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POPULISMO

Manuel Arias Maldonado


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"Power to the people!": pocas exclamaciones tienen más fuerza simbólica y resonancia emocional
dentro de la vida política. Ha sido empleada en el estallido de revoluciones democráticas, como
eslógan para campañas electorales, en defensa de la nación contra sus enemigos. Y la hemos visto en
pancartas, libros, canciones. Se trata de una demanda que, en nombre de la democracia auténtica,
reclama el poder para un pueblo llamado a gobernarse directamente en lugar de ser gobernado por
unos pocos. Tal es, en esencia, la demanda del populismo. Su capacidad disruptiva se alimenta por
tanto de la fuerza que posee ese leitmotiv aparentemente primario que, desde antiguo, ha ejercido
su influjo sobre las comunidades humanas. Pese a lo cual, como veremos, el populismo es un
fenómeno intrínsecamente democrático. De ahí que convenga distinguir entre sus raíces
psicopolíticas, manifestadas allá donde encontremos una rebelión popular contra las élites, y sus
manifestaciones modernas, donde la democracia auténtica (o directa) es invocada contra la
democracia inauténtica (o representativa). Es también en el marco democrático moderno donde la
aparente simplicidad del populismo revela una complejidad insospechada.

Y resulta patente que, en los años que siguen a la Gran Recesión iniciada en 2008, el populismo ha
protagonizado un espectacular retorno a la actualidad política. Se ha empezado así a hablar de un
supuesto "momento populista" (Mouffe 2016) o de un "Zeitgeist populista" (Mudde 2004). Sin
embargo, como ya hemos sugerido, el populismo está lejos de ser un fenómeno nuevo: allá por 1969,
Ernest Gellner y Ghita Ionescu abrían el volumen seminal que recogía las contribuciones realizadas
por un amplio número de estudiosos a un encuentro celebrado en la London School of Economics
anunciando que "un fantasma recorre el mundo -el populismo". Precedente que no impide el
reconocimiento de que sus manifestaciones contemporáneas presentan algunas novedades
específicas, como las relativas el empleo de las nuevas tecnologías como herramienta de
movilización. De ahí que la teoría de la democracia haya de ser complementada, cuando de estudiar
el populismo se trata, con la atención a la historia. Es ahí donde empieza a hacerse evidente la
sinuosa trayectoria semántica del concepto, indicio de su problemática naturaleza.

Durante mucho tiempo, el término se circunscribía a los movimientos políticos norteamericanos que
defendían el poder del pueblo contra el monopolismo decimonónico y la corrupción partidista, así
como al más minoritario narodnichevsto ruso, promovido por intelectuales urbanos que entre 1874
y 1877 trataron de movilizar a los campesinos contra la élite zarista. Más tarde, en las décadas de
los 50 y los 60, la noción de populismo se extendió a un fenómeno diferente: la movilización política
dirigida por líderes carismáticos en democracias relativamente formales de países en desarrollo,
cuyo arquetipo es el peronismo argentino. También, aunque este uso terminó por decaer, se aplicó
a las dictaduras del Tercer Mundo que trataban de dotarse de una apariencia de legitimidad popular
a través de elecciones plebiscitarias. En la actualidad, pareciera que nos referimos a una
combinación del primer y el segundo sentido históricos, aunque su actual uso sea sobre todo deudor
del auge de los partidos populistas de derecha surgidos en Europa Central y Escandinavia en las
últimas dos décadas, así como de la continuidad del viejo populismo latinoamericano en formas
nuevas ligadas a lo que se dio en llamar "socialismo del siglo XXI", con el bolivarismo venezolano en
su vanguardia. A ello hay que añadir la genuina novedad que representa la emergencia de exitosos
populismos de izquierda en países como España y Grecia, además de la más difusa oferta ideológica
del movimiento 5 Stelle en Italia.

Que podamos hablar de populismos de izquierda y derecha nos pone en la pista de una singularidad
conceptual que la aplicación de la etiqueta populista a fenómenos políticos tan diversos no hace sino
confirmar. Así, por ejemplo, el calificativo de "populista" ha solido entenderse en términos
peyorativos en Europa, mientras que los representantes del ala izquierda del Partido Demócrata
norteamericano han asumido tradicionalmente con orgullo la condición de "populists", aunque en la
práctica sean socialdemócratas (Müller 2016, pp. 38-39). Se trata sin duda de un eco del prestigio
democrático que conserva en la cultura política norteamericana el viejo movimiento populista que,
entre 1880 y 1890, forjó una amplia coalición de granjeros, trabajadores y profesionales de clase
media contra los robber barons. En cualquier caso, si distintas ideologías pueden hacer uso de una
estrategia populista, ¿es el propio populismo una ideología? Y si el mismo término puede aplicarse
a movimientos políticos tan diferentes, ¿no pierde toda utilidad? Más aún, ¿no se tratará de un
Kampbegriff, un concepto de combate que se emplea para descalificar a los adversarios políticos
cuando se los rebaja a la condición de "populistas"?

Nos encontramos así ante una clara muestra de eso que Giovanni Sartori ha denominado
"estiramiento conceptual" (Sartori 1970), que para el caso del populismo desemboca en una "rara
inasibilidad conceptual" (Taggart 2000, p. 1). Y es que se hace difícil encontrar una definición
unitaria, e incluso decidir si el populismo ha de ser catalogado como una ideología, una estrategia o
una lógica política. Hay quienes afirman que no existe el populismo, sino solo el conjunto abigarrado
de sus manifestaciones (Werz 2003, p. 13]. Puede por tanto afirmarse que el populismo es un
concepto esencialmente discutido, hasta el punto de que se ha puesto en duda que el propio concepto
exista. No facilita las cosas el hecho de que casi ningún líder populista admita serlo, por contraste
con el orgullo con que se explicitan otras pertenencias ideológicas, ni que el populismo carezca de
textos fundacionales o casos prototípicos. Súmese a todo ello el debate sobre las causas que explican
su aparición (que van desde las crisis de representatividad a los shocks económicos y el miedo a la
pérdida de identidad cultural), su ambigua relación con la democracia (de la que se presenta
salvador, pero a la que puede amenazar) o las dificultades metodológicas que presenta su estudio
(porque atender solo al discurso del populista implica desatender lo que hace). Al igual que ocurre
con la democracia misma, en el populismo nos encontramos con un agudo contraste entre la
sencillez del eslógan -todo el poder para el pueblo- y la complejidad de su trastienda.

Sin embargo, es necesario rehuir el derrotismo conceptual. El populismo no es el primer concepto
discutible al que se enfrenta la ciencia social, ni es una novedad que la propia discusión sobre su
campo semántico posea connotaciones políticas. Matices al margen, los estudiosos se refieren al
mismo fenómeno cuando hablan de populismo; este es, pues, definible e identificable. Aunque, por
supuesto, la realidad siempre será más heterogénea que sus representaciones conceptuales. En el
caso del populismo, bien puede ser que la heterogeneidad del fenómeno conduzca a la relativa
inasibilidad del concepto, sin desdoro para la personalidad distintiva del mismo.

A continuación, exploraremos las distintas facetas del populismo con mayor grado de detalle y
sistematización. En primer lugar, identificaremos sus elementos nucleares y adjetivos, a fin de
adquirir una idea clara del fenómeno. A continuación, trataremos de responder a la pregunta acerca
de qué sea exactamente: si ideología, estrategia, lógica, discurso o estilo político. En tercer lugar, se
prestará atención a sus distintas manifestaciones históricas, con arreglo a un criterio geográfico e
ideológico. Para terminar, se analizarán su relación con la democracia y se discutirán las causas que
permiten explicar su aparición, con especial énfasis en aquellas que iluminan su auge
contemporáneo.

I. PARA DEFINIR EL POPULISMO.

Para caracterizar el populismo, puede establecerse una distinción entre elementos nucleares y
adjetivos: los primeros constituyen el núcleo esencial sin el cual no podemos hablar de populismo,
mientras los segundos suelen acompañarlo pero no alcanzan para definirlo, entre otras cosas porque
pueden aparecer en otros fenómenos políticos. Tal vez podamos hablar también de elementos
ideacionales y elementos estilísticos: los primeros componen la sustancia del populismo y los
segundos sus atributos formales. Antes de presentarlos, sin embargo, conviene dejar establecida la
diferencia entre el populismo y la demagogia, a la vista de la facilidad con la que se los confunde.
Igual de importante es caracterizar positivamente al populismo que definirlo negativamente:
explicar lo que es y lo que no.

