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LA LITERATURA ES EL CANTO
DEL ALMA
viernes, 13 de diciembre de 2013 Archivo del Blog
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▼ 2013 (4)
NOVELA CORTA "SHORONGO" ▼
▼ diciembre (4)
POEMARIO "SENTIMIENTOS"
NEGRITA (CUENTO)
...
NOVELA CORTA "SHORONGO"
Acerca de mí
Unknown
DEDICATORIA:
P R Ó L O G O
Shorongo es una novela corta cuyos sucesos que la conforman, son referidos en primera persona por un
asno que funge como narrador - protagonista. Pero, ¿Qué puede narrar un asno en estos tiempos
cibernéticos, brutales? Sencillamente narra la vida tranquila del campo y la estridencia y tráfago de las
grandes urbes.
Shorongo, así se llama el asno, se desenvuelve a sus anchas tanto escenarios naturales, campestres o
rurales como en espacios citadinos. Es un asno itinerante que se adecúa con facilidad a las circunstancias
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de su diario existir; pero no es una acémila chúcara indomable que trota libérrima por la sabana.
Sea por su trote inocentón, por sus eufóricos rebuznos o por el brillo intenso de sus pupilas, es un animal
que sabe cómo ganarse el cariño y admiración de comuneros, ronderos, policías y de cuanto extraño se
asome por los parajes rurales que habita. Es así como una familia decide domarlo y se podría decir
prohijarlo ya que don Eugenio Martínez su esposa y sus hijos le brindan las atenciones y cuidados como si
fuera un miembro más de la familia. Don Eugenio incluso logra que le otorguen su DNI. Shorongo con dos
hijos de don Eugenio conviven como si fueran hermanos y coprotagonizan muchos sucesos como La
fallida captura de la hija de la sacerdotisa de Moro, joven que aparecía en las noches de luna; el
descubrimiento y también fallida captura del caballo blanco que por las noches diezmaba los almácigos de
arroz de don Eugenio. Pero Shorongo acompañando a sus amos asiste igualmente a fiestas de corte de
pelo y de pedidas de mano.
Shorongo llega a la ciudad porque se ve involucrado en un proceso judicial abierto a los ronderos y a los
hijos de don Eugenio. Los trámites engorroso determinan varios viajes a Trujillo y los que más gozaban con
ellos son Shorongo y los ronderos jóvenes porque incluso les permitieron una incursión a los burdeles del
puerto de Pacasmayo, otrora muy famosos, como contara uno de los ronderos de más edad. Los viajes a
Trujillo también les sirvieron entender la extorsión y el sicariato.
Shorongo llega a tener una fama envidiable, la misma que determinó que muchos litigantes lo tomaran en
cuenta para llegar a un buen acuerdo. Se avenían a conciliar cuando de por medio hubiera un asno pero
que fuera descendiente de Shorongo.
La novela está estructurada en 10 capítulos, distribuidos en dos partes: Shorongo en el campo y
Shorongo en la ciudad. Aparentemente los capítulos son independientes, pero el ente unificador de ellos
es precisamente Shorongo, personaje narrador y también en algunas ocasiones narratario.
Shorongo es una novela circular porque el texto se inicia y se acaba del mismo modo: La decisión de don
Eugenio de matar a Shorongo. A ello, se suma la presencia al inicio y al final de la novela de Chigüizo,
hermoso pajarillo, entrañable amigo de Shorongo.
SHORONGO EN EL CAMPO
MI AMIGO CHIGUIZO
Repetía don Eugenio aquella fatídica noche. Cuando de repente la resplandeciente luna se
ocultó dejando que su manto negro bese la faz de la tierra. A lo lejos, en medio de la chacra de
rastrojos, se escuchaban mis lamentables quejidos. Yo era un hermoso burrito que se había
ganado el cariño de toda la familia de don Eugenio. “Shorongo”, éste es el nombre que me puso
la familia. Nací delgadito, tenía el pelo chilposo y un caminar maltrecho. Fui producto de los
amoríos de “Mojino”, un asno de raza, traído desde la lejana hacienda de Sojo, en Piura, y de
“Tambora”, una burra veterana que ya había dado varias crías, y que el abuelo Elías la había
traído desde Santa Cruz, en Cajamarca. Además era descendiente directa de acémilas de
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estirpe, criadas bajo el amparo del bandolero Eleodoro Benel, a quien la abuela, madre de mi
madre, “Tambora”, lo había acompañado en muchas de sus fechorías.
-Así evitaremos que “Shorongo” tenga que sufrir más -, escuché que decía éste abrazándome
con mucha ternura. Al mes de haber nacido, empecé a cambiar de aspecto. Se me había caído
el pelo chilposo y en su lugar me salieron cerdas grisáceas semejantes a las exuberantes nubes
de verano. Solía correr por toda la chacra y de rato en rato tiraba pataditas al aire, como
queriendo demostrar que por mis venas corría sangre de pollinos de linaje, de raza corajuda.
Cuando joven, fui el más engreído de toda la Comunidad Campesina de Chepén y la familia de
don Eugenio se sentía orgullosa de que los comuneros me admiraran.
En una ocasión, cuando la Tropa de asalto de la Guardia Civil vino con la consigna de desalojar
a todos los comuneros como consecuencia de haber perdido en el litigio con el hacendado
Carlos Palacios, dueño de la hacienda Talambo. Ese día me sentía inquieto, jalaba fuertemente
la soga que me ataba y, de rato en rato, ponía mis orejas sobre el suelo y luego me paraba en
dos patas, como si quisiera expresar algo.
La respuesta la dio don Pedro Macines Linares, curtido dirigente comunero, quien en ese
momento, apareció todo jadeante
-¡Vamos, muévanse rápido! ¡Avisen a todos que la Guardia Civil se acerca! ¡Hay que
movilizarnos a otro lugar para que no nos encuentren!
-¡Al algarrobal de Moro, al algarrobal de Moro!; allí no nos encontrarán -manifestaron todos los
comuneros.
Fue así como me vi involucrado en una inesperada movilización. Transporté las cosas
esenciales de los comuneros. Con la carga sobre mi lomo me parecía a los carros que repletos
de mercancías bajaban de Cajamarca, cada fin de semana. Esa vez, además de ayudarlos en
el traslado de cosas, mi oportuna intervención y la de don Pedro Macines, salvaron de morir
masacrados los comuneros por parte de las fuerzas policiales.
Pero no solamente adquirí fama de obediente y valiente sino también por ser un pollino
amigable y solidario. Uno de mis amigos era Chigüizo, un pajarito de pecho plomizo y alas
blancas que acostumbraba posarse sobre mi nuca y desde allí recorrìa casi todo mi cuerpo, con
el propósito de extirparme los parásitos incrustados en mi piel, a los cuales inmediatamente se
los comía y quedaba limpio de todo bicho raro. Terminada su jornada de limpieza, Chigüizo abría
sus pequeñas alitas, estiraba sus patitas y entonaba gratas melodías en señal de triunfo. Así fue
como nació una entrañable amistad. “Chigüizo” era un viejo conocido de la familia de don
Eugenio. Una mañana invernal, Giomar, uno de los nietos de don Eugenio, apareció agitado con
un pajarito en la palma de su mano derecha.
-Miren encontré este pajarito, cerca de la acequia grande. Está que se muere de frío y tiene las
plumas cortadas.
Salieron todos corriendo para verlo. Giomar aún lo tenía en su mano derecha. Era chiquito y
sus plumas parecían nubes grisáceas a punto de reventar agua.
-Quién habrá sido el canalla que cortó sus plumas a este animalito de Dios, manifestó don
Eugenio.
Giomar cogió dos pedazos de tela de lana y los colocó dentro de una caja de cartón. Y, con
agrado, aceptó la responsabilidad de alimentarlo. Al tercer día de ser nuestro huésped, empezó
a asomar su cabecita por encima de la caja y me vio amarrado a un tronco, frente a la enorme
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casa. Al divisarlo le dí la bienvenida con un estridente rebuzno que lo hizo meterse de nuevo en
su caja. Cuando Chigüizo, empezó a caminar, se paseaba por toda la casa o perseguía a
Fabricio, otro de los nietos de don Eugenio. Corría detrás de él como si fuera un perro casero y
entablamos una cordial amistad. Pero una mañana de radiante sol ocurrió algo inesperado.
-Sí, allí está Chigüizo encima de Shorongo y éste ni siquiera se molesta, gritaron todos en coro.
Desde aquel día Chigüizo o estaba en mi encima o volaba a posarse al viejo algarrobo que
estaba frente a la casa, y desde allí entonaba melódicos trinos. Nunca hizo el ademán de irse
lejos, en busca su familia. Me acostumbré a verlo en el viejo algarrobo, o parado encima de mi
lomo o muy cerca de Giomar.
Una noche, antes de cerrar mis ojitos para dormir, escuché que don Eugenio decía a sus hijos:
-Hugo, aperas a “Shorongo”; mañana empiezan las clases en el colegio “Carlos Gutiérrez
Noriega” de Chepén y tienen que levantarse temprano conjuntamente con tu hermano, porque el
camino es muy largo. Para llegar allí se emplean un par de horas. Antes de dirigirse al colegio,
van donde su tía Rosa, que vive en la calle Renovación, y allí dejan a “Shorongo”, hasta la salida
del colegio.
Yo no quería ir al Pueblo, entonces decidí irme por la chacra de rastrojos para que no me
encuentren los hijos de don Eugenio.
Fue así que Hugo con su hermano empezaron a buscarme para alistarme y poder estar en
condiciones de acompañarlos el día siguiente. Me buscaron por el rastrojo de maíz y no me
encontraron; luego, se encaminaron por el rastrojo de chile y tampoco estuve. La medianoche
me alcanzó, la luna se ocultó y Hugo con su hermano perdieron toda esperanza de
encontrarme, y se quedaron dormidos hasta que un ruido extraño los despertó al amanecer.
-Hugo, despierta.
