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La liebre y la tortuga: (fábula)

En el mundo de los animales vivía una liebre muy orgullosa y vanidosa, que no
cesaba de pregonar que ella era el animal más veloz del bosque, y que se pasaba el
día burlándose de la lentitud de la tortuga.

- ¡Eh, tortuga, no corras tanto! Decía la liebre riéndose de la tortuga.

Un día, a la tortuga se le ocurrió hacerle una inusual apuesta a la liebre:

- Liebre, ¿vamos hacer una carrera? Estoy segura de poder ganarte.

- ¿A mí? Preguntó asombrada la liebre.

- Sí, sí, a ti, dijo la tortuga. Pongamos nuestras apuestas y veamos quién gana la
carrera.

La liebre, muy engreída, aceptó la apuesta prontamente.

Así que todos los animales se reunieron para presenciar la carrera. El búho ha sido
el responsable de señalizar los puntos de partida y de llegada. Y así empezó la
carrera:

Astuta y muy confiada en sí misma, la liebre salió corriendo, y la tortuga se quedó


atrás, tosiendo y envuelta en una nube de polvo. Cuando empezó a andar, la liebre
ya se había perdido de vista. Sin importarle la ventaja que tenía la liebre sobre ella,
la tortuga seguía su ritmo, sin parar.

La liebre, mientras tanto, confiando en que la tortuga tardaría mucho en alcanzarla,


se detuvo a la mitad del camino ante un frondoso y verde árbol, y se puso a
descansar antes de terminar la carrera. Allí se quedó dormida, mientras la tortuga
seguía caminando, paso tras paso, lentamente, pero sin detenerse.

No se sabe cuánto tiempo la liebre se quedó dormida, pero cuando ella se despertó,
vio con pavor que la tortuga se encontraba a tan solo tres pasos de la meta. En un
sobresalto, salió corriendo con todas sus fuerzas, pero ya era muy tarde: ¡la tortuga
había alcanzado la meta y ganado la carrera!

Ese día la liebre aprendió, en medio de una gran humillación, que no hay que
burlarse jamás de los demás. También aprendió que el exceso de confianza y de
vanidad, es un obstáculo para alcanzar nuestros objetivos. Y que nadie,
absolutamente nadie, es mejor que nadie.
La leyenda de la Yerba Mate

Cuenta una antigua leyenda guaraní que, desde hace mucho tiempo, la Luna Yasí
pasea desde siempre por los cielos nocturnos, observando curiosa los árboles, ríos y
lagos.

Yasí solo conocía la tierra desde el cielo aunque deseaba bajar y poder ver las
maravillas de las que le hablaba Araí, su amiga la nube.

Un día Yasí y Araí se animaron a descender a la tierra transformadas en niñas de


largos cabellos, dispuestas a descubrir las maravillas de la selva.

De pronto, entre los árboles, apareció un yaguareté que se acercaba para atacarlas.
Pronto, un viejo cazador apuntó con una flecha al animal y este escapó veloz del
lugar. Yasí y Araí, que estaban muy asustadas, volvieron rápido al cielo y no
pudieron agradecer al señor.

Yasí decidió que esa misma noche le daría las gracias al anciano y, mientras este
descansaba, le habló desde el cielo y le dijo:

“Soy Yasí, la niña que hoy salvaste quiero agradecer tu valentía, por eso, voy a darte
un regalo que encontrarás frente a tu casa: una nueva planta cuyas hojas tostadas y
molidas darán como resultado una bebida que acercará los corazones y ahuyenta la
soledad”.

Al día siguiente, el anciano descubrió la planta y elaboró la bebida tal y como le


había indicado la luna. Así fue como nació el mate.

El patito feo

En la granja había un gran alboroto: los polluelos de Mamá Pata estaban rompiendo
el cascarón.

Uno a uno, comenzaron a salir. Mamá Pata estaba tan emocionada con sus
adorables patitos que no notó que uno de sus huevos, el más grande de todos,
permanecía intacto.

A las pocas horas, el último huevo comenzó a romperse. Mamá Pata, todos los
polluelos y los animales de la granja, se encontraban a la expectativa de conocer al
pequeño que tardaba en nacer. De repente, del cascarón salió un patito muy alegre.
Cuando todos lo vieron se quedaron sorprendidos, este patito no era pequeño ni
amarillo y tampoco estaba cubierto de suaves plumas. Este patito era grande, gris y
en vez del esperado graznido, cada vez que hablaba sonaba como una corneta vieja.

Aunque nadie dijo nada, todos pensaron lo mismo: “Este patito es demasiado feo”.

Pasaron los días y todos los animales de la granja se burlaban de él. El patito feo se
sintió muy triste y una noche escapó de la granja para buscar un nuevo hogar.

El patito feo recorrió la profundidad del bosque y cuando estaba a punto de darse
por vencido, encontró el hogar de una humilde anciana que vivía con una gata y una
gallina. El patito se quedó con ellos durante un tiempo, pero como no estaba
contento, pronto se fue.

Al llegar el invierno, el pobre patito feo casi se congela. Afortunadamente, un


campesino lo llevó a su casa a vivir con su esposa e hijos. Pero el patito estaba
aterrado de los niños, quienes gritaban y brincaban todo el tiempo y nuevamente
escapó, pasando el invierno en un estanque pantanoso.

Finalmente, llegó la primavera. El patito feo vio a una familia de cisnes nadando en
el estanque y quiso acercárseles. Pero recordó cómo todos se burlaban de él y
agachó la cabeza avergonzado. Cuando miró su reflejo en el agua se quedó
asombrado. Él no era un patito feo, sino un apuesto y joven cisne. Ahora sabía por
qué se veía tan diferente a sus hermanos y hermanas. ¡Ellos eran patitos, pero él
era un cisne! Feliz, nadó hacia su familia.

Pulgarcito

Pulgarcito era un niño del tamaño de un pulgar. Era el menor de los 7 hijos de unos
leñadores tan pobres que decidieron abandonar a sus hijos en el bosque.

Pulgarcito los escuchó, y se preparó para ir dejando caer piedras por el camino y
guiar a sus hermanos de vuelta. Aunque inicialmente sus padres se alegraron del
regreso, tiempo después volvieron a intentarlo.

Esta vez Pulgarcito arrojó las migas de su pan para marcar el camino, pero los
pájaros se las comieron y resultaron perdidos.

Tras muchas vueltas encontraron la casa de un ogro, aficionado a comer niños, que
vivía con su mujer y sus siete hijas.

El ogro, al descubrir a los niños, quiso matarlos, pero la mujer le convenció para
reservarlos para mejor ocasión.
Aquella noche Pulgarcito cambió su gorro y el de sus hermanos por las coronas de
las hijas del ogro y, cuando el ogro despertó a oscuras y pensó de nuevo en
matarlos, fue a sus hijas a quienes mató, mientras Pulgarcito y sus hermanos huían.

Al descubrir lo ocurrido el ogro persiguió a los niños calzando sus botas de siete
leguas, capaces de avanzar esa distancia tanto a cada paso.

El ogro buscó largo rato y acabó dormido sin saber que Pulgarcito lo vigilaba. Este le
robó las botas y las usó para llegar hasta el palacio del rey y ponerse a su servicio
como mensajero, lo que le hizo enriquecerse de tal modo que ni él ni su familia
volvieron a pasar hambre.

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