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LA ACTUACION:

Entre la palabra del Otro y el cuerpo propio

JOSÉ LUIS VALENZUELA

INTRODUCCIÓN

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COMERSE UN VIGILANTE

Lo religioso nunca es destruido por la lógica,


cosa que sucede siempre y solamente por
sustraerse el dios.
Martin Heidegger

En gran medida, las páginas que siguen son un comentario de la difundida fórmula de
Meyerhold según la cual el actor sería la “suma” de una tarea impuesta desde el exterior
y de un cuerpo dócil en condiciones de cumplirla(1). Debemos entender entonces –pese
a algunas ambigüedades en la definición de Meyerhold- que el “exterior” aquí aludido es
lo extraño a un cuerpo dispuesto, aunque no forzosamente lo que viene de un otro
(director, dramaturgo o partenaire). La expresión indicaría más bien una división en la
persona del actor que pareciera ser el precio a pagar por ejecutar una verdadera actuación
ante un observador. Se ve de inmediato que esta formulación sería fácil presa de los
impugnadores del inveterado “divorcio entre la mente y el cuerpo” que Occidente habría
venido propiciando por lo menos desde Platón. Pero reclamar, por el bien de todos, la
reconciliación de los contrarios, la re-totalización de lo pensante y de lo extenso, es hablar
el idioma vacío y analgésico de la New Age. Más productivo resulta, en mi opinión,
admitir la condición cuasi-matemática(2) de la expresión meyerholdiana y preguntarnos
sobre los modos posibles de interpretar sus términos. Si renunciamos a asignar una
significación fija a N, a A1, a A2 y al “signo +”, tal vez veamos desplegarse ante nosotros
buena parte de las diversas acepciones que el teatro del último siglo ha dado a la palabra
“actuación”. Los capítulos que siguen son apenas la primera aproximación a ese posible
juego interpretativo que bien podría entregarnos, a la vez, a los peligros de la reducción
simplista y a los eurekas de la conexión comparativa.
Un breve repaso histórico nos dejaría ver, por ejemplo, que la “tarea a ejecutar” (A1)
puede ser la estricta marcación de un gesto, de una entonación o de un desplazamiento; o
puede ser, por el contrario, una conminación ineludible y desprovista de cualquier pista
orientadora (“Para la próxima clase, cada uno de ustedes interpretará un monólogo célebre
del Teatro Universal”). Entre uno y otro extremo, se ubica la enorme mayoría de las
consignas directoriales que movilizan la ejercitación y los ensayos en que se incuba un
futuro espectáculo.
En cuanto a A2 –el “principio pasivo” de la actuación-, podría tratarse de una materia
de reflejos finamente excitables, como quería Meyerhold, de un “campo de sensaciones”
o de ese cuerpo histérico del actor stanislavskiano que tanto puede quedar rígido de pavor
escénico como chisporrotear en una “vivencia” inspirada. Ese ingrediente pasivo, que es
“al mismo tiempo más que un material” (Meyerhold), es la sustancia sobre la que trabajan
las diversas modalidades del “entrenamiento” actoral y el combustible necesario para que
la actuación sea un acontecimiento vivo. También aquí la historia puede ilustrarnos sobre
las diversas maneras de idealizar, de “investigar” y de tratar operativamente a esa carne
excitable.
Por otra parte, cabría tomar al pie de la letra el símbolo de adición de la fórmula
meyerholdiana solamente si “las órdenes para la realización de la tarea” (A1) operan sobre
la materia viva como un molde se impone a un mudo trozo de cera, lo cual muy
excepcionalmente sería el caso. Sabemos que el cuerpo actoral es por lo menos resistente
a tales improntas, revirtiéndose de inmediato sobre las pretensiones del “constructor”. De

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este modo, postular una simple suma entre una “idea constructora” y una sustancia actoral
obediente, sería reflejar pobremente lo que efectivamente acontece en el encuentro entre
aquella actividad y esta pasividad. Más conveniente resultaría, a mi entender, escribir allí
el punzón romboidal (<>) con que Jacques Lacan conectaba los términos de sus matemas.
Ese trazo cuneiforme resumía, para el psicoanalista, una cuádruple operación: incluir
(envolver algo), estar incluido (insertarse dentro de un dominio de desarrollo posible),
unir (conjunción) y separar (disyunción). Escribiendo el “punzón” en vez del “más” en la
fórmula meyerholdiana, diríamos que la tarea ordenada y el cuerpo que habrá de realizarla
pueden permanecer mutuamente ajenos (disyunción), fundirse en una sola cosa
(conjunción plena), “envolver” la primera al segundo (A1 incluye a A2) o incrustarse la
tarea en el cuerpo como una carga de explosión retardada o ralentada (A1 está incluido
en A2).
Finalmente, Meyerhold señala que esta formulación expresa al actor como “una
persona doble”, dividida, lo cual nos da indicios de que no deberíamos tomarlo como ese
individuo con nombre y apellido que dice “yo actúo”, ya que el “principio activo” (A1)
lo convierte más bien en un sujeto de la actuación. Es por eso que sería menos equívoco
afirmar que A1 + A2 expresa a la actuación (subrayando la carga “despersonalizante”
que ésta conlleva) más que al actor-persona. Esa actuación, ubicada por ejemplo en la
práctica de Stanislavski, presenta las conocidas variantes mecánica, representativa y
vivencial, y seguramente un empleo de la formulación de Meyerhold al modo de un
“matema” nos permitiría entender cada una de esas modalidades del desempeño actoral
como resultantes de tres maneras distintas de hacer interferir la “idea constructora” y un
“cuerpo ejecutor”, por así decirlo.
Todo esto quedaría, por supuesto, en el plano de un mero pasatiempo si no fuera
posible especificar cualitativamente los términos a que vengo refiriéndome. Como quedó
indicado más arriba, A1 bien podría ser un imperativo desprovisto de toda indicación que
permita cumplirlo satisfactoriamente. En tal caso, las consecuentes vicisitudes del cuerpo
actoral serán muy distintas de cuando esa “orden de trabajo” es una “partitura de
acciones” prescrita por el director o por el propio actor. Las angustias derivadas de un
mandato puro, sin instrucciones, poco tienen que ver con los afanes técnicos de quien
tiene claro cómo debe lucir el producto de sus esfuerzos. El itinerario productivo del actor
es, en uno y otro caso, cualitativamente diferente.
Lo que nos muestra un recorrido histórico –apenas esbozado en el presente ensayo- es
que los imperativos técnicamente accesibles que presiden una labor actoral o que guían
la así llamada “dramaturgia del actor”, siempre pueden segmentarse en “bloques”
portadores de cierto significado legible para un observador o de cierta “carga energética”
destinada a conmover o a seducir a un posible espectador inicialmente indiferente. Los
“bloques” aptos para cumplir esos cometidos se revelan apuntalados por determinada
gramática que les otorga la condición de “enunciados de acciones” o “enunciados
gesticulares” ofrecidos a la lectura del público o bien por determinadas modulaciones,
bloqueos y flujos de tensiones que los convierte en “paquetes de energía” orientados a
excitar o “metaestabilizar” al espectador.
Tales bloques se organizan y disponen ulteriormente en secuencias que conformarán
una “dramaturgia actoral” divergente o convergente en diversos grados con los designios
de la dramaturgia literaria o con el entramado de “lenguajes escénicos” que va
entretejiendo el director durante los ensayos.
Es claro que el actor, a solas, podría enhebrar un discurso de acciones, gestos y actos
que resultara elocuente y provocativo para un potencial espectador, pero tal composición
resultaría de la competencia técnica y de la calculada intencionalidad estética del artista.
Sería, para decirlo brevemente, un “discurso del Yo” comparable a un pensamiento que

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no quisiera apartarse de lo que el socius es capaz de comprender, apreciar y celebrar. De
algún modo, el hilo gramatical debería cortarse, la razón extraviarse y el cuerpo rebelarse
para que otro “pensamiento teatral” se anuncie. Sólo un vendaval alienante, sólo la
interferencia transversal de un Otro irreductible podría desarticular una actuación
amparada por el saber técnico y las astucias del oficio.
Y es la figura del director –cuya aparición histórica suele atribuirse a la creciente
complejidad de los espectáculos y a la irreversible fragmentación de lo que durante siglos
había sido tomado por un público homogéneo- la portadora de esa alteridad
desestabilizante. Tal es, según creo, el gran descubrimiento stanislavskiano, resultante de
no haber retrocedido ante esa enigmática subjetividad que quedaba expuesta una vez que
el actor dejaba de re-presentar y se entregaba al asedio y a la captura del acontecimiento
en la escena.
Dado que esta figura, la el director, se pone frente al actor para empujarlo fuera de los
andariveles seguros de su hacer y su decir escénicos, se constituye una entidad dual, un
entre-dos que bien podríamos llamar un dispositivo poético destinado a transformar los
desamparos en potencias inusitadas. De esos extravíos –el del actor renunciando a sus
trucos o soluciones prefabricadas y el de un director que no oculta su perplejidad- de esa
doble disponibilidad, digo, deriva una posible sintonía mutua en que la insinuación, el
trazo o la irrupción de uno puede desplegarse, continuarse o germinar en el otro. De esta
exposición “en pareja” al acontecimiento escénico puede surgir un pensamiento
específicamente teatral, despersonalizado, cuya versión extrema equivaldría a una
construcción sobre el abismo del tipo de la que reivindicaba Gilles Deleuze al decirnos
que
Desde el momento en que se piensa, se afronta necesariamente una línea donde
se juegan la vida y la muerte, la razón y la locura, y esa línea lo arrastra a uno.
No se puede pensar sino sobre esta línea hechicera, estableciéndose que no será
forzosamente a pura pérdida, o que no se está forzosamente condenado a la
locura o a la muerte(3).
El dispositivo dual actor/director, entonces, está consagrado a pensar teatralmente lo
que acontece en esas intersecciones de espacios, cuerpos y textos que jalonan el camino
hacia el hecho escénico. El actor y el director por separado, en cambio, no piensan el
acontecimiento sino que más bien piensan –técnicamente, estéticamente- los respectivos
mundos que cada uno habita. Así las cosas, puede verse de inmediato que ese pensamiento
a dúo, ese pensar originado en el amor por lo más vivo –como proclamaba Hölderlin-,
puede reinstalar prontamente la coherencia, la estratificación y la “buena forma” o, por el
contrario, demorarse en una apertura a las potencias fecundas de una fuga hacia lo que
balbucea, ronca, ruge, tiembla, toca, susurra o hierve sin articularse aún en discurso
legible y bien puntuado.
Los capítulos que aquí se introducen son sólo los primeros pasos de una indagación
sobre los modos en que las prácticas y las reflexiones sobre el oficio actoral en el último
siglo y medio han ido construyendo matrices, diagramas o figuras –predominantemente
ternarios o trinitarios- para estructurar o guiar las dos inclinaciones del pensar a que acabo
de referirme. La gramática narrativa y la exacerbación dramática que in-forma la “acción
física” stanislavskiana, las omipresentes trinidades de Delsarte, las tres fases que
encauzan las respuestas del actor biomecánico ante una tarea impuesta o propuesta, las
componentes de la “tarea” en Vajtangov, la trinidad de la euritmia de Steiner, el “fraseo”
del movimiento en la “plástica animada” de Dalcroze, la secuencia jo-ha-kyu en el teatro
tradicional japonés…, son otras tantas “matrices del pensar escénico”, configuraciones
eficaces legadas por la historia de la actuación, figuras que organizan en términos de
espacio, tiempo y energía las sensaciones y las percepciones del actor y del director en

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ese intercambio accidentado, fluido o intermitente en que ambos quedan expuestos a lo
conocido y a lo imprevisto, a lo familiar y a lo insospechado de los cuerpos y los textos,
debiendo decidir (éticamente, y no sólo estéticamente) qué hacer con lo que se resiste a
la significación y lo que se sustrae a toda “belleza”.

NOTAS

1. Escribe Meyerhold en “El actor del futuro y la biomecánica” que “la fórmula del
actor consistirá en la siguiente expresión: N = A1 + A2, siendo N el actor, A1 el
constructor que formula mentalmente y transmite las órdenes para la realización
de la tarea, y A2 el cuerpo del actor, el ejecutor que realiza la idea del constructor
(A1). El actor debe adiestrar el material propio, es decir, el cuerpo, para que éste
pueda ejecutar instantáneamente las órdenes recibidas desde el exterior (del
autor y del director).” V. Meyerhold; Textos teóricos, recopilación de Juan
Antonio Hormigón, Madrid, Asociación de Directores de Escena, pág. 220)
2. “Matema” es un neologismo creado por Jacques Lacan “para transmitir ciento y
una lecturas diferentes, una multiplicidad admisible en tanto lo hablado
permanezca atrapado en su álgebra”. Los matemas están construidos de modo tal
que resisten a cualquier intento de reducirlos a una significación unívoca, y le
impiden al lector una comprensión intuitiva o imaginaria de los conceptos
psicoanalíticos; los matemas no deben comprenderse sino usarse. De este modo,
constituyen un núcleo formal de la teoría psicoanalítica que podría transmitirse
íntegramente: “Uno por cierto no sabe lo que significan, pero son transmitidos”.
Cuando propongo leer “cuasi-matemáticamente” la fórmula meyerholdiana,
quiero decir, entonces, que bien podría ser usada como un matema.
3. Gilles Deleuze; Pourparlers, pág. 141.

CAPITULO UNO

LA MAQUINA DE ACTUAR

5
Donde se insinúan, con ánimos proselitistas, algunas bondades de la alienación

Hemos leído repetidas veces que, llegados a la segunda mitad del siglo XIX, la
complejidad técnica de los espectáculos teatrales europeos había hecho imprescindible la
figura de un “armonizador general” de los procesos de producción escénica. Habría
surgido así la dirección teatral como arte y oficio autónomo, desprendida ya de esa
función meramente subalterna –desempeñada generalmente por el actor principal de la
compañía- consistente en ubicar a los actores en el espacio e indicarles el modo de
pronunciar sus parlamentos.
En realidad, hay buenos motivos para sospechar que la puesta en escena de un
espectáculo ha sido siempre –desde aquellos remotos afanes en que se enredaban los
didaskalos griegos en las épocas de los concursos trágicos- una tarea compleja,
independientemente de los dispositivos mecánicos, eléctricos o cibernéticos que le hayan
dado soporte a lo largo de la historia teatral. La complicación de la maquinaria no equivale
a la complejidad del hecho artístico, como puede comprobarlo cualquiera que presencie
aun el más rudimentario ensayo de una obra.
Resulta más verosímil, por lo tanto, la tesis de Bernard Dort según la cual la
consolidación de la figura del director de escena proviene más bien de la fragmentación
de los públicos y de las ofertas teatrales: en el siglo XIX comienza a disolverse el pacto
previo entre obra y espectador, de modo que a este último no le bastan ya las
especificaciones de género (comedia, drama, farsa,…) para saber a qué atenerse sobre los
sentidos y los “códigos” que el espectáculo habrá de proponerle. El Director emerge así
como el garante de que un puente básico habrá de tenderse entre el escenario y la sala, de
modo que las butacas no queden desiertas diez minutos después de haberse levantado el
telón.
De esta manera, el director estaría obligado a cumplir su tarea entre al menos dos
fuegos: por una parte, debe proceder al necesario disciplinamiento de su troupe de actores,
técnicos, diseñadores y demás auxiliares en un orden totalizante –y, en lo posible,
“orgánico”-; por otra parte, debe “hacer materialmente evidente [para el público] el
sentido profundo del texto dramático”, como quería Stanislavski. El director es,
propiamente, un sujeto dividido y podría esperarse que, en consecuencia, su proceder roce
más de una vez los marasmos del síntoma histérico.
No obstante, el conductor de una compañía no podría exhibir sus vacilaciones, dudas
o desconciertos durante demasiado tiempo ni en demasiadas ocasiones, pues, de hacerlo,
el proyecto de escenificación correría graves riesgos de naufragio definitivo. Y es que el
modo “natural” de relación con sus dirigidos es, para el director históricamente
emergente, lo que Jacques Lacan ha llamado el discurso del Amo. Se trata, este último,
de un concepto que es necesario aclarar.

En el Seminario XVII (El reverso del psicoanálisis), desarrollado entre 1969 y 1970,
Lacan subraya que la base de todo vínculo social es el discurso, entendido éste como “una

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estructura que excede con mucho a la palabra”. Se trata de un sistema formal compuesto
por cuatro elementos (S1, el significante-amo; S2, el saber; $, el sujeto dividido, y a, el
objeto-causa del deseo), una matriz que “va mucho más lejos que las enunciaciones
efectivas. Estas no son necesarias para que nuestra conducta, y eventualmente nuestros
actos, se inscriban en el marco de ciertos enunciados primordiales”.(1) Podemos decir
entonces que el discurso, tal como lo entiende Lacan, “existe antes de que se pronuncie
cualquier palabra concreta y que, más aún, determina el acto de habla concreta”.(2)
Como se ha dicho, este tipo de discurso no está al servicio de comunicación alguna;
más bien delata una imposibilidad de decir que nos obliga a repetir interminablemente
ciertas relaciones fundamentales con otros sujetos. De hacho, este aspecto de la teoría
lacaniana se apoya en una afirmación de Freud (en Análisis terminable e interminable)
según la cual hay tres “profesiones imposibles”: gobernar, educar y analizar. Lacan
agregará una cuarta, característica de la posición histérica: hacer desear.
El discurso del Amo, aplicado a la función de gobernar, es el primero de los cuatro
que se enmarcan en el Seminario XVII. Su agente –quien lo pone en marcha, por así
decirlo- se asume a sí mismo como completo y sin falta, como dueño de sí mismo,
ocultando así la verdad de su castración. Para expresarlo con una breve fórmula, el
significante-amo (S1), asumiéndose como agente del discurso, desplaza la verdad de su
condición castrada ($) por debajo de una barra: S1 / $. Ese Amo afirma su propiedad
sobre un “cuerpo de conocimiento” (S2) que, en realidad, se ubica en el lugar del otro, un
lugar donde algo trabaja con vistas a cierta producción. Lo que ese conocimiento, lo que
ese saber (S2) produce, trabajando bajo el comando de un significante-amo (S1) que
quisiera controlar los límites y fijar los centros de sentido, escapa a toda posesión posible
del sujeto. Esa producción es, por lo tanto, una pérdida de goce que Lacan ha designado
como “objeto a”, un resto imposible de significar. Abreviado en una fórmula, el conjunto
de los significantes que constituye el saber (S2) deja caer su producción (a) por debajo de
una barra: S2 / a. El discurso del Amo que así formalizado:

S1 S2
---- ----
$ a

El trabajo inducido por este vínculo se diría “desgastante”, y su reiteración indefinida


solo puede tener como horizonte aquello que la física llama “entropía”.
Se ha dicho que en la formulación lacaniana del discurso del Amo subyace la
dialéctica del amo y del esclavo tal como la concibiera Hegel en su Fenomenología del
espíritu. Sugiere Lacan en el Seminario XVII que “históricamente, el amo frustró
lentamente al esclavo de su saber, para hacer de éste un saber de amo”(3). Es el esclavo
quien confirma, por medio de su saber (S2), al amo en su posición dominante (S1).
Por otra parte, el lugar que ocupa la producción (a) en este discurso, nos remite a la
noción marxista de plusvalía. Para Lacan, lo usurpable es el resto que produce la
actuación del significante-amo sobre el conocimiento, y ese resto no es una “riqueza” en
el sentido de bienes apropiables, sino que se trata de una expoliación del saber
originariamente poseído por el otro. Se trata del tipo de apropiación que ilustra el Menón
de Platón, donde Sócrates interroga a un esclavo cuya función es precisamente la de ser
alguien que posee un saber-hacer:
Hay uno que dice: A ver, que venga el esclavo, ese pequeñín, ya verán ustedes lo
que sabe. Le plantean preguntas, por supuesto preguntas de amo, y el esclavo
responde a las preguntas, naturalmente, las respuestas que las preguntas dictan
por sí mismas. (…) Nos hacen ver que el objetivo es mostrar que el esclavo sabe,

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pero lo que ocultan es que únicamente se trata de arrebatar al esclavo su función
respecto del saber.(4)
Lacan concluye, partiendo de este ejemplo platónico, que “la filosofía, en su función
histórica, es esa extracción, casi diría esa traición, del saber del esclavo para conseguir
convertirlo en saber del amo”.(5). No es que al amo le interese el saber en sí mismo, no
es ese “contenido” lo que él desea, sino que el dispositivo de extracción siga funcionando
una y otra vez, hasta su agotamiento entrópico.
Finalmente, el Amo puede cubrirse con diversas máscaras según los tiempos y los
lugares, hasta el punto que el sistema filosófico de Hegel se valdría también de esa forma
discursiva. “Este discurso de Hegel es un discurso de amo que se basa en la sustitución
del amo por el Estado, a través del largo camino de la cultura, para alcanzar el saber
absoluto”.(6) Seguramente no es casual que se hable aquí de Platón y de Hegel, los dos
filósofos rotulados por Karl Popper como típicamente “totalitarios”.

En los albores de la dirección escénica como oficio autónomo, encontramos a André


Antoine inaugurando una distinción práctica de larga vigencia ulterior:
La primera vez que dirigí una obra, me di cuenta que el trabajo estaba dividido
en dos partes diferentes: una era muy tangible, es decir, encontrar la escenografía
correcta para la acción y la manera apropiada de agrupar a los personajes; la
otra era impalpable: esto es, la interpretación y la fluidez del diálogo. Por lo
tanto encontré útil, de hecho indispensable, crear con cuidado la puesta en escena
y el medio, sin preocuparme por lo que tenga que ocurrir en el escenario. Ya que
es aquél el que determina los movimientos de los personajes, no éstos los que
determinan el medio.(7)
Como puede advertirse, Antoine reconoce los límites de su dominio: renuncia a
internarse en “lo impalpable” de la actuación, pues el conocimiento de sus secretos no le
concierne; prefiere no profanar ese jardín privado del actor. El director del Théâtre Libre
no está interesado en poseer el saber concreto de los actores, pero sí le importa que
funcione aceitadamente la totalidad del dispositivo representacional. (“La visión de
conjunto es una de las cualidades esenciales de un verdadero director”).
Recordando a Molière, para quien los actores eran “animales extraños para conducir”,
Antoine aconseja “conocerlos y vivir con ellos” para obtener su máximo rendimiento,
pues “es un mundo pequeño que les pertenece, un mundo nervioso y sensitivo, que tiene
que ser en ocasiones halagado y en otras reprendido”.(8) Las frases que siguen son todavía
más explícitas:
Muchos actores, por negligencia o por timidez, se valen de cualquier excusa para
tratar de escapar del trabajo, como un caballo pura sangre que en ocasiones se
rehúsa a saltar un obstáculo. Es un arte y un placer persuadirlo, ya que ellos son
la mayoría de las veces los actores más dotados e interesantes.
Otros son irritables y vanidosos, y deben ser guiados, aconsejados y convencidos
sin que ellos se den cuenta. En resumen, el dirigir es una carrera en sí, un tipo de
diplomacia divertida pero sutil.(9)
Estas palabras pioneras ilustran suficientemente, a mi entender, el modo de
funcionamiento de ese lazo intersubjetivo llamado “discurso del Amo”. En la práctica,
Antoine –y muchos otros directores que habrían de continuar su labor- inventará potentes
significantes (como “cuarta pared”, por ejemplo) capaces de poner a trabajar los
enigmáticos y veleidosos saberes del actor.

