Está en la página 1de 46

3.

LA ESCUELA DE CHICAGO Y SU HEGEMONÍA ENTRE LAS DOS GUERRAS


MUNDIALES 3.1. CHICAGO O EL EPÍTOME DE LA NUEVA MODERNIDAD
AMERICANA A principios del siglo XX, Chicago, más quizá que ninguna otra ciudad
en el mundo, aparecía a sus contemporáneos como la encarnación del destino manifiesto
de la moderna religión del progreso, de la nietzscheana voluntad de poder
desencadenada por la civilización industrial, ya en su fase superior del petróleo y la
electricidad; ese momento histórico volcado a la transformación frenética de la
naturaleza y de la sociedad bajo el credo olímpico del citius, altius, fortius («más rápido,
más alto, más fuerte») que hacía de la existencia social un sprint lanzado hacia el
porvenir. Una civilización, en efecto, que, como ninguna otra hasta entonces, vivía más
en el futuro que en el pasado o incluso en el presente (Giddens, 1998), experimentando
una especie de vértigo que Marx o Simmel habían ya intuido y que ha sido genialmente
sintetizado de esta manera por Marshall Berman: «Ser moderno es experimentar la vida
personal y social como un remolino, encontrar el propio mundo y a uno mismo en
desintegración y renovación, problematización, angustia, ambigüedad y contradicción
perpetuas: formar parte de un universo en el que todo lo que es sólido se disuelve en el
aire» (la cursiva, que es también el título del libro de Berman, es una cita literal del
Manifiesto Comunista) (Berman, 1982: 15). Chicago era una ciudad surgida en un
tiempo record en medio de la naturaleza, el epítome de la conquista del salvaje oeste,
una auténtica tabula rasa sin pasado, con un presente preñado de proezas y un futuro que
se adivinaba rutilante. La ciudad había pasado de ser un poblachón de unos pocos miles
de habitantes (fundada en 1834) a la segunda metrópoli de Norteamérica en tan solo 35
años (Mayer y Wade, 1969; Pacyga, 2009). Todo había comenzado con una gran obra de
ingeniería, el Canal de Illinois y Michigan, en 1848, que 52 Francisco Javier Ullán de la
Rosa había comunicado fluvialmente la minúscula Chicago con las grandes ciudades
industriales de Nueva Inglaterra. Muy pronto llegaron el ferrocarril y el telégrafo. En
1870 era ya la segunda ciudad del país, con 300.000 habitantes. Luego vendría el gran
incendio de 1871 que dejó sin hogar a un tercio de sus moradores, un bautismo de fuego
del que la ciudad saldría renacida, construida de nuevo desde cero, eliminando incluso
el poco pasado que tenía, sustituyendo los viejos edificios y aceras de madera por la
verticalidad futurística del hormigón y el acero, que fue inventada aquí. El primer
rascacielos de la historia, en estructura de acero, fue el Home Insurance Building,
construido en el centro financiero de Chicago en 1884. Desde entonces la ciudad se
erigió en líder de la arquitectura moderna, estableciendo el modelo, más tarde
reproducido en todos los Estados Unidos, de los CBT (Central Business Districts)
(Mayer, 1969). El empuje de esta modernidad, guiada por un capitalismo de muy
escasos frenos, era tal que devoraba los propios símbolos arquitectónicos de la ciudad,
sacrificados a la vorágine del ciego culto al futuro. Cuando los futuristas italianos en los
años diez publicaron sus manifiestos y llamaron a una revolución cultural integral,
tenían sin duda en mente la imagen de Chicago. Se había pasado de una civilización que
veneraba la tradición, a otra que no solo la ignoraba sino que la destruía
conscientemente. Bajo esa lógica, ni siquiera las canas del patriarca de los rascacielos
del CBT fueron respetadas: en 1931 el Home Insurance sería, en efecto, derribado para
dar paso a otro aún más alto. Todo parecía haberse rendido a la dinámica del flujo
incesante de lo efímero. Efímera era la arquitectura de las exposiciones universales que
se celebraron en Chicago (en 1893 y en 1934, para el centenario) y que pusieron a la
ciudad de las praderas en el mapamundi, a la par de París o Londres. Solo la primera de
ellas atrajo a las orillas del lago a 27,5 millones de visitantes (Appelbaum, 1980)
subyugados por las feromonas de ese futuro conquistado por la ciencia y el maquinismo
que exhalaban sus pabellones. Chicago se convirtió también, junto con Nueva York, en
el centro de una nueva industria, la publicidad, ya absolutamente necesaria en aquellos
años en que el sistema capitalista empezaba a trasladar su peso estratégico de la
producción en masa al consumo de masa. Albert Lasker, el «padre de la moderna
publicidad», hizo de Chicago su cuartel general en 1898, desarrollando las técnicas
modernas que apelaban directamente a la psicología del consumidor y cambiando así
para siempre la cultura popular urbana. La Escuela de Chicago y su hegemonía entre las
dos guerras mundiales 53 Para 1910 la población excedía de los dos millones y la
mayoría de ellos, como no podía ser de otra manera, no habían nacido en la ciudad
(Pacyga, 2009). La extrema labilidad de su arquitectura solo era parangonable a la
fluidez de su tejido social. Chicago constituía un tipo de sociedad como el mundo no
había conocido hasta la fecha: sin pasado, sin identidad o mecanismos de cohesión
social compartidos y definidos, más allá de los que procuraba la división social del
trabajo industrial. Durante todo el siglo XIX los inmigrantes llegaron en un torrente
incesante, primero de Gran Bretaña y los países del norte de Europa, luego de Europa
oriental, central y del sur. Las dos guerras y leyes migratorias más restrictivas (como la
de 1924) cortaron los flujos exteriores pero la emigración no se detuvo: la ventana de
oportunidad fue rellenada por poblaciones rurales de los Apalaches (fundamentalmente
blancos) y del sur (afroamericanos) (Pacyga, 2009). Todo aquel dinamismo constituía
una liberación de energías sin precedentes que provocó espectaculares transformaciones
de efectos muy positivos pero que muy pronto empezó a mostrar también síntomas de
disfuncionalidad. Así, los fervientes adoradores ciudadanos del mito del progreso pronto
se vieron confrontados, como lo habían estado en décadas precedentes los europeos, con
el desafío de comprender y domesticar al monstruo de Frankenstein que la ciudad estaba
gestando más allá de sus soberbios rascacielos y recintos feriales. Este retrato de Dorian
Grey tenía algunas características comunes con el que ya había despertado el interés
sociológico de los académicos europeos (personas sin hogar, slums de infraviviendas…)
pero presentaba también características únicas que agudizaban los problemas
psicosociales y de cohesión derivados de una situación de rápida y masiva migración:
mientras que en Europa los nuevos habitantes urbanos eran población rural
perteneciente por lo general al mismo grupo étnico de la población urbana originaria
(misma religión, lengua, rasgos somáticos), en los Estados Unidos estos provenían de
grupos culturales y raciales muy diversos. La población rural de las grandes urbes
industriales europeas era sin duda culturalmente diversa de la urbana pero esas
diferencias resultaban a la postre pequeñas en comparación con la gran urbe americana
en la que habían convergido —y se veían obligados a convivir— judíos centroeuropeos
con católicos sicilianos u ortodoxos griegos, mediterráneos con irlandeses, germanos
con eslavos, negros del sur con blancos racistas del sur (y del norte), y todos ellos con la
(supuesta) cultura central 54 Francisco Javier Ullán de la Rosa dominante de los WASP
(White Anglo-Saxon Protestants) a la que, en teoría, estaban abocados a asimilarse. Este
cóctel multicultural podía ser, sin duda, muy estimulante, fuente de mucha creatividad,
pero era también un polvorín muy inestable. Así, a la preocupación de las luchas de
clase (Chicago fue testigo de una huelga salvaje de camioneros que paralizó sus calles
en 1905, enfrentando a sindicalistas con comerciantes [Witwer, 2000]) los sociólogos y
políticos tuvieron que añadir la cuestión étnica y racial. En 1919, en lo que se conocería
más tarde como el «Verano Rojo», Chicago se vio violentamente sacudida por
sangrientos disturbios raciales que tuvieron como origen la competición laboral
desencadenada por el regreso de los veteranos de la Primera Guerra Mundial. Muchos
no pudieron digerir que el trabajo hubiera sido ocupado en el ínterim por los
afroamericanos y se movilizaron para reconquistar el territorio (Pacyga, 2009). Aquella
situación de fluidez y de extrema heterogeneidad tenía también otro efecto colateral
indeseable, mucho más constante e insidioso que la violenta, pero efímera, erupción de
los disturbios raciales: unas altas tasas de criminalidad en general y de criminalidad
organizada en particular, a partir de las solidaridades primarias que ofrecía la etnicidad.
Durante las décadas a caballo entre el XIX y el XX la tasa de homicidios domésticos se
triplicó (Adler, 2003) y lo mismo puede decirse del resto de los delitos de sangre. Tres
cuartas partes de dichos delitos, incluso cuando llegaban a la justicia, no resultaban en
sentencias firmes, al parecer debido, en parte, a mecanismos de solidaridad étnica al
interior de la policía, judicatura y los jurados populares (Adler, 2006). A partir de los
años veinte la imagen de la gran metrópoli norteamericana, y de Chicago, feudo de Al
Capone, en particular, quedó asociada con la inseguridad y el crimen. Un crimen que
incluso se teñía de un cierto glamour, al menos en el caso de los grandes bosses de la
mafia, investidos por el cine de la época de un protagonismo que nunca antes había
tenido ningún bandido tradicional. Era el reverso oscuro del American Dream. Todos
aquellos brotes de «irracionalidad» asustaban y preocupaban, por obvias razones, a las
clases dominantes de la época. Eran un desafío al credo racionalista del progreso
encarnado en ese sueño americano. Un sueño americano que, como el de la razón de
Goya, producía monstruos. Era necesario diseccionar aquellas anomalías monstruosas
para entender su comportamiento y poder eventualmente controlarlo, salvando así el
proyecto de progreso de la modernidad. Chicago adoptaría un papel preponderante en
dicho esfuerzo La Escuela de Chicago y su hegemonía entre las dos guerras mundiales
55 liderando, por ejemplo, las reformas en el sistema judicial norteamericano a partir de
1900. El Departamento de Sociología de Chicago había nacido unos años antes y
también se puso a trabajar en la comprensión y resolución de los problemas sociales de
la ciudad. 3.2. LA PRIMERA GENERACIÓN DEL DEPARTAMENTO DE
SOCIOLOGÍA DE CHICAGO El Departamento de Sociología de Chicago fue fundado
en 1892 por Albion Woodbury Small (1854-1926). Muy pocos años después, en 1895, el
departamento empezaría a publicar el American Journal of Sociology, la revista de
sociología decana en los EE. UU. y, desde entonces uno de los órganos fundamentales
de difusión del pensamiento sociológico mundial (ya en 1905, como hemos visto,
publicaba, por ejemplo, un artículo de Tönnies). Bajo su guía, una constelación de
brillantes científicos sociales convertiría la bulliciosa urbe en un laboratorio en el que se
desarrollaron buena parte de las metodologías y los marcos teóricos de la sociología. En
unas décadas la potencia que adquirió el departamento lo elevaría a la posición de think
tank hegemónico en las ciencias sociales estadounidenses (y, más tarde, mundiales)1 . Y
hablamos de la sociología en general, 1 Esta hegemonía se ilustra y refleja
perfectamente en la lista de presidentes de la American Sociological Association, puesto
que desde 1916 se renueva anualmente: de los 103 presidentes que ha tenido la ASA
desde su fundación en 1906, 21 eran profesores del Departamento de Chicago, 2 habían
estudiado el doctorado allí y otros 3 están estrechamente ligados, biográfica y
académicamente, al mismo. En total 27 (o lo que es lo mismo, el 25 por ciento). Pero si
tomamos solo los primeros cincuenta años de la ASA, que corresponden
aproximadamente a la primera mitad del siglo XX (1906-1956), el periodo de
hegemonía propiamente dicho, la proporción es aún más abrumadora: 19 de 46 (el 41
por ciento). Prácticamente todos los representantes de la Escuela de Chicago accedieron
a este máximo cargo honorífico de la academia norteamericana: Albion W. Small
(1912–1913), George E. Vincent (1916), George E. Howard (1917), Charles H. Cooley
(1918), Robert E. Park (1925), W. I. Thomas (1927), Ernest W. Burgess (1934),
Ellsworth Faris (1937), Edwin Sutherland (1939), Louis Wirth (1947), E. Franklin
Frazier (1948), Samuel A. Stouffer (1953), Florian Znaniecki (1954), Herbert Blumer
(1956), Everett C. Hughes (1963), Philip M. Hauser (1968), Reinhard Bendix (1970),
Lewis A. Coser (1975), Amos H. Hawley(1978), Erving Goffman (1982), Kai T.
Erikson (1985). A ellos añadiré los nombres de Edward C. Hayes (1921) y Emory S.
Bogardus (1931) (doctorados en Chicago) y Talcott Parsons (1949), Leonard S. Cottrell
Jr. (1950) y Dorothy Swaine Thomas (1952) (estrechos colaboradores de fundadores de
la Escuela de Chicago) 56 Francisco Javier Ullán de la Rosa y no únicamente de la
sociología urbana. En este primer momento, y hasta el desarrollo de la teoría de la
Ecología Humana en los años veinte, no existe la sociología urbana como tal: el estudio
de Chicago es simplemente el de los procesos sociales de la sociedad moderna. Lo cual
no es óbice para que los investigadores de Chicago abrieran la senda de lo que serían en
el futuro los estudios sociológicos de temática más genuinamente urbana. Las antologías
nos recuerdan que Small fundó el primer Departamento de Sociología de los Estados
Unidos pero muchas de ellas se olvidan de precisar que hasta 1929 (Stocking, 1979),
fecha en que se produjo la escisión, se trataba en realidad del Departamento de
Sociología y Antropología. Esta precisión no es banal porque, como más tarde se verá,
la influencia recíproca de ambos enfoques es muy grande en la Escuela de Chicago. Su
Ecología Humana puede considerarse, de hecho, como un proyecto para subsumir
ambos en una ciencia social más holística. La doble raíz sociológica/antropológica del
departamento quizá sea una de las razones que explican la coexistencia desde un
principio de los enfoques nomotético e ideográfico en Chicago. Así, si bajo la guía de
Small los investigadores de Chicago se aplicaron a desarrollar el método empírico más
decididamente cuantitativo, por otro lado profesores como George Herbert Mead o John
Dewey (docente en Chicago de 1894 a 1904) aplicaban el Pragmatismo filosófico, muy
próximo a la Fenomenología (Shalin, 1986), y dos autores como William I. Thomas
(1863-1947) y Florian Znaniecki, trasladaban por primera vez estos enfoques
culturalistas2 a la realización de un estudio cualitativo de gran rigor metodológico,
usando las mismas técnicas etnográficas que los antropólogos estaban desarrollando por
los mismos años para el estudio de pequeñas sociedades tribales, al análisis de
comunidades étnicas urbanas. Enfoque culturalista y cualitativo que anunciaba ya la
corriente de (“American Sociologícal Association”, en Wikipedia
http://en.wikipedia.org/wiki/ American_Sociological_Association). 2 Thomas es
conocido, entre otras cosas, por haber elaborado junto con su mujer Dorothy el teorema
que lleva su nombre y que él mismo enunció de esta manera: “Si el ser humano define
una situación como real, esta es real en sus consecuencias” (Thomas y Thomas, 1928:
572). Germen de lo que sería toda una línea de investigación en sociología y que
llevaría al “descubrimiento” de otros mecanismos psicosociales que se basaban en este
más general, entre otros el clásico de la profecía auto-cumplida (Merton, 1948) La
Escuela de Chicago y su hegemonía entre las dos guerras mundiales 57 los Community
Studies que desarrollaría la siguiente generación de Chicago. Muchos de estos primeros
sociólogos chicagüenses (entre ellos Small, Mead y Thomas), como también los de la
Ecología Humana, habían realizado estudios en Alemania y estaban fuertemente
influidos por el historicismo y la verstehen que se estaban elaborando en aquel país
(Bulmer, 1984). De 1908 a 1918 Thomas realizó una fantástica investigación de campo
sobre los polacos de Chicago, uno de los grupos étnicos más numerosos y visibles de la
ciudad. Ello le condujo a aprender la lengua, realizar innumerables entrevistas e
historias de vida a miembros de la comunidad, observación participante, análisis de
documentos (periódicos polacos publicados en Chicago, correspondencia personal de
los inmigrantes con sus familiares en Europa…) y un buen número de viajes a Polonia
para conocer el contexto social y cultural de los inmigrantes. En uno de estos viajes
conocería al sociólogo polaco Florian Znaniecki (1882-1958), entonces editor del
periódico Wychod ca polski («El emigrante polaco») y director de una organización que
representaba a los inmigrantes polacos en Varsovia. Znaniecki se convirtió en un
informante de primer orden y, al estallar la Primera Guerra Mundial y quedar Polonia
repartida entre los bandos combatientes, en su asistente en Chicago y más tarde profesor
del departamento. El fruto de todo aquel monumental trabajo es la obra publicada entre
1918 y 1920 en coautoría The Polish Peasant in Europe and America, considerada por
algunos como una de los grandes hitos de la investigación sociológica en América
(Coser, 1977). Los sociólogos de esta primera generación no se limitaron a investigar
las transformaciones sociales que experimentaba su ciudad. Quisieron también
colaborar en la reforma de sus instituciones y en la resolución de los problemas urbanos.
George Herbert Mead, por ejemplo, colaboró durante toda su vida con el City Club de
Chicago, una organización no partidista fundada en 1903 con el objetivo de fomentar la
responsabilidad cívica, debatir y proponer soluciones sobre políticas públicas urbanas3 .
Una de sus misiones, en la que Mead fue muy activo, fue la de realizar investigaciones y
elaborar informes 3 El City Club sigue existiendo hoy en día y, entre sus miembros
recientes más destacados se cuenta el presidente norteamericano Barack Obama que,
como es sabido, inició su carrera como abogado y activista social precisamente en
Chicago (ver el sitio web del Chicago City Club en www.cityclub-chicago.com.) 58
Francisco Javier Ullán de la Rosa sobre aspectos de gobernanza local. Aquella
implicación en política se desarrolló desde los principios de un espíritu liberal-
reformista que, a pesar de carecer del filo cortante del marxismo, encontró virulenta
oposición por parte de un establishment muy conservador (y parcialmente corrupto), del
que formaba parte también la cúpula dirigente de la universidad. El City Club tuvo que
abrirse paso a codazos en un entorno político hostil aquejado por la plaga de la
corrupción. Y el entorno académico no era un santuario en el que los académicos-
reformistas pudieran siempre buscar refugio: las desavenencias entre el «demasiado»
progresista Dewey y las autoridades de Chicago forzaron la salida de este en 1904.
Catorce años después le tocaría el turno a Thomas, expulsado de la universidad en
medio de un turbulento proceso que revistió tintes de novela negra. Desde siempre mal
visto por la jerarquía universitaria por su vida demasiado «bohemia», Thomas sería
arrestado en 1918 por el FBI cuando salía del estado de Illinois en compañía de la joven
esposa de un oficial del ejército destinado en Francia, supuestamente su amante, bajo la
acusación de haber infringido la Ley Mann que prohibía «el traslado interestatal de
mujeres con propósitos inmorales». La universidad lo expulsó inmediatamente, sin
esperar la sentencia. Aunque Thomas fue absuelto de los cargos, su reputación quedó
seriamente dañada: el Chicago Tribune lo atacó duramente, la editorial de la
universidad, que ya había publicado sus dos primeros volúmenes del The Polish
Peasant, rescindió su contrato. Es por ello que la obra se publicó en dos fechas sucesivas
(la segunda parte vería la luz en Boston) y otra obra suya, Old World Traits
Transplanted, tuvo que ser publicada en 1921 bajo la firma de sus discípulos Robert
Ezra Park y Herbert Miller (quienes solo habían colaborado a una pequeña parte de la
misma) por la negativa de la Carnegie Corporation (que era la comisionaria del trabajo)
a publicarlo con su nombre (su autoría no sería restituida hasta 1951). Como apunta
Bulmer (1984) los motivos de tal encarnizamiento no tenían nada que ver con la
inmoralidad del supuesto adulterio sino con cuestiones políticas, e incluso sugiere que el
FBI le tendió una trampa. Los ojos del establishment hacía tiempo que estaban encima
de Thomas y de su mujer Dorothy por sus inconvenientes planteamientos izquierdistas.
La relación con la mujer del militar probablemente se debía a las actividades pacifistas
que conducía Dorothy por aquellas fechas del final del conflicto mundial. Thomas había
tenido ya varios choques violentos con el aparato más conservador de la máquina
política de Chicago, de cuya Comisión La Escuela de Chicago y su hegemonía entre las
dos guerras mundiales 59 para la Criminalidad formaba parte. Su estudio de la
delincuencia entre los polacos de Chicago le había llevado a conclusiones que se
alejaban de las explicaciones moralistas de la mayoría de la comisión. Bulmer sugiere
que todo fue una venganza de algunos de los miembros de esta después de un sonoro
incidente protagonizado por Thomas en el debate sobre la prohibición de la prostitución.
