Está en la página 1de 40

EL DISCURSO ANTILLANO

Autor: Edouard Glissant


Traducido por: Aura Marina Boadas y Amelia Hernández
Tomado de: Ediciones Monteavila 2005

A PARTIR DE UNA SITUACION “BLOQUEADA”

Martinica no es una isla de Polinesia. Mucha gente así lo cree y, por su


manifiesta reputación, desearía ir en viaje de recreo. Ahí conozco a
alguien, dedicado desde siempre a la causa antillana, que afirmaba
bromeando que los antillanos (se refería a los de lengua francesa) han
alcanzado una fase límite de subhumanidad. Un dirigente político
martiniqueño imaginaba, con amarga ironía, que en el año 2 100 los
turistas serían convidados por publicidad satelital a visitar esta isla y
conocer en vivo “lo que era una colonia en siglos pasados”. Estas bromas
acerbas ocultan un desasosiego generalizado: una impotencia para salir
del estancamiento actual. Antes que encolerizarnos contra esas
afirmaciones, mas vale saber como fue posible su formulación. Hagamos el
paralelo con el siguiente episodio. A un psiquiatra francés, que expresaba
su preocupación por los estragos del desequilibrio mental en Martinica, un
prefecto tan Francés como él le respondió, complacido: “Eso no es lo
esencial. Lo que importa es que la miseria material ha retrocedido
visiblemente. Ya no se ven niños raquíticos a orilla de las carreteras. Esos
problemas que usted plantea resultan casi imperceptibles”.
Sin embargo, tales anécdotas, que parecen “girar” alrededor de lo real,
delimitan el objeto de mi trabajo. Se trataba de un esfuerzo para rastrear
los procesos multiplicados, los vectores enmarañados que urdieron
finalmente para un pueblo -que disponía de tantos cuadros e individuos
“formados”- la trama de la nada en la que se entrampa hoy día.
Esfuerzo “intelectual” con arranques de repetición (la repetición es un
ritmo), sus momentos contradictorios, sus imperfecciones necesarias, sus
exigencias de una formulación en última instancia esquematizada, muy a
menudo oscurecida por su propio objeto. Pues el intento de acercarse a
una realidad tantas veces ocultada no se ordena de inmediato en torno a
una serie de claridades. Exigimos el derecho a la opacidad, con el cual
nuestro empeño en existir con reciedumbre tiene el alcance del drama
planetario de la Relación: el impulso de los pueblos anulados que hoy
oponen a lo universal de la transparencia, impuesto por Occidente1, una
multiplicidad sorda de lo Diverso. Un trabajo semejante es espectacular en
todas partes del mundo, allí donde las matanzas, los genocidios impávidos,
los ataques de terror se esfuerzan por liquidar la valiosa resistencia de los
pueblos. Pasa desapercibido cuando se trata de comunidades destinadas a
una desaparición como tales más o menos cómoda.
Hay que estudiar el discurso de dichas comunidades (la trama oscura
donde habla su silencio) cuando se quiere entender a fondo el drama
donde lo que está en juego es la Relación mundial, incluso si este silencio
y esta carencia resultan poca cosa ante el temible y definitivo mutismo de
los pueblos consumidos y fulminados físicamente por la hambruna y la
enfermedad, el terror y la devastación -lo cual no molesta en nada a los
países ricos.
(Si la inquieta tranquilidad de nuestras existencias, ligadas al temblor
del mundo por tantos oscuros eslabones. Cuando estamos obrando, algo
se desprende de algo, de un sufrimiento, de un grito, y se asienta en
nosotros. La salmuera sobre los rebaños requemados, a través de un
desierto nómada que no es la libertad, ciertamente. La devastación de
pueblos enteros; esos con los que se trafica. Los niños cegados por su
incomprensible agonía. Los torturados que ven la muerte deambular a lo
lejos. El olor a aceite sobre la arena de las pieles. Los lodos que se
acumulan. Estarnos al margen, nos callamos.
Pero todo este movimiento arma un bochinche de silencios en nuestras
cabezas. Las acrobacias sangrientas del planeta nos dejan estupefactos sin
que nos enteremos. Adivinamos que en el mundo tantos pueblos, alertados
al mismo tiempo por la misma emoción, quedan librados a esta común
condición.
Aquí es, entonces, donde concurre todo discurso. No importa si aquí no
nos agotamos en materias primas, si las multinacionales nos comen
crudos, si la contaminación todavía se nos hace leve, si nuestras
multitudes no son ametralladas a todo dar, y si ni siquiera imaginamos las
pasmosas técnicas que operan aquí y allá para el provecho y la muerte; lo
cierto es que compartimos el desquiciamiento del mundo. Lo irracional
mórbido y la necesidad activa nos nivelan con el proyecto global. La misma
bomba H sirve para nosotros.
El discurso de los pueblos mide y ritma esta obsesión; la Relación es,
primero, conciencia ignorada de lo relatado. Lo irracional puede ser activo,
y la necesidad mórbida. Se nos demuestra, por ejemplo, el interés de las
grandes comunidades de países; y yo creo en el porvenir de los países
pequeños. En tales comunidades, los esquemas de la Relación se depuran
en desarreglos perceptibles, se estructuran en intentos legibles de
liberación. El análisis del discurso recalca lo que, de la inmensa
trituración planetaria, se desprende poco a poco por evidencias oscuras y
permite seguir aguantando. El ejemplo que se da aquí no aporta ningún
arma concreta en la guerra económica, guerra total en la que los pueblos
se ven implicados hoy día. Pero cada enfoque crítico del modo de contacto
entre pueblos y culturas permite adivinar que los hombres tal vez se
detendrán algún día, conmovidos por la inaudita comprensión que tendrán
de la Relación, y que entonces saludaran nuestra balbuceante
presciencia.)

A PARTIR DE UNA PRESENTACIÓN HECHA DESDE LEJOS, HACE


ALGÚN TIEMPO2
Desde el mito persistente de las “Islas” paradisíacas a falsa semblanza
de Los Departamentos de Ultramar, parecía que el destino de las Antillas
de lengua francesa fuera el de nunca encajar con su realidad. Era como si
estos países hubieran tenido la posibilidad de recuperar su verdadera
naturaleza, paralizados como estaban por su dispersión geográfica y
también por una de las formas más perniciosas de colonización: la que
asimila a una comunidad.
En esta materia, son numerosas las oportunidades perdidas por los
propios antillanos. El dato brutal es que, desde el siglo XVII
aproximadamente, Guadalupe y Martinica soportaron una larga secuencia
de represiones consecutivas, de revueltas incesantes, y cada vez el
resultado sólo fue una renuncia mas marcada al impulso colectivo, a la
voluntad común, lo único que permite a un pueblo sobrevivir en tanto
pueblo.
Así pues, la conformación geográfica. Parece que esta dispersión de las
islas en el mar Caribe, la cual constituyó efectivamente una barrera
natural para su interpretación (aun cuando se ha establecido que los
arawacos y los caribes surcaban este mar antes de la llegada de Colón), ya
no debería importar en un mundo abierto por los medios modernos de
comunicación. Pero, en realidad, la colonización dividió en tierras
francesas, inglesas, holandesas, españolas, una región poblada en su
mayoría por africanos, convirtiendo en extranjeras a gentes que no lo son.
El brotar de la Negritud en los intelectuales antillanos respondía quizás a
la necesidad de volver a encontrar, por referencia a una raíz común, la
unidad (el equilibrio) más allá de la dispersión.
Al mismo tiempo que se desarrollaban las relaciones de dominación
económica entre la metrópoli y su colonia, se afianzaba una doble creencia
en las Antillas de lengua francesa: primero, que esos países no podían
subsistir por sí mismos; luego, que sus habitantes eran franceses de
hecho, contrariamente a los otros colonizados que seguían siendo
africanos o indochinos. Las Antillas han suministrado entonces cuadros
altos y medios para la colonización en África, donde éstos se consideran
como blancos y, lamentablemente, se conducen como tales. La política
francesa ha sido favorecer la eclosión de esos cuadros medios, de ahí la
formación de una pseudoélite convencida de que forma parte de la Gran
Patria. Los grandes colonos (que así son llamados los békés3) entenderán
finalmente que ese sistema es su mejor garante. Al renunciar para siempre
a insertarse en una producción nacional martiniqueña, se convertirán en
tenderos del nuevo sistema, con ganancias substanciales y una pérdida
real del poder de decisión económica. La entrada de las Antillas menores
francófonas en el campo estéril de la economía terciaria resultaba
inevitable.
Faltó una base nacional que habría permitido la resistencia concertada
contra la despersonalización. Así, en Martinico y en Guadalupe había un
pueblo descendiente de africanos para el cual las palabras “africano” o
“negro” solían ser un insulto. Mientras la masa antillana bailaba el Laguia,
tan evidentemente heredado de los africanos, los jueces antillanos
condenaban en África a los que ellos ayudaban a ser colonizados. Cuando
una colectividad reniega de su proyecto, solo resulta desequilibrio y
vanidad.
Pero todos los pueblos nacen algún día. Aunque los antillanos no son
los herederos de una cultura atávica, no por ello están condenados a la
deculturación definitiva. Al contrario: en un mundo dedicado a la síntesis
y la “contacto de civilizaciones”, la vocación de síntesis no puede sino
constituir una ventaja. Lo esencial aquí es que los antillanos no dejan a
otros la tarea de formular su cultura. Y que esta vocación de síntesis no se
vuelve hacia el humanismo donde quedan entrampados los tontos.
Hasta la guerra de liberación de Toussaint Louverture, los pueblos de
Martinica, Guadalupe y Santo Domingo (que se convirtió entonces en
Haití) eran solidarios en sus luchas. Tanto entre los colonos como entre los
esclavos en lucha, así como entre los hombres libres (generalmente
mulatos), los desplazamientos solían ser limitados, pero no por ello menos
permanentes. Igual que la solidaridad. Fue el caso de Louis Delgrès, de
origen martiniqueño, caído con sus compañeros guadalupeños en el Fuerte
Matouba en Guadalupe, y cuyo ejemplo le era tan caro a Dessalines,
lugarteniente de Toussaint Louverture.
Con Haití libre pero aislada del mundo (la ayuda internacional no
existía, ni tampoco los países socialistas, ni los Estados del Tercer Mundo,
ni la ONU), se agotó el movimiento de intercambios que hubiera podido
crear a las Antillas. La revuelta de los esclavos, aplastada en las islas
pequeñas, se redujo a una sucesión de pobladas sin apoyo ni posibilidades
de implantación o de expansión; sin expresión ni prolongación. Después de
la “liberación” de 1848 en las Antillas francesas la lucha por la libertad dio
paso a la reivindicación de la ciudadanía. Los colonos metieron a sus
agentes en la vida política. La clase media, ávida de honores y de
respetabilidad se prestó gustosamente a ese juego que le proporcionaba
cargos y títulos. Hasta la ley de departamentalización de 1946, que
constituyó la apoteosis en esta materia, los antillanos se vieron llevados
así a su negación como colectividad con el fin de conquistar una ilusoria
igualdad individual. La asimilación remató la balcanización.
El observador espantado percibía entonces en las élites antillanas una
increíble pusilanimidad. La imitación era la norma (imitación del modelo
venido de Francia), y todo lo que se alejaba de ello se consideraba como un
crimen. Era el tiempo de la literatura “de las Islas”, de una sensiblería
gangosa. Sin duda alguna, de esta época también data el “usted no es tan
negro así” (o el “usted es como nosotros, no como los negros”) que
abofeteó tantas veces a nuestras élites, y digámoslo, que ellas tanto
permitieron. (Ha habido “progreso” en esta materia. En 1979, el discurso
Francés en Martinica dice explicitamente: “Usted no es nada antillano, en
el fondo”, con lo cual la disolución de las élites es llevada a su
culminación.)
Así pues, cada vez que este pueblo se ha sublevado contra su situación,
el resultado ha sido una represión implacable, después de lo cual siempre
quedaba caído de bruces y entrampado. Ha sido una larga sucesión de
oportunidades perdidas. La razón es que las élites nunca han podido
proponer (como debió ser su función) una perspectiva de lucha a las
masas que resistían en tales condiciones (exigüidad de las islas,
aislamiento, ambigüedad cultural) contra la denegación de su existencia.
En esta materia, el mimetismo político que ha descarriado a esos países
(se han repetido exactamente los mismos partidos políticos que en Francia,
que nacen o desaparecen según las fluctuaciones de la política interior
francesa) ha sido una creación genial del colonato.
Hoy día, el antillano ya no reniega de la parte africana de su ser, ya no
tiene que preconizarla, en reacción, como exclusiva. Tiene que reconocerla.
Comprende que de toda esta historia (aunque la hayamos vivido como una
no-historia) ha resultado otra realidad. Ya no se ve obligado a rechazar
tácticamente los componentes occidentales, todavía alienantes hoy día,
entre los cuales sabe que puede escoger. Se da cuenta de que la alienación
reside primero en la imposibilidad de escoger, en la imposición arbitraria
de los valores, y tal vez, en la noción de Valor. Concibe que la síntesis no
sea una operación de envilecimiento, como se le decía, sino una práctica
fecunda con la cual los componentes se enriquecen. Se ha convertido en
un antillano.
La idea de la unidad antillana es una reconquista cultural. Nos vuelve a
instalar en la verdad de nuestro ser, milita para nuestra emancipación. Es
una idea que no puede ser tomada en cuenta para nosotros, por otros: la
unidad antillana no puede ser manejada a control remoto.