La confusión entre populismo y demagogia se origina en la contienda política. Por una parte, los
rivales del populismo recurren a menudo a una definición peyorativa del mismo como "oferta de
soluciones simples para problemas complejos"; por otra, los practicantes o defensores del
populismo sostienen que todos los partidos hacen populismo. En ambos casos, sin embargo, se trata
de una observación superficial que identifica el populismo con la simplificación y la exageración
retórica. Pero el estilo hiperbólico y simplificador no es patrimonio del populismo: en unas
democracias estructuradas con arreglo al eje gobierno/oposición, cuya disputa se resuelve
periódicamente a través de elecciones competitivas, la simplificación y la hinchazón artificiosa de
las diferencias ideológicas son la forma habitual en que se manifiesta al público la política partidista.
Raymond Aron (2015, p. 86) ya sugería que la demagogia es inevitable en los regímenes
democráticos, haciéndose por tanto necesario lograr que no traspase "los límites tolerables". Para
Ernesto Laclau, que las cosas sean así y no de otra manera da la razón al populismo, pues se
demostraría que la lógica simplificadora es la condición misma de la acción política: solo donde la
administración llegue a reemplazar a la política, sostiene, podrían desaparecer de la vida pública la
imprecisión y la simplificación (Laclau 2005a, p. 33). En una línea parecida, se ha argüido que los
partidos populistas son el efecto y no la causa de la degradación del debate público en el marco
liberal (Villacañas 2015). Desde esta óptica, el populismo sólo haría explícito lo que se encuentra
implícito en las demás ideologías políticas. De modo que, finalmente, todos los partidos serían
populistas.

Sin embargo, es a la vez empíricamente razonable y teóricamente útil separar cuidadosamente la
demagogia del populismo. Por una parte, como veremos enseguida, el estilo político populista se
diferencia del estándar en algunos de sus rasgos, señaladamente el empleo constante de la protesta,
la provocación, la polarización y las apelaciones afectivas (Holtmann et al. 2006, p. 15). Por otra,
sobre todo, el populismo posee un rasgo distintivo que opera como una condición sine qua non para
identificarlo: el antagonismo pueblo/élite. Mientras un partido o movimiento no haga suyo ese
argumento de manera explícita, no podrá ser cabalmente caracterizado como populista; aunque se
lo pueda tachar sin mayor problema de demagógico. Aun cuando demagógicos tiendan a ser todos
los partidos, en mayor o menor medida en cada caso. De ahí que podamos distinguir, asimismo, entre
demagogia de baja y alta intensidad, siendo esta última aquella que traspasa los “límites tolerables”
a los que alude Aron; aunque esos mismos límites sean cultural e históricamente relativos.

1. Los elementos nucleares del populismo.

Existe acuerdo general en la literatura académica a la hora de caracterizar al populismo como un
discurso antielitista en nombre del pueblo soberano. Dejaremos para más adelante la discusión
acerca de si es un discurso u otra cosa, siendo en todo caso cierto que los discursos son sostenidos
por actores políticos (líderes, movimientos) y que cualquier decir político es también un hacer: el
discurso político incide sobre la realidad social en cuyo interior se formula.

Si desarrollamos esa descripción inicial, podemos hablar de cuatro elementos interrelacionados: la
postulación de dos unidades homogéneas de análisis: el pueblo y la élite; una relación de
antagonismo entre ambas; la valoración positiva del "pueblo", pero denigración de la "élite"; y la idea
de la soberanía popular, traducida en la primacía de la voluntad general como matriz decisoria
(Stanley 2008, p. 102). Es aquí decisivo el contraste moral -político a fuer de moral- entre una élite
parasitaria y un pueblo virtuoso. Así, el pueblo venezolano es "digno" según Hugo Chávez, el
argentino "feliz y bueno" conforme al peronismo, el padano es "fuerte y viril". En principio, ese
pueblo se presenta como un bloque homogéneo e indivisible, si bien el pueblo "auténtico" es solo
una parte del pueblo "ordinario". De hecho, el populismo no dice "nosotros también somos el
pueblo", con objeto de incluir a minorías (o mayorías) presuntamente excluidas, ni tampoco
"nosotros somos el pueblo", sino "sólo nosotros somos el pueblo" (Müller 2016, p. 44). Por eso es tan
expresivo el nombre elegido por Auténticos Finlandeses, partido populista escandinavo.

Huelga señalar que el concepto de "pueblo" es uno de los más empleados en la vida política, objeto
de abuso casi en la misma medida. Es indisoluble por igual de las descripciones del populismo, la
democracia y la nación. Pero no existe un pueblo natural al margen de sus representaciones o
construcciones discursivas: la historia del término en las ciencias sociales es la historia de su gradual
problematización. Su culminación bien podría encontrarse en aquellas concepciones performativas
que entienden que el pueblo es creado cuando se lo nombra. Pero más adelante nos ocuparemos de
las dificultades intrínsecas al concepto de pueblo y a su relación con la democracia. Subrayemos
ahora que, si el pueblo es objeto del populismo, lo es debido a quién es, a quién no es, a cómo es y a
cuántos lo componen (Taggart 2000, p. 92). Ya hemos dicho que el pueblo del populismo es
moralmente virtuoso y se supone numeroso, pues de esa abundancia se deriva su legitimidad. Más
variable es su composición y, por tanto, la de sus antagonistas: quién es pueblo y quién no.

No obstante la homogeneidad de las categorías que utiliza el populismo, pues, existe una cierta
variabilidad en su construcción. En otras palabras, no todos los populismos incluyen dentro del
pueblo a los mismos grupos sociales; y lo mismo vale para la élite. Así, el populismo no es
necesariamente xenófobo: si bien el populismo europeo tiende a ser étnicamente excluyente, el
latinoamericano se orienta en mayor medida hacia la dimensión socioeconómica y es incluso
integrador del elemento "pobre" o "indígena" de sus sociedades (Mudde 2004). Es el caso de las
distintas variantes del bolivarismo de inspiración chavista y sus ramificaciones boliviana y
ecuatoriana. Por eso tiene dicho el boliviano Evo Morales que los indígenas constituyen "la reserva
moral de Latinoamérica". Este rasgo inclusivo puede predicarse también de los neopopulismos de
izquierda europeos, de Syriza a Podemos, cuyo silencio sobre el problema migratorio contrasta con
la agresividad de los populismos de derecha centroeuropeos y escandinavos. De manera que la
nación puede ser invocada por el populismo en términos tanto étnicos como cívicos: el nativismo
que excluye al extranjero o el multiculturalismo que trata de integrar a los indígenas. Igualmente,
cuando habla de "gente", el populismo puede hablar de una etnia o referirse a una plebs en sentido
más socioeconómico (Kaltwasser 2014).

Por lo general, el pueblo es presentado como soberano, pero indebidamente representado por sus
élites, lo que apunta hacia un sentimiento de desafección que entra en contradicción con la idea de
que la democracia es el gobierno del pueblo. Asimismo, se trata de un pueblo compuesto por la
"gente común", o sea, por amplios segmentos ciudadanos cuya dignidad es así reivindicada a pesar
de su menor estatus o poder económico. Perón hablaba de los "descamisados" y Pablo Iglesias alude
a "la gente", mientras Pierre Poujade se dirigía a la Francia rural amenazada por la modernización.
Esta defensa de la gente común suele conllevar una crítica de la cultura dominante, entendida como
aquella que contempla los juicios, gustos y valores del ciudadano ordinario con sospecha o desdén
(Mudde y Kaltwasser 2017, p. 10). Por contraste, es posible que la élite vincule al pueblo con la masa
amotinada o represente a la gente ordinaria como incapaz de diálogo racional (De la Torre 2010, p.
5). Estas maniobras peyorativas, con todo, son raras en un contexto democrático cuya competición
electoral enfrenta a partidos catch-all que poco tienen que ganar formulando descalificaciones tan
amplias.

