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GUADALUPE
ES “EL MONTE EVEREST”
Así decía un querido amigo, ya fallecido, el ingeniero Carlos Vidal Martínez,
devotísimo hijo de María, poseedor de una imponderable cultura mariológica: “Si las
apariciones marianas tuvieran los nombres de nuestras montañas, ¡Guadalupe sería el
Monte Everest!”
También yo estoy convencido de la extraordinaria importancia de esta “mariofanía”
en la historia de la Salvación, en el proyecto del Amor de Dios.
Pero antes de hablar de este “signo grandioso” y de su significado transcendental,
conviene encuadrarlo en la historia –historia de la Salvación y de Algo más que nuestra
sola salvación–, en el proyecto de Dios, precisamente.
“GUADALUPE”:
“RÍO DEL ESPEJO DE LUZ”
La devoción a Nuestra Señora de Guadalupe no se explica, como veremos, diciendo
que fue llevada a América por los “conquistadores”, en buena parte procedentes de la
región de Extremadura. En efecto, dos siglos antes de la aparición de la Stma. Virgen en
Méjico (“la Nueva España”) al Santo indio Juan Diego, la misma Madre de Dios se había
aparecido junto al río Guadalupejo, del cual deriva el nombre del pueblo de Guadalupe.
Esa aparición había dado origen a un grandioso monasterio, que en tiempos del
descubrimiento del Nuevo Mundo, con más de cien monjes, estaba en el ápice de su
gloria, meta de incesantes peregrinaciones da Portugal y de toda Europa y también el
hospital más famoso y la mejor escuela de medicina de aquel tiempo (Fue el primer lugar
en el mundo en que se empezó a practicar la autopsia con permiso de la Santa Sede).
La palabra Guadalupe, como muchos otros nombres de ríos, está compuesta por la
palabra árabe “wuad” o “guad” (que quiere decir precisamente “río”) y por otra,
“lubein” (oculto), o más probablemente “lupejo”, deformación del latín “lucis
speculum”. Significa por tanto “Río del espejo de luz”. Y, puesto que existen dos
distintas manifestaciones marianas con el mismo nombre, conviene examinar los
orígenes de cada una, para así ver luego cuál sea su relación.
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En primer lugar,
Nuestra Señora de Guadalupe de Extremadura
Veamos lo que cuenta fray Arturo Alvarez, OFM. (“Guadalupe”, Temas españoles,
Madrid, 1959):
Como en tantos casos análogos, un halo de poética leyenda envuelve los orígenes de
Guadalupe. Leyenda a la cual algunos han querido darle fuerza de tradición. Mas a partir
de un determinado momento hallamos una historia sólidamente documentada, que no
necesita de ese soporte imaginario.
Cuentan que la Virgen Morena, que dió nombre a este santuario, fue labrada por el
evangelista San Lucas en Palestina y con su cuerpo la imagen fue enterrada en Bizancio
o Constantinopla. Descubierta después milagrosamente, recibió allí culto hasta que un
día la llevó a Roma el obispo Gregorio, que después fue Papa –con el nombre de Gregorio
el Grande– y santo. En la Ciudad Eterna túvola en su capilla privada, y se hizo famosa
cuando a fines del siglo VI fue sacada por el pontífice en solemne procesión por las calles
para que cesase la cruel peste que asolaba la ciudad de los Papas. Fue su valimiento tan
eficaz que la epidemia huyó, mientras un ángel aparecía sobre el castillo de Sant’Angelo
limpiando una espada ensangrentada y un coro de querubes entonaba el “Regina Coeli,
laetare...”, que desde entonces pasó a la liturgia de la Iglesia. San Gregorio Magno tenía
singular amistad con el arzobispo de Sevilla, San Leandro, y en ocasión que éste le
visitara en Roma, donóle la milagrosa imágen de María, que ya era llamada la Virgen
Gregoriana. La leyenda se ha convertido en probable tradición desde que la Madre de
Dios sale de Roma, y prosigue diciéndonos que en la iglesia mayor de la ciudad del Betis
(Sevilla) recibió ferviente culto, durante casi una centuria, hasta el fatídico año 711, en
que la Media Luna irrumpió en España, amenazando con borrar del suelo patrio la
religión católica. Ante el peligro, unos piadosos clérigos huyen de Sevilla hacia el norte,
llevando consigo algunas reliquias más venerandas, entre ellas la sagrada imagen
Gregoriana, que esconden entre las escarpadas montañas castellanas de las Villuercas,
cerca de un pequeño río que se llama Guadalupe, que naciendo en la vertiente sur de estas
sierras, corre en busca del caudaloso Guadiana, saltando por entre riscos o deslizándose
por verdes prados y mimbreras. Y aquí permanece la prodigiosa Virgen durante más de
cinco siglos.
La leyenda y tradición acaban y una luminosa historia –corroborada por fidedignos
documentos– nos señala el origen verdadero de Guadalupe en los postrimeros años del
siglo XIII. Era rey de Castilla el sabio monarca Alfonso X cuando un pastor cacereño
−llamado Gil Cordero− guardaba un hato de vacas en las cercanías de Alía. Habiendo
perdido una res, buscóla durante tres días por los contornos, hasta que al fin la encontró
muerta cerca de las márgenes del río Guadalupe, junto a las rocosas Villuercas. Al hacer
una cruz sobre ella para quitarle la piel, levantóse viva la vaca y, mirando en su derredor
el aterrado ganadero, vio a la Madre de Dios, que le decía: “No tengas miedo, porque
soy la Madre de Dios, mas avisa a los sacerdotes de Cáceres y díles que en este lugar se
esconde una imagen mía que deseo reciba aquí singular veneración”. Era el 6 de
Septiembre de 1315. Y efectivamente, tres días más tarde, acompañado el pastor de unos
clérigos que trajo de Cáceres, cavaron donde la vaca estuviera muerta, y dentro de una
antigua urna de piedra hallaron la imagen de la Madre Virgen, de tez muy morena –casi
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negra– y sentada sobre un sillón, con el Niño sobre el regazo. El hallazgo habría sido
confirmado con la resurrección del hijo del pastor.
