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El documento describe la ciudad de Chicago a principios del siglo XX como la encarnación de la modernidad industrial estadounidense, caracterizada por un rápido crecimiento y cambio constantes. La ciudad atrajo grandes oleadas de inmigrantes de diversos orígenes, lo que generó una sociedad heterogénea sin tradiciones compartidas. Esto planteó desafíos como la delincuencia y los disturbios raciales. La Escuela de Chicago buscó estudiar estos "problemas sociales" para comprenderlos y así poder controlarlos en pos del progreso continuo.
El documento describe la ciudad de Chicago a principios del siglo XX como la encarnación de la modernidad industrial estadounidense, caracterizada por un rápido crecimiento y cambio constantes. La ciudad atrajo grandes oleadas de inmigrantes de diversos orígenes, lo que generó una sociedad heterogénea sin tradiciones compartidas. Esto planteó desafíos como la delincuencia y los disturbios raciales. La Escuela de Chicago buscó estudiar estos "problemas sociales" para comprenderlos y así poder controlarlos en pos del progreso continuo.
El documento describe la ciudad de Chicago a principios del siglo XX como la encarnación de la modernidad industrial estadounidense, caracterizada por un rápido crecimiento y cambio constantes. La ciudad atrajo grandes oleadas de inmigrantes de diversos orígenes, lo que generó una sociedad heterogénea sin tradiciones compartidas. Esto planteó desafíos como la delincuencia y los disturbios raciales. La Escuela de Chicago buscó estudiar estos "problemas sociales" para comprenderlos y así poder controlarlos en pos del progreso continuo.
LA ESCUELA DE CHICAGO Y SU HEGEMONÍA ENTRE LAS DOS GUERRAS
MUNDIALES 3.1. CHICAGO O EL EPÍTOME DE LA NUEVA MODERNIDAD AMERICANA A principios del siglo XX, Chicago, más quizá que ninguna otra ciudad en el mundo, aparecía a sus contemporáneos como la encarnación del destino manifiesto de la moderna religión del progreso, de la nietzscheana voluntad de poder desencadenada por la civilización industrial, ya en su fase superior del petróleo y la electricidad; ese momento histórico volcado a la transformación frenética de la naturaleza y de la sociedad bajo el credo olímpico del citius, altius, fortius («más rápido, más alto, más fuerte») que hacía de la existencia social un sprint lanzado hacia el porvenir. Una civilización, en efecto, que, como ninguna otra hasta entonces, vivía más en el futuro que en el pasado o incluso en el presente (Giddens, 1998), experimentando una especie de vértigo que Marx o Simmel habían ya intuido y que ha sido genialmente sintetizado de esta manera por Marshall Berman: «Ser moderno es experimentar la vida personal y social como un remolino, encontrar el propio mundo y a uno mismo en desintegración y renovación, problematización, angustia, ambigüedad y contradicción perpetuas: formar parte de un universo en el que todo lo que es sólido se disuelve en el aire» (la cursiva, que es también el título del libro de Berman, es una cita literal del Manifiesto Comunista) (Berman, 1982: 15). Chicago era una ciudad surgida en un tiempo record en medio de la naturaleza, el epítome de la conquista del salvaje oeste, una auténtica tabula rasa sin pasado, con un presente preñado de proezas y un futuro que se adivinaba rutilante. La ciudad había pasado de ser un poblachón de unos pocos miles de habitantes (fundada en 1834) a la segunda metrópoli de Norteamérica en tan solo 35 años (Mayer y Wade, 1969; Pacyga, 2009). Todo había comenzado con una gran obra de ingeniería, el Canal de Illinois y Michigan, en 1848, que 52 Francisco Javier Ullán de la Rosa había comunicado fluvialmente la minúscula Chicago con las grandes ciudades industriales de Nueva Inglaterra. Muy pronto llegaron el ferrocarril y el telégrafo. En 1870 era ya la segunda ciudad del país, con 300.000 habitantes. Luego vendría el gran incendio de 1871 que dejó sin hogar a un tercio de sus moradores, un bautismo de fuego del que la ciudad saldría renacida, construida de nuevo desde cero, eliminando incluso el poco pasado que tenía, sustituyendo los viejos edificios y aceras de madera por la verticalidad futurística del hormigón y el acero, que fue inventada aquí. El primer rascacielos de la historia, en estructura de acero, fue el Home Insurance Building, construido en el centro financiero de Chicago en 1884. Desde entonces la ciudad se erigió en líder de la arquitectura moderna, estableciendo el modelo, más tarde reproducido en todos los Estados Unidos, de los CBT (Central Business Districts) (Mayer, 1969). El empuje de esta modernidad, guiada por un capitalismo de muy escasos frenos, era tal que devoraba los propios símbolos arquitectónicos de la ciudad, sacrificados a la vorágine del ciego culto al futuro. Cuando los futuristas italianos en los años diez publicaron sus manifiestos y llamaron a una revolución cultural integral, tenían sin duda en mente la imagen de Chicago. Se había pasado de una civilización que veneraba la tradición, a otra que no solo la ignoraba sino que la destruía conscientemente. Bajo esa lógica, ni siquiera las canas del patriarca de los rascacielos del CBT fueron respetadas: en 1931 el Home Insurance sería, en efecto, derribado para dar paso a otro aún más alto. Todo parecía haberse rendido a la dinámica del flujo incesante de lo efímero. Efímera era la arquitectura de las exposiciones universales que se celebraron en Chicago (en 1893 y en 1934, para el centenario) y que pusieron a la ciudad de las praderas en el mapamundi, a la par de París o Londres. Solo la primera de ellas