Sea como fuere, un pueblo se define también por sus límites o fronteras: no hay nosotros sin ellos.
Tal como señala Reinhart Koselleck en su estudio semántico del concepto, el pueblo se define con
arreglo a un eje arriba/abajo en el interior de la comunidad política tanto como a partir del eje
dentro/fuera que fija sus contornos (Koselleck 1978, p. 145). A menudo, como se ha visto, la etnia
cumple esa función demarcadora y excluyente. Pero no es la única posibilidad del populismo: es
igualmente frecuente, en populismos de izquierda y derecha, que la élite comprenda a las clases
altas, cuyos miembros son descritos como representantes de una oligarquía cuya hegemonía
cultural y política es indisociable de su hegemonía económica. Lo mismo vale para los
representantes políticos, descritos como una "casta" que sirve a sus propios intereses en colusión
con las élites económicas. También podemos encontrar entre los antagonistas del pueblo a los
componentes de una intelligentsia cuyos valores e intereses no están en consonancia con los de la
mayoría silenciosa popular (Canovan 1999, p. 3). Son integrantes potenciales de ese grupo social los
intelectuales, los periodistas y los expertos, que no obstante serán señalados como élite cuando sus
posiciones discrepen de las defendidas por el movimiento populista de turno; en caso contrario,
serán incluidos en el pueblo. Finalmente, como muestra sintomática de la diversidad potencial de
configuraciones que admiten estas categorías, las élites pueden ser acusadas de colaborar con
algunas clases subalternas en contra de los intereses del auténtico "pueblo". Es el caso de la minoría
gitana en el Este de Europa, que recibiría el apoyo de las élites políticas post-comunistas y pro-
europeas, o de la hipotética alianza de los demócratas norteamericanos con la comunidad negra
(Müller 2016, p. 43). Pueblo y élite, cuya oposición conforma el núcleo esencial del populismo, se
revelan así como significantes vacíos que pueden rellenarse de distintas maneras según las
circunstancias.

La defensa del pueblo viene acompañada de la defensa de la soberanía popular como fuente del
poder y como instrumento de gobierno llamado a recuperar una democracia secuestrada por las
élites. Por esta razón, aunque el populismo prospera en las democracias representativas, es hostil a
ésta y fomenta una relación plebiscitaria con el líder carismático, que se arroga la representación
exclusiva del pueblo en su conjunto. De ahí, también, la preferencia por el referéndum como fórmula
de decisión y la crítica a las instituciones contramayoritarias -como los tribunales constitucionales
o los bancos centrales- que sirven de freno al gobierno popular. El aparente ideal del populismo es
la voluntad general tal como la formulara Rousseau (2012): la identidad entre gobernantes y
gobernados, que resulta en la construcción de una decisión colectiva atribuida a un "pueblo"
infalible. Hugo Chávez expresó inmejorablemente esta posición en su discurso de investidura de
2007 con una cita de Simón Bolívar de claros ecos rousseaunianos: "Todos los particulares están
sujetos al error o la seducción, pero no así el pueblo, que posee en grado eminente la conciencia de
su bien y la medida de su independencia". Se tratará entonces de reducir la representatividad de la
democracia para hacerla más directa, promoviendo aquellas instituciones que permitirían dar forma
a la presunta "voluntad general": asambleas populares, plebiscitos, referéndums revocatorios. Y
defendiendo, por tanto, un mandato directo del pueblo en lugar de una representación delegada.

2. Los elementos adjetivos del populismo.

A este núcleo pueden añadirse otros rasgos, menos exclusivos del populismo pero presentes en la
mayor parte de sus manifestaciones. Entre ellos se incluyen la organización alrededor de un líder
carismático, el anti-intelectualismo, el empleo de un registro comunicativo emocional, la
identificación con una patria idealizada, su naturaleza episódica ligada a las crisis o shocks externos,
así como un repertorio de acción basado en la provocación, la polarización, la protesta. Aunque sería
difícil encontrar un movimiento populista que no participe de algunos de estos ragos, parece
razonable afirmar que son facilitadores antes que definitorios del populismo (Van Kessel 2015). Así
como el antagonismo moralizante pueblo/élite es inherente al populismo, por ejemplo, los partidos
populistas no son los únicos liderados por personalidades carismáticas.

Y con todo, resulta difícil concebir un movimiento populista que carezca de un líder carismático. Este
tipo de liderazgo puede verse como un elemento esencial en la psicología populista, al permitir la
identificación afectiva del seguidor con el movimiento (Villacañas 2015). El líder carismático otorga
cohesión al pueblo "creado" mediante el discurso, por la vía de explotar su antagonismo con el grupo
o grupos señalados como obstáculo para la realización de los fines populares. De hecho, el íder
carismático personifica al pueblo, concretando así la abstracción sobre la que se basa el entero
edificio populista. Hugo Chávez lo expresó inmejorablemente: "No soy un individuo. Soy el pueblo".
Y en tiempos de Jean-Marie Le Pen, el Frente Nacional jugaba con su apellido para formular la misma
idea: "Le Pen =Le Peuple". Se diría así que el populismo requiere que la gente ordinaria sea liderada
por la gente más extraordinaria (Taggart 2000).

Sin embargo, a pesar de su raigambre weberiana, el concepto de carisma debe ser aceptado con
cautela. Por una parte, la imagen del líder carismático es tambien el producto de un proceso de
construcción y escenificación. Por otra, no hay rasgos carismáticos universales: distintas sociedades
serán receptivas a diferentes estilos carismáticos, en función de su historia y cultura política propias
o de la coyuntura en que se encuentran. Dicho esto, el líder populista cumple la función de encarnar
y transmitir el antagonismo moralizante pueblo/élite en que se fundamenta el populismo. De ahí
que podamos encontrar abundantes rasgos comunes entre distintos liderazgos populistas. Es así
frecuente que se subrayen los rasgos viriles y decisionistas del líder, un caudillo masculino dispuesto
a la acción que se contrapone a las dilaciones parlamentarias del representante ordinario. El líder
populista se presenta a sí mismo como un solventador de problemas, ya sea por su maestría en el
"arte de la negociación" (Donald Trump) o por sus especiales cualidades ejecutivas, que el tailandés
Thaksin Shinawatra sintetiza en su afirmación de que él es la fuerza mayor del gobierno y los demás
solo sus ayudantes. Pero el hombre fuerte no es la única posibilidad del liderazgo populista, como
demuestran las figuras de la lideresa (que, desde Eva Perón a Marine Le Pen, puede utilizar su género
como marca de outsider al sistema), el emprendedor millonario (como Silvio Berlusconi, Jesús Gil o
Donald Trump, que consiguen conectar con los votantes presentándose como extraños al sistema
político y hombres de éxito auténticos), o el líder etnopopulista (al estilo de Evo Morales, que puede
presentar su etnicidad como prueba de su separación de la élite y de cercanía con la gente común)
[Mudde y Kaltwasser 2017, p. 72]. Si hay una marca común, es la del outsider.

También el lenguaje simplista e incorrecto, que rompe con los códigos establecidos dentro de la clase
política ordinaria, ha de entenderse como expresión del antagonismo entre pueblo y élite. Canovan
(1981) describe ese lenguaje como "estilo tabloide", en referencia a la prensa sensacionalista
característica del mundo anglosajón. Por su parte, Moffit ha utilizado la más amplia noción de "malos
modales" para aludir al conjunto de la actuación (performance) del líder populista, cuyo objeto es
precisamente "encontrar un precario equilibrio entre aparecer como ordinario por un lado y
extraordinario por otro", ya que solo así podrá ser como la gente y trascenderla al mismo tiempo
(Moffit 2016, p. 55). Hay, con todo, muchas formas de escenificar la ruptura con la élite: desde la
agresividad verbal de un Geert Wilders a la reivindicación de la falta de educación formal de un
Thabo Mbeki, pasando por variantes tan coloristas como presentar un programa de televisión en el
caso de Hugo Chávez o arremeter abiertamente contra la corrección política en el de Donald Trump.
También la indumentaria cumple una importante función diferenciadora, ya se trate de los atuendos
indígenas de algunos líderes andinos o el abandono del traje y la corbata en los neopopulismos
europeos de izquierda. En cuanto al anti-intelectualismo, es un rasgo frecuente aunque paradójico:
requerido por la dimensión popular del liderazgo populista, puede ser puesto en escena por líderes
con fuerte bagaje intelectual.