Guadalupe era el nombre del río que presenció el felíz hallazgo y Guadalupe se llamó
a la Virgen. Este nombre recibiólo después la Puebla que paulatinamente se formó en
derredor a la milagrosa imagen, y Guadalupe se denominan hoy infinidad de lugares en
el mundo. El venturoso Gil Cordero y los sacerdotes, afortunados con el hallazgo,
levantaron una pobre ermitilla de corcho y ramaje para guardar la Santa Virgen. Mas la
fama de sus prodigios extendióse muy pronto por toda la región y aún por España, a pesar
de los parajes tan despoblados en que ésta se veneraba, fue creciendo el número de
peregrinos y devotos, y con sus limosnas erigióse luego una iglesia, a cuyo cuidado
estaban algunos sacerdotes, que ya en la primera mitad del siglo XIV edificaron un
hospital para atender a los peregrinos enfermos. El nombre y los milagros de esta Virgen
llegaron a oídos del rey Alfonso XI el Justiciero, quien vino a encomendarle la batalla
del Salado, tan decisiva contra el avance turco (sic!) por España. Fue librada la sangrienta
lucha en aguas del histórico río Salado, el año 1340, y la Virgen de Guadalupe –que es
tradición llevaba copiada el monarca– dióle completa victoria. El rey, agradecido, volvió
a Guadalupe, ofreció ricos presentes del botín de guerra a la Virgen y, derribando la pobre
iglesia, mandó levantar un hermoso templo gótico muy capaz, que fue acabado a fines
del siglo XIV.
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- Juan Diego reconoció desde el primer momento Quién era la maravillosa Jóven que veía.
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María, MADRE DEL VERDADERO [verdaderísimo] DIOS por quien se vive, del Creador
[de las personas] cabe quien está todo [del Señor de la cercanía y del conjunto],
Señor del Cielo y de la tierra. Deseo vivamente que se me erija aquí un Templo [mi
pequeña casa sagrada], para en él mostrar [donde lo haré conocer, lo glorificaré al
manifestarlo] y dar [lo daré a las gentes a través de] todo mi amor, compasión [mi
mirada compasiva], auxilio y defensa [protección], pues YO SOY VUESTRA PIADOSA
MADRE [llena de compasión], a tí, a todos vosotros juntos, los moradores de esta
tierra, y a las demás [estirpes de hombres] amantes míos que me invoquen y en mí
confíen [que me busquen, que pongan en mí su confianza]; oír allí sus lamentos
[porque allí escucharé su llanto, su tristeza] y remediar todas sus miserias, penas y
dolores. Y para realizar lo que mi clemencia [mirada misericordiosa] pretende, ve
al palacio del obispo de Méjico y le dirás cómo yo te envío a manifestarle lo que
mucho deseo, que aquí, en el llano, me edifique un Templo [una casa, un pequeño
templo]. Le contarás cuanto has visto y admirado y lo que has oído. Ten por seguro
que te lo agradeceré bien y lo pagaré, porque te haré felíz [te enriqueceré, te
glorificaré ] y merecerás mucho que yo te recompense el trabajo y fatiga con que
vas a procurar lo que te encomiendo. Mira, que ya has oído mi mandato [mi voz,
mi palabra], hijo mío el más pequeño; anda y pon todo tu esfuerzo”.
Al punto se inclinó delante de Ella y le dijo: “Señora mía, ya voy a cumplir tu
mandato; por ahora me despido de tí, yo, tu humilde siervo”.
Luego bajó, para ir a hacer su mandado, y salió a la calzada que viene en línea
recta a Méjico. Habiendo entrado en la ciudad, sin dilación se fue en derechura al
palacio del obispo, que era el prelado que muy poco antes había venido y se
llamaba Don fray Juan de Zumárraga, religioso de San Francisco. Apenas llegó,
trató de verle; rogó a sus criados que fueran a anunciarle y pasado un ben rato
vinieron a llamarle, que había mandado el señor obispo que entrara. Luego que
entró se inclinó y arrodilló delante de él, en seguida le dio el recado de la Señora
del Cielo, y también le dijo cuanto admiró, vió y oyó.
Después de oír toda su plática y su recado, pareció no darle crédito, y le
respondió: “Otra vez vendrás, hijo mío, y te oiré más despacio, lo veré muy desde
el principio y pensaré en la voluntad y deseo con que has venido”. Juan Diego salió
y se vino triste, porque de ninguna manera se realizó su mensaje.
Segunda aparición
(9 de Diciembre de 1531, sábado, al atardecer, en el Tepeyác)
En el mismo día se volvió; se vino derecho a la cumbre y acertó con la Señora
del Cielo, que le estaba aguardando allí mismo donde la vio la vez primera.
Al verla, se postró delante de Ella y le dijo: “Señora, la más pequeña de mis
hijas, Niña mía, fui a donde me enviaste a cumplir tu mandado. Aunque con
dificultad, entré a donde es el asiento del prelado. Le vi y expuse tu mensaje [delante
de él he expuesto tu voz, tu palabra], así como me advertiste. Me recibió
benignamente y me oyó con atención, pero en cuanto me respondió, pareció que no
lo tuvo por cierto. Me dijo: «Otra vez vendrás; te oiré más despacio; veré muy desde
el principio el deseo y voluntad con que has venido...» Comprendí perfectamente en
la manera como me respondió, que piensa que es quizá invención mía que Tú
quieres que aquí te hagan un Templo y que acaso no es de orden tuya [que no venga
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de tus labios], por lo cual te ruego encarecidamente, Señora [mi Reina] y Niña mía,
que a alguno de los principales, conocido, respetado y estimado, le encargues que
lleve tu mensaje [tu voz, tu amable palabra] para que le crean; porque yo soy un
hombrecillo [un hombre del campo], soy un cordel, soy escalerilla de tablas, soy
cola, soy hoja, soy gente menuda [yo mismo necesito ser conducido, llevado sobre
el hombro], y Tú, [oh Virgen mía], Niña mía, la más pequeña de mis hijas, Señora,
me envías a un lugar por donde no ando y donde no paro. ¡Perdóname que te cause
gran pesadumbre [sé que aflijiré con gran pena tu rostro, tu corazón] y caiga en tu
enojo [sentirás disgusto de mí ], Señora y Dueña mía!”
Le respondió la Santísima Virgen [perfecta, digna de honor y veneración]: “Oye,
hijo mío el más pequeño: ten entendido que son muchos mis servidores y
mensajeros a quienes puedo encargar que lleven mi mensaje [mi voz, mi palabra]
y HAGAN MI VOLUNTAD; pero es de todo punto preciso que tú mismo solicites y ayudes
y con tu mediación SE CUMPLA MI VOLUNTAD. Mucho te ruego, hijo mío el más
pequeño, y con rigor te mando que otra vez vayas mañana a ver al obispo. Dale
parte en mi nombre y hazle saber por entero mi Voluntad: que tiene que poner por
obra el Templo que le pido. Y otra vez dile que Yo en persona, la siempre Virgen
Santa María, Madre de Dios, te envía”.