atrajo a las orillas del lago a 27,5 millones de visitantes (Appelbaum, 1980) subyugados por las feromonas de ese futuro conquistado por la ciencia y el maquinismo que exhalaban sus pabellones. Chicago se convirtió también, junto con Nueva York, en el centro de una nueva industria, la publicidad, ya absolutamente necesaria en aquellos años en que el sistema capitalista empezaba a trasladar su peso estratégico de la producción en masa al consumo de masa. Albert Lasker, el «padre de la moderna publicidad», hizo de Chicago su cuartel general en 1898, desarrollando las técnicas modernas que apelaban directamente a la psicología del consumidor y cambiando así para siempre la cultura popular urbana. La Escuela de Chicago y su hegemonía entre las dos guerras mundiales 53 Para 1910 la población excedía de los dos millones y la mayoría de ellos, como no podía ser de otra manera, no habían nacido en la ciudad (Pacyga, 2009). La extrema labilidad de su arquitectura solo era parangonable a la fluidez de su tejido social. Chicago constituía un tipo de sociedad como el mundo no había conocido hasta la fecha: sin pasado, sin identidad o mecanismos de cohesión social compartidos y definidos, más allá de los que procuraba la división social del trabajo industrial. Durante todo el siglo XIX los inmigrantes llegaron en un torrente incesante, primero de Gran Bretaña y los países del norte de Europa, luego de Europa oriental, central y del sur. Las dos guerras y leyes migratorias más restrictivas (como la de 1924) cortaron los flujos exteriores pero la emigración no se detuvo: la ventana de oportunidad fue rellenada por poblaciones rurales de los Apalaches (fundamentalmente blancos) y del sur (afroamericanos) (Pacyga, 2009). Todo aquel dinamismo constituía una liberación de energías sin precedentes que provocó espectaculares transformaciones de efectos muy positivos pero que muy pronto empezó a mostrar también síntomas de disfuncionalidad. Así, los fervientes adoradores ciudadanos del mito del progreso pronto se vieron confrontados, como lo habían estado en décadas precedentes los europeos, con el desafío de comprender y domesticar al monstruo de Frankenstein que la ciudad estaba gestando más allá de sus soberbios rascacielos y recintos feriales. Este retrato de Dorian Grey tenía algunas características comunes con el que ya había despertado el interés sociológico de los académicos europeos (personas sin hogar, slums de infraviviendas…) pero presentaba también características únicas que agudizaban los problemas psicosociales y de cohesión derivados de una situación de rápida y masiva migración: mientras que en Europa los nuevos habitantes urbanos eran población rural perteneciente por lo general al mismo grupo étnico de la población urbana originaria (misma religión, lengua, rasgos somáticos), en los Estados Unidos estos provenían de grupos culturales y raciales muy diversos. La población rural de las grandes urbes industriales europeas era sin duda culturalmente diversa de la urbana pero esas diferencias resultaban a la postre pequeñas en comparación con la gran urbe americana en la que habían convergido —y se veían obligados a convivir— judíos centroeuropeos con católicos sicilianos u ortodoxos griegos, mediterráneos con irlandeses, germanos con eslavos, negros del sur con blancos racistas del sur (y del norte), y todos ellos con la (supuesta) cultura central 54 Francisco Javier Ullán de la Rosa dominante de los WASP (White Anglo-Saxon Protestants) a la que, en teoría, estaban abocados a asimilarse. Este cóctel multicultural podía ser, sin duda, muy estimulante, fuente de mucha creatividad, pero era también un polvorín muy inestable. Así, a la preocupación de las luchas de clase (Chicago fue testigo de una huelga salvaje de camioneros que paralizó sus calles en 1905, enfrentando a sindicalistas con comerciantes [Witwer, 2000]) los sociólogos y políticos tuvieron que añadir la cuestión étnica y racial. En 1919, en lo que se conocería más tarde como el «Verano Rojo», Chicago se vio violentamente sacudida por sangrientos disturbios raciales que tuvieron como origen la competición laboral desencadenada por el regreso de los veteranos de la Primera Guerra Mundial. Muchos no pudieron digerir que el trabajo hubiera sido ocupado en el ínterim por los afroamericanos y se movilizaron para reconquistar el territorio (Pacyga, 2009). Aquella situación de fluidez y de extrema heterogeneidad tenía también otro efecto colateral indeseable, mucho más constante e insidioso que la violenta, pero efímera, erupción de los disturbios raciales: unas altas tasas de criminalidad en general y de criminalidad organizada en particular, a partir de las solidaridades primarias que ofrecía la etnicidad. Durante las décadas a caballo entre el XIX y el XX la tasa de homicidios domésticos se triplicó (Adler, 2003) y lo mismo puede decirse del resto de los delitos de sangre. Tres cuartas partes de dichos delitos, incluso cuando llegaban a la justicia, no resultaban en sentencias firmes, al parecer debido, en parte, a mecanismos de solidaridad étnica al interior de la policía, judicatura y los jurados populares (Adler, 2006). A partir de los años veinte la imagen de la gran metrópoli norteamericana, y de Chicago, feudo de Al Capone, en particular, quedó asociada con la inseguridad y el crimen. Un crimen que incluso se teñía de un cierto glamour, al menos en el caso de los grandes bosses de la mafia, investidos por el cine de la época de un protagonismo que nunca antes había tenido ningún bandido tradicional. Era el reverso oscuro del American Dream. Todos aquellos brotes de «irracionalidad» asustaban y preocupaban, por obvias razones, a las clases dominantes de la época. Eran un desafío al credo racionalista del progreso encarnado en ese sueño americano. Un sueño americano que, como el de la razón de Goya, producía monstruos. Era necesario diseccionar aquellas anomalías monstruosas para entender su comportamiento y poder eventualmente controlarlo, salvando así el proyecto de progreso de la modernidad. Chicago adoptaría un papel preponderante en dicho esfuerzo La Escuela de Chicago y su hegemonía entre las dos guerras mundiales 55 liderando, por ejemplo, las reformas en el sistema judicial norteamericano a partir de 1900. El Departamento de Sociología de Chicago había nacido unos años antes y también se puso a trabajar en la comprensión y resolución de los problemas sociales de la ciudad. 