo a solas.

Aprovechando que el ascensor


estaba allí, subimos hasta mi casa. Me
sudaban las manos, a pesar de que
hacía tan solo un rato no las sentía del
frío que estaba pasando. Los nervios por
no saber lo que me iba a encontrar
podían conmigo. Llegamos al cuarto piso
y yo quise salir primero. Le hice señas a
mi amigo para que no hiciera ruido,
mientras sacaba las llaves del bolsillo.
Entonces, con mucho cuidado, introduje
la adecuada en la cerradura, procurando
que no tocara mucho en los bordes. Un
giro de muñeca fue suficiente para que
la puerta se abriera, porque con las
prisas no me había acordado más que de

56
cerrarla de un portazo y salir corriendo.
Miré bien antes de entrar, para
asegurarme que no íbamos a encontrar a
la muerta de golpe.

- No te lo tomes a coña por favor,


ten los ojos muy abiertos y no dejes que
te muerda si se tira encima de ti – entre
susurros avisé al Pumuki, que a pesar
de la incredulidad que aún mantenía, no
parecía conservar la teoría de que había
montado una broma para quedarme con
él.

Avanzamos despacio, conmigo por


delante. Mi amigo cerró la puerta con el
mismo cuidado con que me había visto
abrirla. Una vez llegamos al salón, la
escena seguía siendo dantesca para mis
ojos, pero no quiero imaginar lo que
sintió el Pumuki al ver a la zombi
desnuda sentada en mi sofá,
mordisqueando un trozo de ternera que
sujetaba con las dos manos. Ambos nos
detuvimos a cierta distancia de donde se
encontraba ella, que no parecía hacernos
el más mínimo caso mientras tuviera
algo que echarse a la boca.

57
- ¿Pero quién es esta loca?, ¿y qué
hace sentada en tu sofá en bolas y
comiendo carne cruda? – Pumuki rompió
el tenso silencio que ya duraba más de
un minuto desde nuestra irrupción en el
salón.
- ¡Te lo he dicho abajo, es un
zombi que se está puliendo toda la carne
que tengo en el frigorífico!
- ¡No me jodas Ricardo, sabía que
estabas pasándolo mal desde que Soraya
te dejó, pero esto ya es pasarse de la
raya!
- ¡A qué viene eso ahora tronco!
- ¡Pues que no puedes subir a la
primera pava que te encuentras tirada
en la calle, porque te puede acabar
pasando esto por ejemplo!

La conversación fue subiendo de


tono rápidamente. Tanto que en un
calentón repentino, el Pumuki me agarró
por la pechera del jersey intentando que
reaccionara. No era la primera vez que lo
hacía. De hecho, más de una vez
consiguió sacarme de mis paranoias a
fuerza de zarandeos. Él pensaba que
esto era otro de mis bajones y actuó

58
como debía. Lo que ninguno
esperábamos era la reacción de la zombi.
Sin haber terminado con su bocado, se
levantó en el preciso momento que mi
amigo me agarraba con cierta dosis de
violencia. Por el rabillo del ojo pude ver
cómo saltaba por encima de la mesa baja
de cristal que tenía en el salón. Su
aspecto volvía a ser como el de la noche
anterior, cuando le puse la mano en el
hombro. Parecía que se iba a tirar
encima nuestra, cuando de repente se
puso a mi lado y empezó a gruñir y bufar
en dirección a mi amigo, que ya me
había soltado por la impresión de lo que
se le venía encima. Creo que puedo decir
sin exagerar que fue la experiencia más
extraña que he tenido en la vida. El
miedo me paralizaba. No quería
moverme un solo milímetro por si
alteraba de alguna manera a la muerta
viviente. Alternaba las fugaces miradas a
mi lado, con algún vistazo al frente para
ver cómo estaba reaccionando el Pumuki.
Se le veía bastante acojonado, aunque
no sé si lo suficiente como para que me
empezara a creer.

59
- ¡Estás como una puta cabra tía!
– se intentó sobreponer lanzando
bravatas que no servían para nada –.
¡Ponte la ropa y sal cagando leches del
piso de mi amigo antes de que te tenga
que echar yo!
- ¡No la provoques joder! – le corté
antes de que siguiera con su desafío.
- ¡Ni que fuera Tyson! – no me hizo
el menor caso, pensando quizás, que el
primer paso para espabilarme era sacar
a la causante de mi estado de nervios
fuera de la casa –. ¡Estás sorda o qué!

Pero las frases desafiantes iban ya


acompañadas de un paso al frente y
algún aspaviento con las manos, lo cual
acabó desencadenando lo que estaba
tratando de evitar por todos los medios.
La zombi se lanzó sobre el Pumuki como
una fiera, pero no en busca de su cuello,
como había hecho conmigo hacía tan
solo unas horas. Es un detalle que luego
encajé en el pequeño puzzle que se
estaba montando sin saberlo en mi
cabeza. Fue todo tan rápido que solo
pude asistir como mero espectador. Mi
querido amigo puso los brazos por

60
delante para defenderse, mientras le
llegaba encima una lluvia de zarpazos y
golpes que no se esperaba. Aguantó el
chaparrón hasta que decidió que se
había acabado, y sin cortarse ni un pelo,
le pegó una patada a la muerta en el
estomago con la planta de la bota. No se
puede decir que se contuviera mucho,
porque el impacto la hizo levantar los
pies del suelo y caer contra la mesa de
cristal, con tan mala fortuna que ésta se
rompió por el centro, justo cuando la
cabeza y la espalda de la zombi
impactaban contra ella. El ruido de
cristales rotos se fundió con nuestros
ahogados gritos al ver lo que había
terminado pasando. El Pumuki cayó de
rodillas al ver la estampa de la que
parecía una joven desnucada por culpa
suya. Todo el peso de la culpa y de los
planes de futuro quebrados, quedaron
marcados en su semblante, al igual que
me pasó a mí la noche anterior, cuando
pensé que la había matado en el cuarto
de baño.

Antes que la muerta viviente se


pusiera en pie de nuevo – porque ya lo

61
daba por hecho –, agarré a mi amigo por
el brazo y tiré de él con fuerza para que
se incorporase. La única manera de que
me creyera se había presentado de una
forma brusca y repentina, pero aun así
habría que aprovecharla.

- No te mortifiques, no la has
matado porque ya estaba muerta. Era lo
que te trataba de explicar abajo, pero no
me has querido escuchar – al tiempo que
le iba tratando de calmar, nos acercamos
donde había caído la zombi. El único
ruido que se escuchaba ahora, era el de
los cristales rotos que pisábamos en el
suelo. Entonces, tomé la estremecida
mano del Pumuki y la acerqué a la cara
de la postrada muerta –. Comprueba que
no respira.

