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Lo Normal y lo Patológico: una forma de hacer política.

El rol del Estado en la formación del psicólogo.

CERATO, Agostina; FERNÁNDEZ, Leila; FORESTELLO, Daiana; MIRANDA


ELSTEIN, Ailin

Universidad Nacional de San Luis


Facultad de Psicología
Lic. en Psicología
Psicología Política
San Luis, 13 de Noviembre de 2017
Introducción
Los DDHH se presentaron para nosotras como un tema de especial interés tras observar,
valga la redundancia, la falta de interés y preocupación por parte de nuestros compañeros
en asistir a los diversos eventos que se estaban realizando en reclamo al Estado Nacional
por la desaparición forzada de Santiago Maldonado.

Responder al porqué de este fenómeno requiere un nivel de análisis que, a los objetivos de
este trabajo, nos excede. No obstante, teniendo en cuenta que materias tales como
Psicología Política o Psicología Jurídica incorporan en sus programas contenido en relación
con los DDHH, podemos suponer que éstos juegan un papel importante en nuestra
profesión. Pero, ¿cual? ¿Por qué se nos forma en DDHH y qué lugar cumplen en nuestro rol
profesional?

En el proceso de buscar y pensar posibles respuestas a nuestros interrogantes, nos


encontramos llegando siempre al mismo punto: la formación que se nos otorga en la
universidad. Es decir, no podemos hablar de formación en DDHH y su lugar en el rol
profesional sin contextualizarla en la formación del psicólogo de una forma más amplia. Así,
surgieron nuevas preguntas: ¿qué caracteriza nuestra formación?¿Por qué nuestra
formación es la que es?

El modo particular de abordaje con el que procuraremos dar cuenta de nuestra formación
como psicólogos es a través de los conceptos de “lo normal” y “lo patológico” propuestos por
Foucault y Canguilhem en tanto creemos que la atraviesan casi en su totalidad. La elección
de estos conceptos no es arbitraria. Como bien sostienen los autores, a lo normal y lo
patológico debemos entenderlos como una construcción histórica que responde a
determinados intereses políticos. En este sentido, creemos que la formación se configura en
torno a dichos conceptos ya que la Universidad, como institución estatal, responde a
intereses estatales determinados que requieren de la reproducción de dichos conceptos.
Esta última cuestión nos remite, inevitablemente, a hablar del contexto político particular que
encuadra y da sentido a esta formación. Nos explayaremos sobre esto más adelante.

Es en este punto donde, a nuestro entender, podemos hacer jugar la Nueva Ley Nacional de
Salud Mental, punto fundamental de nuestro análisis. Ésta, con su cambio de paradigma,
viene a contrarrestar la forma de entender lo normal y lo patológico anteriormente
mencionada y a reformular la formación del psicólogo que hasta el momento se ha

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desplegado, por lo menos, en nuestra universidad. Teniendo en cuenta que la Ley pone
especial énfasis en los DDHH, debemos remitirnos entonces a la primera pregunta
planteada: ¿por qué se nos forma en DDHH y qué lugar cumplen en nuestra profesión?

Observamos, entonces, cómo se produce un entramado en el cual un concepto enmarca y le


da sentido a otro. Es decir, nada puede ser entendido aisladamente. No obstante, intentar
abarcarlo todo resulta pretencioso, motivo por el cual nos centraremos, específicamente, en:

1. Pensar la formación del psicólogo en nuestra universidad desde los conceptos de lo


normal y lo patológico planteados por Foucault y Canguilhem.
2. Explicar cómo estos conceptos responden y se articulan con un modelo de Estado
Neoliberal.
3. Exponer a la Nueva Ley Nacional de Salud Mental como un paradigma que viene a
sustituir a dichos conceptos en pos de garantizar los DDHH de los sujetos con
padecimiento mental.

Desarrollo

Foucault, en “Historia de la locura en la época clásica” (2006), sostiene que la locura como
concepto (o lo anormal, en contraposición a lo normal/racional) no es una entidad natural,
sino una construcción social que, como tal, debe contextualizarse históricamente.