El ruido parecía salir de un enorme zapallo huachano que se encontraba en medio del rastrojo
de maíz, por lo que se acercaron y se dieron cuenta que el ruido provenía de su interior.
Intentaron moverlo para descubrir al autor del singular y sorprendente ruido, aunque no
descartaban la posibilidad de que el zapallo podría estar encantado. Entonces fueron a despertar
a su papá, y éste, hizo lo mismo, con algunos comuneros. Todos se armaron con palos y
machetes. Y Hugo con su hermano linterna en mano, asumieron el papel de guías. Cuando
estuvieron frente al zapallo, se sorprendieron de su tamaño y del ruido, así que se armaron de
valor y entre todos lograron voltearlo.
Evidentemente, yo estaba allí. En mis correrías había encontrado ese enorme fruto de la
naturaleza, comida preferida de nosotros los asnos, por lo que decidí darme un banquete.
Había metido mi cabeza por el forado que había hecho y proseguí comiendo. En esas
circunstancias, fue que el zapallo rodó y quedé atrapado, pero aún en ese estado no cesaba de
comer. Liberado, retornamos a casa y después de algunas horas, emprendimos el camino a
Chepén.
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II
LA HIJA DE LA SACERDOTIZA
Me había vuelto insustituible. Los hijos de don Eugenio no me perdían de vista, era su eterno
acompañante. Me cuidaban con mucho esmero, me aseaban, me cepillaban los dientes, me
bañaban en la acequia grande junto a la casa y me ponían el mejor apero hecho con zonca del
majestuoso “Konquis”. Elegante y bien parecido salía a pasear, causando alboroto en las
burras del pueblo.
Llegó el mes de las Cruces y de María, mayo. Este mes era esperado con mucho fervor por la
Comunidad Campesina de Chepén porque a lo largo del mismo celebraban sus fiestas
patronales. En una noche de fiesta, el cielo se presentaba completamente limpio y despejado
como la pureza de una virginal joven. Al salir con los hijos de don Eugenio, la abuela “Chepita”
creyendo que iban a divertirse, les recomendó que no tardaran mucho porque al retornar podrían
encontrarse con la niña de cabellos dorados.
Los hijos de don Eugenio habían ido a apañar algarroba, a escondidas del hacendado apellidado
Palacios, en el famoso algarrobal de Moro, y a mí siempre me llevaban para cargar los sacos
repletos de algarroba. Muchas veces había escuchado que entre las seis de la tarde y las doce
de la noche salía de la imponente Huaca de San José de Moro una hermosa niña de cabellos
dorados como los rayos del sol y se perdía por el extenso algarrobal, luego de pasar muy cerca
de un majestuoso y frondoso vichayo que había crecido encima de una vistosa huaca. Siempre
que tenían que apañar de noche, esperaban que la luna apareciera con todo su esplendor en el
hermoso y reluciente cielo.
Esa noche estaban tan concentrados en su labor que no se habían percatado de la presencia de
una luz que se divisaba a lo lejos y que conforme iba acercándose, se agrandaba.
-Oye, mira, alguien viene con un foco. Se dirige hacia acá. Susurró Hugo en el oído de su
hermano.
- Estás viendo visiones, le contestó. Sin embargo yo empecé a inquietarme tratando de soltarme,
pero me quedé quietito y al dirigir la mirada hacia el lugar donde había indicado Hugo, una luz
enorme estaba casi cerca de ellos. Se quedaron perplejos, observándola, y luego corrieron a
esconderse detrás de unos vichayos y desde allí, tímidamente, empezaron a observar. Grande
fue la sorpresa al ver que una niña muy hermosa, de tez blanca y cabellos dorados como los
rayos del enigmático sol, distraída caminaba lentamente, por un angosto camino de herradura. A
primera vista parecía una muñequita rubia, que muchas niñas en los días de pascua anhelan
que les regale Papá Noel.
-No seas tonto, es la niña de cabellos dorados, la misma que nos ha mencionado nuestra abuela
“Chepita”.
-Es la mala hora, dijo su hermano. Pero Hugo no hizo caso. Cuando la niña pasó justo frente al
lugar donde estaban escondidos, se abalanzó sobre ella. Forcejearon un instante. Su hermano
se quedó mudo e inmóvil mirando la escena.
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-Apúrate, ayúdame a cogerla, no te quedes allí parado, gritó Hugo. La niña chillaba
desconsoladamente.
Hugo la había cogido del cuello y la tenía casi ahogándola, pero en un descuido logró zafarse y a
todo correr, se perdió por el angosto e inmenso camino. Hugo que en ningún momento se daba
por vencido, antes que la niña se soltara de sus brazos, logró arrancarle un pedazo de tela que
envolvía su cuello.
-Bah, tonterías, dijo Hugo. Después de lo sucedido, regresamos a casa con los sacos repletos
de algarroba sobre mi lomo. Hugo guardó el pedazo de tela, como si fuera un trofeo de guerra,
en un enorme calabazo que tenían en la casa, y de lo acontecido no le dijeron nada a sus
padres, ni a la abuela Chepita.
Sin embargo, al día siguiente, los hijos de don Eugenio comentaron lo sucedido a un entrañable
amigo de nuestra abuela, don Roberto Lumba, quien les dijo:
-Muchachos, qué les parece si hoy en la noche me muestran el lugar donde desapareció la niña.
Por la noche fuimos al algarrobal. Yo como siempre iba animoso. Las horas pasaron y el cielo
empezó a oscurecerse. Unas enormes nubes negras ocultaban la luminosidad de la luna.
Estuvimos muchas horas esperando que aclare para ingresar al algarrobal, pero todo fue en
vano. Empecé a inquietarme, me puse a brincotear y don Roberto Lumba empezó a
exasperarse, entonces decidieron regresar a casa prometiendo a don Roberto salir otra noche.
Confiados en que la encontrarían, muchas veces fueron a buscarla. La esperaban largo
tiempo, pero no se aparecía por ningún lado; sin embargo los pobladores de Trust Bajo y los de
San José de Moro, comentaban que en noches de luna llena, veían salir una luz de la huaca de
Moro y que apenas la contemplan rápidamente se alejaba.
-Han encontrado una momia con bastante oro en la huaca de San José Moro, llegó gritando,
alborozado, Hugo, con el diario “Últimas Noticias” en mano.
Desde aquel día han cambiado su forma de vida. Dejaron el campo, y gracias a la hija de la
sacerdotisa, fueron a vivir a Pacanguilla, en una casa de tres pisos con todas sus comodidades.
Como no me abandonaron tristemente fui con ellos porque a mí no me gustaba el ruido ni el
bullicioso de la ciudad, en el campo vivía feliz, ahora extrañaré los verdes prados y las
pollinas con quienes me solazaba...
III
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EL INDOMABLE CABALLO BLANCO
En cada suceso notable en el que participaban los hijos de don Eugenio, siempre el más feliz era
yo, era su fiel confidente. Cada vez que don Eugenio los reñía, mi presencia les hacía más
llevaderas sus penas. Les acariciaba con mis enormes labios, y mi olor a pasto dulce que tenía
impregnado en mi piel los transportaba hacia la paz y tranquilidad que tanto necesitaban.
Recuerdo que una vez Don Eugenio envió, a cuidar la chacra de arroz, a Hugo y a su hermano.
Me aperaron y juntos nos dirigimos a cumplir el mandato. Aquella noche de luna
resplandeciente, todo el vasto valle, lleno de plantaciones de arroz, era tenuemente iluminado.
Esa noche, Hugo y su hermano se encontraban escondidos muy cerca de la plácida acequia de
Pacanga, con la intención de atrapar al autor de los daños en sus plantaciones de arroz. Yo
también estaba escondido detrás de un enorme Molle, esperando la orden para entrar en
acción.
-Ya carajo, mañana me atrapan a ese animal que se come todas las noches nuestro arroz- nos
dijo don Eugenio, con imponente voz.
Al llegar la noche del siguiente día, enrumbaron una vez más, a vigilar el lugar por donde podría
aparecer el animal que estaba echando a perder el arrozal. Yo, un tanto turbado los seguí.
-Lleven un lazo de los más grandes que tenemos, les había dicho don Eugenio al momento de
partir.
-Haraganes, cómo se dejan robar el arroz en sus propias narices. Un simple animal les hace
llorar. Ya no se puede con ustedes. Mañana si se dejan robar, los castigaré.
Esta noche no les ganó el sueño. Su madre antes de salir les había dado café cargado.
- Hugo, Hugo, escucha; parece que alguien se acerca, mira por allá viene quien nos roba el
arroz. Al escuchar esto, Hugo se acomodó al borde de la acequia. Quien se acercaba poco a
poco a nuestra chacra, era un hermoso caballo blanco. Su color era semejante al de las nubes
en un claro atardecer. Cuando los muchachos me buscaron con la mirada, yo estaba muy
inquieto y nervioso.
-Ten listo el Lazo- le susurró en el oído a su hermano, Hugo. Esta vez no se nos escapará.
El caballo blanco venía recorriendo el polvoriento camino del Inca. Había salido cerca de la
Huaca Cotón y después de atravesar las huacas de Las Estacas se dirigió a la chacra de don
Eugenio, y cerca de los hijos de éste, empezó a comer las espigas de arroz. Se quedaron
estupefactos. De rato en rato olfateaba y miraba a todos lados como si sospechara de nuestra
presencia. Entonces, inmediatamente alistaron el lazo para atraparlo.
El lazo fue a dar justo en el erguido y reluciente cuello del animal, y éste relinchó tan fuerte que
nos atemorizó.
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Hugo y su hermano unieron fuerzas para sujetar al atrapado, para impedir que escape o los
arrastre; pero su fuerza era descomunal y empezó a jalarlos. Yo me puse delante del caballo y
éste intentó morderme. Tenía unos enormes dientes blancos. Me dio mucho miedo. Veía como
los arrastraba por en medio de los arrozales y por los bordes de la carretera.