Temblando de los pies a la cabeza,


acercó su mano con mi ayuda, hasta
ponerla justo debajo de la nariz de la
zombi. Estoy convencido de que la
esperanza era lo último que quería
desperdiciar, y ansiaba poder notar el
suave roce del hálito en sus dedos. Pero
en ese cuerpo ya no quedaba rastro de

62
vida desde hacía tiempo, aunque él no lo
quisiera creer aún. Se derrumbó y
sollozó entre mis brazos. Me sentí
culpable por hacérselas pasar así de
putas al que posiblemente fuera mi
mejor amigo. Pero antes de que pudiera
animarle, como tantas veces había hecho
él conmigo, sonó el timbre de la puerta y
tuve que pensar sobre la marcha.

- ¡Escúchame bien, ella se va a


despertar pronto, así que deja de llorar y
estate muy atento! – le insistí
agarrándole la cara para mirarle a los
ojos –. ¡No te quedes muy cerca y no la
molestes, pero si te quiere atacar o salir
por la puerta del salón, la tiras un trozo
de carne para que se distraiga!

El timbre volvió a sonar, esta vez


con más insistencia, y vino acompañado
de una voz familiar pero desagradable,
que se podía escuchar al otro lado de la
puerta. Era mi vecina. Sin tiempo para
seguir instruyendo al Pumuki en lo que
debía hacer, salí por la puerta del salón
y la cerré tras de mí, para que no se
pudiera ver lo que sucedía dentro desde

63
la entrada. Miré a través de la mirilla,
para asegurarme que mis oídos no me
habían engañado, y por desgracia no lo
habían hecho. Tenía un primer plano de
la arrugada cara de la señora Bernarda,
esperando a que la abriera con su
sempiterna expresión de acritud. Me
tomé un segundo para respirar
profundamente, y entonces compuse la
mejor de mis sonrisas falsas.

- ¡Buenos días vecina!


- ¡Ni buenos días ni leches en
vinagre! – me cortó antes que pudiera
seguir hablando. Iba con su inseparable
bata de guatiné amarilla y una especie
de redecilla en la cabeza. Mientras me
abroncaba, no perdió oportunidad de
asomarse a ver qué podía captar por el
estrecho hueco que había dejado al abrir
–. ¡Anoche tuve que aguantar jaleo
cuando llegaste de juerga, y ahora que
estaba echándome la siesta tampoco me
dejas descansar!
- Perdóneme señora Bernarda, es
la televisión, que cuando ponen los
anuncios de repente se sube el volumen.
- ¡Pues no pienso aguantar más

64
ruido en mi casa, la próxima vez llamo a
la policía, que lo sepas! – llevaba
escuchando eso con frecuencia desde la
segunda semana que me vine a vivir al
bloque, cuando monté una fiesta de
inauguración bastante movida, así que,
o bien nunca acababa llamando pese a
las amenazas, o la policía la conocía a
fondo y no hacía el menor caso.
- Le prometo que no va a escuchar
nada ya, de veras, puede echarse la
siesta tranquilamente – la dije al tiempo
que iba cerrando la puerta poco a poco –.
Adiós señora Bernarda.

Y cerré por completo. Puse el ojo en


la mirilla una vez más, para asegurarme
que se metía en su casa. Tardó unos
segundos, pero al final la vi desaparecer
y escuché un portazo. Entonces me giré
sin perder un segundo, y al abrir el
salón me encontré con que la bella
durmiente había despertado, pero como
si nada hubiera pasado, estaba de nuevo
sentada en el mismo lado del sofá que
cuando entramos, tratando de roer el
trozo de ternera que no había llegado a
acabar. Por su parte, el Pumuki estaba

65
en el rincón más alejado de donde se
encontraba la zombi. De cuclillas y sin
perderla de vista, había terminado de
experimentar lo que sufrí en mis carnes
durante la madrugada.
- ¿Me crees ahora? – intenté
ayudarle a ponerse en pie de nuevo,
aunque seguía más pendiente de que la
muerta viviente no se moviera del sofá.
- ¡Esto no puede estar pasando...
no puede ser real!
- Es tan real como tú y yo, así que
no podemos hacer como si no estuviera
ocurriendo.
- ¿Y qué has pensado hacer con...
esto? – poco a poco mi amigo trataba de
ser práctico, y pensar una posible
solución al problema, obviando la parte
en que el problema parecía surgido de
una novela de terror claro.
- No estoy seguro, puede que
sacarla cuando se haga de noche y
dejarla lejos de aquí – le respondí sin
razonar mucho lo que decía.
- ¿Y por qué no llamas a la Policía
o a Urgencias y que se encarguen ellos,
que para eso les pagan?
- No, ya lo pensé, pero no sabría

66
cómo justificar el haberla subido al piso,
y menos el hecho de que esté desnuda.
Como último recurso tal vez, pero de
momento vamos a esperar a la noche
¿vale?
- Como quieras – dijo a
regañadientes –. Pero no pretenderás
que nos quedemos encerrados con este
monstruo hasta que oscurezca ¿no?
- Tienes razón, hay que salir a
comprar comida.
- No sé cómo tienes estómago. A
mí se me han quitado las ganas de
comer.
- No es para nosotros sino para
ella. Si no tiene hambre es bastante
tranquila – me quedé observándola unos
instantes, y a pesar de no dejar de
temerla, no me parecía tan aterradora
como para volver a salir corriendo –.
Vamos a la carnicería antes de que
cierren.

Allí la dejamos, tal y como la


habíamos encontrado al subir. Desnuda
y comiendo en mi viejo tresillo. Por
fortuna, el mercado estaba a tiro de
piedra de mi casa, porque era ya casi la

67
hora de que echaran el cierre. Nos
llevamos prácticamente toda la ternera
que le quedaba, en filetes, en
hamburguesas, costillas e incluso dos
kilos para hacer estofado. No había
comprado tanta comida en mi vida.
Cargados de bolsas, volvimos al piso sin
intercambiar mucha conversación. La
verdad es que cada uno, a nuestra
manera, estábamos tratando de asimilar
lo que estaba pasando. Algo que das por
sentado que no es real, porque desde
siempre se ha dado por hecho a todos
los niveles, no se puede presentar en tu
vida de repente. Al menos no sin que
tenga unas consecuencias... o un
propósito. Metimos toda la comida que
pudimos en el congelador, que por
fortuna siempre andaba bastante vacío,
y la que no entraba la pusimos en el
frigorífico, que también andaba
despejado tras el asalto de la muerta
viviente durante mi pernocta. Eché un
vistazo al salón, mientras el Pumuki se
bebía una cerveza de una sentada.
Nuestra inquilina había acabado con su
almuerzo, pero no parecía agitada. Volví
a la cocina y miré el reloj en la pared.

68
Iban a dar las tres y media de la tarde.

- Voy a recoger el desastre del


salón, pero necesito que no le quites el
ojo de encima a la zombi. Si ves que
empieza a ponerse un poco nerviosa, te
vienes a la nevera corriendo y le tiras un
filete de los que hemos dejado fuera del
congelador.