8
Ha habido, sin embargo, otros directores que se atrevieron a internarse en esa zona
misteriosa del arte teatral, preguntándose cómo el actor es capaz de elaborar un
comportamiento creíble y aun fascinante. Si artistas como André Antoine, Georg II
Duque de Saxe-Meiningen o Edward Gordon Craig pudieron ser designados
tempranamente como “directores-escenógrafos” dado que tenían la construcción del
espacio de representación como su preocupación principal, otros teatristas merecieron el
apelativo de “directores-pedagogos” puesto que entendían que el nuevo teatro sólo podía
sostenerse sobre nuevos modos actuar, y para ello era necesario replantearse radicalmente
la formación de los actores o la reeducación de aquellos comediantes enviciados por las
convenciones del viejo teatro. Vemos así florecer, a lo largo de todo el siglo XX, grupos-
escuela al mando de Maestros tan respetados como Jacques Copeau, Etienne Decroux,
Charles Dullin, Vsevolod Meyerhold, Eugeni Vajtangov, Jerzy Grotowski o Eugenio
Barba, dedicados todos ellos a comprender y transmitir el “arte secreto del actor”, aunque
no todos los miembros de esta lista incompleta hallan sido, ellos mismos, actores.
Sin duda, quien ha llegado más lejos en la indagación pedagógica en torno a la
actuación ha sido Konstantin Stanislavski. Las investigaciones del maestro ruso no son
solamente una inagotable fuente de preguntas e intuiciones certeras, sino que marcan el
comienzo de una concepción cualitativamente diferente de lo que significa “formarse”
como actor en Occidente.
En Mi vida en el arte Stanislavski recuerda que, hacia 1905, había acumulado, como
resultado de su experiencia artística,
una bolsa llena del material más diverso concerniente a la técnica del actor. Todo
estaba amontonado sin clasificar, confundido, entremezclado, sin la menor
sombra de sistematización; en tales condiciones era sumamente difícil
aprovechar las riquezas artísticas y hacer uso de ellas. Hubo que introducir
orden, orientarse en lo atesorado, revisarlo, valorarlo y, por decirlo así,
distribuirlo según los correspondientes anaqueles espirituales.(10)
Ahora bien, el futuro Maestro reconocía que ese acopio de materiales no era otra cosa
que el redescubrimiento de “verdades conocidas hace mucho”. Varios años antes,
mientras miraba a Tommaso Salvini [interpretando el papel de Otelo], recordaba
al gran trágico italiano Rossi y a los grandes actores rusos que había visto en
aquellos tiempos. Sentía que entre todos ellos había algo común, cierto
determinado grado de parentesco, muy conocido para mí, y que sólo veía en los
grandes artistas. ¿Qué era aquello? Para mí fue un gran quebradero de cabeza,
sin que pudiera hallar la respuesta.(11)
Dicho de otro modo, Garrick, Talma, Irving, Coquelin, Duse, Bernhardt…, habían
sido seguros poseedores de un saber-hacer. Pero ese conocimiento técnico tenía, para esos
artistas, el carácter de una herramienta, de un instrumento artesanal apto para ahorrar
malgastos, extravíos y parálisis en el camino hacia una composición admirable. El saber
de los grandes actores de la escena romántica, por ejemplo, estaba al servicio de un
lucimiento personal que, justamente, debía deponerse a medida que el teatro entraba en
la era de los grandes directores. El brillo de los divos debía opacarse para que el Público
pudiera “dialogar” con la obra en su conjunto –o, en todo caso, con su autor- y no sólo
con uno u otro de sus actores o actrices.
La sistematización pedagógica, la distribución de los recursos técnicos y de los
fundamentos conceptuales en sus “correspondientes anaqueles espirituales”, en cambio,
convierte el instrumental de la actuación en una máquina anexa al gran dispositivo
espectacular, por más que el mismo Stanislavski haya insistido en las imágenes
biologicistas para hablar de su edificio pedagógico: “Sólo hay un sistema: la naturaleza
orgánica creadora”(12). De la mano del director-pedagogo –gran democratizador del arte

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teatral- el actor abandona las herramientas artesanales de su oficio para empezar a
comprender el funcionamiento de una máquina actoral al servicio de la “máquina
semiótica” o la “máquina cibernética” del espectáculo, como la llamaría Roland Barthes
muchas décadas más tarde. Estaban dadas así las condiciones para que la actuación fuese
objeto de una enseñanza institucional, para que empezaran a proliferar las escuelas de
actores y se otorgaran en ellas diplomas, como si de aprender ingeniería, medicina o
albañilería se tratara.
Si bien el apelativo “máquina de actuar” convendría más al “teatro de la convención
consciente” de Meyerhold, afirmado como estaba en la escenografía constructivista y en
la ejercitación biomecánica, la noción de máquina que acabo de introducir se inscribe en
al tradición marxista para la cual “la máquina es, sencillamente, un medio de producción
de plusvalía”. En otras palabras, esa máquina no tiene la misión de facilitar el esfuerzo de
los trabajadores, sino más bien la de optimizar su explotación. En el contexto teatral, la
máquina pedagógica es una construcción conceptual más o menos vasta, más o menos
sistemática e impersonal, cuyo propósito es optimizar los desempeños actorales en
beneficio de una meta suprema: la calidad del espectáculo. No olvidemos que el director
no sólo debe “armonizar” los muchos ingredientes de la puesta en escena y morigerar a
los divos, sino que debe atender –quizá fundamentalmente- a las irresistibles e inestables
demandas de un Público que quiere gozar y comprender lo que ve en escena. No
olvidemos tampoco que, en la misma línea de Antoine, para Stanislavski
no es nada fácil someter un grupo de actores, sobre todo en los minutos de su
tensión creadora. Nuestro ser [de actores] es caprichoso, tiene rarezas, y hay que
saber conducirlo si se pretende su obediencia. Se necesita, además, la autoridad
de director.(13)
El aparato pedagógico viene a aliviar, precisamente, ese problema de autoridad: no es
ya un líder autocrático el que reclama obediencia, sino que quien ordena ahora es un saber
fundamentado sobre “la naturaleza creadora”, un saber detentado por el Maestro, es decir,
por el director-pedagogo. La máquina pedagógica permite que el discurso del Amo (modo
vincular privilegiado por el director despótico) gire “un cuarto de vuelta”, por así decirlo,
y que el lugar del agente sea ocupado por el saber (S2) y no ya por el significante-amo
(S1). El saber del Maestro (S2) ha sepultado a la voz de mando del autócrata (S1) por
debajo de la barra, ocupando entonces la tiranía el lugar de la verdad en una estructura
que Lacan ha llamado “discurso de la Universidad”. Su forma es la siguiente:

S2 a
---- ----
S1 $

Vemos que el lugar del otro, a quien se dirige el agente del discurso, está ocupado ahora
por el “objeto a”, es decir, por un resto un tanto decepcionante que figura la ignorancia
del discípulo. Ese alumno puesto a prueba no habrá de responder ya a los designios –tal
vez arbitrarios- de un Amo, sino que deberá ajustar sus respuestas a algo seguramente
más inquietante, es decir, a un saber fundado y probado –respaldado, en última instancia,
por la Razón-, patrimonio inobjetable que él, precisamente, no posee. Lo que aquí resulta
-lo que el discurso de la Universidad produce- es entonces un “sujeto dividido” ($),
partido entre “lo apropiado” (lo que supuestamente el Maestro espera de él) y “lo
perverso” (la rebelión antiproductiva, el cuestionamiento inacallable a lo sancionado
como “bueno”).
De una manera un tanto paradójica, esa “histerización” que aleja al discípulo de la
obediencia ciega a los dictados del saber –o del poder que éste disfraza- es la puerta que

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podría conducirlo a ese anhelado estado de gracia que Stanislavski y otros pedagogos
buscaban incansablemente bajo el nombre de “inspiración”. De este modo, el discurso de
la Universidad –tal vez a pesar suyo- nos presenta un tipo de productividad de la que
carecía el discurso del Amo, sin que basten estas dos formas de vínculo intersubjetivo
para comprender a qué nos referimos cuando hablamos de “creación” actoral.
Vale la pena que me extienda, sin embargo, en lo que encierra la expresión “máquina”
que he introducido algunos párrafos más arriba para designar el gran cambio que el “teatro
de directores” –en la modalidad de los “directores-pedagogos”- ha ocasionado en el
aprendizaje y la práctica de la actuación.

En los Lineamientos fundamentales para la crítica de la economía política (1857-


1858), Marx explica que, con el desarrollo histórico del capitalismo, la máquina ha ido
incorporando crecientemente el saber y la destreza de los trabajadores y los científicos
como saber y destreza objetivados, oponiéndose, como poder dominante, a los
trabajadores dispersos. Trasladando términos, diríamos que la máquina stanislavskiana,
objetivando el saber-hacer de los viejos virtuosos de la escena, se opone en lo sucesivo a
la emergencia de nuevos divos.
El desarrollo de los medios de trabajo en el capitalismo avanzado, pareciera dotar a la
máquina de “órganos” mecánicos e intelectuales que la llevarían finalmente a
autorreproducirse. Dice Marx:
La ciencia, que obliga a los miembros de la máquina, por su construcción, a girar
con arreglo al fin que persigue [la producción de un espectáculo admirable, en
nuestro contexto teatral], no reside en la conciencia del trabajador, sino que por
medio de la máquina [esa ciencia] actúa sobre él como un poder extraño, como
el poder de la misma máquina.(14)
De este modo, el trabajo vivo del operario (o del actor) queda dominado por el trabajo
objetivado, invirtiéndose la relación artesanal entre hombre e instrumento. Esta máquina
alienante no es sólo un mecanismo técnico, sino, como indica Gerald Raunig, aparece
como “un ensamblaje mecánico-intelectual-social”:
La máquina no es solamente una concatenación de tecnología y saber, de órganos
mecánicos e intelectuales, sino también de órganos sociales, hasta el extremo que
coordina a los trabajadores aislados.(15)
Marx dirá que las máquinas “son órganos del cerebro humano creados por la mano del
hombre, la potencia objetivada del saber”. Los vínculos y las relaciones sociales llegan a
ser, así, componentes de las máquinas. Pero debemos notar entonces que la máquina, al
cobijar esas relaciones que exceden lo puramente mecánico, incorpora una bomba de
tiempo, hace lugar a aquello que podría subvertirla, destruirla o encaminarla hacia fines
muy diferentes de los de la producción programada.
Dicho de otra manera, una máquina (la “máquina de actuar”, por ejemplo) articula
componentes que refuerzan el control de los procesos, con factores que, al conectar los
sujetos entre sí y con la máquina misma, podrían corroer, agujerear o aun dinamitar esos
procesos productivos. Se insinúa así la idea de que una “máquina de actuar” combina
objetos, discursos y sujetos en encadenamientos “normalizadores”, funcionales al
propósito global de la producción espectacular, aunque permaneciendo siempre asediada
por eventos “desestabilizadores”, quizá antiproductivos, en los que el trabajo vivo del
actor puede llegar a desembarazarse de las sujeciones del trabajo objetivado que la

11
historia (de la actuación) ha ido sedimentando en la “máquina de actuar” que le ofrece la
pedagogía.
En cierto modo, la práctica actoral inaugurada por los directores-pedagogos –
incluyendo entre ellos a Stanislavski, sin duda- parece confirmar una intuición de Gilles
Deleuze y Félix Guattari desde una perspectiva que niega el concepto marxista de una
máquina como “instrumento de trabajo en el que el saber social queda absorbido y
clausurado”:
Ya no se trata de enfrentar al hombre y la máquina para evaluar sus
correspondencias y sus posibles o imposibles sustituciones, sino de hacerlos
comunicar a ambos para mostrar cómo el hombre forma una pieza con la
máquina, o forma pieza con cualquier otra cosa para construir una máquina.(16)
Dicho con otras palabras, si un Marx humanista ha podido valorar negativamente el
paso de la herramienta a la máquina, siendo esta última un factor de alienación del trabajo
vivo, es posible también, mirando las cosas desde la vereda opuesta, elogiar en al máquina
las (casi infinitas) posibilidades conectivas que la herramienta no poseía. Al fin y al cabo,
el divo tardorromántico no era “combinable” con ningún otro actor o actriz en escena: la
estrella incomparable debía brillar sola en su firmamento.
La máquina de actuar, si bien tiende, por una parte, a estandarizar los recursos del
oficio, por la otra deja abierta la posibilidad de una indefinida combinación de lo
programado y lo eventual en el desempeño escénico efectivo. No se trata ya de que la
máquina haya sustituido al sujeto de la actuación o de que éste deba reconquistar el
espacio perdido sustituyendo, a su vez, a la máquina de actuar inventada por los
directores-pedagogos; se trata más bien de los intercambios posibles entre los sujetos y
los dispositivos programables.
En definitiva, es la concepción del hombre –y del actor, claro está- como organismo
biológico sólo afín a otros organismos, lo que nos obliga a enfrentarlo irreductiblemente
a lo mecánico. Pensar los vínculos sociales como formas discursivas, como relaciones
que no pueden mantenerse sin el lenguaje, remite, por el contrario, a marcos formales que
trascienden a los enunciados efectivos y a los individuos que los profieren. Por ello
afirmaban Deleuze y Guattari que
la máquina debe ser pensada inmediatamente con respecto a un cuerpo social
(…) pues el hombre y la herramienta ya son piezas de máquina en el cuerpo lleno
de una sociedad dada, [lo cual es , ya] una instancia maquinizante. (17)
Así, en el campo teatral, la máquina de actuar que empieza a construirse en la segunda
mitad del siglo XIX viene “acoplada” a un Público de demandas inciertas, intratable ya
desde las fórmulas de la interpretación tardorromántica, un Público cargado de
pretensiones intelectuales que a su vez se acoplan a las efervescencias críticas -
conservadoras o revolucionarias- de un cuerpo social cuya complejidad y vastedad aun
hoy no deja de desconcertarnos. De este modo, sería vano e ingenuo el intento de soslayar
o de disolver el peso histórico de la máquina de actuar reivindicando, por ejemplo, la
libertad o la “creatividad” abstractas de ese actor individual que sería capaz de reinstalar
en al escena una esencia humana (preindustrial, premaquínica) que nunca debimos haber
perdido de vista en un mundo hipertecnologizado.
Ni la máquina, ni el Amo o la Universidad a que hacen referencia los “discursos”
lacanianos deben ser tomados aquí en un sentido condenatorio o demonizante; cada una
de esas entidades es por lo menos bifronte, ambivalente, lo cual nos obliga a multiplicar
astucias si queremos movernos productiva y gozosamente entre ellas. Para comprobarlo
concretamente, vale la pena que nos detengamos en las vicisitudes de un actor en vías de
ser sujetado por la máquina artístico-pedagógica stanislavskiana.

12
NOTAS

(1) Lacan, J.; Seminario XVII. El reverso del psicoanálisis. Buenos Aires, Paidós, 1999, pág.
11.
(2) Verhaeghe, P.; De la histeria de Freud a lo femenino en Lacan, Buenos Aires, Paidós,
1999, pág. 131.
(3) Op. cit. (1), pág. 34.
(4) Ibid., pág. 21.
(5) Ibid., pág. 21.
(6) Ibid., pág. 83.
(7) Ceballos, E.; Principios de dirección escénica, México, Grupo Gaceta, 1994, pág. 44.
(8) Ibid., pág. 44.
(9) Ibid., pág. 45.
(11) Stanislavski, K.; Mi vida en el arte, Buenos Aires, Siglo Veinte, 1976, pág. 217.
(12) Es ineludible recomendar aquí la lectura del brillante tratamiento que da Gustavo Geirola
a la relación entre las consideraciones marxistas en torno a la “máquina-herramienta” y
la concepción del trabajo actoral inaugurada por Stanislavski. Lo que sigue, en mi propia
exposición sobre el tema, puede considerarse como una nota al pie o como un diálogo
con el segundo capítulo del libro de Geirola Teatralidad y experiencia política en
América Latina (University of California, Irvine, 2000)
(13) Ibid., pág. 185.
(14) Marx, K.; Lineamientos fundamentales para la crítica de la economía política, México,
Fondo de Cultura Económica, 1985, pág. 107.
(15) Raunig, G.; “Algunos fragmentos sobre las máquinas”,
http://www.bibioweb.sindominio.net.
(16) Deleuze, G.; Guattari, F.; El Antiedipo, Barcelona, Barral, 1974, pág. 299.
(17) IBbd., pág. 209.

CAPITULO DOS

AHORA TE VOY A PONER A GOZAR

Donde los cuatro discursos lacanianos prestan asistencia a un parto feliz

13
Apenas comenzado el segundo año de lecciones con Tortsov-Stanislavski, los
estudiantes de la escuela de arte anexa al Teatro de Arte de Moscú recibieron de su
maestro la siguiente propuesta:
En nuestra próxima clase vamos a organizar una mascarada. Cada uno de los
alumnos preparará una caracterización externa y se disfrazará. (…) El vestuario
y el maquillaje del teatro estarán a su disposición. Vayan y elijan ropas, pelucas,
maquillaje.(1)
Si bien los discípulos ya habían sido iniciados en los elementos del Sistema, consigna
Kostia que “aquel anuncio causó primero consternación, luego discusiones y curiosidad
y, finalmente, un interés y una emoción general”.(2)
Quizá valga la pena retener esta secuencia de “estados” que atraviesa el grupo de
alumnos tras recibir la orden de ejecutar una tarea para la que parecieran no estar
preparados. El desafío lanzado por Tortsov los empuja sucesivamente a un desconcierto
paralizante, a una descarga que tiene algo de agresión y, por fin, a una euforia productiva
que debería volcarse en resultados escénicos. En esa tercera fase, “cada uno de nosotros
empezó a pensar en algo, a imaginar algo, a tomar notas, dibujos secretos, a preparar la
imagen, el vestuario y el maquillaje elegidos”.(3)
Esta trinidad, cuyos términos podríamos denominar provisoriamente
“DESCONCIERTO ANGUSTIANTE”, “DESCARGA AGRESIVA” Y “EUFORIA
CREATIVA” ya ha sido constatado en otro episodio pedagógico stanislavskiano, a saber,
el trance en que Kostia, recién ingresado a la Escuela, debe interpretar un fragmento de
Otelo ante unos compañeros igualmente principiantes.(4) Cabe sospechar, en esa trinidad,
una generalidad suficiente como para que volvamos a hallarla en otras situaciones de
“pruebas calificantes” del tipo que suele exigirse en las escuelas de actores. Más aún, este
ciclo trinitario puede ser visto retrospectivamente como un momento particular de una
trinidad mayor, isomorfa, como podrá advertirse si continuamos leyendo el segundo
capítulo de La construcción del personaje.
Lo que viene a continuación es una descripción de reacciones disímiles frente a la tarea
planteada:
En menos de quince minutos, Grisha había elegido [en la guardarropía del teatro]
lo que quería y se fue. Algunos otros tampoco necesitaron mucho tiempo. Sólo
quedamos Sonia y yo, incapaces de tomar una decisión concreta.
Como Sonia era joven y coqueta, los ojos se le iban a todas partes y su cabeza
daba vueltas a la vista de tantos vestidos atrayentes. En cuanto a mí, no sabía aún
qué es lo que quería representar y confiaba en una inspiración feliz.(5)
Véase cómo la orden proferida por el director-pedagogo, que en principio podríamos
considerar como el agente de un discurso del Amo, afecta de modos diferentes los
alumnos, hasta el punto de insinuarse aquí una tipología decisiva para conocer a los
actores “en el trabajo”, como quería Antoine. Grisha y algunos de sus compañeros
responden colocándose en el lugar del otro, en el lugar del destinatario, portando el
semblante de “los que saben perfectamente que se quiere de ellos”. Asumen entonces el
semblante del saber (S2) en un discurso del Amo que los interpela (un discurso en el que
el significante-amo, S1, podría escribirse: “vamos a organizar una mascarada”). Grisha y
sus amigos, supuestos portadores de un saber-hacer pertinente a la tarea encomendada,
sin más trámite desempeñan –animosos o con desgano- la función del laborioso esclavo.
Sonia, en cambio, aparece paralizada por la indecisión, al borde quizá de un ataque de
nervios. Su condición es la del sujeto dividido $, involuntario producto de un discurso
que ya no es el del Amo, sino el de la Universidad: no es tanto el poder lo que la acosa,
sino el saber: ¿qué se espera que haga?, ¿qué se quiere de mí?, ¿cuál es la respuesta más
elogiable, la que hará que mis compañeros –y Tortsov, en primer lugar- me amen más?...

14
(preguntas que, de agravarse, concluirían en la pregunta por su propia identidad).
Diríamos que Sonia no está –como Grisha y sus amigos- en el lugar del otro del discurso
del Amo, sino que se toma por destinataria de un discurso de la Universidad (es decir, de
una “mutación” del discurso del Amo en la que no intervino la voluntad de agente alguno,
pues basta, para que esa mutación tenga lugar, que Sonia “vea”, en el Amo, un Maestro).
Dicho de otro modo, el inicial discurso del Amo, virado en discurso de la Universidad,
ha producido –al menos transitoriamente- una histérica.
En cuanto a Kostia Nazvánov, los efectos de la orden recibida toman en él un aspecto
más interesante. Después de examinar atentamente todo lo que se le mostraba, nos dice
que
Atrajo mi atención una bata sencilla de andar por casa. Estaba hecha de un
curioso paño que nunca había visto antes, una especia de tejido de colores
mezclados de tierra, verdoso y grisáceo, de aspecto desteñido y cubierto de
manchas y polvo mezclado con cenizas. (…) Sentí dentro de mí una desazón casi
imperceptible y al mismo tiempo una sensación de fatalismo ligeramente
sobrecogedor al mirar aquella bata vieja.(6)
Hay aquí un objeto que los demás compañeros han desdeñado, un elemento residual
que parece sobrevivir sólo por descarte de todas las demás prendas que los empleados de
la guardarropía habían ofrecido a Kostia. Y, sin embargo, esa “bata sencilla” acoge una
carga inquietante, por el momento indecible y, en esa medida, angustiante. Pareciera
portar un mensaje de otro mundo: “Tenía la impresión de que un hombre con aquella bata
parecería un fantasma”, apunta el atribulado alumno.
Ese objeto perturbador, emisario de cierta intratable Cosa primordial (y contagiado,
por lo tanto, de algo de su horror), ese objeto previo a cualquier deseo, digo, es
precisamente lo que el psicoanálisis lacaniano ha llamado objeto a. Esa insignificancia,
en su perturbadora desnudez, parece pedir a gritos un significado que lo recubra. Por ello
dirá Kostia que
Si encontraba un sombrero, guantes y calzado polvoriento que hiciera juego con
ella y con un maquillaje y una peluca del mismo tono y color que la tela –grisáceo,
amarillento, verdoso, desteñido y ajado- lograría un efecto siniestro y, sin
embargo, familiar en cierto sentido. Pero exactamente qué significaba el efecto
era algo que no podía determinar todavía.(7)
Observemos de paso que Stanislavski roza aquí la definición freudiana de lo siniestro,
a saber, “lo familiar vuelto extraño”, para identificar un punto de llegada –al menos
provisorio- del esfuerzo compositivo del alumno. Cabe recordar que el tema de lo
siniestro y su causa, abordado por Freud en 1919 como un aspecto marginal, “como a
trasmano, descuidado por la literatura estética propiamente dicha”(8), se ha mostrado
luego en el centro de la reflexión y la práctica artísticas del siglo XX.
Volviendo al texto stanislavskiano, diríamos que Kostia es interpelado por un objeto a
(la bata raída), manteniéndose en su indecisión e ignorancia frente a las inquietantes
solicitaciones de ese residuo y a las premuras de una tarea escolar por cumplir a corto
plazo. Pese a las urgencias, el estudiante sostiene su perplejidad antiproductiva, su
condición de sujeto escindido, tal como había ocurrido con Sonia, aunque por causas
distintas.
Yo no estaba satisfecho y seguí la caza hasta el último segundo, hasta que por fin
la amable empleada de la guardarropía me dijo que tenía que prepararse para la
representación de la noche.
No me quedaba otra alternativa que marcharme sin haber tomado una decisión
definitiva, simplemente con la vieja bata de las manchas apartada para mí.

15
Excitado, desconcertado, salí de la guardarropía cargado con el acertijo: ¿qué
personalidad iba a adoptar cuando me pusiera la bata raída?(9)
Las reacciones y las actitudes de Kostia son exactamente las opuestas a las de Grisha.
Si el discurso del Amo ha girado un cuarto de vuelta (en el sentido contrario a las agujas
del reloj) para sujetar a Sonia en un discurso de la Universidad, diríamos que para Kostia
Nazvánov el discurso del Amo ha dado media vuelta, poniendo abajo lo que antes estaba
arriba. De esta manera, la inquietud del discípulo podría escribirse a ----$, donde el sujeto
dividido, “histerizado” ocupa el lugar del destinatario de una interpelación que tiene al
objeto a como agente. Como puede verse, tenemos los “numeradores” de una posible
fórmula de un discurso, estando todavía en suspenso su verdad y su producción. De
hecho, la matriz discursiva se completaría de este modo:

a $
---- ----
S2 S1

Lo cual ha sido designado por Lacan “discurso del Analista”, subrayando que se trata del
reverso del discurso del Amo, como puede comprobarse a simple vista.
Dicho brevemente, Kostia se sostiene como sujeto “histerizado” en un discurso cuyo
agente es el objeto a, también denominado “plus-de-gozar”. Y las penurias, ocasionadas
por una producción (la que se espera del discurso del Analista) que se resiste a ver la luz,
lo acompañarán un tiempo considerable:
Desde aquel instante y hasta la realización de la mascarada que sería tres días
más tarde, algo estuvo removiéndose en mi interior: yo no era yo, en el sentido
de mi conciencia habitual de mí mismo. O, para ser más exacto, no estaba solo,
sino acompañado de alguien a quien buscaba dentro de mí y no lograba
encontrar. (…) Algo alteraba mi existencia normal. Parecía partido en dos.(10)
Entre el magro hallazgo de la bata grisácea y el día en que los alumnos debían rendir
cuentas ante Tortsov, Kostia transita las vicisitudes de un estado propiamente designable
como goce, entendiendo que tal experiencia se sitúa “más allá del placer”. Para el
psicoanálisis, “el término ‘goce’ expresa la satisfacción paradójica que el sujeto obtiene
de su síntoma o, para decirlo con otras palabras, el sufrimiento que deriva de su propia
satisfacción”.(11) Pero en lugar de internarnos en complicaciones terminológicas,
leamos, al respecto, los nítidos párrafos stanislavskianos:
Tenía la impresión de que me era necesario llevar a cabo algo de enorme
importancia, pero inmediatamente mi conciencia parecía recubierta por una
nube. ¡Era un estado fatigoso e insoportable que nunca me abandonó durante los
tres días! (…) Al final me desperté una noche repentinamente y todo pareció
claro. Aquella segunda vida que parecía haberse estado desarrollando paralela
a la mía era una vida secreta, subconsciente. Dentro de ella se había estado
expandiendo la tarea de búsqueda de aquel hombre extraño cuyas ropas había
encontrado por casualidad. Sin embargo, aquella aclaración no duró mucho
tiempo. Volvió a desvanecerse, y empecé a dar vueltas en mi cama, insomne e
ideciso.(12)
Como podemos advertir, la demorada producción sumerge a Kostia en un goce que no
parece diferir demasiado del que experimentaría, mutatis mutandis, una parturienta. Y las
frases que siguen ilustran con mayor claridad que cualquier texto psicoanalítico, el
significado de la “paradójica satisfacción” freudiana:

16
Era como si me hubiera olvidado de algo, algo que no podía recordar ni localizar.
Era un estado doloroso y, sin embargo, si un mago me hubiera ofrecido librarme
de él, no es nada seguro que hubiese aceptado.(13)
He indicado más arriba que el trance del estudiante insatisfecho puede formularse
escribiendo “la parte de arriba” del discurso del Analista, es decir, a ----- $. A simple
vista, pareciera que sólo una imagen acabada y significativa de ese “doble” escurridizo
que lo asedia podría aliviar al alumno. Sin embargo, no es esa caracterización exhaustiva
del “otro yo” la meta anhelada, no es un saber (S2) lo que Kostia quisiera parir
directamente; no es el descanso derivado de por fin “comprender” un misterio lo que
busca el alumno, sino más bien exponerse a un trazo dotado de un poder de provocación
comparable al que el significante-amo (S1) sería capaz de dispensarle a su cuerpo. Lo que
busca Kostia es un rasgo que se escabulle a la experiencia sensible, antes que una imagen
completa de un supuesto personaje a encarnar. Una vez hallado ese S1 (lo que el discurso
del Analista debe producir), el “personaje” que lo sobrevuela decantará por sí solo y se
presentará como la verdad subyacente al objeto a, es decir: a / S2. La importancia del
pasaje stanislavskiano merece su transcripción en extenso:
Esta es otra cosa extraña que noté en mí mismo: parecía convencido de que no
iba a encontrar la imagen de la persona que buscaba. La búsqueda seguía, sin
embargo. Y no se debió a la casualidad el que durante aquellos días nunca pasara
ante el escaparate de un fotógrafo sin examinar los retratos de la vitrina y tratar
de comprender quiénes habían sido los modelos. Podría preguntarse: ¿y por qué
no entraba en la tienda para mirara los montones de fotos que tuvieran allí? (…)
¿Por qué no utilicé aquel material? ¿Por qué no agoté todas las posibilidades?
Pero me contenté con ojear sólo de pasada el paquete más pequeño, ignorando
el resto indolentemente por miedo a ensuciarme las manos.
¿Qué sucedía? ¿Cómo se puede explicar aquella inercia o aquel sentimiento de
una personalidad dividida? Creo que todo ello estaba causado por un
convencimiento inconsciente, pero firme en mi interior, de que aquel caballero
polvoriento de ropas raídas cobraría vida antes o después para rescatarme. “No
sirve de nada buscar, es mejor no encontrar a ese hombre descolorido”, era quizá
la sugerencia inconsciente de una voz interna.(14)
El relato de Kostia-Stanislavski insiste luego en la descripción de esos instantes en que
el “caballero polvoriento” está a punto de hacerse presente para perderse de inmediato,
dejando al alumno en un desconcierto aún mayor. Y así, en ese “estado de división
interna, incertidumbre y busca incesante de algo que no conseguía encontrar(15), llega el
día en que los resultados deben ser puestos a consideración de Tortsov. Estamos, pues,
próximos al desenlace de la larga agonía…, pero antes, creo necesario desarrollar un poco
más la mencionada contraposición entre buscar una imagen para ser encarnada por el
actor y asediar un significante decisivo sin buscarlo intencionalmente, sin pretender forzar
su definición, pues esto último sería tan insensato como pretender cosechar el fruto
cuando el árbol apenas ha florecido.