En relación con esto, el autor referirá que una vez desaparecidos los leprosos (excluidos en
los leprosarios como residuo social en la edad media), la exclusión de éstos se replicará
varios siglos después resignificada en nuevos personajes sociales: los locos, a saber,
aquellos desposeídos de razón. A éstos, durante el Renacimiento, en vez de encerrarlos en
leprosarios, se los enviaba en lo que se conoce como la “Nef des Fous”, una nave que
vagaba por los canales flamencos y los ríos de Renania bajo la premisa de proporcionar una
“reintegración espiritual” a los sin razón.

A partir de finales del siglo XVIII, dirá Foucault (2006), los “locos” son aquellos que
amenazan los pilares fundamentales de la racionalidad moderna, a saber, el sistema
económico-productivo, el capitalismo, la moral y la religión. No obstante, a partir de este
momento, en el cual la locura pasa a ser considerada una enfermedad, la nave es a su vez
substituida por un nuevo dispositivo: el hospital. Con esta sustitución se genera, además, un

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cambio de un modelo expulsivo a una inclusivo, llamado por Foucault como poder positivo
en tanto tenía como finalidad integrar a los sujetos en un sistema de clasificación, vigilancia
y corrección. Dirá Foucault en “Los anormales”: “No se trata de expulsar sino, al contrario,
de establecer, fijar, dar su lugar, asignar sitios, definir presencias en una cuadrícula. No es
rechazo sino inclusión” (Foucault, 1975, pp. 53).

Canguilhem (1986), por otra parte, sostiene que para que se produzca una concepción de lo
“normal” es necesario, primero, establecer una “preferencia”. Estas valoraciones socialmente
legitimadas, de forma contraria, rechazan todo lo que queda por fuera de ellas, produciendo,
entonces, ciertas discriminaciones. Es decir, para construir lo normal es preciso anclar su
opuesto: los conceptos de normal y anormal guardan una coherencia interna, una
articulación dialéctica en la que un concepto le da sentido al otro. Así, toda preferencia de un
orden se acompaña implícitamente por la aversión de su contrario.

Si la norma, lo normal, es aquello socialmente correcto, se convierte, entonces, en lo


socialmente deseado. Así, la norma siembra en los sujetos el deseo de poseerla. Si ésta no
se presenta, se pondrán entonces en marcha los procedimientos para redirigir la desviación
y reconducir la conducta del sujeto. Por tanto, la norma hace posible el encauzamiento de la
conducta ya sea mediante la prevención como a través de procedimientos correctivos
instaurados desde la medicina o la escuela colocando a los sujetos al interior de los
proyectos normativos que funcionan tanto en la escuela, el hospital, la casa, etc.

Vemos entonces que la norma se constituye para Foucault como un elemento desde donde
es posible fundar o legitimar un ejercicio de poder que se autoriza a calificar y corregir. En
este punto, podemos articular los conceptos de lo normal y lo patológico, entendidos como
aquello que se adecúa o no a la norma respectivamente, con los dispositivos de las
sociedades disciplinares (de normalización) que Foucault plantea en “Vigilar y castigar”
(1976). Estos dispositivos (la escuela, la familia, el hospital, la universidad, etc.), con lo que
el autor denominó “poder disciplinario”, “enderezan” conductas mediante una maquinaria de
control que funciona cual microscopio, en tanto observa y registra la conducta y, cuando ésta
se desvía de la norma, la endereza.

En relación con lo anterior, Foucault en “Historia de la sexualidad” (2012) dirá que la norma,
cuya función es asignar juicios de valor a la existencia del hombre y a su comportamiento,
es replicada por las distintas instituciones que conforman el cuerpo social, a saber, la familia,

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la escuela, el hospital y, centrándonos en la que nos atañe particularmente a nosotras en
este momento, la universidad.

Castoriadis (2013) sostiene que las instituciones producen individuos, quienes, a su vez,
reproducen la institución. El autor refiere que la institución social está compuesto por
múltiples instituciones particulares que funcionan como un todo coherente que producen y
reproducen significaciones que empapan, orientan y dirigen toda la vida de la sociedad.

Teniendo en cuenta todo lo anterior nos preguntamos, ¿cuáles son las significaciones que
circulan en docentes y estudiantes de nuestra facultad en relación a los conceptos de salud
y enfermedad, de lo normal y lo patológico? Esta pregunta apunta a dar cuenta que
significaciones y formación no pueden entenderse una sin la otra.