Mi amigo asintió mientras apuraba


el último trago del tercio. Me puse a
buscar dónde había dejado las bolsas de
basura la noche anterior. Estaban a la
salida del cuarto de baño. De una de
ellas sobresalía la harapienta ropa que le
quité a la muerta. Debajo del rollo de
bolsas estaba mi teléfono, con la
pantalla rota. Intenté encenderlo pero no
hubo manera. Eché un vistazo a la
puerta y todavía tenía el cuchillo clavado.
Agarré el mango con firmeza, y empecé a
tirar poco a poco, para sacarlo haciendo
el menor daño posible a la madera. Tenía
un buen agujero, pero al menos el tajo
era limpio. Pasé mi pulgar por la herida
y no se había quedado astillado en los
bordes, con lo que a lo lejos no se notaba

69
apenas. Comencé a recoger usando la
bolsa que ya estaba usada, empezando
por los trozos de comida que había
repartidos por todo el salón. El bufé
carnívoro había dejado en la casa un
hedor a matadero que tiraba para atrás
según entrabas de la calle. Mientras, el
Pumuki había cogido otra cerveza y se
limitaba a observar los movimientos de
la muerta, que a su vez no me quitaba el
ojo de encima.

- Lleva así todo el rato – dijo mi


amigo –. Yo creo que tiene una especie
de fijación contigo Ricardo.
- No bebas más anda – me limité a
contestar, aunque entonces me
sobrevino a la cabeza el incidente con el
Pumuki, que había vuelto a
desencadenar el cambio de actitud en la
zombi. Elucubré con la posibilidad de
que no le hubiera atacado por el mismo
motivo que hizo conmigo. Lo de la noche
anterior estaba convencido que era una
cuestión de hambre, como bien había
apuntado ella antes de tirarse a mi
cuello. Pero lo que había pasado esa
tarde, me llevó a pensar en que había

70
salido en mi defensa, justo en el
momento que pensó que me estaban
atacando. Por eso no trató de morderle.
Giré la cabeza para mirarla, y volví a
sentir la misma emoción que había
tenido nada más verla sentada en el
banco de la plaza.

Sin poder sacarme ni las


divagaciones ni la sensación, empecé a
barrer los trozos de cristal que
inundaban el suelo del salón. Un buen
rato después, lo único que quedaba del
desbarajuste era el marco de metacrilato
de la mesa, que había sido justo donde
habían impactado la nuca y las piernas
de la zombi, impidiendo que se diera un
baño de vidrio. Aprovechando el hecho
de tener que bajar nuevamente a la calle,
se me ocurrió una idea de repente.

- ¿A qué hora abre el videoclub? –


le pregunté al Pumuki.
- ¿Cuál?, ¿el del loco de Zoilo?,
¿para qué quieres ir?
- Vamos a decirle que nos
recomiende películas de zombis, las
alquilamos y nos ponemos a verlas para

71
documentarnos.
- ¿Documentarnos? – la cara de
mi amigo era un poema –. ¿Qué quieres
hacer ahora?, ¿una puta tesis?, vamos al
bar y hacemos tiempo hasta que se haga
de noche.
- No la voy a dejar en la calle esta
noche – respondí con gesto grave –. No
podría cargar con la responsabilidad de
que le hiciera daño a alguien, a una
mujer, a algún niño... es mi marrón y me
lo comeré hasta que encuentre una
manera de que nadie salga perjudicado.
- ¿Te has vuelto loco?, ¿no me
digas que ahora te ha entrado el
síndrome del héroe atormentado?...
¡sabes qué te digo, que no voy a gastar
más saliva contigo, si no quieres
deshacerte de esa cosa, pues quédate
con ella, y si quieres ir al videoclub,
iremos al videoclub! – El Pumuki estaba
muy cabreado. De hecho no le había
visto tan cabreado conmigo desde hacía
mucho tiempo. Aún así, no se quitó del
medio para lavarse las manos, y por ese
tipo de cosas es por las que le considero
mi mejor amigo.

72
Salí por tercera vez de la casa ese
día, la segunda acompañado. El tiempo
que tardamos en tirar las bolsas de
basura, junto con lo que quedaba de mi
mesa del salón, y llegar al videoclub, fue
suficiente como para encontrarlo recién
abierto. Aquél debía ser uno de los pocos
que quedaban en el país que todavía
alquilaban cintas de VHS. Entramos, y
justo debajo de un póster de La naranja
mecánica estaba Zoilo Nogueras. Antiguo
compañero del Instituto, donde ya había
que echarle de comer aparte. Sus padres
eran personas mayores que no habían
podido tener críos, así que decidieron
adoptar uno. Los pobres no sabían lo
que les venía encima. Murieron hace
unos años, y el amplio patrimonio que
tenían lo heredó Zoilo, que se empeñó en
montar un videoclub sabiendo que
tenían los días contados. El caso es que
había grabado a fuego en su cabeza que
iba a ser el Tarantino español, y se
pasaba más tiempo viendo películas allí
dentro que alquilándolas. Su aspecto era
desaliñado, con una melena grasienta
que comenzaba bastante más arriba de
su frente y le caía sobre los hombros. Su

73
descomunal barriga, producto de una
alimentación a base de comida rápida y
una alergia congénita por el deporte, se
dejaba ver por encima del mostrador de
cristal. Hacía tiempo que no pasábamos
por sus dominios, como llamaba al
negocio, pero aún así siempre se
acordaba de nuestras caras. Tras una
breve conversación trivial sobre cómo
nos trataba la vida, le pedí que nos
aconsejara sobre películas de zombis. Es
evidente que no le contamos lo que
había pasado. Le dije que estábamos
preparando un maratón de cine de terror
entre los colegas del barrio, y se le
encendieron los ojos como dos faros
portuarios. Se marchó al almacén unos
minutos, y cuando volvió, no vino con
las manos vacías precisamente. Colocó
un considerable montón de películas
encima del mostrador, y empezó con su
disertación a medida que iba separando
los estuches de los largometrajes que
comentaba.

- Bueno amiguetes, podemos


empezar con el amo del cotarro, el señor
George A. Romero, que aunque esté

74
haciendo grandes mierdas en los últimos
años, se puede decir que es el que le
insufló vida al género de los muertos
vivientes. Aquí os dejo La noche de los
muertos vivientes, Zombi y El día de los
muertos. Luego tengo aquí algunas más
recientes que seguro que os suenan, e
incluso las habréis visto. La mejor de
todas estas es El amanecer de los
muertos de Zack Snyder, que puede ser
el único remake de la historia del cine
que supere a la original. También os
paso la de 28 días después, de Danny
Boyle, pero no su secuela que era una
cosa absurda. Seguro que la de REC la
habéis visto ya, y aunque no es para
tirar cohetes, funciona bien, sobre todo
teniendo en cuenta que está hecha aquí,
así que tiene su mérito. Y he dejado para
el final los platos fuertes, las más cutres
en apariencia pero que no me cansaré de
ver nunca. Tengo por aquí algunas de
Jesús Franco, y sobre todo lo que se
conoce como el Spaghetti Zombi, o sea
las pelis que se fueron haciendo en Italia
a raíz del éxito que tuvieron las de
Romero. Os voy a dejar las mejores que
tiene Lucio Fulci, además de un par de

75
ellas que no son muy buenas pero sí
curiosas, La noche erótica de los muertos
vivientes y una posterior llamada Mi
novia es un zombi, que sale el Rupert
Everett de joven y Anna Falchi, una
actriz italiana que está muy buena. Creo
que con todas estas vais a tener de sobra.
De todas maneras, si veis que con esto
se queda el tema demasiado blando, solo
tenéis que venir por aquí y os enseño las
de mi colección privada... pero esas no
pueden salir del videoclub.