Para decirlo breve y contundentemente, si Kostia hubiera “utilizado todo el material”


fotográfico a su disposición, si hubiera “agotado todas las posibilidades (…) de pilas de
fotos viejas y descoloridas cubiertas por el polvo”, habría abandonado la escarpada senda
de la vivencia para seguir la vía menos áspera de la representación.

17
Debe recordarse que Konstantin Stanislavski publicitaba su enseñanza como una
iniciación en “el arte de la vivencia”, expresión que, como se sabe, ha hecho correr ríos
de tinta exegética. Franco Ruffini, por ejemplo, considera que “la tarea de la vivencia es
adiestrar la mente del actor para construir exigencias, es decir, estímulos a los cuales el
cuerpo no pueda dejar de reaccionar”(16). Y agrega que la “vivencia” se cumple cuando
el contexto de justificaciones racionales, volitivas y emotivas se vuelven una
verdadera y propia exigencia. En este punto, la reacción, aun sin desarrollar un
movimiento, es ya activa. La vivencia, para Stanislavski, es “impulso a la acción”
o, mejor dicho, “acciones en impulso”, más bien un acto. (…) Para funcionar
como una exigencia real, la vivencia debe ser compleja, interiormente
contrastada y dinámica. Debe conformarse a la situaciones que, en la vida
cotidiana, son situaciones excepcionales o, mejor, situaciones extremas.(17)
Hay, en esta cita, referencias a cierto fenómeno crucial que he señalado al comentar,
en el apartado precedente, el segundo capítulo de La construcción del personaje: lo más
parecido a la “construcción de una exigencia” que allí aparece, es esa sospecha de Kostia
según la cual el “caballero polvoriento” finalmente habrá de tomarlo por asalto (y podría
sospechar también que lo hará cuando menos lo espere). El problema está en el sentido
que deberíamos dar a la palabra “construcción”, puesto que nada indica, en todo el texto
stanislavskiano, que el discípulo haya procedido a una edificación consciente, voluntaria,
activa y técnica de un contexto (“racional, volitivo y emotivo”) capaz de exigirle
irresistiblemente el cumplimiento de un acto (o de una “acción en impulso”). Semejante
proeza estaría próxima a la del Barón de Münchausen logrando elevarse del suelo
mediante el procedimiento de tirar de su propia coleta. Lo que muestra los párrafos de
Stanislavski, por el contrario, es un Kostia “indolente”, hasta culposo por su inexcusable
inercia, éticamente empeñado en su pasividad. Una laboriosa “construcción de
exigencias”, en tanto esfuerzo consciente y voluntario, sería, si se lee con cuidado a
Stanislavski, lo contrario del asedio del significante-amo (S1), del rasgo que habría de
desencadenar –irrresistiblemente- la “personificación” del “caballero polvoriento”
esperado por el aspirante a actor.
Una vez más –como lo he señalado en otros escritos-, tropezamos aquí con la “barrera
epistemológica” erigida por los practicantes y los teóricos de la antropología teatral:
siendo el actor, para Eugenio Barba y sus colaboradores, una entidad esencialmente
biológica (todo lo “compleja” que se quiera, pero explicable desde los modelos provistos
por las “ciencias de la vida”), les resulta inevitable pasar por alto la abrumadora cantidad
de páginas en que Stanislavski otorga al sujeto del inconsciente –sin nombrarlo con esas
palabras, claro está- un lugar insoslayable en la producción de una actuación
conmovedora. Bástenos releer el pasaje en que Tortsov, luego de de elogiar el excelente
desempeño de Nazvánov y de Malolétkova en sus respectivos “bautismos de fuego”
escénicos, señala que “esos momentos felices pueden ser reconocidos como el arte de la
vivencia que se cultiva en nuestro teatro”. De inmediato, Kostia pregunta:
-¿Y cuál es ese arte?
- Usted mismo lo ha experimentado. Cuéntenos cuáles fueron sus sensaciones
durante esos momentos de auténtico estado creador.
-No lo sé ni lo recuerdo- dije, confundido por el elogio de Tortsov- Sólo sé que
fueron instantes inolvidables, que sólo así querría actuar (…)
-¿Significa que actuaba subconscientemente?
-Quizá, no losé. ¿Es eso bueno o malo?
-Muy bueno si el subconsciente lo lleva por el buen camino, muy malo si se
equivoca.(18)

18
El único problema es que esa “subconciencia” no sabe de reconvenciones en términos de
“bueno” o “malo”, por más que Stanislavski se haya ilusionado mucha veces con ponerle
unas buenas bridas o unas buenas anteojeras que le garanticen la elección inequívoca de
las buenas sendas. Si alguna estrategia permite sacar provecho de las inimaginables
potencias de ese “subconsciente”, no será, seguramente, el empleo de alguna “técnica”
positivamente entendida.
Sin duda útiles para comprender la estructura y el funcionamiento de la máquina
pedagógica, las lecturas de los textos stanislavskianos efectuadas con los anteojos de la
antropología teatral no alcanzan sin embargo para entender los acoples productivos (y
decisivos) que esa máquina admite al exceder su condición concreta y racional sin por
ello correr el peligro de evaporarse en alguna “sustancia espiritual”. Para esclarecer un
poco más la huidiza noción de “vivencia”, entonces, nada es más aconsejable que atenerse
a la letra del maestro ruso.
En el segundo capítulo de El trabajo del actor sobre sí mismo en el proceso creador
de las vivencias, Stanislavski advierte sobre una probable confusión entre el “arte de la
vivencia”, que él preconiza, y lo que llama “el arte de la representación”. A continuación
explica que, en este último,
el actor también vive su parte, una o varias veces, en casa o en los ensayos. El
hecho de que esté presente el proceso principal, la vivencia, permite calificar
también a esa segunda orientación como arte auténtico.(…) Pero se vive el papel
para observar la forma externa de la manifestación natural del sentimiento y,
después de haberla observado, se aprende a repetirla mecánicamente. Esto es la
representación del papel.(19)
Al ver en el escenario a un “actor de la representación”, apunta el maestro que se asombra
en algunos momentos por el cuidado y la precisión artística, pero… en su
actuación se percibe cierta frialdad que me obliga a sospechar que tiene una
forma de actuar permanente, fija.(20)
Diríamos, recuperando términos mencionados más arriba, que en el “arte de la
representación”, el trabajo vivo del actor es finalmente fagocitado por la “máquina de
actuar”, convirtiéndolo en trabajo objetivado, en esfuerzo “mecánico”.
La diferencia fundamental entre la representación y la vivencia tiene lugar cuando la
primera toma el atajo de la imagen para abreviar la agonía creadora, para cancelar ese
gozoso sufrimiento que le vimos atravesar a Kostia. Como explica el psicoanálisis, el
registro imaginario está siempre allí, a mano para suturar la división del sujeto y restituirle
–ilusoriamente- el control de sí. Veámoslo en los párrafos stanislavskianos.
Dirigiéndose a Shústov, otro alumno de la clase, el maestro interroga:
-Díganos cómo preparó el papel de Yago.
-Para estar seguro de que mis sentimientos se reflejaban externamente, utilicé un
espejo.
-Eso es peligroso, pero al mismo tiempo es típico del arte de la representación.
(…)
-No obstante, el espejo me ayudó a ver y comprender cómo mi exterior reflejaba
mis sensaciones- respondió Shústov.
-¿Sus propias sensaciones, o las preparadas para su papel? (…)
-Recuerdo que en algunos pasajes estaba satisfecho conmigo mismo, cuando veía
reflejarse correctamente lo que sentía- prosiguió, rememorando, Shústov.
-¿Quiere decir que fijó de una manera definitiva esos métodos de expresión de
los sentimientos?
-Se fijaron por sí mismos a través de las repeticiones.

19
-En fin de cuentas, usted elaboró una forma externa definida de interpretación
escénica para los momentos felices de la interpretación, y logró dominar la
técnica para expresarla.(21)
Es precisamente esta sospechosa paz de la imagen (siempre especular) la tentación que
Kostia ha evitado cuando rehusaba examinar todas las fotos del estudio en busca de su
“caballero polvoriento”. La solución imaginaria (la de Shústov) corresponde a lo que el
sentido común designa como “identificación”, operación que sostiene, en la “vida real”,
la tan meneada “identidad” del sujeto. Prosiguiendo sus confesiones, Shústov aclara que
-Otras partes del papel y la imagen misma de Yago no me dejaron conforme.
También me convencí de ello al recurrir al espejo. Busqué en mi memoria un
modelo apropiado y me acordé de alguien que no tenía relación alguna con mi
papel, pero que a mi parecer personificaba muy bien la astucia, la maldad y la
cobardía.
-¿Y empezó a observarlo, tratando de adquirir un aspecto similar? (…)
-A decir verdad, sólo copiaba las maneras externas de mi conocido- admitió
Shústov. –En mi imaginación lo veía junto a mí. Caminaba, se detenía, estaba
sentado, y yo lo miraba de reojo y repetía todo sus movimientos.
-Ese fue un gran error. En ese punto usted pasó a una simple parodia, una copia
que nada tiene que ver con la creación.(22)
El arte de la representación parece desembocar finalmente en la imagen reconocible,
avecinándose así a esa “actuación en general” que el maestro ruso detestaba, pues se
reduce a una mera ilustración de lo que el “sentido común” está en condiciones de captar
sin ningún esfuerzo. La representación, para Stanislavski, se inclina tarde o temprano
hacia el estereotipo.
Solamente la perfección en la ejecución mantiene al “actor representacional” en los
dominios del arte, y en su apoyo Tortsov cita a Coquelin, “una de las más insignes figuras
de la escuela de la representación”:
“El actor no vive; representa. Debe permanecer indiferente a objeto de su
actuación, pero su arte debe ser perfecto”. Y en verdad –agregó Tortsov-, el arte
de la representación debe ser perfecto si ha de ser arte.(23)
La imaginaria posesión de un saber (sobre su personaje) y de un concreto saber-hacer
(sobre cómo sostener ese personaje en el tiempo), ubican al “actor representacional” en
el lugar del destinatario de un discurso del Amo (cuyo agente es el significante proferido
por el Director), poniéndolo a trabajar con toda la eficiencia de la que es capaz. El “actor
de la representación” es, por lo tanto, una óptima pieza de la máquina de actuar. Podemos
incluso hablar, refiriéndonos a él, como de un actor al servicio de la representación,
tomando la palabra “representación” en el sentido de “espectáculo”. La actuación
representacional beneficia entonces al espectáculo en su totalidad, aunque para ello el
actor deba pagar el precio de esa frialdad interpretativa que Tortsov reprochaba a Shústov.
Hay entonces, para el actor representacional, una “pérdida de goce” que el discurso del
Amo prevé cuando coloca el objeto a en el lugar de la producción. Podríamos afirmar,
consecuentemente, que el “arte de la representación” es el reverso del “arte de la
vivencia”.
De esta manera, la renuncia de Kostia a las seducciones de la imagen, su renuencia
ante ese menor esfuerzo que le hubiesen deparado las fotografias del estudio, debe ser
entendida como una obstinación ética, resistente a los alivios que le proveería su simple
subordinación a la máquina de actuar.
Volvamos entonces al episodio de la bata raída para enterarnos de su resolución.

20
3

Llegado el día de la muestra, Kostia Nazvánov tiene suficientes motivos para cambiar
su angustioso desconcierto de tres días, por una más corta aunque creciente irritación.
Puesto que todos los estudiantes comparten un mismo camarín, la atmósfera reinante se
parecía más a la de una fiesta que a la de un examen.
Grisha, que estaba sentado a mi lado, ya se había maquillado de Mefistófeles. Se
había vestido con un magnífico traje negro español y causaba murmullos de
envidia en todos los que lo veían. Otros se revolcaban de risa al ver a Vania que,
para transformarse en un viejo, había recubierto su cara infantil con tal cantidad
de rayas y puntos que parecía un mapa. (…) Leo nos parecía divertido a todos en
su nuevo intento de transformarse en aristócrata. (…) En nuestro camarín
resonaban las exclamaciones, como si se hubiera tratado de una función normal
de aficionados.
“¡Nunca te hubiera reconocido!”, “¡No me digas que éste eres tú1”,
“¡Asombroso!”, “¡Bien hecho, no creía que fueses capaz de esto!”. Y así hasta
el infinito.
Aquellas exclamaciones me sacaban de quicio, y los comentarios, teñidos de
dudas y reservas, que me dirigían acabaron de desanimarme.(24)
Y el enojo de Nazvánov se entiende mejor si reparamos en una reflexión inmediatamente
previa a su entrada en el camarín colectivo:
Tenía la impresión de que el momento de mi primera investidura con aquella bata
raída, así como la colocación de la peluca gris amarillenta, la barba y el resto
eran de una enorme importancia para mí. Sólo aquellas cosas materiales podían
forzarme a encontrar lo que había estado buscando subconscientemente. En
aquel momento estaban prendidas mis últimas esperanzas.(25)
Mientras el jolgorio en torno estaba en su apogeo, Kostia había sido maquillado con
un afeite convencional, un “rubio pálido de teatro”, y el propio estudiante había añadido
una peluca, barba y bigote. Todo en vano, pues “los murmullos y el parloteo [le] impedían
concentrar[se] y [le] hacían imposible penetrar en aquella cosa impenetrable que se
desarrollaba en [su] interior”.(26)
No pudiendo descargar su enojo sobre sus compañeros, Nazvánov vuelca su cólera
sobre sí mismo, traducida en desánimo y derrota:
Finalmente salieron todos hacia el escenario de la escuela para que Tortsov les
inspeccionara.(…) Internamente estaba ya convencido de mi fracaso. Decidí no
presentarme al director, quitarme el disfraz, eliminar el maquillaje con una
crema verdosa de horrible aspecto que estaba ante mí.(…) Mi cara se puso
verdigrisamarillenta, como un complemento de la ropa que llevaba.(…) El pelo
parecía parcialmente apelmazado. Después, como poseído por una especie de
delirio, empecé a temblar, mi corazón daba saltos, me quité las cejas, me eché
polvo al azar, me unté las manos de un color verdoso y las palmas de un color
rosa claro. Me estiré el batón y me apreté el nudo de la corbata. Todo esto lo hice
con toques seguros y rápidos, porque ya sabía a quién representaba y qué clase
de persona era.(27)
Una vez que un nuevo semblante del objeto a, tan perentorio e inexcusable como un
significante-amo (su propia cara “verdigrisamarillenta”, donde era difícil distinguir dónde
estaban los ojos, la nariz o los labios) sorprendiera a Kostia con la guardia baja y abatido,
los significantes “complementarios” de aquella vieja bata acudieron en masa,
encadenándose para completar la caracterización del misterioso caballero polvoriento:

21
Con el sombrero de copa inclinado en un ángulo ligeramente achulado, me di
cuenta del estilo de mis pantalones, que en un tiempo habían sido elegantes.(…)
Hice que mis piernas se adaptaran a las rodilleras que habían llegado a adquirir,
doblando mucho los dedos de los pies hacia adentro.(…) Como resultado de
aquella extraña postura de mis piernas, parecía más bajo y mi forma de andar
había cambiado no poco. Por alguna razón, todo mi cuerpo estaba inclinado
hacia la derecha. Lo único que me faltaba era un bastón (…) y una pluma de oca
para ponérmela sobre la oreja o sujetarla entre los dientes.(…) Después de haber
recorrido dos o tres veces la habitación con un paso inseguro y desigual, me miré
al espejo y no me reconocí.(…) “¡Es él, es él!”, exclamé, incapaz de contener la
alegría que me sofocaba.(28)
Los párrafos subsiguientes nos muestran al ayudante de Tortsov, Rajmanov, pasmado
ante la transformación del estudiante, incómodo por no poder hallar las palabras ni la
actitud con las cuales interpelarlo y advertirle que el director lo estaba esperando en el
escenario. Kostia, transformado en un Crítico hasta el punto de asombrarse de su propio
tono de voz, de su mirada y de sus frases, dominaba por completo la situación. Rajmanov,
desconcertado, trataba de apurar el mal rato llevando a Kostia lo antes posible hacia el
lugar de la prueba.
Una vez que tiene a Tortsov enfrente, Nazvánov entabla con él un “duelo actoral” en
el que el discípulo, como un verdadero poseído, realiza los gestos y pronuncia las frases
exactamente necesarios para desequilibrar a su antagonista. En un auténtico estado de
“vivencia” en el que pierde sentido la oposición interno / externo, el Crítico-Kostia obliga
a Trotsov a asumir el personaje de Director con análoga difuminación de los límites entre
la persona y su máscara, por así decirlo. Al respecto, anota Kostia que “Torsov sabía
exactamente cuáles eran los pies que había que darme”, mientras los ataques de su crítico
parecían certeras estocadas en el director real:
-No entiende usted nada ni sabe cómo hacer nada- me provocaba Tortsov.
-Es precisamente quien no sabe nada el que se pone a enseñar-, respondí
sentándome con afectación sobre las tablas del escenario junto a las candilejas,
tras las cuales Tortsov estaba de pie.
-¡No es cierto que sea usted un crítico, sino simplemente alguien que busca faltas!
¡Un gusano, una sanguijuela! Su mordedura no es peligrosa, pero hace la vida
insoportable.
-Acabaré con usted…poco a poco…sin descanso.
-¡Gusano!-, explotó Trotsov realmente furioso.
-¡Vaya, vaya, qué forma de hablar!-, dije inclinándome sobre las candilejas para
mantener la atención de Torsov- ¡Qué falta de autocontrol!
-¡Gusano asqueroso!- Ahora Tortsov rugía casi.
-¡Bien, bien, muy bien!-, con una alegría sádica y sin descanso seguía yo con mis
insinuaciones.(29)
Se diría que el Amo originario está en aprietos, que ha sido puesto a trabajar cuando
menos lo esperaba, que se le exige ahora producir o desempolvar apresuradamente un
saber-hacer de actor que le permita estar a la altura del desafío. Alguien de quien se espera
la enunciación inobjetable del significante-amo desde el lugar del agente discursivo,
aparece de pronto en el lugar del destinatario en un discurso que bien podría sostener un
histérico en el punto más candente de una de sus características inquisiciones
desestabilizadoras. Como lo he indicado algunas páginas atrás, el amo no está interesado
en poseer ni en desarrollar un saber, salvo que una histérica se lo demande. Lacan lo dice
con estas palabras: “La histérica fabrica, como puede, un hombre, un hombre que está

22
animado por el deseo de saber”.(30) Digamos que esa histérica fabrica discursivamente
ese hombre, introduciendo así una cuarta matriz productiva, con la forma siguiente:

$ S1
----- -----
a S2

El sujeto dividido, ignorando la verdad de su deseo, conmina al Amo a producir un


saber (S2) que, no obstante, le resultará insatisfactorio al sujeto. Kostia es, propiamente,
ese sujeto dividido, como lo indican las últimas frases del capítulo stanislavskiano que
vengo comentando:
Me di cuenta del hecho de que mientras representaba al Crítico no había perdido
el sentido de ser sin embargo yo mismo.(…) En realidad, yo era mi propio
observador, mientras otra parte de mí se había transformado en una criatura
crítica en busca de los defectos del prójimo.(…) Era como si me hubiera dividido
en dos personalidades. Una que había funcionado como actor y la otra que había
permanecido como observador.(31)
“Vivir el papel”, buscar las alturas del “arte de la vivencia”, no equivale, por lo tanto,
a procurar una fusión plena de actor y personaje, pese a los muchos párrafos del maestro
ruso que parecieran afirmar precisamente esa exigencia o ese anhelo. Las frases que acabo
de transcribir, por el contrario, ponen el acento en una división nunca abolida entre Kostia
y su Crítico. Y ese clivaje, lejos de ser una falla, un defecto perjudicial para la “vivencia”,
es la condición misma de su eficacia escénica. El mismo Stanislavski, valiéndose de la
voz de su alumno ficticio, concluye el segundo capítulo de La construcción del personaje
reconociendo que
Por extraño que parezca, aquella dualidad no había impedido, sino fomentado,
mi labor creadora. Le había proporcionado empuje y energía.(32)
Si la descripción de la vivencia vacila entre la plena fusión y la división paradójica,
sembrando contradicciones y confusiones en la pedagogía stanislavskiana, ello se origina
en la persistencia de un dualismo de vieja estirpe, a saber, el que discrimina entre lo
interior y lo exterior del individuo humano. Se trata de la separación entre el “sentimiento
creador” (psicológico, espiritual) del actor y su esfera corporal, dualismo que no borraron
siquiera las tardías adhesiones de Stanislavski a “la concepción materialista del mundo y
a la doctrina de los fisiólogos soviéticos”, y que dan sustento a la división en dos partes
de su obra pedagógica fundamental. En efecto, El trabajo del actor sobre sí mismo se
distribuye en un primer volumen consagrado a “la creación de las vivencias” y en un
segundo libro dedicado al “proceso de la encarnación”. El principal esfuerzo teórico y
práctico del maestro se concentraba en demostrar el nexo y la mutua dependencia de
ambas esferas, admitiéndose finalmente un recorrido de doble vía: de la vivencia a la
manifestación física de la “vida del papel”, y de la encarnación (corporal) a la
reviviscencia de la “vida del espíritu”. Este último tránsito centrípeto, de lo exterior a lo
interior, habría alcanzado su máximo desarrollo y madurez en el “método de las acciones
físicas” que Stanislavski pusiera a punto poco antes de morir.
Lo que nos muestra el estudio detallado del ejercicio de la bata raída, en cambio, es
que la vivencia, ese chisporroteo fluido que acontece en la improvisación final de Kostia
frente a Tortsov, tiene lugar entre ambos contendientes y no en la “interioridad” de uno
u otro de ellos. Esa supuesta interioridad queda más bien olvidada en la agitación del
duelo, se hace inaudible en el fragor de la confrontación actoral, no es un suelo anímico
o psicológico firme desde donde se pudieran “proyectar” (centrífugamente) los gestos y
las palabras precisas para que la improvisación se desarrolle a la vez aceitada y

23
perturbadoramente. Si alguna experiencia subjetiva puede detectarse en esa “actuación
vivencial”, es la que induce la división aludida por Kostia, una “interioridad” partida en
dos a pesar del propio actor, un clivaje no buscado (ni conseguido) técnicamente, una
partición involuntaria que sin embargo le hace posible “vivir la vida de su papel sin darse
cuenta de lo que siente, sin pensar en lo que hace, transcurriendo todo por sí mismo, de
un modo intuitivo”.(33)
Lo esencial, lo que podría conmover a un ocasional observador, transcurre, como
acabo de afirmar, entre los improvisadores, y se muestra como un intenso intercambio de
impulsos que se encadenan como acciones y reacciones sucesivas y certeras. Esas
acciones y reacciones intercambiadas tienen, verdaderamente, el peso y el valor de actos,
de imprevistos mazazos con los que cada actor irrumpe en el campo del otro, obligándolo
a responder. Entre Kostia y Torsov van y vienen trazos temerarios, arriesgados y sin
embargo pertinentes (“Tortsov sabía exactamente cuáles eran los pies que había que
darme”), que van dibujando el admirable cuadro de una improvisación lograda.
Si el estudiante hubiese carecido de interlocutor, si su sparring-partner hubiese
permanecido mudo y pasivo, éste hubiese equivalido a un espectador promedio, que no
da réplicas y parece reducido a un mero receptor. Sin embargo, esa pasividad no debe
engañarnos: cuando el público está en presencia de una “actuación vivencial”, no puede
dejar de responder, al igual que Torsov, aunque el espectador no se mueva su butaca. En
realidad, el espectador expuesto a la “vivencia” de un actor, danza en su asiento, aun si
su vecino no lo percibe. Si supiera actuar, si poseyera el saber-hacer del actor, ese público
tal vez saltaría al escenario para entablar un duelo tan intenso como el que libraron el
estudiante y su maestro. De esta manera, Tortsov no es otra cosa que un espectador que
pasa al acto, que no reprime sus respuestas a las provocaciones de Kostia, pues su
competencia actoral lo autoriza a desplegar la contienda durante un tiempo suficiente
como para que ésta tome consistencia dramatúrgica, como para que los duelistas nos den
la impresión de estar ateniéndose a un texto previamente escrito. La actuación vivencial,
aun la de un actor que monologa, presupone un interlocutor que, si supiera actuar y le
estuviese permitido hacerlo, respondería al actor del mismo modo que Tortsov lo hizo
frente a Kostia. Y, en todos los casos, la vivencia sucede entre los contendientes.
Podría argumentarse que la “interioridad”, el “mundo anímico” del actor es el ámbito
donde la vivencia nace y se incuba hasta estar madura para su irrupción en el entre-dos
actoral. Sin embargo, si releemos la crónica de Kostia-Stanislavski acerca del ejercicio
de la bata raída, veremos que siempre se trata del actor y lo que le es absolutamente
extraño, externo, extranjero, inadmisible en la familiaridad de su yo. En primer lugar, la
extrañeza proviene de la consigna misma impartida por el director-maestro (“vamos a
organizar una mascarada”); prosigue en el enigma resistente del objeto con el que
supuestamente Kostia resolverá la tarea encomendada (la bata “verdigrisamarillenta”),
culmina más tarde en el ominoso acecho del “caballero polvoriento” que aparece y se
pierde caprichosamente, quitándole el sueño al estudiante y poniéndolo al borde de la
enajenación (“Una vez me sorprendí mí mismo marchando con un cierto paso sin ritmo,
totalmente ajeno a mí, y del cual no pude librarme con la rapidez que hubiera querido…”).
En suma, se trata siempre del actor y lo otro, o, incluso, del sujeto y su Otro,
concediéndole a esta alteridad irreductible una consistencia lingüística, aunque se
presente con las apariencias de la cosas del mundo. La psiquis actoral, la “interioridad”
del actor es, en todo caso, la caja de resonancia de un acontecer siempre exógeno. Esa
psiquis, ese mundo anímico no es entonces un receptáculo privado y fecundo donde el
“personaje” tomaría forma y sustancia antes de ser dado a luz; esa psiquis es siempre, en
todo caso, un entre-dos.