LA DESPOSESIÓN
En engaño cronológico.
Es posible reducir nuestra cronología a un esqueleto cualquiera de
“hechos”. Por ejemplo:
1502: “Descubrimiento” de Martinica por Cristóbal Colón.
1635: Ocupación por los primeros colonos franceses. Comienzo del
exterminio de caribes. Comienzo de la trata de africanos.
1685: Establecimiento deI Código Negro por Colbert.
1763: Luis XV cede Canadá a Ios ingleses, quedándose con Guadalupe,
Martinica y Santo Domingo (Haití).
1798-97: Ocupación de Martinica por los ingleses.
1848: Abolición de la esclavitud.
1902: Erupción del volcán Pelée. Destrucción de la ciudad de Saint
Pierre
1946: Departamentalización.
1975: Doctrina de la asimilación económica.
Una vez hecho y completado este cuadro cronológico, en la historia
martiniqueña todo queda por desenredar.
En la historia antillana de Martinica todo queda por descubrir.

EL DESPLAZAMIENTO Y EL RODEO4
I
Hay una diferencia entre el desplazamiento (por exilio o dispersión) de
un pueblo que tiene su continuación en otro lugar y el trasbordo (la
trata de negros) de una población que en otro lugar se vuelve otra cosa,
un nuevo dato del mundo. Es en este cambio donde hay que tratar de
descubrir uno de los secretos mejor guardados de la Relación. Así
comprendemos que actúan unas historias entrecruzadas, propuestas a
nuestro conocimiento y que producen el ente. Nosotros renunciamos al
Ser. Lo más aterrador que el pensamiento antropológico engendra es la
voluntad de incluir el objeto de su estudio en un lapso cerrado de
tiempo donde la maraña de lo vivido se borra, en beneficio de un mero
permanecer. Así se asienta una serie de nociones generalizadoras que
chocan con el circuito de los relevos reales5. La historia de una
población trasbordada, pero que al cambiar de lugar se transforma en
otro pueblo, permite contradecir la noción general y las neutralizaciones
impuestas. La analogía (al mismo tiempo relación y relatado, acto y
discurso) priva sobre lo que aparentemente podría constituir el
principio, el “motor” presuntamente universal.
La operación de la trata de negros (que el pensamiento occidental, pese
a estudiarla como fenómeno histórico, silenciara en tanto signo de
relación) obliga a la población así tratada a poner en tela de juicio toda
ambición de universalidad generalizadora. Y esto de diversas maneras.
Primero, porque el tener que convertirse en una proporción inédita
obliga a esta población trasbordada a criticar (a desacralizar) utilizando la
irrisión o la aproximación, lo cual –en el antiguo orden- era lo permanente,
lo ritual, la verdad de su ser. Una población que cambia al hallarse en otro
lugar se ve tentada a abandonar la mera creencia colectiva. Luego, porque
el modo de cambio (la dominación de Otro) a veces favorece la práctica de
aproximación o la tendencia a la irrisión al introducir en las nuevas
relaciones la insidiosa promesa de constituirse en el Otro, la ilusión de
una miméis lograda. Así, la única pulsión de lo universal prevalecerá de
manera vacía. Por último, porque la dominación (favorecida por la
dispersión y el trasbordo) engendra el peor de los avatares: suministra
modelos de resistencia ante el poder efectivo que ella misma pone en
práctica, perjudicando así la resistencia y a la vez favoreciéndola. Técnicas
vaciadas mantendrán la ilusión de un universal que rebasa. El pueblo
trasbordado lucha contra todo esto.
Creo que lo que hace esta diferencia entre un pueblo que tiene su
continuación en otro lugar, manteniendo el Ser, y una población que al
cambiar de lugar se transforma en otro pueblo (sin ceder, no obstante, a
las reducciones del Otro) y que entra así en la variancia siempre repetida
de la Relación (del relevo, de lo relativo), es que esta población no ha traído
con ella ni continuado colectivamente las técnicas de existencia o de
supervivencia, materiales y espirituales, que había practicado antes de su
trasbordo. Estas técnicas subsisten sólo como rastros, o en forma de
pulsiones o de impulsos. Esto –además de la persecución, por una parte, y
de la esclavitud, por la otra- es lo que diferencia la Diáspora judía de la
trata de negros. Y si es que la población así trasbordada no se encuentra -
en el sitio de llegada y de anclaje- en condiciones que favorezcan la
invención o la adopción “libre” de nuevas técnicas apropiadas, esta
población entra durante un tiempo más o menos largo en el marasmo a
menudo imperceptible de la irresponsabilidad global. Es probablemente lo
que distinguiría en general (y no individuo por individuo) al martiniqueño
de otro trasbordado como, por ejemplo, el brasileño. Semejante disposición
resulta tanto más determinante porque la violencia técnica (la distancia
creciente entre los niveles de manipulación y de control de lo real) se
vuelve un factor primordial en la Relación mundial. Las dos actitudes
probablemente más infundadas, en esta circunstancia, serían considerar
excesivamente el soporte técnico como el sustrato de toda actividad
humana y, al contrario, rebajar cualquier sistemática técnica al rango de
ideología alienante o degradante. La desprovisión técnica lleva al
colonizado hasta esos extremos. Independientemente de lo que se piense
de tales opciones, nosotros tenemos que tomar la palabra “técnica” en el
sentido de la mediación concertada de una colectividad con su entorno. La
trata de negros, que pobló en parte las Américas, discriminó entre los
recién llegados; el desinterés hacia lo técnico favoreció en las Antillas
menores francófonas -más que en cualquier otro espacio de la diáspora
negra- la fascinación por la miméis y la tendencia a la aproximación (es
decir, de hecho, a la denigración de los valores originarios).
En esto no hay sólo agonía y perdición sino también la oportunidad de
afirmar un conjunto estimable de propiedades. Por ejemplo, la de tratar los
“valores” ya no como una referencia absoluta sino como modos actuantes
de una Relación. (La renuncia a los meros valores originarios permite
acceder a un sentido inédito del establecimiento de relaciones.) También la
de criticar mas naturalmente una concepción de lo universal transparente,
y de remitir esta ilusión al arsenal de las elites mimetizadas.
II
La primera pulsión de una población trasplantada, que no está segura
de mantener en el sitio de su trasbordo el antiguo orden de sus valores, es
el Retorno. El Retorno es la obsesión del Uno: no hay que cambia el ser.
Retornar es consagrar la permanencia, la no-relación. El Retomo será
predicado por los sectarios del Uno. (Pero el retorno de los palestinos a su
país no es un recurso estratégico, es un combate inmediato. La
contemporaneidad de la expulsión y del retorno es total. Este último no es
una pulsión compensatoria, sino una urgencia vital.) En el siglo pasado los
americanos blancos habrán creído que exorcizaban el problema negro
financiando el retomo de los negros a África y con la creación del Estado
de Liberia. Extraña barbarie. Aún si nos consideramos felices y satisfechos
de que una parte de la población negra de Estados Unidos haya escapado
así al terrible destino de los esclavos o de los nuevos libertos, no podernos
desconocer lo que tal operación trae consigo de frustración, en la
escenificación de la Relación. Su característica primordial -forma
contemporánea del intercambio entre pueblos- es efectivamente la
conciencia que estos pueblos tienen de ella, por vaga que sea. Los
intercambios precedentes no iban acompañados de semejante conciencia
de la conciencia. En las condiciones actuales, una población que
traduciría en actos la pulsión del Retorno, y esto sin que se haya
constituido como pueblo, se vería condenada a los amargos recuerdos
recurrentes de un posible (por ejemplo, la emancipación de los negros en
los propios Estados Unidos) perdido para siempre. La huída de los judíos
fuera de la tierra de Egipto fue colectiva; ellos habían mantenido su
judeidad no se habían transformado en otra cosa. ¿Qué pensar del destino
de esa gente que retorna a África, ayudada y alentada por la filantropía
calculadora de sus amos, pero que ya no es africana? La realización de la
pulsión en ese momento (ya es demasiado tarde para ella) no es
satisfactoria. Es posible que el Estado que resulte de ella (cómodo
paliativo) no se convierta en nación. ¿Podría aventurarse, en contraste, la
hipótesis de que la existencia del Estado-nación de Israel terminaría
agotando la judeidad, al acabar poco a poco con la pulsión del Retorno (la
exigencia del Uno)?6
Pero, como hemos visto, las poblaciones trasbordadas por la trata de
negros no estaban en condiciones de mantener por mucho tiempo la
pulsión del Retorno. Entonces esta pulsión irá cediendo a medida que se
esfume el recuerdo de la tierra ancestral. Dondequiera (en las Américas)
que la dimensión técnica se mantenga o se renueve con una población
trasbordada, ya sea oprimida o dominante, la pulsión del Retorno se
extinguirá poco a poco al ser tomada en cuenta la nueva tierra. Allí donde
esto resulte no sólo difícil sino oscurecido (la población transformada en
pueblo, pero en pueblo desposeído), aparecerá la obsesión de la
inmigración. Esta obsesión no es evidente. Sin decir que no es natural (es
una violencia), puede establecerse que es imposible. No sólo que la
imitación misma es irrealizable, sino que su obsesión muy real es
insoportable. La pulsión mimética es una violencia insidiosa. Un pueblo
que está sometido a ella, tarda mucho en asumir su peso de manera
colectiva y crítica, aunque soporta inmediatamente el traumatismo. En
Martinico, donde la población trasbordada se constituyó en un pueblo sin
haber asumido efectivamente la nueva tierra, la comunidad ha tratado de
exorcizar el Retorno imposible con lo que yo llamo la práctica del Rodeo.
III
El Rodeo no es un rechazo sistemático a ver. No, no es un modo de
ceguera voluntaria ni una deliberada práctica de fuga ante las realidades.
Más bien diríamos que suele ser el resultado de una maraña de
negatividades asumidas como tales. No hay rodeo cuando la nación ha
sido posible, es decir, cada vez que la responsabilidad global -aun alienada
en beneficio de una parte de la colectividad- ha puesto en práctica
soluciones provisionales aunque autónomas para los conflictos internos o
de clases. No hay rodeo cuando la comunidad enfrenta a un enemigo
conocido como tal. El rodeo es el último recurso de una población cuya
dominación por el Otro se halla oculta: hay que ir a buscar en otra parte el
principio de la dominación, que no se evidencia en el propio país: porque el
modo de dominación (la asimilación) es el mejor camuflaje, porque la
materialidad de la dominación (que no es sólo la explotación, que no es
solamente la miseria, que no es sólo el subdesarrollo, sino la erradicación
global de la entidad económica) no es directamente visible. El rodeo es el
paralaje de esta búsqueda.
Entonces, su artimaña no siempre está concertada, así como tampoco el
Otro lugar donde se practica el rodeo puede ser “interior”. Es una “actitud
de escape” (Marcuse) colectivizada.
La lengua créole es la primera geografía del Rodeo y sólo en Haití ha
escapado a esta finalidad originaria. Confieso que me aburren las disputas
sobre el origen y la constitución de la lengua (¿se trata de una lengua, de
un avatar de las hablas francesas, etc.?); lo cual, sin duda, es un error. Lo
que veo en la poética del créole es sobre todo un ejercicio permanente de la
