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Ficha de Cátedra Nº 1

La “historia natural” de la religiosidad

La historia del hombre sobre la Tierra es muy larga en comparación con la breve vida de cada
individuo; los documentos para reconstruirla resultan cada día más escasos y difíciles de
interpretar, a medida que nos remontamos a sus orígenes. No obstante ello, las huellas de la
religión y de todas las mayores instituciones de la humanidad persisten hasta desvanecerse por
completo precisamente en el momento mismo en que el propio hombre desaparece. Las
primeras trazas de la religiosidad (objetos de culto, esculturas, pinturas, restos de sepulturas)
parecen remontarse a esa instancia.

La interpretación mágico-religiosa de las pinturas del paleolítico es hoy absolutamente cierta. El


hombre de la edad de piedra que vivía en estado nómade y se nutría de los productos de la caza,
pensaba que debía influir favorablemente sobre sus condiciones de vida, no sólo con medios y
estratagemas de carácter técnico (armas, batidas de caza), sino también con acciones de carácter
religioso que le asegurasen el éxito en la caza y el aumento en el número de hijos.

Importantes testimonios de la mentalidad de los primeros hombres son las sepulturas. En el


paleolítico son características las tumbas recubiertas de ocre rojo o de tierra roja. Se cree que
aquellos hombres consideraban la sangre como el fluido vital, cuya privación causaba la muerte.
Si se hubiese podido dotar de nueva sangre al difunto, hubiese éste recuperado la vida. De ahí la
mano de ocre rojo sobre las tumbas, para significar una reanudación de la vida: un acto mágico
para dar nueva vida al difunto. Juntamente con el ocre se encuentran en las tumbas conchas
unidas entre sí para formar collares, probablemente amuletos. Muchos esqueletos del paleolítico
se han encontrado replegados sobre sí mismos. Hay quien ve en ello un signo de renacimiento,
recordando que esa es la posición del feto en el útero materno. Pero la hipótesis parece
aventurada, habida cuenta de los escasos conocimientos de anatomía de los hombres primitivos.
Más bien habría que pensar que los muertos fueron replegados así antes del rigor mortis, a fin
de prevenir que sus espíritus saliesen de ellos y molestaran a los vivos. Junto a los huesos se han
encontrado armas de piedra y huesos de animales que servían de alimento. Ello nos habla de
posibles rituales funerarios.

Una costumbre de la cual tenemos huellas más antiguas que de la sepultura es la conservación
de los cráneos (que se cree fueron separados del tronco con cuchillos de pedernal), dispuestos
todos ellos hacia Oriente y pintados de ocre rojo. En 1939 se descubrió en una gruta del Monte
Circeo un cráneo humano (del Neanderthal), situado en una posición ritual, en un santuario
circularmente delimitado por piedras. Se cree que el cerebro había sido extraído del cráneo para
servir de alimento sagrado (confería valor y fertilidad).

¿Qué significa todo esto? Los primeros testimonios de la obra del hombre en la edad de piedra
nos muestran sus aptitudes constructivas y artísticas, pero también su mentalidad. Esta última se
plasma en una particular relación con el mundo en orden a tres problemas: (1) la alimentación
(la caza), (2) el crecimiento (la fecundidad) y (3) la supervivencia (la muerte). Esa relación no
se expresa en forma material sino como una acción sobre fuerzas ocultas y misteriosas, en
abierto contraste con lo que la sola presencia de los sentidos hubiese podido dar de sí acerca de

 
los acontecimientos de la caza y de la cópula. En cuanto a la supervivencia, el contraste llega al
absurdo, ya que ningún renacimiento o resurrección se había comprobado entonces; hay que
admitir, pues, la superposición de una exigencia psicológica a los resultados de los datos
sensoriales. En otras palabras, necesidades particulares del hombre, no sólo de carácter
orgánico, sino también de carácter psíquico religioso (de aspiración a la seguridad, fascinación,
terror y protección frente a fuerzas desconocidas), aparecen netamente ya en el hombre
primitivo, se articulan y dan sentido a su mundo.