Respondió Juan Diego: “Señora y [Reina mía], Niña mía, no te cause yo
aflicción [no quiero entristecer tu rostro, tu corazón]; de muy buena gana iré a
cumplir tu mandato. De ninguna manera dejaré de hacerlo, ni tengo por penoso el
camino. Iré a hacer tu Voluntad; pero acaso no seré oído con agrado o, si fuere oído,
quizá no me creerá. Mañana en la tarde, cuando se ponga el sol, vendré a dar razón
de tu mensaje con lo que responda el prelado. Ya de tí me despido [con respeto],
Hija mía la más pequeña, mi Niña y Señora. Descansa entre tanto”.
Luego él se fue a descansar a su casa.
Al día siguiente, domingo muy de madrugada [cuando todavía estaba oscuro],
salió de su casa y se vino derecho a Tlatilolco, a instruirse de las cosas divinas y
estar presente en la cuenta para ver enseguida al prelado. Casi a las diez se
presentó después de que oyó misa y se hizo la cuenta y se dispersó el gentío. Al
punto se fue Juan Diego al palacio del señor obispo. Apenas llegó, hizo todo
empeño por verlo, otra vez con mucha dificultad le vio: se arrodilló a sus pies, se
entristeció y lloró al exponerle el mandato de la Señora del Cielo; que ojalá que
creyera su menjase y la Voluntad de la Inmaculada [de la perfecta Virgen], de
erigirle su templo [su pequeña casa sagrada ] donde manifestó que lo quería.
El señor obispo, para cerciorarse, le preguntó muchas cosas: dónde La vio y
cómo era; y él refirió todo perfectamente al señor obispo. Mas aunque explicó con
precisión la figura de Ella y cuanto había visto y admirado, que en todo se
descubría ser Ella la sempre Vergine, Santísima Madre del Salvador Nuestro Señor
Jesucristo, sin embargo no le dio crédito y dijo que no solamente por su plática y
solicitud se había de hacer lo que pedía, que, además, era necesaria una señal para
que se le pudiera creer que le enviaba la misma Señora del Cielo.
Así que lo oyó, dijo Juan Diego al obispo: “Señor, mira cuál ha de ser la señal
que pides; que luego iré a perdírsela a la Señora del Cielo que me envía acá”.
Viendo el obispo que ratificaba todo, sin dudar ni retractar nada, le despidió.
Mandó inmediatamente a unas gentes de su casa, en quienes podía confiar, que le
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vinieran siguiendo y vigilando mucho a dónde iba y a quién veía y hablaba. Así se
hizo.
Juan Diego se vino derecho y caminó por la calzada; los que venían tras él,
donde pasa la barranca, cerca del puente Tepeyácac, lo perdieron, y aunque más
buscaron por todas partes, en ninguna manera le vieron. Así es que regresaron, no
solamente porque se fastidiaron, sino también porque les estorbó su intento y les
dio enojo. Eso fueron a informar al señor obispo, inclinándole a que no le creyera,
le dijeron que no más le engañaba; que no más forjaba lo que venía a decir o que
únicamente soñaba lo que decía y pedía y, en suma, discurrieron que si otra vez
volvía, le habían de coger y castigar con dureza para que nunca más mintiera y
engañara.
Tercera aparición
(10 de Diciembre, domingo, al atardecer, en la cumbre del Tepeyác)
Entre tanto, Juan Diego estaba con la Santísima Virgen, diciéndole la respuesta
que tenía del señor obispo; lo que oído por la Señora, le dijo: “Bien está, hijo mío;
volverás aquí mañana para que lleves al obispo la señal que te ha pedido. Con eso
te creerá y acerca de esto ya no dudará ni de tí sospechará. Y sábete, hijito mío, que
Yo te pagaré tu cuidado y el trabajo y cansancio que por Mí has emprendido. ¡Ea!,
vete ahora, que mañana aquí te aguardo”.
Al día siguente, lunes, cuando tenía que llevar Juan Diego alguna señal para ser
creído, ya no volvió, porque cuando llegó a su casa, a un tío que tenía, llamado
Juan Bernardino, le había dado la enfermedad y estaba muy grave. Primero fue a
llamar a un médico y le auxilió; pero ya no era tiempo, ya estaba muy grave. Por
la noche le rogó su tío que de madrugada saliera y viniera a Tlatilolco a llamar a
un sacerdote, que fuera a confesarle y a disponerle, porque estaba muy cierto de
que era tiempo de morir y que ya no se levantaría ni sanaría.
Cuarta aparición
(12 de DICIEMBRE de 1531, martes, al alba, en la ladera del Tepeyác)
El martes, muy de madrugada, se vino Juan Diego de su casa a Tlatilolco a
llamar al sacerdote, y cuando venía llegando al camino que sale junto a la ladera
del cerrillo del Tepeyácac, hacia el poniente, por donde tenía costumbre de pasar,
dijo: “Si me voy derecho, no sea que me vaya a ver la Señora, y en todo caso me
detenga para que lleve la señal al prelado, según me previno: que primero nuestra
aflicción nos deje y primero llame yo de prisa al sacerdote; el pobre de mi tío lo está
ciertamente aguardando”.
Luego dio vuelta al cerro, subió por entre él y pasó al otro lado, hacia el oriente,
para llegar pronto a Méjico y que no le detuviera la Señora del Cielo.
Pensó que por donde dió vuelta no podía verle la que está mirando bien a todas
partes. La vio bajar de la cumbre del cerrillo y que estaba mirando hacia donde él
antes la veía. Salió a su encuentro a un lado del cerro y le dijo: “¿Qué hay, hijo mío
el más pequeño? ¿A dónde vas?”