24
Es por eso que la teoría lacaniana de los cuatro discursos, al postular la naturaleza
trans-subjetiva de esas matrices formales que “determinan cualquier acto de habla
concreta”, me ha parecido la mejor forma de salir de la vieja aporía en torno a lo psíquico
y lo físico en el trabajo del actor.
He sugerido más arriba que la concepción stanislavskiana de la actuación es
difícilmente inteligible sin una teoría del sujeto del inconsciente. Debo aclarar que el
“subconsciente” tantas veces aludido por el maestro ruso, no es de ningún modo el
inconsciente freudiano, aunque Stanislavski haya dado cuenta sobradamente de los
efectos de este último en el campo teatral. Una equiparación terminológica apresurada
nos llevaría aquí a confusiones aun mayores que las que se intenta resolver. Es por eso,
seguramente, que muchos directores-pedagogos (como Eugenio Barba y sus seguidores,
por ejemplo), prefieren prescindir por completo del psicoanálisis en el momento de
fundamentar la práctica de la actuación. No obstante, las teorías freudianas y lacanianas
tienen mucho que aportar en este terreno, a condición de asumir la abrumadora
complejidad que las recorre.
La ya mencionada noción de “sujeto del inconsciente”, por ejemplo, nos permite
abordar la paradójica experiencia del “actor vivencial” y, sobre todo, admitir su
desconcertante fugacidad, pues el sujeto del psicoanálisis no equivale a la “persona”, ni
al “yo”, ni a ninguna otra entidad supuestamente sustancial donde el sujeto pudiera
afirmar su “identidad” y su permanencia a través de las circunstancias cambiantes.
La condición del actor vivencial (del actor en estado de vivencia) es tan efímera como
la de ese sujeto del inconsciente que destella entre la concretud de dos significantes como
una luz relampagueando entre dos vagones de un tren en movimiento. Es esa fugacidad
de la vivencia lo que obsesionaba a Stanislavski, atareándolo durante décadas en la
construcción de un edificio técnico siempre precario.
En el segundo capítulo de El trabajo del actor sobre sí mismo, Tortsov y sus alumnos
discuten sobre la volatilidad de la vivencia, presentada ese día bajo el apelativo de
“inspiración”:
-Resultaría entonces una situación sin salida: hay que crear con la inspiración,
que nosotros no controlamos. Díganos, por favor, ¿cuál es la solución?-
reflexionó Govorkov casi con ironía.
-Por suerte hay una solución- lo interrumpió Tortsov. –Esta consiste en una
influencia, no directa, sino indirecta, de la conciencia sobre el subconsciente.(…)
Existen procedimientos especiales de psicotécnica que estudiaremos más
adelante, cuyo propósito es despertar y atraer hacia la creación el subconsciente
por medios conscientes, indirectos.(34)
Según la mayoría de los comentaristas, esa “psicotécnica” hallaría su superación (en
el sentido hegeliano del término) en el método de las acciones físicas. Lo decisivo es que,
bajo uno u otro nombre, la máquina de actuar stanislavskiana se construye
minuciosamente, durante toda la vida profesional del maestro, según el lema “la creación
consciente de la naturaleza a través de la psicotécnica consciente del artista”. Y la piedra
angular de ese edificio (o máquina) artístico-pedagógico es el concepto de acción, tema
al que dedicaré el siguiente capítulo. Déjenme anticiparles una constatación fundamental:
el acto que, como vimos, viene propiciado en Stanislavski por la “actuación vivencial”,
incide transversalmente sobre esa acción que pone en marcha la máquina de actuar.

NOTAS

(1) Stanislavski, K.; La construcción del personaje, Madrid, Alianza, 1978, pág. 30.

25
(2) Ibid., pág. 30.
(3) Ibid., pág. 30.
(4) Véase el capítulo segundo de La risa de las piedras, Buenos Aires, INTeatro, 2009.
(5) Op. cit. (1), pág. 31.
(6) Ibid., págs. 31-32.
(7) Ibid., pág. 32.
(8) Freud, S.; Lo siniestro, Buenos Aires, Edics. Noé, 1973, pág. 7.
(9) Op.cit. (1), pág. 32.
(10) Ibid., pág. 10.
(11) Evans, D.; Diccionario introductorio de psicoanálisis lacaniano, Buenos Aires, Paidós,
1997, pág. 103.
(12) Op. cit. (1), pág. 33.
(13) Ibid., pág. 33.
(14) Ibid., pág. 34.
(15) Ibid., pág. 34.
(16) Barba, E., Savarese, N.; El arte secreto del actor, México, Grupo Gaceta, 1991, pág.
158.
(17) Ibid., pág. 159.
(18) Stanislavski, K.; El trabajo del actor sobre sí mismo en el proceso creador de las
vivencias, Buenos Aires, Quetzal, 1978, págs. 59-60.
(19) Ibid., pág. 65.
(20) Ibid., pág. 67.
(21) Ibid., pág. 66.
(22) Ibid., pág. 67.
(23) Ibid., pág. 68.
(24) Op. cit. (1), pág. 35.
(25) Ibid., págs. 34-35.
(26) Ibid., pág. 36.
(27) Ibid., págs. 36-37.
(28) Ibid., pág. 37.
(29) Ibid., pág. 40.
(30) Lacan, J.; Seminario XVII. El reverso del psicoanálisis, Buenos Aires, Paidós, 1999,
pa´g. 34.
(31) Op. cit. (1), págs. 41-42.
(32) Ibid., pág. 42.
(33) Op. cit. (18), pág. 60.
(34) Ibid., pág. 60.

CAPÍTULO TRES

UNA MENTE CON (AL MENOS) DOS CEREBROS

Donde se insiste en las ventajas de pensar en contrapunto, como simulando


esquizofrenia

26
En principio, podríamos aceptar una definición rápida de la acción stanislavskiana
como una “suma de varios gestos aplicados a un propósito concreto”. Pero ese
comportamiento escénico tiene, sobre todo, una función protectora con la que el actor se
familiariza ya en los primeros días de su aprendizaje: “a fin de olvidarse de la platea, hay
que interesarse por lo que hay en escena”, recomienda Tortsov en el capítulo de El trabajo
del actor sobre sí mismo dedicado a “La atención”.
En los primeros años de la década de 1930, convencidota de los beneficios de proceder
“de lo externo a lo interno” en la actuación, así aconsejaba el director a sus dirigidos:
Al salir al escenario, el actor debe pensar en la próxima acción o en las acciones
físicas próximas que cumplen un objetivo o en todo un trozo. Lo demás vendrá
por sí mismo, en forma lógica y consecuente.(1)
Desde sus primeras lecciones, Tortsov no ha dejado de insistir en lo decisivo que
resulta, para el actor, tener un foco de atención dentro de la escena, de manera de evitar
la paralizante succión del “hueco del proscenio”.
El artista necesita un objeto de atención, y éste no debe estar en la sala, sino en
el escenario.(…) Es preciso desarrollar una técnica especial que ayude a
aferrarse al objeto, de modo tal que el objeto mismo, que se encuentra en la
escena, nos haga olvidar todo lo que está fuera de ella.(2)
La precaución no es excesiva puesto que, fuera de la escena, es el proteico Amo y su
significante irresistible (S1) quienes acechan al desprotegido actor. Y es justamente su
condición impersonal (o, quizá mejor dicho, transpersonal), apenas designable con un
puro y simple significante, lo que reviste a ese Amo de una “energía” bivalente: cuando
está allí, oscuramente presentido, puede excitar al actor, ponerlo en marcha, suscitar su
incontenible actividad, inducirle asombrosas intensidades escénicas o bien, por el
contrario, puede hundirlo en una mortífera inacción. Sin ese Amo, por otra parte,
sencillamente no habría actuación. Dice Stanislavski, valiéndose de la voz de Kostia:
Con el telón levantado, nos molesta el espectador que está sentado ahí, a oscuras,
detrás de las candilejas, y con el telón corrido [oficiando de “cuarta pared”] nos
molesta el director, sentado en la habitación; cuando estamos solos, es el
compañero quien se transforma para nosotros en una espectador; y al actuar solo
ante mí mismo, soy yo, mi propio espectador, el que me fastidio a mí mismo como
actor. De manera, pues, que en cualquier caso el estorbo es siempre el
espectador. Pero al mismo tiempo, actuar sin su presencia es aburrido.(3)
Sin ese espectador (que convendría escribir con E mayúscula para hacer justicia a su
“impersonalidad” y a su señorío), sin ese Amo rondando, no habrá trabajo vivo del actor,
no habrá “actuación vivencial” alguna; subsistirá, en todo caso, el trabajo objetivado en
una máquina de actuar que seguirá funcionando por sí misma sin convencer demasiado a
nadie.
El episodio de la bata raída en que me ha detenido en al capítulo precedente, tiene un
epílogo que vale la pena consignar. Tras el duelo actoral que había cortado el aliento a
los compañeros de Kostia, éste nos cuenta que
Tortsov atravesó de repente las candilejas y me dio un apretón afectuoso.
-¡Buen trabajo, muchacho! (…)
Yo estaba en un estado tal de éxtasis por haber recibido la aprobación del
director, expresada a su manera, que empecé a dar saltos y cabriolas, y luego,
entre un clamor general de aprobación, salí de escena con mi paso normal.(4)
En otras palabras, Kostia ha vuelto al Teatro. Es decir, ha vuelto a poner a su director
y maestro en el lugar del Amo cuando, minutos antes, lo había destronado sin
contemplaciones escudándose en su papel de Crítico y sin saber muy bien dónde
terminaba él y dónde comenzaba su personaje, por así decirlo. De esta manera se cierra

27
el ciclo iniciado cuando Tortsov profiriera su desconcertante consigna: “vamos a
organizar una mascarada”. El significante-amo ha vuelto por sus fueros y la carrera de
Kostia habrá de continuar en incansable persecución de ese resto, de ese goce perdido que
el Amo no deja de producir en su discurso. Tal será su deseo de actor, un deseo que tal
vez sujete a Kostia hasta la hora de su muerte. Podrá cambiar de director o de maestro,
pero el Amo seguirá provocándolo, pues su verdadero rostro es el del Espectador, ese otro
Histérico supremo al que le cuesta dar la cara.
Ahora bien, para sostenerse en ese eterno vínculo de amor-odio, se ha construido la
máquina de actuar, ese dispositivo artístico-pedagógico que en el Sistema stanislavskiano
tiene a la acción como su pieza maestra.
Hacia 1933, el maestro ruso trabajaba sobre la puesta en escena de Otelo y, en su “Plan
de dirección”, anotaba lo siguiente:
Cuando se interpreta un papel y sobre todo un papel trágico, en lo menos que se
debe pensar es en el elemento de la tragedia. Lo principal es el simple objetivo
físico.(…) El actor debe recordar que, pensando en las acciones físicas, él, al
margen de su voluntad, recordará los mágicos “si” y las circunstancias dadas
que se van creando en el largo proceso de trabajo.(…) Por eso, siguiendo las
acciones físicas, el actor sigue sin querer la línea de las circunstancias dadas.(…)
La línea de las acciones físicas es la de los objetivos físicos. (5)
Tenemos aquí, en principio, un esquema ternario: un comportamiento escénico
presente, tensado hacia un objetivo por conseguir, por una parte, y justificado por
circunstancias dadas que anteceden al comportamiento presente, por la otra. El esquema
es de rancia ascendencia aristotélica, pues en la Poética leemos que
Es entero lo que tiene principio, medio y fin. Principio es lo que, de por sí, no se
da por necesidad después de otra cosa, aunque después de ello se da naturalmente
o se produce otra cosa; fin, por el contrario, es lo que, de por sí, se da
naturalmente después de otra cosa –o por necesidad, o como ocurre en la mayoría
de los casos-, en tanto que después de ello no se produce ninguna otra cosa.
Medio es lo que, de por sí, se da después de una cosa, y después de lo cual se da
otra cosa.(6)
Lo que a un lector apresurado podría parecerle un galimatías, encierra una
deslumbrante precisión. En el contexto stanislavskiano, el “fin” es el objetivo, después
del cual “no se produce ninguna otra cosa”, salvo, claro está, que comience una nueva
acción física. Lo dice el maestro ruso:
El actor debe salir a escena con objetivos definidos y realizarlos con veracidad y
honestidad, y nada más. Realizó una acción, halló en ella la verdad, creyó en ella:
pues, que cumpla entonces la siguiente, etcétera.(7)
Se advierte entonces que la trama general de la obra (o la línea general de acción del
papel) es segmentable en acciones físicas elementales, cada una de las cuales es algo
“entero”, para usar la palabra de Aristóteles. Los comentaristas del filósofo indican que
el término griego empleado es teleía, es decir, algo que es “entero” o “completo” por el
hecho de extenderse hasta el final (télos). La acción tiende a completarse si apunta hacia
su télos, es decir, hacia su objetivo.
Por otra parte, el “principio” de la acción “no se da por necesidad después de otra
cosa”, lo cual marca un límite para la regresión que puede pretenderse de aquello que
justifica un comportamiento presente. Ese soporte justificativo, ese “principio” de la
acción física elemental está constituido, para Stanislavski, por las “circunstancias dadas”
y los “mágicos si” que sobre ellas se aplican.

28
Cuando un avión busca ascender, se desliza un rato sobre la tierra para tomar
velocidad, formándose así un movimiento del aire que atrae a sus alas, y envía a
la máquina hacia arriba.
El actor se desliza del mismo modo sobre las acciones físicas, para tomar
impulso. Durante este proceso, con la ayuda de las “circunstancias dadas” y de
los mágicos “si”, el actor tiende las alas invisibles de la fe, que lo eleva hacia la
esfera de la imaginación.
Pero si falta el terreno firme y bien aceitado para que se deslice el avión, ¿acaso
podrá éste elevarse? Por supuesto que no.(8)
Finalmente, el fragmento aristotélico nos indica de qué manera se encadenan, en una
acción escénica, principio, medio y fin. Cundo allí se menciona la relación de
“necesidad”, se alude a “la regularidad absoluta (sin excepciones: si se da a,
necesariamente ha de darse b)” (9), y, cuando se habla de “como ocurre en al mayoría de
los casos”, se hace referencia a la probabilidad, es decir, a “la regularidad relativa (lo
más frecuente: si se da a, probablemente ha de darse b)” (10). El comentarista y traductor
del ejemplar de la Poética que tengo ante mis ojos agrega lo siguiente:
Lo necesario es lo que ocurre siempre del mismo modo, en tanto que lo probable
es, como se indica en el texto, lo que “ocurre en la mayoría de los casos”. Lo
probable se equipara con lo verosímil (tò eikós, concepto central en la retórica)
y con lo que comúnmente se acepta o se cree (lo éndoxon).(11)
Volviendo a nuestro tema, las circunstancias dadas (constitutivas del “principio” de la
acción física elemental) se articularían con el comportamiento escénico presente
(“medio”) y con el objetivo (“fin”) según los modos de la necesidad o de la probabilidad.
La regularidad absoluta de lo necesario conspiraría contra el interés de la obra dramática
o de la acción en curso: si a A siempre le sigue B, ¿qué novedad puede depararnos el
correr de la trama? La regularidad relativa, lo verosímil, lo comúnmente creído, en
cambio, nos expone a todas las astucias de la literatura, a sus juegos engañosos y a sus
revelaciones inesperadas. La relación entre las partes de la acción física elemental, así
como el nexo entre los segmentos de la obra completa, es de tipo narrativo, autorizad por
el encadenamiento verosímil de los sucesos. En el plano psicológico, el hecho de que la
verosimilitud haya desplazado a la necesidad, demanda del actor stanislavskiano que su
realidad tangible sea trastocada por un mágico “si…”. La probabilidad como principio
conectivo es aplicable aun en el nivel de las microacciones, aun en esa instancia en que
el actor reacciona a un estímulo puntual e inmediato.
El actor nunca estará obligado a responder de manera necesaria a aquello que lo
provoaca; lo hará, por el contrario, de manera verosímil, según una “regularidad relativa”
en la que podrían filtrarse los exabruptos, las derivas insólitas o los ademanes insensatos.
Es por eso que, a pesar de ser el “fin” de la acción, su objetivo, el supremo dinamizador
tras el cual “todo lo demás viene por sí mismo, en forma lógica y consecuente”,
Stanislavski dedicaba largas y extenuantes jornadas de ensayos a la construcción de las
circunstancias dadas, pues es en éstas donde el comportamiento escénico hundirá sus
raíces ficcionales, donde el actor encontrará apoyo para sus “si mágicos” y la pista de
carreteo para sus vuelos. La elaboración de la acción física stanislavskiana y la máquina
de actuar que de ella resulta vienen a ser, por lo tanto, una construcción literaria: el
maestro escribía textos narrativos con los cuerpos, los espacios, los movimientos y las
palabras. Veámoslo en un ejemplo tomado de la crónica publicada por V. O. Toporkov
en que se registraban los ensayos de Tartufo conducidos por Stanislavski en los últimos
meses de su vida.
Un grupo de actores había preparado, para una muestra interna, la escena en que

29
Los perturbados parientes, protegiendo a Mariana, deliberan entre ellos cómo
impedir la intención de Orgón de unir a su hija en matrimonio con Tartufo.
Durante esta agitada consulta, Orgón irrumpe en la habitación con el contrato
matrimonial en la mano.(12)
Días antes, el intento de escenificar otro episodio de Tartufo había merecido, de parte
del director, una reprimenda sin retaceos:
No están actuando; están diciendo palabras.(…) ¿Qué sucede aquí en la línea de
la acción física? Escúchenme con atención. La situación de la familia de Orgón
es extremadamente tensa. El jefe de la familia se ha ido de viaje dejando a Tartufo
al cuidado de su madre. La madre de Orgón adora a este santo varón, y si ella
decide hacer abandono de su casa natal, dejando a Tartufo solo, ¿qué pensará
Orgón a su vuelta, qué escándalo habrá, qué ganará Tartufo con esto y de qué
modo se complicará la ulterior lucha con él?(13)
Como puede advertirse, se están repasando las circunstancias dadas que preceden
inmediatamente a la primera escena escrita por Molière, la escena que marca el comienzo
de Tartufo. Hasta el momento, se trata de la reconstrucción de un pasado cercano y de la
anticipación de un futuro inminente, presupuestos ambos en el texto efectivamente
legible. Las siguientes frases de Stanislavski se refieren al comportamiento presente que
cabe esperar de los actores:
Ustedes deben hacer lo imposible para retener y ablandar a la encolerizada
anciana, y ella no sólo no escucha sus argumentos, sino que ni siquiera les
permite abrir la boca.(14)
La estricta “fisicalidad” de esta reconvención y el enunciado imperativo con que
concluye, nos permiten comprender que teóricos como Franco Ruffini hayan podido ver
en Stanislavski un practicante avant-la-lettre de la antropología teatral: “Definan su
conducta. ¿Qué cosa puede arrastrarlos, entusiasmarlos?”. Es decir, qué cosa puede
verdaderamente exigirles responder? Y el maestro ruso prosigue con lo que podría
considerarse una definición implícita de ese “sats” tan caro a Eugenio Barba:
Imagínense una jaula con tigres enfurecidos, listos para despedazar en cualquier
momento al domador si éste no los ataja con su mirada. El domador lee la
intención de cada uno de los tigres en sus ojos, y la reprime en su raíz antes de
que se conviertan en acción. Si alguno de los tigres hiciera la tentativa de
atacarlo, el domador tendría que contraatacarlo a latigazos, hasta que la fiera se
escapara con el rabo entre las patas. Tengan en cuenta que en la jaula hay cinco
o seis tigres y no uno solo, y cada uno de ellos espera la mínima distracción del
domador para hacer el salto fatal. Bueno, a ver, ¿cómo actuarían ustedes estas
circunstancias?.(15)
Lo que acabo de transcribir podría llamarse, desde la perspectiva de Ruffini o de
Barba, un trabajo de construcción de las exigencias. Dice el teórico italiano:
La mente del actor no debe limitarse a crear un “contexto” lógico, motivador y
emocionante para sus reacciones. Necesita que ese contexto funcione como si
fuese una exigencia real.(…) La vivencia se cumple sólo en este punto, cuando el
contexto de justificaciones racionales, volitivas y emotivas [es decir, las
“circunstancias dadas”] se vuelven una verdadera y propia exigencia. En este
punto, la reacción, aun sin desarrollar un movimiento, es ya activa.(16)
Pero hay un detalle en el que debemos reparar: lo que Stanislavski reclama son
reacciones –a las exigencias construidas- que deben ajustarse al texto de Molière. Más
aún, deben ajustarse a lo que está escrito en Tartufo y a la lectura que el director hace de
esa letra. ¿Quién exige al actor, entonces? ¿Una realidad tangible que debe recortarse y
manipularse hasta que emerja de ella una provocación irresistible, o es más bien el texto

30
escrito la fuente de la “verdadera y propia exigencia”? Para los actores, las exigencias de
Tartufo llegan filtradas por la exégesis stanislavskiana y condensadas en un imperativo:
“Definan su conducta”. Los dichos del director, sus señalamientos sobre las
circunstancias en casa de Orgón, su modo de plantear el “contexto” del matrimonio
compulsivo de Mariana, sólo cobrarán fuerza provocativa si están revestidos de autoridad
(una autoridad que es del mismo orden que aquella otra que decía: “vamos a organizar
una mascarada”), y la potencia del enunciado imperativo se beneficiará de ese semi-
eclipse del Amo deja escuchar sobre todo su voz, lo más desencarnada posible. El director
pone en la escena su voz y no su cuerpo (salvo en los casos excepcionales en que salta al
escenario para “marcar” impúdicamente a un actor). Se trata, en todos los casos, de ese
“¡animémonos y vayan!” con que el Amo o el Maestro desafían a unos actores que
ignoran cuál es exactamente la respuesta que se espera de ellos. Tal es la auténtica
exigencia irresistible y, como se ve, sólo surge de una construcción técnica de los actores
si éstos trabajan bajo el imperativo de un significante-amo. Sin ese significante
conminatorio, todo el “contexto” construido estará teatralmente muerto, por más tangible
y definida que sea su materia.
Veamos, en el siguiente párrafo, hasta qué punto la construcción de exigencias está
provocada, encauzada y regulada por la voz del Amo. Luego de un primer fracaso en el
intento de interpretar la escena del contrato matrimonial, Stanislavski vuelve a regañar a
su troupe:
¿Qué es lo que están representando? ¿Una agitada consulta? Un loco furioso,
armado con un cuchillo, recorre la casa buscando a la hija para degollarla y
ustedes “se consultan agitadamente”. Hay que salvar a una persona y no hacer
consultas. ¿Qué hay aquí en la línea de la acción física? ¿De dónde puede
irrumpir el loco? Toda la atención de ustedes para esta puerta, y ni siquiera para
la puerta, sino para el picaporte. Al mismo tiempo, devánense los sesos, buscando
dónde esconder a Mariana.(17)
El objetivo “esconder a Mariana” aparece aquí intensamente empujado por unas
circunstancias que ya no son las concebidas por Molière sino las que Stanislavski
manipula para que nadie pueda permanecer pasivo en casa de Orgón: el padre es un loco
furioso y tiene en sus manos un cuchillo en vez de un contrato matrimonial. Y la exigencia
principal fundante es la del director, que quiere ver en escena una lucha a muerte en vez
de una partida de ajedrez. No obstante, los actores vuelven a fracasar:
No bien poníamos manos a la obra, inmediatamente sentíamos cuán lejos
estábamos de la perfección, aun en las mejores variantes. Todo se reducía a una
repetición de procedimientos, más o menos hábiles, pero de neto corte teatral.(18)
Es decir, la máquina de actuar está funcionando en la modalidad representacional –
que es su modo natural de estar en marcha- y, aunque los actores se autorreprochen una
excesiva “teatralidad”, un ocasional espectador bien podría disfrutar ese funcionamiento
maquínico. Pero el Amo no podía dejar de tronar, porque la máquina todavía puede dar
mucho más, incluso forzar alguna que otra “vivencia”.
Está bien, olvídense de la obra…aquí no hay nadie…No están ni Orgón, ni
Mariana, no hay nadie. Sólo están ustedes. Toporkov sale al pasillo y se pone a
cierta distancia de la puerta. Todos los que quedan en esta habitación tratan de
adivinar dónde está Toporkov. Nadie de los presentes puede cambiar de lugar
hasta que no empiece a moverse el picaporte, pero no bien éste se ponga en
movimiento hay que esconder a Mariana, sea donde sea.(…) A su vez Toporkov,
al entrar, debe decir sin titubear dónde está ella escondida. Si no lo puede decir,
pierde; si lo dice, perdieron ustedes. Bueno, empiecen ya el juego.(19)

31
Tienen razón Ricardo Bartís y Gustavo Vallejos cuando dicen que el teatro tiene
mucho que aprender del fútbol, pero… Se diría que Stanislavski ha despojado aquí a la
escena de cualquier ficción remanente: “olvídense de la obra”, tú ya no eres Orgón sino
Toporkov, en primera persona y “sin disfraces”. Pero nos engañaríamos si pensáramos
que ha quedado sólo la situación real, desnuda, ante la cual los actores sólo podrían tener
reacciones verdaderas, incluso necesarias. Lo que ha ocurrido es que el astuto maestro ha
sustituido un “como si” a su juicio débil escasamente provocativo, derivado de una lectura
servil y liviana de Molière, por un “como si” fuerte y perentorio, mucho más afín a lo que
el maestro espera de la escena. La dramaturgia de autor ha sido reemplazada por una
dramaturgia de director, con sensible ganancia para las acciones físicas.
Los siguientes intentos de los actores conquistan finalmente la aprobación e incluso
los elogios de Stanislavski, pero ello no le impide seguir pintándoles aún más arriba la
línea de flotación: “Todavía falta mucho para que se pueda considerar la escena
interpretada, pero después de la experiencia de hoy, ya pueden comprender cuál es la base
de la conducta física de esta gente”.(20)
¿Alguien puede decir si es ésa verdaderamente “la base de la conducta física” de los
personajes concebidos por Molière? La pregunta carece de respuesta o bien nos empujaría
a discusiones interminables. Todo lo que podemos conjeturar es si funciona o no como
estímulo para los actores o para el eventual público que presencie el espectáculo una vez
estrenado. Pero a la vez se advierte aquí una dialéctica entre el funcionamiento
provisoriamente reconfortante de la máquina de actuar (“el juego nos absorbió hasta tal
punto que nos olvidamos del mismo Stanislavski”) y las irrupciones perturbadoras e
incordiantes de un significante-amo que distribuye reconvenciones, elogios, rechazos,
excomuniones y lisonjas según una ley que nadie alcanza a descifrar del todo. Y es en esa
dialéctica donde se sostiene la “actuación vivencial” stanislavskiana; de esa tensión
depende la fertilidad de la máquina, sus posibilidades conectivas infinitas.
Todo sucede como si la indisoluble unidad productiva conformada por el actor y el
director se desplegara en una doble gramática o en un doble pensamiento: por una parte,
la sintaxis ternaria de la acción (calcada del molde aristotélico) que da sustento y
consistencia a la máquina de actuar stanislavskiana y, por otra parte, el recorrido –también
ternario- por unos “estados” que el discurso del Amo o el discurso de la Universidad
inducen en el actor. Esta última “terna de estados”, según lo sugieren los ejemplos
estudiados, nos presentaría unos términos que provisoriamente podemos designar con los
nombres de angustia, cólera y euforia. El primer término de esta terna se presenta como
un momento de detención de la máquina, como un tiempo muerto que luego se revelará
como antecedente del segundo estado, la cólera propiciatoria de un acto que, a su vez,
desencadena una euforia artística en que la máquina parece funcionar
maravillosamente… hasta que el agotamiento o la reaparición de un imperativo
inexcusable dé comienzo a un nuevo ciclo ternario.
Puede verse, además, que los sucesivos embates del significante-amo y del saber
(supuesto en el Maestro) sobre la máquina de actuar stanislavskiana, pueden ir haciendo
de esta última un dispositivo cada vez más paranoico, más exhaustivo en la estrecha
soldadura de sus piezas; más ajustado en el contacto entre sus microsegmentos sucesivos.
En uno de los Apéndices de El trabajo del actor sobre sí mismo en el proceso creador
de las vivencias, bajo el título “Para el capítulo sobre la acción”, se encuentra la
descripción de una de las prácticas favoritas de Stanislavski: la manipulación de objetos
imaginarios. El texto comienza atribuyendo el fracaso de un ejercicio anterior a “la falta
de coherencia y lógica de las acciones realizadas”, tras lo cual propone a los actores la
simple tarea de “contar dinero, clasificar papeles comerciales, tirar a la chimenea lo que