El caballo se dirigía al sur. Su endemoniada carrera parecía no tener fin; ellos sentían que las
fuerzas los abandonaban y que podrían soltar el lazo. Esto sucedió pronto, en el momento que
para saltar una ancha acequia el caballo empleó toda su fuerza y ya no pudieron sujetar el lazo,
éste se soltó de sus manos pero no del cuello del caballo.
Después de descansar unas dos horas decidieron reanudar la búsqueda de tan singular potro.
Montados sobre mi lomo y con la grata compañía de los primeros rayos de un sol radiante,
buscaron por toda la Huaca pero no encontraron nada.
Afligidos, ni bien llegaron a casa, refirieron lo sucedido a don Eugenio. Éste, enojado, les dijo:
Cabizbajos y silentes, se retiraron mascando su derrota, la misma que, pasados unos días, fue
menos dolorosa porque mucha gente de Pacanguilla se había enterado, por boca de los
campesinos de Alto Perú y de Caín, que en noches de luna llena cruza los arrozales el
enigmático caballo blanco con un pedazo de lazo en el cuello.
IV
EL CORTE DE PELO
A veces yo asistía junto con los hijos de don Eugenio a las fiestas que les invitaban. Para tales
ocasiones me colocaban el mejor cojín para que me vea todo un campeón. Yo vivía en San
José de Moro, espléndido valle de la Comunidad Campesina de Chepén, un día amanecí
alegre y contento junto con los fulgurantes y quemantes rayos del sol. Justo, en ese momento,
don Julián Chimoy, se acercaba a la casa de su compadre Fidel Gamarra.
-Compadreeeeeeee…ooooooooohhhhhhhh.
-Compadritoooooooooo…
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Guau, guau, guau, guau, guau, guau… ladraban dos cachorros descendientes de pastores
alemanes.
-Zafa, zafa, zafa… gritaba don Fidel, mientras se dirigía a la puerta de su casa.
-¡Buenos días compadre!, respondió don Fidel. Pase Ud, tome asiento. Don Julián se inclinó
frente al poyo de un amplio patio y se sentó.
-¡Compadrito, he venido con el propósito que me haga un gran servicio!, dijo don Julián.
-¿De qué se trata compadre? Estoy para servirle en lo que se pueda…repuso don Fidel.
-¡Fíjese compadrito, quiero que usted y mi comadre María, hagan el corte de pelo de mi hijo
menor, Eduar, y que sean los padrinos del bautizo de mi cholito…!
-“Para el tres de mayo hemos acordado con su comadre Genoveva, porque ese día se celebra el
aniversario de la comunidad”.
-Gracias compadrito, ahora si me voy contento a preparar todo para el domingo tres de mayo,
hasta pronto.
-Esa fiesta va estar mal. ¿Desde cuándo don Julián hace una buena fiesta? ¡Es un tacaño de
primera!”.
Hugo no dijo nada. Solamente ansiaba que llegue el día para poder bailar y abrazar a su capullo
en flor de primavera, en plena juventud, llamada Mary, que era la hija de don Fidel, la más bella
de toda su descendencia.
El día de la gran fiesta llegó. Todos se engalanaron. A mí me colocaron el mejor apero y era la
envidia de todos los burros del lugar. Desde el corral de la enorme casa, de don Eugenio, por
una gran ventanal que daba a la carretera veía pasar a muchos invitados. Hugo se vistió pronto.
Cogió su pantalón marrón, su camisa verde nilo y sus zapatillas “Sin Fin” se las puso en un
instante. Montó sobre mí al vuelo porque ya nos hacíamos tarde y partimos con dirección a la
fiesta. Por el camino dimos alcance a varios invitados y mientras nos acercábamos a la casa de
don Julián escuchamos la siguiente tonada:
no llores ni te enamores,
Tú me juraste cariño,
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cariño para toda la vida
y ya me estás engañando”.
Esta popular y encantadora canción provenía del equipo estereofónico de don Pancho Terán,
quien había sido contratado con el propósito de que le diera más alegría a la fiesta, con la
música de moda que solía tocar.
Ya en casa de don Julián, los invitados se sentaron en bancas y poyos dispuestos para tal
ocasión. Afuera, Hugo me dejó atado a un algarrobo desde el cual podía observar cada detalle
de la fiesta. Hugo estaba conversando con una señora cuando súbitamente apareció Mary,
acompañada de sus hermanas. En medio de ellas, Mary semejaba una rosa ávida de amor. Sus
miradas relampagueantes se cruzaron y se sintieron tocados por una incesante ternura de amor
que aceleró los latidos de sus corazones. Durante el baile, las parejas incansablemente
zapateaban al compás de huaynos o marineras; o ensayaban pasos o movían las caderas al
ritmo de cumbias o merengues y, de rato en rato, cuando se escuchaban las inconfundibles
melodías de un peruanísimo vals danzaban suavemente. Hugo, con su primera ilusión bailaban
apartados de ese jolgorio, absortos en su mundo. Aquella noche se prometieron muchas cosas
que nunca se llegarían a cumplirse y que ahora las recuerdan como una ilusión juvenil. La fiesta
llegó al éxtasis cuando se anunció que se iba a realizar el corte de pelo. Todos esperaban su
turno para cortar un moño al niño Eduar y al mismo tiempo, según la tradición, dejarle un dinero.
Cada persona que cortaba un moño, dejaba una propina. Pero algo nunca visto en este tipo de
fiestas estaba sucediendo: Don Julián, con cuaderno y lapicero en mano, iba anotando los
nombres y la cantidad de dinero que daban los invitados que participaban en la ceremonia.
Nadie se explicaba el porqué de ese comportamiento del dueño de casa. Algunos reían. Otros
decían: ¡Qué estará tramando este serrano! Esta inquietud tuvo respuesta a la hora de la
comida, cuando apareció el primer plato de cuy con papas.
-El primer plato es para mi compadre Fidel, por haber dado diez soles; el segundo, para mi
comadre María, por haber dado ocho soles. Así, teniendo como guía una lista, continuó
repartiendo la comida. Si a algunos no les llegó, era porque no habían depositado la consabida
propina. Lo que estaba ocurriendo molestó a don Fidel, entonces se puso de pie y dijo:
-¡Esto no me gusta! ¡Yo he traído a mis invitados y si ellos no comen yo tampoco! Diciendo esto,
abandonó la fiesta, y como algunos invitados lo siguieron la sala de baile quedó semivacía.
Todos los que siguieron a don Fidel lo rodearon, los miró y entusiasmado les dijo: ¡Vamos a
continuar la fiesta en mi casa!
-Entre vivas y aplausos prolongaron la fiesta en casa de don Fidel. Fiesta que para Hugo fue
inolvidable, pero no lo fue para su padre, quien al día siguiente, después de enterarse de lo
sucedido, comentó:
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SHEGO
Cada vez que los hijos de don Eugenio me llevaban a Huaca Blanca era para observar grandes
partidos de fútbol o para que disfruten de una gran noche bailable. Allí entre vivas y aplausos
don Mariano Villegas contaba largas y jocosas historias. Me daba mucha risa y a veces me
fascinaban muchísimo.
-¡Loco, loco, siempre ustedes me dicen loco!. Yo no estoy loco, los locos son ustedes que no
quieren que tenga mujer, que me case y que tenga hijos.
Eran las palabras que aquella mañana de tibio sol vociferaba Shego, en el pequeño patio de su
casa, allá en Huaca Blanca. Shego era de tez morena, nariz media chata, pelo rizado y de
mediana estatura. Tenía un carisma muy jovial y era muy servicial. Lo único de malo en él era su
inocencia de niño bueno. Su madre manifestaba que Shego era así porque cuando pequeño fue
atacado por la meningitis y, además, porque su padre, alcohólico empedernido, en una noche de
borrachera, la obligó tener relaciones sexuales y procreó a Shego. Esto ocasionó que Shego
tenga problemas con el cerebro y que sea un poco retraído.
Shego manejaba una mototaxi de color rojo y a todo al que encontraba en su ruta lo invitaba a
subir a su vehículo. Era muy servicial y buena gente.
-Sí, pero quiero que hoy en la noche vayamos a pedir la mano de Bercella, quiero que se case
conmigo.
-Entonces iremos esta noche. Hay que comprar una caja de cerveza para el pedimento, y
también hay que ir a ver a don Eugenio, para pedirle que sea el Padrino del pedimento,
manifestaron los progenitores de Shego.
La noche del pedimento, el cielo estaba estrellado, la luna, elegantísima, se había puesto su
mejor vestido e irradiaba esa luz misteriosa que tanto gusta a los enamorados. Shego se
presentó refinadísimo y elegante. Vestía un saco de su color preferido, verde Nilo, que había
alquilado a su amigo Manuel Lumba, con el propósito de impresionar a su capullo en flor. Shego,
a las justas, había terminado su secundaria. Era un poco rudo para el estudio, decía su padre.
Pero todos en el pueblo comentaban que era muy bueno con la poesía. Había tenido como
profesora de Literatura a la maestra “Pilar Cabrera”, una joya de las letras. De ojos verdes,
mirada coqueta y de un cuerpo que daba ganas mirarlo varias veces. Cada vez que la maestra
recitaba o leía un poema, Shego ponía mucha atención y quedaba anonadado. Se contentaba
con escuchar la melodiosa voz de su maestra. Terminó enamorándose de ella. Era su amor
platónico. Por eso aprendió todas las poesías que le había enseñado y las recitaba a todas las
muchachas del barrio y los palomillas, que a veces lo escuchaban, le pedían otra más Shego,
otra más... Así fue como conquistó a Bercella, la mujer más hermosa de Huaca Blanca, pero los
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padres de la joven al enterarse de las pretensiones de Shego urdieron un plan para evitar que
éste se convirtiera en su yerno. Como a las siete de la noche, don Eugenio montado sobre mí
llegó a la casa de Shego.
-Pase, tome asiento, ahorita le aviso a Shego para irnos al pedimento, volvió a repetir Polo Díaz.
Después de unos minutos de espera, don Eugenio y toda la familia de Shego enrumbaron hacia
la casa de Bercella.