Si empleamos la distinción de Pierre Ostiguy (2009) entre formas "elevadas" o "bajas" de política,
que se expresan en el modo de relación con los ciudadanos, es claro que el populista se alinea con la
segunda. Pero lo importante es destacar que esa relación no se establece únicamente a través del
discurso en sentido estricto, sino mediante una performance global que incluye ideas, vocabulario,
acentos, lenguaje corporal, gestos, atuendos. Esto no implica necesariamente vulgaridad, porque no
es el caso en líderes como Alberto Fujimori o Frauke Petry, pero sí diferencia. Es aquí visible la
importancia que el nivel estético tiene en el despliegue populista, que posee un "estilo político" (Pels
2003) propio y reconocible.

Entre los rasgos de ese estilo, se cuenta el empleo de recursos afectivos que buscan provocar la
identificación emocional de los seguidores. Lo dejó dicho el mismísimo Juan Perón: "El populismo es
una cuestión de corazón más que de cabeza". A fin de cuentas, se trataría de convertir los
sentimientos negativos que se dirigen contra la élite en sentimientos positivos hacia el líder
populista y el proyecto comunitario que representa. Para Laclau (2005, p. 131, 142), el pueblo se
construye por medio de una operación de "investidura" que pertenece necesariamente al orden
emocional: otorgamos a la idea de pueblo fuerza simbólica y afectiva. El populismo no ha inventado
las emociones políticas ni es la única ideología que las explota, pero sí es aquel estilo político que
desafía abiertamente la idea de que las democracias sean construcciones racionales o que aspiran a
la racionalidad social (Villacañas 2015, p. 15-16). En otras palabras, el populismo arranca de la
convicción de que la sociedad no puede asentarse sobre una base racional y representa por ello una
impugnación del liberalismo, propugnando frente a éste un lazo social de índole afectiva. De ahí su
empleo de un lenguaje emocional, basado en la -solo aparente- relación directa entre el líder y sus
seguidores, así como en la construcción de un nosotros que se yergue frente a los enemigos
exteriores.

Por último, es rasgo común a muchos populismos el despliegue de una "política del país" (Taggart
2000, p. 95), entendida aquí como la construcción nostálgica de una comunidad perdida pero
recuperable. Es la palabra alemana Heimat la que mejor expresa este anhelo retrospectivo que
identifica la sociedad ideal de muchos populismos. Ese país es el país de la gente, del pueblo en su
forma más pura y sencilla; allí donde las costumbres y las tradiciones se conservan antes de su
corrupción liberal o cosmopolita. Además de la evocación del pasado, el país propio se construye
mediante la exclusión de los extranjeros y la fijación de unas fronteras bien delimitadas. Pensemos
en el contraste entre Wall Street y Main Street, o la referencia a la Middle England que se opone a
Londres y la Unión Europea. Este énfasis es más pronunciado en el populismo de derecha, empeñado
en la purificación de la comunidad nacional. No obstante, puede aparecer también en el populismo
de izquierda bajo formas distintas, tal como se aprecia en la invocación de una "patria" de tintes
republicanos en el discurso de Podemos.

II. MORFOLOGÍA DEL POPULISMO: DE LA IDEOLOGÍA AL ESTILO POLÍTICO.

Ahora bien, aunque podamos estar razonablemente de acuerdo en lo que sea el populismo, no
acabamos de ponernos de acuerdo acerca de la forma en que se manifiesta. Se trata de un problema
clásico en los estudios sobre el tema, donde el uso inicialmente restringido del término termina por
abarcar realidades tan distintas que, allá por la década de los 60, ya no estaba claro si había de primar
la dimensión ideológica (las ideas del populismo) o la organizativa (sus distintas manifestaciones).
En su contribución al ya mencionado volumen colectivo editado por Ionescu y Gellner a finales de
esa década, Worsley (1969) apunta que el populismo no es necesariamente un tipo de ideología o
movimiento, sino más bien una dimensión de la cultura política en general y no solo un tipo
particular de sistema ideológico o un tipo de organización. Posteriormente, Laclau (2005) sostendrá
que el populismo es un discurso, mientras Moffit (2016) pondrá sobre la mesa en los últimos años la
noción de estilo político para dar cuenta de aquello que el discurso deja fuera.

De manera que los desacuerdos al respecto muestran cinco grandes posibilidades: que el populismo
sea una ideología, una estrategia, un discurso, una lógica política o un estilo. De donde se colige que
el populismo puede designar, a su vez, el atributo ideológico común a varios actores o una
herramienta retórica o estilística que puede emplear cualquier actor político. Veamos, con algo más
detalle y antes de ofrecer una conclusión, cada una de esas posibilidades.

(A) El populismo como ideología. Si el populismo es una ideología, es aquella que describe la sociedad
como separada en dos grupos homogéneos -el pueblo y la élite, o el pueblo y los "otros" que privan
a aquel de su prosperidad, identidad o voz- y defiende la primacía de la voluntad general popular
(Albertazzi y McDonnell 2008, p. 3). Pero estaríamos hablando de una ideología "delgada" o débil,
siguiendo la terminología de Michael Freeden (1998, p. 750). Ya que el populismo carece de un
centro programático y de ideas precisas acerca de cómo abordar los problemas sociales. De ahí que
pueda cohabitar con ideologías más comprensivas; puede ser tanto de izquierda como de derecha.
Por eso tiene dicho Paul Taggart (2000, p. 4) que el populismo tiene "un corazón vacio" y es
"camaleónico": porque puede -sus partidos y movimientos pueden- adoptar un color ideológico y
ocuparse de unos u otros asuntos sociales según el contexto donde opere. Este enfoque ideacional
tiene distintas ventajas: permite explicar su adscripción a izquierda y derecha, dar cuenta de
distintos tipos de movilización populista, o prestar atención a la existencia de una demanda
ciudadana de actitudes populistas (Mudde y Kaltwasser 2017, p. 20; Elchardus y Spruyt 2016). No
queda claro, en cambio, si la "delgadez" del populismo no es tal que la categoría pierde fuerza
explicativa, máxime cuando el populismo realmente existente -a diferencia de otras ideologías
delgadas, como el ecologismo o el feminismo- no ha hecho esfuerzos por ampliar su alcance.

(B) El populismo como estrategia. De acuerdo con esta concepción, el populismo es una estrategia
política empleada para ganar o retener apoyo social. Para unos, es una retórica que tiene como fin
explotar políticamente el resentimiento social acumulado durante las crisis (Betz 2002, p. 198).
Otros se limitan a describirlo como una estrategia política que, mediante un liderazgo carismático,
busca el gobierno o lo ejerce sobre la base de un apoyo directo y no institucionalizado de sus
desorganizados seguidores (Weyland 2001, p. 14). A la cualidad camaleónica antes sugerida
podríamos entonces darle la vuelta: un partido o movimiento que profese una ideología "gruesa" o
clásica, pero renuncia a explicitarla y adopta el disfraz populista para acceder al poder y desarrollar
desde allí su proyecto ideológico: el populismo como medio y no como fin. Otros se han centrado en
los rasgos organizativos del populismo, enfoques que no definen al populismo a partir de sus valores,
ni por el modo en que se los comunica, sino a partir de la relación con sus seguidores. Sea como
fuere, el problema de presentar al populismo como estrategia es que no hay nada específico en las
movilizaciones así descritas si se pierden los elementos ideacionales y estilísticos, entre ellos la
categoría fundamental del "pueblo".