Con el paso de la vida nómade a la vida sedentaria, con el cultivo de las plantas y la cría de
ganados, con la instalación en algún tipo de habitáculo, la expresión de la religiosidad cambia
de forma y va diferenciándose y enriqueciéndose progresivamente. Tener que reservar alimentos
para la mala estación, conservar las semillas para la siembra del año próximo, domesticar y criar
los animales, usar el fuego, etc., son actividades en las que el hombre realiza, junto con su
capacidad de dominio, la limitación y la dependencia de su existencia frente a fuerzas que le son
superiores. Entonces, trata de hacerse propicias dichas fuerzas mediante una comunicación de
carácter religioso: estableciendo emblemas sacros, templos y también dedicándoles personas,
días o circunstancias particulares. Ello indica el reconocimiento, institucionalizado y
materializado en costumbre social de entonces, de un mundo espiritual que existe ya en el
hombre del neolítico y es para él una realidad psicológica inderogable.

A) El mito

Los primeros hombres adoptan, frente al mundo fenoménico, una actitud que está guiada más
por una necesidad de comprender que por la preocupación técnica, más por el afán de ordenar
sensatamente sus emociones que por intentar un análisis de ellas, más por la necesidad de
autoafirmarse, incluso frente a un mundo hostil, que de llegar a una sistematización exacta,
objetiva, impersonal de este. El mito, como lo han destacado unánimemente los estudiosos, no
atañe a la vida práctica del hombre, sino que tiene su explicación en lo que le concierne más de
cerca: su sentimiento de soledad, su necesidad de apoyo, de expresar su comunicación con otros
seres. Atañe al por qué de su vida y su destino. Se podría decir que el mito es más metafísico
que físico; o, como escribe Cassirer, que en última instancia “todo pensamiento mítico puede
interpretarse como una negación constante y obstinada del fenómeno de la muerte”.

Sustancialmente, en el mito el hombre no encuentra la naturaleza como un mecanismo hostil,


indiferente, sino como un ser con el cual se siente en relación íntima: no como una cosa en
contraste con una persona, sino como una persona frente a la suya, como un tú frente a un yo.
Su pensamiento es pensamiento genuino, que desborda el dato empírico y encuentra su
sistematización en formas que parecen contradictorias para el pensamiento del hombre actual,
pero que expresan admirablemente sus exigencias y, por ello mismo, su naturaleza. No es
aventurado concluir, pues, que los mitos demuestran una actitud de autoafirmación y de
participación, de existencia y de obligación, características de la vida religiosa.

¿Cuáles son las relaciones entre mito y religión? Bergson distingue dos tipos de religión: (1) la
religión histórica, producida por la presión social, por la fabulación, y establecida en formas que
se transmiten de generación en generación (religión estática); y (2) la religión que surge de una
atracción, de un íntimo anhelo que rompe las formas convencionales y se abre a la libertad
(religión dinámica). El mito pertenecería a la primera, la religión personal a la segunda. Cabe,

 
sin embargo, hacer notar que, tratándose de dos formas de religiosidad con caracteres en parte
antitéticos, es inevitable que la religión estática parta de un impulso dinámico, esto es, que lo
que termina por resultar fijo y estable, al comienzo sea, en cambio, vivo y arrollador, pues de lo
contrario no podría difundirse e imponerse en la sociedad. Resulta asimismo importante la
distinción que Jensen hace de las dos fases respecto a la formación del mito: una de expresión y
otra de utilización. La expresión brota de un impulso incontenible; la utilización, de una
regulación. Ambos procesos son tan impetuosos, que no es posible prever por la primera fase lo
que ocurrirá en la segunda, y es difícil por la segunda fase reconstruir el verdadero significado
de la primera. Cassirer habla de compenetración: el mito, en los comienzos, es una expresión
religiosa, y la religión, aun en sus manifestaciones más elevadas, contiene elementos míticos.