En función de nuestra propia trayectoria y experiencia dentro de la universidad, creemos que


ésta replica y reproduce las nociones antes mencionadas en relación a lo normal y lo
patológico: normales son aquellos individuos que, capaces de “amar y trabajar”, se adaptan
a los mandatos sociales. Lo patológico, de forma contraria, remite a sujetos que quedan por
fuera de la norma social, inadaptados, que lejos de producir, implican un gasto. Pero, ¿por
qué se replican estas nociones? Volviendo a Foucault, éste sostiene que cada sociedad
tiene su régimen de verdad. Que la locura sea considerada una enfermedad no significa que
se descubrió una verdad detrás de determinados síntomas. No existe un discurso científico
independiente, no existe conocimiento desinteresado y libre. Entonces, ¿cuál sería el
“interés” que subyace a nuestra formación como psicólogos?

Esta pregunta nos remite a lo mencionado en el trabajo práctico n° 2: “la principal formación
en las facultades de psicología en nuestro país es clínica. Esto se debe a que, si
entendemos que la salud mental es un servicio, debe estar dirigida a quienes puedan
pagarlo. No es arbitrario que otras ramas de la psicología, tales como la social, comunitaria,
política, jurídica, etc., sean vistas fugazmente, siendo en ocasiones, incluso, contenido
optativo dentro de la formación”. Esto debemos entenderlo dentro del modelo de Estado que
nos enmarca, a saber, el Neoliberal, el cual, con sus reglas, no sólo se impuso como sistema
económico sino como ideología y, por tanto, como forma de habitar el mundo.

Según Claudia Huergo “tenemos una máquina que básicamente produce profesionales que
se integran a los circuitos de producción existentes en el mercado, bajo la ley de la oferta y

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la demanda. Y a lo sumo crean nuevos nichos dentro de ese mercado […] Entonces,
tenemos profesionales “de primera” y profesionales “de segunda”. Los de primera son los
que lograron insertarse en parte de ese circuito del ejercicio liberal, entrando en el juego de
la oferta y la demanda […] Los de segunda, son los que no lograron eso, y “quedaron” en el
circuito de lo público, se instalan en lo público tratando de reproducir la lógica de la oferta y
demanda y armar allí, en lo público, su pequeña isla privada […] Su formación académica no
les permite pensar lo público.” (Huergo, 2009, pp. 126 -127).

En relación con lo anterior, Parisí (2011) indica que aunque nuestro sistema económico
requiere de la psicología (así como de cualquier disciplina) para legitimarse y mantenerse en
su lugar de poder, la “salud mental” es un concepto ideológico que debe ser discutido por
quienes nos compete con el fin de hacer de la psicología un instrumento que no contribuya a
la reproducción de dicho sistema, sino que sea una real promotora de la salud.

Podríamos pensar que la nueva Ley Nacional de Salud Mental vendría a poner sobre la
mesa esta discusión a la que Parisí refiere. ¿En qué sentido? El nuevo paradigma que
propone la Ley se centra en un cambio epistemológico en la concepción de sujeto con
padecimiento mental. Es decir, propone un cambio de un enfoque tutelar a otro centrado en
los derechos. Siguiendo a Foucault (citado en Boso, Ramírez y Fernández, 2013), los
autores refieren que el enfoque tutelar configura un sujeto alienado en tanto, por un lado, en
nombre de una razón que lo excluye y un supuesto “bien”, se toman decisiones sobre su
cuerpo y su voluntad. Por otro, el sujeto pierde su identidad al entrar en una categorización
que se le impone desde fuera.

En contraposición a esto, Canguilhem (citado en Boso, Fernández y Ramírez, 2013)


sostiene que el sujeto es algo más que un cuerpo donde se asienta una enfermedad, a
saber, un sujeto capaz de expresión, cuya subjetividad de ninguna manera puede ser
reducida a la objetividad médica. No obstante, no se trata sólo de una modificación en una
concepción epistemológica, en tanto la nueva Ley Nacional de Salud Mental implica un
cambio a nivel legislativo y, por tanto, en las prácticas de los profesionales (Carpintero,
2011).