(C) El populismo como discurso. O sea, un discurso que enfrenta al pueblo contra la élite o la
oligarquía. El populismo no sería entonces un conjunto de creencias políticas, sino un modo
particular de expresión política, que se hace visible en el habla y el texto, enfrentando al pueblo
contra la élite (De la Torre 2010). A diferencia de los enfoques ideológico y estratégico, éste permite
entender el populismo como una propiedad graduable susceptible de medición, por lo general
mediante el análisis de contenido del discurso: más que ser o no populista, es posible serlo en
distinta medida y en distintos momentos. Mientras la ideología y la estrategia contienen un
programa normativo para la acción política, un discurso podría no tenerlo, como demostraría el caso
de un Hugo Chávez de ideología socialista y discurso populista (Hawkins 2010, pp. 30-31). Es cierto
que el análisis de contenido no carece de problemas metodológicos, pero quizá el principal hándicap
de este enfoque sea que la posibilidad de medir el populismo no equivale a entenderlo. Por otro lado,
como veremos enseguida, la atención al discurso no es suficiente y debe ser complementada con los
elementos visuales, performativos y estéticos del populismo, que tanto contribuyen a su atractivo
emocional.

(D) El populismo como lógica política. Esta concepción, desarrollada por el influyente teórico
argentino Ernesto Laclau, se desplaza de la política a lo político -entendido como el modo en que se
instituye la sociedad- para defender que el populismo no es sino una particular lógica política
(Laclau 2005a). A saber, aquella que se impone allí donde un movimiento o líder populista logra
formar una "cadena equivalencial de demandas" de distintos grupos sociales cuyo rasgo común es
el antagonismo contra un mismo enemigo o sistema. En lugar de demandas diferenciadas e
inconexas, éstas aparecen como unificadas en nombre del pueblo y contra la élite. Y dado que el
"pueblo" es el sujeto básico de lo político, el populismo no es una lógica política cualquiera, sino la
lógica de lo político. A ello hay que sumar una idea fructífera que relaciona al populismo con la
dimensión performativa del lenguaje: el populismo es algo que se hace y el pueblo es algo que el
populista constituye. El pueblo, indeterminado por definición, no preexiste al populismo; populismo
es el proceso mediante el cual el pueblo es nombrado, actuado y articulado. La riqueza de esta
proùesta es evidente. Sin embargo, hay formas de hacer política que no son populistas, lo que
invalidaría la afirmación de que la lógica populista sea universal. Por otro lado, los conceptos que
maneja Laclau adolecen de una cierta vaguedad y se aplican en un excesivo nivel de generalidad.

(E) El populismo como estilo político. Esta última forma de concebir el populismo responde al intento
por actualizar sus modos de acción en el marco de un escenario político contemporáneo cada vez
más estilizado y mediatizado. Por esta razón, este enfoque subraya los aspectos performativos del
populismo más allá del discurso; son así las cualidades estéticas y escénicas del populismo las que
lo configuran como un estilo político específico. Los líderes y movimientos populistas modifican o
crean la subjetividad del público a través del discurso y demás instrumentos a su disposición y, con
ello, dan forma al pueblo (Moffit y Tormey 2014). Desde este punto de vista, el populismo es un
repertorio comunicativo a disposición de cualquier actor político que quiera hacer populismo. En el
actual contexto democrático, estos aspectos performativos cobran renovada importancia debido al
declive de los clivajes tradicionales y el condigno debilitamiento de la afiliación partidista. Ahora, la
medialización de la vida social fuerza a los actores políticos a actuar, proyectarse y hacerse visibles
a través de los canales mediáticos en las esferas pública, privada e institucional (Corner 2003). Para
los defensores de este enfoque, el populismo puede entonces definirse como un estilo político que
emplea el antagonismo pueblo/élite, exhibe "malos modales" y pone en escena una crisis o amenaza
(Moffit 2016, p. 45). Puede así aparecer en muchos contextos y con distintas formas organizativas,
lo que permite explicar la contaminación populista del mainstream político (Pappas 2014).

No es sencillo determinar cuál de estas concepciones del populismo nos dice la verdad sobre un
fenómeno tan rico en manifestaciones empíricas y denso en significados teóricos. Seguramente sea
Ernesto Laclau quien ofrezca una idea del populismo con mayor carga normativa y menor rigor
descriptivo, si bien a cambio introduce la fructífera idea de la performatividad populista. En realidad,
nada nos obliga a elegir uno de estos enfoques. Hay quien ha descrito el populismo como un discurso
y una estrategia política (De la Torre 2010, p. 7); también se ha apuntado que puede operar de varias
formas, por ejemplo como ideología y estrategia (Van Kessel 2015). Nada obsta así para que
reconozcamos en el populismo una ideología delgada o débil que, mediante un estilo político
performativo que contiene elementos discursivos y no discursivos, opera de facto como una
estrategia de movilización política para la conquista del poder.

IV. POPULISMO Y DEMOCRACIA.

Se ha dicho que la relación de la democracia con el populismo posee una "ambigüedad constitutiva"
(Meny y Surel 2002, p. 1). La expresión es certera: si la democracia es el gobierno del pueblo, no
puede despacharse fácilmente a aquellos movimientos políticos que reclaman el poder para el
pueblo en nombre del pueblo. Por eso se ha dicho que el populismo acompaña inevitablemente a la
democracia como un espectro, potenciándola en un sentido y amenazándola por otro (Arditi 2007).
Esta ambigüedad responde, en buena medida, a la que presenta la democracia misma: el populismo
invoca la democracia directa contra la democracia representativa. De ahí que pueda discutirse si el
populismo es un bien o un mal para la democracia. Irónicamente, no cabe duda de que el populismo
se ubica dentro de la democracia, pues no podría sobrevivir en contextos culturales que rechacen la
soberanía popular como fundamento del orden político (Zanatta 2014, p. 23). La ironía consiste en
que si bien el populismo es hostil a la democracia representativa, "es solo bajo esa forma política que
encuentra una expresión sistemática y la posibilidad de movilizarse como una fuerza política"
(Taggart 2000, p. 3). Veamos ahora las razones que pueden aducirse para fundamentar ambas
posiciones -el populismo como bien o mal para la democracia- antes de discutir cuál de ellas goza de
mayor plausibilidad.

1. El populismo como salvación de la democracia.

Ya hemos visto que para el más destacado defensor contemporáneo del populismo, Ernesto Laclau,
la tarea de creación del pueblo -mediante la unificación de sujetos y sectores sociales de otro modo
dispersos- no es solamente una lógica política eficaz para la conquista del poder, sino la lógica misma
de la política democrática (Laclau 2005a, 2005b). Para Laclau, no se puede ser demócrata sin ser
populista. ¿Acaso la democracia no se basa en la idea del pueblo soberano y capaz de
autogobernarse? El populismo vendría a recordarlo, devolviendo al pueblo por persona interpuesta
-el líder populista- un poder del que habría sido injustamente privado por una élite moralmente
corrompida. El populismo es así, como ha dicho Margaret Canovan, una promesa de redención frente
a la política institucionalizada, tecnocrática, reformista (Canovan 2005). En un sentido similar, el
populismo sería integrador de aquellos grupos sociales que permanecen al margen del proceso
político o se sienten excluidos por él, por la vía de su reconocimiento cultural y simbólico. En los
términos de Jacques Rancière (2010), el populismo haría visible lo que era invisible y daría voz a lo
antes inaudible. Desde esta óptica, pues, la democracia es populista o no es. De donde se deduce que
la democracia liberal-representativa es impugnada por el populismo como una expresión
insuficiente o degenerada del viejo ideal democrático.

Sin necesidad de aceptar este razonamiento, el populismo puede entenderse también como un
indicador de la salud de la democracia representativa. Su emergencia funcionaría como el aviso de
que la élite ha dejado de comprender a la opinión pública, o bien que la dimensión constitucional o
liberal de la democracia está ahogando a la popular o democrática (Taggart 2000, p. 63). Desde este
punto de vista, el populismo es una señal de alarma, un recordatorio de que la democracia no es
algo dado, sino una permanente empresa de ajuste a las necesidades sociales (Meny y Surel 2002, p.
17). Más que ver el ascenso de los partidos populistas como una ola reaccionaria, entonces,
podríamos entenderlos como el resultado de la percepción de que los partidos establecidos han
dejado de responder a determinados problemas políticos. Esta hipótesis se vería corroborada por el
hecho de que los partidos populistas sólo se consolidan si se presentan como alternativas creíbles;
si no, son absorbidos por el sistema (Van Kessel 2015). Por añadidura, en su oposición a la corrección
política y su desafío a los tabúes vigentes, el populismo puede contribuir a la repolitización de
determinados temas, incorporándolos a la agenda política: ya sea el Consenso de Washintong en
América Latina o la inmigración en Europa occidental (Mudde y Kaltwasser 2017, p. 19). Finalmente,
el populismo puede movilizar a sectores sociales antes despolitizados, como es el caso de los jóvenes
españoles tras el desvanecimiento del 15M.