-En qué les puedo servir, inquirió don Pedro Paico, papá de Bercella.
-Señor, Pedrito, el propósito de esta pequeña reunión es para pedirle su consentimiento para
que Shego se case con su hija Bercella, si usted lo permite por supuesto.
-Bueno don Eugenio, a usted no le puedo negar. Por esa amistad que nos une doy mi
consentimiento, contestó don Pedro Paico.
-Bravo, que viva Shego y Bercella, gritaron todos a viva voz. Brindemos por la felicidad eterna de
Shego y Bercella.
-Sí brindemos, bravo, ¡hurra!, ¡hurra!, gritaron todos, al verlos tan contentos, lleno de felicidad
me atreví a rebuznar.
Así, aquella noche, entre vivas, aplausos y bailes se consumó el pedimento de Bercella. El más
contento de todos era Shego porque al fin Bercella iba a ser suya para siempre. Después de
bailar eufóricamente, todos se retiraron menos Shego ya que fue invitado a quedarse en casa
de don Pedro Paico, su futuro suegro. Le habían arreglado la mejor cama en un cuarto del cual
una de las paredes colindaba con la carretera. Los palomillas al enterase que Shego iba a
quedarse a dormir con Bercella, habían conseguido unos enormes carrizos puntiagudos para
hincarlo al momento en que cumpliera con sus deberes maritales.
-Ya sabes lo que te hemos aconsejado, china zonza, le dijo su papá a Bercella.
-Ven acá amorcito, no me tengas miedo, que no como, le dijo Bercella a Shego. Y éste todo
asustado se acercó al borde del catre.
-Allí están ya, dijeron en voz baja los palomillas que ansiosos habían esperado este momento.
A la primera embestida Shego se encontró con una barrera difícil de franquear. Bercella se había
acostado enfundada en un pantalón de jersey, el cual tenía un cierre difícil de abrir. Shego
jalaba y jalaba y no podía bajarlo y cada vez que jalaba los palomillas, a través de los huecos
que habían hecho en la pared de quinchas, le hincaban las nalgas con los enormes carrizos
puntiagudos. Después de una hora de sufrir estoicamente los hincones y la dureza del cierre,
Shego logró sacarle el pantalón a su amada. Pero, ¡oh sorpresa!, debajo encontró otro pantalón.
Shego estuvo sufriendo toda la madrugada sacando pantalones y aguantando hincones.
Cansado, se quedó dormido. Cuando despertó le dijo a Bercella:
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-Me voy a trabajar, si deseas me llevas el desayuno
Shego estuvo resentido con Bercella. No le habló como tres semanas. Hasta que un día de
caluroso y radiante sol, apareció su amada como una mariposa en medio de un jardín de
tulipanes.
-Está bien pero vamos al cañaveral, porque estoy yendo a traer pasto. Allí conversaremos.
Enrumbaron al cañaveral seguido por mi presencia; ya que don Eugenio me había prestado para
que Shego traiga su pasto desde muy lejos. Bercella estaba más contenta porque sus padres le
habían comunicado que Shego iba a recibir una herencia de un tío que vivía en San Miguel; ya
que este tío no tenía hijos y quería mucho al Shego como si fuera su hijo. A Bercella no le
importaba el qué dirán de la gente, lo que quería era tener el dinero de Shego para disfrutarlo
con otro. Pero Shego, mientras caminaba, jalándome rumbo al cañaveral, iba pensando en
hacerla suya y acabar con esa sed de amor que lo estaba consumiendo. Cuando estuvieron
cerca del cañaveral, Shego me amarró en un tronco de caña, y luego cogió con fuerza por la
cintura a Bercella y empezaron a forcejear. Una por una fueron cayendo las prendas íntimas de
ambos. Había que sacrificarse por la fortuna pensaba Bercella, y se dejó llevar por los impulsos
de Shego. Pero cuando estaban por empezar a deleitarse en las cristalinas aguas del éxtasis de
la pasión, unos enormes zancudos, los llamados Turulas, se deleitaron con las virginales carnes
de Shego y Bercella. Manotazos por aquí, manotazos por allá. Los zancudos no los dejaban
hacer nada. Cada vez que mataban una Turula aparecían más y cada puyazo que daban hacían
gritar a los amantes. Mejor dejémoslo para otro día, estos animales del diablo no nos dejan
tranquilos. Shego maldiciendo entre sus dientes tuvo que ponerse rápidamente sus prendas
íntimas y luego salieron corriendo del cañaveral porque una nube de feroces Turulas las
perseguía más furiosas que nunca por haber invadido su territorio. Parecían un panal de abejas
asesinas, y yo también corría adolorido de los puyazos de los zancudos. Me había soltado del
tronco de caña, y marchaba delante de ellos como un perro casero.
-Loco, loco, siempre me tratan de loco…Yo no estoy loco, los locos son ustedes, vociferó Shego
una mañana en un de clases en el Instituto Pedagógico “David Sánchez Infante” de San Pedro
de Lloc. Había participado en el examen de ingreso para estudiar pedagogía y obtener su título
de profesor de Educación Primaria. Apareció en el último lugar en la relación de ingresantes.
-Mira Sheguito, si tú me quieres de verdad, tienes que seguir estudios superiores en un Instituto
Pedagógico. A ti te gusta enseñar. Serías buen profesor de niños.
-Gracias, maestra, tendré en cuenta sus sugerencias porque usted para mí es muy especial.
Les diré a mis padres para saber que opinan, dijo Shego.
-Loco, loco, siempre me tratan de loco…Yo no estoy loco. Los locos son ustedes, decía siempre
Shego cada vez que sus compañeros del Pedagógico se burlaban o lo molestaban. Shego
logró titularse de Profesor de Educación Primaria, claro que no fue con notas sobresalientes,
pero al menos tenía un título bajo el brazo. Pero su conducta de inocente y desaseado no había
cambiado mucho. Era el mismo Shego que nosotros conocíamos en Huaca Blanca. Shego
siguió estudios de Bachillerato en la Universidad Nacional de Trujillo. Después fue designado
profesor de Primer Grado en el colegio de Huaca Blanca. Cuando llegó a la escuela como
profesor, algunos pobladores se horrorizaron, otros se reían y un grupo de padres de familia
estaban felices de tener su primer profesor natural de Huaca Blanca. Shego era empeñoso,
siempre asistía a las capacitaciones que la Ugel de Chepén realizaba y, meticuloso, ponía
mucha atención a todas las exposiciones de los capacitadores. Un día, por un comunicado en
el diario “Últimas Noticias”, se enteró que se necesitaba un profesor de Primaria para el
Pedagógico “David Sánchez Infante”. Shego no lo pensó dos veces y decidió postular. Cuando
dio su clase modelo, el Jurado se sorprendió de verlo allí; pero Shego hizo una verdadera clase
magistral, mejor que el resto de concursantes y ganó la plaza. Nadie podía creerlo. Shego
enseñando en el Pedagógico, imagínense decían los profesores del Instituto. Como había sido
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alumno de la mayoría de ellos, acordaron no darle la plaza y declararon ganador al profesor que
quedó segundo. Shego al enterarse de tal acuerdo, decidió contratar un abogado para que lo
defendiera y haga valer sus derechos. El juicio duró un año. Finalmente Shego llegó al Instituto
con una Resolución Judicial, la cual fue acatada, pero profesores y alumnos le hacían la vida
imposible por su inocencia aún no perdida. Andaba descuidado. Llegaba despeinado. No se
aseaba la cara. Estornudaba a cada momento y se manoseaba los ojos legañosos. Llegaba al
Instituto siempre en su moto color negro, desde Huaca Blanca, hacía siempre el mismo
recorrido. Se había vuelto estricto, con los alumnos pero muy frágil con las alumnas.
-Loco, loco, siempre me tratan de loco. Yo no estoy loco. Los locos son ustedes, vociferaba
siempre, cada vez que sus colegas del Pedagógico lo sacaban de sus casillas.
Shego siguió estudios de maestría en la Universidad César Vallejo. Finalizada estos estudios, se
matriculó en el ciclo doctoral, terminándolo después de dos años. Pero seguía siendo el mismo
de siempre, no había cambiado en nada.
Dicen que, ahora, Shego enseña cursos de Post grado en la Maestría de la Universidad César
Vallejo. Se va a cumplir su trabajo académico por Huancayo, por el Cuzco, por Huancavelica…;
pero por su mal comportamiento y descuido en su aseo personal termina rezagado y siempre le
gritan ¡loco Shego! …
-jajajaja, ese Shego no cambia, rieron todos al terminar de escuchar el relato de don Mariano
Villegas...
SHORONGO EN LA CIUDAD
Descripción: http://3.bp.blogspot.com/-
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VI
En el hogar de don Eugenio llegué a ser el animal más mimado. Era parte de la familia y todos
los animales me respetaban. Siempre estaba cuando más me necesitaban, acompañándolos a
todos lados; de allí que a los comuneros no les llamó la atención cuando se enteraron que fui
involucrado en el proceso judicial abierto a los ronderos, y a los hijos de don Eugenio.
-¡Se les sentencia a treinta años de cárcel y a pagar una reparación civil, en favor del estado, de
siete mil nuevos soles, por el delito de Secuestro!-. Se escuchó decir al Fiscal Adjunto a la
Tercera Sala Penal de Trujillo, al momento de formular el fallo en contra de los ronderos y dos
policías más implicados y señalados como los principales acusados.
En ese momento pude percibir en el rostro de Juan, presidente de la Ronda Campesina de
Chepén, una actitud de miedo.
Por primera vez me habían llevado a Trujillo, porque también iba a escuchar la sentencia, junto
con los ronderos; ya que todos habíamos participado en la intervención y captura del
delincuente que ahora nos acusaba injustamente.
Don Eugenio se había encariñado tanto conmigo que decidió darme su apellido y el de su
esposa: Shorongo Martínez Suárez. Hasta DNI tenía, porque en la RENIEC don Eugenio
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manifestó que era su hijo. Yo siempre estaba en las buenas y en las malas, con los ronderos.
