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Una Espada

"Junto a la cruz de Jesús estaba, de pie, su Madre" (Jn 19,25).


Estas breves palabras evocan un vasto universo, con implicancias trascendentales para
la historia de la salvación.
¿Sabía, ¿María, todo el significado de lo que estaba aconteciendo, en esa tarde, en el
Calvario? ¿Sabía, por ejemplo, tanto cuanto nosotros sabemos sobre el significado
trascendental y redentor, de aquella muerte sangrienta?
Es preciso distinguir claramente, en María, la ciencia (conocimiento teológico de la
Madre sobre lo que estaba aconteciendo en el Calvario), de la fe. La grandeza no le
viene a María de su conocimiento, mayor o menor, sino de su fe.
...
Para saber exactamente qué le aconteció a María, en aquella tarde -acontecer, en el
sentido vital de la palabra- no podemos imaginar a María como un ente abstracto y
solitario, aislado de su grupo humano, sino como una persona normal que recibe el
impacto de la influencia de su medio ambiente. Así somos los humanos, y así fue, sin
duda, María.
Pues bien; por el contexto evangélico, la muerte de Jesús tuvo para los apóstoles,
carácter de catástrofe final. Ahí se acababa todo. Esa impresión y estado de ánimo están
admirablemente reflejados, en la escena de Emaús. Cleofás, después de sentirse triste
porque el Interlocutor ignoraba los últimos sucesos, que para él eran herida reciente y
doliente, acabó con un "nosotros esperábamos", como quien quiere añadir después: pero
ya todo está perdido, ¡todo fue un sueño tan bonito! más, fue sueño.
Caifás, representando al bando contrario, tenía la convicción de que, acabando con
Jesús, acababa con el movimiento. Y tenía razón, porque así mismo sucedió.
Cuando los apóstoles vieron a Jesús en manos de los enemigos, se olvidaron de sus
juramentos de fidelidad, y cada cual, buscando salvar su propia piel, se dieron a la fuga,
en desbandada, abandonándolo todo. A los tres días estaban todavía escondidos, con las
puertas bien atrancadas (Jn 20,19), para salvar, por lo menos, su pellejo, ya que habían
perdido a su líder.
Ese era su estado de ánimo: en el sepulcro dormía, enterrado para siempre, un lindo
sueño junto al Soñador. De ahí, su obstinada resistencia a creer en las noticias de la
Resurrección. El día de Pentecostés, el Espíritu Santo esclareció todo el panorama de
Jesús. Sólo entonces supieron quién fue Jesucristo.
...
¿Y María? Primeramente, no debemos olvidar que María alternaba y se movía en medio
de este grupo humano, tan desorientado y abatido.
Yo no puedo imaginarme a María, adorando emocionada, cada gota de sangre que caía
de la cruz. Yo no podría imaginarme que María supiera toda la teología sobre la
Redención por la muerte de cruz, teología que nos enseñó el Espíritu Santo, a partir de
Pentecostés.
Si ella hubiese sabido, todo cuanto nosotros sabemos ¿cuál habría sido su mérito? En
medio de aquel escenario desolado, hubiera constituido un consuelo infinito, el saber
que ni una sola gota de esa sangre se la tragaría inútilmente la tierra; el saber que si se
perdía el Hijo, se ganaba, a cambio, el mundo y la Historia; y el saber, además, que la
ausencia del Hijo sería momentánea. En estas circunstancias, poco le hubiera costado
aceptar, con paz, aquella Muerte.
Tampoco puedo imaginármela, dominada por el desconcierto total de los apóstoles,
pensando que todo terminaba ahí. Eso tampoco.
Vemos por el Evangelio que María fue navegando entre luces y sombras,
comprendiendo a veces claramente, otras veces no tanto, meditando las palabras
antiguas, adhiriéndose a la voluntad del Padre, vislumbrando, en forma lenta pero
creciente, el Misterio trascendente de Jesucristo... Según los evangelios, así hizo su
camino de fe, la Madre.
...