desviación de la trascendencia implicada en esta poética: la de su origen
francés. Michel Benamou sugería la hipótesis (retomada en Martinica por
un artículo de Roland Suvélor) de una irrisión sistematizada: el esclavo
confisca el lenguaje impuesto por el amo, lenguaje simplificado, apropiado
para las exigencias del trabajo (un hablar a lo “yo Tarzán, tu Jane”) y lo
lleva al extremo de la simplificación. Tú quieres reducirme al tartamudeo,
yo voy a sistematizar el tartamudeo, ya veremos si logras entender. Así, el
créole sería la lengua que, en sus estructuras y su poética, habría asumido
a fondo lo irrisorio de su génesis. Es el recién llegado de todos los pidgins,
el emperador de los “patuiás”, que se ha coronado a sí mismo. Los
lingüistas han apuntado que la sintaxis del créole tradicional imita
naturalmente el lenguaje del niño (por ejemplo, utiliza la repetición: bel bel
iche, niño muy hermoso). Una práctica de infantilismo llevada a tal
extremo no es inocente. A nivel de las estructuras que la lengua se da a sí
misma (y sin duda puede ser poco común hablar así de una lengua, como
si fuera una entidad voluntaria que se establece por sí misma), vuelvo a
encontrar lo que se dice de los negros norteamericanos: cada vez que se
hallaban en presencia de los blancos, adoptaban como actitud lingüística
el ceceo, el remoloneo, la idiotez. El camuflaje. Esta es una escenificación
del Rodeo. La lengua créole se ha constituido en tomo a esta artimaña.
Hoy día ningún negro norteamericano necesita recurrir a semejante
escenificación: supongo que pocos serían los blancos que todavía se
dejarían engañar; y también en Martinica la lengua créole ha superado la
etapa de la estructuración del Rodeo. Pero algo le ha quedado. Va de
retruécano en retruécano, de asonancia en asonancia, de una
ambigüedad a un doble sentido, etcétera. Tal vez por ello la agudeza, por
ser paciencia y sorpresa preparada, escasea en esta lengua, y siempre
resulta bastante burda. La agudeza que remata el discurso créole no
provoca la sonrisa entendida sino la risa participante: se recalca a sí
misma, recuperando una práctica constante de los cuentacuentos de casi
todos los países: contrapunteadores, hechiceros, etcétera. El créole
haitiano superó más rápidamente el Retorno, por la simple razón histórica
de que se convirtió muy pronto en la lengua de responsabilidad productiva
de la nación haitiana.
En la vie des mots de Arsene Darmesteter7, obra de “filosofía
Lingüística” dedicada a la evolución del sentido de las palabras en la
lengua francesa, y en ciertos aspectos “pre-saus-suriana”, se lee la
observación siguiente:
Todavía se capta in fraganti la acción del espíritu popular cuando éste
deforma el sentido de palabras acuñadas para ciertos usos. Vemos con
sorpresa cómo palabras de formación erudita, que tienen su pleno e
integro valor en la lengua científica, descienden hasta el habla popular con
usos ridículos o degradantes… Una ironía grosera parece disfrutar al
degradar esas palabras mal comprendidas, y al hacer que la ignorancia
popular tome venganza de la lengua de los letrados.
Desde luego, la sorpresa de este autor se habría convertido en terror
ante las prácticas del joual de los quebequeses, donde vemos también
cómo opera la irrisión sistemática que ataca al corazón mismo de una
lengua (el francés) a la cual, sin embargo, se reivindica. No es
sorprendente que el joual haya simbolizado un momento de la resistencia
quebequesa frente a la dominación del Canadá anglófono, ni que este
símbolo haya tendido a borrarse como tal a medida que Québec se
concebía a si mismo y existía como una nación por construir.
El Rodeo lleva pues a alguna parte cuando lo imposible (Ilegible, p. 52)
lo que rodea tiende a resolverse en “positividades” concretas.8
Creo que el sincretismo religioso también es un avatar ostensible del
Rodeo. Hay algo excesivo en la representación de éste sincretismo, ya sea
en los sitos brasileños, ya sea en el vudú o en las prácticas de los
campesinos martiniqueños. La diferencia consiste en que, una vez más, lo
que para unos era una artimaña (en Brasil, en Haití) se ha constituido en
una creencia colectiva de contenido “positivo”, para otros (en Martinica)
sigue siendo una huella “negativa”, que entonces siempre necesita
actualizarse con el Rodeo. En Martinica el discurso de la creencia popular
requiere todavía el oido del Otro.9
Una de las manifestaciones más espectaculares de esta necesidad del
Rodeo para una comunidad tan amenazada, la encontramos lógicamente
en el movimiento de emigración de esas poblaciones antillanas hacia
Francia (del que mucho se dijo que constituía una trata de negros al revés,
fomentada por los poderes públicos) y en las repercusiones psíquicas que
provoca. En Francia, los antillanos emigrados suelen descubrir que son
diferentes, toman conciencia de su antillanidad; conciencia tanto más
dramática e insoportable, cuanto que el individuo imbuido así del
sentimiento de su identidad tampoco podrá lograr la reinserción en su
medio de origen (la situación le parecerá intolerable, sus compatriotas
irresponsables; y él será considerado como asimilado, convertido en blanco
por sus modales, etc.), y volverá a irse. Extraordinaria vivencia del Rodeo.
Ésta es ciertamente una ilustración del ocultamiento, de la alienación en
Martinica: hay que ir a otro lugar para tomar conciencia. El individuo
entra entonces en un mundo obsesivo, no el de la conciencia infeliz sino,
en realidad el de la conciencia torturada.
(Desde luego, hay un esplendor del retorno, para quienes se fueron “al
Oeste” [hacia el Este] y que se esfuerzan por arraigarse de nuevo. Ya no se
trata de la llegada desesperada de antaño, tras la separación violenta de la
madre-tierra africana y el viaje de la trata de negros. Ahora, es como si se
descubriera por fin el verdadero país donde volver a arraigarse. Se dice que
Martinica es tierra de resucitados. Pero eso no es un retorno, es el final de
un rodeo.) Entonces, al no poder soportar vivir en el propio país, el
tormento se abre camino.
El Rodeo no conduce a ninguna parte cuando su astucia originaria no
encuentra las condiciones concretas para una superación.
(NO desestimamos el malestar universal que lleva a europeos
insatisfechos en su medio hacia los “países cálidos de los que huyen
quienes, víctimas del desempleo pero también sometidos a una intolerable
presión de inexistencia, buscan en la Otra-Otra parte un recurso
provisional.)
En fin, los intelectuales antillanos han aprovechado esta necesidad del
Rodeo para ir a alguna parte, es decir, vincular en este caso la posible
solución de lo insoluble a unas decisiones practicadas por otros pueblos.
La primera y quizás más extraordinaria de estas formas de Rodeo es el
sueño africano de Marcus Garvey (Jamaica), escenificado en una primera
“etapa” que lo incitó a asumir en Estados Unidos la pasión de los negros
norteamericanos. La asunción universal del sufrimiento negro en la teoría
(o la poética) antillana de la Negritud representa también un aspecto
sublimado del Rodeo. Para los pueblos mestizos de las Antillas menores, la
necesidad histórica de reivindicar la “parte africana” de su ser -por tanto
tiempo despreciada, reprimida, negada durante tanto tiempo por la
ideología establecida- basta por si sola para justificar el movimiento
antillano de la Negritud. Sin embargo, esta reivindicación enseguida queda
superada con la asunción que ya he mencionado, de manera tal que la
obra de Aimée Césaire acerca de la Negritud se encuentra con el
movimiento de liberación de las culturas africanas, y que su Cuaderno de
un retorno al país natal se ha vuelto pronto más popular en Senegal que
en Martinica. Singular destino. Ahí está el Rodeo: superación ideal,
relación por arriba. Entendemos que si bien Césaire resulta el
martiniqueño más conocido, sin embargo, su obra es más leída en África.
El mismo destino signó la vida del trinitario Padmore, inspirador de quien
conquistó la independencia de Ghana, Kwamé Nkrumah. Pero Padmore,
que fue el padre espiritual del panafricanismo de Nkrumah, nunca regresó
a su país natal. Así pues, estas formas de Rodeo son también formas
camufladas o sublimadas del Retorno a África. La diferencia mas evidente
entre las formulaciones africana y antillana de la Negritud es que la
africana proviene de una multirrealidad de culturas ancestrales y a la vez
amenazadas, y que la antillana precede la intervención libre de nuevas
culturas cuya expresión esta subvertida por el orden colonial. Se necesitó
un intenso esfuerzo generalizador para que ambas formulaciones se
reunieran: esta generosa generalización permite entender cómo la Negritud
ha obviado las situaciones particulares. Inspiradora fundamental de la
emancipación africana, en ningún momento interviene como tal en los
episodios históricos de esta liberación. Al contrario, es cuestionada como
tal, primero en el área del África anglófona (por rechazo a su carácter
generalizador), luego en extensas franjas del África combatiente (tal vez por
la influencia de las ideologías revolucionarias)10.
El ejemplo más significativo de Rodeo sigue siendo el de Frantz Fanon.
Inmenso y entusiasmante Rodeo. Conocí a un poeta suramericano que
nunca se separa de la traducción al español de Los condenados de la
Tierra. Y cualquier estudiante negro norteamericano se maravilla al saber
que uno viene del mismo país de Fanon. Suelen pasar años sin que se le
cite (no digo su obra sino él mismo) en la prensa de Martinica, política
cultural, revolucionaria o de izquierda. Una avenida de Fort-de-France
lleva su nombre. Ese es todo, o casi. Para un antillano es difícil ser el
hermano, el amigo, o simplemente el compañero o el “compatriota de
Fanon. Porque él es el único de todos los intelectuales antillanos
francófonos que realmente puso al acto, mediante su adhesión a la causa
argelina, y ello pese a que después de los episodios trágicos y
determinantes de (lo que estamos en todo el derecho de llamar) su pasión
argelina, el problema martiniqueño (del que, por cierto, no era responsable
pero al que sin duda se habría enfrentado de haber vivido) sigue planteado
en toda su ambigüedad. Queda claro que, aquí, pasar al acto no significa
sólo luchar, reivindicar, desplegar el verbo contestatario, sino asumir
totalmente el corte radical. El corte radical es la punta extrema del Rodeo.
La palabra poética de Cesaire, el acto político de Fanon, nos han llevado
a alguna parte, permitiendo por defecto que retornaramos al único lugar
donde los problemas nos acechan. Ese lugar está descrito en el Cuaderno
de un retorno al país natal, así como en Piel negra, máscaras blancas: con
esto quiero decir que ni Cesaire ni Fanon son abstractores. No obstante,
las líneas de la Negritud y de la teoría revolucionaria de Los condenados de
la Tierra resultan generalizadoras. Siguen el contorno histórico de la
descolonización que llega a su final en el mundo. Ilustran y demuestran el
paisaje de Otro lugar compartido. Hay que volver al lugar. El Rodeo es
artimaña provechosa sólo si el Retomo lo fecunda: no es retorno al sueño
originario, a lo Uno inmóvil del Ser, sino retorno al punto de intrincación
del cual nos habíamos desviado forzosamente; es entonces cuando hay que
poner finalmente en funcionamiento los componentes de la Relación, o
perecer.11

