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UNA de las principales características de la evolución de los procesos políticos de la Europa

moderna fue la aparición de una nueva clase de Estado: el Estado absolutista. Desde comienzos
del siglo XIV se percibía en las monarquías europeas un creciente deseo de centralización
política. Tras el derrumbe del imperio carolingio, los reyes de Europa occidental delegaron
poderes públicos privatizaron atribuciones hasta entonces propias del Estado para entregarlas
a los señores feudales (acuñación de moneda, organización de ejércitos y grupos armados,
ejercicio de justicia, cobro de atributos). Pero en los últimos siglos del Medioevo este proceso
comenzó a revertirse. En el siglo XVI los monarcas europeos habían logrado ya notables avances
en la reducción del poder político de la nobleza. No obstante, se considera el siglo XVII como
punto de partida del Estado absoluto.

La investigación reciente reafirma que el nuevo Estado no puso jamás en peligro el carácter
dominante de la nobleza en términos sociales y económicos. Se trataba tan sólo de quitarle
poder político a los nobles, de volver a establecer el monopolio de la fuerza en manos del
Estado.

El historiador Perry Anderson caracterizó el Estado absoluto como una máquina reorganizada
de extracción del excedente campesino. La crisis del siglo VIV había acabado con la servidumbre
del campesinado. Los señores feudales tuvieron entonces crecientes dificultades para seguir
imponiendo y cobrando tributos a la población rural. El Estado absoluto fue la fuerza que vino
en su rescate. Concentrando mucho más poder del que nunca tuvo ningún señor feudal
individual, la nueva monarquía pudo controlar mucho mejor a la población del territorio y, sobre
todo, pudo cobrar impuestos al campesinado. A diferencia de los tributos feudales, estos
impuestos iban directamente a las arcas del rey, quien se encargaba luego de distribuirlos, por
diversas vías, en beneficio de la nobleza. El Estado absoluto permitió entonces continuar
extrayendo el excedente campesino de manera más eficiente y centralizada. Hasta muy entrado
el siglo XVIII, Europa continuó inmersa en una sociedad cuyas estructuras eran aun
profundamente feudales, aunque ya no lo parecían.

La nueva monarquía absoluta recurrió a la religión como principal fuente de legitimación. Los
reyes absolutos se consideraron elegidos por la divinidad para regir los destinos de sus reinos;
por ello se utiliza con frecuencia el rótulo de monarquía de derecho divino. La Filosofía Política
no había elaborado aún el principio jurídico de división de poderes, sobre el cual se basan los
Estados posteriores a la Revolución Francesa. Según este principio, las tres grandes tareas del
Estado –la sanción de la ley, su puesta en práctica y el castigo a los que no cumplen- debían ser
ejercidas por agencias o poderes separados. Antes del siglo XVIII, en cambio, los monarcas
concentraban en sus personas los tres poderes: ellos podían hacer la ley, aplicarla y juzgar los
delitos. Aquí reside tal vez la principal diferencia entre aquella forma de gobierno y las actuales
democracias.

Ciencias Sociales 8. SOUTO, CAMPAGNE, OTROS. Kapelusz. ISBN Página 134.

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