Según eso, ¿qué habría sucedido en el calvario? Aunque es tarea difícil, voy a intentar
entrar en el contexto vital de la Madre, y mostrar en qué consistió su suprema grandeza,
en ese momento.
La Madre está metida en el círculo cerrado de una furiosa tempestad, interpretada, por
todo el mundo, como el desastre final de un proyecto dorado y adorado.
Es preciso imaginarse el contorno humano, en cuyo centro está ella, de pie; en el primer
plano, los ejecutores de la sentencia, fríos e indiferentes; más allá, los sanedritas, con
aire triunfal; más lejos, la multitud de curiosos, entre los cuales, unas pocas valientes
mujeres que, con sus lágrimas de impotencia, manifiestan su simpatía por el
Crucificado. Y, para todos estos grupos, sin excepción, lo que estaba sucediendo era la
última escena de una tragedia.
Los sueños acababan aquí, juntamente con el Soñador.
Es preciso colocarse en medio de ese círculo vital y fatal, en que unos lamentaban, y
otros celebraban, ese triste final, y en medio de ese remolino, la figura digna y patética
de la Madre, aferrada a su fe para no sucumbir emocionalmente, entendiendo algunas
cosas, por ejemplo, lo de la "espada", vislumbrando confusamente otras... No son
circunstancias para pensar en bonitas teologías. Cuando alguien está combatido por un
huracán, le basta con mantenerse en pie, y no caer.
¿Entender? ¿Saber? Eso no es lo importante. Tampoco entendió, la Madre, las palabras
del Niño de doce años, sin embargo, tuvo, también allá, una reacción sublime. Lo
importante no es el conocimiento sino la fe, y, ciertamente, la fe de María escaló, aquí,
la montaña más alta. Aquella que no entendió las palabras de Simeón (Lc 2,33)
¿entendería completamente lo que estaba sucediendo en el Calvario? Lo importante no
era el entender, sino el entregarse.
...
Y en medio de esa oscuridad, María, dice el Concilio (LG 61), mantuvo su hágase, en
un tono sostenido y agudo:
Padre querido, apenas entiendo nada en medio de esta confusión general; sólo entiendo
que, si Tú no hubieras querido, nunca habría acontecido todo esto. Hágase, pues, tu
Voluntad.
Todo parece incomprensible, pero estoy de acuerdo, Padre mío. No veo por qué tenía
que morir tan joven, y, sobre todo, de esta manera, pero acepto tu Voluntad ¡está
bien, Padre mío!
No veo por qué tenía que ser este cáliz, y no otro, para salvar el mundo. Pero no
importa. Me basta saber que es obra tuya. Hágase. Lo importante no es el ver sino el
aceptar.
No veo por qué el Esperado durante tanto tiempo, tenía que ser interrumpido
intempestivamente al comienzo de su tarea. Un día me dijiste que mi Hijo sería grande,
no veo que sea grande. Mas, aunque nada vea, yo sé que todo está bien, acepto todo,
estoy de acuerdo con todo, hágase tu Voluntad.
Padre mío, en tus brazos deposito a mi querido Hijo.
Fue el holocausto perfecto, la oblación total. La Madre adquirió una altura espiritual
vertiginosa, nunca fue tan pobre y tan grande, parecía una pálida sombra, pero al mismo
tiempo tenía la estampa de una reina. En esta tarde, la Fidelidad levantó un altar en la
cumbre más alta del mundo.

"Señora de la Pascua:
Señora de la Cruz y la Esperanza,
Señora del Viernes y del Domingo,
Señora de la noche y de la mañana,
Señora de todas las partidas,
porque eres la Señora del
"tránsito" o la "pascua".
Escúchanos:
Hoy queremos decirte "muchas gracias".
Muchas gracias, Señora, por tu Fiat;
por tu completa disponibilidad de "esclava".
Por tu pobreza y tu silencio.
Por el gozo de tus siete espadas.
Por el dolor de todas tus partidas,
que fueron dando la paz a tantas almas.
Por haberte quedado con nosotros
a pesar del tiempo y las distancias".

(Cardenal Pironio)

- Ignacio Larrañaga, “El Silencio de María”, Ediciones Paulinas, 1977.

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