Pero, ¿por qué se formuló una nueva Ley de Salud Mental? Esto se debe a que fue
necesario establecer nuevas modalidades de atención que sustituyeran a las del régimen
tutelar aún vigentes en una gran cantidad de asilos en la Argentina, y promoviesen una

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nueva alianza terapéutica, jurídica y social que se pusiera al servicio de la inclusión y el
respeto por los derechos básicos que asisten a los sujetos con padecimiento mental (de
Lellis, 2015). Es decir, creemos que la nueva ley, con su paradigma, procura romper la
concepción de lo normal y lo patológico que comentamos anteriormente, la cual sostiene
una concepción de sujeto patologizante y patologizado, discapacitado en sus posibilidades
en cuanto se lo etiqueta de “loco”. En definitiva, la nueva ley pone en primera plana los
derechos de los sujetos con padecimiento mental, haciendo hincapié en que éstos tienen los
mismos derechos que las personas en general y además son titulares de derechos
específicos.

En relación con esto, la ley pone especial énfasis en garantizar y proteger los DDHH. ¿A qué
se debe? Cuando hablamos de derechos humanos nos referimos a aquellos derechos
inherentes a toda persona que fueron establecidos para garantizar la integridad de grupos
de sujetos que, como consecuencia de poseer determinadas características, han sido
históricamente excluidos, discriminados, exterminados, vulnerados, etc. En este sentido,
como bien observamos en el recorrido histórico que realiza Foucault en relación a la
construcción de los conceptos de razón y locura, los sujetos a los que hoy se los llama “con
padecimiento mental” se han constituido como un grupo al que sistemáticamente se le
vulneró sus derechos. ¿Cómo? El enfoque asilar es un ejemplo de ello. Éste se caracteriza,
entre otras cosas, por la pasividad del “enfermo” que se subordina a una razón médica que
lo somete, la posibilidad de la internación forzada bajo argumentos de peligrosidad e
irresponsabilidad, la consideración del trastorno como algo asocial y ahistórico y como
consecuencia de un daño biológico e individual, etc. (Galende, 1989). Todo, en su conjunto,
vulnera los derechos del sujeto a, por ejemplo, decidir sobre su vida, coarta su libertad,
impide que elija sobre su cuerpo y sobre su enfermedad, condiciona su identidad, etc.

Ahora, para poder hablar de todo lo anterior, debemos tener nuevamente en cuenta algo
fundamental: el rol del Estado. Tanto en la vulneración de derechos como en la
conformación de una ley que los proteja, el Estado está involucrado (ya sea por acción o por
omisión). Si retomamos la perspectiva histórica planteada por Foucault en la construcción de
la razón y la locura, debemos entender que éstas no son arbitrarias, sino que siempre
responde a determinados intereses de un modelo de Estado. No obstante, y con el afán de
no quedarnos simplemente en la construcción de conceptos, el Estado es además
responsable de la constitución de la enfermedad, es decir, el Estado, con sus políticas y sus
prácticas, “enferma” a los sujetos. En este sentido, de Lellis (2006) sostiene que la

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desigualdad social, consecuencia, por ejemplo, de la distribución regresiva del ingreso, es
un elemento que expone a las personas a padecer ciertas enfermedades. Esto se hace
evidente cuando tenemos en cuenta la clase social a la que pertenece la gran mayoría de
sujetos internados en los hospitales de salud mental, a saber, las clases populares, de
menores ingresos. Así, como se observa en el documental “Comunidad de locos”, los
psiquiátricos están repletos de pobres más que de locos.

Sin embargo, como bien comentamos antes, el Estado no es sólo responsable de la


conformación de conceptos y categorías que organizan la vida social y de las condiciones
que imponen a los sujetos a “entrar” en dichas categorías, sino también de la producción de
leyes que procuran proteger y garantizar derechos que previamente han sido vulnerados por
el hecho de pertenecer a dichas categorías. Por ejemplo, con la nueva Ley Nacional de
Salud Mental el Estado procura proteger y garantizar los derechos de los sujetos con
padecimiento mental. No obstante, una razón posible (y probable) por la cual el sujeto
contrae dicho padecimiento es la vulneración, por parte del propio Estado, de otros derechos
básicos. En este sentido, dirá de Lellis que “la experiencia histórica enseña que sólo es
posible (garantizar derechos sociales mínimos) si se conjuga con un cambio en la estructura
de oportunidades para la participación y movilización de los grupos implicados” (de Lellis,
2015, pp. 116). Es decir, mientras no se modifiquen las estructuras de base que conforman
no sólo estos constructos sino también a los sujetos que entrarán dentro de los mismos,
todo intento de generar un cambio real será sólo un parche transitorio.