Metió como doce películas en una


gran bolsa verde de plástico, de esas que
te dan al comprar las verduras, y nos
despedimos de él sin mirar atrás,
recordando una vez más lo que tuvieron
que padecer sus padres hasta el día que
se murieron. Mientras caminábamos de
vuelta a mi piso, el móvil del Pumuki
empezó a sonar estrepitosamente. Era
Santos, preguntando si sabía algo de mí,
porque me había estado llamando un
buen rato, pero no tenía el teléfono
encendido. El Pumuki le dijo la verdad,
que lo tenía roto, pero no el motivo por el
que se había caído al suelo. También le

76
dijo que no íbamos a salir por la noche,
usando como excusa que yo no estaba
bien – lo cual tampoco dejaba de ser
cierto –, después de la disputa verbal
con Regina. Quedó directamente para
ver el partido al día siguiente en Los
Exquisitos y se despidió, intentando
lanzar alguna chanza, para que no se
notara que estaba sucediendo algo fuera
de lo común.

Una vez de vuelta al piso, no


parecía haber pasado una hora desde
que la dejamos a solas. Parecía tener la
capacidad de permanecer en el mismo
sitio del sofá, durante más tiempo del
que yo aguantaba tumbado en la cama,
que tampoco es que fuera poco. Antes de
ponernos a visionar el material que nos
había suministrado Zoilo, me propuse
intentar vestirla con la ayuda de un
reticente Pumuki, al que le disgustaba
tanto como a mí verla desnuda, aunque
creo que nuestros motivos ya eran
diferentes a esas alturas. A él le
desagradaba ella en general, desde lo
que suponía su existencia, hasta las
deficiencias físicas que tenían que

77
soportar sus sentidos al estar en la
misma habitación. En cambio, yo había
superado misteriosamente todos esos
prejuicios, y lo que me parecía violento
era el hecho de tenerla desnuda, de la
misma forma que me lo hubiera
producido de seguir estando viva.
Usando al Pumuki como modelo,
conseguí que la zombi, con mi ayuda, se
fuera poniendo la ropa que le había
sacado la noche anterior, justo antes de
que me atacara.

Ya resuelto ese problema, agarré el


reproductor de DVD del salón, y nos lo
llevamos a mi habitación, por miedo a
violentar en exceso a la muerta, con
películas en las que podía ver reflejados
sus primarios instintos. Estuvimos
viéndolas a trozos, porque si no era
imposible acabarlas todas sin que se nos
hiciera de día. Yo iba tomando notas
como si me estuviera preparando para
un examen final. De vez en cuando, me
levantaba para ver lo que hacía la zombi
en el salón, y ya habiendo anochecido
por completo, noté que tenía una ligera
inquietud. Habían pasado más de seis

78
horas desde que acabó con el último
sustento. En base a eso, podía ponerme
avisos en el nuevo móvil que debía
comprar el lunes sin falta, y tenerla
calmada durante todo el día y buena
parte de la madrugada, si conseguía
hacer que se habituara a un horario de
comidas. Saqué un trozo de jarrete de la
nevera y se lo puse en una bandeja,
junto con un par de servilletas de papel.
Mientras lo hacía no dejaba de decirme
lo estúpido que era ese gesto, pero el
caso es que no por ello lo modifiqué. Le
di la carne en la mano, y mientras ya
comenzaba a devorarla con fruición,
aproveché para colocarle la bandeja
encima de los muslos, ya cubiertos con
los vaqueros rotos de Soraya... esos que
aunque estuvieran rajados, seguro que
costaban un dineral.

Manteniendo a raya su recuerdo


con una inaudita facilidad, lo cual me
dejó bastante sorprendido, regresé a la
habitación sin sospechar lo que iba a
suceder más tarde. Allí, el Pumuki
seguía viendo un fragmento de las
últimas películas que nos quedaban. Sus

79
ojos estaban bastante enrojecidos,
después de la sesión de cine en casa que
nos estábamos pegando. Se notaba que
estaba cansado y de mala leche, pero
aún así no se marchaba. Mientras le
observaba con orgullo, él seguía
tomando apuntes justo donde me había
quedado yo. Le dije que llamara a
cualquier sitio donde nos trajeran algo
de comer, y de esa manera engullí el
primer refrigerio sólido del día cuando
era la hora de cenar. Obviamente
hicimos una pausa en el visionado para
ello, porque no teníamos el estomago tan
encallecido como para estar masticando
una porción de pizza mientras veíamos
cómo vejaban y devoraban a una rubia
de busto generoso. Una vez llena la
panza, saqué del armario una botella de
Chivas que tenía para cuando venían
familiares o amistades. Serví un par de
generosos pelotazos en vaso bajo con
tres cubos de hielo, pese a la época del
año en que todavía estábamos. Con eso
aguantamos el tirón hasta empezar a ver
la última película, la de la tía buena
italiana. La verdad es que a esas alturas
de la madrugada, ya había dejado de

80
escribir en papel cualquier detalle que
me pudiera parecer interesante, porque
estaba haciendo garabatos ininteligibles.
El título que le habían dado en
castellano no le hacía mucha justicia al
argumento, que por otro lado era tan
infumable como las de la última tanda
que nos habíamos ojeado. En lo que sí
había que darle la razón a Zoilo, era en
la apreciación de la protagonista, que
dentro de la trama no tenía un nombre,
al igual que le sucedía a la muerta que
tenía en mi salón. No se por qué, pero
empecé a sacar algunas similitudes con
lo que me estaba sucediendo desde la
madrugada anterior. Estaba enfrascado
en esos pensamientos, cuando volvió a
sonar el teléfono del Pumuki. Esta vez
era un mensaje de texto. A medida que
mi amigo lo leía para sí mismo, aprecié
un ligero cambio en su expresión que me
hizo sospechar de qué se trataba.

- ¿Qué pasa hermano?


- Te lo digo si me prometes no
agobiarte – me dijo mirándome a los ojos,
mientras guardaba de nuevo su móvil en
el bolsillo.