Thomas había defendido fervientemente que la clausura del «distrito rojo» de Chicago
solo empeoraría la situación y al no conseguir convencer a nadie había abandonado
asqueado la sesión. Al día siguiente era titular de todos los periódicos y se había ganado
la feroz animadversión de la comisión. Los casos de Dewey y Thomas, los dos únicos
miembros de aquella primera generación de Chicago que abandonaron el departamento
antes de la jubilación, ilustran el clima existente en la academia norteamericana de la
época, dominada por conservadores. Autores que no solo fueron vanguardia del
conocimiento sino punta de lanza de una batalla cultural y política contra el paradigma
moral victoriano que se hubo también de combatir en el propio seno de la academia,
como una verdadera guerra civil. Guerra civil, en parte generacional, que se reveló
nítidamente en la reunión de la ASA de 1927, en la cual la nueva generación emergente
de sociólogos, entre los que se contaba Park, consiguió el nombramiento de Thomas
como presidente de la asociación para ese año frente a la oposición de la mayoría del
gran profesorado. Volveremos sobre este asunto al analizar la dimensión política de la
segunda generación de la escuela. A la salida de Thomas le siguió en 1925 la de Small,
por jubilación, y su recambio al frente del departamento por Ellsworth Faris (1874-
1953), investigador de pasado y corazón antropológico (había sido misionero en África
y sus primeras obras recogen sus experiencias de campo en aquel continente) que
dirigiría el doble departamento hasta 1936. La salida de Small vino sucedida por la
llegada de toda una nueva generación de investigadores más jóvenes, entre los que se
contaban Robert Ezra Park (1864-1944), Ernest W. Burgess (1886- 1966) y Roderick D.
Mackenzie (1885-1940). Juntos, si bien Park asumió un rol decididamente más
protagónico, lanzarían a la Escuela de Chicago hacia su segunda, más madura y más
influyente etapa, en la que los caminos ya iniciados (enfoque y metodologías
cuantitativas y cualitativas) se verían sujetos a un intento de sistematización teórica bajo
el paraguas más amplio de la Ecología Humana. Ese mismo año de 1925 veía la luz el
manifiesto de aquella nueva etapa, The City, escrito por los tres autores. Con él, la
sociología subía un peldaño en 60 Francisco Javier Ullán de la Rosa su construcción
como disciplina científica y la sociología urbana se dotaba de su primer paradigma
teórico específico, naciendo finalmente como tal. En los años siguientes aquel
paradigma produciría una de las generaciones de sociólogos más prolífica y marcante de
la historia de la disciplina. Intentemos en las páginas que siguen resumir sus logros y
citar algunos de los nombres y contribuciones más significativas. 3.3. LA SEGUNDA
GENERACIÓN DE LA ESCUELA DE CHICAGO. BIOLOGICISMO,
FUNCIONALISMO Y CULTURALISMO ENTRE LA ECOLOGÍA HUMANA Y LOS
COMMUNITY STUDIES 3.3.1. Consideraciones generales El paradigma teórico que
salió de los hornos del Departamento de Sociología (y Antropología) de Chicago a partir
de la década de los veinte y hasta bien entrados los cuarenta es producto de un trabajo
colectivo y acumulativo. A veces se le imputa a Park un protagonismo excesivo que no
le corresponde. Sin negar su condición de iniciador y figura de más peso del
movimiento, un análisis más ajustado a la realidad debe tratar a la Escuela de Chicago
como un conjunto, sin diseccionar su análisis autor por autor, aunque, como no puede
ser de otra manera, se harán alusiones concretas a todos ellos cuando se trate de
delimitar algunas de sus contribuciones más personales. El trabajo que más tarde
desembocaría en la primera elaboración de la Ecología Humana es el artículo de Robert
E. Park «The City: Suggestions for the Investigation of Human Behaviour in an Urban
Enviroment», fechado en 1915, cuyo título es de por sí, todo un manifiesto de lo que
será la futura agenda de investigación. La obra convierte, sin duda, a Park en el padre de
la Ecología Humana. Pero su trabajo pionero no empezaría a tomar verdadero cuerpo
hasta que no encontró, diez años más tarde, el refuerzo de otros dos profesores de
Chicago, Ernest W. Burgess y Roderick D. MacKenzie. Los tres juntos coeditarán el que
puede considerarse verdadero manifiesto fundacional de la escuela, su The City (1925),
cuyo subtítulo recuperaba también el del artículo de Park. La obra recogía el seminal
artículo de aquel pero desarrollaba ulteriormente otras elaboraciones previas realizadas
por los tres autores (Park y Burgess, 1921; McKenzie, 1924). También incluía un
capítulo de uno de los alumnos del departamento, La Escuela de Chicago y su
hegemonía entre las dos guerras mundiales 61 Louis Wirth, lo que le hace acreedor de
formar parte de este grupo iniciador de la escuela. El proyecto de la Ecología Humana
es, en su esencia, el del establecimiento de una disciplina holística cuyo objeto de
estudio se centrara en explicar todos los fenómenos humanos como producto, en última
instancia, de los procesos de adaptación de las poblaciones al entorno ecológico. Es
decir, la interrelación comportamientomedio, y sociedad/cultura-medio. La intención
última de la Ecología Humana era sin duda la aplicación de su enfoque al estudio de
cualquier proceso social y cultural. Nunca se pretendió crear una sociología urbana
como disciplina (Mela, 1996) pero al hacer de Chicago el laboratorio donde estudiar
esas interrelaciones, los ecólogos humanos elaboraron, quizá sin querer, la que es
considerada como «la primera teoría sistemática de la ciudad» (Reissman, 1964: 93),
analizando el entorno urbano como un ecosistema dotado de un alto grado de autonomía
que podía ser estudiado de acuerdo a sus propias lógicas internas. Esta doble dimensión
general-particular de la Ecología Humana tiñó a la producción de la escuela de una
ambigüedad que se refleja en los propios títulos de sus obras teóricas fundamentales:
mientras unas (Park, 1915; Park, Burgess y McKenzie, 1925) inciden sobre el término
«ciudad», otras (Park y Burgess, 1921, McKenzie, 1924) dejan más claras sus
aspiraciones generalistas. Esta ambigüedad podría haber sido evitada y no se resolverá
sino en una segunda fase, dirigida por una tercera generación de Chicago después de la
Segunda Guerra Mundial, que separaría nítidamente la Ecología Humana de los estudios
urbanos. La Ecología Humana nacía con el propósito de constituirse en la ciencia social
más abarcante de todas, la que ofrecía el marco teórico más holístico en el que cabrían,
en un segundo momento, estudios económicos, políticos, sociales y culturales más
concretos. «La Ecología Humana […] no era una rama de la sociología sino una
perspectiva, un método y un aparato de conocimiento para el estudio de la vida social
[…] era una disciplina general, fundamental para todas las ciencias sociales», diría
Louis Wirth, otro de los exponentes de la escuela (Wirth, 1945: 484). Lo que se
proponía era, en resumidas cuentas, un proyecto que se parecía mucho al que recorría
desde el siglo XIX la antropología con su intento de dar una explicación transcultural al
comportamiento humano a partir de leyes evolutivas naturales y universales (Harris,
1968). La mutua influencia entre antropología (o antropología cultural, como
comenzaba a denominarse 62 Francisco Javier Ullán de la Rosa en EE. UU. para
distinguirla de la antropología física dedicada solo al estudio somático y de fósiles
humanos) y Ecología Humana es, en efecto, enorme, como no podía ser de otra manera
en un departamento dirigido por un Ellsworth Faris de clara formación e intereses
antropológicos4 . Durante los años veinte el departamento añadió a su plantel
«gigantes» de la antropología como Edward Sapir y Robert Redfield, que sin duda
retroalimentaron a los sociólogos. Allí también se doctoró el padre de la Ecología
Cultural, el antropólogo Leslie White (Stocking, 1979). En el American Journal of
Sociology, a pesar de su título, no se hacía una distinción excluyente entre ambas
disciplinas y en ella publicaron, hasta bien tarde, los grandes antropólogos de la época
(Malinowsky, 1943; Mead, 1943, etc.) En su artículo de 1915, Park reclamaba la
necesidad de llevar el enfoque de la antropología, «la ciencia del hombre», como él la
llama, fuertemente autoexiliada en el territorio de los pueblos primitivos, al estudio del
«hombre civilizado» (Park, 1915: 3). Las concomitancias con la antropología no se
limitaron a la adopción de un enfoque holístico de matriz más o menos biologicista,
inspirado en el naturalismo de Spencer y Darwin y que acabaría desembocando en
aquella disciplina en el desarrollo de las corrientes de la Ecología Cultural (White,
1943; Steward y Shimkin, 1961) y el Materialismo Cultural (Harris, 1968). Estas
pueden encontrarse también en la segunda gran trocha que abre la Escuela de Chicago y
que la llevará a transitar por los caminos del psicologismo y el culturalismo. De manera
bastante análoga a como estaba haciendo la antropología con los pueblos no
industrializados desde los tiempos de Boas (1901, 1911), la Escuela de Chicago se
embarcará en el estudio de la vida mental de las poblaciones urbano-industriales, es
decir, de su universo cultural. Y ello a partir de dos enfoques que Chicago considerará,
de manera aún no del todo clara, como autónomos pero articulados entre sí: por un lado,
el propio enfoque ecológico que no es determinista sino sistémico, con el que trata de
entender cómo la cultura de los individuos es el producto de las constricciones del
medio y cómo a su vez esta lo modifica; por el otro, un culturalismo que les lleva a
entender cada cultura (o subcultura urbana) como un producto histórico contingente,
que no se explica por leyes sistémicas universales sino que genera su propio universo
autónomo de 4 Los títulos de algunas de sus obras dan fiel testimonio de ello: The
mental capacity of savages (1918) y The Nature of Human Nature (1937). La Escuela
de Chicago y su hegemonía entre las dos guerras mundiales 63 significados, «no menos
reales que la realidad», como decían Thomas y Thomas (1928), y al que la ciencia
puede, todo lo más, aspirar a comprender. Están presentes, pues, en la Ecología
Humana, contemporáneamente, las dos grandes ramas epistemológicas del pensamiento
sociológico, el positivismo y la verstehen, lo nomotético y lo ideográfico, enfoques
hasta entonces teóricamente enfrentados y para los que esta, como la misma
antropología cultural, trató de ofrecer una reconciliación en el seno de un marco teórico-
metodológico riguroso. Es importante recordar que los vínculos discipulares con autores
no positivistas eran fuertes en la escuela: Park había estudiado filosofía con John Dewey
en Michigan y más tarde fue discípulo de Simmel en Berlín. El resultado, en el caso de
la Escuela de Chicago se resume en la elaboración, por un lado, de la teoría de la
Ecología Humana (retomando la teoría de la selección natural y los primeros estudios de
Ecología no humana de Eugen Warming, J. Paul Goode o Frederic Clemens [Ehrlich,
1987]) y, por el otro, de los llamados Community Studies, un proyecto nunca concluido
de levantar un registro etnográfico, basado en lo que podríamos llamar una «descripción
densa» a la manera de Geertz (1973), de las distintas subculturas urbano-industriales,
empezando por la ciudad de Chicago. Es a partir de este doble enfoque que debe
entenderse también el empleo del término «comunidad» término que lleva a veces a
confusión pues los autores lo usan de forma indistinta para referirse a dos cosas muy
diferentes: «comunidad» es empleado como sinónimo de sistema ecológico por un lado
(la ciudad, así, por ejemplo, en el The Metropolitan Community de McKenzie [1933]) y,
por otro, como sinónimo de subgrupo humano específico con características (sociales,
culturales y espaciales) específicas al interno de dicho sistema ecológico (tal o cual
barrio o distrito al interior de la ciudad) (Park, 1952). Al contrario de lo que afirma
Mathews (1989), mi punto de vista es que ambos enfoques quedan razonablemente bien
articulados en la Escuela de Chicago. El problema fundamental de la Escuela de
Chicago no está ahí, sino en su casi total ausencia de atención (sin duda calculada) a los
factores de la economía política. La doble dimensión es el intento de combinar el
determinismo natural con la libertad individual, a la que aquellos liberales
norteamericanos no podían renunciar por meros principios. Pero también una apuesta
muy lúcida por dejar atrás todo reduccionismo epistemológico. Juegos malabares entre
libertad y determinismo, agencia y estructura, idea y materia, en los que podemos
entrever la sombra de aquellos otros que, 64 Francisco Javier Ullán de la Rosa de forma
substancialmente semejante, practicaban Weber y Simmel. Como ya vimos Simmel
otorga a la cultura y a la vida mental un cierto grado de autonomía pero también afirma
la relación de mutua retroalimentación entre esta y la base material. Esa base material,
que era fundamentalmente económica en Simmel (como en Marx) Chicago la teñirá de
tonos ecológicos. Finalmente, la escuela tomará la teoría de la selección natural ya
adaptada por Spencer al mundo social y la despojará de cualquier resabio evolucionista
explícito (los implícitos seguirán estando ahí, la civilización urbano-industrial seguirá
siempre siendo la cima del progreso histórico) aplicándole en cambio el funcionalismo
spenceriano del Social Statics pasado por Durkheim para hacer del ecosistema un
superorganismo que tiende, por encima de la lucha por la supervivencia de los
individuos y grupos, siempre al estado de equilibrio (Saunders, 1981). La Ecología
Humana puede considerarse, bajo este aspecto, como la primera elaboración del
funcionalismo sociológico (despojado más tarde de su inicial biologicismo) que habría
de dominar las ciencias sociales (Chapouli, 2001), desde Estados Unidos, durante medio
siglo (entre otras, con figuras estrechamente ligadas a la Escuela de Chicago como
Talcott Parsons). Como ya vamos entreviendo, el legado de la escuela es enorme. La
gran ciudad contemporánea es el ecosistema humano más complejo de la historia y por
ello debía ser colocada por la nueva ciencia en una posición privilegiada, central, con
respecto al estudio de otros ecosistemas humanos. Es a partir de ese punto de partida
que la segunda generación de Chicago se dedicaría simplemente a estudiar el ecosistema
espacialmente localizado que tenía más cerca: la propia metrópolis de Illinois. Y ello no
solo porque facilitaba la siempre de por sí complicada y costosa investigación (solo
había que salir de casa por la mañana, recoger datos y regresar por la tarde para cenar)
sino también porque en ella, como ya hemos dicho, veían el epítome de la nueva urbe
industrial del siglo XX: nacida de la nada desde bases humanas heterogéneas, crecida
hasta las dimensiones metropolitanas en un tiempo récord, necesitada urgentemente de
una orientación y de una identidad propia. Park y sus compañeros amaban sinceramente
esa ciudad y ese amor nutría una sincera voluntad reformista de contribuir a aliviar los
problemas sociales que en ella se manifestaban. No consideraron necesario, en aquellos
momentos, ir más lejos. La aventura de Thomas y Znaniecki, con su etnografía
transatlántica, permaneció como un precedente aislado durante mucho tiempo (por otro
lado la recesión, el ascenso del nazismo y la guerra dificultaron La Escuela de Chicago
y su hegemonía entre las dos guerras mundiales 65 enormemente en aquellos años ese
tipo de investigaciones). Veamos ahora estas dos grandes ramas de la Escuela de
Chicago, Ecología Humana y enfoque culturalista, con todo el detalle que merecen.
3.3.2. La Ecología Humana y su aplicación al estudio de la ciudad La lucha por la
supervivencia determina la regulación demográfica de las diversas especies y su
distribución en diferentes hábitats, y la población humana no es una excepción a esta
regla. Pero las especies y, en este caso, el hombre —continúa la tesis— no se adaptan al
hábitat solamente luchando entre sí (esa será, en cambio, la lectura que el fascismo hará
de la teoría darwinista) sino también cooperando entre sí. Darwin (1958 [1859], 1970
[1871]) ya lo había dejado dicho. El funcionamiento del sistema ecológico es mucho
más complejo de lo que deja entrever su síntesis vulgar en la expresión «supervivencia
de los más aptos»: los más aptos no son siempre los que saben matar mejor sino los que
saben cooperar mejor, los que saben ahorrar energía mejor, los que saben organizarse
mejor, los que saben dotarse de mejores mecanismos de evitación o defensa; o los más
bellos, o los que tienen más hijos o, al contrario, dependiendo del momento o del
hábitat, los que tienen menos, etc. La naturaleza real funciona a través de innumerables
mecanismos de selección (Darwin, 1958 [1859], 1970 [1871]). Darwin no necesitó
esperar a los desarrollos de la moderna biología para darse cuenta de que la complejidad
de mecanismos de adaptación es enorme, pero ningún científico social hizo nunca una
lectura realmente profunda de su obra. Fue Spencer quien inventó el término de «los
más aptos» (Hofstadter, 1955) y el spencerismo es solo una burda aproximación a la
complejidad de la realidad natural. También lo es, en ese sentido, la de los primeros
ecólogos humanos, aunque comparada con la del Darwinismo Social sea ya un gran
avance. La Ecología Humana, si bien aún no reconoce toda esa multiplicidad de
estrategias de adaptación, al introducir la cooperación como una de las posibles al
menos acaba con el insufrible reduccionismo que suponía contemplar la naturaleza solo
como lucha y competición. El ecosistema funciona según ellos a través de la
«coexistencia en tensión» (¿resabios de una concepción dialéctica?) de la cooperación y
la competición: a veces los humanos recurrirán más a la primera, a veces a la segunda, y
en otras ocasiones a una tercera estrategia que es una combinación de las dos. En las
modernas sociedades humanas capitalistas esa cooperación se realiza a través de 66
Francisco Javier Ullán de la Rosa la diferenciación de funciones en el sistema, es decir,
de la división social del trabajo, y de la distribución espacial ordenada de tales
funciones en las áreas más adecuadas para cada una. Así, la «comunidad» (entendida en
su primera acepción parkiana, como ecosistema) es un sistema funcional localizado en
el espacio. La combinación de cooperación y competición es la competencia
cooperativa: distintos individuos deciden cooperar entre sí para competir mejor frente a
otros grupos. En realidad se trata de una renovada versión del spencerismo bien
entendido5 , adaptada a la realidad multiétnica de la urbe americana. La cooperación,
observaron los de Chicago, se produce fundamentalmente al interior del grupo étnico o
social mientras que las relaciones entre grupos se ven casi siempre como impulsadas por
el principio de la competición. El objetivo de todo ello es que el sistema ecológico
permanezca siempre en equilibrio y el mecanismo por el que se mantiene este equilibrio
es dicha cooperación competitiva. La cooperación competitiva por los recursos
desemboca en la adaptación de las distintas especies, de una forma espontánea, no
regulada, sea al nicho ecológico concreto que ocupan, que recíprocamente entre ellas (lo
que hoy en día los biólogos llaman coevolución) (Park y Burgess, 1921; Park, Burgess y
McKenzie, 1925; Park, 1952) y tiene consecuencias importantísimas tanto en su
arquitectura teórica como política. Es en este funcionalismo basado en la
interdependencia complementaria de funciones (así como en el espíritu reformista
liberal y pequeñoburgués del que se tratará más tarde) donde los de Chicago demuestran
la fuerte influencia de Durkheim. Partiendo del biologismo de Darwin el Homo
Ecologicus es un ser naturalmente individualista (la selección natural es una selección
de individuos, aunque estos puedan cooperar entre sí para maximizar sus posibilidades
de supervivencia (Darwin, 1958 [1859]) pero debe y puede ser controlado por el sistema
social que, como para Durkheim, tiene una existencia autónoma y propia, independiente
de los individuos. La sociedad (comunidad ecológica) es un sistema autorregulado, un
«mecanismo sin mecánico» (Kauffman, 2009), y esta autorregulación pasa por la 5
Spencerismo que también fue vulgarizado. En su particular predicción evolucionista de
la historia Spencer estaba convencido de que la agresión tendría siempre una función
menos determinante en la historia hasta desaparecer por completo en una futura
sociedad en perfecta armonía regulada por la racionalidad del mercado (Carneiro y
Pickering, 2002) La Escuela de Chicago y su hegemonía entre las dos guerras mundiales
67 conformación de los individuos por la autoridad moral (valga decir los valores
culturales) de la sociedad. Esa es la única manera de conseguir la estabilidad y la
cohesión social (el mantenimiento en equilibrio y armonía del sistema). Pero los
chicagüenses, como Durkheim, no son pensadores totalitarios. En ellos, como en su
maestro francés, está siempre presente la necesidad de resolver la tensión entre libertad
individual y control social. Así, si bien encuentran un motivo de preocupación en la
relajación del control social que se estaba operando en las ciudades debido a la
disolución de los valores culturales tradicionales (la famosa anomia de Durkheim), y se
dedican a estudiar exhaustivamente el proceso en sus desarrollos concretos en Chicago,
por otro lado saludan el nacimiento de la metrópolis como un espacio que posibilita la
libertad individual. La desorganización es vista como un simple proceso de reajuste del
sistema que dará paso, más tarde o más temprano, a una nueva organización, en la que
el sistema recuperará totalmente su equilibrio. La atención de los ecólogos de Chicago
se va a centrar en la gran ciudad porque consideran que en ella se agudizan, como
consecuencia de la propia densidad de población, los procesos de división social y
