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Historia
corta #1

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TRADUCCIONES
INDEPENDIENTES

El libro que ahora tienen en sus manos, es el resultado del trabajo


final de varias personas que sin ningún motivo de lucro, han
dedicado su tiempo a traducir y corregir esta historia.
El motivo por el cuál hacemos esto es porque queremos que
todos tengan la oportunidad de leer esta maravillosa trilogía.
Como ya se ha mencionado, hemos realizado la traducción sin
ningún motivo de lucro, es por esto que este libro se podrá
descargar de forma gratuita y sin problemas.
También les invitamos que en cuanto esté el libro a la venta en sus
países, lo compren.

Disfruten de su lectura.

Saludos.

~3~
CRÉDITOS

TRADUCTORES

 Clara Linares

 Ella R.

CORRECTOR
Reshi

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CRÉDITOS

DISEÑO

 Dany Z.

RECOPILACIÓN Y REVISIÓN

 Reshi

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Verde, pero por una temporada*, es una relato corto de Príncipe
Cautivo que tiene lugar durante los eventos de Prince’s Gambit.
Contiene spoilers de la serie Príncipe Cautivo.

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VERDE, PERO POR UNA
TEMPORADA

S
ignificó mucho para Jord, convertirse en Capitán, una pequeña parte
de brillo que Jord guardó para sí. Jord era un buen luchador, era leal
a su Príncipe, pero eso no había sumado para conseguir la capitanía.
Los Capitanes eran hijos de aristócratas, incluso si la Guardia del Príncipe
era un poco diferente, elaborada a partir de los desechos.

Casi dejó caer la insignia cuando se la lanzaron.

—Quiero que mis órdenes se obedezcan rápidamente, y acabas de ver qué


pasará si no vienes cuando te llamo—. El Príncipe miró a Govart, sangrando
en el suelo.

Ciertamente: observar al Príncipe atravesar a Govarthabía instaurado una


perpleja obediencia en las nuevas tropas, y había puesto una mirada
impactada en la cara del esclavo de Akielos. Todo el mundo se quedó de pie
inútilmente mientras Govart era sacado del campo.

Luego tuvieron que hacer un día de viaje en la mitad de tiempo. Jord gritó a
los hombres para levantar el campamento, les gritó para montarlo de
nuevo, arrastrando a Lorens en un caballo él mismo, y ordenando a Orlant
lanzar una pila de agua sobre Andry, que había estado durmiendo todo el
rato. La tropa finalmente empezó a moverse y tuvo que recurrir a la Guardia
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del Príncipe, una y otra vez, para detener a los rezagados y mantener al
resto de los mercenarios en formación.

—Toma cuatro hombres y consigue que la cola de este escuadrón vuelva al


camino—dijo Jord.

Orlant sonrío.

—¿Su cola? ¿Quieres que yo…?

—No—dijo Jord, que conocía a Orlant desde hace mucho tiempo.

Para cuando alcanzaron el campamento, los hombres del Regente se habían


recuperado lo suficiente de su estupefacción para ponerse testarudos con
las órdenes. La mayoría de ellos sabían muy poco sobre ser soldado. Todo lo
que Govart les pidió fue que se apartaran de su camino. Jord tenía las manos
llenas: las monturas no fueron planificadas adecuadamente, hubo gritos
roncos bajo una tienda derrumbada, y hubo un constante flujo de
improperios contra el Príncipe, ese frío y rubio hijo de puta, autoritario y
poderoso maldito hecho de hielo.

Cuando la noche cayó y las antorchas flamearon a lo largo de las líneas de


rectas tiendas de campaña, Jord se encontró solo en los límites del
campamento junto a los árboles.

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Allí fuera podía escuchar el susurro de las hojas, más alto que los sonidos
del campamento, donde fuegos y centinelas con antorchas eran brillantes
puntos contra las formas más sombrías de la lona de las tiendas. La
tranquilidad en las filas era engañosa, ya que los mercenarios del Regente
iban a pasar las próximas semanas buscando cualquier excusa para causar
problemas.

Jord sacó la moteada y abollada insignia de Capitán y la observó.

El Regente los había enviado al borde del fracaso. La tarea de capitanear a


esos mercenarios no era una a la que cualquier hombre se ofreciese
voluntario. Incluso para un capitán experimentado, mantener la disciplina
entre esa gentuza, contra los ataques desde ocho lados diferentes, era
imposible.

El Príncipe conocía la escala de la tarea cuando le lanzó aquella insignia a


Jord. Jord pensó sobre eso.

Y, pasando su pulgar sobre los abollados rayos de estrella en el solitario


claro, sonrió.

Una ramita se quebró a su izquierda.

Rápidamente guardó el distintivo, ruborizándose por haber sido pillado en


un momento privado de orgullo.

—Capitán—dijo Aimeric.
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—Soldado—. Demasiado consciente de su nuevo título, imitando el acento
aristocrático de Aimeric.

—Espero no ser impertinente. Te he seguido hasta aquí. Quería felicitarte.


Te lo mereces. Es que… pienso que eres el mejor hombre de aquí.

Jord soltó un bufido divertido.

—Gracias, soldado.

—¿He dicho algo malo?

—Es la primera vez que un aristócrata trata de causarme buena impresión.