3.2. LA PRIMERA GENERACIÓN DEL DEPARTAMENTO DE SOCIOLOGÍA DE CHICAGO El Departamento de Sociología de Chicago fue fundado en 1892 por Albion Woodbury Small (1854-1926). Muy pocos años después, en 1895, el departamento empezaría a publicar el American Journal of Sociology, la revista de sociología decana en los EE. UU. y, desde entonces uno de los órganos fundamentales de difusión del pensamiento sociológico mundial (ya en 1905, como hemos visto, publicaba, por ejemplo, un artículo de Tönnies). Bajo su guía, una constelación de brillantes científicos sociales convertiría la bulliciosa urbe en un laboratorio en el que se desarrollaron buena parte de las metodologías y los marcos teóricos de la sociología. En unas décadas la potencia que adquirió el departamento lo elevaría a la posición de think tank hegemónico en las ciencias sociales estadounidenses (y, más tarde, mundiales)1 . Y hablamos de la sociología en general, 1 Esta hegemonía se ilustra y refleja perfectamente en la lista de presidentes de la American Sociological Association, puesto que desde 1916 se renueva anualmente: de los 103 presidentes que ha tenido la ASA desde su fundación en 1906, 21 eran profesores del Departamento de Chicago, 2 habían estudiado el doctorado allí y otros 3 están estrechamente ligados, biográfica y académicamente, al mismo. En total 27 (o lo que es lo mismo, el 25 por ciento). Pero si tomamos solo los primeros cincuenta años de la ASA, que corresponden aproximadamente a la primera mitad del siglo XX (1906-1956), el periodo de hegemonía propiamente dicho, la proporción es aún más abrumadora: 19 de 46 (el 41 por ciento). Prácticamente todos los representantes de la Escuela de Chicago accedieron a este máximo cargo honorífico de la academia norteamericana: Albion W. Small (1912–1913), George E. Vincent (1916), George E. Howard (1917), Charles H. Cooley (1918), Robert E. Park (1925), W. I. Thomas (1927), Ernest W. Burgess (1934), Ellsworth Faris (1937), Edwin Sutherland (1939), Louis Wirth (1947), E. Franklin Frazier (1948), Samuel A. Stouffer (1953), Florian Znaniecki (1954), Herbert Blumer (1956), Everett C. Hughes (1963), Philip M. Hauser (1968), Reinhard Bendix (1970), Lewis A. Coser (1975), Amos H. Hawley(1978), Erving Goffman (1982), Kai T. Erikson (1985). A ellos añadiré los nombres de Edward C. Hayes (1921) y Emory S. Bogardus (1931) (doctorados en Chicago) y Talcott Parsons (1949), Leonard S. Cottrell Jr. (1950) y Dorothy Swaine Thomas (1952) (estrechos colaboradores de fundadores de la Escuela de Chicago) 56 Francisco Javier Ullán de la Rosa y no únicamente de la sociología urbana. En este primer momento, y hasta el desarrollo de la teoría de la Ecología Humana en los años veinte, no existe la sociología urbana como tal: el estudio de Chicago es simplemente el de los procesos sociales de la sociedad moderna. Lo cual no es óbice para que los investigadores de Chicago abrieran la senda de lo que serían en el futuro los estudios sociológicos de temática más genuinamente urbana. Las antologías nos recuerdan que Small fundó el primer Departamento de Sociología de los Estados Unidos pero muchas de ellas se olvidan de precisar que hasta 1929 (Stocking, 1979), fecha en que se produjo la escisión, se trataba en realidad del Departamento de Sociología y Antropología. Esta precisión no es banal porque, como más tarde se verá, la influencia recíproca de ambos enfoques es muy grande en la Escuela de Chicago. Su Ecología Humana puede considerarse, de hecho, como un proyecto para subsumir ambos en una ciencia social más holística. La doble raíz sociológica/antropológica del departamento quizá sea una de las razones que explican la coexistencia desde un principio de los enfoques nomotético e ideográfico en Chicago. Así, si bajo la guía de Small los investigadores de Chicago se aplicaron a desarrollar el método empírico más decididamente cuantitativo, por otro lado profesores como George Herbert Mead o John Dewey (docente en Chicago de 1894 a 1904) aplicaban el Pragmatismo filosófico, muy próximo a la Fenomenología (Shalin, 1986), y dos autores como William I. Thomas (1863-1947) y Florian Znaniecki, trasladaban por primera vez estos enfoques culturalistas2 a la realización de un estudio cualitativo de gran rigor metodológico, usando las mismas técnicas etnográficas que los antropólogos estaban desarrollando por los mismos años para el estudio de pequeñas sociedades tribales, al análisis de comunidades étnicas urbanas. Enfoque culturalista y cualitativo que anunciaba ya la corriente de (“American Sociologícal Association”, en Wikipedia http://en.wikipedia.org/wiki/ American_Sociological_Association). 