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Hay un tipo de poder que no viene dado por el control, ni por la profesión, ni
por el prestigio, y que no puede ser obtenido por la ambición. La reputación forma
parte de él, pero solo una parte. Es el poder de la autoridad.
La naturaleza de este tipo de poder, de dónde procede, cómo puede ser
reconocido, su manera de funcionar: éstas son preguntas que las respuestas
habituales no pueden satisfacer. Por ejemplo, la autoridad puede llegar con la
vejez, aunque tampoco es seguro, porque los mayores de nuestra sociedad tal
vez no poseerán la autoridad de los ancianos tribales (tribus). Los atributos de la
edad, tales como el pelo teñido, las dentaduras postizas y las arrugas de una
persona que está jubilada en una silla en la playa, no confieren la misma
autoridad que signos parecidos (cicatrices, marcas, falta de dientes y tatuajes) en
la cara de un anciano tribal. La edad no es suficiente. Tampoco la frase “el
conocimiento es poder” contiene el secreto de la autoridad. Una persona puede
rebosar (derramar) datos y recordar todas las intrigas e historiales personales de
la oficina, siendo así “muy valioso” para la empresa, sin conseguir nunca la
autoridad suficiente para ser escuchado.
La autoridad puede proceder de logros excepcionales, pero esto tampoco es
seguro, porque una habilidad específica no confiere necesariamente la gama más
amplia del respeto.
[…] Incluso si la autoridad aparece como un don autónomo y reside en mi
naturaleza específica, su poder real se manifiesta únicamente dentro de un
contexto comunitario. Debe ser reconocida. Yo puedo ser experto, inteligente,
único e independiente, pero hasta que me necesiten o me llamen, no tengo
autoridad.
Las otras personas garantizan la autoridad que no puede ser conferida
únicamente por la individualidad. La autoridad es social, del mismo modo que el
yo es comunitario.