¿Se apenó él un poco o tuvo vergüenza, o se asustó? Juan Diego se inclinó
delante de Ella y la saludó diciendo: “Niña mía, la más pequeña de mis hijas,
Señora, ojalá estés contenta. ¿Cómo has amanecido? ¿Estás bien de salud, Señora
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y Niña mía? Voy a causarte aflicción: sabe, Niña mía, que está muy malo un pobre
siervo tuyo, mi tío; le ha dado la peste y está para morir. Ahora voy presuroso a tu
casa de Méjico a llamar uno de los sacerdotes amados de Nuestro Señor, que vaya
a confesarle y disponerle, porque desde que nacemos venimos a aguardar el trabajo
de nuestra muerte. Pero si voy a hacerlo, volveré luego otra vez aquí, para ir a llevar
tu mensaje. Señora y Niña mía, perdóname; tenme por ahora paciencia. No te
engaño, Hija mía la más pequeña; mañana vendré a toda prisa”.
Después de oir la plática de Juan Diego, respondió la piadosísima Virgen: “Oye
y ten entendido, hijo mío el más pequeño, que es nada lo que te asusta y aflige. No
se turbe tu corazón, no temas esa enfermedad, ni otra alguna enfermedad y
angustia. ¿No estoy Yo aquí, que soy tu Madre? ¿No estás bajo mi sombra? ¿No soy
Yo tu salud? ¿No estás por ventura en mi regazo? ¿Qué más has menester? No te
apene ni te inquiete otra cosa, no te aflija la enfermedad de tu tío, que no morirá
ahora de ella: está seguro de que ya sanó”. (Y entonces sanó su tío, según después
de supo).
Cuando Juan Diego oyó estas palabras de la Señora del Cielo se consoló
mucho, quedó contento. Le rogó que cuanto antes le despachara a ver al señor
obispo, a llevarle alguna señal y prueba, a fin de que le creyera. La Señora del Cielo
le ordenó que subiera a la cumbre del cerrillo, donde antes la veía. Le dijo: “Sube,
hijo mío el más pequeño, a la cumbre del cerrillo, allí donde me viste y te dí órdenes.
Hallarás que hay diferentes flores: córtalas, júntalas, recógelas; enseguida baja y
tráelas a mi presencia”.
Al punto subió Juan Diego al cerrillo y cuando llegó a la cumbre se asombró
mucho de que hubieran brotado tantas variadas, exquisitas rosas de Castilla, antes
del tiempo en que se dan, porque a la sazón se encrudecía el hielo. Estaban muy
fragantes y llenas de rocío de la noche, que semejaban perlas preciosas. Luego
empezó a cortarlas, las juntó todas y las echó en su regazo. La cumbre del cerrillo
no era lugar en que se dieran ningunas flores, porque tenía muchos riscos, abrojos,
espinas, nopales y mezquites, y si se solían dar hierbecillas, entonces era el mes de
diciembre, en que todo lo come y echa a perder el hielo. Bajó inmediatamente y
trajo a la Señora del Cielo las diferentes rosas que fue a cortar; la que, así como las
vio, las cogió con su mano y otra vez se las echó en su regazo, diciéndole: “Hijo
mío el más pequeño, esta diversidad de rosas es la prueba y señal que llevarás al
obispo. Le dirás en mi nombre que vea en ellas mia Voluntad y que él tiene que
cumplirla. Tú eres mi embajador, muy digno de confianza. Rigurosamente te ordeno
que sólo delante del obispo despliegues tu manta y descubras lo que llevas.
Contarás bien todo: dirás que te mandé subir a la cumbre del cerrillo a que fueras
a cortar flores, y todo lo que viste y admiraste, para que puedas inducir al prelado
a que dé su ayuda, con objeto que se haga y erija el Templo que he pedido”.
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Ha sido hecho un estudio de las estrellas del manto, que resultan ser las del cielo de
inverno en diciembre, hacia las 6 de la mañana, estando las constelaciones “vistas por
detrás” (o sea, al revés) y en proyección plana en lugar de esférica, motivo por el que a
simple vista no se nota.
Desde el entonces Pontífice reinante, CLEMENTE VII (el Papa del “saqueo de
Roma”), hasta JUAN PABLO II (el primero que ha ido personalmente a venerar a la
Virgen de Guadalupe, en febrero de 1979, en su primer viaje apostólico) han habido 46
Pontífices, tantos como son las estrellas del manto. En estas cosas, “toda coincidencia
no es puramente casual”.
9) El examen con rayos infrarojos de la imagen de la Stma. Virgen ha permitido ver
claramente la sencillez de la misma, como apareció milagrosamente en la tilma de Juan
Diego: no estaban algunos elementos, añadidos más tarde por los hombres (los rayos que
la rodean, las estrellas del manto, la luna y el ángel a sus pies, los arabescos de la túnica,
el lazo violeta-negro que indica que está encinta, y alguna otra cosa).
Sin embargo, la narración de Antonio Valeriano, hecha menos de veinte años después,
al describir la imagen, indica esos elementos, lo cual significa que fueron añadidos por
mano humana poco tiempo después del milagro. Algunos se han deteriorado bastante con
el tiempo, lo que demuestra que fueron añadidos por el hombre. Sólamente en el siglo
XX (en el periodo en que la tuvo escondida una familia durante la persecución) el hombre
se ha atrevido a retocarle las manos y la cara, para darle el aspecto de mestiza, de indita,
como “la morenita”, precisamente. El Señor no ha permitido que le retocaran los ojos.
Con todo, se puede decir que la bendita imagen sea, por un misterioso designio de la
Providencia, obra de Dios y también del hombre. En efecto, ¿quién habría podido
imaginar, por ejemplo, en el momento de añadir las estrellas (como simples puntos
luminosos, retocados luego de forma muy tosca como las estrellas de un coronel), que
reproducían de forma sorprendente e inesperada el mapa del cielo invernal a esa hora?
¿Y que su número coincide con el de los Pontífices, desde el que reinaba entonces hasta
Juan Pablo II, la última estrella de la noche? La mano de Dios ha guiado la del hombre,
cuando el hombre se ha movido con inocencia y por amor.
Pero debemos decir, por último, que la obra de Dios pide siempre la colaboración del
hombre. No habría bastado el Evangelio sin los evangelizadores, ni el Credo sin los
creyentes, ni para la conversión en masa de los indios habría sido suficiente la
maravillosa imagen de la Virgen de Guadalupe, sin el testimonio vivo de Juan Diego, sin
su relato, incesantemente repetido. Si su imagen en la tilma es el signo bellísimo de
María, otro tanto lo es su reflejo vivo, que perdura en su testigo, en su hijito “el más
pequeño”, San Juan Diego.