espacial de funciones (Chapouli, 2001). La ciudad se convierte, pues, para la Ecología
Humana, como ya lo había sido para Simmel, en un factor causal, una variable
independiente, de otros procesos sociales. La gran ciudad contemporánea es el
ecosistema humano más complejo de la historia y por ello debe ser colocada por la
nueva ciencia en una posición privilegiada, central con respecto al estudio de otros
ecosistemas humanos. La diferenciación social en ese ecosistema humano no solo se
expresa en diferenciación de funciones sino también en diferenciación funcional de
espacios. La competición cooperativa entre grupos no estimula solamente la división del
trabajo sino que distribuye a los diferentes grupos en diferentes hábitats en el seno del
ecosistema urbano. Este ecosistema no es ni puede de ninguna manera ser «igualitario»
sino que está jerarquizado de acuerdo al principio ecológico de «dominación», el
primero de una batería de conceptos analíticos que la Escuela de Chicago va a tomar de
la ecología biológica para aplicarlos a la ciudad. Este principio implica que en cada
ecosistema existen especies dominantes que ocupan los mejores nichos, los que
concentran los mejores recursos. En el caso humano esta dominación se opera por
medio del mecanismo de la economía (que sería el punto de articulación entre las leyes
biológicas y las normas culturales, es decir, una economía naturalizada). En el 68
Francisco Javier Ullán de la Rosa caso de la ciudad, la diferencia en el precio del suelo
es la sintaxis concreta a través de la cual los diversos grupos funcionales se distribuyen
en el espacio de manera jerárquica (Park y Burgess, 1921; Park, Burgess y McKenzie,
1925; McKenzie, 1933; Park, 1952). Con esta elaboración la Escuela de Chicago
refutaba claramente las tesis marxistas que veían el futuro de la humanidad como una
sociedad sin clases. Tal sociedad no puede existir, dirán ellos. El ecosistema humano
estará siempre y naturalmente jerarquizado. Muchos autores han insistido, por esta
razón, sobre su posicionamiento legitimador del statu quo (Meyers, 1984; Zukin, 1980;
Shalin, 1986; Merrifield, 2002; Lin y Mele, 2005). Pero si nos atenemos ahora a las
premisas de su marco teórico veremos que la Ecología Humana concibe el sistema
social como jerarquizado pero no como estático. Su teoría presenta una combinación de
estatismo y dinamismo, la misma presente en Spencer y Durkheim, que no es otra que la
que auspiciaba la propia cosmovisión burguesa y que se recoge en el lema del padre del
positivismo, Comte: orden y progreso. Es decir, de nuevo el juego de malabares: cambio
sí, y cuanto más rápido mejor (estaba inscrito en el algoritmo de la modernidad) pero sin
alterar la «armonía» y la «paz» social (eufemismos por los que la clase dominante
capitalista entendía, por supuesto, la conservación de los equilibrios de poder y sus
correspondientes privilegios). Algunas burguesías nacionales (como la brasileña) lo
tenían tan claro que incluso llegaron a estampar aquel lema comtiano en su recién
estrenada bandera republicana de 1889. Por un lado el sistema tiende siempre a estar en
equilibrio, ese es su modo natural, la única manera en que puede funcionar
eficientemente. Los sistemas que presentan desequilibrios constantes y graves colapsan
y desaparecen. Pero por otro lado, el sistema es constantemente susceptible al
movimiento debido al propio principio de la selección de los más aptos a través de la
competencia cooperativa. Y este movimiento es deseable, porque es una fuerza positiva
de progreso. En la lucha por la supervivencia los individuos y los grupos introducen
cada cierto tiempo factores de adaptación nuevos, o aparecen nuevos individuos y
grupos venidos desde fuera del sistema que rompen la situación de equilibrio. Esta
ruptura induce al cambio, una situación de temporal inestabilidad que concluye con el
reajuste «natural» del ecosistema para volver a una nueva situación de equilibrio, un
nuevo statu quo (siempre, en aquella visión optimista, mejorado). La visión ecológica
del cambio histórico es, pues, una visión en espiral, contrapuesta a La Escuela de
Chicago y su hegemonía entre las dos guerras mundiales 69 la metáfora historicista e
iluminista del progreso como una línea recta, pero de ninguna manera un paradigma que
niegue el cambio. Es más, este concepto de cambio, como no es de extrañar en una
corriente que se reclama heredera de Darwin, no es otra cosa que otro evolucionismo
encubierto, una nueva versión más sofisticada del viejo evolucionismo de siempre: cada
reajuste del sistema ecológico humano implica un aumento de su complejidad, en la
dirección de una mayor división de funciones y del aumento de las relaciones de
interdependencia entre ellas (es decir, de nuevo Durkheim). Quizá, quién teorizó y
describió con más detalle esta sucesión de ciclos de equilibrio/cambio para el
ecosistema urbano capitalista fue Robert D. McKenzie. McKenzie llama clímax a la
posición en la que la población y su distribución espacial en los distintos sectores
urbanos se encuentran en equilibrio: las clases industriales y comerciales, en este caso,
ocupando los espacios jerárquicamente dominantes. En el clímax el número de
habitantes de la ciudad y cada uno de sus sectores es el óptimo en relación con la
capacidad de la base económica (es decir, no hay superpoblación). La ciudad
permanecerá en esta posición hasta que aparezca algún elemento nuevo (nuevas
tecnologías, recursos naturales, nuevas poblaciones) que altere el statu quo. En el
laboratorio social que era Chicago, nuevos elementos entraban en el sistema
constantemente provocando una sucesión en cadena de ciclos de ruptura del
clímax/desequilibrio y conflicto/ajustes estructurales/recuperación del equilibrio
(McKenzie, 1924, 1933). En su dimensión espacial esos ajustes estructurales se
producen por medio de los principios ecológicos de «invasión» y «sucesión» (dos más
de los conceptos que toman prestados de la biología). Del mismo modo que en la
naturaleza una especie, individuo o grupo sucede a otros como forma de vida dominante
en un determinado nicho, así en el ecosistema (comunidad) humana el modelo de uso de
un área determinada cambia si esta viene ocupada por competidores que se adaptan
mejor a los cambios introducidos en el entorno. En el mundo urbano capitalista estos
procesos toman una forma externa económica: el acceso a los puestos de trabajo y a las
zonas de la ciudad más deseables (por su valor funcional, su centralidad, sus
características construidas y/o naturales), deseabilidad que se regula a través del
mecanismo del mercado, del valor de los terrenos y de los inmuebles. Estas luchas
acaban expulsando a aquellos que no pueden adaptarse y abriendo el camino a
competidores más fuertes que «invaden» el área y «suceden» al grupo anterior como
especie dominante. 70 Francisco Javier Ullán de la Rosa Los ecólogos de Chicago se
lanzarían durante un par de décadas a la tarea de modelizar esos procesos de sucesión
espacial. El primero de esos intentos resultó en el famosísimo modelo concéntrico de
Burgess quien pretendió elevar el patrón que creyó identificar en Chicago a la categoría
de explicación de todos los fenómenos de sucesión y distribución espacial urbana al
menos en los Estados Unidos. Este modelo distinguía cinco zonas con características
ecológicas diferenciadas y homogeneidad funcional y social dispuestas de forma
concéntrica: 1) el CBD y las áreas industriales , 2) la zona de transición, ocupada por
comunidades de inmigrantes pobres (guetto judío, Little Sicily, Chinatown), 3) La zona
de los obreros cualificados y comerciantes que han abandonado la segunda zona por su
deterioro pero quieren seguir cerca de sus trabajos en el CBD; 4) Una zona residencial
de clases medias, 5) los suburbios de commuters, clases medias y altas propietarias de
viviendas individuales que han optado por el modelo de vida ruralurbano. El modelo
concéntrico es también un modelo de movilidad social: los actores sociales, a través de
los mencionados procesos de invasión y sucesión, se van mudando desde el centro a los
suburbios a medida que cambian estatus o profesión (normalmente de una generación a
otra) (Park, Burgess y McKenzie, 1925). Este proceso de invasión y sucesión
comportaba inestabilidad y desorganización, fenómenos que no remitían hasta que no se
establecía por completo el dominio del nuevo grupo. En ningún lugar era esta
desorganización tan evidente y aguda —detectó Burgess— como en la llamada «zona
de transición», o zona 2, entre el CBD y el inicio de la periferia residencial: en ella se
concentraban los edificios más viejos, los menos deseables, y eran por ello una zona
mayoritariamente ocupada por las minorías étnicas de inmigrantes recién llegados:
primero irlandeses, luego judíos, polacos, italianos, asiáticos, afroamericanos a partir de
los años diez y mexicanos a partir de los cuarenta. Las tensiones raciales (lucha,
competencia) que se producían como consecuencia de la baja calidad de vida urbana, la
precariedad económica y la heterogeneidad cultural retroalimentaban la desorganización
social y deterioro de la zona donde se libraba una lucha encarnizada entre grupos
étnicos (de los años veinte a cuarenta, blancos de clase baja contra no blancos, quienes,
a su vez, luchaban entre sí (negros contra asiáticos, contra mexicanos…) por el acceso a
los puestos de trabajo no cualificados (Lohman, 1947). Un deterioro al que también
contribuía otro mecanismo ecológico (es decir natural) que Park y Burgess ya
identifican en 1921: el de la expansión La Escuela de Chicago y su hegemonía entre las
dos guerras mundiales 71 inmobiliaria del capital desde el Central Business District.
Los especuladores se reservaban grandes cantidades de terreno en las zonas limítrofes al
CBD en previsión de una futura expansión del mismo: ello elevaba la escasez de
vivienda, aumentaba los precios y parcheaba el área de zonas muertas: solares vacíos y
edificios abandonados (Park y Burgess, 1921). El resultado era la expulsión de la
población con posibilidades de marchar a otra zona (los blancos) y la concentración
desproporcionada de aquellos grupos que no podían ir a otro lugar (los no blancos, por
la convergencia de su mayor debilidad económica con mecanismos de segregación
espacial positivos, como veremos más adelante). Es en estas zonas donde aparecen los
guettos étnicos (Park, Burgess y McKenzie, 1925). Los chicagüenses fueron los
primeros en hacer estudios sistemáticos y exhaustivos de aquellos guettos que
empezaban a emerger en los años veinte en lo que más tarde se conocería con el término
de inner cities (para contraponerlas a la gentrificada periferia), inaugurando así uno de
los filones más prolíficos de la sociología urbana, tanto en los Estados Unidos como
fuera de ellos. El estado de inestabilidad crónico que sufrían estas zonas de transición
era, para los ecólogos de Chicago, la explicación crucial de las especiales características
disfuncionales que afectaban a sus habitantes tanto individual como colectivamente. Y
se atrevieron, incluso, a formular una ley: la desestructuración social y la emergencia de
comportamientos disfuncionales (asociales o desviados, de acuerdo a una terminología
menos aséptica y más cargada de tonos moralizantes que la de Durkheim) es
directamente proporcional a la intensidad de los movimientos de invasión y sucesión de
grupos étnicamente heterogéneos (Park, Burgess y McKenzie, 1925). Por supuesto con
su modelo espacial Burgess nunca pretendió otra cosa más que diseñar un tipo ideal.
Nunca quiso hacer de él la fotografía real de ninguna ciudad concreta, ni siquiera la de
Chicago. Pero incluso como esquema heurístico o tipo ideal, el modelo burgessiano era
a todas luces excesivamente simplista y clamaba a gritos una revisión inmediata. Esa
revisión tardaría, sin embargo, más de una década en llegar y la realizarían, en etapas
sucesivas, algunos de los discípulos de Burgess. El resultado son los siguientes dos
modelos espaciales: 1) La ciudad sectorial de Homer Hoyt (1939): el modelo de
Burgess, dice Hoyt, es demasiado simple. Burgess ignora el poder de muchos otros
factores para estructurar a la población 72 Francisco Javier Ullán de la Rosa
espacialmente, como la existencia de los ejes de transporte, de accidentes naturales del
relieve o el poder de seducción simbólica de las clases altas y su efecto estructurante
sobre las zonas aledañas. Según Hoyt, las áreas de la zona de transición situadas a lo
largo de las vías de comunicación radiales tienen una ventaja comparativa y no se
degradan sino que, por el contrario, experimentan un fuerte desarrollo. También lo
hacen las zonas cercanas a las residencias de los líderes de la comunidad, por ejemplo.
Ello da lugar a una ciudad organizada en sectores radiales que se diferencian
económicamente según la proximidad o no al centro pero también a estos otros factores.
Hoyt introdujo, por otro lado, una corrección al modelo de Burgess que contradecía, al
menos parcialmente, su tesis central de la formación de guettos en la zona de transición.
Esta corrección reflejaba las observaciones empíricas de un proceso incipiente cuyo
verdadero alcance no se percibiría hasta muchas décadas después pero que ya estaba
presente en la Chicago prebélica y que convivía con el de la guettoización, de signo
opuesto: el proceso de gentrificación (o reconquista residencial por las clases altas y
medias) de las zonas cercanas al CBD. Hoyt observa ya ese proceso (que luego
identificaremos con la ciudad posindustrial) en Chicago al mismo tiempo que advierte
que el poder de los agentes inmobiliarios para doblegar un área de la ciudad a sus planes
es limitado. 2) La ciudad multicéntrica de Harris y Ulman (1945): trabajando sobre el
modelo sectorial de Hoyt y no ya directamente sobre el de Burgess, estos dos autores
consideran que lo que verdaderamente muestra ese modelo es una ciudad organizada en
múltiples centros de atracción situados a lo largo de las grandes arterias. El desarrollo
de centros independientes genera una ciudad multicéntrica, en torno a economías de
aglomeración, rompiendo el esquema modernista de Burgess (claramente centralista,
que refleja el paradigma moderno al que le resulta difícil concebir realidades
multívocas) y acercándose a modelos mucho más recientes (posmodernos) sobre las
grandes metrópolis contemporáneas. La ciudad no es concebida ya con un solo centro
sino con muchos «minicentros» en los que se duplican las actividades, creando muchas
«miniciudades» dentro de la ciudad más grande. En 1945, Harris y Ulman ya habían
detectado fenómenos empíricos que después se harían La Escuela de Chicago y su
hegemonía entre las dos guerras mundiales 73 mucho más intensos y que darían lugar a
la conceptualización del fenómeno que Garreau (1991) denominó edge cities (ciudades-
borde, es decir, en las que las funcionalidades económicas y de gestión antes
concentradas en el CBD se han trasladado y dispersado por la periferia urbana). Las
dinámicas de «invasión» y «sucesión» en una ciudad bombardeada por oleadas
«sucesivas» de inmigración, se veían básicamente como una circulación de grupos
étnicos por el territorio (Cressey, 1938). Luego, una vez distribuidos de manera
funcional sobre el mismo, y en situaciones de equilibrio con una duración
razonablemente prolongada, los diferentes grupos humanos pueden desarrollar (como en
el caso de los afroamericanos) o reproducir (como en el de poblaciones inmigrantes
europeas que llegaban ya constituidas culturalmente) vínculos de cohesión no fundados
sobre la división del trabajo, es decir, sobre las necesidades funcionales del sistema,
sino de naturaleza «moral», valga decir, en un lenguaje más moderno, «cultural» y, en
ese sentido, contingentes, únicos, no explicables estructuralmente. Estos vínculos
constituyen una esfera que se retroalimenta con la de la dimensión ecológica. De la
relación recíproca entre comunidades culturales y grupos funcionales espacialmente
localizados (cada grupo funcional portador de su propia cultura o subcultura) nacerá el
concepto de «área natural». La ciudad se entiende así como dividida en varias «áreas
naturales» que son al mismo tiempo «áreas étnicas y culturales»: zonas que no son
producto de la planificación sino de los procesos de selección natural entre grupos
humanos creadas por la división funcional del trabajo vía cooperación intragrupal/
competición intergrupal pero caracterizadas por un «consenso moral» (homogeneidad
cultural) y un código interno de comunicación (una red propia de relaciones sociales no
necesariamente institucionalizadas, es decir, algo parecido a una gemeinshaft tönniana)6
. Al afirmar la relación entre espacio y comportamiento cultural la Ecología Humana
«naturalizaba» hasta cierto punto las subculturas humanas y las trataba como si fueran
especies naturales ocupando nichos determinados. Aunque su posición, como veremos
después, fue crítica frente al racismo genético, este naturalismo establecía un vínculo
que 6 Es probable que no sea casualidad el que Park las denomine con el nombre
alternativo de comunidades; después de todo recordemos que Tönnies había publicado
una síntesis de sus ideas en la revista del departamento. 74 Francisco Javier Ullán de la
Rosa conducía, sin quizá pretenderlo conscientemente, a otro tipo de racismo,
geográfico-cultural, al asociar determinados comportamientos (desviados,
disfuncionales o criminales) con los guettos de la zona de transición ocupados
mayoritariamente por ciertos grupos étnicos. Estas áreas o comunidades, así
objetivizadas y naturalizadas, se van a convertir en un objeto concreto de estudio de la
Escuela de Chicago que se convierte así también en pionera en este campo de los
estudios urbanos en los que el barrio como subunidad de la ciudad recibe una atención
especial. Se las estudiará, por un lado, nomotéticamente, como áreas naturales que
obedecen a las leyes ecológicas universales, como zonas en las que la gente comparte
características sociales similares porque están sometidas a las mismas presiones
ecológicas (Savage, 1993). Por otro lado, serán tratadas como áreas culturales únicas y
estudiadas de manera ideográfica, descriptiva, a través del método etnográfico como
analizaremos en el siguiente apartado. En el enfoque ecológico se recurrirá al empleo
protagonista de la estadística para dilucidar patrones y modelos universales: así, tal o
cual guetto marginal, por ejemplo, no será analizado por sus características
idiosincráticas sino como un laboratorio para entender y testar el proceso de formación
y las propiedades universales de todos los guettos. En palabras de una de los miembros
de la escuela: Los estudios ecológicos consistían en hacer mapas de Chicago que
identificaran el grado de ocurrencia de determinados comportamientos, entre los que se
incluían el alcoholismo, homicidios, suicidios, psicosis y pobreza, basados en datos
censales. Una comparación visual de los mapas podría identificar luego la concentración
de ciertos tipos de comportamiento en algunas áreas (Cavan, 1983: 415). 3.3.3. El
culturalismo de la Escuela de Chicago: el urbanismo como una forma de vida y los
estudios etnográficos de las subculturas de Chicago Dos son las dimensiones en las que
la Escuela de Chicago aplicó a la ciudad sus estrechos vínculos con la antropología
cultural y su pedigree culturalista forjado por el Pragmatismo y la influencia de la
verstehen alemana: una dimensión general que pretendió, siguiendo la estela de Simmel,
identificar una cultura, una forma de vida, específicamente urbana definida por
comparación a otras (rurales); y una dimensión particular que pretendía la descripción
etnográfica La Escuela de Chicago y su hegemonía entre las dos guerras mundiales 75
de grupos culturales concretos dentro de la ciudad, siguiendo el camino abierto por
Thomas y Znaniecki con la comunidad polaca. Louis Wirth y Robert Redfield: el
contínuum cultural urbano/rural En la primera dimensión, destaca en solitario la obra
del judío alemán Louis Wirth (1897-1952), quien había iniciado su andadura con el
estudio de una comunidad concreta, la de los judíos de Chicago (Wirth, 1927, 1928).
Saunders considera el artículo de Wirth de 1938 «Urbanism as a Way of Life» como el
«más famoso que se haya publicado jamás en una revista sociológica» (Saunders, 1981:
145). Sin caer en exageraciones, este artículo constituye un loable intento por conciliar
la Ecología Humana de Park con los análisis culturalistas y psicosociales de Simmel que
merece la pena analizar. Wirth estaba convencido de que tal conciliación era posible. En
el artículo, Wirth desarrolla, con el utillaje de una etnografía sistemática (de los que
nunca hizo uso Simmel), temas de tonos claramente simmelianos como el dualismo
rural/urbano o la experiencia subjetiva de la vida urbana. Sin embargo, dicho dualismo,
como en el caso de Tönnies, se ha interpretado muchas veces de una manera rígida y
criticado injustamente con ferocidad (Young y Willmott, 1957; Abu-Lughod 1961; Gans
1962). Lo que Wirth elabora es una tipología de tipos ideales de personalidad, con una
personalidad urbana y una personalidad rural, que él denomina «folk», a los extremos
de un contínuum que es espacial y temporal a la manera de Tönnies. «No debemos
esperar encontrar variaciones bruscas y discontinuas entre el tipo de personalidad
urbana y el rural» (Wirth, 1938: 3). Es decir, podemos encontrar modos de vida «folk»
en la ciudad así como comportamientos y valores urbanos más allá de sus confines, en
su hinterland. En efecto, en su famosa obra previa The Guetto (1927), Wirth ya se había
afanado en demostrar cómo el barrio judío de Chicago exhibía formas de vida
comunitarias. Pero la existencia de estas comunidades (de estas gemeinschafts en el
sentido tönniano) en el seno de la ciudad no invalidaba la hegemonía en ella del otro
tipo de personalidad caracterizado por el anonimato, la indiferencia y la distancia social.