Los hijos de don Eugenio me consideraban un hermano más.
El día que tuve que viajar a Trujillo me levanté muy temprano, cuando la aurora recién empezaba
a besar las grisáceas faldas del cerro de Chepén. Me habían comprado un pasaje en la
Empresa de carga “Transportes Vigo”, porque en “Línea” no quisieron llevarme. Me acomodaron
encima de tablas y sacos de carga y noté que la gente me observaba con curiosidad. Unos me
daban palmaditas en mi cabeza; otros suavemente pasaban su mano por mi lomo, y algunos me
miraban con temor, pensando que podría morderlos o patearlos. Para mí, y posiblemente
también para los ronderos, ese viaje a Trujillo sería muy grato.
Por las rendijas del camión iba observando el paisaje costeño. Pasamos por la cuatricentenaria
ciudad de Guadalupe, luego llegamos a San Pedro de Lloc. Atravesamos las áridas pampas de
Paiján y, finalmente, arribamos a nuestro destino. El camión nos dejó en el óvalo Mochica, y un
tanto preocupados, esperamos que algún carro nos trasladara a la Corte Superior de Justicia.
-¡No llevo burros, señores! -nos dijo el conductor del primer carro que pasó.
-¡No ensucio mi carro con burros! -expresó el chofer del siguiente carro.
-¡Bueno les llevo a la Corte Superior de Justicia, pero cuesta el doble!- dijo, al fin, el chofer de un
pequeño carro de carga.
Cuando llegamos a la Corte Superior de Justicia, a la entrada, los policías no nos dejaron pasar.
-¿Cómo se llama?
El Policía se quedó perplejo por lo que acababa de escuchar e inclinó su rostro para observar el
DNI.
Yo alegremente moví mi cola. Inmediatamente seguimos a Juan y con los demás ronderos, nos
dirigimos a la Sala de Audiencias.
-¡Se les sentencia a treinta años de cárcel y a pagar una reparación civil en favor del estado de
siete mil nuevos soles, por el delito de Secuestro!-. Expresó el Fiscal Adjunto de la Tercera Sala
Penal de Trujillo.
Todos nos quedamos fríos. Miramos a nuestros abogados, cómo preguntándoles qué había
pasado.
-Aquí vamos a demostrar que son inocentes.- susurró el Dr. Américo Valverde Flores, asesor de
las Rondas Campesinas de La Libertad.
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-¡Se ha escapado “El Mono”!. ¡Se ha escapado “El Mono”!. Escuché que gritaba todo jadeante,
Jhony Torres, el rondero que había estado vigilándolo.
La población decía que “El Mono” estaba compactado con el diablo y por eso siempre se
escapaba. No había cárcel segura, ni cadena que no rompiese al instante. La policía estaba
harta de sus fechorías, porque siempre al menor descuido, desaparecía y no sabían qué hacer.
Por eso habían recurrido a la Ronda Campesina para que lo intervengan. Ahora, una vez más,
se les había escapado.
-Eso no puede ser- Dijo don Leonidas Ordóñez, Presidente de la Federación de Rondas
Campesinas de Chepén. Hay que avisar inmediatamente a todas las Rondas de la Jurisdicción
para que lo busquen.
La búsqueda del “Mono”, empezó. Se dividieron en cuatro grupos. Uno se dirigió a Huaca
Blanca; otro, a Nueva Jerusalén; el tercer grupo, a Cerro Colorado y San Juan de Dios, y el
cuarto y último grupo, en el que me encontraba, enrumbamos al sur, hasta los límites con el río
Chamàn. Yo llevaba montado en mi lomo a los hijos de don Eugenio. Empecé a correr y de rato
en rato olía el rastro “fresquito” que había dejado “El Mono” cerca de los cercos de las chacras.
Los Ronderos corrían detrás de mí. En mi loca carrera caí a una ancha acequia. Cuando me
levanté, yo y los ronderos estábamos completamente mojados. La luna se había ocultado
mientras un manto negro se deslizaba sobre la faz de la tierra. Mientras el agua seguía
chorreando por nuestros cuerpos, logramos salir a la orilla. En ese instante lo que más deseaba
era encontrar al “Mono” y darle un escarmiento.
-Creo que estamos cerca del “Mono”- dijo un rondero que se había adelantado a nosotros. De
inmediato ubicamos el lugar de donde provenían dichos ronquidos. Corrí a toda prisa, y llegué
antes que los ronderos. Efectivamente, “El Mono” se encontraba debajo del puente del río
Chamàn. Unos perros lo habían descubierto y estaban a su alrededor ladrándole. La luna
tímidamente se asomaba en la lejanía y empezaron a esfumarse las tinieblas de la noche. Fue
en esas circunstancias que me encaramé en dos patas y me lancé encima del “Mono”. Caí
directo en su pecho y no lo solté por más que el malhechor intentara zafarse. El “Mono”, todo
asustado, sentía como mis enormes patas se hundían en su cuerpo. Empezó a gritar, intentó
zafarse de mí, pero no pudo; hasta que llegaron los ronderos.
-¡Muy bien Shorongo! Eres un burro valiente y además buen rondero- expresaron en coro.
- Se acabó el juego “Monito”. Ahora mandamos nosotros. Te vamos aplicar la cadena ronderil.
Te enviaremos de ronda en ronda hasta que llegues a Chota y cumplas tu castigo por todas las
fechorías que has cometido- dijo el Presidente de la Ronda Campesina de Chepén.
Llegamos a Pacanguilla cuando el sol empezaba acariciar un alegre amanecer. Los pobladores
se habían enterado de la captura del temible abigeo.
-¡Denle un escarmiento!
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-¡Cuélguenlo!
Gritaban enfurecidos hombres y mujeres y trataban de entrar al local para darle su merecido.
Pasaron dos horas, y movidos por el deseo de dar un escarmiento al avezado delincuente casi
todo el pueblo se había reunido. Alguien avisó a la Policía Nacional de Pacanga y al poco rato
llegaron dos efectivos con el propósito de llevar al detenido a la comisaría.
-Cálmense señores- dijo el policía apellidado Hidalgo. Hemos venido a llevar al intervenido, pero
si ustedes no quieren, lo dejamos con la Ronda.
-Sí, que se quede con la ronda, aquí se hará justicia.- gritaba la población enardecida.
Al no poder cumplir con su objetivo los dos policías optaron por retirarse para dar cuenta a su
superior y a la Fiscalía. Las rondas tuvieron que colocarse en lugares estratégicos para impedir
que la población linche al “Mono”. Conforme pasaron las horas, la gente se fue retirando.
Llegada la noche, los ronderos, en asamblea, acordaron trasladar al “Mono” a su base de Cerro
Colorado, y desde allí dar inicio a la cadena Ronderil. Al filo de la medianoche, cuando la
población dormía plácidamente, se hizo el traslado.
-Bueno, señor Emiliano Campos, le dejamos en sus manos al “Mono” para que empiece la
cadena Ronderil con ustedes y termine en Chota- manifestó el Presidente de la Ronda de
Pacanguilla.
-¡Se ha escapado “El Mono” otra vez! ¡Se ha escapado “El Mono” otra vez!
¡Se ha escapado “El Mono”! ¡Ha roto la chapa de la puerta! - Llegó gritando, a las siete de la
mañana, un rondero de Cerro Colorado.
Nadie se explicaba cómo había abierto la puerta ya que no había indicios de forcejeo, ni rastros
de otros daños.
Al verse libre, “El Mono” inmediatamente fue a la Fiscalía a denunciar a los ronderos por
secuestro. La acusación que había presentado su abogado , fue recepcionada.
Desde aquel día empezó el martirio para los ronderos, para mí y los otros involucrados en el
supuesto delito.
Se escucharon entonces declaraciones por aquí y por allá y empezaron frecuentes viajes a la
ciudad de Trujillo. El “Mono” también había denunciado a los dos policías que quisieron
detenerlo, los acusó de negligencia a la Justicia porque no lo rescataron de los ronderos.
-¡Se les sentencia a treinta años de cárcel y a pagar una reparación civil en favor del estado de
siete mil nuevos soles por el delito de Secuestro!-. Retumbó en nuestros oídos lo que el Fiscal
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Adjunto de la Tercera Sala Penal de la Corte Superior de Justicia acababa de solicitar.
Tuvimos que asistir a muchas audiencias públicas programadas por la Tercera Sala Penal en la
ciudad de Trujillo. El que más se entusiasmó con los viajes fui yo porque me permitieron
conocer la ciudad de la eterna primavera, y como era buen observador me percaté que en ella
había mucha miseria. Muchos perros flacos y sin dueño deambulaban por algunas calles, en
otras, vi mendigos buscando algo que les sirviera de alimento, en los contenedores de basura.
Para mí esto fue una experiencia nueva que nunca me voy a olvidar.
En uno de esos viajes, cuando retornábamos a Pacanguilla, algunos de los ronderos pidieron al
chofer que se detuviera en el puerto de Pacasmayo porque deseaban visitarlo. La idea gustó a
todos, incluso a mí. Cuando llegamos a Pacasmayo, bajamos del carro y nos internamos en el
puerto. Nos paseamos por sus calles principales, por sus plazuelas y por su hermoso malecón y
la gente nos miraba sorprendida. Luego retornamos al lugar donde nos esperaba el carro. Pero
antes de embarcarnos, dos ronderos jóvenes propusieron visitar El Cerrito, éste era el nombre
del lugar donde se habían construido tres lenocinios. Su propuesta fue acogida por todos con
mucha algarabía. Sin proponerse, don Alipio Terán había contribuido a esta situación ya que la
noche anterior que la pasamos en vela, en los pasillos de la corte, nos contó sus correrías
“putañeras” cuando se dedicaba a la compra-venta de ganado. Por esa época, nos dijo, que
Pacasmayo era un puerto muy activo, en el que nunca faltaban buques prestos a cargar arroz,
minerales y azúcar; y otras embarcaciones pesqueras, por lo tanto su población masculina era
numerosa y determinó que llegara a tener hasta cuatro prostíbulos. Imagínense – decía - los
hombres llegaban no sólo por mar sino también por tierra.