En resumen, en el manto de la Virgen de Guadalupe
la ciencia ha descubierto:
1. Que en los ojos de la Virgen, al acercarles una luz las pupilas se contraen y, retirandola,
de nuevo se dilatan, exactamente como pasa con los ojos vivos.
2. La temperatura de la fibra de maguey, con que está tejida la tilma, mantiene una
temperatura constante de 36.6 grados, la misma del cuerpo de una persona viva.
3. Uno de los médicos que examinó la tilma puso su estetoscopio bajo la cinta que lleva
María (como señal de estar encinta) y escuchó los latidos que rítmicamente se repiten,
115 por minuto, los de un niño en el seno materno.
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4. No ha sido hallado ningún resto de pintura en la tela. En efecto, a 10 centímetros de
distancia de la imagen, sólo se ve el tejido de maguey crudo: los colores desaparecen.
Estudios científicos no han logrado descubrir el origen de la coloración que forma la
imagen, ni cómo ha podido ser pintada. No hay huellas de pinceladas ni de cualquier
otra técnica de pintura conocida. Los científicos de la NASA han dicho que el material
que da origen a los colores no es ninguno de los elementos que se conoen en la tierra.
5. Al hacer pasar lateralmente un rayo láser por la tela, se constata que la coloración de
la misma no está en ninguno de los dos lados, ni en el derecho ni en el revés, sino que
los colores “flotan” a la distanciza de tres décimas de milímetro sobre el tejido, sin
tocarlo. Los colores “flotan” en el aire, sobre la superficie de la tilma. Es algo
extraordinario.
6. La fibra de maguey con que está hecha la tela de la imagen, no puede durar más de 20
o 30 años. Hace unos sigos se hizo una copia de la imagen en tela de fibra de maguey
igual, pero se desintegró alcabo de unos decenios, mientras que a casi 500 años del
milagro, la imagen de la Virgen sigue intacta como el primer día. La ciencia no ha
podido explicar por qué esa tela no se corrompe.
7. En 1791 se derramó casualmente ácido muriático en el lado superior derecho de la tela.
Al cabo de 30 días, sin ningún tratamiento, se reparó milagrosamente el tejido dañado.
8. Las estrellas del manto de María corresponden a la exacta configuración y posición
que presentaban en el cielo de México el día y hora en que ocurrió el milagro:
En el lado derecho del manto se ven las constelaciones boreales:
• Sobre el hombro, una parte de las estrellas de la constelación del Boyero (Bootes),
bajo la cual, a la izquierda, sigue la de la Osa Mayor (Ursa Maior) con su forma
de cucharón. Está rodeada, a la derecha en lo alto, por la Cabellera de Berenice
(Coma Berenices), por debajo estan los Lebreles (Canes Venatici) y a la izquierda
Thuban, la estrella más brillante de la constelación del Dragón (Draco).
• Debajo de las dos estrellas que forman parte de la Ora Mayor, se ven otras dos
estrellas de la constelación del Cochero (Auriga) y al oeste, en lo bajo, tres
estrellas del Toro (Taurus).
• De esa forma, teniendo en cuenta que las estrellas se presentan como proyectadas
através de una esfera sobre una superficie plana, se identifican perfectamente y en
su lugar las 46 estrellas más brillantes a las 6 de la mañana del 12 de Diciembre
sobre el Valle de México.
En el lado izquierdo del manto de la Virgen (a nuestra derecha, porque la vemos de
frente) se hallan las constelaciones australes:
• Cuatro estrellas de la constelación del Ofiuco (Ophiucus).
• Debajo de ella se ve la Balanza (Libra) y a la derecha, la que parece la punta de
una flecha corresponde a las primeras estrellas del Escorpión (Scorpius).
• Siguiendo hacia abajo, se ven dos de la constelación del Lobo (Lupus) y la
extremidad de la Hidra (Hydra).
• Más abajo se nota la Cruz del Sur (Crux) sin la menor duda, mientras que a su
izquierda aparece el cuadrado apenas inclinado de la constelación del Centauro
(Centaurus).
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En su lado derecho En el izquierdo
9. A primeros del siglo XX, un hombre escondió una potente bomba en un ramo de flores,
que puso a los pies de la tilma. La explosión destruyó todo lo que había alrededor (y
se ve el grande crucifijo de hierro deformado por completo), menos la tilma, que siguió
en perfecto estado de conservación.
10. La ciencia ha descubierto que los ojos de María presentan los tres efectos de
refracción de la imagen del ojo humano.
11. En los ojos de María (de tan sólo 7 y 8 mm) se descubrieron pequeñísimas imágenes
humanas, que ningún artista habría podido pintar. Son dos escenas, que se repiten en
los dos ojos. La imagen del obispo Fray Juan de Zumárraga en los ojos della Stma.
Virgen fue agrandada mediante tecnología digital, revelando que en los ojos está
reflejado el indio San Juan Diego, en el momento en que abría su tilma delante del
obispo. ¿Cuánto es grande esta imagen? La cuarta parte de un millonésimo de
milímetro.
Es evidente que todos estos hechos inexplicables han sido dados por un motivo: para
llamarnos la atención. Al lector se la han llamado?
GUADALUPE NO ES SÓLO HISTORIA: ¡ES PROFECIA!
1. Ya hemos visto como en su imagen Nuestra Señora de Guadalupe se muestra
encinta. Es la única aparición en que la Stma. Virgen se presenta así. Como en el Misterio
de la Visitación. Que continúa. Es “la Mujer vestida de Sol”, de Apocalipsis 12, que
aparece encinta.
¿Pero encinta de quién, en pleno siglo XVI? También hemos dicho que su aparición
es precursora de la del Sagrado Corazón de Jesús a Santa Margarita María Alacoque. ¡La
Stma. Virgen se ha mostrado encinta del Sagrado Corazón, del Amor de los amores,
encinta de Cristo Rey! ¡Encinta de una Iglesia nueva y gloriosa, de “un pueblo nuevo,
que dará gloria al Señor”! ¿Quién, sino María, podía extender la fuerza de su Amor de
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Madre más allá de la muerte, para llamar de nuevo a la Vida? Al mismo tiempo, María
es figura de la Iglesia que “grita por los dolores del parto”, el parto de Cristo Rey en su
segunda Venida gloriosa: “Ella dio a luz un Hijo varón, destinado a gobernar a todas
las naciones con cetro de hierro, y el Hijo enseguida fue arrebatado hacia Dios y hacia
su trono” (Apoc. 12,5)
El hecho de que se muestre encinta la Virgen de Guadalupe ya es, desde el siglo XVI,
anuncio profético de la venida de Cristo Rey, del cumplimiento de su Reino.