En una gran ciudad el individuo interactúa de manera afectiva y personal solo con unos
pocos individuos, e interactúa de manera instrumental e impersonal con la mayoría. La
teoría del contínuum rural/urbano de Wirth fue complementada, también a partir de
investigaciones etnográficas sistemáticas y 76 Francisco Javier Ullán de la Rosa
exhaustivas, por otro miembro del departamento, igualmente alumno de Park: el
antropólogo cultural Robert Redfield quien, partiendo del extremo opuesto, la pequeña
aldea rural preindustrial, llegaba a la misma conclusión. Redfield estudió en 1941 cuatro
localidades de la península de Yucatán que, de acuerdo a esta teoría, se colocaban en un
gradiente rural/urbano progresivo, desde la aldea de indígenas mayas de Tusik hasta la
capital mexicana del estado, Mérida. La etnografía mostró una correlación ascendente
de la heterogenidad cultural, la secularización y el individualismo desde la aldea maya
hasta la ciudad criolla, apoyando el modelo de Wirth. En 1947 Redfield elaboraría,
como colofón, un tipo ideal de «folk society» que era el complemento al tipo urbano de
Wirth. Comparando las formas de relación social en el campo y en la ciudad desde
diferencias empíricamente mensurables (Wirth, es, ante todo, un profesor de Chicago y
no de Berlín) Wirth identifica el paso del estilo de vida rural al urbano con la sustitución
de una lógica estructural por otra: sustitución de relaciones directas por mediadas,
debilitamiento de las estructuras de parentesco, debilitamiento de las bases
comunitarias, de solidaridad social, todo lo cual conduce a los ya conocidos síntomas de
desorganización de la personalidad, mayores tasas de suicidio, alcoholismo,
criminalidad, etc. Wirth ofrece también rasgos de la forma de vida urbana que podrían
considerarse inicialmente como moralmente «neutros» (la urbanización provoca una
reducción de las tasas de fertilidad y un aumento de la edad media de matrimonio
[Wirth, 1938; Salerno, 1987]) pero que acaban por generar efectos desintegradores de la
solidaridad social (más gente sin redes de apoyo familiar, más alienación). Sus
descripciones del estilo de vida urbano arrojaron nueva leña al fuego de aquella rama de
la teoría social y política virulentamente antiurbana e ingenuamente nostálgica de la
vida rural. Y, sin embargo, Luis Wirth nunca fue un defensor de la vida en el campo y, a
la de cal, ofrece también la de arena, como antes lo había hecho Simmel y como lo
habían hecho, en realidad, todos los sociólogos sin excepción (pues para ellos la vida
urbana era sinónimo de vida moderna). Wirth alaba la cultura urbana occidental, tanto
en su artículo de 1938 como en todas sus obras posteriores, como el motor de la
civilización más racional de la historia (Salerno, 1987). Las ideas de Wirth no estaban,
seguramente, desprovistas de intencionalidad política y de sesgo etnocéntrico:
reflejaban en el fondo la preferencia cultural de las clases medias norteamericanas y de
la clase política de su tiempo por el estilo de vida La Escuela de Chicago y su
hegemonía entre las dos guerras mundiales 77 rururbano de los suburbios, que,
siguiendo las directrices del City Garden Movement (Howard, 1902) surgido en la
Inglaterra de finales del XIX, defendía esta forma de urbanismo como la síntesis
perfecta que conservaba las ventajas y eliminaba los inconvenientes de los dos extremos
del contínuum tönniano. Los Community Studies Los llamados Community Studies
son, sin duda, la segunda gran aportación de la Escuela de Chicago a las ciencias
sociales: el término comunidad es aquí utilizado en su sentido antropológico, como un
subsistema cultural y social formado por un contingente humano de reducidas
proporciones donde predominan los vínculos sociales no contractuales. Este enfoque
etnográfico y culturalista los convierte, como ya se comentó, además de en una etapa de
la sociología urbana, en la piedra angular de fundación de la antropología urbana
(Hannerz, 1980). Entre los años veinte y cuarenta la Universidad de Chicago
desplegaría por toda la ya entonces inmensa ciudad a sus investigadores, profesores y
estudiantes (muchos de los cuales se convertirían en nueva savia para el cuerpo docente)
con el objetivo de retratarla culturalmente, perfeccionando las herramientas cualitativas
de investigación para describir y analizar las formas de vida y los imaginarios de
algunos de sus colectivos étnicos. El enfoque etnográfico común ejercido sobre la
ciudad de Chicago tendió un robusto puente, o, si lo preferimos, una zona de
yuxtaposición, entre los departamentos de Sociología y Antropología, escindidos en
1929 (Stocking, 1979). El enfoque reunía a mitad de camino a los sociólogos que
realizaban etnografía con los antropólogos que estudiaban la ciudad y se mencionarán
aquí los trabajos más significativos sin atender a la adscripción institucional de sus
autores. El antecedente es, por supuesto, el estudio sobre la comunidad polaca de
Thomas y Znaniecki (1918-1920). A este le seguirían los trabajos de Wirth sobre los
judíos (1927, 1928), los de Edward Franklin Frazier (1929, 1932), Harvey (1929),
Warner, Juncker y Adams (antropólogos) en 1941, y Drake y Cayton, antropólogos, en
1945 sobre los afroamericanos7 , el de William Foote White, también 7 Frazier fue, por
cierto, uno de los primeros sociólogos afroamericanos y el primero en llegar tan arriba
en la academia (sería nombrado presidente de la American Sociological Association en
1948). 78 Francisco Javier Ullán de la Rosa antropólogo, sobre los italianos (1943), los
de la sinoamericana Rose Hum Lee sobre los chinos (1941, 1949), y el de Jones (1948)
sobre los mexicanos, los recién llegados de los años cuarenta. Pero aquel impulso se
quedó en realidad muy corto y en ningún caso llegó a agotar sus propias
potencialidades, que eran enormes, por no decir infinitas, y que habrían debido conducir
como mínimo al establecimiento de una descripción completa y exhaustiva de todos los
grupos espacial y/o culturalmente delimitados que conformaban la ciudad de Chicago (y
por extensión, la gran urbe y la sociedad americana). Eso nunca ocurrió. Así, la Escuela
de Chicago nunca produjo, por ejemplo, una etnografía sobre la comunidad griega,
irlandesa o alemana (a pesar de que esta última constituía, por ejemplo entre el 25 y el
30 por ciento de la población en 1900 [Keil y Jentz, 1988: 1]), y tampoco sobre la
anglosajona. Las razones de estas enormes lagunas hay que buscarlas en los sesgos
ideológicos que subyacían, de manera más o menos implícita, en aquellos intelectuales
que seguían atrapados, como sus antecesores, en las redes epistemológicas del
paradigma moderno y que, también como las generaciones de sociólogos precedentes,
no ocultaban sus inclinaciones e intenciones políticas, las cuales giraban en torno a las
preocupaciones suscitadas por los problemas sociales de la ciudad (Smith, 1988). Así, al
igual que Durkheim o Marx, los sociólogos de la Escuela de Chicago apuntaron
preferentemente su lente analítica sobre aquellos fenómenos que parecían contradecir el
paradigma moderno, ansiosos por encontrarles una explicación que redujera la ansiedad
con que la racionalista sociedad burguesa —y ellos mismos como parte de esta— los
percibían. Era necesario encontrar el sentido a la existencia de las aberraciones que se
obstinaban en parecer «irracionales» para, en un segundo momento, poder corregirlas o,
al menos, contenerlas o confinarlas a niveles o espacios que no amenazaran los dos
sacrosantos principios del credo burgués: orden (es decir la estabilidad del sistema, de
acuerdo al paradigma orgánico-funcionalista) y progreso (el avance continuado de la
parte «apta» de la sociedad hacia cotas siempre mayores de racionalidad, productividad,
complejidad, felicidad…). Estas aberraciones eran, de acuerdo con el principio
funcionalista, todas aquellas conductas y códigos culturales que causaban disfunciones
en el mecanismo del sistema social, precisamente porque «desviados» de los códigos
normativos dominantes, los de la democracia burguesa capitalista y, si se me apura,
cristiana y norteamericana: es decir, cosas como el crimen, las adicciones, la
prostitución, La Escuela de Chicago y su hegemonía entre las dos guerras mundiales 79
las psicopatías, la violencia intrafamiliar, el divorcio, el suicidio, el fracaso escolar, el
vandalismo, el abstencionismo electoral, el vagabundaje y la mendicidad, la propia
pobreza (considerada aún, en una óptica claramente spenceriana, como parcialmente
causada por los propios individuos) y también, en el caso de la urbe norteamericana, los
conflictos étnicos y raciales y, a fin de cuentas, la propia multiculturalidad en sí misma.
La Escuela de Chicago consideraba en última instancia la diversidad étnica como un
factor desestabilizador y disfuncional, debilitador de la cohesión social, del funcional
sentido patriótico y cívico, y generador de marginalidad social y de crimen. Como
buenos modernistas eran fieles creyentes en las identidades unívocas, claramente
separadas. Les costaba mucho trabajo concebir la posibilidad de identidades múltiples
funcionando en armonía. Eran fervientes defensores del credo asimilacionista, como
proceso de amalgama, de todas aquellas diferencias inmanejables en una identidad
americana única vehiculada por el inglés, el famoso melting pot construido a partir del
núcleo mayoritario de la tradición anglosajona. Esta posición es particularmente
evidente en buena parte de la producción de Park, quien dedicó muchas páginas al tema
étnico y cultural. Su interés no se centra en las subculturas étnicas en tanto tales, como
habría debido desprenderse del enfoque culturalista de los Community Studies, sino de
las relaciones (conflictivas) entre ellas y el sistema (Park y Thompson, 1939; Park,
1950). Obsesionados por comprender y modificar aquellas disfuncionalidades del
sistema social, los chicagüenses van a concentrar espacialmente sus estudios a aquellas
zonas y aquellos grupos étnicos que presentaban una concentración más elevada de
aquellos comportamientos: los slums, los guettos no anglosajones, no blancos, no
protestantes, que salpicaban la zona ecológica de transición (según el esquema de
Burgess), ignorando prácticamente las demás. Así, por ejemplo, como se deduce de su
propio título, el Street Corner’s Society de Whyte no es propiamente hablando un
estudio de la comunidad italiana sino de la subcultura y estructura social de sus bandas
de delincuentes (Whyte, 1943). La atención está fijada en el estudio de Mr. Hyde, de
todo lo que se considera una anomalía (por fortuna minoritaria) del sistema social. El
enfoque, como el de la antropología a la que tanto le debe, está en la periferia «salvaje»
del sistema, en el «hombre marginal» que entra en «conflicto cultural» con la sociedad
moderna (ese el título de una obra de Park de 1937). Las ausencias dicen tanto como las
presencias: no encontramos entre las 80 Francisco Javier Ullán de la Rosa etnografías
de aquella generación ninguna dedicada a los suburbios de clase media o alta. Habrá
que esperar a los años cincuenta, con el definitivo boom de la residencia suburbial en
los EE.UU. para que la sociología dirija su lente hacia ellos. En estos momentos, la
única sociedad que parecía interesar a los sociólogos era la de los marginados sociales
y/o raciales. Para intentar explicar sus comportamientos, la Escuela de Chicago
elaboraría a lo largo de aquellas décadas otras teorías que siguen manteniendo buena
parte de su vigencia en la actualidad. Se analizarán en los siguientes apartados algunos
de los aportes más significativos. 3.3.4. Otros desarrollos teóricos de la Escuela de
Chicago a) Las Teorías de la Desorganización Social y de la Asociación Diferencial
Estas teorías retomaban el concepto durkheimiano de anomia pero complejizaban la
explicación, incorporando a la misma los factores del ambiente (el nicho ecológico), la
cuestión del conflicto interétnico (completamente ausente en la sociología europea) y la
cultura (a través de las elaboraciones culturalistas iniciadas por Thomas y Znaniecki y
que acabarían por ser etiquetadas por Blumer como «interaccionismo simbólico»). El
punto de partida era el concepto de anomia de Durkheim. Para el sociólogo francés, esta
venía producida como un efecto colateral del proceso de modernización, tal y como se
desarrollaba en las grandes ciudades: la ciudad aceleraba la producción de relaciones
sociales anónimas y transitorias, el debilitamiento de los lazos sociales primarios de
familia y comunidad debilitaba la capacidad de las instituciones sociales, tanto a nivel
de barrio (familia, escuela) como de la sociedad urbana en su conjunto (ayuntamiento,
policía, empresas) para ejercer un adecuado control social y moral de los ciudadanos.
Siguiendo esa estela Thomas y Znaniecki (1918-20: 2) definieron formalmente la
desorganización social como un «debilitamiento de la influencia de los roles sociales en
el comportamiento de miembros individuales del grupo» y uno de los pocos miembros
femeninos de la escuela, Ruth Shonle Cavan, retomó el clásico tema durkheimiano del
suicidio en su obra de homónimo título Suicide (1928). Los estudios conducirían a
estudiar un variado número de colectivos y comportamientos que se percibían como no
conformes a esa La Escuela de Chicago y su hegemonía entre las dos guerras mundiales
81 regulación social y moral del sistema. Así, Cavan (1929) y Cressey (1932) analizaron
el mundo de la prostitución, Thomas et al. (1923) el extendido fenómeno de la
promiscuidad sexual en las jóvenes de familias obreras y Andersen (1923) el de un tipo
muy particular de vagabundo, el hobo, al que se dedicarán algunas líneas en mayor
profundidad en el siguiente apartado. Pero el foco de atención principal se fijaría en los
años sucesivos en un tipo particular de comportamiento desviado, quizá por ser el de
efectos más amenazadores para el «armónico» funcionamiento del sistema: la
delincuencia y, en concreto, la delincuencia organizada de las bandas que campaban a
sus anchas por amplios sectores de la ciudad tratando de imponer su propia ley y de
constituirse en micropoderes alternativos al de las instituciones estatales, en muchas
ocasiones sumiendo a los barrios en el caos con sus propias luchas intestinas por el
control del territorio. La Teoría de la Desorganización Social se alejaba de las
explicaciones del fenómeno que entonces imperaban: individualistas (las causas de la
delincuencia son comportamientos aislados de individuos delincuentes), psicologicistas
(algunos de esos comportamientos están asociados a psicopatologías concretas) o
racistas (algunos grupos raciales, véase sobre todo los negros, tienen una predisposición
genética hacia la agresividad y el crimen) y establecía en cambio un nexo causal directo
entre ciertos tipos de comportamiento desviado, en especial la criminalidad de bandas y
el vandalismo con las características ecológicas de ciertos barrios y de las subculturas
que en ellos se producían y reproducían. La idea central de la teoría era articular la
tríada comportamiento-constricciones espaciales-socialización. El lugar y el tipo de
relaciones sociales y valores culturales que se dan en él, argumentará la nueva teoría,
son tan importantes o más cuanto las características personales de los individuos para
establecer las probabilidades de que estos se embarquen en comportamientos asociales.
Hemos ya visto que, a partir del cruce de datos estadísticos, los ecólogos humanos
habían identificado los barrios de la zona de transición —fuertemente habitados por
grupos étnicos no pertenecientes a la cepa dominante anglonórdica— como aquellos
con más alta incidencia de criminalidad y de comportamientos disfuncionales. La teoría
de la desorganización social pretendió explicar esta asociación, estableciendo una
relación entre aquellos comportamientos y la conjunción de factores como el ambiente
degradado, la heterogeneidad sociocultural, los procesos de socialización y los
conflictos y prejuicios 82 Francisco Javier Ullán de la Rosa étnicos. La importancia
concedida al estudio del crimen mantuvo al Departamento de Sociología en una relación
muy estrecha con la naciente ciencia criminológica y ayudó decisivamente a su
desarrollo. La Teoría de la Desorganización Social fue dominante en criminología
durante casi todo el siglo XX (Kubrin y Weitzer, 2003). Los estudios sobre el crimen en
los guettos étnicos fueron innumerables. Podemos destacar títulos como Principles of
Criminology (Sutherland, 1924, 1947), The Gang: a Study of 1313 Gangs in Chicago
(Thrasher, 1927), Delinquency Areas (Shaw et al., 1929), Vice in Chicago (Reckless,
1933), Criminal Behavior (Reckless, 1940), Juvenile Delinquency in Urban Areas
(Shaw y McKay, 1942) o Criminology (Cavan 1948). Todos ellos adhieren al siguiente
posicionamiento teórico: Las características ecológico-espaciales de la zona de
transición provocan una anomia (desorganización social) diferencialmente mucho más
alta que en el resto de la ciudad. Así Shaw y McKay (1942) observaron, después de
haber mapeado toda la ciudad y cruzado innumerables datos estadísticos a lo largo de
varias décadas, que los barrios estudiados en la zona de transición siempre eran los que
presentaban las tasas de delincuencia más altas, con independencia de la composición
étnica de los mismos que había ido variando con el tiempo. La causa no podía
explicarse, pues, por motivaciones individuales o raciales, sino que debía encontrarse en
los procesos que se operaban en aquella zona ecológica. Estos eran básicamente tres: a)
La pobreza: unos recursos inadecuados mermaban las capacidades de la comunidad de
poder gestionar y resolver los problemas locales. La gente estaba concentrada en la
supervivencia del día a día —muchas veces en una lucha contra los vecinos por el
acceso a los recursos escasos— y su objetivo era el de abandonar el barrio apenas
tuvieran ocasión. b) La inestabilidad y movilidad residencial: este objetivo de abandonar
el barrio se iba cumpliendo conforme el sueño americano producía el ascenso social. La
población no era permanente ni se identificaba emocionalmente con el entorno lo cual
llevaba a una falta de preocupación y de movilización para resolver sus problemas
(nadie invierte en una comunidad que se ve como una fase transitoria de la vida). c) La
heterogeneidad racial y étnica: la mezcla de grupos con valores y lenguas distintas es
vista como una barrera que dificulta la comunicación y por lo tanto la coordinación y
cooperación para regular la convivencia en el barrio. Es por ello que los de Chicago
eran mayoritariamente favorables a la asimilación cultural y veían el La Escuela de
Chicago y su hegemonía entre las dos guerras mundiales 83 multiculturalismo como un
aspecto negativo y disfuncional. Dichas dificultades vendrán agravadas por el
mecanismo de los prejuicios que conducen a la desconfianza cuando no a la abierta
hostilidad entre grupos, en un proceso de retroalimentación que refuerza las fronteras
étnicas y que es terreno fértil para el crecimiento de bandas que movilizan la solidaridad
defensiva de dichas identidades. Park y Burgess ya habían advertido en 1921 que la
solidaridad de grupo se relaciona en gran medida con la animosidad hacia otros grupos
externos. Es a partir de esta tercera dimensión, la de las identidades y prejuicios étnico-
culturales, que la Teoría de la Desorganización Social introduce las elaboraciones
culturalistas del interaccionismo simbólico. El comportamiento debe siempre entenderse
en interacción con el otro, individual o colectivo, pero no solo en relación a las acciones
del otro sino a las imágenes que este tiene del mundo. No importa si esas imágenes son
prejuicios o estereotipos negativos que no se corresponden con la realidad empírica. De
acuerdo al teorema de Thomas, como ya se ha visto, si una situación es considerada real
para alguien, tendrá consecuencias reales (evitaré o despreciaré a los negros porque
pienso que son todos delincuentes, no les daré trabajo porque pienso que son vagos, no
les alquilaré mi piso porque temo que no me vayan a pagar…). La interacción con el
otro no solo tiene consecuencias sobre quien opera el juicio de valor sino sobre quien lo
recibe, ya que se convierte en una parte estructurante de su yo (Sutherland, 1924, 1947).
Así individuos y colectivos a quienes se les atribuyen, estereotipadamente, determinadas
características pueden acabar asumiéndolas como propias a través de un proceso
inconsciente de aculturación (volviendo al ejemplo de las poblaciones negras, el más
evidente en la sociedad norteamericana, los propios negros pueden llegar a verse como
los ven los blancos: menos inteligentes, no aptos para determinados trabajos de cuello
blanco y, por lo tanto, condenados al inmovilismo de una posición fija en la estructura
social). Los sociólogos de Chicago ya habían desarrollado así el concepto que poco
después Robert K. Merton bautizaría como «profecía autocumplida» (Merton, 1948). En
los barrios más pobres y étnicamente heterogéneos de Chicago ese proceso de
construcción del yo, la identidad y los valores culturales a través de la interacción, había
cristalizado en la aparición de una «subcultura urbana de la delincuencia». En una parte
de aquellas clases bajas inmigrantes la interiorización de los prejuicios (raciales, 84
Francisco Javier Ullán de la Rosa de clase o una combinación de ambos) que la
sociedad dominante lanzaba sobre ellos había llevado a la formación de complejos
subculturales que, a partir de las identificaciones primarias étnicas que se reforzaban en
un bucle de interacción defensiva con las otras, construían su propio mundo de valores
alternativos a los de la sociedad dominante. Un mundo de valores alternativos que se
oponía al credo oficial del ascenso social por el trabajo productivo duro y honesto y de
los valores de la moderación y la gratificación diferida, precisamente porque los
individuos habían interiorizado al mismo tiempo, y en contradicción con el mito
meritocrático del American Dream, la creencia general que tendía a verlos como
escoria, como buenos para nada, como losers congénitos. La conclusión a este conflicto
cultural interno era, obviamente, muy clara: nunca saldremos de este agujero por la vía
legal (adecuándonos al sistema), ergo construyamos nuestro propio camino. Si no
valemos para ser Rockefellers convirtámonos en empresarios del crimen. En ese
proceso de resistencia los colectivos de delincuentes crean un remedo de subsistema
políticosocial y cultural propio, con sus propios valores y metas culturales: exaltación
de la violencia como forma de adquirir prestigio y estatus, antintelectualismo,
hedonismo y satisfacción inmediata de las pulsiones volitivas, percepción de la vida
como efímera, etc. Pero, mucho más que eso, el pertenecer a una banda se convierte no
solo en un medio para obtener un fin sino en un fin en sí mismo: a través de la banda se
satisfacen las necesidades de statu y de pertenencia, la vida en banda y la lucha frente a
otras confiere sentido a la propia existencia. Arrebatar una calle a los italianos es ya un
triunfo que vale una vida para un gangster negro de Harlem. Frederick Thrasher (1927)
en su estudio comparativo de 1.313 bandas de Chicago (el número exacto ha sido
escogido a propósito por su potencia simbólica) fue quizá el primero en avanzar este
giro copernicano en el estudio de la delincuencia organizada. La delincuencia había
dejado de entenderse como un comportamiento individualizado o simplemente como
una disfuncionalidad del sistema para pasar a ser concebido como un subsistema social
y cultural semiautónomo incrustado (o enquistado) en el seno del sistema mayor. Para
evidenciar claramente este revolucionario enfoque Sutherland propuso en la 4º edición
de su Principles of Criminology (1947) la sustitución de la etiqueta Teoría de la
Desorganización Social por la de Teoría de la Asociación Diferencial. Con ello quería
subrayar que el enfoque funcionalista simple no bastaba para explicar la delincuencia La
Escuela de Chicago y su hegemonía entre las dos guerras mundiales 85 organizada:
aunque pudiera tener sus raíces en la anomia, una vez echado a andar, el fenómeno
había adquirido una autonomía propia. Era una nueva forma de organización social, con
su propia lógica interna. E igual que en el marco del sistema más general se aprendía a
ser ciudadano a través del proceso de socialización, también se aprendía a ser
delincuente en un proceso de socialización paralela. La Escuela de Chicago identificó
dichos mecanismos de producción y reproducción de la cultura de banda en los
mecanismos de socialización callejera: las bandas se formaban a partir de la
socialización de niños y adolescentes por otros chicos un poco más mayores, en la calle,
como consecuencia, sin duda, del fracaso de las instituciones de la sociedad (familia,
escuela, iglesia) para socializar a los jóvenes. La socialización en las calles transmitía de
generación en generación, como cualquier otro complejo de rasgos culturales, los
valores, actitudes, técnicas y motivaciones de la cultura de banda8 . «Abandonados» a
su suerte por los adultos y la sociedad, la influencia del comportamiento delictivo de los
jefes carismáticos y la fuerte compulsión a conformar su comportamiento con el de sus
pares, atraía a un número enorme de jóvenes a las bandas. Una vez iniciado el fenómeno
este tendía a incrementarse con efecto bola de nieve o, por decirlo con el término más
técnico utilizado por Shaw y McKay, «una tendencia de gradiente»: la incapacidad del
entorno social para frenar la formación de bandas aceleraba el ritmo de su crecimiento.