Si a la palabra “mito” se le sustrae su significación peyorativa (es decir, la de algo no


verdadero), para insistir en su significado esencial: expresión vivida y sentida de una verdadera
experiencia, es inevitable que en toda concepción religiosa haya pensamiento mítico: un
pensamiento genuinamente humano. La religión viva tiene también hoy ese carácter.

B) La magia

Si el mito es expresión más afectiva que lógica de una concepción del mundo, reflejo en el
espejo humano de una realidad circundante, la magia expresa la necesidad humana de ejercer un
dominio, de poseer y sojuzgar a sus deseos lo que a ellos se opone. El hombre no es puro
espectador sino dramatis personae.

El dominio sobre el mundo es el resorte tanto de la magia como de la ciencia. ¿Hay que
reconocer, entonces, que la magia es una forma primordial de ciencia? Sí y no. Sí, en el sentido
de que es una primera toma de posesión del mundo en el afán consciente de modificarlo; pero
no, en el sentido de que ella queda cerrada en sí misma y obstruye más bien el camino para el
esfuerzo intelectual. No obstante, la ciencia no está inmune del mismo peligro de acaparamiento
y exclusividad que se atribuye la magia, en la medida que prepara para el hombre un mundo en
el cual solo el progreso técnico tiene derechos absolutos y las demás necesidades humanas se
ignoran simplemente o se las contraría sin más. Con razón escribe Bergson: “No hablemos de
una era de la magia, a la cual habría sucedido la de la ciencia. Digamos que ciencia y magia son
igualmente naturales, que han coexistido siempre. Que nuestra ciencia es enormemente más
extensa que la de nuestros lejanos antepasados, pero que ellos debían de ser mucho menos
mágicos que los civilizados de hoy. En el fondo hemos quedado en lo que aquéllos eran.
Rechazada por la ciencia, la propensión a la magia aguarda su hora”.

En su búsqueda de secreto y en la convicción de poder influir sobre el curso de los


acontecimientos, así como en la fe que exige para sus prácticas, la magia se ha juzgado una
forma primitiva de religión. Indudablemente ella tiene caracteres religiosos, que se hacen
presentes en las religiones más desarrolladas. Sin embargo, debemos destacar con Bergson, que
también tiene caracteres antitéticos. Ante todo, la magia es egocéntrica, por no decir egoísta: es
la exteriorización de la voluntad de someter los acontecimientos al propio deseo, al propio
interés, y, si se invoca una potencia superior, es para tenerla de protectora y colaboradora. La
magia, por sí misma, se ejerce sobre un medio impersonal y materializado. Al egoísmo, al
dominio, a las fuerzas impersonales de la magia, la religión contrapone la admiración, la
imploración de un “tú” misterioso aunque personalizado en divinidades diversas, y hasta, en

 
muchas formas de politeísmo, también en un “ser indefinido”, misterioso, supremo. Se
comprende, pues, que las formas superiores de religión persigan la magia como la degradación
al mundo material de un esfuerzo que debe reservarse, en cambio, para los valores espirituales.
Persisten ciertamente formas rituales que parecen mágicas, pero con la entonación opuesta: la de
aproximar el hombre a Dios, en lugar de someter a Dios al hombre. Existe, por otra parte, el
peligro de caer en el formulismo mágico, algo continuamente presente en toda religión. Magia y
religión se separan a partir de un origen común: el reconocimiento de participación en un
mundo gobernado por fuerzas misteriosas; pero la religión insiste en la admiración y la
dedicación, y pone ideales superiores, al paso que la magia permanece empeñada
exclusivamente en el acaparamiento y el dominio. No obstante, algunos antropólogos parecen
convencidos de que existe una “continuidad” entre ambas.