Las historias referidas por don Alipio, que encandilaron a los ronderos y les aguzó su
imaginación eran las protagonizadas por “Don Cashino”. Éste era un señor ya entrado años, ,
delgado y alto, muy conocido en el puerto. Vestía elegantemente y bebía con cierta frecuencia y
cada vez que tomaba unos tragos demás, aparecía, beodo, en el lupanar “La Flor de París”,
después de haber pasado revista a las “niñas” de los otros burdeles: “El Rancho”, “El Oasis y “El
Rosedal”.
Acompañante inseparable de Don Cashino en sus incursiones a los burdeles del puerto,
era su perro, negro y grande, que respondía al nombre de Lobo.
“La flor de París” era un lenocinio un tanto misterioso y lúgubre en el que don Cashino aparecía
súbitamente y alborotaba a parroquianos y meretrices. La mami que solía mostrase a la entrada
del local, era de contextura gruesa. Pesaba unos 120 kilos. Tenía una enorme pañoleta de
llamativos colores amarrada en su cabeza y sus enormes senos semejaban dos maduros
melones. Adornaban su cuello dos collares de chaquiras y su blusa y falda le daban la apariencia
de una vieja gitana.
-Carajo, quiero un par de putas, una para mí, y otra para mi perro. Espetando estas palabras
don Cashino hacía su ingreso.
-Ya don Cashino, no se preocupe, yo le atiendo, manifestó una de las mujeres toda asustada, y
agregó: Mi amiga, la Inés, atenderá a su perro.
Así era don Cashino, siempre se daba ese gustito. Esto me contaron los parroquianos del lugar,
decía don Alipio. También me refirieron, que en ocasiones en que algún feligrés con rasgos
orientales merodeaba por los pasillos del burdel, lo abordaba y amenazándolo con una pistola
de fogueo le conminaba a que declarara en voz alta que era peruano y que cantara el himno
nacional. Don Alipio, con nostalgia, también nos contó que en esos lugares fácilmente se
encontraban atractivas mujeres para tomar algunos tragos, bailar al son de orquestas y
finalmente tener sexo.
Las narraciones de don Alipio de alguna manera determinaron nuestra presencia en el Cerrito, a
un costado de la panamericana.
Al llegar al Cerrito, de inmediato los ronderos buscaron un espacio seguro donde dejarme. Un
enorme tronco de algarrobo sirvió para amarrarme y desde esta cómoda posición podía
observar todo el inmenso panorama de entrada al burdel. Cuando estaban por ingresar los
ronderos, los detuvo el grito de una mujer que al mismo tiempo fungía de guardián y mami.
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-¡Hey, a dónde van esos mocosos!
Adentro, empezaron a caminar. Todo era de colores y de cada cuarto emanaba música y humo
de cigarros.
Luego de poner en orden las cosas de su cuartucho, dirigió su mirada al lugar donde
descansaban sus cuatro hermanitos: José, Luis, Javier y Amalia, cuyas edades oscilaban entre
los diez y cuatro años; y más allá, tendida sobre una manta negruzca que se parecía a aquellas
noches de lluvias intensas, se encontraba, Raquel, su madre, quien se había quejado toda la
noche de un intenso dolor, producto de un cáncer uterino, que había contraído en innumerables
noches en las que a cambio de banales monedas brindaba su sexo a los parroquianos que
merodean por la avenida Mesones Muro, porque por su avanzada edad había sido despedida
del prostíbulo “Punto Rojo”.
Juliana, la jovencita de mirada dulce, de cabellos ligeramente rojizos, ojos pardos oscuros, piel
trigueña, nariz aguileña, pestañas rizadas, labios carnosos, con un metro sesenta y dos de
estatura, promediaba los dieciséis años. Estaba en todo el esplendor de la vida como los
naranjos en flor.
Juliana, entristecida, observaba a su madre, quien en ese momento se había quedado dormida.
Sus hermanitos, con sus caritas de ángeles inocentes y vestidos con ropas harapientas jugaban
entre ellos, con cajitas de fósforos y chapas.
Juliana pensaba y repensaba como afrontar la dura realidad que empezaba a afligirla y no sabía
qué hacer. Buscaba la forma de conseguir dinero para curar a su madre y no lo hallaba.
Entonces le daba rabia recordar la forma en que su padre los había abandonado cuando de
tanto beber cañazo y casi no ingerir alimentos, andrajoso deambulaba por las calles del pueblo,
hasta que falleció.
Súbitamente, dejó de recordar cuando vio algo en la canastilla de carrizo, que colgaba del techo
de la casa. Lo visto era nada menos que el carnet de prostituta de su madre, expedido por el
centro de salud de Jaén. No lo pensó dos veces. Caminó en puntillas para no despertar a su
progenitora. Llegó a donde estaba la canastilla, cogió el carnet, luego el DNI que había estado
debajo del documento anterior y los metió en su seno.
- Ahora voy a suplir a mi madre en su trabajo sin que se dé cuenta -. Pero cómo, si no tengo
ropa presentable. Con estos andrajos nadie se fijará en mí, se dijo.
-Mamá se encuentra enferma y yo tengo que suplirla en su trabajo de secretaria- repuso Juliana.
-Rápido, que ya se hace tarde, dijo Juliana. Al rato regresó Jocesito trayendo el encargo. Venía
llorando y cojeando, y con un pie lleno de sangre.
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-Me he cortado con un vidrio. Por irme apurado, no me di cuenta… Sollozaba en la puerta de la
casa.
Luego, Juliana corrió a traer una olla vieja que hacía las veces de bacinica y vertió los orines en
la herida de su pequeño hermano. Con esto contuvo la hemorragia. Cogió un trapo viejo y
amarró el pie que sangraba, diciéndole: Ahora te estás sentado, no vayas a estar moviéndote,
hasta que te pase el dolor. Josecito hizo caso y se fue a sentarse en el poyo.
Transcurridos unos minutos, Juliana se encontraba lista para partir a cumplir lo que se había
propuesto.
Estaba apostada en plena avenida Mesones Muro, esperando clientes. En esos momentos
llegaron los verdes a bordo de una camioneta ploma de doble cabina, al darse cuenta de su
llegada las otras meretrices que también frecuentaban esa avenida, corrieron en diversas
direcciones. Juliana sin saber por qué corrían se quedó parada en la esquina, temerosa de que
algo malo le sucediera.
Cuando Juliana quiso correr, era demasiado tarde, dos verdes la sujetaban, y a empellones la
subieron al carro.
-Revísenla- volvió a proferir desde la camioneta el que parecía tener la voz de mando.
Revisó los documentos y bajó de la camioneta y acercándose a Juliana, le dijo: -con que eres
nueva, y todavía, pariente de una prostituta, ya vas a ver degenerada. ¡Súbanla, carajo!, ordenó.
Las demás mujeres que iban en la camioneta junto con Juliana. La miraban sorprendidas por su
audacia. Pobrecita, no sabe lo que le espera- murmuraban.
Estuvieron todo el día dando vueltas y vueltas por la ciudad y cada vez que se detenían, era
para subir a más mujeres. Por la noche, enrumbaron hacia las afueras de la ciudad. Los verdes
iban sonrientes; las mujeres, preocupadas y Juliana, triste.
La camioneta se detuvo en un paraje solitario muy conocido por las acompañantes de Juliana.
Cada vez que caía una “nueva” era llevada a ese lugar para ser “bautizada”.
El encierro entre cuatro paredes, aumentó el odio de Juliana al mundo hostil, vacío e
incomprensible, que le había negado el derecho de vivir dignamente.
La historia de Juliana me conmovió tanto que no hice sexo con ella.-Expresó el rondero-. Le
pagué y salí apesadumbrado. Los ronderos que me esperaban afuera, al verme me dijeron:
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-¡Mucho te has demorado, seguro te ha ido bien con la charapita!. Sólo moví mi cabeza en señal
de aprobación.
Esto escuché entre risas, bromas y aplausos que comentaban los ronderos así proseguimos
nuestro viaje. Llegamos a Pacanguilla casi a las dos de la mañana.
Después de tres meses de audiencias públicas, el Presidente de la Sala Penal leyó la sentencia,
la misma que nos dejaba en Libertad y libres de todo delito.
-Se les hace conocer a los acusados que esta Sala Penal, visto los alegatos presentados por
los señores Abogados y los testimonios pertinentes, les absuelve de los delitos imputados y se
les recomienda seguir practicando la justicia, sin privar de la libertad a las personas.
Todos se abrazaron de felicidad porque al fin se les había hecho justicia. Y yo emocionado
lloré tanto que conmoví a todos y juraron mantenerse siempre unidos, y creer en la justicia.
VII
EL ARREGLO
Por mis andanzas y buenas acciones, me había ganado el cariño y admiración de toda la
Comunidad Campesina de Chepén. Por mi gran coraje y linaje de burro bueno e inteligente,
todos los comuneros querían tener un asno pero que se pareciera a mí.
-¡Señor Juez, dígale que me dé un burro pero que sea descendiente de Shorongo”, sino, no hay
arreglo. Estas palabras las profirió en forma enérgica don Julián Lingán, ante el despacho del
señor Juez de Paz, de Única Nominación del Centro Poblado de Pacanguilla, quien al reconocer
su voz se quedó perplejo ante la mirada atónita de los litigantes.
-¡Sí, Señor Juez!. Si don Eugenio no me da el burro, no habrá arreglo y me largo de aquí, volvió
a reiterar don Julián ante el asombro de todos los que se encontraban en el despacho.