Ello degradaba aún más la cohesión social, el entorno espacial y deprimía las esperanzas
de una mejora de la vida por la vía legal, haciendo más atractiva aún la entrada en una
banda e incrementando sus capacidades delictivas. La escalada condujo, en efecto, a la
transformación de las primeras bandas de pilluelos con capacidad delictiva y niveles de
agresividad limitados, a las potentes y violentísimas organizaciones mafiosas que
controlaban buena parte de la economía de Chicago (y otras grandes ciudades
americanas) en los años veinte y treinta. Las consecuencias políticas de este enfoque
interaccionista eran, como se puede imaginar, revolucionarias. La teoría echaba por
tierra la idea, arraigada en el establishment, de que la criminalidad se 8 La Teoría de la
Asociación Diferencial fue corroborada por muchos studios sociológicos. Opp, por
ejemplo, afirma que dicha teoría explica el 51 por ciento de la varianza del
comportamiento colectivo y muestra cómo la intensidad del contacto que los jóvenes
tienen con el grupo de pares es directamente proporcional al impacto que tienen en ellos
los comportamientos desviados de dichas amistades (Opp, 1989). 86 Francisco Javier
Ullán de la Rosa combatía únicamente desde el frente policial. El descubrimiento de la
dimensión sistémica y cultural de la delincuencia hacía de la solución punitiva una vía a
todas luces insuficiente y, en muchos aspectos, incluso contraproducente: la actuación
policial étnicamente sesgada (por el efecto de retroalimentación delincuencia/prejuicios)
aumentaba la simpatía por las bandas, que podían llegar a adquirir, a ojos de la
población general del guetto, un aura carismática como «resistentes» a la represión
racista; los altos niveles de encarcelamiento agudizaban la desintegración familiar que a
su vez alimentaba el papel socializador de las bandas (los padres no estaban ahí para
educar a sus hijos porque estaban en la cárcel). Armados con las conclusiones de sus
estudios, los sociólogos de Chicago abogaban por medidas de fondo para romper el
círculo sistémico de la socialización en la delincuencia: inversión en mejora de las
infraestructuras urbanas (los de Chicago también observaron un efecto de bola de nieve
entre el deterioro físico urbano y el grado de vandalismo y falta de civismo)9 en
educación y en programas que ofrecieran a la juventud valores y modelos sociales
alternativos (a través, por ejemplo del deporte). No se limitaron a solicitarlo sino que se
involucraron activamente en un proyecto para aplicar sus propias teorías a la
transformación urbana. De este interés nació el Chicago Area Project, del que
hablaremos más tarde. b) Los análisis sobre las tipologías sociales liminales:
biculturalismo y vagabundos Dentro de la tipología de seres marginales, los sociólogos
experimentaron una especial fascinación por las tipologías sociales liminales, que se
encontraban a caballo entre varias culturas y entre varias sociedades. Esta era una
aberración que desafiaba el paradigma 9 Por una especie de mecanismo de aceptación
de los hechos, cuanto más degradado iba volviéndose el ambiente, menor era la
valoración de la limpieza o la estética urbana por parte de la comunidad en su conjunto,
así hasta llegar al punto de acabar colaborando activamente en un degrado que al inicio
era solo la obra de unos pocos. En una calle tapizada de cacas de perro o llena de
basura, la gente pierde la motivación para recoger los excrementos de su propia mascota
o tirar la lata a la papelera. Este fenómeno sería bautizado muchos años después como
Teoría de las Ventanas Rotas (Wilson y Kelling, 1982). Willson y Kelling también
pensaban, como los de Chicago antes, que solo una recuperación integral del entorno
urbano mediante una intervención externa podía romper este círculo vicioso. La Escuela
de Chicago y su hegemonía entre las dos guerras mundiales 87 moderno de las
identidades excluyentes construido y reflejado en el nacionalismo burgués de la época.
La masiva inmigración a los Estados Unidos había puesto bajo asedio una concepción
básicamente nacida en Europa en una época previa a las grandes migraciones y para
unas sociedades homogeneizadas culturalmente por Estados que protegían celosamente
sus fronteras de infiltraciones externas. ¿Cómo explicar ahora que uno pudiera ser
polaco y americano al mismo tiempo? La racionalidad moderna conducía a los de
Chicago a pensar que una situación bicultural solo podía generar disfuncionalidad y
alienación. Park dedicaría dos trabajos (1928, 1937) a describir el conflicto al que
estaba sometido el hombre bicultural, aún más extranjero en la urbe americana de lo que
el inmigrante rural lo había sido para Simmel en la ciudad europea «El hombre marginal
[...] es aquel cuyo destino le ha condenado a vivir en dos sociedades y en dos culturas
que no son meramente diferentes sino antagonistas» (Park, 1937: 10). Para el
asimilacionista Park, aquella situación claramente disfuncional no tenía otra solución
más que la del retorno a un nuevo monoculturalismo: el del melting pot angloamericano
que se iba produciendo de una forma «natural» como un ajuste del propio sistema
social. Otros miembros de la escuela centrarían su atención en otro tipo de inadaptado,
en este caso interno, una categoría cuyos números se habían inflado con la Gran
Depresión: el vagabundo. Sin techo, sin familia, desempleado, mendigo o sin trabajo
fijo. Más aún que los delincuentes, las prostitutas o las chicas de moral sexual disipada,
aquella tipología humana representaba al individuo más liminal de todos, liberado o
alienado (según se quisiera ver) de las constricciones y responsabilidades sociales del
sistema y, por lo tanto, la ilustración patente del fracaso del mismo en sus objetivos de
normalización. Era un enigma cuyo código los ecólogos funcionalistas necesitaban
descubrir pues ponía sobre la mesa la incómoda pregunta de si la vida fuera de algún
tipo de sociedad era posible. El establishment venía mostrando preocupación por el
fenómeno desde al menos 1906, cuando un estudio de Layal Shafee había estimado el
número de vagabundos en los Estados Unidos en 500.000, cifra que parecía haber
aumentado en 1911 a 700.000, cuando un artículo del New York Telegraph se
interrogaba «¿Cuánto le cuestan los vagabundos a la nación?» (Conover, 1984).
Sutherland y Locke (1936) dedicaron una etnografía a los «24.000 sin techo» (una cifra
que quería, sin duda, incidir sobre la seriedad de la pandemia), pero 88 Francisco Javier
Ullán de la Rosa la obra más recordada en las antologías de la sociología urbana
posterior es sin duda el The Hobo de Nels Anderson (1923). Por aquel término de hobo
se conocía en Norteamérica a un tipo muy concreto de vagabundo, que no hay que
confundir con el sin techo o el mendigo. Se trataba de trabajadores itinerantes,
ocasionales, sin familia ni vínculos sociales estables, que recorrían el país de punta a
punta como polizones en los trenes de carga. El término parece haber surgido en el
inglés norteamericano hacia 1890 y para los años veinte era ya usado corrientemente
(Mencken, 1921). El hobo atrajo la atención de los sociólogos porque se trataba de una
tipología que no parecía encajar bien en sus teorías: como en el caso de los gangsters no
se trataba simplemente de desajustados sino de un colectivo con una subcultura propia.
La imagen de desesperados desplazados incesantemente por culpa de la precariedad del
trabajo encubría debajo la de un colectivo que viajaba por decisión propia, como un
estilo de vida, aceptando y dejando trabajos más o menos a voluntad, reacios a adoptar
una forma de vida sedentaria. Este tipo de vida errante, bohemia, podía ser una opción
temporal o convertirse en una forma de vida definitiva. Algunos escritores de la época la
practicaron por un tiempo y sus experiencias, autobiográficas o noveladas, se plasmaron
en obras maestras de la literatura de aquellos años (pueden citarse, entre otros, el decano
The Road de Jack London [1907] al que siguieron Tramping on Life: An
Autobiographical Narrative de Harry Hibbard Kemp [1922], Beggars of Life de Jim
Tully [1924], Of Mice and Men de Steinbeck [1936] y On the Road [1957] de Jack
Kerouac). Al igual que los gitanos, aquellos nómadas contemporáneos vivían fuera de la
sociedad pero aprovechando los espacios intersticiales que esta dejaba (en su caso, la
necesidad de la economía de trabajos temporales poco cualificados). Pero a diferencia
de los gitanos, que conformaban una sociedad marginal con vínculos sociales e
identidad cultural muy fuertes, el hobo era un destilado casi puro de perfecto
individualismo: los hobos no formaban familias ni estaban ligados los unos a los otros
salvo por un débil reconocimiento en la identidad de un estilo de vida constantemente
transitorio. Por lo demás el hobo es puro flujo, pura libertad sin ataduras sociales,
personalidad y rol social en constante movimiento. Su única regla es «Decide tu propia
vida». Aunque sus actividades no caían en absoluto en la ilegalidad es comprensible que
aquellos personajes líquidos intrigaran a los sociólogos creyentes en la omnipresencia
del superorganismo social tanto La Escuela de Chicago y su hegemonía entre las dos
guerras mundiales 89 o más que las bandas criminales las cuales, a fin de cuentas,
podían entenderse como formas alternativas de satisfacer lo que se consideraba una
necesidad universal de socialización. c) Primeros estudios sobre política local A la
Escuela de Chicago también puede considerársela pionera en el estudio de las
maquinarias políticas municipales y de la gobernanza de la ciudad. Su interés arranca de
nuevo de su funcionalismo y la necesidad de explicar comportamientos disruptivos con
respecto a un correcto funcionamiento del gobierno urbano. También de sus
preocupaciones reformistas que los conducirían, como se analizará en el último
apartado, a involucrarse en la política municipal. Así, por ejemplo, es necesario citar los
trabajos de Gosnell (1924) y Gosnell y Gill (1935) sobre la participación electoral de los
habitantes de Chicago, en los que se trata de dar explicación a las altas tasas de
abstencionismo en Norteamérica en comparación con las sociedades europeas, y los
trabajos de Merriam (1928) y Merriam y Parrat (1933) sobre los problemas de
gobernanza que planteaba una zona metropolitana tan enorme como la de Chicago, con
más habitantes que algunos Estados-nación de pequeñas dimensiones. Por su parte
North (1931) se dedicó a estudiar los efectos de las políticas del Estado de Bienestar,
que el New Deal rooseveltiano había empezado a aplicar en los barrios de Chicago.
3.3.5. La segunda generación de Chicago y la acción política. Reformismo y
sostenimiento del statu quo racial en la ciudad: entre el Chicago Area Project y la
Federal Housing Administration Los ecólogos humanos han sido acusados de
sostenedores del statu quo (Meyers, 1984; Zukin, 1980; Shalin, 1986; Merrifield, 2002;
Lin y Mele, 2005) y de personajes obsesionados con el control social y la
normalización10. Sin embargo, hacer un balance completamente objetivo e imparcial de
su posicionamiento político no resulta tarea fácil. No es fácil, en primer lugar, porque
los exponentes de la escuela son muchos, y entre ellos observamos variaciones
significativas en su 10 Esta obsesión es observable en los propios títulos de sus obras:
Non-voting: Causes and Methods of Control (Gosnell, 1924) o la póstuma de Park On
Social Control and Collective Behavior (Park, 1967). 90 Francisco Javier Ullán de la
Rosa grado de compromiso social y político: desde los que se remangaron la camisa
para intervenir personalmente en los barrios negros (como Shaw) a los que se limitaron
a una acción académica (Park) o los que adoptaron posiciones más proactivamente
reaccionarias (Hoyt). Otras dificultades provienen de ciertas ambigüedades inherentes al
marco teórico de la Ecología Humana. Todo ello no quita para que hubiera posiciones
aún más a la derecha en la academia norteamericana. Para entender en todas sus
dimensiones el posicionamiento y las intenciones de las teorías de la Ecología Humana
y sus consecuencias históricas es necesario entender cuál era el clima ideológico que se
respiraba en aquellos años en Estados Unidos, tanto en la sociedad y la política como en
la academia misma. El país aún no había salido de los años conocidos en la
historiografía americana como «el nadir de las relaciones raciales» (Logan, 1954), el
periodo de mayor intensidad de las actitudes racistas de la historia norteamericana
posesclavista. Desde 1876 y hasta los años sesenta los congresos estatales,
especialmente en el Sur, produjeron un copioso corpus legal para privar a los negros de
sus derechos civiles y establecer una segregación social y espacial de iure: las llamadas
Jim Crow Laws (Klarman, 2004). Las primeras décadas del siglo XX también habían
visto recrudecerse el debate, que era académico y político al mismo tiempo, en torno a
los procesos de heterogeneidad cultural generados por las nuevas oleadas de
migraciones, especialmente en las ciudades industriales del norte, punto de destino de la
mayoría de los inmigrantes. Hasta las décadas de los setenta y ochenta del siglo XIX,
los inmigrantes habían sido fundamentalmente del norte de la Europa Occidental
(británicos, irlandeses, alemanes, holandeses, escandinavos). Una mezcla cultural y
racial relativamente homogénea y fácil de asimilar por parte del núcleo mayoritario
anglosajón de los Old Stock Americans. A partir de esas fechas, al difundirse y
perfeccionarse la tecnología del transporte transatlántico, el boom demográfico y
acontecimientos como la violenta anexión del Mezzogiorno por el estado unitario
italiano, la inestabilidad y violencia constante en los Balcanes otomanos, los progroms
contra los judíos y la represión zarista en las tierras controladas por Rusia (entre las que
se contaba Polonia) provocaron una oleada de inmigración mediterránea, eslava y judía.
A ello se unió la migración de los afroamericanos del Sur, que huían de la segregación
racista impuesta tras la Guerra de Secesión y el comienzo de la urbanización de los
indios norteamericanos, consecuencia en buena parte de la concesión de ciudadanía en
1924. El resultado fue un abigarramiento cultural que empezó a ser percibido por
muchos en el establishment WASP como una amenaza a la cohesión del país y al
sentido de identidad nacional (recordemos que nos encontramos en plena era del
nacionalismo, y de las identidades excluyentes [Khan, 2001]). Intelectuales y políticos
se dividieron en tres grandes bandos: 1) Por un lado, los nativistas, afirmaban que la
identidad basilar de los Estados Unidos estaba en las poblaciones del Noroeste de
Europa y presionaban para que se controlara la inmigración de todos aquellos grupos
étnicos que no provinieran de estas zonas, incluidos los eslavos y los mediterráneos. El
ala más extremista del nativismo estaba constituida por los defensores de posiciones
racistas y eugenésicas. 2) En el centro del espectro político e ideológico, los defensores
del llamado modelo del melting pot o crucible (crisol), es decir, de la asimilación. La
metáfora del crisol en el que todas las diferencias culturales acababan fundiéndose
circulaba en la cultura americana desde finales del XVIII (Hirschman, 1983; Gerstle,
2001; Hollinger, 2003) pero fue en 1908, con el estreno de una obra de teatro sobre el
tema y con ese mismo nombre, The Melting Pot, cuando se popularizó. La obra había
sido escrita por el judío americano de origen ruso Israel Zangwill (Nashon, 2006). La
fusión por la que abogaba no era, sin embargo, una menestra de verduras variada sino
básicamente un plato en el que siguiera reconociéndose el sabor de su ingrediente
principal, a saber, la cultura anglosajona. 3) Al otro extremo del espectro político-
ideológico se encontraban los defensores del pluralismo cultural como Horace Kallen y
su Democracy Versus the Melting-Pot (1915), Randolph Bourne (Trans-National
America [1916]) o el expulsado de Chicago John Dewey, que abogaban entre otras
cosas, por programas de educación bilingües. Un gran centro de difusión de estas ideas
era la New School of New York, una universidad alternativa y progresista fundada en
1919 y que había dado un foro a muchos de los autores considerados indeseables por un
establishment universitario inclinado masivamente hacia la derecha. Entre sus
profesores se contaban los propios Kallen o Dewey o el famoso economista Thornstein
Veblen (Hollinger, 1995). 92 Francisco Javier Ullán de la Rosa La paternidad del
movimiento eugenésico, una rama del racismo biológico, se imputa a Francis Galton,
primo de Darwin, quien aplicó en un sentido racista (ausente en aquel) la teoría de la
selección natural. Creían que la industrialización y el éxito capitalista eran el producto
de una superior inteligencia y de este principio extraían la conclusión de que las razas
nórdicas y las clases altas dentro de estas, eran genéticamente superiores. La pobreza de
las clases y razas bajas era asociada con niveles menores de capacidad
intelectual/racionalidad y, estos, con mayores niveles de corrupción moral, violencia y
psicopatías. En las ciudades de Estados Unidos la coincidencia estadística entre raza,
comportamientos desviados y clase social era entendida como una confirmación
empírica de este postulado. Además de creer en la superioridad racial los eugenesistas
estaban convencidos de que la especie humana podía perfeccionarse artificialmente
mediante una calculada selección de los genes mejores y el filtrado de los peores.
Cuando mayor fuera la calidad del pool genético mayor sería la racionalidad del sistema
social y menores los factores disfuncionales (Black, 2004; McWhorter, 2009; Bashford
y Levine, 2010). Los eugenesistas norteamericanos percibían el crecimiento de la
población negra y las oleadas de inmigrantes no nórdicos como una amenaza a sus
objetivos de progreso evolutivo (la mayor amenaza inmigrante estaba constituida, en su
particular jerarquía racial, por los orientales como chinos, japoneses y filipinos,
seguidos de los mestizos latinos) y para protegerse de sus posibles efectos deletéreos (la
versión más apocalíptica era la de un futuro «suicidio racial», con el precioso caudal de
genes caucásicos diluido en una informe y mediocre mezcla) la eugenesia entró en
política, abogando por el establecimiento de leyes de segregación racial más duras aún
de las existentes: prohibición de los matrimonios mixtos, campañas de esterilización a
mujeres de clases bajas (especialmente negras) y leyes migratorias restrictivas contra las
poblaciones no noreuropeas. Para esto último se fundó la Immigration Restriction
League en 1894 (Black, 2004; McWhorter, 2009; Bashford y Levine, 2010). Es muy
importante entender que el movimiento eugenésico no era una elucubración de unos
pocos racistas radicales. Una parte importante de la sociedad, entre la que se contaban
sectores muy influyentes, apoyaba activamente sus ideas, porque una parte
decididamente muy grande del establishment era racista. Entre ellos pueden contarse
presidentes que simpatizaban con algunos de sus principios: republicanos como
Theodore Roosevelt (1901-1909) (Dyer, 1992) o La Escuela de Chicago y su hegemonía
entre las dos guerras mundiales 93 demócratas como Woodrow Wilson (1913-1921)11.