C) Sagrado y profano

Mito y magia se presentan como manifestaciones de la necesidad fundamental del hombre de


tener ante sí un mundo ordenado (la necesidad de un Cosmos y el horror al Caos) y la de tener
en ese mundo una participación no solo pasiva sino también activa. A esa necesidad
corresponde una tonalidad afectiva característica: el sentimiento de “lo sagrado”. No es fácil
definir este sentimiento. La forma más eficaz de ponerlo en evidencia es observarlo en contraste
con su opuesto: el sentimiento de “lo profano”.

Sobre un fondo diferente de cosas conocidas y familiares (lo profano) se destacan otras que se
nos imponen por un halo de misterio, de poder, de grandeza, que nos abruma y nos atrae a la vez
(lo sagrado). La experiencia de lo sagrado se da, según Rudolf Otto, cuando el hombre se
encuentra ante un misterio terrible y fascinante, y en esa situación siente la presencia de “algo”
completamente distinto de él, de los demás hombres y del mundo: una situación de
dependencia, de lejanía y a la vez de atracción. Lo “sagrado”, como expresa Otto, se presenta
entonces como tremendum (terrible) y fascinans (fascinante), maiestosum (sublime) y
numinosum (misterioso).

Otto ha puesto en evidencia el aspecto subjetivo de lo sagrado, pero no ha valorado


suficientemente su aspecto objetivo. Hay una cierta contraposición entre lo sagrado y lo
profano, incluso cuando lo sagrado absorbe lo profano o lo profano prevalece sobre lo sagrado.
Lo sagrado pertenece a un “más allá”, lo profano a un “más acá”: podemos decir, pertenecen
respectivamente a “un algo” divino y a “un algo” humano. De este modo, lo sagrado es algo
“completamente diferente”, suscita el sentimiento de lo sagrado y se concibe como objetivo,
independiente, poderoso, inaccesible para el hombre. Sin embargo, es algo de lo cual el hombre
puede participar.

Como la religiosidad compromete a todas las actividades humanas y se manifiesta por medio de
ellas, así también se extiende a todos los objetos, a todas las situaciones, y a todos los estados de
ánimo. La actitud religiosa del hombre y la tonalidad religiosa que distingue entre un universo
sagrado y un universo profano se refieren a los objetos más dispares: un objeto material, un
acontecimiento en el mundo o en la sociedad, seres invisibles, etc. Tenemos así manifestaciones
de lo sagrado (hierofanías) en cualquier lugar, en cualquier actividad individual o social,
económica o política. Se trata de una comprobación de hecho, independientemente de los
motivos por los cuales haya ocurrido y se haya estabilizado después. Una piedra, un árbol, una

 
colina, un muro, un edificio, la iniciación puberal, las nupcias, las guerras, la sepultura, el rey, el
Estado, pueden ser investidos de “religiosidad”; pueden ser considerados como manifestaciones
de lo sagrado. “Toda hierofanía”, dice Mircea Eliade, “presenta una paradoja: en cuanto
manifiesta lo sagrado, el objeto se transforma en otra cosa, y a la vez continúa siendo lo que
era... Todo objeto pasa a ser sagrado en la medida que se revela como algo distinto de sí”. Todo
“documento” de lo sagrado revela una modalidad de lo sagrado, es una hierofanía, pero también
manifiesta una posición del hombre frente a él y muestra la transformación de significado que se
produce por obra de la religiosidad.

En efecto, la religiosidad introduce una transformación de significado en el mundo y en la vida


del hombre. Tiene, a su vez, una función normativa, es decir, posee exigencias, indica cómo
actuar. Pero no se agota en esto. No consiste en la simple representación del mundo y del drama
del tránsito del hombre por él. La religiosidad del ser humano se mueve hacia un fin, hacia una
conclusión que lograr, y por tanto se proyecta hacia el futuro. De ahí que toda religión tenga su
escatología, su apocalipsis. No sólo hay un mito de los orígenes, también hay un mito del
destino último.

