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Un grupo de niños en un barrio pobre de París alrededor del 1900. Roger Viollet via Getty Images
CLAUDIA CONTENTE
10/10/2020 02:00Actualizado a 14/12/2020 18:16
Que el medio ambiente influye en la salud de las personas, es algo que se sabe desde
siempre: Hipócrates se extendía ya sobre la cuestión en Sobre aires aguas y lugares. Siglos
más tarde, los médicos de la Edad Media veían en la “corrupción del aire” el origen de la
peste, de ahí la instauración de lazaretos, donde, bajo la protección de San Lázaro, se
solía recluir a enfermos o imponer cuarentenas en puertos o zonas alejadas de las ciudades.
En síntesis, igual que hoy, distancia física y cuarentenas han sido los principales medios
para luchar contra enfermedades, y la arquitectura tuvo un papel decisivo en esta
contienda.
Todos vemos en las magníficas cúpulas italianas de los siglos XV o XVI, como la
construida en Venecia por Palladio, un símbolo de la opulencia y poderío del reino. El
arquitecto suizo Philippe Rahm sostiene que para quien la diseñó y construyó las
prioridades eran otras y de orden práctico: dado que el aire caliente tiende a subir, se evacua
naturalmente por allí, y así se refresca el ambiente y se evita el aire viciado.
La Revolución Industrial, que comenzó en la segunda mitad del siglo XVIII, también tuvo
importantes repercusiones para muchas ciudades europeas y la salud de sus habitantes, ya
que conllevó un éxodo masivo de población que alejó a muchos campesinos de sus zonas
rurales para transformarlos en obreros industriales. Estos nuevos pobladores se apiñaban
con sus familias cerca de fábricas o minas, donde vivían como podían, en condiciones
miserables.
Ya desde fines del siglo XVIII surgieron discursos que promovían airear las ciudades. Se
acusaba a las “miasmas” (los vapores producidos por enfermos, excrementos, materiales en
descomposición, aguas estancadas, etc.) de ser responsables de los temidos brotes
de cólera que devastaban la población, igual que de las famosas “fiebres continuas” (que
incluían enfermedades como el tifus, malaria, fiebre amarilla, escarlatina, etc.), y de las
enfermedades crónicas como la tuberculosis.
La Revolución Industrial atrajo a las ciudades grandes masas
de población que vivían en unas condiciones nefastas
Como se observaba que esas epidemias hacían mayores estragos en los barrios obreros,
también se discutía si el origen de esas enfermedades no estaría más bien ligado a la pobreza
y a una alimentación deficiente.
Ildefons Cerdà terceros
Edwin Chadwick, logró que se aprobaran ciertos principios básicos de salud pública que se
plasmaron en la Public Health Act (1848). Chadwick se sirvió de argumentos económicos:
si se mejoraba las condiciones de vida de los pobres, habría menos gente buscando ayuda
para ellos y, a la larga, eso significaría un ahorro ya que haría falta menos dinero para
ayudar a las familias de hombres muertos de enfermedades infecciosas. En otros términos,
era una inversión rentable a largo plazo.
Por esos tiempos en París, aunque las condiciones sanitarias estaban lejos de ser
comparables a las que se podía encontrar en algunas zonas de Inglaterra, Napoleón III,
inspirado por la visión de Chadwick de la salud pública, impulsó la reforma urbanística de
la ciudad que confió al prefecto de París, el barón Haussmann.
En 1854 se encaró la tarea de erradicar los tugurios del centro de París, abrir avenidas
amplias que conectaran sectores estratégicos de la ciudad, crear espacios verdes, prever
grandes reservas de agua potable destinadas a aprovisionar la ciudad, construir acueductos
para llevarla a las casas, construir una red de galerías subterráneas para evacuar las aguas
servidas y de las alcantarillas, establecer un sistema de limpieza en las calles… En fin, la
ciudad fue transformada radicalmente y no se trató de una operación precisamente de
orden estético.
Vista aérea del Eixample barcelonés Pedro Madueño
Todos son unánimes en considerar que la cuestión sanitaria era el aspecto que impulsaba la
reforma y que esta tuvo un claro impacto positivo en la esperanza de vida de sus habitantes,
tanto en París como en las demás ciudades donde se plantearon este tipo de obras.
Barcelona, que Ildefons Cerdà se encargó de modernizar, es otro de los ejemplos clásicos
del urbanismo higienista. Cerdà redujo la densidad de la ciudad antigua, diseñó el trazado
del Eixample y aplicó innovaciones como los jardines en el interior de las manzanas.
La década de 1930 vio nacer la Bauhaus con sus diseños amplios y despejados, orientados
en función de la luz y vientos, y en que se eliminaron tapicerías y dio preferencia a
materiales lavables. Le Corbusier diseñaba por entonces edificios con grandes terrazas,
sobre pilotes, para aislarlos de la humedad del suelo. En esa misma década un grupo de
arquitectos, entre los que se contaba el mismo Le Corbusier, produjo el Manifiesto de
Atenas, donde dejan claro que la calidad de vida e higiene habitacional deben ir
siempre por delante del patrimonio: no había que dudar en derribar barrios históricos, por
muy pintorescos que fueran, si atentaban contra la salud de sus ocupantes.
Hoy en día, el contexto neoliberal en el que vivimos lleva el diseño urbanista a pensar más
en términos de productividad o competitividad. En el caso de Barcelona eso había
sucedido antes: la especulación inmobiliaria y el ánimo de rentabilidad se llevaron por
delante, entre otras cosas, muchos de los pulmones de manzana proyectados por Cerdà.
Producción, funcionalidad, o rentabilidad habían relegado el imperativo sanitario.
Solo el tiempo nos dirá si la crisis producida por la pandemia de la covid llevará a nuevas
pautas de construcción que podrían incluir el diseño de ambientes más amplios, terrazas,
espacios previstos para teletrabajo… En otras palabras, llevarían a restablecer la alianza
entre salud y arquitectura.