2 Thomas es conocido, entre otras cosas, por haber elaborado junto con su mujer Dorothy el teorema que lleva su nombre y que él mismo enunció de esta manera: “Si el ser humano define una situación como real, esta es real en sus consecuencias” (Thomas y Thomas, 1928: 572). Germen de lo que sería toda una línea de investigación en sociología y que llevaría al “descubrimiento” de otros mecanismos psicosociales que se basaban en este más general, entre otros el clásico de la profecía auto-cumplida (Merton, 1948) La Escuela de Chicago y su hegemonía entre las dos guerras mundiales 57 los Community Studies que desarrollaría la siguiente generación de Chicago. Muchos de estos primeros sociólogos chicagüenses (entre ellos Small, Mead y Thomas), como también los de la Ecología Humana, habían realizado estudios en Alemania y estaban fuertemente influidos por el historicismo y la verstehen que se estaban elaborando en aquel país (Bulmer, 1984). De 1908 a 1918 Thomas realizó una fantástica investigación de campo sobre los polacos de Chicago, uno de los grupos étnicos más numerosos y visibles de la ciudad. Ello le condujo a aprender la lengua, realizar innumerables entrevistas e historias de vida a miembros de la comunidad, observación participante, análisis de documentos (periódicos polacos publicados en Chicago, correspondencia personal de los inmigrantes con sus familiares en Europa…) y un buen número de viajes a Polonia para conocer el contexto social y cultural de los inmigrantes. En uno de estos viajes conocería al sociólogo polaco Florian Znaniecki (1882-1958), entonces editor del periódico Wychod ca polski («El emigrante polaco») y director de una organización que representaba a los inmigrantes polacos en Varsovia. Znaniecki se convirtió en un informante de primer orden y, al estallar la Primera Guerra Mundial y quedar Polonia repartida entre los bandos combatientes, en su asistente en Chicago y más tarde profesor del departamento. El fruto de todo aquel monumental trabajo es la obra publicada entre 1918 y 1920 en coautoría The Polish Peasant in Europe and America, considerada por algunos como una de los grandes hitos de la investigación sociológica en América (Coser, 1977). Los sociólogos de esta primera generación no se limitaron a investigar las transformaciones sociales que experimentaba su ciudad. Quisieron también colaborar en la reforma de sus instituciones y en la resolución de los problemas urbanos. George Herbert Mead, por ejemplo, colaboró durante toda su vida con el City Club de Chicago, una organización no partidista fundada en 1903 con el objetivo de fomentar la responsabilidad cívica, debatir y proponer soluciones sobre políticas públicas urbanas3 . Una de sus misiones, en la que Mead fue muy activo, fue la de realizar investigaciones y elaborar informes 3 El City Club sigue existiendo hoy en día y, entre sus miembros recientes más destacados se cuenta el presidente norteamericano Barack Obama que, como es sabido, inició su carrera como abogado y activista social precisamente en Chicago (ver el sitio web del Chicago City Club en www.cityclub-chicago.com.) 58 Francisco Javier Ullán de la Rosa sobre aspectos de gobernanza local. Aquella implicación en política se desarrolló desde los principios de un espíritu liberal- reformista que, a pesar de carecer del filo cortante del marxismo, encontró virulenta oposición por parte de un establishment muy conservador (y parcialmente corrupto), del que formaba parte también la cúpula dirigente de la universidad. El City Club tuvo que abrirse paso a codazos en un entorno político hostil aquejado por la plaga de la corrupción. Y el entorno académico no era un santuario en el que los académicos- reformistas pudieran siempre buscar refugio: las desavenencias entre el «demasiado» progresista Dewey y las autoridades de Chicago forzaron la salida de este en 1904. Catorce años después le tocaría el turno a Thomas, expulsado de la universidad en medio de un turbulento proceso que revistió tintes de novela negra. Desde siempre mal visto por la jerarquía universitaria por su vida demasiado «bohemia», Thomas sería arrestado en 1918 por el FBI cuando salía del estado de Illinois en compañía de la joven esposa de un oficial del ejército destinado en Francia, supuestamente su amante, bajo la acusación de haber infringido la Ley Mann que prohibía «el traslado interestatal de mujeres con propósitos inmorales». La universidad lo expulsó inmediatamente, sin esperar la sentencia. Aunque Thomas fue absuelto de los cargos, su reputación quedó seriamente dañada: el Chicago Tribune lo atacó duramente, la editorial de la universidad, que ya había publicado sus dos primeros volúmenes del The Polish Peasant, rescindió su contrato. Es por ello que la obra se publicó en dos fechas sucesivas (la segunda parte vería la luz en Boston) y otra obra suya, Old World Traits Transplanted, tuvo que ser publicada en 1921 bajo la firma de sus discípulos Robert Ezra Park y Herbert Miller (quienes solo habían colaborado a una pequeña parte de la misma) por la negativa de la Carnegie Corporation (que era la comisionaria del trabajo) a publicarlo con su nombre (su autoría no sería restituida hasta 1951). Como apunta Bulmer (1984) los motivos de tal encarnizamiento no tenían nada que ver con la inmoralidad del supuesto adulterio sino con cuestiones políticas, e incluso sugiere que el FBI le tendió una trampa. Los ojos del establishment hacía tiempo que estaban encima de Thomas y de su mujer Dorothy por sus inconvenientes planteamientos izquierdistas. La relación con la mujer del militar probablemente se debía a las actividades pacifistas que conducía Dorothy por aquellas fechas del final del conflicto mundial. Thomas había tenido ya varios