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La oruga perdida.

En un jardín muy amplio lleno de flores, pequeños arbustos y rocas decorativas, se encontraba un
pequeño pueblo de insectos que vivían entre unas latas viejas y el borde del césped; se podía ver de vez
en cuando al gran Cien Pies, el insecto mayor, él salía a comer cuando caían manzanas de la orilla del
árbol que estaba en la casa vecina. Los otros insectos se sentían un poco asustados por el gran
caminante. Entre ellos se encontraban algunas ágiles cucarachas, que acostumbraban a robarse la
comida de los otros pequeños habitantes.

En el vecindario se podía ver también a las cochinillas rodando por las paredes del húmedo concreto,
les apasionaba refrescarse y comer los restos de fruta que encontraban por ahí. “¡Qué tranquilidad!”
gritaba la señora Araña, que se mecía entre su red con extrema paz, ella era muy buena tejiendo su
propio camino; si el viento se llevaba su hogar, en cuestión de minutos y de mucha paciencia y
dedicación, ésta volvía a montar un palacio para ella y para las moscas despistadas que se cruzaban por
su camino, ésas que hipnotizadas por el refrescante aroma frutal del viejo árbol, un evento que siempre
garantizaba nuevos inquilinos.

Por debajo, las gusanas ciegas tenían toda una red de tráfico imperceptible, ellas viajaban por todo el
jardín sin que las molestaran los demás insectos, ellas viajeras, vivían en la paz de la profundidad sin
molestar a nadie.

Las hormigas, siempre en fila, siempre trabajando, rodeaban de punto a punto entre su hormiguero
hasta el gigante enramado, con la máxima disciplina y total empeño, subían decididas a cortar pedazos
de hojas para llevarlas hasta la guardería de su hogar, alimentar a sus bebés y seguir desarrollando su
increíble casa.

Todos los habitantes parecían estar conformes con su paraíso a su manera, el robusto tronco era
antiguo, pero su vitalidad permitía la prosperidad a sus pequeños vecinos. Pero un día, un fuerte
ventarrón lanzó muy lejos a una oruga recién nacida hasta el desconocido terreno; “¿dónde estoy?,
¿cómo llegué a este sitio?, ¿y ahora qué hago?”. La pequeña oruga se encontraba desorientada por el
estruendoso soplo del viento.

La pequeña y asustada oruga vio a lo lejos a las cucarachas y se acercó y con voz tímida les preguntó -
Disculpen, ¿pueden ayudarme?- Pero las cucarachas la miraron y sin más, escaparon del lugar. La
extrañada oruga, confundida y dudosa, siguió su camino.

Encontró una entrada a un pasadizo, curiosa se asomó hacia lo profundo y dentro pudo ver a dos
gusanas ciegas, “oigan, ¿ustedes pueden ayudarme?”, ellas contestaron “con gusto te invitamos, pero
tus ojos no están listos para ver en la oscuridad, ni tu caminar está listo para vivir entre la húmeda
tierra, no creo que sea lo mejor para ti”. Ella triste y cabizbaja, siguió su camino por el extraño jardín.

De pronto, se le complicó andar, el camino era más árido y rocoso, menos verde y más rojizo. Un par
de hormigas apuradas le dijeron “Con permiso, tenemos que cruzar por ese sendero”, la oruga les
preguntó “¿pueden ayudarme?, no sé cómo volver a casa”. Una de las hormigas contestó “No, no
podemos ayudarte”, mientras la otra reafirmaba “Nosotras solo conocemos nuestro propio camino,
ningún otro”.

Sin saber a dónde dirigirse, la pequeña oruga observó el horizonte, sin más opción caminó hacia esa
orilla. Al llegar, se encontró con las pequeñas cochinillas y les dijo “Disculpen ustedes, pueden
ayudarme”. Éstas, sin pensarlo le aceptaron. “Claro que puedes pasar tiempo con nosotras, aquí solo
bebemos del agua que sueltan las raíces del árbol, estamos todo el día durmiendo y de ves en cuando,
nos dejamos caer en forma de bola”, el gusano pensó un poco y concluyó que tal ve no era su estilo de
vida preferido, él era muy pequeño y quería conocer el mundo.

No tardó mucho tiempo en ver a lo alto a una elegante y delicada arácnida. “¡Disculpe, disculpe,
¿puede ayudarme?!”, desde lo alto, la araña observó a la cría y sonrió, con toda naturalidad le contestó
“Claro que puedo ayudarte, ven, sube, ya verás que es muy cómodo aquí arriba”. La inocente oruga
estuvo a punto de tomar la cuerda que le lanzó su amiga, cuando el suelo comenzó a moverse.

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