No obstante, y en relación a lo anterior, dirá de Lellis que a pesar de “los imperiosos cambios
que exige la ley, se observa una coexistencia paradigmática que puede incrementar el grado
de conflicto entre quienes encarnan en el ideario y la acción al modelo sustitutivo y quienes,
sosteniendo con sus prácticas el modelo hegemónico, plantean resistencias a toda
transformación del status quo existente” (de Lellis, 2015, pp. 116). Es decir, como referimos
más arriba, en la organización social que nos enmarca se ponen en juego intereses que,
quienes se benefician de ellos, no están dispuestos a sacrificar.

Creemos que, teniendo en cuenta esta necesidad de producir transformaciones profundas


para así poder generar un verdadero cambio, la ley, en el artículo 33, indica que las
autoridades de aplicación deben realizar recomendaciones para que ésta sea enseñada en
profundidad tanto en las universidades públicas como privadas, haciendo especial hincapié
en los derechos humanos. Sin embargo, podemos afirmar que en nuestra universidad, ni

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docentes ni estudiantes la conocen. En diálogo con algunos compañeros, así como al
interior del propio grupo, observamos que no podíamos responder a preguntas en relación al
lugar de los DDHH en la nueva Ley, por qué fue necesaria formularla, cómo la nueva Ley
modifica las prácticas profesionales, etc. ¿Por qué sucede esto?

Una posible respuesta involucra nueva e inevitablemente al rol y al modelo estatal: si


afirmamos que en el Estado Neoliberal que nos enmarca lo que impera son los servicios que
puedan ser pagados, cualquier elemento que apunte a la humanización del sujeto no sólo
implica un gasto en términos de inversión, pues el lugar que debe ocupar el Estado en ese
objetivo es fundamental, sino que implica una pérdida, ya que, por ejemplo, la industria
farmacéutica, que vive de la patologización, perdería su lugar privilegiado y, por tanto, su
capacidad de producir capital al nivel que lo hace actualmente. Así, si la universidad es una
institución estatal que responde a un sistema político y económico determinado, el
Neoliberal en nuestro caso, ¿por qué esa institución nos brindaría una formación que fuese
en contra de los intereses del Estado?

La realidad es que no lo hace. Como dice de Lellis (citado en de Lellis, Pomares y Da Silva,
2015), las universidades del Estado han profundizado la formación de los profesionales de la
salud en el modelo de la enfermedad y desde una concepción centrada en el ejercicio
liberal. La orientación hegemónica adoptada por las instituciones universitarias ha estado
regida de forma excluyente por el modelo clínico, legitimado por la comunidad que conforma
el área de la salud mental y centrado en el “mercado” de la enfermedad, lo cual impide la
formación de profesionales que, entre otras cosas, dispongan de un enfoque de derechos y
de una concepción integral de la salud.

Lo que observamos, entonces, es un modelo que imprime valores a nivel social que se
caracterizan por la deshumanización del sujeto, que es transformarlo en un objeto de
consumo. Partiendo de esto, todas las actividades que como individuos, atravesados e
inmersos en la sociedad, realicemos van a estar marcadas por esa forma particular de
entender al sujeto. Los psicólogos y futuros psicólogos no quedamos exentos de ello. En
este sentido, debemos entender que la formación que se nos otorga en la universidad no es
una isla, sino que responde a todo un contexto que la excede y la enmarca.