choques violentos con el aparato más conservador de la máquina política de Chicago, de cuya Comisión La Escuela de Chicago y su hegemonía entre las dos guerras mundiales 59 para la Criminalidad formaba parte. Su estudio de la delincuencia entre los polacos de Chicago le había llevado a conclusiones que se alejaban de las explicaciones moralistas de la mayoría de la comisión. Bulmer sugiere que todo fue una venganza de algunos de los miembros de esta después de un sonoro incidente protagonizado por Thomas en el debate sobre la prohibición de la prostitución. Thomas había defendido fervientemente que la clausura del «distrito rojo» de Chicago solo empeoraría la situación y al no conseguir convencer a nadie había abandonado asqueado la sesión. Al día siguiente era titular de todos los periódicos y se había ganado la feroz animadversión de la comisión. Los casos de Dewey y Thomas, los dos únicos miembros de aquella primera generación de Chicago que abandonaron el departamento antes de la jubilación, ilustran el clima existente en la academia norteamericana de la época, dominada por conservadores. Autores que no solo fueron vanguardia del conocimiento sino punta de lanza de una batalla cultural y política contra el paradigma moral victoriano que se hubo también de combatir en el propio seno de la academia, como una verdadera guerra civil. Guerra civil, en parte generacional, que se reveló nítidamente en la reunión de la ASA de 1927, en la cual la nueva generación emergente de sociólogos, entre los que se contaba Park, consiguió el nombramiento de Thomas como presidente de la asociación para ese año frente a la oposición de la mayoría del gran profesorado. Volveremos sobre este asunto al analizar la dimensión política de la segunda generación de la escuela. A la salida de Thomas le siguió en 1925 la de Small, por jubilación, y su recambio al frente del departamento por Ellsworth Faris (1874- 1953), investigador de pasado y corazón antropológico (había sido misionero en África y sus primeras obras recogen sus experiencias de campo en aquel continente) que dirigiría el doble departamento hasta 1936. La salida de Small vino sucedida por la llegada de toda una nueva generación de investigadores más jóvenes, entre los que se contaban Robert Ezra Park (1864-1944), Ernest W. Burgess (1886- 1966) y Roderick D. Mackenzie (1885-1940). Juntos, si bien Park asumió un rol decididamente más protagónico, lanzarían a la Escuela de Chicago hacia su segunda, más madura y más influyente etapa, en la que los caminos ya iniciados (enfoque y metodologías cuantitativas y cualitativas) se verían sujetos a un intento de sistematización teórica bajo el paraguas más amplio de la Ecología Humana. Ese mismo año de 1925 veía la luz el manifiesto de aquella nueva etapa, The City, escrito por los tres autores. Con él, la sociología subía un peldaño en 60 Francisco Javier Ullán de la Rosa su construcción como disciplina científica y la sociología urbana se dotaba de su primer paradigma teórico específico, naciendo finalmente como tal. En los años siguientes aquel paradigma produciría una de las generaciones de sociólogos más prolífica y marcante de la historia de la disciplina. Intentemos en las páginas que siguen resumir sus logros y citar algunos de los nombres y contribuciones más significativas. 3.3. LA SEGUNDA GENERACIÓN DE LA ESCUELA DE CHICAGO. BIOLOGICISMO, FUNCIONALISMO Y CULTURALISMO ENTRE LA ECOLOGÍA HUMANA Y LOS COMMUNITY STUDIES 3.3.1. Consideraciones generales El paradigma teórico que salió de los hornos del Departamento de Sociología (y Antropología) de Chicago a partir de la década de los veinte y hasta bien entrados los cuarenta es producto de un trabajo colectivo y acumulativo. A veces se le imputa a Park un protagonismo excesivo que no le corresponde. Sin negar su condición de iniciador y figura de más peso del movimiento, un análisis más ajustado a la realidad debe tratar a la Escuela de Chicago como un conjunto, sin diseccionar su análisis autor por autor, aunque, como no puede ser de otra manera, se harán alusiones concretas a todos ellos cuando se trate de delimitar algunas de sus contribuciones más personales. El trabajo que más tarde desembocaría en la primera elaboración de la Ecología Humana es el artículo de Robert E. Park «The City: Suggestions for the Investigation of Human Behaviour in an Urban Enviroment», fechado en 1915, cuyo título es de por sí, todo un manifiesto de lo que será la futura agenda de investigación. La obra convierte, sin duda, a Park en el padre de la Ecología Humana. Pero su trabajo pionero no empezaría a tomar verdadero cuerpo hasta que no encontró, diez años más tarde, el refuerzo de otros dos profesores de Chicago, Ernest W. Burgess y Roderick D. MacKenzie. Los tres juntos coeditarán el que puede considerarse verdadero manifiesto fundacional de la escuela, su The City (1925), cuyo subtítulo recuperaba también el del artículo de Park. La obra recogía el seminal artículo de aquel pero desarrollaba ulteriormente otras elaboraciones previas realizadas por los tres autores (Park y Burgess, 1921; McKenzie, 1924). También incluía un capítulo de uno de los alumnos del departamento, La Escuela de Chicago y su hegemonía entre las dos guerras mundiales 61 Louis Wirth, lo que le hace acreedor de formar parte de este grupo iniciador de la escuela. El proyecto de la Ecología Humana es, en su esencia, el del establecimiento de una disciplina holística cuyo objeto de estudio se centrara en explicar todos los fenómenos humanos como producto, en última instancia, de los procesos de adaptación de las poblaciones al entorno