Una mirada familiar cruzó los delicados rasgos de la cara de Aimeric, pero él
no bajó su mirada. A los diecinueve, Aimeric era exactamente el tipo de
noble que normalmente ingresaba en la Guardia, un cuarto hijo, destinado a
ser oficial.

—Lo he dicho en serio. Te respeto—. Sus jóvenes mejillas estaban


sonrojadas—. Quiero hacerlo bien aquí.

—Hacerlo bien aquí es fácil. No tienes que abrillantar mis botones. Tan sólo
trabaja duro.

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—Sí, capitán—. Se ruborizó. Se dio la vuelta.

—Y soldado…

Aimeric se volvió. El moretón en su cara estaba moteado por la luz de la


luna. Desde que llegó, había sido víctima de peleas. Los mercenarios del
Regente lo habían apuntado como objetivo, y cada enfrentamiento estaba
obligado a tener a Aimeric en su centro, consiguiendo que lo golpearan.

—Lo que le pasó a Govart esta mañana no fue tu culpa. El Príncipe tomó su
propia decisión.

—Sí, Capitán—dijo Aimeric, sus ojos a la luz de la luna parecieron


extrañamente profundos.

Como la mayoría de la Guardia, Jord servía a Laurent por Auguste.

Recordaba lo que era intentar impresionar a alguien: Auguste era una


memoria dorada que nunca se desvanecía; una brillante estrella por la que
ser guiado, derribada antes de tiempo. Jord había sido más joven entonces,
con suficientes habilidades como para conseguir ser contratado como un
guardia en caravanas comerciales. Auguste lo había visto luchar desde
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cierta distancia, y se lo había mencionado al Capitán de la milicia regular. O
así se lo había contado el Capitán a Jord después, una recomendación de un
Príncipe. Fue algo que Jord nunca olvidó. Trabajando en la capital, Jord
había visto a la Guardia del Príncipe desde fuera, había visto su autoridad,
su elección cuidadosa, lo mejor de la nobleza, montando a caballo a través
de las puertas del palacio, sus rayos de estrellabrillando dorados en sus
libreas.

Y él había visto todo eso desaparecer y menguar en los años posteriores a la


muerte del Príncipe Auguste. Los jóvenes nobles que habían vestido la
bandera estrellada del Príncipe lo abandonaron para seguir al Regente. La
facción del Regente era el lugar donde progresar; y el nuevo heredero,
Laurent, tenía por entonces trece años y no poseía ninguna influencia, y
ningún interés en materias militares en absoluto. Las banderas azules y
doradas fueron retiradas y los estandartes de rayos estrellados se
enrollaron y se guardaron.

Por dos años, el símbolo de la Corona del Príncipe no voló. Fue sustituido
por los estandartes rojos de la Regencia, hasta que fue duro recordar que
hubo un tiempo en el que los ordenados rangos de los hombres del palacio
habían vestido estrellas en sus pechos.

Frotando la armadura en los barracones, Jord fue interrumpido por un


surtido de agudas pisadas en botas de montar con tacón, y un chico entró
con el aspecto de poder patear a un hombre fuera de su silla, rubio y con
ojos ligeramente estrechos del color de…

—Su Alteza—. Se revolvió.

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—Todo aquel a quién mi hermano recomendó para servir en el palacio se
fue para servir a mi tío. ¿Por qué tú no?

El Príncipe tenía 15 años, en la mitad de su período de crecimiento, su cara


ya había dejado atrás los rasgos infantiles. Su nueva voz rota, como un
tenor.

Jord dijo:

—El Regente sólo cogió a los mejores.

—Si mi hermano se fijó en ti, eres el mejor—. Sus ojos azules eran
firmes—. Te quiero para mi Guardia del Príncipe.

—Su Alteza, no soy nadie para…

—Y si me sigues, exigiré lo mejor de ti. ¿Lo tendré?

El Príncipe alzó la vista hacia él. Jord sintió cada partícula de suciedad en
su propio rostro, el desigual cosido de un desgarro en la manga, cada
hebilla en su armadura, incluso cuando se oyó a sí mismo decir:

—Sí.

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Al llegar con el resto de hombres que el Príncipe había reunido, vio su
orgullo por la petición del Príncipe como lo que era: insensatez. Eran una
colección de restos, como los que les tiras a un perro. Resopló cuando los
otros tuvieron que arrastrar a Huet fuera de la cama y mojar a Rochert
con una cubeta para desembriagarlo. Se acordó de Orlant, un gran
hombre que había sido expulsado de la milicia de la capital dos años
antes.

Después él vio lo que Huet podía hacer con un arco, y como Rochert podía
manejar un cuchillo. Rochert se mantuvo sobrio, Orlant se sentó junto a él
durante los temblores, y más tarde, Jord se encontró en los barracones
compartiendo un estofado en un plato de hojalata.

—No pensé que serías así de bueno, no con lo que pareces—le dijo Orlan—.
Sin ofender.

Seis meses después, Jord siguió al Príncipe hasta un área privada de


entrenamiento, obedeciendo su imperioso mandato:

—Lucha conmigo.

Él sacó la espada, a continuación la hizo girar, no seriamente. No quería


cortar al heredero. ¿Quién sabía lo que le pasaría a un guardia por dejarle
un labio hinchado a un Príncipe?

—Pensaba que no eras un guerrero—dijo Jord, levantándose del serrín


varios minutos después. Al final recordó—. Su Alteza.