LA RESISTENCIA
Hay que estudiar las formas de resistencia aparecidas en el paisaje
martiniqueño, y saber por qué no han desembocado en un surgimiento de
comunidad como tal. Así responderíamos a la burla que hacemos de
nosotros mismos. Los martiniqueños no son infrahombres condenados a
ser asistidos. Hay que entender que las posibles formas de resistencia
llevadas a la acción, conllevaban sus limitaciones destructivas desde el
punto de vista de la unanimidad. Analizar éstos límites implícitos
permitirá combatir nuestra desidia generalizada.
La resistencia popular es, ante todo, “tradicional”: es la organización de
una economía de supervivencia y algunas veces violenta: es el cimarroneo.
La supervivencia es la sistematización “cultural” de lo que en los
tratados se ha denominado la economía de subsistencia. Sistematización
que, desde luego, no es conciente pero que funciona a partir de un
conocimiento instintivo de las posibilidades vitales. Todo pueblo
condenado a vivir en una economía de supervivencia es un pueblo astuto,
conocedor, obligado a ser paciente.
La economía de supervivencia comienza en el periodo servil, con la
práctica agobiante de las pequeñas porciones de terreno (los huertos) que
el trabajador esclavo cultivaba para sí (en sus horas de descanso) a fin de
seguir viviendo. Así se adquiere el hábito de una agricultura parcelada,
familiar, implantada en lugares difíciles o inaccesibles, y de la cual
resultará la población de los pequeños agricultores, junto a la masa de los
obreros agrícolas (y confundida con ella, la más de las veces).
Esta organización mantendrá la unidad cultural, pues así no habrá
ningún hiato (en las costumbres y las reacciones) entre obreros agrícolas
empleados en las plantaciones y pequeños agricultores refugiados en los
morros. La supervivencia exige estructuras de intercambio y reglas de
vecindad. Depende también de la organización de un mercado interno por
sectores no muy amplios (cada uno alrededor de un pueblo o de un
caserío), donde la unidad de producción es micropolivalente, tanto en el
sector de los cultivos, como en el de la matanza de animales domésticos
(cabritos, cochinos, reses).
La supervivencia agrega a la subsistencia una dimensión “cultural”, ya
sea mediante la argucia, ya sea mediante la burla. Porque la
supervivencia, al estar parcelada, no puede concebir la solemnidad de lo
que es colectivo. La supervivencia determina hábitos comunes, pero no los
consagra como tradiciones. Así, la organización de la economía de
supervivencia permite la resistencia, pero no ese agrupamiento de
resistencias del que resultaría la nación. La economía de supervivencia
tampoco conduce a la sedimentación de prácticas técnicas, cuyo
conocimiento y cuyo peso habrían llevado a progresos colectivos. La
función técnica se ve frecuentemente saturada de gestos supersticiosos
que compensan ese no-control colectivo y que al final, más que unir,
dividen. Cuando un martiniqueño siembra ocurno, si conoce realmente las
cosas del campo, estará pendiente de no tener el estomago vacío (el ocurno
saldría raquítico), de no sentarse cerca del sembradío (el crecimiento sería
lento). Estas formas de superstición pueden compartirse (y además
explicarse desde un punto de vista práctico); pero si este mismo agricultor
quiere proteger su huerto de las incursiones de los vecinos tendrá que
enterrar en las cuatro esquinas unos granos de sal comprados en tres
pueblos diferentes, etc. Entramos aquí en las prácticas de separación y
dispersión. El gesto mágico aísla. Desde luego, toda vida en el campo
incluye gestos mágicos. Lo que yo conozco de la vida en una economía de
supervivencia, como en Martinica, me lleva a pensar que aquí esas
prácticas, aunque derivadas de creencias comunes no cohesionan a la
comunidad. Ni las técnicas ni las supersticiones que las acompañan son
capaces de permitir esta acumulación, esta transferencia de una
generación a otra, que van estructurando a una comunidad.
La unidad cultural mantenida no será entonces suficiente para
desembocar en la mera unidad. Y es que la organización de los mercados
internos nunca permitirá la explotación a pleno rendimiento de los huertos
familiares. La obsesión del excedente es el sello fundamental de la
economía de supervivencia. Es causa y medida de la incapacidad
comunitaria. La economía de supervivencia no genera la aparición de un
cuerpo de tradiciones campesinas; su organización no permite, por
ejemplo, esas manifestaciones convergentes que son las temporadas de
ferias y mercados en Occidente, donde el rasgo común se refuerza.
En Martinica, esta clase social permanece dispersa. La subsistencia y la
supervivencia, por definición, no trascienden en consenso de clase ni en
llamadas a la nación.
La resistencia violeta es el cimarroneo, fenómeno absolutamente
generalizado en la zona de civilización caribe. El cimarroneo ha desplazado
a una pequeña parte de los esclavos de las plantaciones; el resultado de
esto es que los primeros cimarrones son de hecho los primeros
cultivadores de parcelas, los que se radican en las alturas. El límite del
cimarroneo en Martinica es el límite de la tierra: la exigüidad del país no
permitirá el desarrollo sistemático de comunidades. Así pues, las
adquisiciones culturales no se acumularán, de manera que las futuras
poblaciones de pequeños campesinos no conocerán su origen común. En
Haití, por el contrario, la clase campesina tendrá una dimensión
fundamental y será objeto de muchas promesas por parte de los
aspirantes al poder (casta militar negra o burguesía mulata). El campesino
haitiano acumula las tradiciones, las preserva y las sistematiza. Dos
hechos culturales se desprenden: el vudú y la eclosión popular de la
pintura haitiana.
En Martinica los obreros agrícolas de las plantaciones no se
beneficiarán con la experiencia de los cimarrones. El aislamiento
sistemático de las unidades de producción (plantaciones) se mantendrá
hasta el final. Todavía en 1940, un obrero agrícola despedido de una
hacienda era reseñalado enseguida al mayor número posible de
administradores de otras haciendas y, a menudo, quedaba reducido al
desempleo. Los únicos itinerantes reales eran el grupo de los
administradores, intendentes y capataces, grupo heterodoxo, donde había
pequeños békés en el nivel más alto del grupo (administradores) y también
los hijos de obreros agrícolas que habían tenido una educación primaria
(intendentes y capataces: los intendentes llevaban las cuentas y
respondían por la entrega de la paga a los trabajadores, los capataces
dirigían las maniobras en los campos y los encierros de ganado, ambas
funciones confundiéndose frecuentemente). Los desplazamientos de
administradores, intendentes y capataces ecónomos y los capataces de
una hacienda a otra estaban regidos por un consenso tácito entre
propietarios. No obstante, se trataba de un fenómeno que diferenciaba a
estos administradores de los regidores de haciendas en América Latina,
atados a una sola plantación y tanto más odiados por los obreros
agrícolas. Generalmente, en Martinica los capataces no eran objeto de
tanto odio sistemático. Siendo los únicos que se desplazaban, no
constituyeron un verdadero cimiento de la vida social. Sin embargo, su
pequeña casta no estaba a salvo de profundas agitaciones, tal como lo
demuestra la historia de Beauregard, capataz de una hacienda que, tras
un pleito con un pequeño béké, se convirtió en un verdadero negro
cimarrón de leyenda, resistiendo desde 1942 hasta 1949 contra las fuerzas
de la gendarmería del sur de Martinica, con el apoyo espontáneo o forzado
de la población. Ubicado por casualidad, prefirió matarse antes que
rendirse. Pero tales casos constituyen la teatralización de un fenómeno (el
cimarroneo) que en el inconsciente colectivo sólo dejó huellas, y ninguna
influencia determinante en la tradición popular.
El cimarroneo intelectual irá apareciendo paulatinamente en este
estrato social que se desarrolla en los pueblos. Esta “clase” media tiene
dos orígenes: los mulatos (descendientes de los békés y sus numerosas
concubinas negras o mulatas) que acapararán las profesiones liberales de
prestigio (médicos, abogados, profesores, farmaceutas) y ocuparán las
principales funciones y responsabilidades edilicias; los hijos de obreros
agrícolas o de habitantes de pueblos, con educación primaria (algunas
veces coronada por estudios (Ilegible, p. 92) el diploma primario o del ciclo
básico), y que inicialmente suministrarán regidores para la explotación
agrícola y luego los puestos de docentes y funcionarios menores. El límite
propio de ambas categorías de este estrato social es que estas no implican
densidad económica alguna. La única posibilidad de ascenso pasa por el
filtro de la instrucción no técnica. Es una categoría social destinada a las
humanidades. El mayor signo de su capacidad es el “dominio” de la lengua
francesa. Para asegurar algunas posibilidades de surgimiento individual,
se verá entonces obligada a adoptar la ideología aportada por la
enseñanza. Rápidamente se convertirá en el vehículo del pensamiento
oficial. Este estrato social habría desaparecido como tal -debido a su vacío
técnico y económico- si la supra-administración local de Martinica no le
hubiera ofrecido, a partir de 1946, el refugio generalizado de la función
pública. Esta “clase” media sólo podía oponerse a los békés apoyándose en