Pero, si hablamos de un entramado social, no podemos limitarnos únicamente al ámbito de


la formación universitaria. Así, estas concepciones de lo normal y lo patológico se

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reproducen también en otras instituciones sociales, tales como la escuela o la familia. En
ambas, la etiqueta patologizante del sujeto, que en la mayoría de los casos cumple una
función tranquilizadora para los miembros que rodean al sujeto con padecimiento mental y
no para el sujeto en sí, cambia radicalmente la forma de vincularse con éste y deja marcas
profundas, imborrables, en su subjetividad. En relación a esto, ¿que lugar ocupamos los
psicólogos? A nuestro parecer, sostenemos que la formación que se nos otorga en la
universidad contribuye a que nos convirtamos en engranajes funcionales, facilitadores, de la
patologización del sujeto social. Si bien el discurso universitario sostiene que la etiqueta
acota la angustia del sujeto que padece en tanto le da un sentido a su padecer, nunca se
nos forma en que ese sentido que le brindamos al sujeto no es sin consecuencias, que no es
cualquier sentido, y que dicho sentido jugará un papel primordial en su subjetividad. No nos
enseñan que cuando establecemos un diagnóstico delimitamos los derechos de los que un
sujeto puede gozar, en tanto la “etiqueta” que le adherimos marca no sólo la forma particular
en que este individuo podrá relacionarse con el mundo, sino las posibilidades que éste
mundo le brindará. Así, los estudiantes desconocemos el verdadero alcance de cómo
nuestro supuesto saber y nuestro supuesto poder sobre el otro lo marca y lo enmarca.

Conclusiones
Aunque no haya sido un elemento desplegado en el desarrollo del trabajo, comenzaremos
las conclusiones explicando por qué es posible abordar y entender nuestro escrito desde la
psicología política como disciplina. Esto se debe a que, a partir de dicha articulación, resulta
más fácil comprender la temática planteada, en tanto todos sus elementos convergen en lo
que la citada disciplina estudia.

Dirá Brussino que “para Rodríguez Kauth (1999) la psicología política abarca dos ejes de
desarrollo: a) la psicología de la política, es decir, “el análisis y comprensión psicológica de
las conductas y procesos políticos”, y b) la política de la psicología, en tanto la psicología es
entendida como “discurso político que legitima o valida un mecanismo de poder por parte de
quienes usan la psicología para ponerla al servicio de intereses políticos o ideológicos”
(Brussino, 2010, pp. 201)

A pesar de la existencia, según el autor citado por Brussino, de estos dos ejes de análisis,
nuestro trabajo se centra principalmente en el segundo, a saber, cómo podemos entender la
psicología y sus constructos a partir de un modelo de Estado que la necesita para
legitimarse en el poder.

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Partiendo de la idea que “todo es política”, es decir, que absolutamente todas las aristas que
conforman nuestra vida social están atravesadas, construidas y mantenidas por un discurso
político determinado (y toda una serie de políticas de Estado que lo sustentan), podemos
analizar a la Psicología como disciplina que se construye en un contexto político que le da
sentido. Así, pudimos dar cuenta de cómo todos los ejes de análisis abarcados en el trabajo
(constructos de lo normal y lo patológico, formación del psicólogo, derechos humanos, Ley
Nacional de Salud Mental, etc.) sólo pueden comprenderse de forma articulada si
entendemos que todos ellos convergen en el rol y el modelo de Estado. Es decir, con el
presente trabajo procuramos exponer cómo los constructos fundamentales que hoy erigen a
la psicología no son naturales o arbitrarios, sino que responde, así como toda disciplina, a
determinados intereses políticos, representados, hoy en día, por un modelo de Estado
Neoliberal.

Partiendo de esto, podemos dar cuenta como la formación del psicólogo y, por tanto, el
futuro rol profesional del mismo, está absolutamente atravesado por lo político y la política,
en tanto que dicha formación responde a intereses que, a partir de la reproducción
institucional, buscan ser legitimados y reproducidos, en este caso, por el psicólogo.

Como reflexión final creemos que, a pesar de lo expuesto, no debemos quedar anclados en
un lugar pasivo, es decir, como meros reproductores de un sistema y un modelo que
beneficia a unos pocos, sino que debemos posicionarnos como actores capaces de generar
conciencia, discutir y transformar, no sólo a la psicología como disciplina, sino a la estructura
política sobre la cual hoy se construye el conocimiento. Especificar cómo es posible generar
estas transformaciones no es sólo algo que excede nuestro trabajo, sino que, realmente, no
sabríamos cómo hacerlo. No obstante, creemos que el primer paso para todo cambio es ser
consciente de que es necesario. Así, el psicólogo debe posicionarse como agente de cambio
social, siendo capaz, antes que nada, de generar conciencia.

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