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—He estado practicando.

Eso fue hace cinco años. Él nunca esperó que el Príncipe, ahora con veinte
años, lo mirase a los ojos y le dijese:

—Eres mi Capitán.

El apretón del Príncipe en su brazo era firme, su mirada ahora nivelada con
la de Jord.

Era lo más cercano que Jord se había sentido hacia el que una vez había sido
un niño y ahora era un joven hombre. Excepto por aquellas veces en las que
el Príncipe le había hecho morder el polvo de la arena de entrenamiento, en
las que después le había ofrecido la mano para levantarlo.

—¿Qué le has dicho?—dijo Orlant, y señaló con su barbilla en dirección a


Aimeric. Debilitado y renqueando, con los ojos sin vida, estaba derrumbado
en el suelo, con la espalda apoyada en el tronco de un árbol. Se había
obligado a hacer ejercicios diseñados para agotar a hombres más duros que
Aimeric hasta que apenas pudo mantenerse en pie.

—Nada—dijo Jord.
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Trabaja duro. A regañadientes, lo admiraba. Aimeric trabajaba, terminando
su día a mitad del colapso, pasando la noche limpiando su armadura y los
suministros, y era el primero en estar preparado para afrontar los
entrenamientos por la mañana. No rehuía nada, no se quejaba y cumplía las
órdenes de hombres por debajo de él en estrato de nacimiento, los cuales
eran todos en la compañía.

—¿Han enviado a un aristócrata a luchar en la Guardia del Príncipe?—había


dicho Huet cuando Aimeric se unió, mirándolo como un idiota mira una flor.
Fue Jord quién le dijo:

—Déjalo.

El Príncipe quería a Aimeric allí, así que allí estaba Aimeric. Cualesquiera
que fuesen las disparatadas ideas que el Príncipe tuviese, tenías que
aceptarlas.

Aimeric había hecho su camino hasta donde Jord estaba sentado, junto al
fuego, dos noches luego de haber ido a felicitarlo por su nuevo puesto.

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—He terminado con los caballos, podría continuar con cualquier tarea que
se necesitase hacer, solo si…

—Siéntate. —Jord le echó una mirada. Aimeric se sentó. Incómodamente.


Tomó el tazón de vino barato que Huet le había alcanzado. No dijo casi
nada. Se volvió un hábito, cada vez más seguido, el que Aimeric se abriera
camino para sentarse cerca de Jord junto al fuego, al final de cada día. Jord
estaba intranquilo alrededor de él al principio, el joven aristócrata que se
mantenía en silencio, mientras que los otros hombres se mostraban
ruidosos.

No hablaban mucho, debido al abismo entre clases y cultura existente entre


ellos. A veces Aimeric le hacía preguntas, y Jord se encontraba a sí mismo
hablando. Jord estaba pendiente de Aimeric en cada sitio donde podía.
Aimeric cometía errores, pero nunca el mismo error dos veces. Quiero hacer
un buen trabajo aquí. Cuando Jord lo aconsejaba, Aimeric escuchaba
seriamente, y algunas veces continuaba trabajando durante la noche,
practicando hasta tarde mientras los demás dormían.

Aquello lo ayudaba, la mejora se notaba, gracias a la obstinada persistencia


de Aimeric. Probablemente, pensó Jord, fue la persistencia lo que el Príncipe
había visto en Aimeric, reconociendo el potencial de la terquedad que lo
caracterizaba. Su postura estaba más firme, su posición al montar había
mejorado, y ahora podía recibir un golpe sin tropezarse, por lo menos
algunas veces.

El resto de las veces, parecía como si se fuese a caer si una pluma se posara
sobre él, si lograba siquiera mantenerse de pie en primer lugar.

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—Mejor que te acuestes con él antes que se esguince algo —dijo Orlant.

Pronto se dieron cuenta que el Príncipe había reformado su Guardia, sin


haberlo consultado con su tío.

Era la sensación de la corte: el joven Príncipe cabalgando junto a una banda


de rufianes, invitándolos al palacio, permitiéndoles la entrada a sus cuartos
privados como su guardia personal. ¿Plebeyos usando la estrella del
Príncipe? Al Regente no le gustaba. Al Consejo no le gustaba. Por encima de
todo, a la Guardia del Regente no le gustaba. Ellos eran aristócratas. En
cambio, la Guardia del Príncipe estaba conformada por la clase baja:
escorias y canallas que no merecían y degradaban la insignia de estrellas.
Esto, con el mismo acento refinado con el que Aimeric decía Capitán, el
joven aristócrata Chauvin escupía a Jord en el patio, en frente a todos.

Jord bufó y lo empujó para pasar. Esta clase de peleas con la Guardia del
Regente habían comenzado casi inmediatamente. Había peleas por el
equipamiento. Había peleas por el territorio. Había peleas si la Guardia del
Príncipe respiraba y a la Guardia del Regente no le gustaba.

El patio interior atestado de personas y banderines, también se había


llenado de rufianes, mientras los espectadores de ambas facciones se
reunían y los gritos y las incitaciones no solo provenían del patio, sino
también de las galerías abiertas arriba y de los pasos que conducían a las
paredes. El hombro de Jord golpeó el de Chauvin cuando pasó, dirigiéndose
hacia el campo norte, dejando a Chauvin detrás.

