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Capítulo 1.

La actividad azucarera en su etapa preindustrial (1820-1880)

El siglo XIX fue testigo de grandes transformaciones socioproductivas en las


provincias hoy argentinas. Si hacia 1800 era un espacio con una inserción poco
relevante en una economía que se globalizaba aceleradamente a impulso de la
revolución industrial con epicentro en Inglaterra, la pampa húmeda Argentina fue
cien años después uno de los grandes proveedores mundiales de cereales,
carnes, lanas y otros productos primarios.
Del mismo modo, si la actual provincia de Tucumán era hacia 1800 una modesta
plaza comercial en la ruta de tránsito de las producciones altoperuanas al litoral
pampeano y de las “de ultramar” y “de la tierra” que demandaban esos mercados
del norte (función que se articulaba con la cría de ganado, el curtido y la
manufactura de cueros y la construcción de las célebres carretas tucumanas), en
1895 se había transformado en un formidable centro productor de azúcar de caña
que había desalojado a la producción extranjera, que utilizaba la más moderna
tecnología de época (importada de Francia e Inglaterra principalmente) y que
atraía como un imán y masivamente mano de obra de las provincias vecinas, a
punto tal que en su reducida geografía concentraba en 30% de la población del
hoy Noroeste Argentino, según el Censo Nacional levantado el año citado.
Ambos procesos –el acaecido en la Pampa húmeda y el que tuvo lugar en
Tucumán– se explican a partir de la progresiva “atlantización” de las economías
del interior rioplatense –ya en curso a fines de la Colonia– bajo el impulso de las
nuevas demandas europeas de materias primas. Más allá de estas disquisiciones,
no hay duda de que la emergencia de la actividad cañera en Tucumán fue uno de
los fenómenos económicos más relevantes en el interior argentino en el período
que sucedió a las guerras de la Independencia.
Se ha llamado la atención a la actividad de los Jesuitas en Tucumán, que
cultivaban y procesaban la caña de azúcar en el convento de Lules. Sin embargo,
no hay evidencias de que hayan producido azúcar, pues disponiendo de trapiche y
demás útiles para producir mieles y destilar aguardiente, en los inventarios
levantados cuando fueron expulsados de América por disposición de la monarquía
española de 1767 no figuran las “hormas”, los conos invertidos de barro cocido sin
los cuales no podían separarse los cristales de sacarosa de las mieles. Lo que sí
es cierto es que la caña siguió cultivándose en diversos puntos de la provincia en
“huertas familiares”, sin que pueda descartarse la producción de mieles y
aguardiente en muy pequeña escala hasta el inicio de su explotación comercial en
la década de 1820.

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En este breve resumen de un complejo proceso que todavía no ha sido
suficientemente estudiado por los especialistas no pueden dejar de advertirse
algunas de las particularidades que distinguieron desde sus orígenes a la actividad
azucarera tucumana de sus similares de América Latina.
En primer lugar, su tardío origen, no vinculado a la producción destinada a las
refinerías europeas y de las colonias británicas de América del Norte en grandes
plantaciones explotadas con mano de obra esclava, como fueron desde el
despuntar de la actividad en el continente los casos de las islas británicas y
francesas del Caribe, el Nordeste brasileño y –desde fines del siglo XVIII– Cuba.
En efecto, el tráfico ultramarino de las primeras etapas de la conformación de la
“economía-mundo” luego del Descubrimiento de América –que incluyó el traslado
compulsivo de cientos de miles de africanos esclavizados al Nuevo Mundo– no
tuvo nada que ver con el nacimiento de la producción comercial de la caña dulce y
su procesamiento para la obtención de azúcar, mieles y aguardiente en Tucumán
y las provincias vecinas. En estas latitudes la actividad azucarera nació por la
decisión de un grupo de actores económicos (entre los que se destacó José
Eusebio Colombres, un cura que había adherido a la Revolución y que representó
a Catamarca en el Congreso que declaró en Tucumán la “Independencia de las
Provincias Unidas en Sudamérica”) de trasformar el cultivo doméstico de la caña
en una explotación comercial para satisfacer los mercados local y regional, hasta
entonces abastecidos por azúcares salteños y por los de La Habana y el Brasil
que se importaban desde Buenos Aires.
Por otro lado –un rasgo singular no menos notable– los plantíos y los
rudimentarios trapiches de madera que comenzaron a instalarse en las décadas
de 1820 y 1830 no surgieron mayormente en el seno de las haciendas, sino en las
quintas de los suburbios de San Miguel de Tucumán, en “El Bajo”, “El Alto” (actual
barrio de Floresta) y en las “Chacras al Sur”, las que también se caracterizaban
por los frutales y la cría de ganado menor, aunque con los años, la necesidad de
ampliar los cañaverales determinó que el epicentro de la actividad se trasladara a
“La Banda” y a otras localidades del departamento de Cruz Alta, separado de La
Capital en 1888.
Una tercera peculiaridad está en la circunstancia de que siendo Tucumán un área
de antigua colonización, con una fuerte presencia de pequeñas propiedades, éstas
se sumaron a la producción cañera durante el boom azucarero que sucedió a la
llegada del ferrocarril a la provincia (1876), convirtiéndose en indispensables
proveedores de materia prima para los ingenios y sumando a los avatares de la
agroindustria un singular actor, los “cañeros independientes”, desconocidos en
otras geografías cañeras.