El movimiento recibió copiosa financiación por parte de algunas de las grandes fortunas
del país, como los Carnegie (acero), los Rockefeller (banca), los Harriman
(ferrocarriles) o los Kellog (alimentación). La academia no era una excepción en este
sentido: el número de profesores que simpatizaban con todas o algunas de las tesis
eugenésicas es impresionante y se concentraba sobre todo en las cumbres de la Ivy
League: A. Lawrence Lowell y David Starr Jordan, respectivamente rectores de Harvard
y Stanford, y un sinfín más (McWhorter, 2009). En el mundo de la sociología
destacaron dos personajes de relevancia: Edward Alsworth Ross (1866-1951) y Henry
Pratt Fairchild (1880- 1956). Como muestra del apoyo y consenso del que gozaban
entre una parte importante del colectivo de los sociólogos, a los dos les fue conferido el
honor de presidir la American Sociological Association (el primero en 1914-1915, el
segundo en 1936, cuando era, para más inri, el presidente de la American Eugenics
Society). Fue Ross quien acuñó el término «suicidio racial» en su obra The Old World
in the New: The Significance of Past and Present Immigration to the American People
(1914) (Baltzell, 1964). El bando racista se apuntó un gran tanto con dos leyes
migratorias sucesivas, la Emergency Quota Act (1921) y la Jonhson-Reed Act (1924),
diseñadas expresamente para restringir la inmigración con origen en Europa del Este y
del Sur (Zolberg, 2006). Los ecólogos humanos de Chicago parecen haber abogado en
su mayoría por la opción asimilacionista. Una ilustración de esta tesis la constituye el
artículo de Carol Aronovici Americanization: Its Meaning and Function, aparecido en
1920 en el American Journal of Sociology. Aunque el autor no pertenece a la escuela, el
departamento le da voz a través de su órgano de difusión. No solo defendieron el
asimilacionismo: con sus estudios se aplicaron a demostrar que el debate era, en
realidad, estéril, pues la asimilación era el resultado final natural del proceso de
sucesión ecológica. Lo que con los Community Studies parecía sellar una inclinación
multilineal de los procesos históricos (a nivel urbano) se revela al final como una nueva
edición 11 Wilson defendió públicamente la eliminación de los negros de la vida
política en los estados del Sur después de la Guerra Civil y justificó el nacimiento del
Ku Klux Klan por el estado de anarquía que reinaba. Durante su presidencia no se opuso
a la reintroducción de la segregación racial entre los funcionarios federales practicada
por algunos de los miembros de su gabinete (Wilson en Baker y Dodd, 1925). 94
Francisco Javier Ullán de la Rosa del moderno evolucionismo unilineal. Las subculturas
urbanas no eran realidades permanentes. No solo porque todo estaba, como la
naturaleza, en constante flujo, sino porque las culturas étnicas de barrio eran solo un
estadio transitorio en un ciclo más general que afectaba a las relaciones raciales y
étnicas: el mismo ciclo ecológico de invasión y sucesión ya descrito. Así, la primera
fase de ese ciclo era el contacto del nuevo grupo étnico inmigrante con los grupos
«nativos» previamente establecidos. A esta le seguía una segunda fase de conflicto por
el espacio y los recursos. Cuando el conflicto no se concluye con la expulsión de uno de
los grupos a esta fase le sucede una tercera en la que ambos grupos (simplificamos el
modelo a dos pero en la realidad los grupos pueden ser muchos más) se ven obligados
forzosamente a acomodarse el uno al otro en una coexistencia inestable, nunca exenta
de tensiones. Finalmente esta dinámica se combina con la del movimiento espacial
centro-periferia. Con el transcurso del tiempo y las generaciones, los grupos van
desplazándose de la zona de transición a la periferia y las diferencias culturales se van
difuminando hasta acabar en la asimilación total a la cultura dominante, la marcada por
la clase media originariamente anglo. Así, los irlandeses habían sido al siglo XIX lo que
los polacos e italianos a los inicios del XX: despreciados, marginados. Todos habían
acabado por entrar paulatinamente en el crisol y fundirse en el main stream de la clase
media. La asimilación es entendida como un imperativo teleológico que se deriva de dos
premisas: la de un evolucionismo unilineal que cree que todos los grupos sociales
avanzan diacrónicamente hacia formas más modernas (más homogéneas y universales)
y mejores (ascenso social) y la de un funcionalismo que entiende las diferencias
culturales como una fuente de inestabilidad y conflicto que el sistema tiende
automáticamente a reducir. Esta tesis encuentra sus ilustraciones más sofisticadas en el
trabajo de Cressey Population Succession in Chicago: 1898-1930 y en las obras de Park
sobre relaciones étnicas (Park y Thompson, 1939, Park, 1950). De la teoría se
desprendía que lo mismo debería suceder con los negros o los latinos en el futuro
próximo. Sin embargo, cuando se llega a los grupos étnicos no blancos, la posición de la
sociología de Chicago es mucho más conservadora. En la dimensión urbana, la
segregación racial demandada por el racismo eugenésico fue consciente y
sistemáticamente secundada por la sociedad y por la administración. Desde 1911 habían
proliferado por todo el país, introducidos por las asociaciones de vecinos, los La
Escuela de Chicago y su hegemonía entre las dos guerras mundiales 95 llamados
Restrictive Covenants, cláusulas que se añadían a los contratos de compra-venta de
inmuebles y que establecían la prohibición de comprar o vender las propiedades a
personas de determinado origen étnico (Jonas-Correa, 2001). Muchas asociaciones de
agentes inmobiliarios se dotaron de códigos deontológicos para fomentar la aplicación
de dichas normativas. Fue un mecanismo aplicado masivamente por la clase media y
alta blanca para impedir que las minorías de color (y en especial los negros) tuvieran
acceso residencial a sus barrios (Darden, 1995; Jonas-Correa, 2001). Aunque las
cláusulas no siempre se cumplían, su eficacia, tal y como reflejan los números, fue, en
general bastante grande. Si en 1915 el 50 por ciento de los 70.000 negros de Chicago
vivía fuera de las áreas segregadas, en 1940 había descendido al 10 por ciento de una
población de 340.000 (es decir, es razonable suponer que eran los mismos 35.000 que
ya residían en ellas en el periodo previo a la aplicación de los Covenants) (Lohman,
1947: 25). Incluso en una ciudad del norte como Chicago, buena parte del espacio
público estaba segregado: cines, teatros, restaurantes, centros recreativos, incluso las
playas del Lago Michigan (Lohman, 1947). La segregación espacial fue ulteriormente
agravada a partir de los años treinta por el propio gobierno federal a través de todo un
conjunto de herramientas institucionales. Aquella política fue diseñada por la
administración democrática de Franklin Delano Roosevelt (primo, por cierto, en quinto
grado, del otro presidente del mismo apellido). Un termómetro infalible que mostraba
hasta qué punto el racismo era una actitud muy extendida. Este papel activo del Estado
se remonta a 1934, con la promulgación de la National Housing Act y el establecimiento
de la Federal Housing Administration (FHA), un instituto federal cuya misión era poner
en práctica un ambicioso plan de vivienda pública y de promoción del sector
inmobiliario privado con el objetivo declarado de convertir a la sociedad
norteamericana en «la civilización mejor alojada de la historia» (FHA, 1938) y a la
mayoría de sus ciudadanos en propietarios de su propia vivienda. En los siguientes años
surgieron organismos públicos de vivienda a nivel estatal, como la Chicago Housing
Authority o la New York Housing Authority, para construir viviendas de protección
oficial, normalmente en régimen de alquiler, para las clases menos favorecidas, y se
promovió la concesión de créditos hipotecarios fáciles y baratos, a través de la Federal
Home Loan Bank Board (FHLBB) para impulsar la industria inmobiliaria y convertir a
la clase media y buena parte de la trabajadora en propietaria. 96 Francisco Javier Ullán
de la Rosa El modelo de desarrollo urbano preconizado para las promociones
construidas por el sector privado fue el del suburbio rururbano, la ciudad jardín de los
socialistas británicos. A los motivos que ya habían conducido a Ebenezer Howard y su
Garden City Movement (Howard, 1902) a considerar esta forma de urbanismo como la
más deseable (contrarrestaba el estrés provocado por el hacinamiento, la congestión del
tráfico, la polución, las tensiones derivadas de la convivencia en un espacio densamente
habitado, la falta de intimidad…) se añadían otros de tipo cultural (la tradición rural de
frontera y el individualismo arraigados en el imaginario americano) y de estrategia
desarrollista (la forma residencial suburbana hacía a la población dependiente del
automóvil, lo cual permitió el despegue de esta industria y de la de la construcción de
infraestructuras, un empujón enorme para salir de la recesión). El programa tenía
además una última agenda, de carácter racial: separar espacialmente a los blancos de las
minorías no caucásicas. En efecto, aquel desarrollo suburbial, concretización del sueño
americano (casa, automóvil, jardín, perro, barbacoa…), tenía un terrible lado oscuro:
estaba diseñada para whites only. Entre las indeseables condiciones de vida urbana que
el suburbio pretendía solucionar estaba la de la convivencia con los negros y otras
minorías étnicas, rechazada por una sociedad blanca llena de prejuicios. Esta
convivencia obligada se había incrementado en las ciudades del norte entre 1910 y
1940, alcanzando niveles hasta entonces desconocidos, debido a lo que los historiadores
denominan la Great Migration, en la que 1,6 millones de negros abandonaron el Sur,
huyendo de la discriminación y la violencia racistas (Leman, 1991). Aquella
convivencia incómoda e indeseada muy pronto se tradujo en una violencia sistémica. De
1917 a 1943 las grandes ciudades norteamericanas se ven sacudidas por recurrentes olas
de disturbios raciales, 23 en total, la mayoría de las veces iniciadas por blancos, y que
dejan como balance decenas de muertos y millones de dólares en daños a la propiedad
pública y privada (Sowell, 1981). Chicago, en concreto, fue testigo de dos grandes
estallidos: el de 1919, que también incendió, durante el llamado Red Summer, otras seis
ciudades del país, y el de 1951 (Hirsch, 1983). La tensión racial se hizo especialmente
grave en los años de la guerra y en los primeros de la posguerra, pues el esfuerzo bélico
había ralentizado la construcción de barrios residenciales para blancos, con el resultado
de que muchos de ellos seguían, por falta de oferta inmobiliaria, atrapados en las La
Escuela de Chicago y su hegemonía entre las dos guerras mundiales 97 zonas interiores
de la ciudad, obligados a compartir el espacio con los negros (Myrdal, 1944; Lohman,
1947). Pero la violencia y la intimidación contra las minorías marginadas no se reducían
a aquellas turbulencias puntuales. La confrontación era constante: en Chicago las
tentativas de las familias afroamericanas por salir del guetto accediendo a las nuevas
urbanizaciones de vivienda protegida construidas por la Chicago Housing Authority
eran saboteadas constantemente por multitudes de enfurecidos vecinos blancos con
incendios intencionados e incluso atentados con bomba (Hirsch, 1983: 46) en Chicago
entre 1944 y 1946 (Lohman, 1947: 67). La situación era percibida por las autoridades
como un polvorín que era necesario desactivar. La solución puesta en marcha, sin
embargo, no fue progresista (esta habría venido en forma de un fomento de la
integración) sino ásperamente retrógrada. La solución del gobierno fue continuar en el
plano urbano la política segregacionista de las Jim Crow Laws, separando
residencialmente a blancos de coloured. Pero no en las mismas condiciones: para los
blancos, se aceleró la construcción de nuevos suburbios con grandes casas individuales
y jardín; para los no blancos quedaron los viejos barrios obreros de siempre, con su
plano ortogonal de manzana cerrada o, al máximo, los nuevos desarrollos racionalistas
en masificadas torres de apartamentos. No contentos con segregar desigualmente, las
autoridades implementaron un conjunto de políticas que no solo mantenían a los
coloured en las zonas ya de por sí más degradadas de la ciudad (edificios viejos,
viviendas pequeñas, en arterias de intenso tráfico con pocas zonas verdes) sino que,
además, provocaban un proceso de ulterior degradación de las mismas. El mecanismo
para mantener el suburbio racialmente homogéneo fue doble: por un lado la Federal
Housing Act dio una cobertura legal a los Restricted Covenants (FHA, 1938). Por otro
la FHA a través de otra agencia federal, la Home Owners’ Loan Corporation (HOLC),
elaboró a partir de 1935 unos mapas que clasificaban el suelo de las 239 ciudades más
grandes del país en cuatro zonas, de acuerdo a niveles de seguridad para la inversión
inmobiliaria. Algo así como una agencia pública de rating inmobiliario. En los extremos
estaban las zonas tipo A, delimitadas en azul, con máximas garantías de inversión (que
coincidían con los nuevos suburbios blancos), y las zonas tipo D, delimitadas en rojo,
con nula garantía de inversión (que coincidían con los viejos barrios de la inner city,
ahora ocupados ya mayoritariamente por no blancos) (Hoyt, 1939). Los llamados 98
Francisco Javier Ullán de la Rosa Residential Security Maps de la FHA no prohibían
expresamente la concesión de créditos en las zonas delimitadas por la línea roja, y quizá
estuvieran parcialmente cargados de buenas intenciones (evitar que en el futuro se
produjera otra ola de impagos hipotecarios y desahucios como la que entonces vivía el
país) pero el proceso que provocaron fue exactamente el mismo que el de las agencias
financieras de rating cuando degradan la deuda soberana de un país: la tipología se
convirtió en la vara de medir de los bancos, confirmando y legitimando oficialmente los
prejuicios raciales existentes en la sociedad. A partir de 1935, las entidades de crédito
trataron todas las solicitudes en la zona roja como si tuvieran las mismas características
(es decir, sin valorar las capacidades económicas de cada potencial comprador
individual) y las entidades bancarias cerraron del todo el grifo de la financiación.
Obstaculizado por el otro lado el acceso a la vivienda en los barrios blancos por los
covenants racistas, la incipiente clase media no blanca se vio en grandísima dificultad
para adquirir una vivienda o financiar una actividad empresarial, posibilidad que se
redujo a cero para la clase baja y el lumpenproletariado de color, mientras que las
últimas poblaciones blancas que quedaban en las inner cities, aunque tuvieran menos
solvencia que sus vecinos negros, aprovecharon la ocasión para trasladarse a los
suburbios después de la guerra. La práctica recibió el nombre de redlining, por la línea
roja que delimitaba las áreas a las que el mercado les había negado el crédito. Hasta
1950, tanto la FHA como el Veterans Administration Program, que puso en práctica una
política de créditos blandos para los veteranos de guerra, establecieron como requisito
para abrir el grifo financiero que los barrios fueran racialmente segregados. La FHA
instruía a su personal para que valorara las «influencias raciales adversas» que afectaban
a un barrio antes de conceder una hipoteca o un crédito a un promotor. Hasta 1948 el
Underwriting Manual de la FHA avisaba expresamente que «la mezcla racial en la
vivienda es indeseable per se y conduce a un descenso del valor de las propiedades»
(Wiese, 2004: 96). El cuadro lo completaba el papel jugado por las corporaciones
locales y sus reglamentos urbanísticos. Los planes de urbanismo y zonificación y los
nuevos códigos de la construcción combatieron la autoconstrucción e inflaron el coste
de la misma, haciéndola inaccesible para los negros (muchos de ellos, obreros
cualificados, venían hasta entonces construyéndose sus propias casas con materiales
reciclados). Bajo la excusa de aplicar nueva legislación en La Escuela de Chicago y su
hegemonía entre las dos guerras mundiales 99 materia de higiene pública los
reglamentos urbanísticos permitieron la demolición de muchas comunidades suburbanas
de afroamericanos, en lo que puede definirse como «la limpieza étnica del suburbio»
(Wiese, 2004: 100). El resultado fue la formación de barrios prácticamente habitados
solo por no blancos y la parálisis total del mercado inmobiliario en esas zonas. Con la
desaparición del mercado llegaría una ulterior degradación del entorno urbano. Sin la
sangre del crédito que nutre la economía, las inner cities se fueron rápidamente
gangrenando. Los caseros dejaron de invertir en propiedades que era imposible vender
(Squires et al., 1987; Squires, 1987; Berkovec et al., 1994; Zenou y Boccard, 2000;
Squires, 2003). A la degradación creada como efecto del redlining se añadió la de la
desinversión del Estado en infraestructuras públicas. El resultado fue el nacimiento del
que muy posteriormente otros profesores de la universidad de Chicago bautizarían como
hiperguettos étnicos (Wacquant y Wilson, 1989), donde la criminalidad se hizo
rampante y endémica. El proceso, al menos para el caso de los negros, había casi
culminado a finales de los cuarenta. Los censos de la época muestran cómo la población
residente afroamericana se concentraba solo en 12 de los 75 distritos censales de
Chicago pero en 3 de ellos, situados precisamente en la zona ecológica de transición, el
porcentaje de población negra era superior al 90 por ciento mientras que en los otros 9,
semiperiféricos, se situaba entre el 1 por ciento y el 10 por ciento (correspondiente a la
minoría negra de clase media) (Lohman, 1947: 11). Solo la reducción de la competición
por el acceso a los bloques de viviendas de alta densidad habitacional construidos por el
gobierno, tras la huida en masa de las clases medias y obreras blancas a los suburbios,
ofreció una relativa válvula de escape a partir de los años cincuenta. Las características
residenciales de estos hiperguettos negros fueron descritas insuperablemente en sus
detalles por el gran sociólogo sueco Gunnar Myrdal, quien fue comisionado por la
Carnegie Foundation para realizar un estudio sobre el Black Belt, el cinturón de barrios
negros, que envolvía al CBT de Chicago. Reproducimos una larga cita suya a
continuación porque no tiene desperdicio: La constante inmigración de negros del sur a
este área segregada dobló el tamaño de las familias, provocó el subarriendo de las
propias viviendas, la transformación de lo que una vez habían sido espaciosas casas y
apartamentos en pisos minúsculos, el hacinamiento de una entera familia en una única
habitación, el rápido incremento del precio de los alquileres, y la prolongación del uso
de edificios que deberían ser condenados a la 100 Francisco Javier Ullán de la Rosa
demolición. La actitud negligente de la inspección sanitaria cuando se trata de
afroamericanos o, en general, de gente pobre, se convierte en un problema
especialmente serio cuando una población ignorante como esa ocupa el espacio. Los
negros han ido siendo empujados hacia el sur desde el centro de la ciudad por la
expansión de la industria ligera, los grandes centros comerciales, los garitos de juego y
de vicio. El acaparamiento de terrenos para especulación, los elevados costos de
construcción y la escasez de capital han dejado enormes solares de tierra baldía en
medio de las zonas más densamente pobladas con residentes negros en la mitad norte
del Black Belt. La frontera occidental está netamente delineada por las vías del
ferrocarril, que separan a los negros de sus vecinos blancos pobres. La expansión hacia
el sur ha estado marcada por un amargo conflicto entre blancos desposeídos y negros
sometidos a acoso. Han surgido organizaciones para impedir a los blancos vender o
alquilar propiedades a los negros; los negros que conseguían meter el pie o los blancos
que se decidían a venderles su casa a cambio de desproporcionadas sumas de dinero han
sido sometidos a actos de terrorismo psicológico y agresión física; muchas de las demás
relaciones entre negros y blancos están marcadas por el miedo y el odio más amargos
debido a la creencia por parte de los blancos de que los negros representan un peligro
para sus personas y sus propiedades (Myrdal, 1944:1127). La cuestión racial era, pues,
un tema candente, de urgencia nacional, en aquellas décadas. Podríamos añadir que
siempre lo había sido, desde el nacimiento de la república norteamericana. En la
sociedad estadounidense se estaba combatiendo la sempiterna guerra ideológica
derivada de su pecado original esclavista y de su condición de tierra de promisión para
emigrantes. Y esa guerra tenía entonces un frente de batalla abierto en las aulas
universitarias. Ross fue expulsado de Stanford por sus invectivas racistas contra los
chinos, políticamente incorrectas incluso para una universidad conservadora como la de
Palo Alto. Y ya sabemos en qué suerte había incurrido Thomas por defender la
legalización de la prostitución en Chicago (tema que levantó escándalo pues se veía
precisamente a las prostitutas como un caso paradigmático de degeneración genética).
Es en este contexto histórico en el que es necesario valorar la posición política de la
Escuela de Chicago que, en gran medida, viene condicionada por la cuestión racial. Y
como advertíamos al principio, no es fácil realizar un balance general de la misma. Si
tuviéramos que adelantar un mínimo común denominador podríamos decir, sin
embargo, que, en términos generales, todos los autores se sitúan en el centro del arco
ideológico, con posiciones bastante moderadas y acomodaticias con el sistema. La
Escuela de Chicago y su hegemonía entre las dos guerras mundiales 101 Por un lado su
teoría ecológica es un gran esfuerzo intelectual, construido con montañas de datos, para
demostrar que todos los comportamientos que los eugenesistas achacaban a la raza eran
en realidad el producto de una interacción entre el entorno espacial y económico (las
fuerzas del mercado), la retroalimentación de los prejuicios y una subcultura que se
podía modificar mediante la educación. Su concepto culturalista y ecológico de las
diferencias socioculturales los colocaban en ese sentido al mismo lado que la
antropología en su rechazo y combate contra el racismo pseudocientífico. Lohman
(1947), profesor durante varios años en el departamento, rebatió con argumentos sólidos
a los autores racistas que pretendían usar los resultados de los test de inteligencia de los
reclutas (en los que los negros puntuaban en términos generales por debajo de los
blancos) como prueba científica de la superioridad de los últimos. Lohman desagregó
los datos y demostró que los negros del norte habían puntuado por encima de los
blancos del sur (Lohman, 1947: 49). Era todo una cuestión de entorno y educación, no
de genes. Este rechazo al racismo genético lo demostraron con hechos biográficos
ilustrativos: Park fue asistente en su juventud, durante varios años, de Booker T.
Washington, profesor afroamericano del Tusckegee Institute, una institución de
educación superior para negros en Alabama y uno de los exponentes de la lucha por la
igualdad racial en los Estados Unidos de fin de siècle (Rauschenbush, 1979). La propia
escuela elevaría a un afroamericano, Edward Franklin Frazier, que llegó a Chicago
proveniente, precisamente, de Tusckegee, y a una sinoamericana, Rose Hum Lee, a las
cotas más altas de la academia. Sin embargo, la aplicación de la ecología biológica a la
sociedad tenía el efecto de naturalizar las causas y, por tanto, de alguna manera, reificar,
la estructura social de clases y las subculturas étnicas, lo cual es una forma implícita de
negar la posibilidad de que estas puedan ser completamente transformadas por la
intervención humana. Esta posición ya recibió críticas en su propio tiempo,
provenientes de sociólogos de otras universidades. Alihan (1938) desde Columbia
acusará a la Escuela de Chicago de ser ideológica, de mero reflejo de la cosmovisión de
la clase capitalista americana. Gettys (1940) acusó a su biologismo de mistificatorio y
de desviar la atención de las verdaderas causas de los procesos sociales. La posición de
Chicago es la clásica del funcionalismo anglosajón, consciente y premeditadamente
alejada de los análisis marxistas (como lo había sido la de Durkheim y Weber en
Europa). Como 102 Francisco Javier Ullán de la Rosa muy bien apuntan algunos de sus
críticos pertenecientes a aquella corriente, la Ecología Humana ignoraba completamente
la dimensión de las clases sociales y del conflicto entre ellas, sustituyéndola por la
obsesión, idiosincráticamente estadounidense, por la raza y la etnia y la
«naturalización» ecológica de la estratificación social (Zukin, 1980; Merrifield, 2002).