* * *
2. Pero la Sagrada Escritura añade nueva luz. En el Evangelio de San Mateo, 24,15
el Señor ha dicho: “Por tanto, cuando veais el abominio de la desolación, del que habló
el profeta Daniel, en el lugar santo – quien lea [el libro de Daniel] comprenda…”
Leamos pues la profecía a la que el Señor hace referencia: es Daniel, 9,27. Es la famosa
profecía “de las 70 semanas”.
“En el primer año del reino [de Darío], yo, Daniel, trataba de comprender en los
libros el número de años de los que el Señor había hablado al profeta Jeremías, en los
que se habían de cumplir las desolaciones de Jerusalén, o sea, setenta años” (Daniel,
9,2)
Es lo que también nosotros deberíamos hacer como Daniel, comprender el significado
de una profecía.
Esa profecía se halla en el libro del profeta Jeremías, 25,8-12 y 29,10. En toda la Biblia,
estas son las únicas profecías bíblicas que indican periodos de tiempo precisos, si bien
misteriosos:
- A Jeremías el Señor le habló de “70 años”;
- A Daniel, que deseaba aclaración sobre el mismo problema, se le indicaron “70
semanas”.
¿Qué problema era? “El exilio en Babilonia”, es decir, “las desolaciones de Jerusalén”
(Dos cosas que sólo en parte coinciden).
Jeremías dice (29,10): “Por tanto, dice el Señor: sólo cuando se hayan cumplido,
respecto a Babilonia, setenta años, os visitaré y cumpliré mi buena promesa de traeros
de nuevo a este lugar…”
¿Dónde se lee su “buena promesa”? Poco antes, en Jer. 25,12: “Cuando se hayan
cumplido los setenta años, Yo castigaré al rey de Babilonia y a su pueblo –dice el Señor–
por sus delitos, castigaré el país de los Caldeos y lo reduciré a una desolación perenne”.
A ese anuncio posteriormente hace referencia Daniel 9; sin embargo el anuncio del
castigo (la mala promesa) había sido dado en Jer. 25,1-14. Notemos los versículos 10 y
11: “Haré que se acaben en medio de ellos los gritos de algazara y las voces de alegría,
la voz del esposo y la de la esposa, el ruido de la muela que trabaja y la luz de la lámpara.
Toda esta región será abandonada a la destrucción y a la desolación y estas gentes
quedarán esclavas del rey de Babilonia por setenta años”.
Es significativo que las palabras del v. 10, que el Señor dice de su pueblo, los israelitas,
sean las mismas palabras que en el Apocalipsis 18,22 se dicen de “Babilonia” opresora
de su pueblo.
En primer lugar, ¿este vaticinio se ha cumplido históricamente? ¿Cuándo?
Tradicionalmente se le considera cumplido, tal cual, con la deportación de los Judíos
a Babilonia, hace 26 siglos. Las fechas conocidas son:
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1) La profecía de los 70 años de destierro, como anunciado, hacia el 605 a.C.;
2) Cinco años después, hacia el 600 a.C., Joiakim, rey de Judá, se rebela a
Nabucodonosor;
3) A principios del 597, Nabucodonosor, rey de Babilonia, asedia por primera vez
Jerusalén y la ocupa el 16 de marzo; hace prisionero al rey Ioiakim y lo sustituye
con su tío Sedecías; entonces tuvo lugar la primera deportación a Babilonia;
4) Rebelión, a su vez, de Sedecías en el 589-588. Al comienzo de ese año Jerusalén
fue asediada de nuevo. En junio o julio del 587 la ciudad fue tomada y Sedecías
capturado; un mes más tarde el Templo fue incendiado y destruido;
5) En el 582-581 tuvo lugar una segunda deportación a Babilonia (Jer. 52,30);
6) En octubre del 539 a.C. Ciro, rey de los Persas, conquista Babilonia;
7) Al año siguiente fue dado el edicto de Ciro y empezó el regreso del destierro;
8) En otoño del 538 fue restaurado el altar de los holocaustos;
9) Y entre el 520 y el 515 a.C. se llevó a cabo la reconstrucción del Templo, el segundo
(Esdras 6,15, Ageo 2,15)
Conclusión: desde la primera deportación a Babilonia hasta el comienzo de la
repatriación pasaron 59 años y no 70; en sentido más amplio, desde que Nabucodonosor
se adueñó de Palestina hasta el regreso del destierro pasaron unos 67-68 años y no ya 70.
De todas formas, en sentido amplio, siendo que la profecía indicaba un periodo de
humillación y purificación de los Judíos, de ruina de Jerusalén y de esclavitud en
Babilonia, se le conoce como de “70 años”, sin demasiada precisión en las fechas.
Por el contrario, Daniel se preocupaba de calcularlas bien, no por afán de sutelizas o
por curiosidad, sino por amor a su Ciudad santa y a su pueblo, y lo hizo “dirigiéndose al
Señor Dios para rogarle y suplicarle con ayuno, cubriéndose de saco y ceniza y con
oración y confesión de las culpas del pueblo” (cfr. Daniel 9,3).
Este es el texto de Daniel 9,20-27:
“Todavía estaba yo hablando, haciendo mi oración, confesando mis pecados y los de
mi pueblo Israel, y derramando mi súplica ante Yahvéh mi Dios por el santo monte de
mi Dios, aún estaba hablando en oración, cuando Gabriel, que yo había visto al
principio en visión, vino volando donde mí: era la hora de la oblación de la tarde. Vino
y me habló diciendo: «Daniel, he venido para instruirte y hacerte comprender. Desde el
comienzo de tu súplica una palabra salió y yo he venido e revelártela, porque tú eres un
hombre predilecto. Comprende pues la palabra y entiende la visión:
Setenta semanas están fijadas para tu pueblo y tu santa ciudad
1°, para poner fin a la impiedad, 2°, para sellar los pecados, 3°, para expiar la culpa
(para la Redención),
4°, para instaurar una Justicia (o Santidad) eterna, 5°, para sellar visión y profecía (es
decir, para dar cumplimiento a todo) y 6°, para ungir al Santo de los santos (establecer
en la tierra la Santidad de las santidades, la Divina Voluntad como vida).