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Contra lo que habitualmente propuso la historiografía, el grupo de actores al que
hacemos referencia no se redujo al puñado de pionners (como los denominó el
historiador del azúcar por antonomasia, el monterizo Emilio Schleh), los
empresarios que pudieron sortear con éxito las dificultades de la profunda
transformación del período 1876-1896 y que conformaron una renovada élite
socioeconómica que adquirió una decisiva influencia en la política nacional. Por el
contrario, quienes apostaron a la producción de azúcar y aguardiente en las
décadas previas a la gran transformación de la economía provincial fueron
muchos más numerosos, en su mayor parte desconocidos por la historia escrita,
aunque a algunos de ellos se los recuerde por su actuación en otras dimensiones
de la vida pública, como es el caso de Salustiano Zavalía, quien pagó el impuesto
que correspondía a la producción de azúcar y aguardientes desde 1853 hasta su
muerte en 1873 y que llegó a tener en producción un ingenio alimentado con más
de cincuenta hectáreas cuadradas de caña propia.
Angel y Pedro Cardozo, Serapio González, José Manuel Lobo, Osvaldo López,
Ezequiel y José Molina, Gabriel Paz, Vicente Pérez, Ignacio Ríos, José Antonio
Sánchez, Ángel Talavera, Manuel y Balbín Vázquez integran también una larga
lista de ignotos productores azúcar, mieles y aguardientes, en la misma época en
la que con similar equipamiento tecnológico integraban este grupo los reconocidos
Posse (Eustaquio, Felipe, Vicente y Wenceslao), los García (Delfín, Domingo y
Juan José), los Frías (José y Justiniano) y los Colombres (Ambrosio, Clementino y
Ezequiel) y los franceses Nougués, Etchecopar, Abadie, Apestey, Bascary,
Chambeaud, Dubois, Etcheverry, Feraud, Gallac, Herguy, Karavenant y Lacavera.
¿De qué actividades provenían estos actores? Eran comerciantes, troperos,
hacendados, propietarios de aserraderos y curtiembres, en una economía en la
que –como tendencia– los capitales migraban del comercio y de la manufactura
del cuero a la producción azucarera, la que, sin embargo, no dejó de ser una
actividad de alto riesgo.
Un ejemplo de ello fue la suerte esquiva que acompañó Baltazar Aguirre, el más
innovador de estos productores en las primeras décadas de la actividad. Había
fundado en 1834 (en sociedad con su padre, Juan de Dios Aguirre) el único
ingenio que contaba entonces con trapiche hierro. Ubicado en La Banda, como
sufrió como tantos otros productores las consecuencias de la derrota de la
Coalición del Norte en 1841 y tuvo que marchar al exilio (el ingenio fue adquirido
en 1849 por Evaristo Etchecopar y fue bautizado años después como “Lastenia”
por Máximo, uno de sus hermanos). De regreso a la provincia, en 1859 importó
“llave en mano” un ingenio con la más moderna tecnología de Liverpool, en
sociedad con el general Justo José de Urquiza, localizado en Floresta (en la calle