81
- Lo intentaré, pero sin saber de
qué se trata no te puedo prometer nada
– respondí de la manera más sincera que
pude.
- Es Santos. Dice que Facun y
Regina están ahora mismo en el Nazarí…
y Soraya está con ellos preguntando por
ti – hizo una pequeña pausa para valorar
cómo lo digería, pero antes de que yo
pudiera abrir la boca, retomó la palabra
–. Ni se te ocurra plantearte lo de ir a
verla. No pienso dejar que te muevas de
aquí.

El silencio se hizo en la habitación.


Pero no un silencio incómodo en el que
hay que medir bien lo que se va a decir a
continuación. Sin darme cuenta, estaba
esbozando una media sonrisa antes de
responder.

- Tranquilo. No me voy a mover.


Creo que estoy empezando a superarlo
con la ayuda de Ana.
- ¿Ana?, ¿quién es Ana? – la cara
de mi amigo era ciertamente la de un
hombre sorprendido que esperaba
escuchar otra respuesta.

82
- Ya sabes… Ana – y acompañé
esto último con un gesto de la cabeza
que apuntaba hacia el salón.
- ¿Qué?, ¡el simple hecho de
ponerle un nombre ya me hace temer
que estás perdiendo el poco juicio que te
quedaba! – se puso en pie de inmediato,
como si la silla donde había estado
durante horas estuviera ardiendo en
llamas y le quemara el culo. Se echó las
manos a la cabeza y empezó a dar
vueltas por la habitación, mientras
seguía intentando hacerme ver la locura
que encerraban mis palabras.
- Antes de que sigas. Si yo
estuviera en tu lugar pensaría lo mismo,
no te lo discuto, pero no estoy diciendo
que me vaya a dar una vuelta agarrado
de la mano con ella, ni que se la vaya a
presentar a mis padres. Es solo la
sensación de paz que me transmite… no
sabría explicártelo bien, porque es que ni
yo mismo lo acabo de entender aún.
- ¡Venga Ricardo no me jodas, si
esta mañana cuando te llamé estabas
acojonado!
- ¡Ya lo sé coño, te acabo de decir
que no lo entiendo ni yo! – estallé de

83
repente, soltando toda la tensión que
había acumulado desde que salí del
Nazarí la noche del viernes. Después de
unos segundos, volví a retomar el hilo de
la conversación ya más calmado –. Mira,
estoy convencido que si ella no estuviera
aquí ahora mismo, estaríamos
discutiendo sobre si ir o no en busca de
Soraya... ¿hubieras preferido eso?
- No, pero una cosa es que te
salgas de la carretera para esquivar un
obstáculo, y otra muy diferente es que
no quieras volver a la puta carretera,
¿me explico? – dijo con un tono
ligeramente paternalista y didáctico,
dejando por un momento de dar vueltas
alrededor de la habitación.
- Claro que te explicas, pero de
momento prefiero seguir por este camino
a ver dónde me lleva. No espero que lo
entiendas, pero sí que lo respetes.
- Mira, no se tú, pero yo estoy
reventado y no puedo pensar con
claridad, así que mejor lo consultas con
la almohada, y mañana quedamos antes
del partido para seguir hablando.
- Venga, pero lo que no quiero es
que te vayas de mala hostia – abrí los

84
brazos para pegarle un abrazo, que
recibió de buena gana. Al separarnos me
dio un cachete cariñoso en la mejilla y
compuso una sonrisa fatigada pero
franca. Le acompañé hasta la puerta, y
al pasar por el salón echó una mirada a
Ana – ya había dejado de ser la muerta –,
que seguía con la bandeja puesta entre
sus piernas, aunque del jarrete que le
había dado ya no quedaba nada. Parecía
intentar ponerse en mi lugar, ver lo que
yo veía para no irse a casa con la
preocupación con la que seguro iba
entonces. A los pocos segundos, se puso
en marcha de nuevo y nos despedimos
en la puerta, recordándome que al día
siguiente tenía que ir a comer a su piso,
para después irnos juntos a ver el
partido que empezaba a las cinco de la
tarde.

De nuevo nos quedamos a solas


Ana y yo. Le quité la bandeja, aunque no
creo que fuera una molestia para ella.
Calculé mentalmente la hora a la que
seguramente le entraría la gazuza de
nuevo, y me fui a la habitación para
poner la alarma en el radiodespertador.

85
Paré la película que se había quedado
puesta mientras, y saqué el DVD del
reproductor. Agarré éste de nuevo y lo
dejé en el hueco donde siempre estaba,
bajo el plasma del salón. Tiré la caja de
la pizza a la basura, y entonces me di
cuenta que llevaba la misma ropa con la
que salí de marcha el viernes. Amparado
en el empirismo por el que mientras no
tuviera hambre, Ana sería dócil como un
cordero, no lo dudé dos veces a la hora
de encender el calentador y darme una
reparadora ducha... con el pestillo
echado. Mientras el agua caliente caía
sobre mi cabeza, seguía pensando en la
decisión que había tomado. Una decisión
totalmente irreflexiva, sin valorar los
pros y los contras. Pero es que de nada
me había valido hasta la fecha hacerlo
de esa forma, por lo que tampoco lo
podía tomar como una referencia. Salí de
la ducha totalmente relajado, me puse
mi pijama de invierno y quité el pestillo
de la puerta. Abrí un poco la puerta, lo
suficiente como para poder ver si había
alguien al otro lado esperando. Mi mayor
temor era que Ana estuviera esperando
para abalanzarse sobre mí, además de

86
por el hecho en sí, porque entonces
habría vuelto a equivocarme de lleno con
una mujer. Por suerte no me falló, y al
cruzar el pasillo hasta el salón, no la
encontré sentada en el sofá, sino pegada
a la puerta que daba a la terraza, desde
donde se podía ver parte de la plaza
donde la había encontrado sentada. Sin
saber porqué, me puse a hablarla a
cierta distancia.

- Estoy casi seguro que no


entiendes nada de lo que te digo, o por lo
menos la mayoría de las cosas que salen
de mi boca, pero de lo que sí estoy
seguro es que mientras yo cuide de ti, tú
vas a preocuparte por mi bienestar... me
vas a proteger sin segundas intenciones.
Y ahora mismo eso es suficiente como
para dejar que te quedes. Solo espero no
equivocarme otra vez, así que ayúdame
un poco Ana. Espero que no te moleste
el nombre, pero si te vas a quedar aquí,
te tengo que llamar de alguna manera.
Buenas noches – y la dejé oteando la
calle vacía, mientras me iba a la
habitación a intentar descansar. Puse la
cama contra la puerta, pues seguía sin

87
tenerlas todas conmigo. Antes de
echarme en la cama, escribí en una hoja
en blanco la instrucción “dar de comer a
Ana y poner el despertador a las diez”, y
la coloqué al lado del despertador, por si
me levantaba medio dormido y se me
ocurría pararlo y volver a echarme por
inercia. Y entonces me dormí. No me
costó conciliar el sueño, y cuando sonó
el despertador a eso de las cuatro de la
mañana, me levanté quitándome las
legañas, para seguir las órdenes que me
había escrito al pie de la letra. Salí
intentando desentumecer los sentidos, y
me la encontré en el sofá, que parecía
funcionar a modo de cama para ella. Sin
entretenerme mucho, abrí la nevera y
puse un par de filetes en un plato de
plástico, de los que tenía para no tener
que estar fregando a diario. Volví a
repetir la operación de la bandeja y las
servilletas de papel, y se lo llevé todo
para que pudiera comer. Una vez tenía la
carne a su alcance, empezó a rasgarla
con los caninos y a masticarla con
urgencia. No me quedé a ver cómo la
terminaba, y pude retomar el sueño que
tan a gusto estaba teniendo.