ecológico. Es decir, la interrelación comportamientomedio, y sociedad/cultura-medio. La intención última de la Ecología Humana era sin duda la aplicación de su enfoque al estudio de cualquier proceso social y cultural. Nunca se pretendió crear una sociología urbana como disciplina (Mela, 1996) pero al hacer de Chicago el laboratorio donde estudiar esas interrelaciones, los ecólogos humanos elaboraron, quizá sin querer, la que es considerada como «la primera teoría sistemática de la ciudad» (Reissman, 1964: 93), analizando el entorno urbano como un ecosistema dotado de un alto grado de autonomía que podía ser estudiado de acuerdo a sus propias lógicas internas. Esta doble dimensión general-particular de la Ecología Humana tiñó a la producción de la escuela de una ambigüedad que se refleja en los propios títulos de sus obras teóricas fundamentales: mientras unas (Park, 1915; Park, Burgess y McKenzie, 1925) inciden sobre el término «ciudad», otras (Park y Burgess, 1921, McKenzie, 1924) dejan más claras sus aspiraciones generalistas. Esta ambigüedad podría haber sido evitada y no se resolverá sino en una segunda fase, dirigida por una tercera generación de Chicago después de la Segunda Guerra Mundial, que separaría nítidamente la Ecología Humana de los estudios urbanos. La Ecología Humana nacía con el propósito de constituirse en la ciencia social más abarcante de todas, la que ofrecía el marco teórico más holístico en el que cabrían, en un segundo momento, estudios económicos, políticos, sociales y culturales más concretos. «La Ecología Humana […] no era una rama de la sociología sino una perspectiva, un método y un aparato de conocimiento para el estudio de la vida social […] era una disciplina general, fundamental para todas las ciencias sociales», diría Louis Wirth, otro de los exponentes de la escuela (Wirth, 1945: 484). Lo que se proponía era, en resumidas cuentas, un proyecto que se parecía mucho al que recorría desde el siglo XIX la antropología con su intento de dar una explicación transcultural al comportamiento humano a partir de leyes evolutivas naturales y universales (Harris, 1968). La mutua influencia entre antropología (o antropología cultural, como comenzaba a denominarse 62 Francisco Javier Ullán de la Rosa en EE. UU. para distinguirla de la antropología física dedicada solo al estudio somático y de fósiles humanos) y Ecología Humana es, en efecto, enorme, como no podía ser de otra manera en un departamento dirigido por un Ellsworth Faris de clara formación e intereses antropológicos4 . Durante los años veinte el departamento añadió a su plantel «gigantes» de la antropología como Edward Sapir y Robert Redfield, que sin duda retroalimentaron a los sociólogos. Allí también se doctoró el padre de la Ecología Cultural, el antropólogo Leslie White (Stocking, 1979). En el American Journal of Sociology, a pesar de su título, no se hacía una distinción excluyente entre ambas disciplinas y en ella publicaron, hasta bien tarde, los grandes antropólogos de la época (Malinowsky, 1943; Mead, 1943, etc.) En su artículo de 1915, Park reclamaba la necesidad de llevar el enfoque de la antropología, «la ciencia del hombre», como él la llama, fuertemente autoexiliada en el territorio de los pueblos primitivos, al estudio del «hombre civilizado» (Park, 1915: 3). Las concomitancias con la antropología no se limitaron a la adopción de un enfoque holístico de matriz más o menos biologicista, inspirado en el naturalismo de Spencer y Darwin y que acabaría desembocando en aquella disciplina en el desarrollo de las corrientes de la Ecología Cultural (White, 1943; Steward y Shimkin, 1961) y el Materialismo Cultural (Harris, 1968). Estas pueden encontrarse también en la segunda gran trocha que abre la Escuela de Chicago y que la llevará a transitar por los caminos del psicologismo y el culturalismo. De manera bastante análoga a como estaba haciendo la antropología con los pueblos no industrializados desde los tiempos de Boas (1901, 1911), la Escuela de Chicago se embarcará en el estudio de la vida mental de las poblaciones urbano-industriales, es decir, de su universo cultural. Y ello a partir de dos enfoques que Chicago considerará, de manera aún no del todo clara, como autónomos pero articulados entre sí: por un lado, el propio enfoque ecológico que no es determinista sino sistémico, con el que trata de entender cómo la cultura de los individuos es el producto de las constricciones del medio y cómo a su vez esta lo modifica; por el otro, un culturalismo que les lleva a entender cada cultura (o subcultura urbana) como un producto histórico contingente, que no se explica por leyes sistémicas universales sino que genera su propio universo autónomo de 4 Los títulos de algunas de sus obras dan fiel testimonio de ello: The mental capacity of savages (1918) y The Nature of Human Nature (1937). La Escuela de Chicago y su hegemonía entre las dos guerras mundiales 63 significados, «no menos reales que la realidad», como decían Thomas y Thomas (1928), y al que la ciencia puede, todo lo más, aspirar a comprender. Están presentes, pues, en la Ecología Humana, contemporáneamente, las dos grandes ramas epistemológicas del pensamiento sociológico, el positivismo y la verstehen, lo nomotético y lo ideográfico, enfoques hasta entonces teóricamente enfrentados y para los que esta, como la misma antropología cultural, trató de ofrecer una reconciliación en el seno de un marco teórico- metodológico riguroso. Es importante recordar que los vínculos discipulares con autores no positivistas eran fuertes en la escuela: Park había estudiado filosofía con