el sistema central que le permitía desarrollarse. Desde fines del siglo XIX,
las luchas de los mulatos apelan así a las ideas generalizadoras (la
igualdad ante la ley, la ciudadanía, la escuela laica y obligatoria, el
derecho a defender la patria francesa, etc.) en los conflictos que los oponen
a los békés, generalmente apoyada por los gobernadores y los magistrados
de tumo. Los sucesos más conocidos por los martiniqueños (caso Bissette,
en 1824) muestran de manera patética a gentes que se reprimen a sí
mismas creyendo que así luchan hasta la muerte contra un sistema.
Cuando se les trata como colonizados, creen hasta el final que se les
oprime como ciudadanos. El engaño se inició muy temprano.
La resistencia de este estrato social no será estructural. Esta se
radicalizará al azar de opciones individuales: el mismo filtro que dejaría
pasar a individuos de un grupo social a otro, permitiría también que
individuos (al haber entrado en contacto, en la propia Francia, con las
filosofías revolucionarias o las realidades de la descolonización) accedieran
a una visión crítica –aunque siempre personalizada- del sistema en su
conjunto. Este aspecto fuertemente individualizado (no global) de la
resistencia en la “clase” media (determinada por el carácter económico “en
suspensión” de este grupo social, por las condiciones del acceso elitesco al
“conocimiento” y por la obligación de aceptar en grupo la ideología
vehiculada por este “conocimiento”) reforzará esa tendencia con la
adopción carismática de líderes populares provenientes de esta clase,
inamovibles y no controlados. Pero esos líderes sólo eran electorales: la
“clase” media produce solamente en la superestructura.
Mientras la casta béké se benefició con el compañerismo de los grandes
colonos de Santo Domingo, y mientras la producción colonial tuvo en las
Antillas un peso determinante para el capitalismo francés, los békés
martiniqueños pudieron ofrecer una apariencia de resistencia (que
oscilaba continuamente entre las corrientes centralizadoras de la política
francesa) contra los navieros, los negreros, los refinadores, los negociantes
de Burdeos, Saint-Nazaire o Paris. “¡Su Majestad-murmuraban los
cortesanos de Luis XVI- vuestra corte es criolla!” Pero el límite de esta
resistencia béké se insertó desde el primer día, dentro de las condiciones
que hemos estudiado: el trueque, la falta de control sobre un mercado, la
falta de control sobre los medios de comunicación mercantil. Cuando la
remolacha se haya industrializado y la producción martiniqueña ya no sea
“necesaria”, la “clase” béké saldrá vencida, no en tanto eterno grupo de
aprovechadores del sistema, sino en tanto antigua clase productiva.
Así pues, no faltó resistencia; pero sus prolongaciones fueron
forzosamente aleatorias: la resistencia nunca permitió la eclosión de la
nación. La masa de obreros agrícolas fue inicialmente vencida por la
insuficiente densidad del cimarroneo, por el desmigajamiento de la cultura
popular desarrollada en el sistema de plantaciones, por la erradicación de
la producción y el resultante aislamiento de esta masa. La resistencia de
los békés se dio por esta misma erradicación y por la posibilidad de una
jugosa conversión al sector terciario. La resistencia de los estratos medios
se dio por el éxito de la ideología asimilacionista y por la incursión masiva
en la función pública.
Estos son pues, los límites de la resistencia. Tienen que ver con dos
fenómenos dialécticamente solidarios. Primero, que las resistencias de las
“clases” no fueron concertadas, permitiendo así que el sistema colonial las
sometiera una tras otra; luego, que éstas no se opusieron globalmente y de
manera autónoma entre ellas, impidiendo que la nación martiniqueña
apareciera como espacio para la solución de sus conflictos. Lo que quedó
entonces del trabajo de oposición fue la dispersión para las masas
campesinas, la alienación productiva para los békés, la asimilación mental
y “cultural” para la élite. Y, aunque la resolución autónoma no apareció
como una solución, finalmente el sistema colonial logró una gran
igualación que se ofrece como solución -aunque neurotizante- a los
antiguos conflictos: de de entonces, todos los martiniqueños son clientes.
En 1977 se afirmó claramente la voluntad central de fundir los estratos
sociales béké y mulato con una clase de funcionarios, suscitando su
interés en la terciarización provechosa. En 1979 se hizo un intento por
disminuir los privilegios (en cuanto a lo fiscal, las vacaciones en la
metrópoli, la indemnización por alto costo de la vida) otorgados a la “clase”
media. Tras haber sometido a las tres capas sociales dispares, difusas y
contradictorias que constituían la sociedad martiniqueña, el sistema
quería tal vez igualarlas, es decir, no tomar en consideración sino a los
individuos o grupos de individuos que le sirven en esta sociedad, no hacer
mas concesiones a clases sociales como tales; rematar así la
sobredeterminación de esta sociedad. Para el pensamiento oficial ya
resultaba escandaloso que el flujo de dinero, puesto a circular como una
táctica a partir de la prestación de servicios, se fuera groseramente a los
bolsillos de los békés sin que el Estado recuperara una buena parte; que
los funcionarios martiniqueños siguieran privilegiándose localmente,
cuando su existencia misma ya era un favor. El sistema pensaba que ya
no necesitaba a esas capas sociales ahora que constituían un grupo. ¿Era
éste un error táctico que se agregaba a una apreciación estratégicamente
acertada de la situación?
Los dirigentes sindicales de la clase de los funcionarios, protestando
vehementemente contra este intento de reducción de sus privilegios,
sostienen patéticamente (en octubre de 1979) que sólo hay diez grandes
familias importantes en Martinica y que a ellas, en primer lugar, debería el
gobierno francés aplicarles todo el peso de su supuesto esfuerzo de
reajuste y justicia social. Extraña ceguera. Creían que la decisión central
equiparaba el interés de los trabajadores martiniqueños y el de los békés, y
que luego optaría por privilegiar al primero. En realidad, la doctrina oficial
-con razón o sin ella- es que el proceso de anulación económica ha
concluido, que Martinica ya no puede volver a ser un país productor y, por
ende, las resistencias ya no pueden ser sino puntuales e intermitentes. El
pensamiento oficial siempre reflexiona en términos de macroeconomía; tal
vez obligará los martiniqueños a refugiarse en un nuevo sistema de
supervivencia que hasta ahora habíamos considerado como imposible. La
supervivencia es siempre una forma de cimarroneo y entra en
contradicción sobre todo con los planes macro-económicos. Pero la
supervivencia conlleva así su propio límite: se trata de un instinto de
fraccionamiento. Y lo cierto es que toda iniciativa para edificar en
Martinica una estructura parcial de supervivencia resultará, una vez más,
vana y estéril (es decir, incapaz de concebir a la comunidad) si esta
iniciativa no esta orientada por una verdadera teoría general de la
supervivencia como un conjunto no parcelado de resistencias
convergentes.
Esos dirigentes sindicales conocen la proclama de husson12. Siguen
creyendo que la buena nueva viene de Paris. No saben que en Martinica
las resistencias de las clases sociales siempre han sido insuficientes, en
tanto resistencias de clases. Que una clase tiene que conquistar su
derecho y sus medios de apuntalar finalmente (y hasta el final) su
resistencia, y reforzar así su compacta vocación de dirigir el país (por
ejemplo, instauración de una burguesía opresora, o de una aristocracia
con poder real, o de un socialismo de producción). 0 que hay que
constituir el proyecto nacional que verdaderamente permitirá la existencia
de todos, más allá de una resistencia por fin continua. Las insuficiencias
de las soluciones neutrales hacen imperativo este proyecto nacional. Una
burguesía elitesca sólo puede dirigir a una colectividad en el modo de los
“tontonmacoutes”13. Sólo ella dispone de un poder sin poderes (esto, según
me dice un joven martiniqueño, le basta al colonizado).
La aristocracia béké también debería conquistar su autonomía de
decisión y de gestión, pero es incapaz de hacerlo. El socialismo de
producción es, aquí, una proyección abstracta y doctrinaria, que no toma
en cuenta el desmigajamiento de las masas trabajadoras. Un proyecto
nacional debería comprender estos imposibles, explicarlos, definir el
estatus original de este país, lograr relaciones solventes entre esos
“imposibles”, abrir las soluciones al entorno caribeño, poner en marcha
una estrategia a la vez radical y paciente, continua y pronta. La paciencia -
que no significa prórroga y no supone la ineluctabilidad de las “etapas”
requiere entonces que se empiece por proponer soluciones fundamentales:
la independencia, pero sin el liderazgo de una “clase” media; el control
popular, pero deslastrado del “macutismo” populista, que es su falsa
apariencia; las formas socialistas del poder, pero habiendo ya dilucidado
los problemas de la organización de la producción, y habiéndolos
armonizado con las técnicas readaptadas de supervivencia.
Puede ser que aquí, de nuevo, la estrategia colonialista se haya
adelantado a los martiniqueños: con la decisión de fundir las tres “clases”
de nuestra sociedad -tras haberlas sometido en un conjunto de clientes
dirigidos por una elite terciarizada.14