Tampoco está presente apenas en sus análisis el papel que juega la maquinaria de un
Estado al servicio de la burguesía capitalista y de la supremacía de la raza blanca en la
estructuración del espacio construido (lo que habría llevado a ver al Estado como claro
cómplice cuando no factor de la degradación de la Zona de Transición, por la dejación
de su responsabilidad de invertir en adecuadas infraestructuras, en la construcción de un
Estado de Bienestar, o en mecanismos de desarrollo comunitario). Para la ecología
funcionalista el sistema funciona de acuerdo a unas leyes que se presentan como
independientes de la acción humana: la ley del mercado y la de competencia
cooperativa entre grupos. No existe apenas ninguna crítica al Estado ni a su papel
premeditado e institucional en fomentar la segregación racial urbana. Una posición
realmente beligerante contra el racismo habría supuesto una denuncia masiva y decidida
al sistema de apartheid institucionalizado inscrito en los Restrictive Covenants y
refrendado por el redlining de la FHA. Dicha contestación existió en los Estados Unidos
y, fue, en efecto, masiva (Bridewell, 1938; Weaver, 1940; McDougal y Mueller, 1942;
Weaver, 1944; Myrdal, 1944; Kahen, 1945; Dean, 1947; Long, 1947; Abrams, 1947;
Weaver, 1948; Groner, 1948, Ming, 1949). Entre los que saltaron a la trinchera en contra
de la segregación residencial merece destacar figuras tan importantes como el director
de la New York Housing Authority Charles Abrams (Henderson, 2000), cuyos tonos
fueron tan duros que comparó la legislación de la FHA con las Leyes de Nüremberg
nacionalsocialistas (Abrams, 1947; Wiesel, 2004), o Weaver, el consejero para asuntos
afroamericanos del Departamento del Interior. Sin embargo, dichas críticas están
prácticamente ausentes en los escritos de la sociología de Chicago. Ellos, investigadores
infatigables de la gran ciudad, notarios escrupulosos de sus conflictos raciales y su
segregación, callan significativamente a la hora de denunciar la que era, sin duda, una
de las causas fundamentales de la misma. Un rastreo por la producción de la escuela o
de los artículos publicados por su revista entre 1920 y 1950 nos ha llevado a identificar
solamente dos menciones explícitas y condenatorias de los Restrictive Covenants
(Lohman, 1947; Jones, La Escuela de Chicago y su hegemonía entre las dos guerras
mundiales 103 1948). Ambas son tardías, firmadas por autores menores y hacen solo
mención a los Covenants, pero no al redlining. La de Jones se refiere solo a los
mexicanos (entonces una minoría sociológicamente muy pequeña); la de Lohman ataca
de lleno el problema, que era sin duda la segregación de los negros, pero es muy
significativo que la fuente de la que toma la información sea el estudio de Myrdal sobre
Chicago —un sociólogo sueco, observador externo— y no cite ni un solo autor de la
casa a este respecto. La ausencia de lo que no se dice es como un libro abierto. Este
posicionamiento sorprende menos (o aún más, según se mire), cuando descubrimos que
el artífice de los Residential Security Maps de la FHA fue, precisamente, uno de los
sociólogos del Departamento de Chicago, del que ya hemos hablado: Homer Hoyt. En
1934 había sido nombrado economista jefe del área de vivienda de la FHA y fue él
quien elaboró los primeros mapas, aplicando los conocimientos y metodologías
desarrollados en el estudio del mercado inmobiliario (al que había dedicado los años
precedentes y que sería siempre su área de especialización). Es, de hecho, en un informe
para la FHA, y no en una revista académica, donde Hoyt elabora su famoso modelo
sectorial que corregía el de Burgess (Hoyt, 1939). Autores críticos como Beauregard
(2007) sostienen que la corrección del modelo proviene, precisamente, de la inclusión
por parte de Hoyt del efecto de la política segregacionista en el desarrollo urbano.
Aunque Hoyt reconocía que seguían existiendo procesos ecológicos externos a la acción
política que no se podían controlar (ningún agente inmobiliario puede modelar
completamente un área urbana), el efecto de la posición intervencionista que él mismo
estaba diseñando era sin duda muy fuerte. El asentamiento de los grupos étnicos en la
ciudad no era únicamente formateado por fuerzas ecológico-económicas espontáneas
como había sostenido Burgess. Era dirigido «por otros factores» y ello daba lugar a
aquel patrón sectorial que rompía la inevitabilidad de la dinámica unidireccional centro-
periferia. Sin embargo, Hoyt se guardó mucho de reconocer que aquel modelo sectorial
estaba guiado por políticas segregacionistas. Más allá del silencio, la investigación
bibliográfica revela incluso trazas de una actitud «negacionista» del problema entre los
de Chicago. El artículo de Weimer (1937), colaborador de Homer Hoyt, The Work of
the Federal Housing Administration es claramente apologético y el de Johnson, The
Negro, publicado por el American Journal of Sociology en 1942, saluda el notable
mejoramiento de las 104 Francisco Javier Ullán de la Rosa condiciones de los
afroamericanos en todos los terrenos gracias a la política del New Deal. Más allá de sus
disquisiciones teóricas contra el racismo y sus relaciones con académicos de las
minorías no blancas, los sociólogos de Chicago se nos aparecen mayoritariamente como
‘hombres’ del sistema, gente de orden, defensores de las raíces culturales anglosajonas
de la nación americana, de los valores familiares y de género de la clase media12 y
creyentes acríticos en la democracia liberal y la economía de mercado y —este es el
gran tabú que pocos se atreven a decir— conniventes con el sistema de apartheid racial.
No prometían las mieles rosáceas de una sociedad de igualdad y justicia absoluta ni
llamaban a la revolución contra la clase blanca anglosajona que gobernaba el país (ellos
mismos formaban parte de ella). Su visión de los problemas urbanos no es la del
humanista utópico convencido de que puede haber una salvación para todos, sino la del
darwinista que aplica las teorías biologicistas de la selección natural a los fenómenos
humanos/urbanos: La estructura de la ciudad tiene sus fundamentos en la naturaleza
humana, de la cual es «expresión» y, por lo tanto, existe un límite a las modificaciones
arbitrarias que se pueden hacer, sea en sus estructuras psíquicas que en su ordenamiento
moral (Park, 1952: 16). Reconocerá un tardío Park en esa obra ya póstuma que incluso
el poder más hegemónico y fuerte es incapaz de reingenierizar completamente las
formas de vida de la ciudad. Las consecuencias de esta visión es que se da por supuesto
y se acepta que el sistema siempre mantendrá en su seno un cierto grado de desorden, de
anomia, de entropía, de «zonas marginales», aunque la naturaleza de este vaya
cambiando en series cíclicas de ajuste. La naturalización del conflicto étnico como
«competición ecológica» por recursos escasos hace que la tensión racial y los prejuicios
que se producen y reproducen en ella se vean como un aspecto inevitable del sistema.
Eliminarlos del todo es imposible porque la vida es, entre otras cosas, competición y
siempre habrá perdedores e inadaptados pero, además, porque algunos de estos
fenómenos proceden de leyes psicológicas universales. Este 12 Pensemos en sus
preocupaciones sobre la promiscuidad de las chicas de clase baja o en sus estudios sobre
el divorcio, cuyo objetivo implícito era ofrecer herramientas racionales para rebajar su
incidencia (Burgess y Cottrell, 1939). La Escuela de Chicago y su hegemonía entre las
dos guerras mundiales 105 argumento lo extraen los sociólogos de Chicago de las
teorías psicológicas sobre actitudes desviadas y prejuicios sociales que estaban
desarrollando por aquellos años Gordon Allport y sus colaboradores (Allport, 1935,
1937; Allport y Kramer, 1946; Allport y Postman, 1947). No se pueden, por ejemplo,
programar completamente la pasión y los instintos y en ese sentido será inevitable que
ciertos individuos, cualquiera que sean las características del entorno, caigan en la
delincuencia o en el círculo vicioso de la drogadicción. Los prejuicios raciales, continua
este argumento, son hasta cierto punto también inexorables puesto que provienen del
mecanismo psicológico universal que tiende a buscar chivos expiatorios como válvula
de escape de las frustraciones de los individuos. La conclusión: siempre habrá
frustraciones y siempre habrá chivos expiatorios (Allport y Kramer, 1946). Lohman
(1947) citará explícitamente la obra de Allport para apoyar esta postura. Al considerar el
conflicto racial como una ley de la naturaleza la Escuela de Chicago, aún reconociendo
la igualdad genética de todas las razas, declara su incapacidad (y falta de voluntad) para
acabar con la segregación. Una posición verdaderamente progresista habría tomado la
igualdad genética del género humano para, como así lo hizo la ciencia social más
adelante, declarar abolido el propio concepto de raza y luchar por la construcción de una
sociedad posracial (Baker, 1998). La respuesta de los sociólogos de Chicago al
problema no apunta en absoluto en esta dirección sino en todo caso, a la de una
segregación igualitaria, «iguales en derechos pero separados» y quizá ni eso. Lo
importante era que las bolsas de entropía no afectaran significativamente al buen
funcionamiento del sistema en su conjunto. Es aquí donde la Ecología Humana
encuentra su propio límite a la teoría asimilacionista del melting pot. La asimilación era
contemplada por Park y sus discípulos como el resultado final (y deseable) del proceso
ecológico (natural) de la inmigración. Algo que podía demostrarse empíricamente
echando la vista atrás a la historia de Chicago en el siglo XIX (Cressey, 1938). Pero ese
proceso se había descrito para la inmigración europea, eslavos, judíos y mediterráneos
incluidos, cuyos rasgos somáticos les permitían, a fin de cuentas, confundirse con el
resto de la población (¿cómo se podía segregar sine die a un judío pelirrojo o a un
italiano de ojos azules cuando había anglos o irlandeses que eran más oscuros que
ellos?). La posición cambió, sin embargo, con la llegada masiva de poblaciones de
fenotipos «no camuflables» (en aquellos años veinte a cuarenta estos eran 106 Francisco
Javier Ullán de la Rosa masivamente los negros). Esta población, que irónicamente,
compartía una cultura y una lengua común con los angloamericanos y habría sido,
teóricamente, más rápidamente integrable desde el punto de vista cultural que un
campesino polaco, se declara de repente «inasimilable». La explicación: la «dramática»
visibilidad externa de la diferencia étnica impide e impedirá que se diluyan los
prejuicios contra los grupos «de color». La teoría culturalista del interaccionismo
simbólico, que había sido una herramienta muy potente para combatir los
determinismos genéticos, fue utilizada, paradójicamente, para justificar la inevitabilidad
de la segregación y desinflar toda la fuerza de las argumentaciones antirracistas: no
importa si los negros no son racialmente inferiores a los blancos, lo que importa desde
el punto de vista social es que la mayoría de los blancos creen que esto es así; no
importa si los prejuicios sobre los negros no se apoyan sobre una base empírica y sus
mayores niveles de alcoholismo o violencia son mero producto del ambiente, lo que
importa es que la mayoría de los blancos los desprecian y los temen por ello y, en
consecuencia, no quieren vivir con ellos. El relativismo cultural se revelaba, entonces
como siempre, como un arma de doble filo y fue utilizada incluso para justificar las
creencias y actitudes de los racistas: en el fondo ellos tampoco son responsables, son
producto de su propio entorno. Pero es que, además, el relativismo escondía, en el
fondo, un cierto determinismo biológico: en esta relación entre cultura y entorno el
racismo se aprende en la infancia, con el proceso de socialización, como el lenguaje. Y
como el lenguaje, queda fuertemente grabado en nuestras estructuras cognitivas
inconscientes y es muy difícil de desactivar. Autores como Lohman (1947: 5) reconocen
que todos, incluso los más bienintencionados sociólogos como él mismo, deben de
luchar constantemente contra sus prejuicios para tratar de ser ecuánimes. La conclusión:
al menos por el momento no hay solución definitiva al problema del racismo. Lo que
propone la sociología de Chicago: mecanismos de control social para contener y rebajar
(que no eliminar) la tensión social. Uno de esos mecanismos era evitar los conflictos
étnicos separando a los grupos. Exactamente la política que emprenderán las
autoridades, con la bendición y colaboración de los ecólogos sociales. El otro, la
intervención reformista en los guettos negros para morigerar los efectos de su
marginalidad y rebajar la agresividad de sus poblaciones. Una ilustración casi perfecta
de la primera de estas estrategias la constituye el texto de Joseph Lohman, The Police
and Minority La Escuela de Chicago y su hegemonía entre las dos guerras mundiales
107 Groups: A Manual Prepared for Use in the Chicago Park District Police Training
School. Un ejemplo de la aplicación de las teorías ecológicas y el interaccionismo social
a la formación de las nuevas generaciones de policías destinados a patrullar el guetto.
Lohman compaginaba su cargo de profesor en el departamento con el de sheriff del
condado de Cook, cuya capital es Chicago. El objetivo principal del manual era elevar
la profesionalidad de la policía metropolitana haciéndola más efectiva en la prevención
y control de los conflictos raciales mediante la aplicación de los principios científicos
elaborados por la Ecología Humana. Por este motivo, Lohman dedica la primera parte
del manual a introducir la posición de la escuela en el conflicto racial. Desde las
primeras páginas ese conflicto se describe como inevitable: La sociedad depende de la
cooperación. Cada uno de estos grupos [raciales] tiene una contribución que hacer al
funcionamiento de nuestra sociedad […] Sin embargo, debemos reconocer el hecho de
que la nuestra es una sociedad competitiva. No solo los individuos sino los grupos
étnicos y raciales están en competencia mutua (Lohman, 1947: 3). El párrafo recoge el
concepto parkiano de cooperación competitiva entre grupos, lo acepta como una
dinámica inevitable, una ley universal del sistema, que se saluda como el motor de la
economía capitalista de mercado y la causa de la grandeza de la sociedad
norteamericana. Pero, advierte a continuación, llevada a su extremo esta «lucha entre las
especies» puede resultar una energía negativa para el país: Está implícita en la lucha la
posibilidad de enfrentamientos abiertos y estallidos de violencia social […] Es obvio
que tales condiciones no solo destruirían nuestra democracia sino que harían imposible
el funcionamiento de nuestro sistema industrial (Lohman, 1947: 3). Ha empezado el
baile de las revelaciones: en lo que es un claro ejemplo de inversión del mecanismo de
causalidad, la democracia se ve como una realidad dada de antemano y amenazada por
los disturbios raciales en lugar de entender estos como consecuencias de la ausencia real
de democracia. Por otro lado, está claro dónde se sitúa la verdadera preocupación de
nuestro representante de la ley, el orden y la ciencia: no en la discriminación y en las
terribles condiciones de vida que son la causa última de la violencia sino en sus efectos
disruptores del mecanismo de producción industrial. Una amenaza 108 Francisco Javier
Ullán de la Rosa que en aquellos años cuarenta se consideraba especialmente seria. Los
disturbios raciales incendiaban las ciudades norteamericanas causando muerte y
destrucción. Eran los años de la Guerra Fría y el país no podía permitirse una quinta
columna en su interior. Los disturbios, como el mismo Lohman reconocía (Lohman,
1947: 70), eran provocados la mayor parte de las veces por los blancos. El regreso de
los veteranos blancos de la Segunda Guerra Mundial a sus antiguos barrios obreros
aumentaba las posibilidades de tensión. Muchos de estos excombatientes sufrían de una
patología entonces no identificada, el Trastorno por Estrés Postraumático, que los hacía,
en conjunción con los prejuicios preexistentes, más propensos a la violencia racial. Para
poner fin a estos conflictos que amenazaban el funcionamiento de la economía del país,
Lohman se inclina expresamente por la política del gobierno federal: realojar a los
blancos en los suburbios (Lohman, 1947: 68-69). Y se encuentra un ulterior argumento
para justificar su posición: los estudios realizados por sus colegas del departamento,
como Drake y Cayton (1945), indicaban que los negros tampoco querían integrarse con
los blancos. Y Lohman se apresta a tranquilizar a la comunidad blanca asegurando que
eran falsas las voces de los agitadores del odio racial que asustaban a la gente diciendo
que los negros tenían un plan premeditado para invadir las zonas blancas. No invaden,
se ven empujados por la carestía y la precariedad de la vida en «sus» zonas13. Y, estén
tranquilos, no muestran ninguna disposición, a casarse con mujeres blancas (Lohman,
1947: 70). La constatación de la reciprocidad del rechazo esconde apenas una defensa
del prejuicio racial. El racismo sigue ahí, no ha desaparecido, ha quedado solo
sofisticadamente maquillado con el polvo de arroz del relativismo cultural. La
afirmación de que los negros son igualmente racistas, no acompañada de una
explicación del porqué de esa actitud (¿no sentiría cualquiera animadversión hacia quien
te margina y segrega?) es utilizado, en el argumento de Lohman, para quitar
implícitamente hierro al racismo de los blancos. Los dos son valores culturales relativos,
opiniones privadas, que debemos, final13 Esta afirmación, como ha demostrado Wiese
(2004) en un estudio publicado por la Universidad de Chicago, no era cierta. Y ese era,
precisamente, el problema. Durante toda la época se observa una tendencia de los
segmentos negros mejor situados económicamente a mudarse a los suburbios. Ellos
también habían asimilado los valores americanos. El sistema se aprestó a poner en
marcha sus mecanismos para contener la invasión y mantener el suburbio lo más
racialmente blanco posible. La Escuela de Chicago y su hegemonía entre las dos guerras
mundiales 109 mente, respetar. Un argumento que queda claramente explicitado y
proyectado en el caso de la policía. Lohman reconoce que los oficiales
(mayoritariamente blancos) también tienen sus prejuicios, «como todo el mundo» (le
faltó decir «como yo», pero la explicitación no era necesaria, puesto que ya sabemos
que él también era policía), y que esos prejuicios les llevan en muchas ocasiones a tratar
diferencialmente a las poblaciones de color, contribuyendo así a incrementar la tensión
racial (Lohman, 1947: 3). Pero, recuerda Lohman al final del texto, no es menos cierto
que la policía se convierte también en muchas ocasiones en «el chivo expiatorio sobre el
que las minorías étnicas descargan sus frustraciones» (Lohman, 1947: 103). Y, ya
liberado del peso del pudor, continúa su particular striptease: Si bien un cuerpo de
policía profesionalizado y que opere con metodologías «científicas» debe dejar a un
lado sus prejuicios durante el cumplimiento del deber, lo que piense durante sus horas
libres no solo no es de la incumbencia de nadie sino que es un derecho inalienable. Hay
que distinguir entre sus propios derechos como ciudadano particular y sus propias
convicciones personales y responsabilidades como oficial de policía (Lohman, 1947: 5).
Es posible que las afirmaciones de Lohman estén parcialmente sesgadas, además de por
su propio rol como agente de la ley, por un cierto temor a ofender las sensibilidades de
un cuerpo de policía en cuyas filas se contaban muchos racistas. Puede que la suya sea
una postura parcialmente diplomática (no se puede reformar el cuerpo enfrentándose
directamente a él), pero es razonable pensar que estas prevenciones no invalidan las
conclusiones finales que del texto pueden extraerse: a través de la alquimia del
relativismo cultural, los prejuicios raciales se han convertido en un «derecho
individual», en valores provenientes de una subcultura concreta: la de los blancos. Y
estos, son eximidos en buena parte de su responsabilidad. Son las incómodas
derivaciones de una teoría interaccionista llevada al extremo: si la delincuencia, la
adición o la pobreza se aprenden (y ello debe llevarnos a no condenar a quienes la
practican), también el racismo se aprende14 (y la conclusión 14 En 1973, un equipo de
psicólogos de la Universidad de Stanford mostraron al mundo el resultado de un
experimento realizado dos años atrás con estudiantes y en el que se simularon durante
varias semanas las condiciones de una prisión: se otorgó a un pequeño grupo el rol de
carceleros y el poder de reprimir al resto (Haney, Banks 110 Francisco Javier Ullán de
la Rosa sáquenla ustedes mismos). No encontraremos en la escuela ecológica una
llamada a la eliminación de las barreras entre las subculturas constituidas a ambos lados
del parteaguas racial sino, todo lo contrario, a la consolidación de las mismas. Lohman
era consciente de que el realojo de los blancos en el suburbio tardaría aún unos años en
completarse. En espera de la «solución final», el sociólogo aboga por establecer un
cordón sanitario policial lo más eficiente posible entre negros y blancos. Para ello el
manual introduce las más modernas técnicas de psicología de masas para instruir a los
oficiales sobre cómo controlar los posibles enfrentamientos entre negros y blancos para
que estos no degeneren en guerra abierta: localizar los puntos de tensión más
«calientes» y concentrar allí las dotaciones policiales; no exhibir públicamente actitudes
racistas; no emplear violencia excesiva ni indiscriminada; identificar y aislar
inmediatamente a los cabecillas, etc. (Lohman, 1947: 84). La segunda estrategia para
desactivar el conflicto es la de actuar proactivamente en los guettos, mejorando las
condiciones de vida de sus poblaciones. En este sentido no se puede acusar a los
sociólogos de la Escuela de Chicago en bloque de haberse aislado en su torre de marfil.