32
no sirve y apartar los necesarios”. Sin objeto alguno en sus manos, Kostia intenta “contar
dinero” y el director lo interrumpe de inmediato:
-¡No le creo!- exclamó Tortsov, apenas me hube inclinado para tomar el fajo
imaginario.(…)
[Yo] había mirado los supuestos fajos sin ver nada; había estirado luego el brazo
para volverlo hacia mí.
-Por costumbre- dijo Tortsov -, cuando menos debería apretar los dedos, para
que el paquete no se caiga. No lo tire; deposítelo con cuidado. Eso requiere un
segundo. No lo ahorre, si quiere justificar y creer físicamente en lo que está
haciendo. Busque el extremo del hilo. Esto no se hace de una vez. En la mayoría
de los casos las puntas se meten debajo del nudo, para que éste no se deshaga;
no es tan fácil desenrollarlos… (21)
Sobre cada intento del estudiante, el director-maestro exigía una gesticulación cada
vez más minuciosa, cubriendo con pequeños detalles cualquier hiato posible entre los
segmentos significativos de la acción de contar los billetes. Estas microacciones
exhaustivas no contribuían al significado legible de lo que el actor realizaba, sino que
alimentaba la credibilidad (es decir, la verosimilitud) de su hacer. Kostia Nazvánov
comenta entonces que
Acción tras acción, segundo tras segundo, fue guiando Tortsov nuestra labor
física, de un modo lógico y coherente. Yo, mientras contaba el dinero imaginario,
recordaba gradualmente cómo y en qué orden y continuidad se realiza este
proceso en la realidad.(22)
Una tarea como ésta permite ejecutar hasta sus últimas consecuencias una condición
decisiva para el funcionamiento de la máquina stanislavskiana, a saber, la continuidad sin
fisuras entre una y otra pieza del dispositivo, entre una (micro)acción y la siguiente. En
todos sus capítulos, el Sistema del maestro ruso insiste en las virtudes de lo continuo: el
actor debe trazar una línea ininterrumpida entre sus sucesivas acciones “externas”, así
como debe vigilar que la misma continuidad enhebre sus pensamientos (es decir, sus
“acciones internas”); no debe haber ni la más pequeña brecha entre una circunstancia dada
y las reacciones “coherentes y lógicas” que ésta provoca en el actor, y así sucesivamente.
Esta exacerbada contigüidad entre las piezas, hace del dispositivo stanislavskiano una
máquina metonímica donde el deseo (el “trabajo vivo” del actor, cuya causa está siempre
del lado de la platea) se amortigua en ese compacto ensamblaje de acciones que termina
haciendo las veces de pavimento para que el flujo deseante, ya apaciguado, pueda correr
tras un fin (télos) como el burro se afana tras la zanahoria. La “actuación vivencial” corre
siempre el riesgo de disgregar sus intensidades en esta cadena de acciones elementales
significativas aunque de cada vez más precaria credibilidad. De allí la conveniencia de
una práctica como la de “contar dinero imaginario”, pues
En el ejercicio con objetos reales, muchos de los momentos integrantes de la
acción se escapan inadvertidamente, salen de la línea de atención del creador.
Son los momentos que se cumplen de un modo mecánico, habitual (…). Esos
saltos impiden conocer la índole de la acción que se estudia, y no permiten
observar en un orden lógico y continuo las partes que la constituyen. Esto también
dificulta el trabajo para crear las líneas de atención por la cual el artista debe
guiarse siempre (…). La eliminación de los saltos permite crear una línea
continua, lógica y coherente. (23)
Si esta exhaustividad de las microacciones da firmeza y solidez a la pista de carreteo
de las “circunstancias dadas”, permitiéndole al actor “creer en lo que hace con todo su
ser”, la fijeza e intensidad de un objetivo a cumplir instala una potente tensión –preludio
de una lucha a muerte- entre ese anhelo y la parte resistente, obstaculizadora de las

33
circunstancias dadas o de las nuevas circunstancias que pueden aparecer de improviso.
Cuanto más intenso y nítido es el objetivo, más ineludible es la minuciosidad y la
exhaustividad de las circunstancias. El principio (las circunstancias, el “contexto” activo)
y el fin (el objetivo inclaudicable) de la acción física elemental están así entrelazados por
un bucle de retroalimentación mutua. De allí que el medio (el comportamiento físico
presente) arrastre tras de sí, una vez que empieza a ejecutarse, a las circunstancias
detalladamente trabajadas y reactualiza el objetivo que lo tensa hacia el futuro, como si
unas y otro hubiese quedado grabadas en la memoria muscular del actor. La acción física
elemental, por lo tanto, se sostiene a sí misma.
Ahora bien, si las circunstancias no han sido trabajadas hasta el último detalle y
soldadas fuertemente a un determinado comportamiento escénico (el que el texto exige
realizar, por ejemplo), la mera ejecución de este comportamiento nada arrastrará; será
nada más que eso: una conducta (física o verbal) vacía, sin sustento, aunque un “objetivo”
la solicite. La idea era que principio, medio y fin de la acción física se ligaran, en el curso
de los ensayos, con tanta infalibilidad como un reflejo a su condicionamiento, en el
sentido pavloviano.
Esta máquina de actuar metonímica y autosustentada, es la red que habrá de recibir al
actor en el momento de su “euforia interpretativa”, es decir en la tercera vicisitud
resultante de su exposición al significante-amo. Una vez proferido, ese significante opera
por sí solo sobre la máquina artístico-pedagógica, cambiando su posición en los lugares
que prevén los cuatro discursos y variando así sus efectos sobre la subjetividad del actor.
Si no quedara a merced de interpretaciones torpes y reductivas, me arriesgaría a decir
aquí que el doble pensamiento ternario desplegado por la dupla indisociable,
actor/director, es comparable a la oposición freudiana entre los procesos secundarios y
los procesos primarios del psiquismo. El funcionamiento mental llamado “primario” no
se caracteriza “como afirmaba la psicología clásica, por una ausencia de sentido, sino por
un deslizamiento incesante de este”(24). Es, para decirlo de algún modo, un “pensamiento
de intensidades”, de cortocircuitos libidinales que buscan reproducir, por la vía más corta
de cuantas pueden ofrecer las representaciones psíquicas, una potente experiencia de
satisfacción originaria. En los procesos secundarios, en cambio, “el pensamiento debe
interesarse en las vías de ligazón entre las representaciones, sin dejarse engañar por su
intensidad” (25). Y agregan J. Laplanche y J.-B.Pontalis que
El proceso secundario constituye una modificación del proceso primario. Cumple
una función reguladora que se ha vuelto posible por la constitución del yo cuyo
principal papel consiste en inhibir el proceso primario. (26)
De manera similar, la máquina de actuar stanislavskiana está diseñada para proteger
al actor inhibiendo, hasta donde le es posible, los efectos de un significante-amo que
insiste en boca del director, emisario visible del Espectador que los azuza desde las
sombras.
Cabe preguntarse ahora si ese doble pensamiento productivo (productor de placer el
uno, productor de goce el otro) puede encontrarse también –con previsible variaciones-
en la obra artístico-pedagógica de otros directores notables. Es quizás la lógica según la
cual se diseña la máquina de actuar y los criterios con que se secuencias y se dosifican
los estados e intensidades de un “pensamiento primario”, lo que permitiría distinguir entre
unas y otras poéticas directoriales, al menos en lo que concierne a la conducción de los
actores.

NOTAS

34
(1) Stanislavski, K.; El trabajo del actor sobre su papel, Buenos Aires, Quetzal, 1977, pág.
286.
(2) Stanislavski, K., El trabajo del actor sobre sí mismo en el proceso creador de las
vivencias, Buenos Aires, Quetzal, 1978, págs. 124-125
(3) Ibid., pág. 123.
(4) Stanislavski, K., La construcción del personaje, Madrid, Alianza, 1978, págs. 40-41.
(5) Op. cit. (1), págs. 286-287.
(6) Aritóteles, Poética, Buenos Aires, Colihue, 2009, págs. 56-57.
(7) Op. cit. (1), pág. 289.
(8) Ibid., págs. 288-289.
(9) Op. cit. (6), nota al pie de Eduardo Sinnott, pág. 56.
(10) Ibid., pág. 56.
(11) Ibid., pág. 56.
(12) Toporkov, V. O.; Stanislavski dirige, Buenos Aires, Fabril Ed., 1961, pág. 188.
(13) Ibid., págs. 184-185.
(14) Ibid., pág. 185.
(15) Ibid., pág. 185.
(16) Barba, E., Savarese, N.; El arte secreto del actor, México, Grupo Gaceta, 1991, pág.
158.
(17) Op. cit. (12), pñag. 189.
(18) Ibid., pág. 189.
(19) Ibid., pág. 189.
(20) Ibid., pág. 190.
(21) Op. cit. (2), pág. 364.
(22) Ibid., pág. 364.
(23) Ibid., pág. 366.
(24) Laplanche, J.; Pontalis, J.-B; Diccionario de psicoanálisis, Barcelona, Labor, 1983, pág.
303.
(25) Ibid., pág. 303.
(26) Ibid., pág. 303.

CAPÍTULO CUATRO

ACTUAR NO BASTA

Donde la máquina prevé sus fallas y las capitaliza sin ruborizarse

Serguei Eisenstein, tomando el toro por las astas, prefiere encarar directamente al
animal libidinoso que intenta ampararse en la oscuridad de la sala y comienza un
influyente artículo –escrito en 1923- con una suerte de inversión copernicana de la postura
a que nos tenía acostumbrados Stanislasvki: “los elementos básicos del teatro nacen del
espectador mismo”. Por lo tanto, es preciso dirigir a este último más que al propio actor;
para ello,
las armas se han de buscar en todo el aparato externo del teatro (tanto en la
“charla” de Ostuzhev como en las piernas de la prima-donna; tanto en el redoble
de tambores como en el soliloquio de Romeo; en el grillo del hogar no menos que
en el cañón disparado sobre las cabezas del auditorio), pues todo, a su manera

35
propia, nos lleva a un solo ideal: desde sus leyes individuales a su cualidad común
de ATRACCIÓN. (1)
No deja de ser saludable la lectura de estos párrafos para aquellos teatristas que ayer
nomás descubrieron el postmodernismo y que tal vez crean que todo consiste en hacer
desfilar por los escenarios una retahíla de efectos “transgresores”. Lo que a continuación
escribe Eisenstein nos previene de apresuramientos y simplificaciones:
La atracción es todo momento agresivo en el teatro, es decir todo elemento que
despierte en el espectador aquellos sentimientos o aquella psicología que
influencian sus sensaciones, todo elemento que pueda ser comprobado y
matemáticamente calculado para producir ciertos choques emotivos en un orden
adecuado dentro del conjunto.(2)
Se trata aquí de la “acción eficaz” –o, quizá mejor dicho, del acto- lanzado hacia el
espectador para “hacerle perceptible la conclusión ideológica final”. La atracción
eisensteiniana es, por lo tanto, la piedra fundamental de un método de conocimiento que
se vale del “juego vivo de las pasiones”. Dicho de otro modo, la atracción funda un
pensamiento de intensidades en el que resuena algo de los “procesos primarios” a que me
he referido al concluir el capítulo precedente.
El acto –el efecto “performático”, dirían hoy los teóricos- revestido de “atracción” y
arrojado a la platea, debe ser tan directamente eficaz como los recursos del teatro-guignol:
en el que se saca un ojo o se amputa un brazo o una pierna ante los ojos del
espectador; o cuando se incorpora a la acción una comunicación telefónica para
describir un terrible acontecimiento que está sucediendo a diez kilómetros de
distancia.(3)
Pero si estas frases nos llevan a creer que, para producir la atracción, “todo vale”, el
director y cineasta ruso nos aclara que
La atracción no tiene nada que ver con el truco. Los trucos se realizan y
completan en un plano de puro artificio (…) [expresando] el punto de vista del
propio realizador, y esto es exactamente lo contrario a la atracción, que se basa
exclusivamente en la atracción del espectador.(4)
Se diría que, con Eisenstein, el sillón del director ha girado en 180º: tradicionalmente
sentado en el proscenio como si marcara el lugar de emplazamiento de una cuarta pared
y mirando a los actores construir una única atracción, a saber, la de la ilusión dictada por
el texto, el director enfrenta ahora a la platea en una “construcción activa” en un “libre
montaje de atracciones”, liberado ya de la estricta lógica de los sucesos representados y
puesto al servicio de “ciertos efectos temáticos finales”. Se anuncia aquí
otra “dramaturgia de director”, distinta de la que le vimos practicar a Stanislavski, y que,
según las palabras del realizador ruso,
no puede basarse en una “revelación” del objetivo del autor dramático, ni en la
“correcta interpretación del autor”, ni en “el verdadero reflejo de una época”
(…), sino en un sistema de atracciones (…) dentro del marco de lo que admite el
tema. (…) El montador de atracciones puede encontrar enseñanzas en el cine y
especialmente en el music-hall y en el circo, que invariablemente ofrecen un buen
espectáculo desde el punto de vista del espectador.(5)
Lo que Eisenstein y otros exponentes de la vanguardia constructivista nacida de la
revolución de octubre estaban proponiendo y sosteniendo combativamente, era un teatro
excéntrico. O, quizá, doblemente excéntrico: en un sentido, por el ya mencionado giro
copernicano que lleva la atención directorial del escenario a la sala o a los multitudinarios
espacios abiertos; en otro sentido, porque la excentricidad era inherente a unos recursos
que, haciendo estallar los comportamientos y los textos en escena, creaban enfoques
insólitos sobre las temas abordados.

36
De hecho el “excentricismo” preconizado, a principios de los años ’20, por el grupo
de la Fábrica del Actor Excéntrico (FEKS), designaba, como explica Christine Hamon-
Siréjols,
un conjunto de procedimientos tomados esencialmente del circo, el music-hall y
las variedades, pero también de las películas burlescas y del cine de aventuras,
procedimientos que afectaban no solamente a las formas exteriores de la
representación, sino también al diálogo, la elección de las situaciones dramáticas
y el desarrollo de la intriga.(6)
Lo que la escena excéntrica ofrecía era un “extrañamiento” (ostranenie) de la
representación del mundo, un recurso del que luego Bertolt Brecht extraería sus
beneficios. Para Sergei Eisenstein, Sergei Tretiakov, Vsevolod Meyerhold y los artistas
de la FEKS, la principal tarea revolucionaria era cambiar la vida cotidiana, lo cual
equivalía a trastocar radicalmente las percepciones y las representaciones que constituían,
para el hombre común, la trama de esa vida. Con vistas a esa tarea, la coherencia
argumental del “teatro burgués”, potenciadota del ilusionismo y la empatía, resultaba por
completo reaccionaria. El “montaje de atracciones”, proponiendo un proceso de
excitación fragmentada, ponía al público en el trabajo de “orientarse por sí mismo entre
las más diversas manifestaciones que se realizan frente a él”. De esta manera, el
espectador se veía obligado a pensar poéticamente, es decir, productivamente.
Ya en 1917, el formalista V. Shklovski afirmaba que
La lengua poética está creada conscientemente para liberar a la percepción de
su automatismo.(…) Está construida de manera artificial para que la percepción
se detenga en ella y llegue al máximo de su fuerza y duración.(7)
Esta “construcción artificial” se alimentaba, en el teatro de atracciones de Eisenstein
y Tretiakov, de un cálculo de las reacciones del público, pues éstas eran mucho más
complejas que las que provocaban las representaciones escénicas realistas o aun las
simbolistas. Como apunta Gerald Raunig, “el público tenía que ser parte de la máquina
que llamaban teatro de atracciones”.
Montar atracciones significa establecer una relación no-automática entre ellas.
Eisenstein nos da una definición precisa de este procedimiento: montar los trozos A y B
presupone que
la parte A, derivada de los elementos del tema que se desarrolla, y la parte B,
derivada de la misma fuente, en yuxtaposición, dan origen a la imagen en la cual
el tema está más claramente encarnado. Dicho en imperativo, con el objeto de
establecer una fórmula de trabajo, esta proposición se expresaría así: “La
representación A y la representación B deben ser escogidas entre todos los
aspectos posibles del tema que se desarrolla y estudiadas de tal manera que su
yuxtaposición –la yuxtaposición de esos elementos y no de otros alternativos-
evoque en la percepción y sentimientos del espectador la más completa imagen
del tema.(8)
Nuevamente, Shklovski nos permite extraer más consecuencias de esta definición.
Para este teórico del arte poético,
Donde hay imagen hay singularización.(…) Su finalidad no es la de acercar a
nuestra comprensión la significación que ella contiene, sino la de crear una
percepción particular del objeto, crear su visión y no su reconocimiento.(9)
Si el reconocimiento de lo representado está al servicio del ilusionismo realista, la
visión inherente a la imagen propone al espectador un vínculo artístico con esta última.
Eisenstein llamaba la atención sobre lo difícil que es “señalar la línea divisoria en que el
pathos religioso se convierte en satisfacción sádica durante las escenas de tortura de las
obras de misterio”(10). Por su parte, Shklovski nos advierte que “el arte erótico nos

37
permite la mejor observación de las funciones de la imagen. El objeto erótico se presenta
frecuentemente como una cosa jamás vista”.(11)
El montaje de atracciones, por lo tanto, obliga a pensar fuera de toda rutina, de todo
re-conocimiento; obliga a pensar poéticamente, para decirlo con una sola palabra.
Reemplaza la articulación metonímica propia de la acción realista por una yuxtaposición
de representaciones con probables efectos metafóricos. El montaje de atracciones es, así,
una poética de lo discontinuo que exige encadenar esas condensaciones intensas llamadas
“imágenes” según un ritmo que contraríe cualquier automatismo de lectura. En los
últimos párrafos de “El arte como artificio”, Shklovski contrapone el “ritmo prosaico”,
el ritmo de una canción que acompaña el trabajo de la dubinushka, [que]
reemplaza por un lado una orden: “¡Vamos!”; [y], por otra parte, facilita el
trabajo volviéndolo automático.
Frente a él, dice el teórico,
el ritmo poético consiste en un ritmo prosaico transgredido.(…) No se trata de un
ritmo complejo sino de una violación del ritmo, y de una violación tal, que no se
la puede prever. Si esta violación llega a ser un canon, perderá la fuerza que tenía
como artificio-obstáculo.(12)
El vínculo erótico entre la escena y la platea se sostiene, precisamente, en esa
imprevisibilidad de las intensidades. Pero, así como el erotismo es también un modo del
conocer, una manera de palpar lo abismal de una existencia humana, las atracciones
eisensteinianas participan de esa razón dialéctica que Hegel desplegaba en tres términos
(afirmación, negación y negación de la negación). Del mismo modo, el montaje implica
una colisión de dos ideas, A y B (donde el acercamiento de B a A sería un movimiento
en que la primera “niega” a la segunda sin suprimirla, sin aniquilarla), un choque donde
la imagen resultante puede considerarse una “síntesis” o una “negación de la negación”.
El montaje es, de esta manera, un tipo de pensamiento directorial afín a la poética
constructivista, pero Eisenstein lo reencuentra también en la arquitectura y la pintura de
todos los tiempos, además de ser fácilmente señalable en la poesía, el cubismo y las
formas teatrales de Oriente. Más aún, el montaje nos remitiría al funcionamiento mismo
del proceso creador, pues
ante al visión interior, ante la percepción del creador, está en suspenso cierta
imagen, encarnación emocional del tema. La tarea que se presenta es transformar
esa imagen en unas pocas y básicas representaciones parciales, las cuales,
combinadas y yuxtapuestas, evocarán en la conciencia y sentimientos del
espectador, lector u oyente, la misma imagen general que estuviera en suspenso
ente el artista creador.(…) La eficacia del montaje reside en que incluye en el
proceso creador las emociones y la inteligencia del espectador, quien es obligado
a marchar por el mismo camino creador recorrido por el autor al crear la imagen.
El espectador ve no sólo los elementos representativos de la obra ya terminada,
sino que vive también el proceso dinámico de la aparición y la composición de la
imagen justamente como fue vivida por el autor.(13)
En lo que concierne al actor, Eisenstein no le reconoce otra técnica interior (otra
“psicotecnia”, para decirlo con el término de Stanislavski) que el asedio de un
“sentimiento vivo”, es decir, de una “visión” que –tal como sucede en el autor o en el
director- “encarna emocionalmente el tema”. Bajo la presión de esa “visión”, que puede
ser muy vaga e imprecisa, el actor debe obligarse a describir para sí mismo “una serie de
cuadros o situaciones concretas”.
De esta manera, sin esforzarse por representar el sentimiento mismo, éste es
evocado con éxito por la reunión y la yuxtaposición de detalles y situaciones

38
deliberadamente elegidos entre todos los que se acumularon al principio en la
imaginación.(14)
Ahora bien, dado que las intensidades deben transmitirse, al actor le es necesario
traducir los “cuadros”, los detalles y las situaciones imaginadas en “dos, tres o cuatro
rasgos de un carácter o modos de conducta”, de manera de construir, con esos elementos
básicos, una o más imágenes (perceptibles para el espectador) en las que “el tema esté
más claramente (o más intensamente) encarnado”. Estamos, como se puede advertir, ante
lo que Stanislavski llamaba el problema de la “encarnación”, entendiéndolo como el
complemento externo de la “vivencia”; al respecto, se ve claramente que Eisenstein no le
pide al actor que encarne un “personaje”, sino tan sólo algunos de sus rasgos, disponibles
luego para un montaje, lo cual es coherente con la poética de lo discontinuo (opuesta a
esa continuidad tan apreciada por el director del Teatro de Arte) que profesa el realizador
ruso. Diríamos entonces que Eisenstein sustituye al personaje, entendido como mimesis
reconocible de una “persona”, por un montaje de rasgos; un montaje que –podemos
suponer- debe desplegarse más tarde ante el público como una secuencia de “atracciones”,
es decir, de intensidades.
De esta manera, como el mismo Eisenstein confiesa,
las técnicas del actor y del director son, con respecto a este sector del problema,
imposibles de discernir, ya que el director es, hasta cierto punto, un actor.(15)
Es decir, el actor y el director piensan de la misma manera, siguiendo la lógica del
“montaje de atracciones” y desplegando la secuencia de imágenes según ese ritmo poético
que Shklovski contraponía al “factor automatizante” del ritmo de la prosa. También aquí,
como en el caso de la acción stanislavskiana, la temporalidad dramática se construye
siguiendo una matriz ternaria, sólo que, si en el director del Teatro de Arte se trataba de
una terna aristotélica, en Eisenstein encontramos una terna hegeliana. En ambos
directores, esas ternas son la unidad elemental, la pieza maestra con que construyen sus
respectivas máquinas espectaculares y, subsidiariamente, sus máquinas de actuar.