EMIGRANTES, HIJO DE EMIGRANTES15


Ahora otra vez hay que partir, pero hacia la nueva metrópoli. Al
respecto, me obsesionan dos escenas que casi podrían calificarse de
primitivas.
Primero, la salida del puerto de los grandes transatlánticos, tan larga y
dolorosa: toda la nostalgia de los que se van hacia lo desconocido,
mientras una canción tan tistemente alienada como la famosa “Adieu
foulards, adieu madras” pone a llorar a todo el mundo: a los que así veían
disminuir paulatinamente el rostro de sus familiares, el muelle, el
malecón, el fuerte Saint-Louis, y a los que se veían luego en altamar,
infimos en la desaparición infinita de las luces tragadas por espesas
nubes. Estos no sabían realmente cuando regresarían. Por primera vez, el
tiempo los atrapaba en sus entrañas, más enormes que el espacio del mar.
¿Eran inmigrantes? Esa tierra de Francia hacia la cual navegaban les
había sido presentada desde las infancia como el lugar supremo donde
todo se cumple. Más allá de esa separación, tan majestuosamente
dolorosa, no tenían la impresión de perder su tierra: una tierra a la que
nunca habían conocido como suya. Desde el inicio de la emigración,
ningún emigrante martiniqueño se lleva la patria en la suela de sus
zapatos. Lo que arrastran consigo es una vaga tristeza por el paisaje que
han dejado, un dolor punzante por los amigos abandonados, y no la
terrible ausencia por la patria perdida. Pero esta serenidad aparente oculta
una perturbación profunda.
Esta perturbación no se mide por las dudas ni por los desgarramientos
del individuo. Hacia 1939 y -luego- mucho tiempo después de haber
finalizado la Segunda Guerra Mundial el martiniqueño no tenía dudas
patentes acerca de su pertenencia a la nación francesa. Se había
deslindado de los otros colonizados del Imperio. Pero lo patente puede
encubrir abismos.
El emigrante antillano en Francia es ambiguo. Vive como un emigrado
pero tiene estatus de ciudadano. Es apto para ser funcionario: enfermera o
encargada de la limpieza, empleado de correos o controlador en el metro,
aduanero en el aeropuerto de Orly o policía. Se siente francés, pero es
víctima de formas latentes o declaradas de racismo, igual que un árabe o
un portugués. Uno de los grandes traumas sufrido por los antillanos en las
calles de las ciudades francesas habrá sido el verse confundidos con
argelinos durante la época de la guerra de Argelia. La policía francesa no
solía ver la diferencia. El emigrante antillano pretendía disfrutar a la vez de
una apariencia de “participación antillana” y de un estatus de ciudadano
francés. En tiempos de Le Bal Négre, famosa sala de baile en Paris, y antes
de que estallaran las luchas anticoloniales en África y Asia, esta
contradicción se soportaba aparentemente. Apenas había algunas secretas
preocupaciones y, en todo caso, una sola reacción global: la insolencia
barroca del lenguaje.
Me parece que el barroco, colonial (la sobreabundancia y el afán de
emulación) es la respuesta a una carencia sentida inconscientemente.
En la América hispánica, este barroco es visible en el sitio mismo: el
colonizador español construyó iglesias, plazas públicas con los mismos
bancos (de Santiago de Cuba a Panamá y en otras partes); un barroco
donde se practicó la mezcla cultural. Así que América Latina no tuvo que
emigrar masivamente hacia España; donde, por lo demás, no había nada
que hacer: la hispanidad había que confirmarla en el propio lugar. La
sobreabundancia barroca apunta a afianzar esta confirmación.
El barroco antillano no tiene que ver con obras sino con el lenguaje. La
retórica de la elocuencia y del lenguaje florido confiere al asimilado la
garantía de su ciudadanía francesa. El procese se ve reforzado por la
existencia de una lengua de compromiso (el créole) de la cual el asimilado
se distancia al máximo. El barroco colonial de las Antillas francesas es
literario. Pero lo trágico es la falta de “creatividad” de este gran espectáculo
mulato: no se articula con nada. Lo “grotesco criollo” puede ser en América
Latina una fuerza de reacción, pero en Martinica, o para los martiniqueños
que viven en Francia, es el resplandor del vacío.
Con el período agitado de la descolonización, se rompió el equilibrio
precario. El emigrante antillano veía su diferencia por doquier. El barroco
verbal ya no bastaba. Era la época en que se multiplicaban las
asociaciones folklóricas: comer, beber y bailar antillano se volvían
exigencias colectivas. Pero la emigración de Francia nunca ha tenido ese
carácter de protesta masiva y de folklore agresivo que practican los
antillanos de Londres. Y es que en Francia intervino la voluntad de
asimilación del colonizador. Los matrimonios mixtos se han multiplicado:
los niños nacidos en esos matrimonios están destinados a desaparecer en
el “cuerpo francés”, dejando no saben dónde una parte de sí mismos, de la
que nunca podrán rendir cuenta. Ciertamente, esto no sería un mal, y
hasta podría haber un interés individual en esta dilución, si el individuo
no se quedara tan inquieto por alguna exigencia insatisfecha. Lo que
resulta aún más incómodo es el destino de la segunda generación de
antillanos. Aunque visiblemente extranjeros, esta generación está
definitivamente asimilada a la realidad francesa. De ningún modo podría
vivir en Martinica o en Guadalupe, donde la situación pronto se le haría
insoportable porque se revelaría su “diferencia” con los franceses pero sin
integrarla en un Nosotros diferenciado.
Durante este período, solo hay una actitud posible para el recién
emigrado que tiene la oportunidad de volver a Martinica: el elogio
desmedido de las condiciones en las que vive en Francia, condiciones a
menudo precarias, cuando no miserables, pero que él presenta como
paradisíacas. Esto ya no es una experiencia del rodeo, es una verdadera
elusión de lo real mediante la perseverancia en las prácticas de
idealización del Otro lugar, a las cuales el martiniqueño se ha ajustado
desde su nacimiento.
Hoy día, parece que la escisión ambigua del emigrante antillano está en
vías de solución. De dos maneras.
0 bien se asimila definitivamente al paisaje francés: considera con

mucha indulgencia la realidad de su país de origen, sigue consumiendo en

familia las morcillas, el ron, las legumbres y el ají provenientes de las

Antillas, adonde él va de vez en cuando (o envía a sus hijos), y regresa

contento aunque algo aterrado por lo que creyó ver. Organiza asociaciones

Normandía-Antillas o Alsacia-Antillas “para el acercamiento de los

hombres”. Su lenguaje ya no tiene ese esplendor barroco que antaño venía


de un rechazo inconsciente al proceso de asimilación. Esto es señal de que

la comunidad martiniqueña puede, efectivamente, desaparecer como tal.

0 bien el emigrante se evade de este letargo; pero entonces no tiene -


como el portugués o el árabe- un sueño intenso de patria abandonada, al
cual aferrarse. Solo puede remitirse a las generalizaciones que le dan más
seguridad: el internacionalismo proletario, los derechos de las minorías, la
revolución planetaria. Y si no tiene la generosidad de llegar a esto, tendrá
que conformarse con la agria tristeza de quienes piensan que no hay
salida.
En ambos casos, se apagó el brillo barroco del lenguaje de
compensación. El argot parisino o estudiantil invade el campo donde hasta
entonces se había ejercitado la desmesura del francés barroquizado. El
emigrante ya no tiene más remedio que convertirse en un “verdadero”
francés, lo que suele ser imposible antes de la segunda o la tercera
generación. Él experimenta entonces una “banalización” (le es
absolutamente necesario diluir su diferencia, hacerse lo más común
posible, volverse transparente) y semejante dilución resulta, desde luego,
más trágica y traumatizante que los extravíos, las pulsiones o los intentos
barrocos de la época “colonial”.
Se vive entonces la segunda escena que yo evocaba: ya no es el lento y
conmovedor exotismo del transatlántico, sino la precipitación y los
empujones del boeing diario. Los antillanos amontonados sin miramientos
en los grandes 747. La pulsión de la partida que hay que satisfacer a la
hora exacta. La banalización atraviesa así el Atlántico y nos contamina en
ambas orillas.
Se sabe que la independencia de Martinica plantearía un problema a los
antillanos que viven en Francia, precisamente en la medida en que gran
parte de ellos tienen estatus e funcionarios, generalmente subalternos, por
cierto. Con toda seguridad, su reconversión resultaría delicada, y solo una
solución acordada entre Francia y el futuro Estado martiniqueño podría
tranquilizar a esta parte de la población martiniqueña. Esta e una de las
amenazas que los defensores del statu quo Suelen esgrimir. Sin embargo,
yo pienso que una Martinica independiente apoyaría mucho a esta
emigración, porque le otorgaría una referencia básica, le ofrecería la
posibilidad de luchar contra la ambigüedad y la banalización, le daría un
sentimiento de dignidad colectiva, y tal vez, sí, le abriría de pronto la
posibilidad de frecuentar por fin el verdadero país francés y ya no ese
fantasma de país que, en Touraine o en Provenza, los antillanos no dejan
de remover para sus adentros como un deseo inalcanzable16,

POR LA ANTILLANIDAD
La aspiración, lo real17

En 1969 la noción de antillanidad surge de una realidad en la que


habremos de indagar, pero también responde a una aspiración cuya
legitimidad deberemos precisar o fundar.
Positividad frágil (la antillanidad vivida, forjada de una orilla a otra del
Caribe), ligada a una manera de negatividad imperiosa (la antillanidad
como aspiración, incesantemente denegada, a menudo diferida,
obscuramente tenaz en nuestras reacciones).
Esta realidad es virtual: densa (insertada en los hechos) pero
amenazada (no insertada en las conciencias).
Esta aspiración es necesaria, pero no evidente.