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que hoy lleva su nombre), el que nunca pudo funcionar a pleno por contingencias,
financieras, climáticas o insuficiencia de materia prima, lo que lo empujó a la
quiebra a mediados de la década de 1870.
Pero seríamos injustos si no mencionamos –junto con estos empresarios que en
su gran mayoría no pudieron sortear con éxito los desafíos de la modernización– a
los técnicos, maestros de azúcar y trabajadores con especialidades y sin ellas, a
los miles de jornaleros santiagueños, vallistos y catamarqueños que desde la
década de 1830 aportaban su sacrificado esfuerzo en el cultivo, recolección y
procesamiento de la caña. Fueron siempre –junto con el segmento más pobre de
los cañeros– los menos beneficiados en las épocas de bonanza, pero los más
perjudicados en los períodos crisis, sobre quienes recayó periódica e
impiadosamente el hambre y la desocupación pese a los derechos y mejoras en
las condiciones de trabajo que fueron conquistando trabajosamente a lo largo de
las décadas.
El patrón tecnológico de esos ingenios (“ingenios de caña-azúcar” o
“ingenios de destilación” se los denominaba en la documentación oficial)
era decididamente colonial: trapiches “de palo”, cocimiento de los “caldos”
en grandes pailas (“fondos”) a fuego directo y a cielo abierto, separación
de los cristales de sacarosa de la melaza residual en “hormas” de barro
cocido en un lento y deficiente proceso que podía importar hasta tres
meses. Pero la incorporación de las innovaciones tecnológicas de la
revolución industrial –que no se limitaban al uso del vapor como fuerza
motriz– no tardaron en llegar. Se incrementó paulatinamente el número de
establecimientos que molían la caña con trapiches de hierro (accionados
hidráulicamente o a tracción animal) y se incorporaron evaporadores y
tachos de cocimiento al vacío y centrífugas, que acortaron el proceso y lo
hicieron más eficiente. El pasaje del viejo al nuevo sistema no se produjo
de manera simultánea en todas las fases del proceso productivo, sino por
etapas, dando lugar a fábricas que combinaban la vieja con la nueva
tecnología, lo que da cuenta el informe de Granillo de 1872. No está
demás puntualizar la gran dificultad (y los elevados costos) que implicaba
el traslado de estas maquinarias desde el puerto de Rosario en carretas
arrastradas por bueyes que lentamente atravesaban los más de mil
kilómetros que lo separaban de Tucumán en polvorientas huellas.
Un clima de renovación tecnológica despertó en la década de 1860, en
parte por la presencia de los técnicos franceses que instalaron la
maquinaria del ingenio de Baltazar Aguirre, que ofrecían sus servicios en
la prensa local, como por la llegada de representantes de fábricas