Tal vez no haya, en la historia del teatro, una máquina de actuar más explícita que la
de Vsevolod Meyerhold. Se trata, sin embargo, de una máquina sólida, practicable,
funcional, tangible, tan concreta como un “banco de carpintero”, y no ya de una máquina
de calcular comportamientos escénicos, internamente consistente, casi tan formalizable
como un sistema de cálculo lógico, como era el caso, por ejemplo, del método
stanislavskiano de las acciones físicas. No era, la de Meyerhold, “apenas” una maquinaria
dramatúrgica, sino un dispositivo tridimensional, compuesto de plataformas, escalinatas,
sogas, ruedas, rampas, puentes y trampolines, concebido para lograr el máximo
lucimiento de la habilidad histriónica y atlética de sus actores.
La máquina meyerholdiana alcanzó su puesta a punto cuando el maestro de la
biomecánica contó con el diseño escenográfico de Lyubov Popova para El magnífico
cornudo, de Crommelynck, y de Varvara Stepanova para La muerte de Tarelkin, de
Sujovo-Kobylin. Con respecto a El magnífico cornudo, su director recordaba en 1926 que
El espectáculo debía sentar las bases de una nueva técnica de la actuación en un
nuevo ambiente escénico, rompiendo definitivamente con los bastidores y los
decorados con puertas. Desde el primer momento, este nuevo principio tenía que
dejar al desnudo todas las líneas de la construcción y llevar la esquematización
a sus últimas consecuencias.(16)
Como señala el teórico Juan Antonio Hormigón,

39
Mezcla de circo, equilibrismo, danza colectiva, Meyerhold quiso mostrar las
bases de su lenguaje escénico biomecánico, y conectar el trabajo artístico con los
rituales automáticos de la producción. El jazz sirvió como banda sonora, era la
primera vez que se oía en la URSS. La comedia psicológica de Crommelynck
quedó convertida de este modo en una sucesión de ritmos, minuciosos saltos,
arriesgadas posiciones en la máquina escenográfica, medidas cabriolas y giros,
en definitiva, en un ejercicio mecanizado profundamente anti-psicológico.(17)
La biomecánica había hecho su aparición en el verano de 1921, en el Taller Superior
de Teatro del Estado (GVYRM) dirigido por Meyerhold. No hay, sobre este sistema de
trabajo actoral, una exposición sistemática a la manera de los textos técnicos de
Stanislavski, y el nombre que lo designa ya circulaba en los países europeos –
particularmente en Alemania y Francia- desde fines del siglo XIX. En la biomecánica
convergían una visión anti-psicologista de la actuación, una base teórica reflexológica,
una concepción energetista por la cual el trabajo actoral podía describirse en términos de
gasto y transformación de energía, y una inspiración taylorista que buscaba una máxima
economía de esfuerzos en la ejecución del movimiento escénico.
La actitud anti-psicológica de Meyerhold puede remontarse a los tiempos en que, tras
haber abandonado el Teatro de Arte de Moscú, exploraba procedimientos de
“estilización” para llevar a escena las problemáticas obras de los simbolistas. Años más
tarde, el director encontraría en la escenificación de La muerte de Tintagiles, de Maurice
Maeterlick, en 1905, la puesta en práctica del “teatro de la convención consciente”.
Considerando que
Un espectáculo de Maeterlinck es un misterio: una armonía de voces apenas
perceptibles, un coro de lágrimas silenciosas, de sollozos apagados, de
estremecimientos de esperanza, un éxtasis invocando a un acto de fe comunitario,
a un desencadenamiento del milagro triunfante.(18)
Teniendo en cuenta que los dramas de Maeterlinck “son un coro de almas que cantan
el sufrimiento, el amor, la belleza y la muerte”, Meyerhold desarrolla un estilo de dicción
en que
Las palabras son dichas fríamente, sin ningún trémulo, sin voz quejumbrosa;
deben caer como gotas en un pozo profundo, sin que el sonido vibre. Ni esfumado,
ni terminaciones alargadas y difusas.(19)
En vez de los gestos histriónicos convencionales,
el estremecimiento debe reflejarse en los ojos, en los labios, en el sonido, en la
manera e articular: sentimientos volcánicos, pero con calma exterior.(…) El
nuevo actor debe expresar la tragedia máxima de una manera aparentemente
calmada (sin gritos ni llantos), pero con auténtica profundidad.(20)
Así como Richard Wagner transmitía el “diálogo interior” de los personajes mediante
una orquestación que con frecuencia iba en contrapunto –tanto emocional como musical-
con los textos del libreto, Meyerhold intenta hacer perceptibles las emociones mediante
movimientos plásticos que “no corresponden a las palabras”, pues
las palabras no lo dicen todo. La verdad de las relaciones humanas está
determinada por los gestos, las poses, las miradas, los silencios. Las palabras se
dirigen al oído; la plástica, al ojo. Se está, pues, bajo el impulso de impresiones
dobles, visuales y auditivas, que trabajan la imaginación del espectador. La
diferencia entre el antiguo y el nuevo teatro consiste en que, en el segundo, la
plástica y la palabra están subordinadas cada una a su propio ritmo; los dos
ritmos no siempre coinciden.(21)
Quizá en esa época Meyerhold ya había leído La música y la puesta en escena de
Adolphe Appia, y es por eso que escribe lo siguiente:

40
Los cuerpos humanos y los accesorios –mesas, sillas, camas, armarios- tienen
tres dimensiones; luego, en el teatro, donde el actor es el objeto principal, se
necesita recurrir a los hallazgos del arte plástico y no a la pintura. Para el actor,
la base es le arte estatuario. Lo que se pretende en un método arquitectónico y no
pictórico.(22)
En 1907, el director reconoce que “como la dicción y el movimiento de las actores
están fundados en el ritmo, el teatro de la convención consciente contribuirá a resucitar
la danza”(23). La frase que acabo de citar pertenece a un artículo cuya conclusión nos
hace pensar en una anticipación del teatro de atracciones que se impondría en el período
soviético:
El nuevo teatro quiere que se eliminen los decorados puestos sobre un único plano
con el actor y los accesorios de la escena; rechaza las candilejas; subordina la
interpretación del actor al ritmo de la dicción y a los movimientos plásticos;
proclama el renacimiento de la danza y arrastra al espectador a tomar parte en
la acción.(24)
En realidad, en este decidido derribamiento de la cuarta pared influye sobre
Meyerhold la lectura de La escena del futuro, de Georg Fuchs, donde el teórico y director
alemán preconizaba la restauración del teatro como ritual festivo, comunitario, aboliendo
la separación entre la escena y la sala y fundiendo a actores y espectadores en una
experiencia común. Fuchs, además de declarar que “el escenario y la sala no se oponen
el uno a la otra; son una unidad”, le recuerda al actor que “su arte tiene sus orígenes en la
danza”. Esta fusión de medios expresivos no sólo puede rastrearse en la antigua Grecia,
sino que se hace evidente en el teatro oriental tradicional, donde toda la escenificación,
así como cada una de sus partes y de sus movimientos, se subordinan a una pauta rítmica.
Tanto Fuchs como Meyerhold toman como paradigma el trabajo de Sada Yakko, actriz
principal de la compañía del japonés Otodziro Kawakami que en 1902 había realizado
una gira europea.
Para El grito de la vida, de Schnitzler (1906), Meyerhold
modeló los movimientos de los actores sobre la práctica oriental, de modo que
sus movimientos precedían o seguían a sus parlamentos. Cada movimiento se
trató como una danza según la técnica japonesa, aun cuando no había motivación
emocional para ello.(25)
El tipo de actuación contenido, estatuario, de “sosegada grandeza” y exenta de
contrastes ásperos, cambia radicalmente en la producción de El teatro de títeres de
Alexander Blok, en 1906. Esta experiencia marca el comienzo de su aproximación a “lo
grotesco”, entendiéndolo no sólo como un medio de expresión que se vale de “lo
monstruosamente bizarro, producto de un humor que, sin razón aparente, relaciona las
nociones más divergentes”, sino también como una “actitud frente a la vida, actitud hecha
de alegría de vivir, de ironía y de capricho”(26). Para lo grotesco, “procedimiento
predilecto del teatro de feria”, el único efecto que cuenta “es el imprevisto, el original”.
Sus procedimientos “permiten abordar lo cotidiano en un plano inédito; lo profundiza
hasta el punto que lo cotidiano deja de parecer natural”. De esta manera, el artista
“impulsa al espectador a intentar percibir el enigma de lo inconcebible”.
Lo grotesco pretende hacer pasar de repente al espectador, del plano donde
acaba de colocarlo, a otro plano inesperado (…): el payaso herido ha dejado
caer por encima de las candilejas su cuerpo sacudido por las convulsiones y grita
al público que la sangre que pierde es jugo de fruta.(…) De este modo, aun
tomando sus temas de la realidad, sus figuras tienen, a la vez, algo extraño y
familiar.(27)

41
Como puede verse, estas reflexiones meyerholdianas de 1912 anticipan las poéticas
del “excentricismo” que habrían de irrumpir con toda su fuerza en la revolucionaria
década de 1920. Por otra parte, este corte respecto del simbolismo cuasi-estático de los
años precedentes, familiariza a Meyerhold con las técnicas de la Commedia dell’arte, del
teatro de máscaras y de la improvisación. Las máscaras le enseñan que el actor puede
Asumir los diversos aspectos d su papel y al mismo tiempo comentar –tanto
implícita como explícitamente- sus propias acciones y las de los otros personajes
para proporcionarle al espectador un montaje de imágenes, un relato
multifacético de cada papel.(28)
Brecht y Eisenstein están preanunciados en estas frases, y la festiva extravagancia del
FEKS queda prevista cuando Meyerhold advierte que la adhesión a lo grotesco surge “del
reconocimiento de lo irracional y de la aceptación de éste en su propia lógica”.

La experimentación simbolista y su posterior entusiasmo por lo grotesco dejarían en


Meyerhold marcas definitivas que él supo capitalizar en su elaboración de la biomecánica.
La danza, el teatro de feria y aun el teatro de títeres habían sido, en las dos primeras
décadas del siglo XX, modelos promisorios y permanentes en el camino hacia una
actuación alejada de los recursos introspectivos del Teatro de Arte. Más tarde, la lectura
de la Teoría de la emoción, de William James, dotaría de fundamentos a su convicción
de que “la emoción nace de la sensación corporal que sigue a la percepción del hecho
excitante”. El ejemplo lapidario formulado por James lo convence de inmediato: “veo un
oso, corro y entonces tengo miedo”. Para que esta premisa diera frutos escénicos,
el actor debía poder realizar la tarea propuesta con muy poca demora y saber
cómo se expresa habitualmente tal o cual emoción, conocer los puntos del cuerpo
donde se articula la expresión; dominar, en cierto modo, lo que Artaud llamaría
su “musculatura afectiva”.(29)
De hecho, los espectáculos inmediatamente posteriores a la revolución rusa, dirigidos
a grandes multitudes que miraban la escena desde lejos, exigían del actor la clara
manifestación física de las emociones de sus personajes. Por otra parte, estos personajes
debían estar fuertemente tipificados, producir gestos amplios, dominar el tempo de sus
movimientos, reaccionar sin vacilaciones y coordinar sus desplazamientos con los de las
composiciones grupales de la escena. A todos estos reclamos venía a responder la
biomecánica, apuntalada por las teorías pavlovianas sobre los reflejos condicionados y
por las investigaciones de Frederick Taylor en torno a la racionalidad del trabajo obrero
en las fábricas.
En la práctica, el sistema de entrenamiento actoral de Meyerhold se condensó en
veintidós ejercicios, cada uno de los cuales traducía técnicamente las destrezas que se
esperaban del actor biomecánico. En esta práctica era evidente la influencia del circo y
de la Commedia dell’arte. Este entrenamiento acercaba a los actores a la actitud de trabajo
propia de los trapecistas, los equilibristas o los malabaristas. En todos ellos, cada
movimiento era el resultado de un largo trabajo invisible y lo que se ponía en juego para
realizarlo era, a veces, la propia vida. El riesgo exigía precisión perfecta, minuciosos
entrenamiento y audacia sin titubeos. En 1917 Meyerhold, haciéndose eco de tempranas
proclamas futuristas, escribía, a propósito del circo:
Ahora que los aviones dan vueltas alrededor de nuestras casas, cuando la
velocidad alcanza casi los 120 km/h, para vivir sin vegetar bajo el resplandor del

42
sol, para crear una vida dichosa, una vida fuerte, el hombre debe saber lo que es
la audacia.(30)
En una crítica de 1921 al libro de Tairov Notas de un director, Meyerhold apunta que
En un actor-acróbata hay dos personas: A1 propone una determinada tarea
(principio activo); A2, al expresar su propia aceptación de la fórmula propuesta
por A1, se coloca en la situación de material (principio pasivo). (…) [Pero] A2 es
al mismo tiempo algo más que un material; es una dinámica de trabajo que se ha
prestado a ejecutar la tarea y que es consciente de ser una máquina.(31)
Los argumentos de Meyerhold quedan resumidos –por él mismo- en su difundida
“fórmula de la actuación”: N = A1 + A2. Esta expresión compacta puede traducirse como:

ACTOR = DIRECTOR + CUERPO DEL ACTOR

Como el lector podrá advertir, reencontramos aquí esa indisoluble unidad productiva
actor-director que ya habíamos explorado en los capítulos dedicados a Stanislavski. Del
mismo modo que en el episodio de la “bata verdigrisamarillenta” protagonizado por
Kostia Nazvánov, el director queda representado por un significante-amo (en este caso
designado con A1) portador imperativo de una tarea a realizar (es el “principio activo”).
Bastaría entonces con que A2 tuviera dudas sobre lo que se espera de él para que se asuma
como “sujeto dividido” y comience a atravesar ese intervalo de penuria gozosa que
Kostia-Stanislavski nos ha relatado tan vívidamente. Sin embargo -y tal vez sorteando
anticipadamente ese riesgo-, la máquina de actuar meyerholdiana (entendida ahora no
como dispositivo escenográfico sino como una estructuración dramatúrgica de la
actuación) deja muy pocos espacios para la “histerización” de los intérpretes. Lo que de
ellos se pretende es, como hemos visto, que respondan a las indicaciones escénicas con
la misma precisión, audacia y claridad que un clown del teatro de variedades o como un
diestro acróbata circense. Podríamos decir que, si la máquina stanislavskiana tenía el
propósito prioritario de proteger al actor de las amenazas que lo acechaban del otro lado
del “hueco del proscenio”, la máquina mayerholdiana busca protegerlo también de los
peligros que lo rondan “más acá” de ese proscenio, en su propia “locura” histérica, en ese
desequilibrio muy difícil de soportar que le viene del significante-amo. La máquina de
actuar meyerholdiana intentaría, por lo tanto, ser aún más “sublimadora” de las
intensidades interpretativas que la de Stanislavski. Y esa protectora respuesta a la tarea
indicada se vuelca en una matriz ternaria que Meyerhold formulaba de esta manera en
1922.
La naturaleza del actor debe ser esencialmente apta para responder a la
excitación de los reflejos. Responder a los reflejos significa reproducir, con la
ayuda de los movimientos, el sentimiento y la palabra, una tarea propuesta desde
el exterior. La interpretación del actor consiste en coordinar los modos de
expresión así suscitados. Estos modos de expresión son los elementos mismos de
la interpretación y comportan, invariablemente, tres fases: (1) la intención; (2)
la realización; (3) la reacción.(32)
El “sentimiento” que se alude en este párrafo no es el que debemos suponer en el
personaje interpretado, puesto que la mimesis aquí propuesta rehuye toda psicología y
toda “identificación”; se trata, sencillamente, de la temperatura emotiva propia de quien
está obligado a cumplir impecablemente una tarea riesgosa ante una mirada que habrá de
juzgarlo. En la actuación meyerholdiana, como en cualquier otro tipo de actuación, el
significante-amo es el padre y la fuente de toda emoción y de todo “sentimiento” actoral.
Las frases siguientes de la cita nos aclaran el significado de los términos de la
secuencia ternaria:

43
La INTENCIÓN se sitúa en la fase intelectual de la tarea (propuesta por el autor,
el dramaturgo, el director o por el propio actor).
La REALIZACIÓN comprende un ciclo de reflejos: reflejos miméticos
(movimientos que se extienden al cuerpo entero y su desplazamiento en el
espacio) y reflejos vocales.
La REACCIÓN sigue a la realización; comporta una cierta atenuación del reflejo
de voluntad y prepara el actor para una nueva intención.(33)
Al igual que la acción física stanislavskiana, la matriz en que Meyerhold organiza el
comportamiento escénico consta de tres términos (también hay aquí un comienzo, un
medio y un fin) y podría servir de soporte a un desarrollo narrativo claramente legible
para un observador. Pero no debemos olvidar que Meyerhold ha venido buscando, desde
la época de la “estilización” o de la “convención consciente”, una autonomía del discurso
gestual con respecto al discurso verbal, cargado, como suele estar este último, con las
significaciones que el texto le dicta. Entre ambas líneas discursivas habrá de mantenerse
un desfase que, contraviniendo el procedimiento de la ilusión realista, da lugar a unos
“movimientos plásticos que no correspondan a las palabras” y aun una “inmovilidad que
exprese mil veces mejor el movimiento que el teatro naturalista”(34). La sincronía de
ritmos “plásticos” y verbales requería un “espectador perspicaz”, capaz de “completar
con su imaginación las alusiones contenidas en la escena”(35). De esta manera, mientras
una de la líneas discursivas –ya sea la plástica o la verbal- parece responder a la demanda
espectatorial de “comprender” lo que sucede en la escena, la otra línea, dirigiéndose a la
sensibilidad del espectador, lo guía “a través de un complejo laberinto de emociones”.
Hay aquí, como puede verse, una anticipación de lo que he llamado un “pensamiento de
intensidades” propia del montaje de atracciones del posterior período constructivista.
La matriz ternaria INTENCIÓN / REALIZACIÓN / REACCIÓN, aplicada a la
ejercitación biomecánica, requiere del actor lo que Eugenio Barba llama un “tortuoso
proceder en zig-zags y contra-impulsos”, como si cada fase de la secuencia debiera
“negar” (otkaz) a la precedente. Siguiendo un “principio de oposición” característico del
teatro oriental, la preparación de un determinado comportamiento escénico no debe
permitirle al espectador la anticipación del comportamiento mismo. De hecho, la
secuencia ternaria de Meyerhold tiene la estructura del jo-ha-kyu.
En Japón la expresión jo-ha-kyu designa las tres fases en que se divide cada
acción del actor o del bailarín. La primera está determinada por la oposición
entre una fuerza que tiende a desarrollarse y otra que la retiene (jo: retener); la
segunda fase (ha: romper) está constituida por el momento en el cual se libera
esta fuerza para así llegar a la tercera fase (kyu: rapidez) en la que la acción
alcanza su cumbre, despliega toda su fuerza para luego detenerse de improviso
como ante un obstáculo, ante una nueva resistencia.(36)
El ejemplo más gráfico de este funcionamiento ternario lo ofrece el arte japonés del
tiro con arco (kyudo), aunque en todas las artes marciales rige el mismo principio
organizativo. El dominio del jo-ha-kyu es extremadamente difícil, puesto que requiere de
la conciencia del ejecutante una “desfocalización” entre la primera y la segunda fase, un
“olvido de la meta consciente” que hace posible que el instante de “romper” le venga
dictado por toda la situación que lo envuelve y no por la decisión voluntaria de disparar
certeramente. Es ese abandono de sí la condición de la eficacia de la tercera fase, donde
la flecha buscará por sí sola el blanco, por así decirlo, y concluirá con una recuperación,
por parte del actor, de su conciencia focalizada. Esta exigencia de olvidarse de sí la conoce
perfectamente, en Occidente, el futbolista que patea un penal.
Volviendo a la máquina meyerhodiana, la organización ternaria del comportamiento
escénico hace de éste una “atracción”, en el sentido que Eisenstein da a esa palabra. Es

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entonces la estructuración ternaria del montaje la que haría de un comportamiento
biomecánico bien ejecutado una fuente de intensidad, la que lo convertiría en el surtidor
energético de una “imagen” capaz de conmover el estado tónico de las fibras musculares
del espectador y de valerse de esa brecha para perturbarlo en ese punto en que su cuerpo
es la vía de acceso a su trama fantasmática, a esa ficción privada tan verosímil para sí
mismo que él la llama “la realidad”. El actor capaz de invadir así el espacio íntimo del
espectador habrá sido, para éste, el productor de un acontecimiento cuyas huellas le serán
indelebles. Pero esto, insisto, es abrumadoramente difícil de lograr como consecuencia
de operaciones técnicas conscientemente ejecutadas. Es por eso que ha afirmado, en La
risa de las piedras, que “la transgresión no tiene sujeto”, indicando de ese modo que está
más allá de toda voluntad transgresora.
A comienzos de 1925, en ocasión del estreno de El profesor Bubus, de Alexei Faiko,
Meyerhold comienza a hablar de la pre-actuación, un procedimiento típico de los teatros
chino y japonés que “prepara al espectador para sentir la situación escénica” antes que
ésta quede explicitada por la actuación propiamente dicha. De esta manera, cuando el
actor “descubre ante el público la verdadera naturaleza de un personaje” o pronuncia “las
palabras dadas por el dramaturgo”, profiere también –y sobre todo- “las raíces que
fundamentan dichas palabras”.
Por esos años, Meyerhold sostiene que “el trabajo del actor es una alternancia hábil de
preactuación y de actuación”(37). De algún modo, esta tensión, este contraste entre
actuación y preactuación le ofrece una vía técnica para alcanzar el ideal del grotesco, a
saber, el “extrañamiento de lo familiar”. En efecto, la preactuación permite “representar
no sólo la situación, sino lo que hay escondido detrás, pues mediante este recurso,
el actor se plantea la obligación de desarrollar su acción escénica no en la
dirección en que las situaciones escénicas son “bellas” por su teatralidad, sino
en aquella otra donde él, el actor, como un cirujano, desvela el interior de la
situación escénica.(38)
Para ilustrar el significado de la preactuación –que algunos encuentran muy próxima
al Gestus brechtiano- Meyerhold transcribe una crítica aparecida en el número 241 de
Noticias rusas, publicado en 1908, donde se habla de la interpretación del papel de
Benedicto, en Mucho ruido y pocas nueces, por Lenski, un célebre actor ruso de la época.
Vale la pena la reproducción en extenso de esa crítica, dado sus beneficios aclaratorios:
Benedicto sale de su escondite, de debajo de un matorral donde acaba de oír una
conversación fabricada especialmente para él en torno al amor que le profesa
Beatriz. Benedicto se queda largo tiempo de pie, inmóvil, y mira de frente a los
espectadores con un rostro petrificado de asombro. De repente, sus labios
tiemblan un poco. Ahora, miren atentamente los ojos de Benedicto, siempre fríos
y llenos de concentración, pero por debajo de su bigote, poco a poco, comienza
a dibujarse una sonrisa de felicidad triunfante: el actor no dice una palabra, pero
vean cómo una ola de alegría ardiente le invade, ola que nada detendrá: los
músculos comienzan a reír, después las mejillas, la sonrisa se extiende sobre su
rostro trémulo y de repente este sentimiento inconsciente de alegría penetra en el
pensamiento y, como el acorde final de todo este juego, los ojos hasta este
momento petrificados de asombro, brillan con una viva alegría. Ahora toda la
silueta de Benedicto no es más que un arrebato de felicidad loca y la sala resuena
de aplausos, aunque el actor no haya pronunciado todavía una palabra y
solamente ahora comienza su monólogo.(39)
Más que al Gestus brechtiano, este descripción se ajusta plenamente a lo que Barba
llamaría una actuación pre-expresiva, y al tipo de comportamiento que Stanislavski
graficaba con la imagen de un domador encerrado en una jaula en compañía de cinco o

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seis tigres. De hecho, el método de las acciones físicas involucraba una obstinada
ejercitación en esta clase de “ritmos pre-expresivos”, como puede comprobarse en las
crónicas de V. O. Toporkov.
Por otra parte, en El profesor Bubus se pone en práctica una “actuación invertida” que
podría considerarse como una especie de aparte:
Cesando de repente de encarnar a su personaje, el actor interpreta directamente
hacia el público para recordarle que no hace sino interpretar y que en realidad
él y el espectador son cómplices.(40)
Es claro que el “aparte” puede estar tan estrictamente pautado como el resto de los
comportamientos escénicos y, por lo tanto, el actor no se dirigiría al espectador real sino
al rol de este último, es decir, a un interlocutor tan ficticio como todos los demás que
prevé el guión. De todas maneras, lo que importaría en este caso es que el espectador se
sienta interpelado en su propio “aquí y ahora”, en su realidad presente de integrante de
un público. Queda abierta, sin embargo, la posibilidad de un vínculo improvisacional, no
programado, entre el actor y la platea: súbitamente, el actor-acróbata que había estado
ensimismado en su audaz y exigente tarea escénica, podría volverse hacia el público (o
hacia su compañero) en una inesperada actuación improvisacional cara a cara.
Generalizando, esa improvisación podría llegar al grado de la “vivencia”, si no fuera por
el hecho de que, como hemos visto, ésta escapa a todo intento de control consciente. No
obstante, en un plano puramente teórico y atendiendo a los efectos más que la posibilidad
técnica de producirlos, podríamos decir que la antiactuación –en el sentido fuerte y
general de la palabra, y no sólo entendida como un tradicional “aparte”- tendría lugar
cuando el desempeño escénico pasa bruscamente de la “representación” a la “vivencia”.
En el nivel de lo técnicamente realizable, la antiactuación se definiría como el paso de lo
pautado a lo improvisado, es decir, como el momento en que el encadenamiento verosímil
de los sucesos se expone al acontecimiento.
Lo interesante es que tenemos una nueva terna productiva a disposición tanto del actor
como del director, en la medida en que este último puede indicar u ordenar desde fuera el
paso de una “posición actoral” a otra. Estas “posiciones” no se corresponden, claro está,
con las fases de la secuencia biomecánica que he comentado más arriba, sino que son más
bien “estados” de actuación optativos, capaces de interferir y perturbar el curso
programado de cualquier tipo de comportamiento que se desarrolle en la escena. Se trata,
como podemos ver, de la nueva matriz ternaria conformada por ACTUACIÓN /
PREACTUACIÓN / ANTIACTUACIÓN, una trinidad que, como nos da a entender
Antonio Hormigón, excede en mucho el “sistema biomecánico”:
Para Meyerhold, “preactuación” y “actuación invertida” [o “antiactuación”] son
dos procedimientos usados por los grandes actores de todas las épocas, que
forman parte de la tradición oriental y de la dramaturgia clásica española e
italiana.(…) La primera exigencia para adoptarlas es el virtuosismo, llegar a la
misma perfección que el músico al tocar el instrumento. Estas cualidades:
“nitidez, virtuosismo de la técnica, sentido absoluto del ritmo, agilidad
corporal”, debe tomarlas el actor del circo y el music-hall, del clown, del
acróbata, del prestidigitador y del bailarín; Chaplin y Keaton son los
ejemplos.(41)
Vemos entonces que Meyerhold y sus actores se mueven –o deberían moverse,
idealmente- entre dos tipos de “pensamientos ternarios”: por un lado, el que rige la
organización biomecánica del comportamiento escénico, sometiéndolo a una secuencia
de tres fases que se construye como un “tortuoso proceder en contra-impulsos”; por otro
lado, un tipo de pensamiento más “flotante”, desobediente a cualquier regla de derivación
obligatoria, atenido mucho más a los dictados de la intuición que a los mandatos de un

46
deber-ser, jugando exploratoriamente con un “teclado” compositivo de tres posiciones
(ACTUACIÓN / PREACTUACIÓN / ANTIACTUACIÓN) en el que no está prescripto
un orden de recorrido ni la duración relativa que cada “posición actoral” debe tener sobre
las otras dos. Apenas un segundo de “antiactuación” sobre un fondo de actuación
coherentemente sostenida podría ser suficiente para despertar a una platea adormecida,
por ejemplo.
Si los actores biomecánicos solamente hubieran contado con la primera terna
organizativa, seguramente sus espectáculos habrían caído, más temprano que tarde, en
una demostración de entrenamiento actoral, recubierto por un dispositivo escénico más o
menos sorprendente; es la segunda terna la que hizo del virtuosismo y de la máquina de
actuar meyerholdiana un hecho teatral verdaderamente complejo, conmovedor y, por
momentos, inquietantemente grotesco. De hecho, el director ruso no vacilaba en
reconocer que El profesor Bubus le había abierto “el camino hacia un nuevo realismo” en
el que habría de culminar un cuarto de siglo dedicado a la incesante búsqueda de una
“estilización” o de una “convención conciente” capaz de escribir con los cuerpos un
efímero texto erótico y político desprovisto de ataduras literarias. El mandato, El
inspector, La chinche y El baño darían testimonio de ello.