El culto en definitiva es la realización del mito en acciones del individuo o de la sociedad. Una
vez más, el hombre no es simple espectador sino actor. Quienes pertenecemos a la civilización
occidental, vivimos actualmente en un mundo secularizado y profano. Sin embargo, la
necesidad religiosa no ha desaparecido porque no ha desaparecido la religiosidad que es
esencial al hombre.

D) Costumbre y moral. Tabú.

La religiosidad se nos presenta inevitablemente siempre que observamos el “mundo humano”,


ya en la experiencia subjetiva, ya en su manifestación concreta, la religión. Desde las primeras
huellas que han quedado de nuestros antepasados hasta los vestigios que sobreviven todavía hoy
en los “primitivos” y los “civilizados”, notamos una interpretación en términos intelectuales (el
mito); el esfuerzo por aproximar las fuerzas superiores a fin de sojuzgarlas (la magia) o a fin de
adorarlas; una perspectiva en la cual lo sagrado y lo profano se entrecruzan y se distinguen (el
rito); la prescripción de lo que debe hacerse y de lo que está prohibido (la religión y la moral).

Una determinada concepción religiosa da un orden al mundo y un sentido a la vida, y se


presenta con una inevitable “función” dentro de una civilización: constituir un “cuadro de
referencia” de la vida social y, por tanto, tener respecto de ella una función netamente positiva
para su afirmación y supervivencia. En cuanto prohíbe y prescribe, la religiosidad interfiere con
la moral. Pero su fuerza constrictiva puede ir más allá del “orden moral”, pues con el elemento
moral se conecta el factor de la prohibición, del tabú.

La concepción sagrada del mundo señala los confines de las cosas prohibidas y las permitidas.
Esos confines son, en parte, como los límites entre los Estados: arbitrarios, como si no
respondiesen a datos de hecho. Puede parecer que esas delimitaciones son tan variadas y
tornadizas que, precisamente por eso, nada puedan decir sobre su significado primitivo. En
cambio, reflejan una estructura fundamental del hombre que, teniendo ante sí un mundo
ilimitado, no puede menos que incluirse en él: y ello implica no solo una conducta, sino también
una concepción que la justifique, que lleva inevitablemente a individualizar fuerzas protectoras

 
y fuerzas hostiles (con una connotación típica de lo “sagrado”). Los tabúes pululan también en
nuestra civilización actual, gustosa de proclamarse libre de ellos. No lo advertimos porque
vivimos dentro de ella. Con una diferencia: nosotros los hemos secularizado, denominándolos
normas o conveniencias sociales, pero no por ello nos hemos liberado de sus resabios.

La religiosidad puede anquilosarse quizás en formalismo, pero puede también evolucionar hacia
expresiones más coherentes y espirituales. Como hemos indicado más arriba, en cuanto
prescribe y prohíbe, la religiosidad interfiere con la moral; pero puede también extenderse a
manifestaciones que podrían parecer profanas y que, a veces, están en contraste con la moral. Su
insinuación y su penetración personal y social, aun en la indeterminación de las referencias,
ejercen sobre el individuo y los grupos un acuciamiento cuya importancia no puede
subestimarse. La religiosidad es el aguijón que pone al hombre de todos los tiempos frente al
Misterio; es el signo indicador de la presencia de un mundo que sus ojos no ven, pero que se le
anuncia tan seguramente como el mundo sobre el cual se abren sus sentidos. He aquí por qué la
“historia natural” del hombre es también la historia de su religiosidad. El origen de la
civilización es origen de la religiosidad, que pone al descubierto la miseria del hombre, pero
mantiene también constantemente viva su aspiración a “lo Alto”.

Adaptación de: Zunini, G. (1970) Homo religiosus. Estudios sobre psicología de la religión,
Eudeba, Buenos Aires, Cap. III.

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