88
El domingo me desperté a las diez
de la mañana, ayudado por el ruidoso
pitido que salía del radiodespertador.
Era la hora del desayuno, pero esta vez
no quise dejar que Ana se alimentara
sola, aunque tampoco la hice esperar a
que yo me dispusiera el desayuno.
Mientras ella volvía a comer, yo me
preparé algo frugal; un par de tostadas
con la mantequilla fundida y un poco de
mermelada de fresa, regado con un buen
tazón de café para ponerme en marcha.
Ya había acabado y ella seguía
terminando lo suyo, así que abrí las
ventanas de toda la casa para que se
oreara un poco. Parecía que el frío
invernal empezaba a remitir, aunque
tampoco era como para volver a salir a la
calle como lo había hecho el día anterior.
Normalmente, solía usar las mañanas de
los domingos para recoger un poco el
desorden que había en el piso, poner
algunas lavadoras y aprovechar para leer
y escribir un poco. Lo bueno es que no
tenía porqué cambiar mi plan de vida
con Ana en casa, y eso era otro punto a
su favor. Hice exactamente lo que quería
hacer, sin que ella se inmiscuyera para

89
nada. Se limitó a dejar que le retirara la
bandeja, y supongo que mientras yo me
afanaba en mis quehaceres, ella estaría
contando las horas hasta el próximo
piscolabis.

Esta vez se lo tuve que adelantar


bastante, porque había quedado a las
tres para comer en casa del Pumuki. De
esa forma, le dejé la comida encima de
una de esas mesas portátiles de plástico
que venden en la teletienda, esperando
que el hecho de trastocar el horario no la
hiciera dejar de almorzar, con las
terribles repercusiones que eso podría
aparejar. Una vez estuve seguro que no
me olvidaba de nada, me puse el
chándal y me marché.

Tuve que esperar un cuarto de hora


a la 513, que me dejó cerca de la
estación de tren. Por aquella zona vivía
mi amigo desde hacía más tiempo que yo
en mi piso. Llamé al portero electrónico y
abrió el portal sin contestarme. Empecé
a pensar que quizás seguía cabreado por
lo que pasó la noche anterior, así que
mientras subía andando por las

90
escaleras, pensé en qué nuevos
argumentos darle para intentar
convencerle de mi decisión. Al llegar
arriba, la puerta estaba abierta, así que
entré y la cerré tras de mí.

- ¿Hola?
- Pasa – me dijo desde la cocina,
donde salía un agradable olor a uno de
mis platos favoritos.
- ¿Has hecho cocido? – le pregunté
de una forma retórica, pues sabía
perfectamente que mi olfato no me podía
engañar en esta ocasión.
- Sí, a falta de pipa, es el cocido de
la paz – dijo riendo –. Vamos a comer en
condiciones, aunque sea una vez esta
semana ¿no?
- Ya ves, si sobra algo me lo echas
en un cacharro que me lo llevo.
- Vale, ves poniendo la mesa.

Durante el ágape, mantuvimos una


conversación distendida sobre el hecho
de que quisiera convivir en mi casa con
Ana. El Pumuki seguía sin entender qué
bicho me había picado para llegar a la
conclusión de que un zombi – puesto

91
que se negaba a llamarla por el nombre
con que la había bautizado –, me iba a
aportar lo que no me había dado
ninguna de mis parejas hasta la fecha.
Pero al verme tan convencido, se tuvo
que acabar rindiendo al hecho de que no
iba a hacerme variar de opinión, a
menos que las circunstancias cambiaran
radicalmente de repente. De esa manera,
se limitó a decirme que anduviera con
mucho ojo, y que tomara precauciones
para no acabar con un muñón por brazo.
Y que en el momento en que cambiara
de opinión, se lo hiciera saber para
ayudarme a deshacerme de Ana.
Llegamos a ese pequeño acuerdo a
cambio de que me prometiera guardar el
secreto.

Tras la copiosa comida, nos fuimos


de regreso a mi barrio, esta vez en el
Seat Ibiza. Llegamos con tiempo para
tomarnos un café y coger buen sitio en
Los Exquisitos. Al poco de estar allí,
hicieron acto de presencia Santos y Rafa,
que se preocuparon por mi estado. El
Madrid perdió el partido y con ello las
posibilidades de ganar la Liga, con lo que

92
el personal se marchó bastante cabreado
a su casa. Algunos incluso, le pidieron a
Cipriano unas tijeras para cortar su
carné de socio. No obstante, a mí apenas
se me quitó el buen humor con que me
había levantado por la mañana. Me
despedí de los amigos en la misma
puerta del bar, y el Pumuki me hizo un
gesto como de querer acompañarme
hasta arriba, pero le dije que no hacía
falta. Por fortuna no le dejé subir,
porque si hubiera visto lo que encontré,
no habría forma de haber impedido que
se deshiciera de Ana a la fuerza.

Nada más entrar por la puerta supe


que algo no marchaba bien, porque yo
me había dejado el salón cerrado y
estaba abierto. Caminé muy despacio y
casi de puntillas para ver lo que pasaba.
Al asomar la cabeza y ver lo que había
dentro, tuve que contener el aliento para
no gritar de pavor y asombro. Caí de
rodillas, y apoyé la cabeza contra el
quicio de la puerta, rezando para que al
levantar la vista, todo lo que allí había se
hubiera desvanecido. Pero nadie debió
escuchar mis plegarias, o al menos

93
hacerlas caso, porque no era una
pesadilla, era todo muy real. Lo primero
que encontré con la vista fue un bolso de
Gucci que había visto numerosas
ocasiones antes... colgado del hombro de
Soraya. Ésta yacía en mitad del salón.
La reconocí de inmediato a pesar que
estaba boca abajo, encima de un gran
charco de sangre que se metía por
debajo del sofá. Era imposible que
estuviera viva habiendo perdido tal
cantidad de plasma. Por su parte, Ana
estaba de pié, mirando en dirección al
cuerpo tendido. Había signos de lucha
por todas partes. No podía entender qué
había pasado, ¿por qué estaba Soraya en
mi piso?, ¿quién la había abierto?