2. El populismo como amenaza para la democracia.

Se ha dicho del populismo que constituye "la corriente antiliberal más poderosa de la era
democrática" (Zanatta 2014, p. 35). Este juicio se fundamenta en la idea de que la defensa de una
democracia popular sin mediaciones debilita la dimensión liberal de la democracia, minando los
equilibrios y contrapesos constitucionales o poniendo en riesgo la protección de las minorías. La
preferencia populista por las formas plebiscitarias y directas de democracia resultan hostiles a la
deliberación pública, un principio regulativo imprescindible en sociedades plurales a fin de conciliar
intereses diversos y producir sentimientos de empatía entre grupos sociales diferenciados. No en
vano, suele tratarse de partidos anti-partido que amenazan con socavar las bases de la democracia
representativa imponiendo una lógica simplista y totalizadora que convierte la deliberación
democrática en una contienda emocional de carácter dicotómico: se está con el pueblo o se está
contra el pueblo.

Se ha sugerido así que el populismo es incompatible con la democracia debido, precisamente, a su
concepción del pueblo como un cuerpo homogéneo que suprime el pluralismo social (Abts y
Rummens 2007, p. 414). Podemos invocar aquí a Claude Lefort (1988), quien ha sostenido que
mientras la monarquía significaba un poder ejercido por el rey, la democracia no es un poder
ejercido por el pueblo, sino un poder vacío. O sea: un poder disperso y en continua reconfiguración,
que ninguna persona ni cuerpo colectivo llega a poseer. Para el pensador francés, cualquier intento
de volver a concentrar el poder en una sola entidad contiene la semilla del totalitarismo, razón por
la cual es preferible no organizar de la vida política como si el pueblo existiese. Es esa concepción
homogénea del pueblo, justamente, la que sirve para justificar la erosión de las instituciones de la
democracia representativa, por ejemplo mediante la invocación de la regla de la mayoría para
vulnerar derechos de las minorías o debilitar a los organismos encargados de protegerlas. Pero,
siendo cierto que al populista le molestan los contrapesos e intermediaciones que componen la
malla institucional de las democracias constitucionales, denunciados a menudo como trampas
"formales" del sistema (Zanatta 2014, p. 33), eso no debe llevarnos a pensar que el populista sea un
anti-institucionalista. Más bien, el líder populista querrá moldear las instituciones a su favor,
incluida la constitución (Müller 2016, p. 78).

Y aunque, según hemos visto ya, el populismo puede también considerarse como un síntoma o señal
de alarma de disfunciones ciertas de la democracia representativa, no constituye una alternativa en
sí mismo (Panizza 2005). Al tratarse de una reacción contra la política representativa, nada tiene
que ofrecer a la misma, ni en su lugar; salvo que haga suyos los principios de la ideología, de derecha
o izquierda, en que se apoye en cada caso. El populismo suele tener, de hecho, un impacto negativo
sobre el marco democrático mismo a pesar de cumplir esa función sintomática (Pasquino 2008, p.
28). Su tendencia a la simplificación suele modificar el paisaje político, forzando a los demás actores
a imitar su estilo en oposición a él y deslegitimando de hecho iniciativas técnicas o complejas de
política pública. Su explotación de las frustraciones y ansiedades del electorado, al mismo tiempo,
constituyen una forma de oportunismo que contamina el conjunto de la conversación pública (Betz
1994). Al mismo tiempo, su irrupción en el sistema político puede generar nuevos clivajes que
dificulten o impidan la formación de coaliciones estables, efecto al que puede contribuir por igual su
tendencia a la moralización de la política (Mudde y Kaltwasser 2017, p. 83). Quien se presenta como
la voz del pueblo, en fin, puede sentirse tentado a organizar la entera vida política alrededor de esa
portavocía; de ahí su carácter antipluralista y "tendencialmente antidemocrático" (Müller 2016, p.
91).

3. Razones para una ambigüedad inerradicable.

Ya se ha apuntado que si la relación del populismo con la democracia es ambigua, ello se debe a que
la propia democracia es irremediablemente ambigua; sobre todo, cuando se la invoca sin adjetivos.
Sucede que el populismo habla en nombre de la democracia directa en el marco de una democracia
que es -de facto y de iure- democracia liberal. Por eso tiene sentido decir que el populismo es menos
una patología de la democracia, que la patología característica de la democracia representativa: su
sombra permanente (Taggart 2002, Müller 2016, p. 18). Se trata entonces de un fenómeno moderno,
porque moderno es también este modelo de democracia. El populismo explota -o reacciona contra-
la contradicción fundacional de la misma: la tensión entre su ideología (el poder del pueblo) y su
funcionamiento (el poder de las élites elegidas por el pueblo e influidas por éste a través de
mecanismos formales e informales). Naturalmente, el populismo no desconoce la implausibilidad de
la noción de pueblo, ni rechaza su carácter construido. Más bien, se propone ser él quien lo
construya, con arreglo a su propia definición, apelando a las emociones de los miembros latentes o
potenciales del mismo.

No hay que olvidar que la propia democracia liberal, asentada formalmente sobre el principio de la
soberanía popular, mantiene una relación profundamente ambigua con esa entidad imposible -salvo
que opere como metáfora- que es el pueblo. De ahí que el populismo, a pesar de sus propensiones
antipluralistas, haya podido ser reivindicado como un fenómeno típicamente democrático: porque
habla en nombre de un ideal que no puede ser realizado en el actual marco institucional de la
democracia liberal, ni, en realidad, en ningún otro. Hablar del pueblo es hablar de una ficción
(Morgan 1988), ya que en una democracia aquel permanece siempre en estado de indeterminación
(Ochoa Espejo 2010). Solo en ocasiones extraordinarias, como el levantamiento popular contra los
regímenes soviéticos, puede discernirse algo parecido al "pueblo en movimiento". En estos casos, el
pueblo es un "acontecimiento" que emerge con fuerza subversiva para transformar la sociedad
existente (Arditi 2010).

Por lo general, en cambio, apelar al pueblo es crear la posibilidad de una concepción teológica de la
política de ribetes autoritarios. El significante vacío "pueblo" es rellenado con un vago contenido
simbólico que remite a "una condición utópica de unidad social, homogeneidad y reconciliación
total" (Arato 2010, p. 44). De ahí que la representación populista, que es una respuesta a la crisis de
la representación liberal, se base en la plena identidad y fusión entre el representante y quienes
buscan representación (Plotke 1997). El líder es la encarnación del pueblo y se funde con él, razón
por la cual se arroga la capacidad de hablar en su nombre. Paradójicamente, el populista no quiere
hacer plebiscitos para estimular un debate rico y activo, sino para que el pueblo sancione lo que el
populista sostiene. De ahí el papel ambivalente del pueblo en el populismo: aparentemente activo,
pero en realidad pasivo. Porque la voz del pueblo es la voz del líder populista; el pueblo se acerca
aquí más al Volksgeist de base alemana que a la "voluntad general" concebida por Rousseau (Müller
2016, p. 48). Aquí está, en fin, la base del antipluralismo populista: si solo el populismo representa
al pueblo, no existe una legítima oposición al gobierno.

De modo que es rasgo común a todos los movimientos y partidos populistas que hablen y actúen
como si la democracia significara en exclusiva el poder del pueblo. Pero en una democracia liberal o
constitucional, éste es solamente uno de sus componentes. Tan importante como la expresión de la
voluntad popular son los demás: derechos fundamentales, división territorial y funcional del poder,
independencia de los tribunales, prensa libre, instituciones contramayoritarias, etc. Podría incluso
afirmarse que la democracia representativa posee una dimensión inherentemente oligárquica,
presente incluso ya en la idea republicana de la selección de los mejores a través de las elecciones
(Papadopulos 2002). Es cierto que, como se señalará enseguida, la dimensión liberal de la
democracia se ha ido expandiendo a medida que lo hacía la complejidad social y, por tanto, también
la de los asuntos sobre los que una democracia tiene que decidir. Y este desarrollo puede
interpretarse como lesivo para su faceta democrática o popular, especialmente en épocas de crisis.
En consecuencia, mientras exista la democracia habrá populismo: porque el gobierno directo del
pueblo será invocado contra las "desviaciones" representativas del ideal democrático.