I
Lo real es innegable: culturas provenientes del sistema de plantaciones;
civilización insular (donde el mar Caribe difracta hacia, por ejemplo, el
Mediterráneo, otro mar también estimado como civilizador, con un poder
ante todo de atracción y concentración); doblamiento piramidal con un
origen africano o hindú en la base, y europeo en la cima; lenguas de
compromiso; fenómeno cultural general de creolización; vocación del
encuentro y de la síntesis; persistencia del hecho africano; culturas de la
caña, del maíz y del pimiento; lugar de combinación de ritmos; pueblos de
la oralidad.
Esta realidad es virtual. Lo que le falta a la antillanidad: pasar de la
vivencia común a la conciencia expresada; superar la postulación
intelectual considerada por las élites del saber; y anclarse en la afirmación
colectiva que se apoya en el acto de los pueblos.
Nuestra realidad en tanto antillanos es optativa. Proviene de nuestro
vivir natural, pero en nuestras historias solo ha sido un “poder-sobrevivir”.
Sabemos qué es lo que amenaza a la antillanidad: la balcanización
histórica de las islas, el aprendizaje de lenguas transmisoras, diferentes y
a menudo “opuestas” (la querella del francés y del angloamericano), los
cordones umbilicales que mantienen firmes o flexibles muchas de esas
islas en la reserva de determinada metrópoli, la presencia de inquietantes
y poderosos vecinos, Canadá y los Estados Unidos.
En cada una de las islas el aislamiento aplaza la concientización de la
antillanidad a la vez que aleja a cada comunidad de su propia verdad.

II
La aspiración todavía es ilusoria en el plano político.
Se sabe que el primer intento de federación, el de las islas anglófonas,
abortó enseguida. Los conflictos de interés entre Jamaica y Trinidad, el
rechazo de las islas de “cargar con” las pequeñas islas, reventaron el
generosos proyecto. Lo que quedó fue una grave animadversión de los
antillanos anglófonos hacia toda generalización de este tipo. Aquella
federación había sido decidida por estados-mayores, y no percibida como
necesaria para los pueblos ni tampoco impuesta por éstos.
Sería infantil tratar de amalgamar dentro de un estatus cualquiera a
unos estado cuyos regímenes políticos, estructuras sociales, poder
económico, son hoy día tan diversos y tan antagónicos.18
Las Antillas hispanohablantes, y sobre todo Cuba, se vuelven todas
hacia América Latina: esperanza en la densidad de la lucha revolucionaria
a través del continente, escepticismo en cuanto a las posibilidades de las
Antillas menores.
La aspiración es limitada en la acción cultural.
Los intelectuales se conocen y, poco a poco, se encuentran. Pero los
pueblos antillanos no están en capacidad de frecuentar realmente las
obras creadas en este sentido por sus hijos escapados de las redes. La
pasión de los intelectuales se hace acción transformadora cuando la
voluntad de los pueblos toma el relevo.

III
Tan pronto como vemos que una acción política, por muy radical que
sea, duda ante la opción de la antillanidad, diagnosticamos con certeza un
deseo oculto de mantenerse dentro de los límites asignados por la no-
historia, una alineación más o menos vergonzante con los valores (de una
metrópoli) que no pueden –con razón- ser asumidos, una incapacidad fatal
para escoger referencias propias.
Y aquí viene la sempiterna pregunta: ¿Y después qué haremos, como?
Pregunta que para un economicismo altanero se resume así: las
estructuras del país se derrumban. Como si no estuvieran derrumbándose
en la realidad, mientras estamos hablando.
La apertura caribe, lejana, insegura, es capaz de llevar a nuestro pueblo
hacia su renovación y dotarlo de una ambición nueva, haciendo que este
presente en su espacio y su relación vivida (la antillanidad esta presente
en él), presente en quienes comparten ese espacio con él (él está presente
en la antillanidad).

IV
Pero la antillanidad no puede ser vivida como un auxilio, un derivativo
para una debilidad a la que se teme enfrentar solitariamente. Percibida
así, sería otra clase de refugio, sustituiría una dimisión por otra. No se es
martiniqueño por querer ser antillano: se es realmente antillano por querer
ser martiniqueño.
Civilizaciones insulares han irradiado para luego continentalizarse.
El sueño cultural más antiguo de Occidente remite, por ejemplo, a una
isla-continente: la Atlántida. La esperanza cultural antillana no debe verse
obstaculizada por el no-acceso de nuestros pueblos a la independencia, de
modo que la antillanidad amenazada pero necesaria desaparece para
nosotros, cual nueva Atlántida, antes de haber tomado cuerpo.
Las problemáticas de la antillanidad tienen que ver no con la
elaboración intelectual sino con el reparto y la comunidad, no con la
exposición doctrinal sino con las esperanzas debatidas, y no con nosotros
primero sino primero con nuestros pueblos.

RESOLUCIONES, RESOLUCIÓN

Hemos tenido la terquedad y quizás el coraje de analizar hasta lo más


lejos posible lo que nos parece ser la estructura de lo real martiniqueño.
Hemos tratado de hacerlo, y a menudo de manera colectiva, porque
sentimos que se trata de una realidad ofuscada, difícil de captar incluso
para quienes la viven. Hacía tiempo que yo planeaba la recapitulación
hecha en este libro, porque sentía que éste análisis aclaraba (en la medida
en que toda creación pueda ser aclarada) muchas de las modalidades del
trabajo de escritura, considerado como forma de producción, expresión
particular de una fuerza de creatividad.
La estética así proyectada es la de lo Diverso no-universalizador, tal
como me parece que se ha desprendido de la Relación planetaria desde
que los pueblos conocen y conquistan el derecho de expresarse. Estética
no esencialista, dedicada a lo que llamo la emergencia de la oralidad: no
porque esta triunfa en el ámbito audiovisual, sino porque resume y
amplifica el gesto y la palabra de los pueblos nuevos.
Las Antillas constituyen, de hecho, un campo de relaciones cuyas
equivalencias recíprocas he tratado de señalar. Realidades amenazadas,
pero que se empecinan. Y en esta realidad, Guadalupe y Martinica lucen
aún más amenazadas por ese fenómeno inaudito de la Relación
denominado asimilación: desrealizadas de su cauce natural, zombificadas
en su contexto, oponiendo no obstante una inconmensurable resistencia,
si se consideran los medios puestos en práctica para rematar esta
asimilación.
La colonización no ha resultado entonces tan exitosa como parecía a
primera vista. La irresistible pulsión mimética tropieza con focos de
resistencia cuyo inconveniente es que, en una situación literalmente
disgregada, nada los une entre si. Aquí, toda acción cultural debe abrir la
vía a la acción política, la única capaz de realizar esta unión de los focos
de resistencia, implícitos o declarados. La acción política será capaz de
operar esa unión sólo a partir de los análisis agrupados en una teoría de
esta realidad. Para mi, una teoría de conjunto no es una construcción
uniforme que aporta soluciones, sino una visión multivalente capaz de
explicar o de comprender los aspectos contradictorios, ambiguos o
imperceptibles que se evidencian en este episodio (martiniqueño) de la
Relación mundial.
El tema central de este libro es precisamente que, así como la realidad
martiniqueña sólo se comprende a partir de todos los posibles de esta
Relación, abortados o no, y de la posibilidad de superarlos, así también las
poéticas multiplicadas del mundo se proponen solo a quienes tratan de
recogerlas en equivalencias no-unificadoras. Y que estas poéticas resultan
inseparables del devenir de los pueblos, de su aptitud para participar e
imaginar.
Una preocupación permanente, subyacente en mi tentativa, ha sido no
ceder a un optimismo ingenuo que jugaría con poéticas obvias,
combinadas o urdidas en un mundo uniforme y tranquilizado. El mundo
está devastado, pueblos completos mueren de hambre o por exterminio, se
perfeccionan técnicas insólitas para el dominio o la muerte: la poética de la
Relación debe dar cuenta de estas evidencias cotidianas. Asimismo, no se
puede insertar esta sensibilidad nueva en un marco de neutralidad, en el
que los escollos políticos se desgastarían singularmente, y en el que nadie
se atrevería a hablar de lucha de clases sino veladamente y en voz baja.
Debido a que las realidades políticas y sociales de Martinica se ocultan
de todas las maneras posibles –por mímesis y despersonalización, por
ideologías prejuiciadas, por mortal comodidad-, me parece indispensable
volver la mirada primero hacia nosotros mismos, hacia lo indecible o lo
irreparable que ha ido creciendo en nosotros. Esta visión es una poética.
Mucho he hablado del sistema del cual somos presas. Pero esta noción
resultaría demasiado cómoda. ¿Y nosotros? ¿Acaso no nos dimos la mano
con quien nos usurpaba?
Así pues, si tanto he insistido acerca de la producción y la
productividad, las técnicas y la responsabilidad técnica, no ha sido
simplemente para modernizar mi discurso, ni para sugerir que todas las
“soluciones” tiene que ver con ello. Sería incluso urgente deconstruir la
necesidad “técnica” y considerar las modalidades de una etnotécnica:
insistir en los medios antes que en los fines, adaptar los niveles
tecnológicos al medio. Pero tal rodeo sólo podría ser realizado por una
colectividad totalmente libre de sus actos, y también de sus deseos. La
independencia de Martinica es vital. Es una producción y segrega su
técnica; de ella nace la responsabilidad de todos. Cuanta energía
malgastada, cuantos hombres y mujeres hablando con su sombra en las
esquinas, cuántos delirios, por falta de semejante responsabilidad.
Esa responsabilidad no puede delegarse a las capas dirigentes
con-vocación-sin-función. El futuro de este país no depende de la
habilidad de los hombres que ejerzan el poder (ya se sabe las catástrofes
que este tipo de habilidad suele generar), sino de La profundidad de la
revolución en las mentalidades, y de su realidad en las estructuras
sociales. Yo creo en el futuro de los “pequeños países”19, pues tal vez sea
posible realizar en ellos formas modernas de democracia directa, aunque
se desconfíe de semejante dimensión política si se consideran los avatares
funestos que ésta ha encubierto a lo largo de la historia.
La necesidad de tal unanimidad -no dirigida por una ideología a priori, y
posible en las condiciones antillanas- dicta la opción de los militantes
martiniqueños: no hay alterativa ante la agrupación de los partidarios de
la independencia.
Al afirmar esto, ¿estará alejándome de la estática de la Relación? No.
Ésta supone la voz de todos los pueblos, lo que yo llamo la opacidad de
los pueblos, que no es ni más ni menos que su libertad. La transparencia
de la falsa mimesis debe despejarse de una sola vez.
Si es que el lector ha llegado hasta aquí, me gustaría que haya captado,
a través de la maraña de mis enfoques de lo real antillano, ese tono que va
subiendo desde tantos lugares desapercibidos; si, que lo haya oído.

