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Mucha gente ha entrado por la sólida puerta de relucientes placas de cobre. Otras
muchas han salido por ella, llevando el dinero economizado en largos años de
trabajo. Los pobres llevaban allí su dinero como si fueran a orar a un templo. Mas
en aquel templo las oraciones estaban inscritas en un grueso libro y daban
intereses. Y a las gentes les parecía que aquel templo, con empleados
cuidadosamente afeitados en vez de sacerdotes, era más sólido y más importante
que los demás.
II
Un buen día, el Banco cerró de pronto su puerta. Cesó de pagar a sus clientes. El
príncipe había trabajado demasiado oro y su vientre estalló. Estaba muerto. O
quizá simulaba la muerte.
Al principio, las víctimas de aquel monstruo no sintieron más que dolor: creyeron
que fuera una herida fácil de curar. No sabían que estas heridas están siempre
envenenadas, aunque muy pronto lo comprendieron. Para muchos, la mordedura
del vampiro tuvo trágicas consecuencias. David Rimcha, que tenía en el Banco
todas sus economías, reunidas en dieciocho años de penoso trabajo, se ahorcó.
Anna Cherni, doncella del servir, que ahorraba su dinero para poder casarse con
su novio, se envenenó. Pablo Rabin, propietario de una tiendecilla de ultramarinos
y padre de cinco criaturas, que recientemente había depositado todo su dinero en
el Banco, sufrió un ataque de parálisis.
Una nube negra envolvía aquel pobre barrio. Parecía una epidemia. Los
tentáculos monstruosos del vampiro gigantesco penetraron en todas partes,
sembrando la desolación y los sufrimientos.
III
En la acerca estaba de pie Tina Berg, una joven de bello y pálido rostro y
admirables ojos negros.
-¡No!
—Todo lo que tenía. Todo lo que había ganado en dos años y medio.
Se inclinó sobre ella y, en voz baja y entrecortada, llena de felicidad, como hablan
los jóvenes enamorados, le murmuró al oído:
—Te he buscado todas las tardes, te esperaba hasta las horas avanzadas de la
noche... No podía dormir. Te amo de tal modo, Tina, que no puedo vivir sin ti.
¿Casémonos dentro de un mes?... ¿Quieres? Trabajaremos los dos ...
¿Quieres?...
La acera estaba llena de líneas irregulares y de números que los niños habían
dibujado para jugar.
Ella sacó su pie por debajo de la falda de seda, que hasta ahora nunca había
usado, y mirando su elegante bota amarilla, preguntó:
—No te costará caro. Mira... Indicó, con su pie elegante, un sitio en la acera. El
siguió con la vista el pie de la joven y vio la cifra 3, que los niños habían pintado
con tiza sobre las sucias piedras de la acera. El joven seguía sin comprender.
Entonces, ella, con voz alterada, en la que se adivinaban las lágrimas, le dijo:
—¡No seas tonto! Me puedes tener por tres rublos. No vale la pena de que nos
casemos...