IV. EL POPULISMO EN EL SIGLO XXI.
Mucho se ha discutido sobre las causas que explican la emergencia de los movimientos populistas.
Desde luego, los partidos de este carácter no surgen en épocas de bonanza, sino en situaciones de
crisis donde el establishment político padece un déficit de representatividad a ojos de un sector del
electorado. Por eso se ha dicho que una "mentalidad antipolítica" es facilitadora del populismo
(Pasquino 2008). No obstante, los partidos populistas europeos preexisten a la actual crisis
económica, lo que remite a bolsas de insatisfacción crónica que pueden expandirse cuando se
produce un shock externo: una recesión, un aumento de la inmigración, el hundimiento de un
sistema de partidos. Más aún, la crisis puede ser descrita como una condición necesaria pero no
suficiente: son muchos los factores que contribuyen a producir el populismo, sin que sea fácil
discernir qué importancia relativa tiene cada uno de ellos en los contextos sociales particulares
donde aquel -de una forma u otra- hace su aparición.

En un sentido amplio, se ha atribuido a la modernización un importante papel explicativo en el
surgimiento de actores políticos populistas: el populismo sería una queja contra las disrupciones
sociales provocadas por aquella. Para Zanatta, el populismo se opone a la idea ilustrada de la
modernidad y debe leerse como "reacción a una fase histórica que gran parte de la población vive
como una crisis debida a la fragmentación de una comunidad, y a la pérdida de sentido de sus
valores" (Zanatta 2014, p. 20). Pero no todos están de acuerdo. Para Villacañas (2015), el populismo
sería un producto característico de nuestro tiempo, dominado por la inseguridad vital que resulta
de las políticas neoliberales. En el marco de una globalización donde se desdibujan las fronteras, el
populismo pone sobre la mesa un nosotros de unívoca pertenencia y fronteras claramente
demarcadas: nos impele a ser ciudadanos de algún sitio en vez de ciudadanos de ninguna parte
(Müller 2016, p. 21; Goodhart 2017). Más ampliamente, el malestar populista podría entenderse
como efecto de unos cambios vertiginosos -globalización, revolución tecnológica, disolución de
instituciones sociales tradicionales- que provocan la nostalgia por un mundo más comprensible
(Mishra 2017). Populismo y modernidad estarían vinculados, pues, aunque la naturaleza concreta
del vínculo permanezca sin elucidar.

Otras explicaciones son más terrenales, limitándose a señalar que la representación tradicional está
en crisis por razones que atañen al deficiente funcionamiento del sistema político y la incapacidad
de los actores políticos ordinarios para rendir cuentas ante sus electores (Mudde y Kaltwasser 2017,
p. 97-104). El populismo sería entonces una posibilidad latente en cualquier sociedad democrática
y su activación depende de la concurrencia de las circunstancias adecuadas. Desde este punto de
vista, el populismo aparece o se refuerza cuando así lo dicta la ley de la oferta y demanda políticas.
Los shocks antecitados operan entonces como catalizadores de las actitudes populistas de los
ciudadanos. Un escándalo de corrupción o la falta de respuesta por parte del sistema político a las
demandas populares pueden hacer que el ciudadano haga suyo el relato populista; bastará entonces
con que del lado de la oferta un actor político explote esos sentimientos para que el movimiento
populista cobre vida. Se trata, pues, de hacer verosímil el antagonismo entre pueblo y élite.

Autores como Benjamin Moffit (2016), en cambio, han sugerido que las transformaciones sociales
de las últimas décadas estarían propiciando la difusión del estilo político populista. Hablaríamos en
este caso de una progresiva estetización y medialización de la vida política, que impediría hablar del
populismo contemporáneo como una entidad homogénea y aconsejaría en cambio a entenderlo
como un estilo encarnado y representado en múltiples contextos políticos y culturales. Es una tesis
que conviene tener en cuenta, si bien convendría renunciar a identificar una causa capaz de
explicarnos por sí sola un fenómeno tan complejo. No obstante, su auge contemporáneo nos invita a
identificar un conjunto de factores explicativos de su renovado vigor global.

(A) Las consecuencias económicas y culturales de la globalización.

Seguramente, no habría auge del populismo sin crisis económica global. Sin embargo, no todos los
ciudadanos optan por el populismo: lo harán en mayor medida aquellos que se sientan frustrados,
no representados o privados de voz o identidad. Son aquellos que ven dañadas sus expectativas, más
que su estatus, quienes con más fuerza parecen llamados a experimentar insatisfacción o alienación.
Por eso se ha trazado una geografía política del populismo que muestra cómo el apoyo a éste
aumenta en el medio rural y la periferia de las grandes ciudades. De nuevo, empero, la explicación
es insuficiente: son muchos los jóvenes urbanos que apoyan al populismo de izquierda representado
por Podemos en España y Jeremy Corbyn en Gran Bretaña. A los efectos económicos de la
globalización liberal habría que añadir los culturales: la sensación de que en un mundo de flujos e
hibridaciones la identidad nacional, asidero simbólico y psicológico, se encuentra en peligro. Por eso
es preferible hablar de crisis o sensación de crisis, según los casos.

(B) El aumento de la complejidad social.

Margaret Canovan (2005) ha apuntado con agudeza hacia una de las paradojas características de la
democracia moderna: que no es fácilmente comprensible para las personas a las que trata de incluir.
Dicho de otra manera: nuestras instituciones son, como la sociedad de la que forman parte,
demasiado complejas para ser comprendidas sencillamente. Y ello, en parte, por el éxito mismo de
su dinámica integradora: la arena política termina por comprender tal cantidad de intereses y
opiniones que el votante difícilmente podrá hacerse una idea del locus del poder o trazar las
relaciones causales en juego. A fin de poder guiarse en esa complejidad, el ciudadano recurrirá a la
ideología: una simplificación de la realidad. Incluida la ideología de la democracia, que subraya la
soberanía popular y el poder de la gente distorsionando así inevitablemente el modo en que la
política democrática, también inevitablemente, funciona (Canovan 2005). La oferta de sentido
populista, simplificadora por definición, no puede sino ganar tracción en un contexto semejante.

(C) La tecnocratización del gobierno.

La contradicción entre populismo y democracia representativa debe ser complementada con la
propia tecnocratización del gobierno democrático, significativamente reconvertido en gobernanza
para hacer referencia al desacoplamiento entre los circuitos democráticos oficiales y los procesos de
decisión (Papadopoulos 2002). Debido al aumento de la complejidad social y a la necesidad de hacer
frente a las contingencias sobrevenidas, las democracias desarrolladas se han movido hacia una
mayor colaboración directa entre agencias estatales y grupos sociales particulares, que forman
redes cuya finalidad es la co-producción y co-aplicación de políticas públicas. Estas redes tienden a
ganar autonomía respecto de los circuitos de control democrático; o sea, a distanciarse del
ciudadano. Durante los tiempos de bonanza, se trata de un problema menor; en cuanto estalla una
crisis, el populismo encuentra en ese desacoplamiento inevitable un filón argumentativo. Y puede,
con ello, encarnar una política de la redención que se opone a la razón administrativa representada
por las élites, impotentes para hacer valer la superioridad de sus argumentos allí donde ésta no es
materialmente visible.

(D) La transformación de los partidos.