NOTAS

(1) Eisenstein, S.; El sentido del cine, Buenos Aires, Siglo XXI, 1974, pág. 169.
(2) Ibid., pág. 169.
(3) Ibid., pág. 169.
(4) Ibid., pág. 170.
(5) Ibid., págs. 170-171.
(6) Hamon-Siréjols, Ch.; Le construcitvisme au théâtre, París, CNRS, 1992, pág. 256.
(7) Todorov, T. (comp.); Teoría de la literatura de los construcitvistas rusos, México, Siglo
XXI, 1980, págs. 68-69.
(8) Op. cit. (1), pág. 20.
(9) Op. cit. (7), pág. 65.
(10) Op. cit. (1), pág. 170.
(11) Op. cit. (7), pág. 65.
(12) Ibid., pág. 70.
(13) Op. cit. (1), pág. 32
(14) Ibid., pág. 38.
(15) Ibid., pág. 35.
(16) Meyerhold, V.; Textos teóricos Vol. 2, Madrid, Alberto Corazón, 1972, pág. 65.
(17) Ibid., págs 59-60.
(18) Meyerhold, V.; Teoría teatral, Madrid, Fundamentos, 1975, pág. 50.
(19) Ibid., pág. 51.
(20) Ibid., pág. 51.
(21) Ibid., pág. 52.
(22) Ibid., págs. 53-54.
(23) Ibid., pág. 56.
(24) Ibid., pág. 58.
(25) Braun, E.; El director y la escena, Buenos Aires, Galerna, 1986, pág. 144.
(26) Op. cit. (18), pág. 60.
(27) Ibid., pág. 64.
(28) Op. cit. (25), pág. 153.
(29) Op. cit. (6), pág. 145.
(30) Ibid., pág. 257.

47
(31) Meyerhold, V.; Textos teóricos, Madrid, Asociación de Directores de Escena de España,
1998, pág. 220.
(32) Op. cit. (18), pág. 84.
(33) Ibid., pág. 84.
(34) Ibid., pág. 57.
(35) Ibid., pág. 57.
(36) Barba,E., Savarese, N.; El arte secreto del actor, México, Grupo Gaceta, 1991, pág. 295.
(37) Op. cit. (31), pág. 233.
(38) Ibid., pág. 234.
(39) Ibid., pág. 233.
(40) Ibid., pág. 86.
(41) Ibid., pág. 86.

CAPÍTULO CINCO

LOS BENEFICIOS DEL RANGO MÁS BAJO

Donde se discute, no sin cierto humor negro, sobre las ventajas de estar muerto

Poco antes de 1990, Tadeusz Kantor lanzó, en una entrevista, un desafío aleccionador:
“Puedo probar, a todos los artistas que proclaman haber sido los primeros en encontrar
algo, que ya había antes alguien con el mismo hallazgo”(1). Así las cosas, él mismo no
reniega de sus predecesores. En línea ascendente, río arriba, encontramos sucesivamente
a Meyerhold, Dadá, Gordon Craig, Maurice Maeterlinck y Heinrich von Kleist.
En todos estos ancestros, lo inorgánico, la materia no-viviente y, en límite, la muerte,
libran una guerra sin desenlace con la vida y la “naturaleza”, intentando desplazarlas del
inmerecido centro que durante siglos han venido ocupando en la escena. Para Kleist el
organismo humano, sujeto al orden natural, es un escándalo, un cuerpo extraño en
cualquier construcción del intelecto o del espíritu. A Maeterlinck le molestan los actores
y preferiría que la escena se poblara de juegos de sombras y de figuras de cera: al menos
éstos serían portadores de esa inquietante extrañeza que el actor ha perdido hace mucho
tiempo. De Edward Gordon Craig se conoce suficientemente su predilección por la
“supermarioneta”; no obstante, vale la pena recordar sus motivos:
La supermarioneta no rivalizará con la vida, sino que irá más allá; ella no
figurará el cuerpo de carne y hueso, sino el cuerpo en estado de éxtasis y,
mientras habrá de emanar un espíritu viviente, se revestirá de una belleza de
muerte. La palabra muerte viene naturalmente a la pluma por proximidad con la
palabra vida, que reivindican sin cesar los realistas.(2)
En Craig encontramos ya la apropiación de la autoría del espectáculo –contra las
pretensiones de la literatura- que más tarde heredará el director polaco. Por otro lado,
Craig hace de la escena un cuerpo, una materia heteróclita donde se organizan objetos
cuya jerarquía no depende de que sean vivos o inertes (se cuenta que, ante el reproche de
Eleonora Duse por darle la misma importancia que a un telón, Craig respondió
tranquilamente: “Sí, ese telón rojo tiene el mismo valor que tú”); sin embargo, su desdén

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se orientaba más bien hacia los “intérpretes”, hacia aquellos que no hacen otra cosa que
“encarnar” o “representar” un personaje, pues anhelaba, por el contrario, un actor que
fuese capaz de crearse a sí mismo en escena. También en Kantor encontraremos ese
modelo actoral, aunque el intento de darle existencia concreta entrañe no pocas
contradicciones.
Entre los dadaístas puede rastrearse el rechazo de esa lógica que sustenta lo que
llamamos “realidad” y la proclama según la cual “el mundo es un espectáculo en cuyo
interior somos, a nuestra vez, espectáculos; de modo que, en el fondo, el mejor teatro para
el hombre es él mismo”(3). Marcel Duchamp aportará esa idea del ready-made que
Kantor extenderá incluso a los actores: éstos serán para él “personas disponibles”,
“recogidas de la calle”, mejor que profesionales bien pertrechados de solvencia escénica,
de trucos y de mañas. La “escritura automática” surrealista, por su parte, habría de
proveerle pistas metodológicas para escribir los textos de sus espectáculos en asociativa
colaboración con sus actores.
Tanto Meyerhold como Kantor confesarán su fascinación por los artistas circenses,
salvo que, si el primero se inclinaba hacia los virtuosos de la pista (equilibristas,
trapecistas, malabaristas,…), el segundo preferirá a los impresentables payasos que
distraen al público mientras los operarios cambian la maquinaria acrobática. El de Kantor,
se diría, es un circo de esos intersticios, de esa rasgadura en la lona que se burla del propio
espectáculo: “Mi método es el circo, el humor negro, el cinismo frente a lo sagrado, lo
blasfematorio, lo sacrílego”, puntualiza el director del Cricot 2. Aunque, por otra parte,
lo “grotesco” meyerholdiano ya anticipaba este brusco vaivén entre lo admirable y el
desecho. Tal vez la divergencia de fondo resida en que, como aclara Aldona Skiba-Lickel,
Meyerhold pertenece al mundo de la esperanza, donde se pueden todavía
justificar las más desconcertantes maniobras de los funcionarios en el poder en
aras de un “mejor mañana para la Humanidad”. Kantor, en cambio, es
contemporáneo de los campos de concentración y del Gulag, un individuo que ha
pasado por todas las decepciones y los horrores de ese “mañana”.(4)
Finalmente, hay que contar, entre los ancestros influyentes, al trío literario integrado
por Bruno Schulz, Stanislaw Witkiewicz y Witold Gombrowicz. Los tres han descubierto
la alarmante descomposición que corroe los cimientos del mundo y de la vida cotidiana
y, consecuentemente, rechazan todo cosmético esteticista en el arte. Schulz cree haber
descubierto los incontables grados, matices y estratos de vida que se esconden en la
materia muerta, de modo que lo degradado tiene el poder de irrumpir en la escena artística
de modo efímero pero lapidario. Esta materia degradada será, en la poética de Kantor, “la
realidad de más bajo rango”.
Witkiewcz fue varias veces llevado a escena por el Cricot 2, ya desde la segunda mitad
de los años ’50. Defensor tenaz de la “forma pura” frente a cualquier tentación de imitar
“la realidad de la vida”, el teatro de Witkiewicz se propone como un “sueño extraño” que
no se subordina a lo psicológico ni a la lógica que aparentemente da sentido a los hechos,
las situaciones y las acciones humanas.
Gombrowicz, por su parte, le enseña a Kantor que nada puede decirse real, salvo
nuestra pasión por ser un Dios para algún prójimo, salvo nuestra irrenunciable voluntad
de modelar a los otros a nuestra imagen y semejanza.

Desde sus primeros espectáculos –creados en una Polonia todavía ocupada por los
nazis- se advierte la preferencia kantoriana por los actores no-profesionales y por los
“objetos hallados” (ready-made) que exhiben su impúdica pobreza en escenarios que, por
otra parte, nada tenían en común con los espacios tradicionalmente teatrales. Aunque no
hayan pasado por escuela alguna, es deseable que sus “personas halladas” manifiesten

49
dinamismo, rapidez en el paso de un estado psíquico a otro y, como los actores largamente
entrenados en la biomecánica, revelen una capacidad para ofrecer reacciones prontas e
infinitamente matizadas ante cualquier estímulo. Por otra parte, ya en los años ’40 las
obras de Kantor mostraban su vocación anti-ilusionista, su preferencia por el azar antes
que por la causalidad clásica y un arraigado nihilismo que lo apartaba de cualquier
tentación didáctica.
A principios de los años ’60, en el Cricot 2 se pone en práctica un “informalismo” que
buscaba una suerte de disgregación microscópica de las figuras con que nos
representamos “lo humano” y aun “las cosas”. Se trataba de tomar contacto con “la
materia continuamente cambiante, fluida”, más allá de los contornos y las estructuras que
la hacen reconocible a los sentidos y comprensible a la razón. Con vistas a esa liberación
de lo que escapa a las formas, debía ponerse en marcha una intervención violenta sobre
lo perceptible que, aplicada al actor, transformaría sus “estados emocionales normales”
en
angustiosas hipertrofias, que alcanzan un grado
de crueldad
de sadismo
de espasmo
de voluptuosidad
de delirio febril
de agonía.(5)
Y explica el director, en su ensayo sobre “El teatro informal”, que “por su insólita
temperatura, estos estado biológicos pierden toda relación con la vida práctica, se
transforman en material del arte”(6). Este “informalismo” habrá de extenderse a todo el
cuerpo escénico: palabras, actores objetos, vestuarios…, todo será sometido “al desgaste,
la destrucción, la aniquilación”, de modo que todo lo que subsista, “lo que haya
sobrevivido, tenga buenas posibilidades de transformarse en la forma”(7). Es la lógica
de la pulsión lo que aquí se insinúa, y sobre ella nos detendremos en el segundo apartado
de este capítulo: un contorneo de los objetos vivos e inertes que fatalmente desemboca en
la constatación de su indignidad; si la finalidad de la acción es un objetivo todavía
ensalzado como deseable, pues aún nos seduce su imagen, la meta de la pulsión es el
infinito tropezar con la misma despreciable piedra. Finalmente, toda pulsión -como
explica el psicoanálisis- tiene vocación de muerte; y toda acción, si se le permite llegar
hasta sus últimas consecuencias, termina despistándose en un recorrido pulsional donde
el cuerpo actuante se va consumiendo a sí mismo.
Esta búsqueda de la materia artística más allá de la imagen, más allá de las
representaciones que nos hacemos de los hombres y del mundo, conduce a Kantor a la
siguiente fase de sus investigaciones, denominada Teatro Cero. En 1968, el director
explicaba que la imaginación había dejado de ser, para él, un ámbito de construcción de
imágenes y se había convertido en
un lugar donde penetran los objetos de mi propio pasado en forma de despojos y
trampas, y también hechos, cartas, personas, recetas, direcciones, fechas de
encuentros que no son míos, extraños, triviales, esquemáticos, accidentales o
importantes, preciosos o insignificantes.(8)
Es en el período del Teatro Cero cuando el director del Cricot 2 hace explícita su
ruptura con toda servidumbre literaria. En un manifiesto de 1963 declara que su
“realización de un teatro autónomo no es ni la explicación de un texto dramático, ni su
traducción al lenguaje teatral, tampoco una interpretación o una actualización”. Mucho
más allá de las audacias preconizadas por Meyerhold en su período simbolista, Kantor
sostiene que el teatro que él practica

50
no es la búsqueda de un pretendido equivalente escénico que cumpliría el oficio
de acción paralela, calificada de autónoma por error. Semejante objetivo es en
mi opinión una estilización ingenua. Lo que he creado es una realidad, un
concurso de circunstancias que no mantienen con el texto dramático ninguna
relación, ni lógica, ni analógica, ni paralela o invertida. Creo un CAMPO DE
TENSIONES CAPACES DE ROMPER EL CAPARAZÓN ANECDÓTICO DEL
DRAMA.(9)
En otra de sus “recuperaciones invertidas” de Meyerhold, el director polaco dirá que
en la base de su teatro “está el circo; una comicidad que no entra en las conveniencias,
violenta, payasesca, chillona”(10). En realidad, como hemos visto, esta reivindicación de
la indignidad circense estaba ya en la variantes excentricistas de las vanguardias rusas
post-revolucionarias.
Pero si bien el Teatro Cero continuaba el camino de la “liberación de todos los
elementos del teatro de su relación con la vida” -senda que ya se había empezado a
recorrer en el período anterior, consagrado a la disolución de las formas-, el “delirio cruel
y sádico” del informalismo, habiendo desembocado en un incremento de la intensidad
escénica, se compensa y se continúa ahora, en el Teatro Cero, con una tendencia hacia
“lo menos”, hacia un estado de no-actuación envuelto en indiferencia y desgano. El “cero”
buscado es el de una “pérdida de energía y de expresión”, un “enfriamiento de la
temperatura que llega hasta el vacío”, pues ese proceso de desilusión es “la única
posibilidad de reencontrar lo real”.(11).
En las antípodas de toda “presencia” actoral, de toda “energía extra-cotidiana”, como
la llamaría Barba, lo que Kantor pretende es que los actores trabajen “en sordina”, en el
lugar menos conveniente, “como tirados, rebajados”, como si no tuvieran derecho ni
ganas de estar en el escenario. Es aquí donde encontramos el aporte decisivo de Kantor a
la máquina de actuar de Occidente, es decir, en la posibilidad de que esa máquina se
descomponga, volviéndose súbita y explícitamente antiproductiva y que esa detención,
contrariando todas las previsiones del teatro precedente, no deje de hipnotizar a sus
espectadores. Hasta Meyerhold, podría decirse,
la acción dramática se construía orientándola hacia la superación del tren
normal de la vida, es decir, elevándola por encima del nivel real en la zona de los
síntomas intensificados, de las pasiones vehementes, de los conflictos, las
catástrofes, las reacciones exageradas de la expresión.
La idea de crecimiento exagerado y de intensificación se transforma finalmente
en una ficción ingenua.(12)
De esta manera, el espectador del Teatro Cero, en lugar de verse apabullado o
fascinado por una actuación “abierta y expansiva”, más potente que cualquier
comportamiento cotidiano, se encuentra ahora desconcertado y perturbado por lo que
Kantor llama “situaciones molestas”, aclarando que éstas requieren del actor “mucha más
audacia, riesgo y decisión” que si se tratara de “chocar” al público; “una situación molesta
destruye de una manera mucho más eficaz la experiencia vital del espectador y su
existencia convencional, legalizada; lo pone más abajo”(13). Lo que en realidad hace esta
fase antiproductiva de la máquina de actuar, es -como veremos más adelante- completar
el circuito pulsional que se inicia con la acción orientada hacia un propósito (tal como lo
exigen las poéticas realistas), prosigue con el “descontrol” informalista y sus “angustiosas
hipertrofias”, y concluye ahora en ese estado entrópico y mortífero en que toda voluntad
ha sido reducida a cero.
Valdría la pena volver ahora a la terna compositiva ACTUACIÓN /
PREACTUACIÓN / ANTIACTUACIÓN, puesta de relieve en el capítulo que he
dedicado a Meyerhold, y subrayar que, después de Kantor, un actor puede optar por una

51
“antiactuación” en la modalidad de su “más bajo rango”, en su grado cero, es decir, en el
modo de una no-actuación. Como señala atinadamente Aldona Skiba-Lickel,
La palabra actor viene del latín, y significa “el que actúa”. El actor es la persona
que interpreta un papel en la escena o en la pantalla; la persona cuya profesión
es la de ser intérprete de personajes. El actor es también la persona que participa
activamente en una tarea, que juega un papel efectivo en un asunto, en un
acontecimiento; es un protagonista. (…)
[Ahora bien,] al mirar de cerca la historia del Cricot 2, vemos que en ciertos
períodos el actor no es activo; su principal manera de ser es, por el contrario, la
pasividad, la acción puesta en su nivel cero. (…) Kantor rechaza la interpretación
y los papeles (…), y el actor con frecuencia queda en el mismo nivel que los demás
elementos del espectáculo. (…)
Entonces, ¿qué es el actor? ¿Tal vez basta con enfrentar a un público que viene
expresamente a vernos, para convertirse en actor? Ese frente a frente es la base
misma del teatro; los papeles, los personajes y la acción viene más tarde.(14)
La lista de estados por los que puede transitar una no-actuación es, en sí misma,
deprimente: apatía, melancolía, embrutecimiento, agotamiento, amnesia, asociaciones
desorganizadas, depresión profunda, falta de reacción, desaliento, vida vegetativa,
distracción, impotencia completa, infantilismo, esclerosis,…
En el siguiente período del Cricot 2, el del Teatro Happening,
el actor no representa ningún papel, no crea ningún personaje, no lo imita: ante
todo sigue siendo él mismo, un actor cargado con todo el fascinante bagaje de
sus predisposiciones y sus destinos. (…) A veces se compromete a fondo con su
papel de manera totalmente natural, para abandonarlo luego, cuando quiere, y
confundirlo con el flujo libre, omnipresente y continuo de la materia escénica.(15)
Lo que Kantor proponía –en un espacio escénico ready-made- no era el happening
originario, el evento irrepetible “que debe salir directamente de la vida”, sino un teatro
surgido del happening y que utilizaba sus métodos. Sin embargo los actores, que
constantemente desorientaban a los espectadores haciéndoles dudar si actuaban o no, no
se entregaban a una simple improvisación. Se trataba más bien, para el director,
de desarrollar “el espíritu de equipo”, formar lazos invisibles entre los actores
hasta que haya una regulación casi telepática de los diversos elementos.
Esta interdependencia interior posibilita y determina el hecho de que si el actor,
a consecuencia de una imperiosa decisión interior, interviene en un momento
dado, es porque la parte que debe representar exige manifestarse antes de ceder
su lugar a la de otro actor. Las posibilidades son infinitas.(16)
Ya en la década de los ’70, sobrevino un período denominado Teatro Imposible en que
los actores interpretaban papeles pero sin que los espectadores pudieran verlos, pues éstos
estaban confinados en el guardarropas del teatro y, cuando los actores, arrojados de la
sala, los encaraban, ya no tenían ganas de actuar. Tras este período en que la sala teatral
funcionaba como una suerte de “embalaje” de la actuación, el Cricot 2 entró en la fase
que les daría renombre internacional: el Teatro de la Muerte.
A partir de La clase muerta, el actor kantoriano tendrá como modelos a los cadáveres
y a los maniquíes. En Wielepole, Wielepole lo serían también el militar –otro
intermediario entre la vida y la muerte- y en Que revienten los artistas, lo serán los
prisioneros. Lo que ese actor-muerto reencuentra, según Kantor, es “esa tensión original
del instante en que un hombre (el actor) apareció por primera vez frente a otros hombres
(los espectadores), exactamente similar a cada uno de éstos y no obstante infinitamente
extraño, más allá de una barrera infranqueable”(17).

52
2

En 1967, Jean-Marie Domenach calificó de infra-trágico a un mundo –el nuestro- en


que la tragedia de la acción se ha convertido en tragedia de la impotencia. En un mundo
así, la imagen del héroe, del personaje luchando por su ideal contra viento y marea, no es
otra cosa que un artículo de vente masiva, una fabricación de “creativos” diseñada para
vendernos perfumes, aventuras, comidas y ropa cara. Hollywood, Broadway y sus
incontables distribuidores sembrados en todo el planeta, no dejan de abastecer al
insaciable mercado del heroísmo ficticio. Y la matriz dramatúrgica de esa venta de humo
no es otra que la forma aristotélica, tal como la entendían los autores del teatro burgués
del siglo XIX. De allí que las diversas vanguardias del siglo subsiguiente se hayan
dedicado a demoler la Poética desde todos los ángulos posibles.
Haciéndose cargo de la condición infra-trágica del hombre contemporáneo, Kantor
sabe que
para reencontrar la fuerza del primer cara-a-cara con el espectador en este
mundo tecnocratizado, el actor está obligado a correr el mayor riesgo, a rechazar
el papel, el personaje, el texto y llegar a la escena sin protección alguna, tal como
es, mostrando su costado más humano, sus mayores defectos.(18)
La acción ternaria, la acción stanislavskiana que constituía, como vimos, una
estructura autosostenida gracias a la interdependencia entre el fin (el “objetivo”) y el
principio (las “circunstancias dadas”), esa acción, digo, ha colapsado por la supresión de
su último término, pues ya no hay un futuro que la oriente. Sin un provenir creíble no hay
metas y, sin ellas, carecen de sentido esas circunstancias que otrora empujaban a los
sujetos a una lucha transformadora. Dicho técnicamente, en el mundo infra-trágico ya no
hay lugar para la acción ni para el deseo de cambio; sólo subsiste la pulsión como
exigencia de inmediata satisfacción de unos cuerpos que se autoconsumen. “No sé lo que
quiero, pero lo quiero ya”, es el imperativo supremo de la infra-tragedia.
El psicoanálisis enseña que la pulsión obedece a una gramática de tres momentos en
los que aquélla recorre un circuito que se cierra para volver a comenzar, indefinidamente.
Tales momentos son: (1) la voz activa (por ejemplo, ver); (2) la voz reflexiva (por
ejemplo, verse) y (3) la voz pasiva (ser visto). En la primera fase hay una ilusión de
protagonismo personal, de iniciativa intencionada –“yo veo”- que la segunda y tercera
fase desmienten: el momento reflexivo se experimenta como una actividad que se ha
“despersonalizado”, con el consiguiente descontrol –“es más fuerte que yo”, confiesa un
agente que ha quedado reducido a ser espectador de sí mismo-; y para terminar, en el
momento pasivo el ex-agente habrá devenido víctima, su tiro le habrá salido por la culata
y todo el ímpetu inicialmente volcado hacia un objeto externo –desconcertantemente
elusivo- se habrá vuelto contra el propio sujeto. Si la temporalidad de la acción podía
imaginarse como lineal e irreversible, el tiempo de la pulsión es circular, repetitivo. Lacan
sostiene que la meta de la pulsión no es un “objetivo”, un destino final entrevisto como
satisfactorio, sino que su fin es el camino mismo, un paseo alrededor del objeto inasible
para aliviar, de ese modo, la tensión que la animaba en su fuente. Ese camino orbital se
asemeja, por lo tanto, al del eterno retorno de lo mismo.
En la época del Teatro Cero, Tadeusz Kantor construía el comportamiento escénico
de sus actores ajustándose a una gramática pulsional, sin que mediara en ello un saber
psicoanalítico, sino que ese tipo de organización le venía dictada por sus previas
experiencias “informalistas” y por la subsiguiente fase de adhesión a una pasividad
profunda. Lo vemos claramente en una secuencia denominada “absorción de la
expresión”:

53
Los estados “expresivos” aparecen de pronto, provocados por un “rasguño”.
Crecen. Excitación, inquietud, furia, furor, rabia. De pronto, se interrumpen,
como si se los hubieran tragado. Sólo quedan gestos vacíos.(19)
Podemos suponer que el “rasguño” está precedido por un estado de pasividad que le
servirá de fondo. Ese “rasguño”, ese acontecimiento súbito, insignificante y sin causa
perceptible, desencadena finalmente efectos desmesurados, fuera de toda proporción con
aquello que lo ha provocado. Sin embargo, cuando el alud “expresivo” recién comienza,
como ocurre con la primera fase del circuito pulsional, el sujeto puede creer aún que las
cosas están bajo su control (como el jugador compulsivo que entra al casino diciéndose:
“esta vez, sabré cuándo retirarme”), pues sólo lo anima una “excitación” y luego una
“inquietud”. Cuando la “furia” y el “furor” lo arrastren, todo estará perdido. Sólo quedará
esperar entonces que la pulsión termine su circuito, indiferente a todo, dejando al sujeto
como un estropajo desechable, vacío y gesticulando en el aire (el jugador que esa noche
estaba dispuesto a “cagar” a la ruleta, abandona luego el casino “cagado” por ella y
prometiéndose, claro está, volver la noche siguiente para recomenzar el ciclo, esta vez
con mayor templanza). La terna pulsional, como puede verse, está regida por lo que los
popularmente denominados “teóricos del caos” llaman “el efecto mariposa”, según el cual
las catástrofes o las proliferaciones desbordantes son desencadenadas por apenas un
“rasguño” y cesan de pronto por causas igualmente imperceptibles.
El carácter repetitivo del recorrido pulsional aparece más nítido en otro ejemplo de
comportamiento actoral típico del Teatro Cero:
Hay que crear todo un “guión” de matices, de pasajes, de gradaciones. Los
actores manifiestan aversión por lo que sucede en escena. Esa aversión se
profundiza. Negligencia, desprecio, disgusto. (…) Renuncian, caen en depresión.
Se hunden en una profunda meditación, en el sopor.(…) No tiene en cuenta al
público. Miran al vacío. De pronto recuerdan algo. Sienten un interés súbito por
detalles y bagatelas. (Frotan una mancha, observan atentamente un cordón de
zapato…), y de nuevo meditan. Esfuerzos desesperados para retomar el hilo… Y
otra vez la resignación, y así hasta el infinito, hasta el aburrimiento y la locura…
(20)
Tal como está descrita, la escena terminaría transmitiéndonos una sensación de
estupidez y vacío. Pero el circuito pulsional podría interrumpirse en otro punto o
“montarse” junto a otros comportamientos simultáneos, dejándonos impresiones
diferentes:
Los actores trabajan en el lugar menos conveniente. Quedan escondidos por los
acontecimientos “de primer plano” –que son ruidosos, convencionales, idiotas.
Los actores están como tirados, rebajados, actúan como por espíritu de
contradicción, sin derecho, ilegalmente.
Otra situación:
Eliminados por lo acontecimientos y las situaciones “de primer plano”,
insolentes, “oficiales”, los actores retroceden, buscan un último refugio. Y
entonces se esfuerzan por expresarse rápidamente, lo más rápido posible, para
tener tiempo de terminar antes de la liquidación final.(21)
En todas estas secuencias advertimos tres momentos o tres estados que
provisoriamente podríamos denominar de esta manera: un TIEMPO MUERTO (o una
PASIVIDAD PROFUNDA), un ACTO o un ACONTECIMIENTO –que vale, en
cualquier caso, como una VIOLENCIA descargada sobre el curso de las cosas- y una
ACCIÓN en cascada, proliferante, estéril y sujeta a una brusca e inesperada interrupción,
sin que medie justificativo alguno.

