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Según eso, ¿qué habría sucedido en el calvario? Aunque es tarea difícil, voy a intentar
entrar en el contexto vital de la Madre, y mostrar en qué consistió su suprema grandeza,
en ese momento.
La Madre está metida en el círculo cerrado de una furiosa tempestad, interpretada, por
todo el mundo, como el desastre final de un proyecto dorado y adorado.
Es preciso imaginarse el contorno humano, en cuyo centro está ella, de pie; en el primer
plano, los ejecutores de la sentencia, fríos e indiferentes; más allá, los sanedritas, con
aire triunfal; más lejos, la multitud de curiosos, entre los cuales, unas pocas valientes
mujeres que, con sus lágrimas de impotencia, manifiestan su simpatía por el
Crucificado. Y, para todos estos grupos, sin excepción, lo que estaba sucediendo era la
última escena de una tragedia.
Los sueños acababan aquí, juntamente con el Soñador.
Es preciso colocarse en medio de ese círculo vital y fatal, en que unos lamentaban, y
otros celebraban, ese triste final, y en medio de ese remolino, la figura digna y patética
de la Madre, aferrada a su fe para no sucumbir emocionalmente, entendiendo algunas
cosas, por ejemplo, lo de la "espada", vislumbrando confusamente otras... No son
circunstancias para pensar en bonitas teologías. Cuando alguien está combatido por un
huracán, le basta con mantenerse en pie, y no caer.
¿Entender? ¿Saber? Eso no es lo importante. Tampoco entendió, la Madre, las palabras
del Niño de doce años, sin embargo, tuvo, también allá, una reacción sublime. Lo
importante no es el conocimiento sino la fe, y, ciertamente, la fe de María escaló, aquí,
la montaña más alta. Aquella que no entendió las palabras de Simeón (Lc 2,33)
¿entendería completamente lo que estaba sucediendo en el Calvario? Lo importante no
era el entender, sino el entregarse.
...
Y en medio de esa oscuridad, María, dice el Concilio (LG 61), mantuvo su hágase, en
un tono sostenido y agudo:
Padre querido, apenas entiendo nada en medio de esta confusión general; sólo entiendo
que, si Tú no hubieras querido, nunca habría acontecido todo esto. Hágase, pues, tu
Voluntad.
Todo parece incomprensible, pero estoy de acuerdo, Padre mío. No veo por qué tenía
que morir tan joven, y, sobre todo, de esta manera, pero acepto tu Voluntad ¡está
bien, Padre mío!
No veo por qué tenía que ser este cáliz, y no otro, para salvar el mundo. Pero no
importa. Me basta saber que es obra tuya. Hágase. Lo importante no es el ver sino el
aceptar.
No veo por qué el Esperado durante tanto tiempo, tenía que ser interrumpido
intempestivamente al comienzo de su tarea. Un día me dijiste que mi Hijo sería grande,
no veo que sea grande. Mas, aunque nada vea, yo sé que todo está bien, acepto todo,
estoy de acuerdo con todo, hágase tu Voluntad.
Padre mío, en tus brazos deposito a mi querido Hijo.
Fue el holocausto perfecto, la oblación total. La Madre adquirió una altura espiritual
vertiginosa, nunca fue tan pobre y tan grande, parecía una pálida sombra, pero al mismo
tiempo tenía la estampa de una reina. En esta tarde, la Fidelidad levantó un altar en la
cumbre más alta del mundo.
"Señora de la Pascua:
Señora de la Cruz y la Esperanza,
Señora del Viernes y del Domingo,
Señora de la noche y de la mañana,
Señora de todas las partidas,
porque eres la Señora del
"tránsito" o la "pascua".
Escúchanos:
Hoy queremos decirte "muchas gracias".
Muchas gracias, Señora, por tu Fiat;
por tu completa disponibilidad de "esclava".
Por tu pobreza y tu silencio.
Por el gozo de tus siete espadas.
Por el dolor de todas tus partidas,
que fueron dando la paz a tantas almas.
Por haberte quedado con nosotros
a pesar del tiempo y las distancias".
(Cardenal Pironio)