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europeas que promocionaban locomóviles y máquinas de diverso tipo.
Así, en 1864 habían incorporado trapiches de hierro accionados
hidráulicamente –además de Aguirre– Wenceslao, Eustoquio y Emidio
Posse, Pedro Lacavera y Evaristo Etchecopar. Y otros diez “azucareros”
los tenían en funcionamiento con tracción animal.
Además de la evolución tecnológica de los establecimientos que procesaban
azúcar y aguardiente, no carece de menor interés detenerse en la lenta conquista
de los mercados, que comenzó con la del propio territorio tucumano, que se
abastecía hasta principios de la década de 1830 con azúcares del norte y con los
que se importaban en Buenos Aires. Las medidas de protección a pedido de los
productores dictadas por los gobernadores Alejandro Heredia y Celedonio
Gutiérrez en las décadas de 1830 y 1840, respectivamente, fueron decisivas para
la expansión de la actividad, a tal punto que hacia 1835 la provincia se
autoabastecía de estos productos y remitía al ámbito regional algunas partidas con
sus excedentes. Pero fueron el bloqueo francés de 1838-1840 y el anglo-francés
de 1845-1850 los que permitieron que los productos locales pudieran colocarse
con provecho en Córdoba y en el apetecible mercado porteño. Las guías de
comercio que se conservan en el Archivo Histórico de Tucumán dan cuenta del
gran número de actores que intervinieron en las exportaciones del producto
tucumano en pequeñas partidas y con los más diversos destinos.
Más allá de la importancia que esas coyunturas (la situación de guerra con las
armadas francesa y anglo-francesa y las consecuentes limitaciones al ingreso de
productos importados que imponía el bloqueo al puerto de Buenos Aires) tuvieron
como incentivo para el desarrollo azucarero, es evidente que todavía los azúcares
tucumanos no podían competir con los similares de origen extranjero en los
mercados del litoral rioplatense en circunstancias normales. Todavía en 1862,
como informaba un viajero inglés, Hutchinson, el elevado precio del producto
tucumano le impedía competir con los azúcares cubanos en Salavina, Santiago
del Estero, a solo 90 leguas de la ciudad de Tucumán.
Por otro lado, la inexistencia de un mercado de capitales y, consiguientemente, de
entidades bancarias en el medio, hacía muy vulnerables a los productores
necesitados de crédito ante los “habilitadores”, en general grandes comerciantes,
que adelantaban dinero a tasas muy elevadas. Así, muchos deudores insolventes
debieron entregar sus ingenios a los prestamistas, como dan cuanta las
numerosas convocatorias de acreedores que se conservan en la Sección Judicial
del Archivo Histórico de Tucumán.
Si en toda la larga fase preindustrial de la actividad comerciantes de diferente
rango invierten en la producción de azúcar y aguardiente, fue a fines de la década
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de 1860 y comienzos de la de 1870 cuando esa transición del comercio a la
agroindustria se hace más intensa. Fue entonces cuando importantes
comerciantes, como Juan Manuel y Juan Crisóstomo Méndez, compran el ingenio
Concepción en La Banda y fundan La Trinidad (en sociedad con Juan Heller) en
Chicligasta. Lo mismo ocurrió con la firma Gallo Hnos. (de Vicente, Santiago y
Delfín), que irrumpió en la misma época en la producción azucarera.
Este fenómeno se intensificó con la conexión ferroviaria de Tucumán con los
mercados el Litoral. En 1876 las vías del Ferrocarril Central Norte llegan a
Tucumán, con lo cual los costos del tráfico comercial al sur descienden en un
porcentaje que ha sido estimado de un 80%. A la vez que los azúcares tucumanos
se hacen más competitivos, el tren estaba en condiciones de transportar a partir
de entonces maquinaria pesada desde Rosario de manera más segura,
sustancialmente más rápida y a costos significativamente menores.
Ese trascendente paso que tantos beneficios deparó a la agroindustria tucumana
debe asociarse a la lenta y trabajosa construcción del Estado central argentino, en
tanto el ferrocarril no sólo dinamizaba la circulación de mercancías, noticias y
personas, sino que también cohesionaba territorialmente a un país con varias
décadas de guerra civil y tensiones interregionales irresueltas.
El proceso se aceleró a partir de 1880 con la resolución del conflicto entre las
provincias y Buenos Aires. En efecto, con Roca en el poder se sometió al
particularismo porteño y se incorporó al progreso argentino a espacios
extrapampeanos como los epicentros azucarero tucumano y vitivinícola
mendocino. La protección a la producción azucarera con aranceles aduaneros
específicos comenzó precisamente en esa década y se afianzó en los noventa –en
el marco de la primera crisis de sobreproducción– con “primas” (subsidios) para la
exportación de los excedentes que no podía absorber el mercado interno. No se
trataba de medidas que despertaran simpatía unánime. Por el contrario, fueron
tenazmente resistidas por la prensa y políticos de la ciudad de Buenos Aires,
quienes sostenían su adhesión al librecambio en nombre del “interés de
consumidor”, en lo que coincidían tanto conservadores como socialistas. Pero
entonces la agroindustria había superado su etapa preindustrial y contaba con
ingenios totalmente reconvertidos a la más moderna tecnología.

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