John Dewey en Michigan y más tarde fue discípulo de Simmel en Berlín. El resultado, en el caso de la Escuela de Chicago se resume en la elaboración, por un lado, de la teoría de la Ecología Humana (retomando la teoría de la selección natural y los primeros estudios de Ecología no humana de Eugen Warming, J. Paul Goode o Frederic Clemens [Ehrlich, 1987]) y, por el otro, de los llamados Community Studies, un proyecto nunca concluido de levantar un registro etnográfico, basado en lo que podríamos llamar una «descripción densa» a la manera de Geertz (1973), de las distintas subculturas urbano-industriales, empezando por la ciudad de Chicago. Es a partir de este doble enfoque que debe entenderse también el empleo del término «comunidad» término que lleva a veces a confusión pues los autores lo usan de forma indistinta para referirse a dos cosas muy diferentes: «comunidad» es empleado como sinónimo de sistema ecológico por un lado (la ciudad, así, por ejemplo, en el The Metropolitan Community de McKenzie [1933]) y, por otro, como sinónimo de subgrupo humano específico con características (sociales, culturales y espaciales) específicas al interno de dicho sistema ecológico (tal o cual barrio o distrito al interior de la ciudad) (Park, 1952). Al contrario de lo que afirma Mathews (1989), mi punto de vista es que ambos enfoques quedan razonablemente bien articulados en la Escuela de Chicago. El problema fundamental de la Escuela de Chicago no está ahí, sino en su casi total ausencia de atención (sin duda calculada) a los factores de la economía política. La doble dimensión es el intento de combinar el determinismo natural con la libertad individual, a la que aquellos liberales norteamericanos no podían renunciar por meros principios. Pero también una apuesta muy lúcida por dejar atrás todo reduccionismo epistemológico. Juegos malabares entre libertad y determinismo, agencia y estructura, idea y materia, en los que podemos entrever la sombra de aquellos otros que, 64 Francisco Javier Ullán de la Rosa de forma substancialmente semejante, practicaban Weber y Simmel. Como ya vimos Simmel otorga a la cultura y a la vida mental un cierto grado de autonomía pero también afirma la relación de mutua retroalimentación entre esta y la base material. Esa base material, que era fundamentalmente económica en Simmel (como en Marx) Chicago la teñirá de tonos ecológicos. Finalmente, la escuela tomará la teoría de la selección natural ya adaptada por Spencer al mundo social y la despojará de cualquier resabio evolucionista explícito (los implícitos seguirán estando ahí, la civilización urbano-industrial seguirá siempre siendo la cima del progreso histórico) aplicándole en cambio el funcionalismo spenceriano del Social Statics pasado por Durkheim para hacer del ecosistema un superorganismo que tiende, por encima de la lucha por la supervivencia de los individuos y grupos, siempre al estado de equilibrio (Saunders, 1981). La Ecología Humana puede considerarse, bajo este aspecto, como la primera elaboración del funcionalismo sociológico (despojado más tarde de su inicial biologicismo) que habría de dominar las ciencias sociales (Chapouli, 2001), desde Estados Unidos, durante medio siglo (entre otras, con figuras estrechamente ligadas a la Escuela de Chicago como Talcott Parsons). Como ya vamos entreviendo, el legado de la escuela es enorme. La gran ciudad contemporánea es el ecosistema humano más complejo de la historia y por ello debía ser colocada por la nueva ciencia en una posición privilegiada, central, con respecto al estudio de otros ecosistemas humanos. Es a partir de ese punto de partida que la segunda generación de Chicago se dedicaría simplemente a estudiar el ecosistema espacialmente localizado que tenía más cerca: la propia metrópolis de Illinois. Y ello no solo porque facilitaba la siempre de por sí complicada y costosa investigación (solo había que salir de casa por la mañana, recoger datos y regresar por la tarde para cenar) sino también porque en ella, como ya hemos dicho, veían el epítome de la nueva urbe industrial del siglo XX: nacida de la nada desde bases humanas heterogéneas, crecida hasta las dimensiones metropolitanas en un tiempo récord, necesitada urgentemente de una orientación y de una identidad propia. Park y sus compañeros amaban sinceramente esa ciudad y ese amor nutría una sincera voluntad reformista de contribuir a aliviar los problemas sociales que en ella se manifestaban. No consideraron necesario, en aquellos momentos, ir más lejos. La aventura de Thomas y Znaniecki, con su etnografía transatlántica, permaneció como un precedente aislado durante mucho tiempo (por otro lado la recesión, el ascenso del nazismo y la guerra dificultaron La Escuela de Chicago y su hegemonía entre las dos guerras mundiales 65 enormemente en aquellos años ese tipo de investigaciones). Veamos ahora estas dos grandes ramas de la Escuela de Chicago, Ecología Humana y enfoque culturalista, con todo el detalle que merecen. 