Don Julián era de mediana estatura, tenía cincuenta años de edad y su voz era tan gruesa que
parecía imitar el sonido de un trueno, en una tenebrosa noche de intensa lluvia. Había nacido en
Llapa, distrito de la Provincia de San Miguel, departamento de Cajamarca y desde muy joven se
estableció en Pacanguilla con intenciones de forjarse un mejor porvenir. Todos, en el pueblo, lo
conocían por su gran tacañería, además nadie creía cuando se comentaba que se había
convertido en evangelista y que era uno de los hermanos más piadoso.
En cierta ocasión, en el recinto de la Iglesia Cristiana “El Cordero Inmolado”, la pastora se dirigió
a los fieles con estas palabras:
-El próximo mes, hermanos, celebraremos el aniversario de nuestra iglesia, por lo que les pido
vayan pensando en sus ofrendas. Así nuestro Señor Jesucristo les premiará. ¡Amén hermanos!
-Hermana Pastora, que don Edelmiro anoté un saco de arroz a mi cuenta. Todos voltearon la
mirada hacia don Julián y, en coro, expresaron:
El día del aniversario, todos los hermanos llegaron portando sus ofrendas. Don Julián fue el
último en llegar y de inmediato entregó su ofrenda.
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- Entonces de qué se queja don Edelmiro, inquirió don Julián. Yo les había dicho que daría un
saco de arroz y estoy cumpliendo, si no tiene cincuenta kilos no es mi problema. Y dicho esto,
ante el desconcierto de los hermanos, abandonó el lugar.
-¡Qué mi consuegro me dé un burro y arreglamos de una vez!.- volvió a manifestar don Julián.
-Señor Juez, como le voy a dar un burro sólo porque mi hijo se quiere casar con la hija de don
Julián – Argumentó don Eugenio.
-Mire don Eugenio y también usted, señor Juez. Ese sinvergüenza que dice va a ser mi yerno,
cómo pretende llevarse a mi hija sin nada a cambio. A mí me ha costado mucho criarla, hacerla
grande, curarla cuando se enfermaba, vestirla, alimentarla y ahora ese individuo quiere llevársela
así nomás. Eso no es correcto, señor juez. Por eso pido que don Eugenio me dé un burro y
arreglamos de una vez, esto ya me está cansando.
-No, señor Juez, eso no es justo- como le voy a dar un burro. A mí me ha costado trabajo criar
mis animales. No, don Julián, no es justo, además cómo le va a poner precio a su hija. Esto es
inconcebible, señor juez.
-Bueno, se callan todos, ya escuché a ambas partes – dijo enérgico el juez, hombre de
intachable conducta y respetado por toda la comunidad por sus acertados consejos y por
resolver los problemas a través de la conciliación.
-Señor Julián por qué quiere aprovecharse de la bondad don Eugenio insistiendo en que le
entregue un burro, acaso su hija es un objeto.
-No, señor Juez, es que me ha costado trabajo criar a mi hija y no se la van a llevar así nomás.
Tienen que pagar, es mi última palabra.
-No señor Julián, aquí se va hacer lo que es justo, y mi decisión es que don Eugenio entregue un
burro, pero no para usted sino para la nueva pareja.
-Sí, señor juez, estoy de acuerdo con su decisión y creo que es lo más acertado.
Don Julián se puso pálido y no podía articular palabra. No esperaba que el juez fallara de esa
manera; pero no tuvo otra alternativa que proponer. Pasado un momento, displicente, expresó:
-Bueno, qué voy hacer señor Juez, está vez me tocó perder; pero que conste en el Acta que a
este desgraciado y a su padre no deseo verlos nunca en mi casa. Y tú, mala hija no quiero que
nunca atravieses el umbral de mi casa..
-Don Julián siéntese y deje de amenazar, porque si no lo hago trabajar en faenas comunales, por
faltar el respeto a la autoridad.
-No se preocupe don Julián, espero que no cumpla sus amenazas y si no ya sabe, usted me
conoce como castigo a los que cometen delitos. Pasen a firmar el Acta y luego se retiran. Don
Julián abandonó el despacho rumbo a su casa, avergonzado y un tanto rencoroso, porque como
dice el dicho popular había perdido “soga y cabra”. El más alegre era yo porque uno de mis
descendientes iba ser parte de la nueva familia.
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VIII
En una de las tantas ocasiones que me tocó estar presente en las audiencias de la Tercera Sala
Penal Liquidadora de la Corte Superior de Justicia de la Libertad, conjuntamente con los
ronderos, allá en la ciudad de Trujillo. Nos esperó en la puerta de ingreso de la Corte don Max
Pinchi Ramírez, Director del colegio “Niño Jesús de Praga” del sector Wichanzao, distrito de la
Esperanza. Él era nuestro paisano. Había nacido y crecido en la Comunidad Campesina de
Chepén. Pero tuvo que venir a Trujillo a estudiar pedagogía porque anhelaba ser profesor de
Lengua y Literatura. Así que acá, en Trujillo, al terminar sus estudios le dieron el puesto de
Profesor y luego de Director en el colegio “Niño Jesús de Praga”, por ser una persona muy
aplicada y haber obtenido los primeros puestos de su promoción. Ese día había venido a vernos
porque en los periódicos hablaban de mí y quería conocerme.
-Bien don Max, contestaron los ronderos abriendo los brazos para saludarlo.
-He venido para invitarles a mi casa para estar un momento y almorzar juntos, qué les parece.
-Muy bien don Max, vamos pues entonces, repusieron los ronderos.
Yo era el más feliz porque concentraba las miradas de la gente, unos me miraban asustados, los
niños se acercaban a saludarme, otros se peleaban por tomarse fotos conmigo. Las señoras y
señores desde sus balcones me tiraban flores, habían leído mi historia de valentía a través del
diario “El Satélite”. Después de una hora de caminar entre vivas y aplausos llegué a Wichanzao,
conjuntamente con los ronderos. La gente se había aglomerado cerca de la casa de don Max
para poder saludarme. A mí me dejaron fuera de la casa amarrado en un poste de luz eléctrica y
me dieron un tercio de rica alfalfa, mientras ellos almorzaban y charlaban amenamente. Allí pude
escuchar la historia que refirió don Max:
El año pasado tuve como alumno al hijo del “Pico”, Jefe de la Banda “La Manada”, la cual
domina la parte norte de la Esperanza. Era un niño de aproximadamente 14 años de edad,
estudiaba el sexto grado de primaria. Tenía pelo castaño, ojos pardos, pómulos salientes, ojos
medio achinados, labios gruesos y carnosos. Su padre lo había obligado a matar en su delante,
para que pueda iniciarse en el mundo del hampa.
-Solamente diez soles, profe. Bien tacaño es mi papá. El resto de dinero lo cogió él.
Hasta que un día que estaba haciendo formar a los alumnos en el patio. Pude observar que los
niños estaban calladitos y caminaban cabizbajos. Ya no eran los niños bullangueros de siempre
sino que por el contario eran muy tímidos y caminaban rumbo a sus aulas como asustados. Algo
escondían. Y no querían hablar. Entonces empecé hacer el seguimiento a los niños, hasta que
por fin, al pasar cerca de los servicios higiénicos escuché que alguien hablaba fuerte. Me fui
acercando lentamente para no ser visto y pude escuchar a ”Tipi” que decía:
-Echen aquí su sol cada uno y cuidadito con ir a chismosear a sus padres o al Director porque si
no los mató, esto decía mientras mostraba una pistola.
Al escuchar esto me quedé asustado y traté de regresar despacito sin que me sintieran e
inmediatamente envié al auxiliar para que traiga ante mi presencia a “Tipi”. Al entrar a la
Dirección “Tipi” puso una cara de inocencia angelical. Le dije que me entregara la pistola. La
sacó de la mochila y me la entregó porque le dije que yo ya sabía todo lo que él hacía en el aula.
Bueno, Director, me tocó perder, expresó, y aquí está también el dinero recaudado hoy. Allí me
confesó todo. Me comentó también con desparpajo que su padre le había enseñado a eliminar a
todo aquél que no quisiera colaborar con ellos. Y que para qué iba seguir estudiando si su
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profesión ya la tenía: extorsionador y sicario. También me confesó que no solamente a los
alumnos pedía dinero sino también a algunos profesores. Total eran como 100 soles diarios que
recogía del colegio y que iban a parar en manos de su papá. Le manifesté que se retirara del
plantel y que iba hablar con su papá. El papá del “Tipi” era alto, pelo ondulado, ojos muy vivaces,
de un metro setenta de estatura, contextura gruesa. Se había hecho mi amigo porque a veces
jugábamos fulbito y luego compartíamos unas cuantas cervezas. Cuando llegó a la Dirección me
manifestó:
Fue así como le conté lo sucedido en el colegio y que el autor principal de estos hechos era su
hijo y que por lo tanto vea a qué colegio lo trasladaría porque allí no podía quedarse ni un
segundo más, para que no haya problemas con los demás padres.
-No se preocupe profe, mi hijo ya tiene su profesión. Basta con que termine su primaria y que
sepa sumar y sacar las cuentas, con eso me basta. Además el dinero está botado, solamente
hay que saber cómo recogerlo. Antes de despedirse le hice entrega del dinero que había
recogido ese día el “Tipi” y también le devolví su pistola.
-Muchas gracias profe. Es usted un caballero, se ha portado bien conmigo. Cualquier cosa que
le suceda páseme la voz, estoy a sus órdenes.
Así fue como salió del colegio el hijo del “Pico”. Los alumnos y los profesores recobraron su
alegría y volvieron a ser los bullangueros de siempre.