Pero antes de intentar contestar a


todos esos interrogantes, me incorporé y
lo primero que me vino a la cabeza, fue
el jaleo que debían haber montado hasta
llegar al fatal desenlace. La señora
Bernarda era capaz de haber avisado a
la policía de verdad, y esto era algo que
no se podía esconder en pocos minutos.
Salí de nuevo al rellano, pensando en
alguna excusa plausible para justificar

94
los gritos de una mujer muriéndose
desangrada, pero solo se me ocurría
echarle la culpa a la televisión de nuevo.
Llamé al timbre mientras intentaba no
derrumbarme allí mismo en todos los
sentidos. No contestó nadie. Volví a
insistir, esta vez pegando más tiempo el
dedo en el botón. Nada. Si de algo podía
presumir mi vecina era de buen oído, así
que posiblemente hubiera salido a dar
un paseo, o quizás su hija se dignó a
llevarla a merendar fuera. Bendita sea si
fue así. Sea como fuere, era un golpe de
fortuna entre tanta desgracia, que me
ayudó a ganar tiempo para pensar lo que
iba a hacer a continuación.

Por lo pronto regresé a mi casa.


Cogí unos guantes de látex de la cocina,
y me acerqué al cuerpo inerte de Soraya,
mientras miraba de soslayo a Ana, que
despegó la vista del suelo para observar
lo que hacía, como una curiosa en el
escenario de un accidente. No la noté
alterada ante la visión de la sangre, que
era mucha. Yo en cambio estaba
mareándome en medio de ese charco
carmesí. Agarrando el cuerpo lacio por

95
los brazos, conseguí darle la vuelta por
completo. A pesar de que tenía buena
parte de su largo cabello pegado a la
cara, se podía apreciar una tremenda
herida en la parte delantera del cráneo,
por la que seguramente salió toda la
sangre que estaba decorando el suelo de
mi salón, como una alfombra sacada de
la ceremonia de los Oscar. Un detalle en
el que reparé, y que alivió en parte mi
sentimiento de culpa, fue que no tenía
signos de mordiscos ni le faltaba ningún
trozo de carne del cuerpo. Parece que la
pelea no se había originado porque Ana
quisiera comer. De hecho, yo no me
había quedado con los colegas tomando
unas cañas, precisamente para que no
se me pasara la hora de su comida. Pero
todavía quedaba al menos una hora para
eso. Creyendo haber resuelto el porqué,
levanté la cabeza en busca de algo que le
pudiera haber producido semejante corte.
Casi se puede decir que me lo encontré
de frente, puesto que en uno de los picos
de las ventanas que había dejado
abiertas desde por la mañana, había una
vasta mancha roja que casaba con la
marca que había en la cabeza de Soraya.

96
Al no estar la mesa de cristal por medio,
debieron pelear sin tropezar con nada, y
en algún momento se debió golpear con
el canto de la ventana y caer hacia atrás.
Al menos eso es lo que quise creer.

Pero seguía sin saber cómo había


conseguido entrar en el piso mi ex. No
había visto a Ana abrir ninguna de las
puertas de la casa, así que eso fue lo
primero que descarté. Nadie tenía una
copia de mis llaves que le pudiera haber
dejado a menos que... me acerqué hasta
donde estaba el bolso, sin darme cuenta
que había estado dejando marcas de
pisadas rojas por el suelo del piso. Me
quité las deportivas y abrí el bolso de
Soraya. Aparte de su enorme monedero,
también de Gucci, un pequeño tarro de
colonia y el móvil, no parecía tener más
cosas dentro. Miré dentro de los bolsillos
interiores con cremallera que tenía, y allí
lo encontré. Había un juego de llaves.
Las saqué y dejé el bolso en el suelo de
nuevo. Empecé a pasar las llaves una
por una, pero no me hizo falta llegar a la
última, porque había dos que me
sonaban demasiado. Eché mano al

97
bolsillo del chándal y saqué las mías.
Puse las del portal y el piso al lado de las
que había en el llavero de Soraya, y eran
idénticas. La muy cabrona me había
hecho una copia de las llaves antes de
dejarme. Por un momento se me pasó
por la cabeza que había tenido su
merecido, pero eso era ir demasiado lejos.
No alcancé a entender si se había
presentado en mi casa para darme una
sorpresa, para recoger las cosas que
todavía tenía allí, o para qué, pero el
caso es que ahora ella estaba muerta, y
yo estaba metido de lleno en un
homicidio, aunque todo hubiera sido un
desafortunado accidente.

Mi siguiente intención fue


descargar el cabreo contra Ana, y estaba
dispuesto a hacerlo, incluso temiendo la
posible reacción que pudiera generar en
ella. Pero al plantarme delante, me miró
con sus enormes ojos, cada vez menos
oscuros y más vítreos, y entonces
comprendí una vez más que lo había
hecho por mí. No el quitar de en medio a
una persona que me hacía tener la
autoestima y la moral por los suelos,

98
desde antes incluso de cortar conmigo,
sino el defender lo que era mío, mi
territorio que ahora también era el suyo.
Seguramente que si hubiera sido el
Pumuki el que hubiera entrado con mis
llaves, no le hubiera atacado de la
misma forma. Apostaría todo el dinero
que tengo ahora mismo por ello. Pero a
Soraya no la conocía, y conociéndola a
ella de sobra, seguro que en el momento
que vio a Ana con su ropa puesta,
intentó quitársela por celos, sin caer en
la cuenta del extraño comportamiento de
la chica que ahora vivía con su antigua
pareja. Al final, no tuve valor para
decirle una palabra más alta que otra,
sabiendo que en el fondo había actuado
movida por el instinto de conservación.

Con la decisión tomada en cuanto a


encubrir todo lo que había pasado, lo
primero que hice fue intentar limpiar de
sangre el suelo del salón. De nuevo con
el cubo lleno de lejía y agua, saqué la
fregona y me afané por quitar la mayor
cantidad de hemoglobina de mi piso,
pero aquello iba a necesitar de una
limpieza a fondo para no dejar escapar

99
ninguna pequeña mancha. Por lo pronto,
iba haciendo las cosas sobre la marcha.
Mientras escurría la fregona en el cubo,
se me ocurrió pensar en si Soraya le
habría dicho a alguien lo que iba a hacer.
Pero la única persona que se me ocurrió
fue Regina, porque su padre no me
quería ver ni en pintura, al menos no
cerca de su hija. Miré las últimas
llamadas que había hecho con su
teléfono, pero las que estaban
registradas a nombre de la novia de
Facundo, eran de la noche del sábado,
justo unas horas antes de que Santos le
mandara el mensaje al Pumuki. Eso
quería decir que la última vez que
hablaron fue en persona. Que le hubiera
confesado en ese momento lo que tenía
pensado hacer era una posibilidad que
no se podía descartar, pero si sacaba las
copias de su llavero resultaría imposible
pensar que ella hubiera entrado si yo no
estaba en la casa.