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El sonido del metal cortó a través del patio. Jord apenas tuvo tiempo para
darse vuelta, desenvainar y defenderse en un rápido y desesperado frenesí
cuando Chauvin lo atacó.

Era rápido, pero Jord había vivido de su espada su vida entera. Era bueno.
Era mejor que Chauvin, y después del primer choque de espadas, lo envió
tambaleando hacia atrás, desarmado y casi cayéndose sobre la tierra del
campo de entrenamiento.

Y ahí fue cuando las sonrisas en las caras de los espectadores comenzaron a
caer, un horrible silencio se abrió ante ellos. Chauvin estaba mirando a
Orlant, con el rostro colorado y humillado.

—Te colgarán —dijo Chauvin. —. Te colgarán. Tú no eres nadie. Yo soy


pariente de un consejero.

—Ve a buscar al Príncipe —dijo Orlant.

El Príncipe excedía en rango a Chauvin, que era probablemente todo en lo


que Orlant podía pensar. Jord fue sacado del patio por la Guardia del
Regente y se encontró en una celda de escasas dimensiones. Se sentó con la
espalda en la pared, sus brazos doblados sobre sus rodillas. Podía ver el
pasadizo fuera de su celda y, las escaleras que le seguían habían atenuado
su iluminación con el paso de la noche. No podía ver nada más, ni guardias
ni los rostros de nadie que conociera, ni prisioneros ni amigos. Se sintió
cómo era: repudiado, solo, impotente.

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Se despertó con una solitaria figura plantada ante las barras de la celda, un
niño que había ido hasta allí por su cuenta y ahora buscaba el rostro de
Jord, mientras éste se empujaba hacia arriba torpemente.

—¿Desenvainaste tú primero?

—No —le dijo Jord.

—Entonces me ocuparé de ello.

Jord lo observó. Con quince años, el Príncipe solo había crecido tres cuartos,
y aún no había pistas de una barba. Sus palabras eran serias.

Durante la mañana Jord fue liberado de su celda y los hombres de la


Guardia del Príncipe se agruparon a su alrededor en las barracas. Le dieron
una banqueta y una copa de vino y todos hablaban por encima de todos,
atropellándose para contar su propia versión de los hechos.

La información le llegó a Jord en fragmentos: era la palabra del Príncipe


contra la de Chauvin. Este último estaba furioso. El Príncipe había
respondido por Jord personalmente. El Consejo entero se había reunido y el
Príncipe había utilizado palabras bonitas; al final de este, el Regente había
dicho: Mi dulce sobrino. Confiaremos en tu juicio. Con una condición. Si algo
como esto vuelve a pasar, la Guardia del Príncipe se disolverá.

Ahogándose en la bebida esa noche, Jord le dijo a Orlant:

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—No soy estúpido. Ellos usarán esto para derribar la Guardia del Príncipe.

Para derribarlos a todos, tanto al Príncipe como a la Guardia. Orlant no dijo


aquello.

—¿Alguna vez te conté como fui arrojado fuera de la milicia de la capital la


primera vez?

Jord sacudió su cabeza.

—Llamé a un aristócrata un pedazo de mierda.

—¿Qué dijo el Príncipe sobre eso?

—Dijo que concordaba conmigo.

Jord dejó salir un exhalo de diversión.

—¿Qué dijo realmente?

—Dijo que si ponía un solo pie fuera de la línea en su Guardia, él me


arrojaría con el ganado.

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—Eso suena más como él —dijo Jord.

—Es un despiadado hijo de puta —dijo Orlant, orgulloso.

—Es inmaduro —dijo Jord, frunciendo el ceño, porque el propio Príncipe se


había quedado vulnerable y era muy joven para saberlo. Él discutió por ti,
pensó, pero era un niño que no sabía hacer más que levantar el cuello. La
Guardia del Regente era poderosa, y su enemistad era seria. Si Jord pensaba
en la formación de la Guardia del Príncipe, era el capricho precipitado de un
niño; ellos eran un grupo de duros deshechos que nunca llegarían a ser la
suma de algo.

—Solo un idiota nos daría a ti y a mí una segunda oportunidad —dijo


Orlant.

No era como si Jord no supiera que Aimeric lo estaba observando. Él lo


sabía. Fue su mirada hacia él lo que hizo que él mirara a Aimeric.

En una tropa de hombres que se veían como la pared de un acantilado, y


Orlant que se veía como si fuera a colapsar, Aimeric era alguien en quien
posar sus ojos cuando se sentaba con los hombres alrededor de la fogata al
final del día, con una tazón de hojalata lleno de vino entre sus manos.

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Le gustaba la barbilla tenaz de Aimeric. Le gustaban sus intentos de rizos
que quedaban pésimamente dentro de un casco. Le gustaba la forma en que,
cuando echaba un vistazo, Aimeric le devolvía la mirada. Era un agradable
ensueño, incluso si su imaginación se quedaba en blanco en cuanto a las
especificaciones, el ver que Aimeric era un aristócrata.

Su experiencia con los aristócratas estaba reducida a las órdenes que ellos
le darían, como Preste atención, soldado, o, Ponga esas alforjas allí. No sabía
por qué un aristócrata pondría el ojo sobre un capitán de la guardia de clase
baja, aunque fuese brevemente. Aimeric provenía de tan alta alcurnia que
habría pagado a su propia mascota en Fortaine, una especie de joven
mimado que jugase con él durante el día y calentase su cama durante la
noche.