54
Podríamos decir, con mayor precisión, que siempre se trata de un ACTO o de un
ACONTECIMIENTO flaqueado por una PASIVIDA PROFUNDA de un lado y por una
ACCIÓN DESCONTROLADA del otro, ubicándose uno y otro término lateral antes o
después del ACONTECIMIENTO o del ACTO. Lo característico del comportamiento
pulsional es, como ha indicado más arriba, que la relación causal entre los tres momentos
es del tipo “efecto mariposa”, a diferencia de la causalidad de tipo aristotélico –más
clásicamente racional, por así decirlo- que conecta las tres fases de una acción
stanislavskiana. La causalidad pulsional no puede dar sostén a una ficción realista, y
veremos siempre a los sujetos hundirse en un océano de palabras o de gestos impotentes
disparados aun por el más insignificante “rasguño”.
Como tal vez recuerde el lector, hemos visto esta secuencia ternaria al describir la
“agonía creativa” de Kostia Nazvánov tratando de resolver el ejercicio de la vieja bata
“verdigrisamarillenta”. En aquel caso, sin embargo, el espectador o un eventual
partenaire escénico del actor tomaban contacto sólo con un tercer momento –el de la
acción desencadenada, que además respondía a la lógica aristotélica, pues así lo exigía el
significante-amo-, quedando los otros dos ocultos en las sombras de los “procesos
primarios”. Volviendo a la poética kantoriana, todo sucede como si el director articulara
ahora el comportamiento escénico de sus actores haciendo explícitos los “procesos
primarios” que la acción stanislavskiana dejaba velados. Es por eso que la actriz e
investigadora Aldona Skiba-Lickel ha podido decir que “Kantor materializa el
inconsciente de los actores y los pone en escena”(22). Vistas las cosas de este modo, la
acción stanislavskiano-aristotélica vendría a organizar (ternariamente) los procesos
secundarios que rigen nuestra vida consciente y “comunicable”, mientras que las ternas
kantorianas simulan los procesos primarios en secuencias que despliegan el circuito de la
pulsión.

NOTAS

(1) Skiba-Licke, A.; L’acteur dans le théâtre de Tadeusz Kantor, Lectoure, Bouffoneries,
1991, pág. 8.
(2) Ibid., pág. 10.
(3) Ibid., pág. 12.
(4) Ibid., pág. 18.
(5) Kantor, T.; El teatro de la muerte, Buenos Aires, De la Flor, 1984, pág. 44.
(6) Ibid., pág. 44.
(7) Ibid., pág. 45.
(8) Ibid., pág. 78.
(9) Ibid., pág. 81-82.
(10)Ibid., pág. 85.
(11) Ibid., pág. 115.
(12) Ibid., pág. 115.
(13) Ibid., pág. 125.
(14) Op. cit. (1), pág. 6.
(15) Op. cit. (5), pág. 172.
(16) Ibid., pág. 173.
(17) Op.cit. (1), pág. 11.
(18) Ibid., pág. 24.
(19) Op. cit. (5), pág. 124.
(20) Ibid., pág. 122,
(21) Ibid., pág. 123.
(22) Op. cit. (1), pág. 13.

55
CAPÍTULO SEIS

UN PARALELISMO DIVERGENTE

Donde el peor del grado y el mejor niño cantor del coro son aplaudidos por igual

Dos directores argentinos se inscriben en la línea genealógica que he venido trazando


en los capítulos precedentes. He dedicado dos extensos ensayos a la obra de uno de ellos,
Paco Giménez (1), sin que pueda considerar aún completamente recorridas las sendas
conceptuales y metodológicas que su trabajo de creación y de enseñanza viene abriendo
desde hace al menos veinticinco años. De hecho, es a partir de su noción de trinidad que
he emprendido el rastreo histórico que acabo de exponer, intrigado por la recurrencia de
las ternas en las estructuras que dan fundamento a las diversas “dramaturgias” actorales
y directoriales que cobraron relevancia a lo largo del siglo XX.
La exploración de que he dejado constancia en el presente trabajo está lejos de ser
exhaustiva, pero una excursión más amplia por el campo de la danza o de los teatros
orientales no haría más que confirmar esta insistencia ternaria, y de ese fenómeno me
vengo ocupando en una obra más extensa que, de hecho, habrá de cerrar la trilogía
consagrada al teatro de Paco Giménez. No hay, por cierto, ningún misterio esotérico,
ningún “código” secreto detrás de la reiteración del número tres en la construcción de
matrices dramatúrgicas y en las secuencias de “estados” por los que transita el esfuerzo
creador. Esa cifra es más bien un reflejo de los modos en que la razón humana organiza
su percepción y su saber acerca de objetos observable dotados de una dimensión temporal
(la tripartición aristotélica en principio, medio y fin es un modo general en que el
entendimiento capta las totalidades o “completudes” orientadas según la “flecha del
tiempo), así como manifiesta la manera en que esa misma razón (en sus variantes
dialécticas) proyecta un orden inteligible sobre los procesos en que el observador está
comprometido hasta el punto que su aventura de conocimiento puede ser un viaje sin
retorno por territorios en que su entendimiento se eclipsa. Habré de extenderme sobre este
tema –cuyas derivaciones y fundamentos filosóficos están lejos de ser simples- en el
mencionado tercer volumen de la trilogía dedicada al director cordobés.
Una vía rápida para entender la idea de “trinidad” puede encontrarse en los últimos
párrafos del Capítulo Cuatro de esta monografía, donde hago notar que, a partir de 1925,
el actor meyerholdiano cuenta con una matriz ternaria para guiar compositivamente su
comportamiento escénico. Como se recordará, esa matriz aparece descrita de este modo:
ACTUACIÓN / PREACTUACIÓN / ANTIACTUACIÓN.
Estos términos admiten un uso trinitario, en el sentido de Paco Giménez, si

56
(a) no se prescribe un orden obligatorio para recorrerlos; si
(b) no se especifica la duración de cada momento de la terna ni la proporción mutua
que deberían guardar sus términos, y si
(c) cualquiera de ellos puede considerarse como una línea de fuga con respecto a los
dos restantes.
Por lo tanto, no constituyen trinidades las ternas cuyo recorrido debe respetar un
orden, tal como ocurre con la acción stanislavskiano-aristotélica o aun con ciertas
secuencias pulsionales kantorianas. Algunas de esas ternas orientadas, sin embargo,
pueden admitir un uso trinitario que les haría producir efectos diferentes de aquellos que
se espera en sus utilizaciones más “normalizadas”. Ese uso trinitario –más o menos
abusivo, más o menos “perverso”- permitiría extraer “zumo dramático”, para emplear una
expresión de Paco, de aquellas matrices dramatúrgicas que, por la inercia de los hábitos,
parecen haber agotado su productividad, es decir, su capacidad de generar
acontecimientos escénicos.
Al lector interesado en los fundamentos y en las aplicaciones de estas configuraciones
trinitarias, sólo me cabe sugerirle la lectura de Las piedras jugosas (Buenos Aires,
INTeatro, 2004) y de La risa de las piedras (Buenos Aires, INTeatro, 2009) para no
verme obligado a transcribir aquí una exposición de más de cuatrocientas páginas.
El segundo de los directores aludidos es Ricardo Bartís, y su trabajo teatral merecería
un estudio al menos tan extenso como el que vengo dedicando a la obra de Paco Giménez.
Puesto que esa tarea seguramente excedería mis tiempos y mis fuerzas de investigador,
he decidido tomar como punto de partida la valiosa compilación de Jorge Dubatti titulada
Cancha con niebla (Buenos Aires, Atuel, 2003) y ocuparme, en lo que resta de la presente
monografía, de comentar varios de sus párrafos desde la perspectiva que me provee el
itinerario trazado en los cinco primeros capítulos de este trabajo. Sirvan entonces estos
comentarios como aproximación inicial a una obra directorial que seguramente retomaré
en otros escritos futuros.
Lo que aquí propongo será, por lo tanto, una relectura y una puesta en diálogo de los
conceptos vertidos por Bartís en diversos reportajes y los que surgen de los textos de
Stanislavski, e Meyerhold y de Kantor, invitando también a Paco Giménez a sumarse a
este “choque de cráneos”. Esos diálogos no siempre serán explícitos, pues me es preciso
esforzarme –inútilmente- en mantener ventilada una exposición siempre amenazada por
el malsano aire de las academias. Veamos entonces qué resulta de esta tentativa de
montaje de atracciones.

Tanto Paco Giménez como Ricardo Bartís han abandonado la idea de que el director
debe ocupar, en el trato con los actores, el lugar del saber. Concretamente,
el riesgo principal sería la presunción de que el director sabe, así como el texto
viene con la creencia de que tiene una verdad en él que hay que encontrar y
representar. Desde el punto de vista de lo que sería la modalidad tradicional hoy,
el lugar del director es aquel que sabe, que va a ir guiando en la oscuridad a los
actores hacia un territorio más feliz y más claro. Por supuesto, ese concepto no
tiene nada que ver conmigo.(2)
En lugar de esa vana pretensión de poseer “una mirada de la totalidad” que no haría
otra cosa que “producir un evento didáctico” en el “se afirma algo que ya se presupone
saber”, el director porteño propone una condición mínima para comenzar a trabajar con

57
un actor: “tengo que tener la sensación de que el otro confía en mí y que yo puedo confiar
en él”(3).
Este voluntario autodestronamiento, este reconocimiento de que si algo habrá de
empezar a circular en algún momento entre actor y director –“una materia nueva que ya
no son las ideas, ni son la traducción de las ideas, sino pura materialidad escénica”(4)-,
será en una estrecha complicidad sostenida por amabas partes, esta docta ignorancia,
digo, se aproxima a lo que en el segundo capítulo de esta monografía he llamado –
siguiendo a Lacan- el “discurso del Analista”.
Esa modalidad del vínculo tiene por agente a ese resto indecible, irrepresentable, que
resulta inaccesible para el discurso del Amo: es lo que el psicoanálisis llama el objeto a.
Asumiendo ese “semblante”, asimilándose a ese objeto que escapa a las mallas del
lenguaje, el analista aparece frente al analizante como “el que no sabe lo que quiere” o
como el que, si lo sabe, no puede decirlo. Ocupa así “el lugar del muerto”, como lo
expresa Lacan.
En Paco Giménez, esa práctica, la de colocarse en el lugar del ignorante, del perplejo
y aun del extraviado, es llevada hasta el límite de lo que sus actores pueden tolerar. En el
trabajo de Bartís, esa inicial renuncia al saber está quizá un poco más matizada, aunque
tanto en la tarea del director cordobés como en la del porteño habrá un segundo momento
en que serán decisivas sus respectivas habilidades –impregnadas ya de una estética
particular- para organizar esos “materiales” que el actor le provee. Es decir que deberán
ejercer sus competencias en el terreno de los “lenguajes”, en el dominio de las
“gramáticas” según las cuales se combinarán “todas las fuerzas o elementos de aquello
que se produce en le escenario”(5). Una y otra fase –la de la “perplejidad metódica” y la
de la organización dramatúrgica- se sostienen, no obstante, en una mutua elección:
La relación del director con el actor es muy compleja, hay una lucha creativa. Un
actor respetará a la dirección en la medida en que la dirección tenga ideas y trate
de desarrollarlas en el plano del lenguaje y tenga una propuesta para transmitir
al actor en relación con ese lenguaje.(6)
Esa “lucha creativa” se da sobre un fondo transferencial del mismo tipo que aquel en
que se asienta la labor de un analista. Así, por más “autodestronado”, por más caído que
aparezca el director frente al actor, éste le supone un saber decisivo que no deja de
inquietarlo. De este modo, el actor de Bartís –al igual que el actor stanislavskiano- se
“histeriza”, al menos transitoriamente, en esa ignorancia sobre lo que el director espera
de él. Más aún, durante una primera fase de los ensayos, el director-analista “debe
asegurarse de que su deseo siga siendo una x”(7) para el actor. Bartís confiesa que
Es muy desesperante trabajar así, hay momentos de mucho vacío, hay que
soportar un tiempo hasta que ciertas marcas del actor, que son biográficas,
empiezan a impregnar casi materialmente el trabajo. Esa biografía no tiene que
ver con lo sociológico o lo psicológico, [puesto que la sociología o la psicología]
en vez de abrir, cierran y dan una respuesta. [Lo sociológico o lo psicológico]
son antipoéticos. Lo poético, [en cambio], es una pulsión, es un flujo asociativo
que multiplica las posibilidades de percepción del que especta.(8)
Pero ante un director parado en el lugar de un no-saber sobre la totalidad, el impulso
decisivo proviene de la incertidumbre del actor. Lo que el psicoanálisis dice sobre la
relación analizante-analista es trasladable a la pareja productiva actor-director:
El deseo que se le supone al analista se convierte en la fuerza impulsora del
proceso analítico, puesto que mantiene al analizante trabajando, tratando de
descubrir qué es lo que el analista quiere de él; “el deseo del analista es, en
última instancia, lo que opera en psicoanálisis” (Lacan). Al presentar al
analizante un deseo enigmático, el analista ocupa la posición del Otro, al que el

58
sujeto le pregunta “¿qué quieres de mí?”, con el resultado de que en la
transferencia emerge el fantasma fundamental del sujeto.(9)
Ese “fantasma” cobra la forma, en los ensayos del Sportivo Teatral, del “campo
poético” del actor. Un campo que, dado el marco transferencial en que acontece, está
atravesado por un potente erotismo:
La actuación produce disturbios, erotiza los cuerpos. Plantea un gran nivel de
genitalidad –yo hablo de estos temas y me pongo un poco nervioso. (…) El teatro
es una situación de contagio, de gran erotismo en el trazo, de gran definición en
el espacio, donde la conciencia artificial de estar actuando produce una amplitud
en el campo asociativo del actor. (…) Yo tengo la idea de que la actuación tiene
mucho que ver con la sexualidad. Por ejemplo: un área de equilibrio es la pelvis,
tradicionalmente desechada por la actuación clásica, más atenta a los hombros,
la cabeza y las manos. Desde la pelvis, en cambio, se obtiene una actuación menos
agresiva y solemne, más ambigua y activa. Por otro lado, me parece que no se
puede actuar sin un impulso pasional. Hay que pensarlo desde la idea de lo
erótico y no tanto desde lo genital, como una metafísica del amor, del momento
supremo de la sexualidad.(10)
Se ve entonces en qué consiste el motor decisivo que habrá de arrancar al actor de la
“normalidad cotidiana”, empujándolo a ese flujo asociativo –“poético”- que el director
tratará de excitar y de encauzar. Y ese estado –como aquellos por los que transitaba Kostia
sumergido en el desafío lanzado por Tortsov- tiene mucho de agonía, pues
El actor produce el salto y le salto en la actuación no es la reproducción ni la
representación de un personaje, sino el asumir un territorio de absoluta libertad
donde el yo queda diluido. A tal punto que uno actúa no tanto para ser otro, sino
para no ser nada, para no ser.(11)
El borramiento del ser, la disolución de su pesadez yoica, instala al actor en la esfera
del estar:
En la vida uno apela, en un intento de organización, a la memoria, para decir
“Fui aquel…”. Y uno sabe profundamente que eso es falso, que uno no fue nada,
que uno tiene la sensación poética de haber estado en algunas situaciones, no de
haber sido. Y esto es un elemento muy fuerte dentro de nuestra estética: la idea
de aprender a estar, de entrenarnos en estar, no en ser sino en estar, con gran
nivel de conciencia del artificio sin ser coreográficos, sin apelar a la muletilla de
la forma. (…) Los actores son en al medida en que actúan; ahí comprenden la
idea de ser, de estar, cuando están construyendo un campo poético.(12)
El paso abrupto, sin transición, entre el “ser” y el “estar” es comparable al abandono
del control consciente a “la pérdida total del yo” que exige el tiro con arco según la
tradición japonesa, y podemos suponerlo igualmente difícil para la mayoría de los
practicantes.
La internación en el territorio poético, por lo tanto, no suele ser un trámite placentero
–Pavlovsky habla del “excepcional rigor” que Bartis ejerce en el trabajo, “a veces casi
llevando a los actores al colapso”-, y no lo es porque, de un modo u otro, la violencia es
un ingrediente ineludible, pues
Para recuperar la posibilidad de hablar poéticamente, el teatro, en principio,
debe aceptar la idea de rasgar, de quebrar, de violentar la realidad.(13)
Y no podría ser de otro modo, ya que el erotismo inherente a la actuación no deja de
convocar a su par oscuro, la muerte. En la línea de Craig, de Maeterlinck o de Kantor,
Bartís presiente que “el teatro parecería contener, al mismo tiempo que la seriedad de la
muerte, su mueca ridícula, su propio patetismo, su ingenuidad”.(14). Como Kantor, el
director porteño explica que

59
Ser actor entraña ese movimiento sacrificial por el cual alguien similar a
cualquiera de nosotros, de pronto nos es infinitamente extraño por el lugar en
que queda colocado. Ese lugar desde donde representa, a través de una gran
condensación expresiva, aquello que nosotros (espectadores) también somos. El
asistir a este ritual, a esta transformación, implica un verdadero movimiento de
fractura dentro del actor; es un toparse con ciertas “zonas oscuras”, es un
toparse con la muerte, y por lo tanto, produce un temor casi metafísico.(15)
Si en Meyerhold el actor debía entrenarse –biomecánicamente- para disponer de un
cuerpo dócil a los mandatos directoriales, de un cuerpo tan bien templado como un
instrumento musical, y resumía esa disponibilidad en la fórmula ACTOR = DIRECTOR
+ CUERPO DEL ACTOR, (N = A1 + A2), en Bartís encontramos una “fórmula”
comparable, pero con sus términos completamente resignificados:
El actor es el sujeto y el objeto de la actuación. Estos dos planos a veces se
confunden en la percepción del actor. Creo que podríamos decir que el actor es
la sustancia y la actuación, la tarea. (…) La tarea sería justamente la ejecución:
cómo yo, desde ese que soy, produzco un movimiento que me hace desaparecer
para que aparezca el otro, el personaje. Desaparecer en una sentido aparente,
porque, por otro lado, nunca estoy más presente que cuando estoy actuando.(16)
Pero la sustancia que aquí está en juego, el “objeto” de la actuación, no es un cuerpo
biológico (ya sea el cuerpo biomecánico de Meyerhold o el cuerpo “pre-expresivo” de
Barba), sino el cuerpo erógeno, hecho de “su propia historia personal, asociaciones,
ritmos, texturas” y también “de las cosas que le suceden en ese momento, la percepción
de la sala”, pues el actor está expuesto a un deseo canibalístico (el del público) que hace
de su materia somática “una carne expuesta –como quería Artaud- para la ceremonia de
conocimiento poético”(17). Pues se trata de “poner el cuerpo, sufrir la ‘forma’, padecer
el riesgo”(18). Hay allí, sin embargo, una suprema “voluntad de existencia” que implica
“energía, decisión”, un acto que se justifica por su recompensa, pues el actor “sabe que
hay otra cosa mejor que lo que le pasa en la vida; que ahí, cuando actúa, vive
intensamente, de manera más pura y más plena”(19).
Y lo que levanta la temperatura propiciatoria de ese acto es, como en Stanislavski, un
inapelable significante-amo:
Cuando actúo observo en mí esa lucha enorme por dominar las fuerzas dentro de
algún campo conceptual, preexistente al cuerpo del actor: llámese la obra, la
historia que se cuenta, las imágenes del director.(20)
Y esos cuerpos extraños tienden a descarriar al actor, a hacerle abandonar “la
experiencia teatral básica que es la relación de energías entre un grupo de personas que
observa y un actor que actúa”(21). Ese descarrío, como se ve, opta por la senda que era
grata a Stanislavski y a su máquina paranoica.
Pero esta agonía desprotegida es un precio necesario para que “lo poético” se
desencadene, pues “cuando se actúa está en juego algo” que viene de fuera de ese
caparazón que llamamos “la realidad” y que la máquina stanislavskiana se esforzaba por
recrear en la escena:
Hay actores que narran la posibilidad de que algo extraordinario suceda, algo
imprevisto, algo que no puede suceder y está en ellos que pueda ocurrir. Hay algo
superador, como una especie de voluntad humana de trascendencia poética que
pone en funcionamiento al actor, y una gran voluntad para trascender el mero
narcisismo.(22)
Y en otra entrevista, el director del Sportivo Teatral se extiende sobre la idea de este
suceso que habrá de marcar la esencial diferencia entre actuar e “interpretar un texto
previo que sirve de modelo”:

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El teatro no-representativo funda un territorio poético en la presunción de que va
a crear un instante, un instante privilegiado por el cual va a producir un
acontecimiento. Tema que Badiou y el pensamiento francés toman del teatro. (…)
Se trata de una experiencia que funda un territorio en el cuerpo y desactiva el
modelo de control que divide lo intelectual y lo corporal y que el sistema nos
formula permanentemente. (23)
Vale la pena recordar que Alain Badiou considera que el acontecimiento, dejando una
huella o trazo en el mundo, lanza al sujeto a la construcción de un “nuevo cuerpo”, ese
cuerpo habitado, a la vez, por una extraordinaria potencia y una pavorosa fragilidad, y
que en estas páginas se viene calificando de “poético”. Esta actuación no-representativa
es completamente afín a aquella “actuación vivencial” stanislavskiana que, como he
mostrado más arriba, se oponía dialécticamente a su propia máquina pedagógica; sin
embargo, el maestro ruso estaba todavía demasiado sujeto a la lógica realista como para
extraer todas las consecuencias “poéticas” que encerraba su “vivencia”.
La cita de Bartís que acabo de transcribir continúa con una frase que hubiese firmado
Tadeusz Kantor: “en el teatro se sufre, y se entiende que todo sufrimiento es corporal”.
Kantor, por su parte, había dicho en una entrevista, al ser interrogado sobre su método de
trabajo, que
No vale la pena tener un método. Aprendan, pero otras cosas. Aprendan la
historia de la pintura, la historia de la sociedad. Tengan sus propias reacciones
frente a todo eso. Y lo más importante, hace falta estar en una situación en la que
se comience a sufrir. Si se comienza a sufrir, una masa de ideas vendrá hacia uno
y, si se quiere, uno transforma ese sufrimiento en una victoria en el arte.(24)
Ahora bien, transcurrida la fase en que el director asume esa tarea de incentivar “un
flujo asociativo y mantenerse en un plano de gran percepción de aquello que va
sucediendo, tratando de empujar y dirigir los flujos asociativos de la improvisación”(25),
una vez cumplida esa etapa, digo,
nuestra preocupación es crear una máquina autónoma de producción de
teatralidad, donde los límites de la actuación no estén dados por ningún rol. No
hay un rol, hay una fuerza, una energía y además una búsqueda del lenguaje del
actor que permite que ese actor exprese con la máxima potencia su poética,
dentro de una estructura dada.(26)
En ese segundo momento, “cuando el lenguaje se constituye”,
la mirada de la dirección (…) se transforma en una máquina, una estructura que
funciona con un ritmo y con una mecánica escénica, y el salto abstracto de la
actuación será introducir actuación en ese marco: marco de tiempo, marco
formal (palabras que se dicen, tiempo que se utiliza en decirlas).(27)
Estas dos fases del trabajo directorial pueden reconocerse también en la poética de
Paco Giménez, salvo, quizá, que la “máquina” construida en la segunda etapa por el
teatrista cordobés es menos estricta, menos ajustada y, de hecho, atraviesa por notables
cambios a lo largo de las funciones posteriores al estreno de la obra. En el dispositivo
maquínico ideado por Bartís, no obstante, “las escenas, en lo aparente, a veces se ignoran
entre sí, y su entrelazamiento, su lógica devienen de los escénico y no del sentido”(28).
La “máquina de producción de teatralidad” es un hecho de lenguaje –aunque lo que
está en juego no es la transmisión de un significado ni, mucho menos, la intención de
comunicar algún “mensaje”-, es una emanación de ese “estilo” directorial,
inequívocamente “bartisiano” que se va decantando a través de los sucesivos espectáculos
de su autoría, pues “los lenguajes se van produciendo por acumulación, aun en las
situaciones de error. Las apariciones de lenguaje son acumulaciones de tiempo y de
experimentación”(29).

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Finalmente, para que las trayectorias paralelas de Ricardo Bartís y de Paco Giménez
sigan prometiéndose una cita en el infinito, señalaré, en las reflexiones del director
porteño, un atisbo de pensamiento trinitario cuyo desarrollo reclamaría un espacio mucho
más extenso que el de esta monografía. Hablando sobre su entonces inminente estreno de
Donde más duele, en febrero de 2003, Bartís piensa en voz alta:
Tengo la conciencia de que la vida es una especie de masa indiferenciada entre
el campo imaginario, la construcción voluntaria y el suceso.(30)
Y seguramente el teatro es un intento –siempre insatisfactorio, siempre provisorio,
siempre íntimo- de transmutar esa masa indiferenciada en apabullante sustancia poética.
Las formas ternarias que he explorado a lo largo y a lo ancho de estas páginas son toscas
guías de un pensamiento que se lanza sobre la materia con la esperanza de operar esa
alquimia prodigiosa.

NOTAS

(1) Véase Valenzuela, J. L.; Las piedras jugosas, Buenos Aires, INTEatro, 2004 y
Valenzuela, J. L.; La risa de las piedras, Buenos Aires, INTeatro, 2009.
(2) Bartís, R. ; Cancha con niebla, Buenos Aires, Atuel, 2003, pág. 68.
(3) Ibid., pág. 180.
(4) Ibid., pág. 68.
(5) Ibid.,pág. 115
(6) Ibid., pág. 117.
(7) Evans, D.; Diccionario introductoria de psicoanálisis lacaniano, Buenos Aires, Paidos,
1997, pág. 69.
(8) Op. cit. (2), págs. 176-177.
(9) Op. cit. (7), págs. 69-70.
(10) Op. cit. (2), pág. 224.
(11) Ibid., pág.117.
(12) Ibid., pág. 180.
(13) Ibid., pág. 13.
(14) Ibid., pág. 116.
(15) Ibid., pág. 26.
(16) Ibid., págs. 26-27.
(17) Ibid., pág. 145.
(18) Ibid., pág. 145.
(19) Ibid., pág. 14.
(20) Ibid., pág. 34.
(21) Ibid., pág. 34.
(22) Ibid., pág. 181.
(23) Ibid., pág. 120.
(24) Skiba-Lickel; L’acteur dans le théâtre de Tadeusz Kantor, Lectorure, Bouffonneries,
1991, pág. 51.
(25) Op. cit. (2), pág. 177.
(26) Ibid., pág. 120.
(27) Ibid., pág. 177.
(28) Ibid., pág. 68.
(29) Ibid., pág. 121.
(30) Ibid., pág. 233.

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