Los propios partidos políticos han experimentado cambios que contribuyen a explicar el auge
populista. Por una parte, el liderazgo ha cobrado si cabe mayor importancia: el líder capaz de ganar
elecciones se convierte en un bien demasiado preciado para ser discutido, reforzándose así las
inclinaciones plebiscitarias de nuestras democracias. Por otra, los cambios experimentados por los
partidos de masas en las últimas décadas han contribuido al renacer populista: la mayor
fragmentación y consiguiente volatilidad del electorado, que da lugar a un electorado de masas cuyas
relaciones con las instituciones de gobierno ya no se encuentran mediadas de la misma manera que
solían, crean una estructura de oportunidad favorable al líder populista (Mair 2013). Sobre todo, hay
que considerar que la transformación de los partidos afecta precisamente a las instituciones que
mediaban entre las dimensiones constitucional y popular de la democracia. Democracia y gobierno,
por tanto, no sólo se perciben separados, sino que lo están de hecho en mayor medida que antes.
Podemos añadir el proceso de convergencia de los partidos mayoritarios en un buen número de
sistemas de partido, aunque no en todos (Kaltwasser 2010); una convergencia en el centro que deja
los flancos abiertos para el populismo de izquierda y derecha.

(E) Los efectos de las tecnologías de la comunicación.

En la sociedad de la información, hay que preguntarse por las condiciones en que se desarrolla la
conversación pública. A este respecto, hay que empezar por señalar que ya incluso la mera existencia
de una prensa libre que adopta tintes populistas en su búsqueda sensacionalista de la audiencia
facilita la posibilidad del populismo (Crick 2005). Simultáneamente, la digitalización ha reforzado
esa tendencia al hacer que la atención sea mucho más cara que antes, con el añadido de que los
medios tradicionales deben competir con un cacofónico poliálogo online más expresivo que
deliberativo. Hay razones para pensar que las redes sociales son tecnologías intrínsecamente
afectivas, rasgo que a fin de cuentas es coherente con su aparente inmediatez. Esta inmediatez
intensifica las tendencias plebiscitarias de las democracias representativas y favorece a un líder
populista que sitúa la relación directa con sus seguidores en el centro de la acción política. Pero sería
un error identificar esta comunicación "directa" del líder populista con sus seguidores con una
comunicación no mediada. Sería más exacto hablar de una mediación no mediada, cuyos términos
están fijados por el propio actor populista en el marco específico que le proporcionan las
herramientas digitales.

(F) El momento postfactual.

También en relación con las nuevas tecnologías de la información se ha hablado de "democracia
postfactual" para describir la erosión del valor persuasivo de los hechos en del debate público. La
postfactualidad sería a la vez efecto y causa del populismo. Por una parte, el estilo populista mina la
confianza en el debate intelectual, convertido en "charlatanería" que sirve para eludir las decisiones
directas que dañarían los intereses del establishment. Por otra, el desprestigio de los hechos y
emergencia de la truthiness -o mera apariencia de verdad- facilita la emergencia de los populismos.
El votante, encapsulado en cámaras de resonancia digitales donde solo se relaciona con quienes
piensan como él, preferirá aquel relato de los hechos que siente como verdadero por encima de los
hechos mismos. Esta circunstancia se agrava por la mayor facilidad con la que circulan digitalmente
las teorías conspirativas, entre ellas, justamente, la que acusa a los medios de comunicación
mayoritarios de ocultar sistemáticamente la verdad en beneficio de las élites políticas y económicas.
Por otro lado, allí donde los hechos son secundarios, saltan a primer plano otros rasgos del discurso
político -la exageración, el carisma, la identificación afectiva o ideológica, la insurreccionalidad- en
beneficio de la tonalidad populista.

(G) Crisis de la mediación y desprestigio del experto.

Las instituciones mediadoras han visto minada su legitimidad en la era de la "sabiduría de las
multitudes" y el condigno desprestigio del experto. La crisis ha provocado un aumento de la
desconfianza en las élites en todo el mundo desarrollado. Es evidente que esta crisis de la mediación
potencia el discurso populista en casi todas sus facetas, desde el anti-intelectualismo y el anti-
elitismo a una antagonización que permite ampliar el número de los incluidos dentro de la "otredad"
antipopular: oligarcas, políticos, periodistas, expertos. Mediación es complejidad; inmediatez es su
antónimo: el populismo medra con la segunda a despecho de la primera. El surgimiento de
mecanismos horizontales de cooperación y evaluación -que socavan indirectamente la legitimidad
de los mediadores tradicionales, instituciones incluidas- aumenta la resonancia del plebiscitarismo
populista. Las instituciones mediadoras han visto así minada su legitimidad, un desarrollo que está
lejos de limitarse a la esfera política y se extiende a otros aspectos de la vida social: desde la crítica
cultural a la gastronómica, pasando por la prestación de servicios y el intercambio de bienes en el
marco de la economía colaborativa. Va de suyo que los sistemas expertos son más necesarios que
nunca debido a la compleja interdependencia de las sociedades globalizadas; también que la
tecnocratización antes aludida facilita, en un contexto recesivo, la crítica del experto en nombre de
la democracia popular.

(H) El prestigio cultural del rebelde.

Podemos añadir a todo lo anterior una evolución del estilo político estándar que remite al prestigio
cultural adquirido por la figura del rebelde en la época tardomoderna. Ahora que los líderes políticos
ascienden a un estrellato mediático donde a menudo resultan indistinguibles de las celebrities y sus
seguidores mantienen con ellos una relación que recuerda a la de las estrellas del pop, no puede
extrañarnos que el lenguaje político se vea contaminado por la retórica antisistema que predomina
en la esfera cultural. De ahí que el respeto a las formas -la vieja etiqueta de la sociedad burguesa- no
sirva ya de dique de contención frente al populismo. Si bien se mira, de hecho, lo sorprendente es
que la figura del político insurrecto, enfrentado al así llamado establishment, no se encuentre todavía
más generalizada. Aunque el enfrentamiento interno a los partidos ya propicie la identificación del
líder emergente con el outsider que desafía al establishment orgánico. Emmanuelle Macron, ministro
francés de economía educado en las más distinguidas instituciones, acaba de declararse aspirante
anti-establishment a la candidatura del Partido Socialista francés en las elecciones presidenciales
del año próximo.

(I) El efecto imitación.

Un factor adicional que puede ayudarnos a explicar la difusión del populismo es lo que Rovira
Kaltwasser (2010) ha llamado "efecto demostración": la posibilidad de que el éxito del populismo
en un país cree una demanda populista en otros y esta oportunidad sea aprovechada por
emprendedores políticos domésticos. Naturalmente, este tipo de difusión puede operar también en
sentido contrario cuando la experiencia populista exhibe resultados negativos: por ejemplo, la
Venezuela chavista o la Grecia de Syriza, casos no por casualidad empleados como arma arrojadiza
en las campañas electorales españolas. La difusión transnacional del populismo tiene lugar mediante
el establecimiento de relaciones personales entre sus líderes y la cobertura de los medios de
comunicación. Recuérdese la reunión de los líderes populistas europeos, con Marine Le Pen a la
cabeza, que tuvo lugar en Coblenza poco después de la victoria de Donald Trump en las elecciones
norteamericanas. En cuanto a la difusión mediática, cabe pensar que los fenómenos populistas
poseen mayor conspicuidad en nuestro días gracias a la naturaleza transnacional de las propias
redes digitales y al altavoz que las redes sociales prestan a sus activistas, así como al atractivo que
posee el relato de su ascenso para los medios informativos.

V. CONCLUSIÓN.













Por una parte, podemos apuntar hacia la crisis de resultados de las democracias liberal-capitalistas
como causa mayor de la emergencia del populismo contemporáneo, en combinación con otros
efectos derivados de la modernización social: aceleración tecnológica, patrones migratorios,
revolución feminista. ¡Nostalgia de una vida más simple! Se trata además de una complejidad social
que socava la legitimidad de la democracia representativa, cuyo buen funcionamiento requiere de
equilibrios y contrapesos que el populismo denuncia como corrupción de la auténtica democracia.
Pero, por otra parte, hay que apuntar asimismo hacia la relativa irracionalidad de unos ciudadanos
que albergan expectativas inapropiadas sobre las capacidades de la política para resolver los
problemas humanos y sociales. Súmense a ello los efectos disruptores de las nuevas tecnologías y
nos encontraremos con una tormenta perfecta que permite explicar, echando mano de razones
complementarias entre sí, el auge contemporáneo del populismo. Y aunque su futuro no puede
anticiparse, que haya resurgido con tal fuerza en las sociedades avanzadas del siglo XXI sugiere que
-para bien o para mal- el populismo es un horizonte permanente de las comunidades humanas.


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