Bueno, ni todas las largas miradas en el mundo importarían cuando todos


ellos muriesen al final de un alud, o durante un ataque de bandidos.

La única razón por la cual sobrevivirían era debido al demonio de cabellos


rubios quien los tenía desde la salida hasta la puesta del sol llevando a cabo
entrenamientos que incluso a los hombres más fortalecidos dejaba
exhaustos, tirados en la tierra y demasiado cansados, incluso para maldecir
al Príncipe que los había puesto allí.

Aimeric estaba yendo hacia él.

El tronco a su lado estaba vacío. Aimeric lo ocupó. La fogata frente a ellos


emitía humo y una luz naranja. Jord le pasó su frasco; Aimeric tosió al notar
que era una bebida espirituosa y no agua lo que contenía. Probablemente

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tosió debido a la calidad de la bebida, no su potencia. Aimeric se restregó la
boca e intentó pasar el frasco.

—Pensé que podrías necesitarlo —le dijo Jord.

—Lo haré mejor —dijo Aimeric, luego de un largo momento. —. Lo haré


mejor hasta que sea lo suficientemente bueno.

Jord observó los hombros cansados de Aimeric, las bolsas debajo de sus
ojos y sus rizos, aplastados y ahora convertidos en sudorosas lamidas por el
casco. Los dedos de Aimeric se habían apretado en torno al frasco, y si en
algún momento había tenido las suaves y cuidadas manos de un aristócrata,
ahora estaban repletas de callos debido a semanas de entrenamiento, con
tierra de un arduo día de trabajo debajo de sus uñas astilladas.

Al otro lado del campamento, el Príncipe estaba desmontando sin esfuerzo,


intacto del esfuerzo del día, su arrogante postura inafectada. Incluso no
parecía tener polvo en sus botas, típico.

—¿No es lo que esperabas? —dijo Jord.

No parecía como si Aimeric fuese a responder, al principio. —Pensé que


obtendría una posición en la corte.

—¿Entonces por qué te uniste a la Guardia?

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—Porque si el Regente y el Príncipe están enemistados, te aliarás con el
hombre que ganará, luego aseguras tus apuestas enviando a tu hijo
desechable a luchar contra el otro.

Aimeric se sonrojó. Era la primera cosa que le decía a Jord que no era
deferente, o un cumplido. —Lo siento. Eso no fue…

—No eres desechable —dijo Jord. —. Trabajas más duro que cualquier otro
hombre aquí. El Príncipe te quiere dentro de su tropa.

—No es al Príncipe a quien estoy tratando de impresionar.

Se produjo un silencio, mientras aquellas palabras se estrechaban. El fuego


explotaba y hacía chispas, y la noche alrededor de ellos pareció acercárseles
más.

—Yo quiero que estés en esta tropa —dijo Jord.

—¿Y fuera de ella? —preguntó Aimeric.

—Eres el hijo del Consejero Guion.

—No me importa su rango.

—Te debería importar.

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—¿Por qué? ¿A ti te importa? —le dijo Aimeric.

—Soy tu Capitán —le respondió Jord.

—Así que eres superior a mí.

—Déjalo ya —dijo Jord, con una sonrisa mientras agarraba de vuelta el


frasco y le daba un buen trago.

—Pienso en ti —dijo Aimeric.

Jord tosió la bebida espirituosa. Sintió que algo se derramaba en el aire


entre ellos, y la manera en que su pulsó se aceleró lo hizo sentir estúpido.
Aimeric no se había puesto nervioso al hablarle así a un capitán de baja
cuna; no se quedó sin habla, ni se incomodócómo Jord de repente se sintió.

—¿Tú piensas en mí aunque sea un poco? —continuó Aimeric. —¿O eres


como el Príncipe?

Señaló con su terca barbilla al Príncipe, cuya rubia cabeza se identificaba


con facilidad a través del campamento, incluso en la tenue luz. Jord estaba
demasiado consiente de él y del resto de los hombres en el campamento
alrededor de ellos, como si lo que estaba sucediendo entre él y Aimeric
fuera privado, pero al mismo tiempo, como si debiera ser obvio para los
espectadores, atestiguado por todos.

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Si Aimeric fuese un mozo de cuadra, Jord lo hubiese tumbado, pero el rango
de Aimeric estaba más cerca al rey que el de Jord. Aimeric poseía poder e
influencia, muy por encima del puesto de Jord. Los aristócratas no se
entretenían con capitanes de la guardia de baja cuna, y si lo hacían, era
debido a un capricho impredecible. Rechazar a un aristócrata… ya era
bastante malo. Llevarlo a la cama, era aún peor. El Consejero Guion que no
dejaba que Jord se sentara en su mesa, menos dejaría que se acostara con su
hijo.

Observó las facciones aristócratas de Aimeric, sus labios rellenos, el


incontrolable rizo en su frente, que él quería alcanzar y apartar.

—Sabes que pienso bien de ti —dijo Jord. Sintió que sus mejillas se
calentaban.

—Bien de mí —repitió Aimeric.

—Hasta el Príncipe es un hombre —le dijo Jord.

—Tú eres el único que piensa eso —contrarrestó Aimeric—. Él es una


estatua. No siente nada.