Sábe y comprende bien, desde que salió la orden de volver y reconstruir Jerusalén
hasta un príncipe consagrado (un Ungido, un Cristo), pasarán 7 semanas. Durante 62
semanas serán restaurados, reconstruidos plazas y fosos, y eso en tiempos angustiosos.
Después de las 62 semanas, un consagrado (el Ungido, el Cristo) será suprimido sin
culpa en él. El pueblo de un príncipe que vendrá destruirá la ciudad y el santuario; su
fin será en una inundación y, hasta el final, guerra y desolación decretadas. El hará con
muchos una fuerte alianza por una semana y, durante media semana, hará cesar el
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sacrificio y la oblación; en el ala del templo estará la abominación de la desolación y
eso será hasta el final, hasta el término establecido sobre el devastador».
Esta profecía encomendada a Daniel se basa, como hemos dicho, en la de Jeremías:
“Yo, Daniel, trataba de comprender en los libros el número de años de los que el Señor
había hablado al profeta Jeremías, en los que se habían de cumplir las desolaciones
de Jerusalén, o sea, setenta años”.
Es decir, que Daniel comprendía bien que los así llamados “70 años” de Jeremías
querían indicar un número diferente y que la opresión de Babilonia era algo que iba
mucho más allá del imperio babilónico de entonces.
Es necesario comprender que la Sgda. Escritura nos presenta a menudo “cuadros” que
en realidad bien pueden ser “un juego de espejos”, porque las imágenes que presentan
son el reflejo de otra realidad futura mucho más importante, como explica San Pablo
cuando dice que todos aquellos hechos del Antiguo Testamento “les ocurrieron como
ejemplo o imagen y fueron escritos para amonestarnos” (1 Cor. 10,11).
Y debemos poner atención, por último, a que la misma Palabra de Dios indica que bajo
el término de “años”, “semanas” etc. de las profecías se ocultan otras medidas misteriosas
de tiempo. Es como dice Daniel (12,8 ss.): “Yo oí bien, pero no comprendí, y dije: Señor
mío, ¿cuál será el final de esas cosas? El me respondió: «Anda, Daniel, estas palabras
están ocultas y selladas hasta el tiempo del fin. Muchos serán lavados, blanqueados,
purificados, mientras que los impíos seguirán haciendo el mal: ningún impío entenderá
estas cosas, pero los sabios las comprenderán…”
Y en el v. 4 dice: “Ahora tú, Daniel, guarda en secreto estas palabras y sella este
libro hasta el tiempo del fin: entonces muchos lo recorrerán y su conocimiento crecerá”.
Habiendo leído en el pasado estas palabras, ¿cómo tantos se han permitido interpretar
la profecía de Daniel, estando reservada para “el tiempo del fin” o “el fin de los tiempos”?
¿Cómo se pueden entender “las 70 semanas”? ¿Semanas de qué? Decir “semanas de
años” es una interpretación que no se apoya en ninguna indicación de la Revelación, si
bien no excluye que Dios haya ocultado también este posible modo de aplicar la profecía.
¿Qué decir de las “semanas”? Simplemente, que son 70 unidades de medida del
tiempo, subdivisible cada una en otras 7 (que representarían los “días”). Por eso son
llamadas “semanas”, porque evocan el esquema fundamental del tiempo de Dios, los 7
“días” de la Creación… No es un modo de decir, sino algo muy real y extremamente
preciso, que debía permanecer “sellado”, misterioso, “hasta el tiempo del fin” o “fin de
los tiempos”. Lo cual quiere decir que el término del tiempo indicado por la prefecía
tiene que llegar por fuerza, no a “la plenitud de los tiempos” (cuando el Verbo de
Dios se encarnó para redimirnos), ni al fin del mundo, sino “al fin de los tiempos”
(Gálatas 4,1-5), cuando con la Parusía de Cristo Rey llegue el tiempo mesiánico del
cumplimiento del Reino de Dios, cuando finalmente su Voluntad se cumplirá “así en la
tierra como en el Cielo”, “el tiempo de la consolación, el tiempo de la restauración de
todas las cosas” (Hechos de los Apóstoles 3,20-21).
No es el tema de esta reflexión investigar cuál sea (posiblemente) la medida real de
las 70 “semanas” (490 “días”) de Daniel o de su equivalente, los “70 años” (840 “meses”)
de Jeremías. Este estudio se halla en “…Y los suyos no La recibieron”, del ingeniero
Carlos Vidal Martínez (Madrid, 1990).
Mi intención aquí es focalizar el puesto que ocupa Ntra. Señora de Guadalupe en la
historia de la Salvación y en la historia de la Iglesia y su extraordinario signo profético.
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La Stma. Virgen de Guadalupe (12 de Diciembre 1531) pide que se le edifique un
Templo, “su Templo”. Lo cual autoriza a pensar, entre varias posibles interpretaciones
que sin embargo no se excluyen, que a partir de esa fecha haya empezado, por segunda
vez en dos mil años, la cuenta atrás de la profecía de las “Setenta semanas” de Daniel,
9,20-27. Es la orden “del regreso y de la reconstrucción de la Ciudad santa”. Esta
profecía indica una doble meta: la Redención y la venida del Reino de Dios, por lo
tanto un doble comienzo para “la cuenta atrás” a distancia de 2000 años:
“Setenta semanas están fijadas para tu pueblo y tu santa Ciudad:
a) - para poner fin a la impiedad, para sellar los pecados, para expiar la culpa,
b) - y para instaurar una Justicia eterna, para sellar visión y profecía y para ungir al
Santo de los santos”.
En la hipótesis que “las semanas” sean –entre otras cosas posibles– de años, los 490
años (7 x 70) se completan al final del 2022, el 12 de diciembre del 2022. Durante esos
años se llevó a cabo la construcción material de la basílica de San Pedro, realizada en el
pontificado de Sixto V (1585-1590), o sea, después de las primeras siete “semanas”, a la
vez que se emprendió la verdadera reforma de la Iglesia, su reconstrucción espiritual, a
partir del Concilio de Trento (1547-1563).
En esta hipótesis, la última “semana” habría empezado en diciembre del 2014, la
“semana del anticristo” (“El hará con muchos una fuerte alianza por una semana y, a
media semana (o durante media semana), hará cesar el sacrificio y la oblación; en el
ala del templo estará la abominación de la desolación y eso será hasta el final, hasta
el término establecido sobre el devastador”). “A media semana” habría sido hacia el
2018… Los signos de los tiempos nos lo están diciendo.