De repente, Ana empezó a emitir un


sonido gutural, que me sacó de mis
divagaciones. Estaba andando,
lentamente pero con firmeza, en

100
dirección al cuerpo de Soraya. Miré el
reloj del DVD y caí en la cuenta que ya le
tocaba alimentarse. Y entonces, como si
de una revelación se tratara, me vino a
la cabeza la solución para deshacerme
del cuerpo sin tener que sacarlo tan
siquiera de la casa. Al ritmo que Ana
comía, calculé que en una semana
habría devorado la mayor parte del
cuerpo de Soraya, lo que suponía el
pensar en dónde ocultar los huesos.
Antes de que le hincara el diente, le
quité la ropa empapada en líquido vital,
y entonces dejé que el hambre de Ana
hiciera el resto, sin quedarme a mirar.
Me marché a la cocina para intentar
aclarar las ideas, porque en apenas tres
días mi vida había dado un vuelco. Cogí
la libreta donde apuntaba lo que iba
faltando para hacer la lista de la compra,
y empecé a anotar los cabos sueltos que
había que resolver para no acabar en
Alcalá Meco o en un Frenopático.

No podía tener el cadáver


pudriéndose toda una semana en el
salón de mi casa, así que me tomé unos
días de vacaciones. Para empezar

101
compré un pequeño congelador y un
serrucho. También procuré despiezar el
móvil, y tirar cada una de sus partes en
alcantarillas de zonas alejadas. Del
monedero saqué el dinero en efectivo,
que me quedé para ayudar en la compra
del congelador y el serrucho. La
documentación, las tarjetas de crédito y
su llavero, acabaron en las mismas
alcantarillas que las piezas del teléfono.
El tarro de colonia lo vacié en el
fregadero, y lo hice añicos antes de
tirarlo a la basura. El bolso y el
monedero vacío, los conseguí colocar en
un piso de Lavapiés, donde vendían toda
clase de imitaciones, diciendo que se los
había comprado a mi novia pero que no
le habían gustado. El tipo lo miró, y se
debió dar cuenta que eran auténticos a
la primera, porque no me puso pegas a
la hora de devolverme los 20 euros que
supuestamente había pagado. En cuanto
a la ropa ensangrentada, la lavé con lejía
repetidas veces, hasta que apenas si
quedaron rastros de manchas. Después
la metí toda dentro de un contenedor de
ropa para necesitados, esperando que
acabara lo más lejos posible. Lo único

102
que quedaba de su paso por la casa era
ella misma, cortada en varios trozos
dentro del congelador. Solo quedaba
esperar a ver qué pasaba cuando su
padre la echara en falta. Por fortuna
para mí, hubo tiempo para que Ana se
comiera los restos, y los huesos los fui
partiendo con un martillo de los grandes,
para acabar metiéndolos en una
picadora de hielo que también me tuve
que comprar. Eso sí, por mi condición de
última pareja de la desaparecida me
llamaron a declarar en comisaría, pero
allí me enteré de que Regina no tenía la
menor idea de los planes de Soraya para
la aciaga tarde del domingo. No obstante,
no descarto la posibilidad de que algún
día llamen a mi puerta sospechando lo
que en realidad pasó.

Durante las siguientes semanas, mi


cariño hacia Ana fue aumentando, a
medida que dejaba de ver las muestras
de agresividad de que hizo gala los
primeros días que estuvo en el piso. La
confianza ha ido creciendo poco a poco

103
desde entonces, teniendo siempre
presente que no podré bajar la guardia
por completo mientras viva conmigo. Yo
me siento cada vez más a gusto con su
compañía, y a pesar de no saber de
primera mano lo que pasa por su cabeza,
si es que pasa algo, su actitud dócil y
protectora me hace pensar que ahora es
todo lo feliz que puede ser en el estado
en que se encuentra.

En lo relativo al sexo, no es que


haya perdido el poco juicio que aún
conservo para caer en la necrofilia. Como
cualquier otra pareja en la que acaba
decreciendo – temporal o definitivamente
– el deseo por el cónyuge, me consuelo
yo mismo con la inestimable ayuda de
las revistas que Facun tuvo que sacar de
su casa en el momento que Regina entró
por la puerta, para evitar que ésta las
acabara encontrando detrás del inodoro.
Y de la misma forma que en una relación
al uso, procuro aliviar mi carga
testicular a escondidas de Ana, no por
vergüenza a que me pille con las manos
en la masa, sino por prevenir el riesgo de
pasearme en pelota picada delante de las

104
fauces de una muerta viviente.

Como veis, tanto en ese, como en


otros muchos menesteres, nuestra
convivencia es de lo más corriente,
teniendo en cuenta las circunstancias
que la rodean y la naturaleza transitoria
de mi enamorada. Puede que el único
inconveniente que encuentre sea ese
precisamente, que tenga que presenciar
cómo su cuerpo se va descomponiendo
poco a poco con el paso del tiempo. Es
por tanto, un amor con fecha de
caducidad, como todos los que he
conocido hasta ahora por otro lado, así
que tampoco supone una enorme
diferencia con las relaciones que podáis
tener vosotros con vuestras parejas.

A día de hoy, no sé muy bien


cuanto tiempo podremos seguir estando
juntos, aunque he estado leyendo estas
semanas bastante sobre la conservación
de los cuerpos sin vida, y se puede
ralentizar el proceso de putrefacción bajo
el agua y sobre todo, bajo tierra. Con tal
fin he comprado un arcón de resina, el
más grande que pude encontrar, y lo he

105
puesto en el salón lleno de sustrato para
plantas hasta arriba. Cada noche
procuro cerrarlo con llave una vez que
Ana se mete dentro para que yo pueda
dormir plácidamente, no vaya a ser que
le entre hambre a medianoche y lo
primero que se encuentre al darse una
vuelta por el piso sean mis pies.

Y si bien no me agrada la idea de


acabar hablando a un esqueleto con pelo
sentado en una silla, casi como si
estuviera viviendo en el Motel Bates, me
niego a pensar en lo que terminará
pasando y cómo será su final. Prefiero
disfrutar de lo que tengo ahora con ella.
De los partidos de fútbol cada vez que
me da la gana. De las películas de
samuráis antiguas al estilo de Kozure
Okami, donde de cada miembro
seccionado brota un torrente de sangre –
puestos a pensar, seguro que ella se
deleita más viendo este tipo de películas
que yo mismo. Supongo que desde su
punto de vista, será algo casi como ver
una porno para nosotros –. Y por último
pero no por ello menos importante,
disfrutaré también de un silencio

106
sepulcral cada vez que llegue cansado de
trabajar, y sin ganas de comentar mis
problemas con alguien por el bien de la
ponderada convivencia.

La verdad es que estoy pensando


que sería una suerte tremenda el
conseguir convencer a mi jefa para que
venga un día al piso, con cualquier
excusa absurda, y después dejarla a
solas con Ana en la hora a la que tenga
que comer. Entonces, creo que me
plantearía incluso el hecho de casarme
con ella de forma simbólica... antes que
la carne de su anular se gangrene por
completo.

FIN

107
Próximamente

Lawless Island II. La insólita


historia de Sonny Sabanah

También podría gustarte