Jord miro al Príncipe. Era verdad que era un rigorista. Había sido un día de
implacables órdenes, sumado a la falta de simpatía del Príncipe por
aquellos quienes no podían igualar el ritmo que él había marcado.

Jord se escuchó decir—: He luchado bajo sus órdenes desde que tiene
quince años.

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—Así que tú tampoco tuviste elección.

Como regla, Jord se guardó para él lo que pensaba de sus superiores. Sabía
que para Aimeric la Guardia del Príncipe era una degradación, que Aimeric
estaba solo, que no tenía a nadie de su propio rango con quien mezclarse. El
hijo de un consejero fácilmente se podría haber convertido en la compañía
del Príncipe en su infancia. Pero este Príncipe era un hijo de perra sin
amigos. Despreciado por el Príncipe, Aimeric fue relegado a la compañía de
soldados de clase baja. Probablemente había buscado a su Capitán porque
Jord era la cosa más cerca de un hombre de su propio rango en toda la
tropa.

Él no entendería el honor que sentía un hombre de la clase de Jord, al


ofrecérsele una oportunidad para usar la estrella del Príncipe, mucho
menos ascender a la capitanía.

—Es mi Rey —dijo Jord.

Todos lo recordaban; las semanas tragándose insultos, ignorando actos de


sabotaje, dejando que la Guardia del Regente los pisoteara. La Guardia del
Regente dañó su equipamiento. Ellos no dijeron nada. La Guardia del
Regente saboteó su arsenal de armas. No se quejaron. Orlant retuvo a Huet
mientras Chauvin orinaba su cama.

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Cabalgando ahora junto a los mercenarios del Regente no era nada
comparado con aquellas primeras semanas, cuando las restricciones
agobiantes habían expulsado a la Guardia del Príncipe de los salones de
entrenamiento y del patio, y los insultos y humillaciones se habían apilado
una sobre otra. No habían podido hacer nada, salvo soportarlo. Por el bien
de la Guardia, tenían que soportarlo. El Príncipe había arriesgado su
reputación por uno de ellos, ellos harían lo correcto por él.

Habían pasado tres semanas desde que Chauvin lo había atacado. Jord se
encontró plantado fuera de las barracas de la guardia, con seis hombres de
la Guardia del Príncipe, junto al Consejero Audin, Chauvin y un escuadrón
de hombres con antorchas.

El estómago de Jord dio un tumbo al ver que las habitaciones que estaban
rodeando pertenecían a Orlant. Porque esta vez, la triunfante declaración de
Chauvin era acerca de que uno de la Guardia del Príncipe estaba en la cama
con una mascota, una mujer.

Pensó en Joie la lavandera que molestaba a Orlant durante las mañanas, o


Elie, de las cocinas, que una vez le entregó a Orlant la parte final de una
hogaza de pan recién horneado. No iba a ser una mascota la que estaba allí
con Orlant. ¿Qué mascota arriesgaría una vida de joyas y comodidades por
la cara de buey de Orlant?

Sería alguien de su propia clase, y sería arrojada junto con Orlant. Si tenía
suerte, sería azotado. Si realmente era la mascota de un noble, sería
ejecutado. De cualquier manera, la Guardia del Príncipe no sobreviviría.
Orlant estaba terminado, al igual que la Guardia; esa era la mirada que se
pavoneaba en los ojos de Chauvin.

~ 29 ~
Los soldados se posicionaron. Jord apenas tuvo tiempo para registrar el
ariete, la dura mirada de los soldados, el balanceo, antes que forzaran la
puerta.

Por un momento, todos observaron.

Detrás de la astillada puerta, las barracas eran pequeñas. No había ningún


lugar donde esconderse ni una pared divisoria a la que precipitarse. Todo
estaba a la vista: estaba Orlant, más desnudo de lo que Jord alguna vez
quería verlo, y desde luego había alguien con él usando el sombrero de
mascota de una mujer. Pero no era una mascota mujer. Era Huet.

—¡Hey! —dijo Huet.

—Esto no es para nada escandaloso —dijo Audin, con el leve ceño fruncido
de alguien a quien le hicieron perder el tiempo.

—Esta es la segunda vez que la Guardia del Regente ha acusado falsamente


a mis hombres —le dijo el Príncipe al Consejero.

Lo dijo amablemente. Les tomó un momento entender las implicaciones de


ese tono amable en la recámara del Consejero donde todos ellos habían sido
arrastrados para reportarse. Chauvin dijo—: Fue un simple error…

—Dos simples errores —dijo el Príncipe.

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Se sentó en el estrado a la derecha de su tío, la figura de un niño con un
rostro que hacía parecer imposible que fuera otra cosa salvo inocente;
cabello como el sol, ojos como el cielo, su voz aún suave, como la tranquila
consideración de Chauvin, quien miraba instintivamente hacia su
benefactor.

—Consejero…

—Primo, tú has arrastrado el nombre de la familia a tus riñas —dijo Audin,


frunciéndole el ceño. —El Consejo no está aquí para resolver insignificantes
disputas.

Los otros Consejeros asintieron, se giraron y murmuraron su


consentimiento. Los cinco de ellos eran hombres mayores y el más viejo,
Herode, dijo—: Deberíamos reconsiderar nuestra discusión acerca de la
Guardia del Príncipe.

Una vez solos en el salón, Jord le entregó a Orlant la camisa de repuesto que
había agarrado de su habitación, sin decir una palabra.