“La nueva era, que Yo os anuncio, coincide con el pleno cumplimiento de la Divina
Voluntad, de modo que finalmente se pueda realizar lo que Jesús os ha enseñado a pedir
al Padre Celestial: Hágase tu Voluntad, así en la tierra como en el Cielo. Es el tiempo
en que por parte de las criaturas se ha de cumplir el Querer Divino del Padre, del Hijo
y del Espíritu Santo. Mediante el perfecto cumplimiento del Divino Querer será renovado
todo el mundo, porque Dios os encuentra como su nuevo jardín del Paraíso, en el que
puede vivir en amorosa compañía de sus criaturas”. (Del libro “A los Sacerdotes hijos
predilectos de la Stma. Virgen”, palabras de Ntra. Señora al sacerdote P. Stéfano Gobbi
el 15.8.1991)
La orden de que se le edifique “el Templo”, un Templo vivo, de almas, ¡de hijos!, fue
dada por la Stma. Virgen de Guadalupe hace 490 años, anuncio profético de la llegada
del tiempo de la consolación (y del Consolador o Paráclito, “un Corazón nuevo y un
Espíritu nuevo”), el tiempo de la restauración de todas las cosas, de la venida del Reino.
* * *
3. Por último, un tercer signo realmente profético: fue Ella, Santa María de Guadalupe,
la evangelizadora del “Nuevo Mundo”, como lo será del “Mundo nuevo”. Fue Ella,
mediante su Imagen y mediante su testigo, la que llamó a la Fe a todo aquel pueblo
indígena, precediendo absolutamente la obra de los misioneros franciscanos primero y
dominicos y agustinos más tarde, “realizando la milagrosa conversión de ocho
millones de paganos en apenas siete años. Jamás se había visto en la historia de la
humanidad nada semejante, lo cual indica que la Mujer, la Siempre Virgen, ha empezado
la etapa final de la lucha, anunciada por Dios, contra la antigua Serpiente”.
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“S.S. Benedicto XIV, al dirigirse públicamente a Nuestra Señora de Guadalupe, la
llamó “Bendita Inmaculada Santa María de Guadalupe” y aplicó en 1752 a México el
versículo 20 del Salmo 147: «NON FECIT TALITER OMNI NATIONI», «CON
NINGUN OTRO PUEBLO HIZO OTRO TANTO», recordando el privilegio concedido
a México por la Santísima Virgen y que nunca más se ha repetido en la historia de las
Apariciones marianas en el mundo…”
“Cuando fue construida la primera capilla al pie del cerro Tepeyac y en ella fue
colocada la Imagen de la Virgen de Guadalupe, el obíspo fray Juan de Zumárraga encargó
a Juan Diego la custodia de este tesoro del Cielo. Después regresó a España, donde
permaneció hasta 1534. Juan Diego hablaba náhuatl y era cristiano. El explicaba la
religión de los hombres blancos a los Aztecas que iban a ver la Imagen. Les contaba la
historia de las apariciones y repetía las tiernas palabras de la Virgen María, muchas veces,
miles de veces, hasta que todos conocieron lo ocurrido en 1531. Explicó el significado
de la Cruz en el broche del cuello de la Virgen. Cuando los Aztecas se presentaban a los
misioneros, Juan Diego ya los había convertido. No hay otra explicación para esa
increíble conversión en masa de los Aztecas: ocho millones en sólo siete años” (del libro
“Guadalupe: el verdadero rostro de María en la tilma de juan Diego”, del arquitecto
Leonardo Magno, 1988, en italiano).
Por eso, considero que será Ella, “la Estrella de la Nueva Evangelización” (como la
nombró San Juan Pablo II) la artífice de la conversión de todos los pueblos en el
momento de la purificación y de la “gran tribulación” y del gran llanto.
Será Ella la que indicará en medio del pueblo aquella que es “la pequeña Hija de la
Divina Voluntad” (como escribió por obediencia Luisa Piccarreta hace cien años, el
01.05.1921).
Es Ella la que, conforme a su promesa, está recorriendo “todas las naciones, todos los
pueblos, para formar como Madre a sus hijos y como Reina a su pueblo, y prepararlos
a recibir el Reino de la Divina Voluntad” (como dice Ella misma en el libro de la Sierva
de Dios Luisa Piccarreta “La Virgen María en el Reino de la Divina Voluntad”)
Pero –ya lo hemos dicho– la obra de Dios pide siempre la colaboración del hombre.
No habría bastado el Evangelio sin los evangelizadores, ni el Credo sin los creyentes, ni
–para la conversión en masa de los indios– habría sido suficiente la maravillosa imagen
de la Virgen de Guadalupe, sin el testimonio vivo de Juan Diego, sin lo que contaba
incesantemente. “La Fe depende de la predicación” (Rom 10,17). Si su imagen en la
tilma es el signo bellísimo de María, otro tanto lo es su reflejo vivo, que perdura en aquel
que es su testigo, su hijo el más pequeño, San Juan Diego. Es Ella la que aplasta la cabeza
de la serpiente, llamada diablo y satanás, pero no lo hace Ella sola, lo hace junto con su
Estirpe, como fue anunciado desde el principio. El Triunfo del Corazón Inmaculado de
María, anunciado por Ella misma en Fátima, en realidad había sido anunciado por el
mismo Dios en el paraíso terrenal, inmediatamente después del pecado de nuestros
primeros padres, cuando El dijo a la serpiente infernal: “Pondré enemistad entre tí y la
Mujer, entre tu descendencia y la Suya; ELLA te aplastará la cabeza, mientras tú
tratarás de morderle el talón” (Génesis 3,15). “Ella” indica la Mujer, la Stma. Virgen, y
a la vez su Descendencia, Cristo junto con su Cuerpo Místico. Por tanto, el triunfo de
María ‒el triunfo de la Divina Voluntad en su Corazón Inmaculado‒ ya tuvo lugar hace
dos mil años; ahora el mismo triunfo se ha de completar en nosotros, sus hijos, su
Descendencia: “muchos son mis servidores y mensajeros a quienes puedo encargar que
lleven mi mensaje y hagan mi Voluntad; pero es de todo punto preciso que tú mismo
solicites y ayudes y con tu mediación se cumpla mi Voluntad”
P. Pablo Martín
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