Al escuchar esta historia contada por don Max todos se quedaron asombrados. Y yo pensaba,
con razón hay tanto delincuente en Trujillo, si los propios padres permiten que sus hijos delincan,
desde temprana edad, siguiendo sus huellas. También pensaba que en la comunidad campesina
de Chepén no existen delincuentes porque se les aplica la cadena ronderil, haciéndoles trabajar
a todo aquél que comete alguna falta. Era por este motivo, el de querer aplicarla la justicia de
acuerdo a nuestras costumbres, que estábamos siendo procesados injustamente. Luego de
almorzar decidieron los ronderos ir a esperar el carro que nos llevaría a Chepén. Todos se
despidieron de don Max con un fuerte abrazo. Y a mí casi en el oído me dijo:
IX
FLIP
Hugo, uno de sus hijos de don Eugenio, había designado Juez de Paz de Pacanguilla y le pidió
permiso a su papá para que me lleve a vivir con él, para que le sirva de trasporte cuando tenga
que hacer sus diligencias judiciales. Hugo siempre me dejaba amarrado frente al Juzgado. Y
desde allí escuché uno de los sucesos que les voy a contar:
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Un día de verano, la ciudad de Pacanguilla había amanecido más bella que nunca. A esa misma
hora, con los primeros rayos del sol, Roberto Terán había recibido una notificación de parte de
mi amo, para que comparezca en su despacho; ya que había sido denunciado por su esposa,
Rosita Mendoza, por cuestión de alimentos. Roberto Terán, sin pensarlo dos veces, fue a su
abogado, Miguel Huertas, para que lo defiera. Éste al verlo todo triste y confundido le preguntó:
Pero ahora escucha con atención lo que te voy a decir, afirmó el abogado Huertas.
-Cuando el Juez te pregunte ¿Por qué Ud. no paga la manutención de sus hijos?, tú
responderás: ¡Flip!.
Más tarde, a la hora del comparendo entre Roberto Terán y su ex esposa Rosita ante el Juez,
éste le preguntó:
-¡Ya ves, cómo hemos ganado fácilmente!. Has quedado libre. Ahora, tienes que pagarme,
repuso el abogado.
-¡Carajo, me Jodiste!, expresó el abogado bastante molesto, al mismo tiempo que se marchaba
iracundo y vociferando. Roberto se libró de pagar alimentos, de ir a la cárcel y del abogado.
EL MISIO
Otro de los hijos de don Eugenio llamado Javier, también vivía en Pacanguilla, y era Profesor de
Matemática. Siempre visitaba a su hermano Hugo y a mí. Le gustaba sacarme a pasear por el
pueblo y al verme tan elegante, las burras se alborotaban. Allí les escuché una noche que
hablaban de un personaje, de la escuela donde laboraba Javier, a dicho personaje lo llamaban
“El Misio”.
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-Hola, Misio ¿Cómo estás, Misio? Fueron las frases que percibí la primera vez que llegué a
enseñar en el colegio Rey de Cristo, contaba Javier. “Misio” era el sobrenombre con que habían
bautizado a Mariano Escobedo Velásquez, profesor de Historia y Geografía del mencionado
colegio.
Javier proseguía comentando, -recuerdo que cuando llegaban los exámenes, él se frotaba las
manos y decía:
-Ahora sí salgo de misio. Todos nos reíamos porque siempre lo encontrábamos sin dinero. A
pesar de que el Director solía manifestar que debería cobrarse veinte céntimos por cada examen
a los alumnos, el Misio les cobraba un sol. Los alumnos se habían acostumbrado a esto, ya que
en una ocasión les dijo:
-El examen cuesta veinte céntimos; pero con ayudadita un sol. La cual consistía en facilitarles
dos respuestas de las cinco preguntas. Por eso, cada vez que aplicaba un examen, los alumnos
le decían en coro:
-¡Con ayudadita! ¡Con ayudadita, queremos el examen! - Y todos empezaban a pagar un sol,
entre vivas y aplausos. Para ellos era un buen profesor.
En otra ocasión, recuerdo,- seguía platicando Javier-, lo vi aparecer con una cámara fotográfica
y empezó a tomar fotos, a diestra y siniestra, a los alumnos. Estos se reían y retocaban su
peinado. Finalizada la sesión de fotos, les decía:
- Para el lunes ya están listas. Traen su sencillo nomás. Llegado el lunes, los alumnos trataban
de esconderse para no pagarle.
-¡Juan Delgado!
-Me debes tres soles de la foto. ¡Págame! Y Juan, a regañadientes, sacaba los tres soles y
pagaba. Y así, sucesivamente, iba pasando lista. El Misio recaudaba bastante dinero de fotos y
exámenes; pero, como dice el dicho, “Dinero mal habido se hace agua “. He aquí lo que le
sucedía al misio:
-Papá necesito cinco soles para pagar una cuenta- decía su hija Maritza.
-Toma y no molestes.
-Papá, papito. Qué bueno que llegaste- irrumpió en la sala su hija mayor, llamada Karen.
-Ya sé, ya sé. Toma y no fastidies más – le respondió enojado. Con la cabeza recostada en el
sofá se quedó pensativo, mirando al techo. De pronto, su esposa interrumpió su siesta
diciéndole:
-Hola amor, qué bueno que llegaste. Te esperaba para decirte que ha llegado el recibo del
teléfono. Son 95.00 soles.
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El Misio, al poco rato de acostarse en la cama, se quedó profundamente dormido, soñando quizá
con las ganancias de las fotos y los exámenes, y con el sueldo que se esfumaba, cada mes que
le tocaba cobrar…
Jajajaja se rieron a carcajadas Hugo y Javier, aquella noche con las ocurrencias del Misio.
XI
EPÍLOGO
Así pasé toda la noche, mientras la familia de don Eugenio escuchaba mis lastimeros quejidos.
-Habrá que ir por la mañana a traer al veterinario para que lo examine y nos diga qué es lo que
tiene, opinó don Eugenio.
-No tiene nada, manifestó. Se le nota algo cansado. Hay que dejarlo que repose.
-Por qué no te vas a ver a la “Chocha Inés” para que te dé algún remedio le dijo su esposa a
don Eugenio. Los hijos de don Eugenio al verme en ese estado se entristecieron.
- Vamos, respondieron.
La chocha Inés era una de las personas más queridas de Huaca Blanca. Era la matrona del
pueblo. Todos la respetaban por su sabiduría respecto a la medicina natural y por su forma tan
peculiar de expresarse. A veces sus ocurrencias hacían reír a quien las escuchaban: -Allí pasa
el burro de mi compadre. Allí pasa la perra de mi comadre, expresiones como esta solía
decir. La “Chocha Inés”, llegó a la casa de don Eugenio por la tarde y después de observarme
dijo:
- Está empachado, hay que darle cuncuno. Así que de inmediato traigan cuncuno. No tardaron
en entregarle lo que pedía porque detrás de la casa había una enrome planta de cuncuno. La
“Chocha Inés” puso las hojas de cuncuno sobre un batán y conforme las iba moliendo les
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agregaba unas sustancias que sacaba de unos pomitos que celosamente guardaba en su
alforja.
-Ya está dijo, la chocha Inés. Ahora hay que abrirle el hocico para que tome el preparado. Yo
estaba tirado en el suelo casi ni me movía y mis débiles quejidos apenas se escuchaban.
Cuando me dieron de beber el preparado no puse resistencia.
-Eres un buen burro, me dijo don Eugenio, al momento de darme una palmadita en la barriga.
Al día siguiente amanecí rebuznando de alegría. Estaba totalmente curado, era el burro que
todos conocían y todos se abrazaron llenos de felicidad, pero esto duró poco
tiempo.
-Mañana, antes del amanecer, debe morir “Shorongo”; me duele tener que hacer esto, pero lo
haré para no verlo sufrir más -dijo don Eugenio. Esta vez nadie me salvará, pensaba. La
chocha Inés había fallecido hace un año, solamente me quedaba rezar y rogar a Dios para que
me lleve al paraíso. Aquella noche no pudieron dormir en casa de don Eugenio. Hugo y su
hermano, a escondidas de sus padres, fueron a despedirse de mí. Se abrazaron de mi suave
cuello que parecía cubierto de copos de algodón. Me besaron con ternura mi ancha frente.
Pasaron sus manos por mis delicados ojitos y sintieron que estaban mojados; había llorado.
Ellos también lloraron y maldijeron a la maligna y astuta “Sancarranca” que me había mordido
dejándome su mortífero veneno que ahora me mataba a pausas. Así se despidieron de mí, ya
que los había acompañado durante diez años, en los que se alternaron alegrías y tristezas.
Regresaron a la casa y se acostaron, casi al amanecer.
-Se acabó, Shorongo –musitaron todos, mientras afuera las Chilalas se alborotaban y Chigüizo,
parado encima del viejo algarrobo, lloraba amargamente. En ese mismo instante don Eugenio se
había arrepentido de liquidarme. Disparó al aire. Estaba confundido. Me dejó tirado en el suelo y
se dirigió hacia la casona dándome la espalda. Y en ese mismo instante una luz muy intensa
resplandecía desde lo más infinito del despejado cielo. Se había formado una hermosa y
multicolor escalera que iba cayendo sobre mi delicado cuerpo. Y una voz muy dulce me decía:
hijo levántate, tu fe te ha salvado. Al instante volteé a mirar, y vi que por la escalera bajaba un
hombre vestido con una túnica blanca, de cabellera larga, de barba muy crecida y de tez blanca.
Acarició con su delicada y suave mano mi herida. Y me dijo: levántate y corre hijo, Dios te ha
sanado. Yo le hice caso y me incorporé lentamente. Y cuando empecé a trotar, todo desapareció
al instante y el cielo empezó a oscurecer. Esa noche vagué sin rumbo.
Después de ocho días, el viejo algarrobo empezó a secarse. Chigüizo desapareció, nunca más
lo volvieron a ver. Don Eugenio decidió cortar el árbol para hacer leña, pero cuando estaba en
pleno corte, del corazón del algarrobo salió un pajarito de color blanco, como los copos de
nieve del gran Huascarán. Alzó vuelo y se perdió cantando alegremente en lo infinito del
diáfano cielo. Toda la familia de don Eugenio se abrazó fuertemente formando un círculo, y
arrodillados oraron por las almas de nosotros, sus valientes amigos. Mientras yo vivía mis
últimos días en la frescura de la sabana del majestuoso “Konquis”. Y los ganaderos cada vez
que me veían, persignándose exclamaban: “Es el espíritu de Shorongo”.
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