—No me estoy follando a Huet —dijo Orlant. —. Él solo se apareció. Usando


eso.

—El Príncipe dijo que todos estarían llevando uno —dijo Huet, frunciendo
el ceño.

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—Por lo menos estabas vistiendo algo —Orlant le dijo, encogiéndose de
hombros dentro de la camisa.

—El Príncipe te envió a la recámara de Orlant —dijo Jord— ¿usando eso?

A la mañana siguiente, la Guardia del Príncipe se reunió en el patio con sus


uniformes, hebillas brillantes y las botas pulidas. Las noticias se habían
esparcido como el fuego: Chauvin había sido enviado de vuelta a Marches
con deshonra, y el Consejo había levantado la amenaza de disolver la
Guardia del Príncipe. Estaban completamente reincorporados; el Consejo
había decretado que la Guardia del Regente no interferiría más con ellos.

Jord vio que el Príncipe entraba al patio y se quedaba inmóvil al verlos


reunidos y en disposición para él en filas ordenadas. Por un momento no se
oyó sonido más que el del movimiento de los banderines de estrellas en la
brisa.

Luego el Príncipe habló.

—Su celebración es prematura. Ahora poseo autoridad total sobre ustedes y


no tengo intención de ser indulgente. Los hare trabajar más duro de lo que
alguna vez han trabajado. Espero que mi Guardia del Príncipe sea la mejor.

Hizo una pausa en la fila frente a Jord, y sus ojos se encontraron.

—Huet tiene lindos tobillos —dijo Jord.

~ 32 ~
—Te dije que me ocuparía de ello —le dijo el Príncipe.

La tienda de mando del Príncipe era un rectángulo de lonas color crema con
un ondeante triángulo azul en la parte de arriba, la solapa de entrada estaba
atada, para permitirles a los hombres ir y venir durante el día con informes,
noticias, escoltando a los mensajeros o con suministros. Antes que Jord
entrara, vio el interior.

Había dos cabezas juntas sobre el mapa, una con cabellos oscuros, la otra
rubia.

El Príncipe estaba solo en su tienda, junto con el Akielano que lo servía. El


Akielano estaba murmurando algo de manera tranquila, comandando la
estrategia. El Príncipe asintió, absorto. Sus ojos siguieron el dedo del
Akielano mientras trazaba una línea sobre el mapa.

Jord nunca lo había visto así, en una cómoda e íntima conversación. El


Príncipe no cultivaba compañeros, no lo había hecho de pequeño, no lo
hacía de joven. Jord se sintió como si estuviera entrometiéndose en algo
privado; estaba sorprendido por la silenciosa concentración de ambos, por
lo cerca que estaban, sus hombros casi tocándose.

—Su Alteza —dijo Jord, aclarando su garganta. Ambos miraron hacia arriba
simultáneamente.

~ 33 ~
Los dos rostros eran diferentes, pero tenían expresiones idénticas, curiosas
ante una mínima interrupción, cuando el príncipe dijo—: Capitán. Reporte.

El equipamiento y los suministros se mantenían estables. Los


entrenamientos estaban yendo bien. Jord había disciplinado a uno de los
mercenarios del Príncipe por unos comentarios. Él detalló el castigo, pero
no repitió las acotaciones. El Príncipe, cuya anatomía y preferencias a los
comentarios habían descripto a gran escala, dijo—: Esa es una prudente
manera de volver a contar los hechos. Está bien. Tomo la falta de matanza
indiscriminada como un éxito.

—Su Alteza —dijo Jord.

La presencia de ellos se detuvo en la tienda mucho tiempo después que se


hubiesen ido.

El Akielano había escuchado los reportes también, como si él fuese quien


los estaba recibiendo. Había habido una cálida mirada en sus ojos oscuros
que hablaba de un hombre quien podía encontrar simple placer en una
complicada posición. El Príncipe parecía permitirlo, una forma de
familiaridad que había rechazado de parte de otros.

Jord miró hacia abajo al mapa.

Era un lío de símbolos desconocidos, una clave geopolítica que no sabía


cómo leer. La mitad de ellos eran signos heráldicos que él nunca había visto
en su vida, los otros eran puntos y guiones que no significaban nada para él.

~ 34 ~
Él conocía sus letras, entendía los mapas normales, pero esto estaba más
allá de él.

Era el capitán de la guardia. Sabía cómo hacer simulacros. Sabía cómo


administrar suministros. Sabía cómo montar guardias, armas formaciones y
bloqueos, proteger un puesto fronterizo, o una pequeña formación en las
montañas.

Pero aquello eran tácticas de guerra a gran escala. Requería una


profundidad de conocimientos, generalato, estrategia y dominio que llevaba
años adquirir. El Akielano lo poseía. El Príncipe lo estaba aprendiendo, era
capaz de absorber complejos y teóricos conceptos y saltar instantemente a
nuevas ideas.

Estaban allí planeando algo que él no entendía, y Jord sintió como sí hubiese
entrevisto, por un instante, un mundo que era demasiado grande para él.

—Capitán —dijo Aimeric.