El departamento contribuyó positivamente a consolidar el Trabajo Social como una
disciplina científica siguiendo la línea en la que ya venían trabajando desde finales del
XIX el Settlement House Movement y la Charity Organization Society (Polikoff, 1999).
En 1927 la Universidad de Chicago empezó a publicar la Social Service Review, una de
las revistas decanas de investigación en Trabajo Social y a ello le siguieron la
publicación de algunos manuales como el Handbook on Social Case Recording (Bristol,
1936). Algunos de los profesores pondrían en marcha proyectos sociales aplicados,
tanto desde la administración como desde el sector no gubernamental. A los ya
mencionados casos de Mead o Thomas se pueden añadir los de Louis Wirth (director
durante los años veinte del área de delincuencia juvenil de una y Zimbardo, 1973). Sus
conclusiones han recibido muchas críticas a lo largo de los años pero el estudio se hizo
famoso y armó gran revuelo porque las filmaciones mostraban cómo, ya desde los
primeros días, el doble proceso de internalización del rol y de conformidad a la norma
había derivado en actitudes realmente crueles y opresoras por parte de los estudiantes-
carceleros y, al contrario, posiciones victimistas y de agresividad contenida entre los
estudiantes-prisioneros. Exactamente el mismo complejo actitudinal y comportamental
que se observaba en situaciones reales. Como, por ejemplo, en los campos de
concentración nazis o en los guettos norteamericanos. La Escuela de Chicago y su
hegemonía entre las dos guerras mundiales 111 ONG judía en Chicago) y sobre todo el
de Clifford Shaw, fundador del mucho más ambicioso Chicago Area Project. Este
último proyecto de intervención social fue iniciado por Shaw a principios de los treinta
en Rusell Square, una de las zonas de mayor criminalidad de Chicago, con el propósito
de testar sus teorías para la prevención de la delincuencia. El territorio era vandalizado
por quince bandas y cada año más y más jóvenes se sentían atraídos por la violencia. La
estrategia de Shaw, completamente vanguardista por entonces, fue reclutar trabajadores
sociales entre los propios miembros de la comunidad, con la intención de reconstruir el
tejido comunitario desde abajo, elevando la autoestima de los residentes al confiarles
puestos de liderazgo y responsabilidad y creando de esa manera modelos de
comportamiento positivo de referencia local, conocidos por los jóvenes delincuentes. La
idea central era ayudar a los residentes a solucionar sus problemas por sí mismos, en
lugar de intervenir completamente desde fuera. Los trabajadores locales incluían padres
de familia pero también exconvictos, reos en libertad condicional y miembros de las
propias bandas. Shaw estaba convencido de que no se podía ignorar los micropoderes
fácticos del barrio y que si se querían conseguir los objetivos marcados había que
involucrarlos en el proceso. Estaba también convencido de que la reinserción era
absolutamente necesaria para cortar el círculo vicioso de la criminalidad. Ideas todas
que hoy en día parecen de sentido común pero que no lo eran en la época. Los esfuerzos
del CAP se encaminaron en tres direcciones: educación, entorno urbano y justicia. En el
primer caso se trató de mediar en las relaciones entre profesores y familias, luchar
contra el absentismo escolar y subvencionar instalaciones recreacionales (campos de
béisbol, columpios para niños, campamentos de verano) para inculcar entre los jóvenes
los valores del deporte. Shaw se inspiraba en un proyecto ya consolidado y por entonces
mítico en la ciudad: el de la Hull House, uno de los centros emblemáticos del Settlement
House Movement, inaugurado por Jane Addams, la presidenta del movimiento en los
Estados Unidos, en 1889 (Polikoff, 1999; Reyes, 2008)15. En el entorno urbano, el CAP
impulsó campañas de limpieza de los barrios y de toma de conciencia 15 La Hull House
estaba situada en un barrio de inmigrantes italianos y era operada por mujeres
universitarias. Organizaba una gran variedad de eventos culturales y deportivos para
dinamizar el barrio, operaba proyectos sociales (asistencia a mujeres maltratadas,
programas de profilaxis sanitaria, etc.) y retroalimentaba la praxis con 112 Francisco
Javier Ullán de la Rosa (una aplicación implícita de la Teoría de las Ventanas Rotas). En
el terreno judicial intervenía con apoyo legal ante el juzgado de menores para evitar que
un pequeño delito adolescente pudiera, por culpa de un sistema penal excesivamente
prejuiciado y duro, desencadenar el mecanismo del odio y la rabia que conducían a la
producción del criminal adulto. Shaw empezó trabajando en un barrio blanco pero muy
pronto desplazó el centro de atención hacia las comunidades negras. Se había dado
cuenta que era en ellas donde estaba la verdadera bomba de relojería que amenazaba el
American Dream. Mientras que, con más o menos prejuicios en el camino, el camino
del ascenso social estaba eventualmente abierto al resto de los grupos étnicos
inmigrantes, los afroamericanos, cuyo color de la piel no se podía disimular ni en
público ni en privado, encerrados en los guettos, enfrentados a escoger entre una
posición de subordinación permanente o la delincuencia, tenían prácticamente todas las
puertas cerradas. En 1947 se habían creado siete comités en todo el sur de Chicago. El
CAP sigue existiendo hoy en día aunque la eficacia de sus programas siempre fue
menor de lo que podría haber sido debido a las dificultades de financiación que encontró
por parte de una sociedad que seguía confiando más en la tradicional solución policial
que en la novedosa ingeniería social de los sociólogos16. Estos esfuerzos reformistas
estaban, sin embargo, encaminados a desactivar dicha bomba, no a eliminar las
diferencias socioeconómicas. Se trataba, como muy sintéticamente revela el título del
artículo publicado en 1943 en el American Journal of Sociology, The Channeling of
Negro Aggression by the Cultural Process (Powdermaker, 1943) de un programa de
reeducación cultural para mantener bajo control la rabia destructiva del guetto. ¿Incluía
ese programa la movilidad ascendente del negro? En principio, no. La solución
propuesta por los de Chicago es muy parecida a la que en los noventa plantearían, con
tonalidades raciales desvaídas por el paso del tiempo y los imperativos de la corrección
política, los sociólogos conservadores de tendencia neoliberal como el Francis
Fukuyama de Trust. The Social Virtues and the Creation of Prosperity (1995). Un
posibilismo cuyo la investigación sobre las condiciones de vida en el barrio (Polikoff,
1999; Reyes, 2008). 16 La historia del Chicago Area Project puede consultarse en su
página web oficial. http://www.chicagoareaproject.org/historical-look-chicago-area-
project La Escuela de Chicago y su hegemonía entre las dos guerras mundiales 113
razonamiento podría muy bien resumirse en la frase de Lohman: «La sociedad depende
de la cooperación. Cada uno de estos grupos [raciales] tiene una contribución que hacer
al funcionamiento de nuestra sociedad…». Sí, pero unos como basureros y otros como
abogados y médicos. Y puesto que el sistema siempre necesitará basureros lo que el
sistema debe de crear si quiere aspirar a la armonía es basureros felices y contentos de
serlo. La socialización en un conjunto de valores y metas culturales comunes a toda la
sociedad (el que pone como modelo social al profesional de clase media habitante de los
suburbios) solo provoca alienación y frustración en quienes no pueden alcanzar dichas
metas. Con ellas llegan los comportamientos desviados que son altamente deletéreos
para toda la sociedad. ¿La solución? Un conjunto alternativo de valores para las clases
bajas basado en la renuncia a la movilidad social y espacial y en la realización de las
expectativas vitales (en las horas libres fuera del horario de recogida de basuras, se
entiende) a partir de canales inocuos para el sistema (religión, familia, deporte…). ¿El
resultado? Cada uno en su lugar. Para desarmar a Mr. Hyde acabemos con el mito del
American Dream y sustituyámoslo por una versión moderna de la ética hindú de las
castas. Como magistralmente argumentaba el éxito de la gran pantalla de las Navidades
de 1967, el «Adivina quién viene a cenar», de Stanley Kramer, el liberal personaje
encarnado por Spencer Tracy descubrió de sopetón, en sus propias carnes, que una cosa
era defender la igualdad de los negros de forma abstracta y general y otra muy diferente
tenerlos a cenar en tu casa todas las semanas. Y mucho menos aún si ese negro resultaba
ser el marido de tu hija. La idea probablemente era aún impensable, incluso como
ficción cinematográfica, en 1947. 3.3.6. El legado científico: la Escuela de Chicago
entre los atisbos de la ciudad posmoderna y las rémoras epistemológicas del paradigma
moderno La herencia dejada por la Escuela de Chicago en la sociología urbana es tan
enorme como controvertida. En aquellas décadas que pueden fecharse, grosso modo,
entre el articulo de Park en 1915 y la 4º edición de los Principles of Criminology de
Sutherland en 1947, el Departamento de Sociología de Chicago dejó establecidos los
principios para un estudio sistemático de los fenómenos sociales urbanos desde una
óptica sistémica que articulaba con razonable solidez los factores espaciales, y los
socioculturales. Aún habría de completarse con una 114 Francisco Javier Ullán de la
Rosa tercera generación en los años cincuenta y sesenta. La evidencia de la solidez de
muchos argumentos (profecía autocumplida, interaccionismo simbólico, asociación
diferencial etc.) está en que algunos de sus conceptos fueron retomados por
investigadores posteriores y forman parte hoy día del corpus de conocimiento
acumulativo aceptado por la sociología. El estudio transatlántico de Thomas y
Znaniecki (1918-1920) sobre la inmigración polaca se adelanta en muchas décadas a los
estudios actuales sobre comunidades diaspóricas y la necesidad de investigarlas en
todos los puntos de su recorrido espacial. Es decir, es un pionero absoluto de lo que en
los noventa Marcus acuñará como la «etnografía multisituada» (Marcus, 1995). Harris y
Ullman (1945), con su modelo policéntrico, saludaban, quizá no del todo conscientes de
sus futuros desarrollos, un nuevo modelo de ciudad que rompía con la explicación
moderna que ponía precisamente a la centralidad y concentración espacial de funciones
y población, como una de las causas fundamentales del origen de la ciudad y los
principios que la mantenían en funcionamiento (el modelo moderno clásico de aquellos
años, además del de Burgess, es el del geógrafo Christaller [1933]). Lo que Harris y
Ullman observaron como una tendencia incipiente en Chicago acabaría convirtiéndose
en la forma hegemónica de crecimiento urbano en Norteamérica en las siguientes
décadas. La escuela posmoderna de Los Ángeles la considera hoy el paradigma de la
ciudad posindustrial (Dear and Dishman, 2001; Dear, 2002). Por último, sus avances en
la comprensión del fenómeno de la etnicidad y la raza desde una perspectiva no
biologicista, de los efectos sociales del prejuicio étnico-racial, de la socialización
espontánea en el grupo de pares, de la relativa autonomía de la cultura con respecto a la
economía política, son avances todos ellos que prefiguran los posteriores aportes de la
sociología y antropología posmodernas. Ello no quita, por supuesto, para que el modelo
merezca severas críticas. Estas críticas vendrían muy pronto, incluso al interno del
propio departamento, como veremos, y serían muy necesarias, pues el modelo, con
todas sus virtudes, adolecía de grandes defectos. Una parte de esas taras era causada por
las anteojeras epistemológicas del paradigma de la modernidad: fenómenos como la
cultura de bandas, la identidad bicultural de muchos inmigrantes o el fenómeno de los
hobos no podían entenderse desde dicho paradigma, que tenía serias dificultades para
comprender las realidades multívocas (aferrado como estaba al principio lógico de
identidad: algo no puede ser dos La Escuela de Chicago y su hegemonía entre las dos
guerras mundiales 115 cosas a la vez) o los procesos sociales en estado de flujo. Su
paradigma solo les permitía entender aquellos agentes sociales insertos en una
estructura, en la lógica de interdependencia del sistema. Veían el mundo de forma
completamente espacializada, como un proceso de conquista o defensa de un territorio,
de un nicho ecológico. ¿Pero qué ocurría con los que vivían y estaban adaptados a más
de un nicho, como las comunidades de diásporas? ¿O los que no querían adaptarse a
ninguno (como los hobos)? Aunque las semillas de la revolución epistemológica
posmoderna estaban presentes en la Escuela de Chicago (culturalismo, interaccionismo
simbólico) el peso del positivismo modernista era aún muy grande. Sería necesario
esperar a la llegada de la revolución epistemológica posmoderna para poderlos
aprehender en todas sus dimensiones: la figura del hobo, por ejemplo, puede hoy
explicarse mejor como una forma de cultura desespacializada que existe solo en estado
de flujo como las que estudió James Clifford en su Travelling Cultures (1992). En el
mejor de los casos algunos autores llegaron a intuir levemente lo que eran ya los
primeros síntomas de una transformación de la sociedad, y de la ciudad, hacia una
economía posindustrial. Así, Cressey, en su The Taxi-Dance Hall, subtitulado a
Sociological Study in Commercialized Recreation and the City (1932), es pionero en
describir una vida urbana y un capitalismo que giran en torno al placer, a la producción
y consumo de experiencias lúdicas y no la de la producción de manufacturas
industriales. Los Taxi-Dance Hall eran salones de baile frecuentados por los jóvenes de
clase media en los que pagaban por bailar con señoritas, como quien alquila los
servicios de un taxista. La actividad estaba revestida de ambigüedad, pues el alquiler de
la pareja de baile podía dar derecho a algo más. Pero no se trataba de prostitución
propiamente dicha: el servicio no implicaba explícitamente la prestación sexual y el
resultado dependía en buena medida del juego ente el gusto personal de cada chica y las
capacidades de seducción del joven. Era una situación ambigua entre promiscuidad
erótica y comercio carnal que presentaba un desafío para una mentalidad modernista
acostumbrada a clasificar en nítidas categorías. ¿Era prostitución o no lo era? La
solución que ofrece Cressey al dilema planteado es sumergir el fenómeno en una
categoría más general, de naturaleza completamente moral: es vicio, si bien se trata,
admite, de un «vicio pintoresco» (Cressey, 1932: 180) Una estricta moral modernista,
basada sobre la ética industrial de la producción y del trabajo, le impide aprehender esta
otra ciudad, la 116 Francisco Javier Ullán de la Rosa que vive con el ritmo opuesto al
del trabajador, la que sale de noche y vuelve de madrugada, como un fenómeno normal,
como un producto mismo de la evolución del capitalismo siempre en expansión, que
tiende a mercantilizar todos los aspectos de la vida y cuyo propio éxito genera una
desregulación de las pulsiones individuales y la extensión del tiempo de ocio para un
número siempre mayor de personas. Aquellos balbuceos de la metrópolis posmoderna,
la ciudad del espectáculo hecha para maravillar, gozar y consumir tanto como para
controlar, organizar y producir, había sido mejor intuida por la propia cultura popular de
la época que por los sociólogos. La encontramos en la letra de la famosa canción
dedicada a la ciudad, Chicago (that Toddlin’ Town), escrita en 1922 por el inmigrante
germanoamericano Fred Fisher y que popularizaron mundialmente Fred Astaire y
Ginger Rogers en los treinta y Frank Sinatra en los cincuenta. Chicago, esa ciudad que
era apenas un infante que empezaba a caminar (toddling), era el lugar que te hacía
«perder la tristeza» por que «ellos tienen tiempo» (para el ocio, se entiende) y en su
State Street se veían cosas «que no veréis en Broadway». En cambio, el mundo de la
noche que Cressey describe está teñido de sombras negativas y moralina: es el mundo
del vicio, de las costumbres disipadas, de las cigalas que se aprovechan de las hormigas,
es, en suma, disfuncional, desviado. El mundo de Mr. Hyde. 3.4. OTROS APORTES
DEL PERIODO: SOROKIN Y ZIMMERMAN EN HARVARD. SOCIOLOGÍA
URBANA EN GRAN BRETAÑA (1900-1930) La potencia de la Ecología Humana de
Chicago fue tan grande durante las primeras décadas del siglo XX que eclipsa los
aportes producidos desde otras instituciones. Aunque, evidentemente, los sociólogos de
Chicago no fueron los únicos en realizar estudios sobre las sociedades urbanas
contemporáneas, la originalidad y consistencia de sus paradigmas teóricos provocan la
práctica exclusión de otros autores, por economía de espacio y por criterio de
prioridades, de una obra panorámica como esta. Merece la pena, sin embargo, dedicar
algunas líneas a la obra conjunta de dos autores que trabajaron desde Harvard: el
académico ruso Pitirim Sorokin, fundador del Departamento de Sociología en dicha
universidad, y su colega americano Carle Clark Zimmerman, coautores del monumental
esfuerzo en sociología comparativa Principles of Rural-urban Sociology (1929).
Sorokin y Zimmerman utilizaron La Escuela de Chicago y su hegemonía entre las dos
guerras mundiales 117 un enfoque sistémico, que seguramente bebía de la ecología
humana, y lo combinaron con el método comparativo transocietal e histórico para
dilucidar las características que definían y diferenciaban, universalmente, las sociedades
urbanas de las sociedades rurales. Para ello identificaron ocho grandes conjuntos de
variables que, a su modo de ver, distinguían las condiciones de vida rural y urbana:
empleo, medio ambiente, tamaño de la comunidad, densidad de población,
homogeneidad de la población, diferenciación social, movilidad y sistemas de
interacción social. Una obra monumental, sin duda, que acometía un análisis
comparativo con datos de innumerables sociedades a lo largo y ancho del mundo y de la
historia pero que solo tangencialmente puede considerarse como un trabajo de
sociología urbana. El foco y el interés de Sorokin y Zimmerman están puestos en el
campo y en los campesinos: los autores utilizan lo urbano más que como objeto de
estudio per se, como papel de tornasol para resaltar y analizar en profundidad las
características de la sociedad rural, tanto presente como pasada (el recorrido se inicia en
la prehistoria). Los autores tratan de ver una serie de fenómenos, hasta ahora
considerados fundamentalmente desde y en el contexto urbano, en el contexto rural
(nivel de vida, grupos sociales, sexualidad y vida familiar, criminalidad, inteligencia y
hábitos cognitivos, creencias y dinámica política…) y, en ese sentido, merecen mucho
más un puesto de honor en la historia de la sociología rural que en el de la urbana. Por
otro lado, su visión del campo y la ciudad sigue siendo muy dicotómica. Así, por
ejemplo, es revelador que no mencionen ni traten el hecho del proceso suburbanizador,
ya iniciado por aquellas fechas en las principales metrópolis norteamericanas. Uno de
los objetivos de Sorokin era rellenar un vacío de la sociología: el estudio del colectivo
que aún constituía la mayoría de la población, entender la sociedad rural, el porqué de
su mentalidad premoderna y el conservadurismo, cultural y político de los campesinos.
Un objetivo muy probablemente marcado por el origen ruso del autor (Rusia era una
sociedad aún prevalentemente rural) y su biografía política (Sorokin había participado
activamente en la revolución rusa de febrero, había sido secretario de Kerensky y
posteriormente opositor al bolchevismo de Lenin, lo que le precipitó hacia el exilio;
como actor de aquellos acontecimientos Sorokin sin duda debía de estar muy intrigado
por la resistencia que presentó una buena parte del campesinado a la colectivización de
la tierra). En Gran Bretaña la sociología se desarrolló mucho más lentamente y no llegó
a consolidarse como disciplina académica hasta los 118 Francisco Javier Ullán de la
Rosa años sesenta. La Sociological Society había sido fundada en 1903. Entre las
figuras que merece la pena destacar están las de Branford y la de Geddes. Se trata de
autores que mezclan la investigación de fenómenos sociales en la ciudad con su
abogacía por los proyectos de reforma urbana de tendencia socialista. Argumentaban
que la mayoría de los problemas urbanos se pueden solucionar con la planificación
racional del urbanismo. Sus ideas fueron fundamentales en el Town Planning and
Garden City Movement de Ebenezer Howard, un proyecto parecido en cierto modo al
de Tönnies, de carácter moderadamente idealista, que pretendía crear la sociedad
perfecta combinado los aspectos más positivos de los dos polos del contínuum
rural/urbano. En lo metodológico se acercarán a la Escuela de Chicago, aunque su punto
de partida es la escuela francesa de Le Play. Se plantearán como objetivo estudiar la
relación recíproca entre el entorno (el lugar) y la sociedad. Para Branford el lugar
determinaba el trabajo y el trabajo condicionaba la organización social (Scott y
Husbands, 2007). Para estudiar esta relación desarrollarán una técnica de encuesta en
hogares que es totalmente novedosa y que añadía un nuevo instrumento a la batería
metodológica de la sociología urbana para el futuro, algo que no habían apenas
empleado los de Chicago. La primera encuesta la había aplicado Geddes en 1903 en
Dunfermline y a ellas le seguirían el Merseyside Survey (1934) y el The New London
Survey of London Life and Labour (1930) (Savage, 1993). De los ecólogos de Chicago
les aleja su preocupación fundamental con la clase social más que con la raza o la
etnicidad (consecuencia natural de la composición étnica de la Gran Bretaña de aquellas
décadas, que aún no era la sociedad multiétnica en que se convertiría después de la
Segunda Guerra Mundial), sus tendencias socialistas y su preocupación por el
urbanismo. Al implicarse en el Garden City Movement aquellos primeros sociólogos
urbanos británicos contribuyeron al desarrollo de la forma de residencia rururbana que
habría de imponerse en muchos países desarrollados, empezando por los Estados
Unidos donde se conoció como suburb y se convertiría en dominante a partir de los años
cincuenta. Una forma nueva de ciudad, con sus formas de vida y relaciones sociales
asociadas, que ya habían detectado los ecólogos de Chicago pero cuyo análisis habían
completamente ignorado, seducidos por la fascinación por la desviación social y el
guetto.

También podría gustarte