A partir del caso de Martinica, el discurso antillano entraña una


reflexión profunda sobre las culturas de las islas del mar Caribe y trata
tópicos de tanta relevancia como la historia del doblamiento en la región,
los sistemas económicos impuestos y los que aparecieron como respuesta,
el proceso de mestizaje, las lenguas en contacto, la oralidad, la situación
de insularidad geográfica y cultural. Esta obra, editada originalmente en
1981, tiene plena vigencia porque ofrece nuevas ópticas acerca de las
situaciones de enfrentamiento cultural que suelen producirse hoy a raíz de
los intensos procesos de migración que se suceden por doquier.
Edouard Glissant nació en Martinica (1928) y realizó estudios de
filosofía y etnología en París. Es autor de una imponente obra poética,
narrativa y ensayística en cuyo conjunto destacan Un campo de islas, La
tierra inquieta, Fastos, La intención poética, Poética de la relación, El siglo
cuarto, Mabogany y El lagarto, novela esta última que lo hizo merecedor
del premio Renaudot. Fue director de la publicación Correo de la
UNESCO(1982-1988), ha participado en numerosos coloquios y congresos
sobre literatura y culturas caribeñas, así como sobre su obra. Actualmente
trabaja en la Universidad de Nueva York (CUNY)

1
El Occidente no está al oeste. No es un lugar, es un proyecto
2
A partir de un artículo publicado en la revista Esprit (Número especial, “Las Antillas antes de que sea
demasiado tarde”, 1962
3
Los pequeños colonos o los blancos menos ricos son llamados petits békés (NdT)
4
A partir de la revista Acama
5
Por su puesto, la generalización ha permitido sistematizar las leyes científicas en su conjunto, y resulta
interesante constatar su encierro en el universo, a la vez objetivo y lejano, de la ciencia occidental.
6
El análisis de cualquier discurso global hace inevitable la exposición sistemática de lugares comunes (esas
evidencias que se imponen para todos), como por ejemplo un cuadro de situaciones significantes en las
relaciones pueblos con pueblos.
Una población trasbordada que se convierte en pueblo (Haití), que se funde en otro pueblo (Perú), que se
incorpora a la composición de un multiconjunto (Brasil), que mantiene su identidad sin poder “realizarse
(negros norteamericanos), que se ha convertido en un pueblo atrapado en un imposible (Martinica), que
regresa parcialmente a su lugar de origen (Liberia), que mantiene su identidad al participar de manera
conflictiva en el surgimiento de un pueblo (hindúes de las Antillas).
Un pueblo disperso que se crea una pulsión de retorno (Israel), que se ve expulsado de su tierra (armenios),
que agoniza (melanesios), que se vuelve artificial (micronesios).
Las infinitas variedades de “independencias” africanas (donde las fronteras oficiales separan a los pueblos
reales), los sobresaltos de las minorías europeas (bretones, catalanes, corsos o ucranianos). La muerte lenta de
los aborígenes australianos.
Pueblos de tradición milenaria y de técnica conquistadora (los ingleses), con voluntad universalizadora (los
franceses), presa de la negación (Irlanda), inmigrante (Sicilia), dividido (Chipre), de riqueza ficticia (los
países árabes).
Pueblos que muy pronto abandonaron su “expansión”, o la mantuvieron sin mayor firmeza (pueblos nórdicos,
Italia), que padecieron invasiones (Polonia, Eurupa central). Los propios emigrantes (argelinos, portugueses,
antillanos de Francia o Inglaterra).
Pueblos invadidos o exterminados (indios de Estados Unidos), neutralizados (indios de los Andes),
perseguidos y masacrados (indios de Amazonia). Perseguidos y errantes (cíngaros y gitanos).
Poblaciones emigradas que constituyen una nación dominante (Estados
Unidos), que se preservan de un ambiente (Quebec), que se mantienen por la fuerza (blancos de Surafrica).
Migrantes sistemáticos parcelados (sirios, libaneses, chinos).
Migrantes periódicos, generados por el propio movimiento de la Relación
(misioneros, Cuerpos de Paz, cooperantes) y cuyo impacto es real.
Naciones divididas por el idioma o la religión (pueblo irlandés, naciones
belga y libanesa), o sea, por el enfrentamiento económico entre comunidades.
Equilibrios federativos (Suizo).
Desequilibrios endémicos (pueblos de la península indochina).
Antiguas civilizaciones que se transforman por aculturación con Occidente (China, Japón, India). Que se
mantienen por insularidad (malgaches).
Pueblos compuestos pero “fuera de relación”(australianos) y tanto más heterofóbicos.
Pueblos dispersados, presa de la “adaptación”(lapones, polinesios).
Este cuadro situacional se vuelve inextricable debido a la maraña ideológica que se le superpone, a los
conflictos diglósicos, a las guerras religiosas, a los enfrentamientos económicos, a las revoluciones técnicas.
La Relación en su conjunto cambia más rápidamente de lo que pueda pensarse. Ninguna teoría de la Relación
lleva a la generalización. Su acción resulta sobreactivada por la aparición de minorías que se declaran tales, la
más determinante de las cuales parece ser el movimiento feminista.
7
1886; segunda edición: librería Delagrave, París, 1918
8
En esta obra, los términos positivo o positividad se toman en el sentido de aquello que hace que una
situación se dinamice, en un modo continuo o no, “económico” o no, por la presión de una resolución
colectiva, (Ilegible, p. 52) o acordada. Entonces lo negativo (o negatividad)no es un momento dialéctico de
ésta solución sino la carencia, la ausencia mediante la cual una colectividad innata (es decir, cuyas
condiciones de existencia están dadas) no se convierte en una colectividad de facto (es decir, cuyas formas de
existencia se refuerzan o se confiesan).
9
Por ejemplo, el discurso de Evariste Suffrin, obrero agrícola, fundador en Lamentin de la secta místico-
religiosa Dogma de Cham
10
Cada vez que se ha realizado un debate en algún encuentro internacional sobre la Negritud, he constatado
que al menos la mitad de los intelectuales africanos presentes han criticado esta teoría, habitualmente
defendida por los representantes franceses porque quizás encuentran en ella tanto la generosidad como la
ambigüedad de las “teorías generales” que les gusta defender. Así el Cuaderno de un retorno al país natal,
cuyo proyecto es antillano, está mas cerca de los africanos que la teoría de la Negritud, cuyo proyecto es
generalizador.
11
Para nosotros los martiniqueños las Antillas ya son ese lugar: pero no lo sabemos. Al menos, de forma
colectiva. La práctica del Rodeo es la medida de esta existencia-sin-saber. Así se delimita uno de los objetivos
de nuestro discurso: llegar a ser integralmente lo que somos, de manera que el Rodeo ya no se mantenga
como una técnica indispensable de existencia, sino que se ejecute quizás como un modo de expresión.
En la etapa de la expresión, lo tangencial del Rodeo se convierte en una victoria sobre lo no-dicho o sobre el
edicto (es decir sobre las dos formas principales de la represión), a partir del momento en que el Rodeo, ya no
impuesto en la realidad, se continúa en afinada comprensión de análisis y de creación.
La inserción convergente en el Caribe aclara este proceso y lo legitima.
12
Criollo martiniqueño que asumió funciones en el Ministerio del Interior francés para Martinica, en 1848
(NdT).
13
Milicia creada en Haití, en 1957, por el dictador François Duvalier.
14
Es impresionante el desarrollo histórico de la autorrenegación en el “estrato medio” de Martinica. Fue este
estrato el que exigió la aplicación del servicio militar obligatorio en el país, que reclamó en 1914 el derecho
para los martiniqueños de pagar su “tributo de sangre”. En 1934, cuando se pensó en fundar un partido
comunista en Martinica, el PC francés propuso su ayuda para que los comunistas martiniqueños estructuraran
su propio partido; los futuros dirigentes del partido protestaron: estimaban que eso era una forma de
discriminación, y hasta un peligro; reclamaron el derecho a pertenecer a una seccional martiniqueña del
partido francés (entrevista con Thelus Léro). Esta insistencia en el rechazo de si mismo, que a menudo se
disimula cuidadosamente tras una apariencia de progresismo o, a veces, de populismo, resulta espantosa.
El 23 de septiembre de 1980. Paul Dijoud secretario de Estado para los Dom-Tom (los departamentos y
territorios de ultramar) ha afirmado que la terciarización es una oportunidad para Martinica, y si se quiere, un
incentivo para las industrias (entrevista en el canal de TV regional, FR 3-Martinica).
15
Reunión de la UNESCO, Panamá, 1979.
16
Desafortunadamente está también la intolerancia de algunos antillanos que, en materia política, tienden a
negar a los emigrantes su derecho a la “intervención”. Lo cual resulta tanto más lamentable porque la actitud
de los emigrantes será, sin dudas, uno de los factores determinantes para la posible solución de los problemas.
Habrá que profundizar en el estudio de este tema.
17
Conferencia en el Instituto Vizioz de Derecho, for de France, Martinica, y el Centro de Estudios Literarios
de Pointe-à-Pitre, Guadalupe, 1969
18
Así, dando un solo ejemplo, para 1980 Barbados suele presentarse como “el gendarme de las Antillas
menores contra la penetración comunista”, con la tácita aprobación de los Estados Unidos.
19
Considérese, por ejemplo, la desproporción entre la masa desgajada de los países antillanos y el creciente
impacto de su existencia en la conciencia moderna, además de su función en la acción política planetaria.
Pero mi creencia no se funda ni en dicha función ni en dicho impacto.

También podría gustarte