Jord miró hacia arriba. Aimeric no había perdido ninguno de sus modales
aristócratas, incluso dentro de simples ropas de soldado. El sol se había
puesto y los hombres habían ido a encender las antorchas a la entrada de la
tienda, al igual que los hombres habían estado entando y saliendo de ella
durante el día, llevando esto o aquello para la atención del Príncipe. La luz
enmarcó a Aimeric, era su turno para entrar.

—Podría explicártelo. Si quieres.

~ 35 ~
Jord se sonrojó. Aimeric no estaba mirando al mapa, pero estaba claro a lo
que se refería.

—Tú me ayudaste —dijo Aimeric—, cuando llegué aquí.

Detrás de Aimeric, la entrada abierta enmarcaba las formas oscuras del


campamento y el menguante sonido proveniente de afuera, mientras la
mayoría de los hombres se acostaban.

Aimeric fue hacia el lugar donde el Príncipe había estado momentos atrás.
Jord supuso que era una reacción instintiva de Aimeric, una parte de su
educación, el que pudiera leer los signos heráldicos, las marcas
desconocidas y los símbolos utilizados para la posesión de territorios.

Jord se sintió como un impostor. Este no era su mundo, pero si una guerra
se estaba acercando, él quería estar del lado correcto y hacer todo lo que
pudiera. Se acercó al mapa.

Aimeric resultó ser bueno explicando cosas, y habló sobre lo básico del
mapa. Jord estaba cohibido al principio, al igual que Aimeric lo estaba un
poco, pero las líneas de tinta comenzaron a tener sentido, y era una buena
sensación, el saber que estaba entendiendo. Finalmente, el silencio cayó, y
ellos habían terminado.

—Gracias —dijo Jord. No era suficiente. Le dijo la verdad, en voz baja,


incómodamente. —Esta Capitanía significa mucho para mí.

~ 36 ~
El aire entre ellos cambió. La mirada de Aimeric cayó a su boca. El beso
sucedió con los ojos de Aimeric muy oscuros y la mano de Jord en su cuello.
Sintió la dulce e instantánea rendición de la boca de Aimeric; todo su cuerpo
se entregó al beso. Jord lo atrajo más cerca y lo besó de la misma forma que
había imaginado, larga y profundamente, y cuando se alejó. Las mejillas de
Aimeric estaban ruborizadas, y sus ojos oscuros y bien abiertos.

La mente de Jord comenzó a dar vueltas con tonterías, la clase de cosas que
no se habían ideado para decir.

—Déjame —dijo Aimeric, antes que él pudiera. —. Soy bueno en eso.

Las manos de Aimeric descendieron torpemente hacia los lazos de la


entrepierna de Jord. La entrada a la tienda continuaba abierta. Fue todo
muy rápido, muy repentino, la sensación de aquel único beso aún alelado en
los labios de Jord.

Jord puso sus manos sobre Aimericy lo empujó hacia atrás, de forma que
quedaron enfrentados, mirándose el uno al otro. Aimeric, confundido y con
las mejillas ardiendo, dijo:

—No entiendo. Pensé que tú…

—Lo hago… yo… si tú me tomases, yo te invitaría a mi tienda —dijo Jord, su


voz tornándose áspera, insegura incluso al decirlo, como si esto fuera algo
que Aimeric esperara o quisiese. —. No soy… un hombre merecedor de tu
clase. No seré lo que tú estás acostumbrado. Pero fue enserio cuando dije
que pensaba bien de ti.

~ 37 ~
Aimeric lo estaba mirando. Jord se sintió tan fuera de lugar, plantado entre
las costosas sedas de la tienda de un Príncipe. Aimeric era un aristócrata,
pero había una forma en la que también era simplemente él, el joven a
quien Jord admiraba por su tenaz trabajo ético, quien estaba tan fuera de
lugar, en su propia manera, como cualquiera de ellos.

—Sí… si, está bien, si tú… sí. —Aimeric dio un paso hacia atrás, su
respiración algo agitada, vacilante. Miró hacia la oscura entrada de la
tienda, luego de vuelta a Jord. —Tú ve primero. Iré después. No te
preocupes. No dejaré que nadie me vea. Soy discreto. —Le sonrió.

Aimeric se movió cerca del mapa para esperar, mientras Jord daba los
primeros pasos hacia afuera, donde estaba oscuro pero iluminado con
brillantes antorchas, luces que él seguiría.

Allí afuera, el campamento era una colección de mitades desparejas,


mercenarios y guardias del Príncipe acampando juntos, demasiado
pequeñas, pensó él, para causar mucho daño en una pelea, pero cada tienda
alojaba a un hombre listo para hacer lo que pudiese. Era una improbable
asociación, pero brotaba la esperanza de lo que podían lograr juntos, y no
solos. Sintió el beso en sus labios nuevamente, su novedad, su promesa, y en
ese momento él formó parte de algo, de un comienzo; las noches como
aquella y la frontera, frente a él.

~ 38 ~
AGRADECIMIENTOS
Nuestro más sincero agradecimiento a Clara
Linares y Ella R que han traducido esta
maravillosa historia.

Sin ellas, la traducción de Green but for a


Season, no hubiese sido posible.

~ 39 ~
Deseamos que hayan disfrutado de su
lectura. Al igual que agradecemos que
esperaran por nuestra traducción,
sabemos que ha sido una espera larga
y por ello nos sentimos aún más
agradecidos. Los esperamos en las
próximas historias cortas de Captive
Prince.

~ 40 ~
Mantente informado sobre la traducción
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