3.3.2. La Ecología Humana y su aplicación al estudio de la ciudad La lucha por la supervivencia determina la regulación demográfica de las diversas especies y su distribución en diferentes hábitats, y la población humana no es una excepción a esta regla. Pero las especies y, en este caso, el hombre —continúa la tesis— no se adaptan al hábitat solamente luchando entre sí (esa será, en cambio, la lectura que el fascismo hará de la teoría darwinista) sino también cooperando entre sí. Darwin (1958 [1859], 1970 [1871]) ya lo había dejado dicho. El funcionamiento del sistema ecológico es mucho más complejo de lo que deja entrever su síntesis vulgar en la expresión «supervivencia de los más aptos»: los más aptos no son siempre los que saben matar mejor sino los que saben cooperar mejor, los que saben ahorrar energía mejor, los que saben organizarse mejor, los que saben dotarse de mejores mecanismos de evitación o defensa; o los más bellos, o los que tienen más hijos o, al contrario, dependiendo del momento o del hábitat, los que tienen menos, etc. La naturaleza real funciona a través de innumerables mecanismos de selección (Darwin, 1958 [1859], 1970 [1871]). Darwin no necesitó esperar a los desarrollos de la moderna biología para darse cuenta de que la complejidad de mecanismos de adaptación es enorme, pero ningún científico social hizo nunca una lectura realmente profunda de su obra. Fue Spencer quien inventó el término de «los más aptos» (Hofstadter, 1955) y el spencerismo es solo una burda aproximación a la complejidad de la realidad natural. También lo es, en ese sentido, la de los primeros ecólogos humanos, aunque comparada con la del Darwinismo Social sea ya un gran avance. La Ecología Humana, si bien aún no reconoce toda esa multiplicidad de estrategias de adaptación, al introducir la cooperación como una de las posibles al menos acaba con el insufrible reduccionismo que suponía contemplar la naturaleza solo como lucha y competición. El ecosistema funciona según ellos a través de la «coexistencia en tensión» (¿resabios de una concepción dialéctica?) de la cooperación y la competición: a veces los humanos recurrirán más a la primera, a veces a la segunda, y en otras ocasiones a una tercera estrategia que es una combinación de las dos. En las modernas sociedades humanas capitalistas esa cooperación se realiza a través de 66 Francisco Javier Ullán de la Rosa la diferenciación de funciones en el sistema, es decir, de la división social del trabajo, y de la distribución espacial ordenada de tales funciones en las áreas más adecuadas para cada una. Así, la «comunidad» (entendida en su primera acepción parkiana, como ecosistema) es un sistema funcional localizado en el espacio. La combinación de cooperación y competición es la competencia cooperativa: distintos individuos deciden cooperar entre sí para competir mejor frente a otros grupos. En realidad se trata de una renovada versión del spencerismo bien entendido5 , adaptada a la realidad multiétnica de la urbe americana. La cooperación, observaron los de Chicago, se produce fundamentalmente al interior del grupo étnico o social mientras que las relaciones entre grupos se ven casi siempre como impulsadas por el principio de la competición. El objetivo de todo ello es que el sistema ecológico permanezca siempre en equilibrio y el mecanismo por el que se mantiene este equilibrio es dicha cooperación competitiva. La cooperación competitiva por los recursos desemboca en la adaptación de las distintas especies, de una forma espontánea, no regulada, sea al nicho ecológico concreto que ocupan, que recíprocamente entre ellas (lo que hoy en día los biólogos llaman coevolución) (Park y Burgess, 1921; Park, Burgess y McKenzie, 1925; Park, 1952) y tiene consecuencias importantísimas tanto en su arquitectura teórica como política. Es en este funcionalismo basado en la interdependencia complementaria de funciones (así como en el espíritu reformista liberal y pequeñoburgués del que se tratará más tarde) donde los de Chicago demuestran la fuerte influencia de Durkheim. Partiendo del biologismo de Darwin el Homo Ecologicus es un ser naturalmente individualista (la selección natural es una selección de individuos, aunque estos puedan cooperar entre sí para maximizar sus posibilidades de supervivencia (Darwin, 1958 [1859]) pero debe y puede ser controlado por el sistema social que, como para Durkheim, tiene una existencia autónoma y propia, independiente de los individuos. La sociedad (comunidad ecológica) es un sistema autorregulado, un «mecanismo sin mecánico» (Kauffman, 2009), y esta autorregulación pasa por la 5 Spencerismo que también fue vulgarizado. En su particular predicción evolucionista de la historia Spencer estaba convencido de que la agresión tendría siempre una función menos determinante en la historia hasta desaparecer por completo en una futura sociedad en perfecta armonía regulada por la racionalidad del mercado (Carneiro y Pickering, 2002) La Escuela de Chicago y su hegemonía entre las dos guerras mundiales 67 conformación de los individuos por la autoridad moral (valga decir los valores culturales) de la sociedad. Esa es la única manera de conseguir la estabilidad y la cohesión social (el mantenimiento en equilibrio y armonía del sistema). Pero los chicagüenses, como Durkheim, no son pensadores totalitarios. En ellos, como en su maestro francés, está siempre presente la necesidad de resolver la tensión entre libertad individual y control social. Así, si bien encuentran un motivo de preocupación en la relajación del control social que se estaba operando en las ciudades debido a la disolución de los valores culturales tradicionales (la famosa anomia de Durkheim), y se dedican a estudiar exhaustivamente el proceso en sus desarrollos concretos en Chicago, por otro lado saludan el nacimiento de la metrópolis como un espacio que posibilita la libertad individual. La desorganización es vista como un simple proceso de reajuste del sistema que dará paso, más tarde o más temprano, a una nueva organización, en la que el sistema recuperará totalmente su equilibrio. La atención de los ecólogos de Chicago se va a centrar en la gran ciudad porque consideran que en ella se agudizan, como consecuencia de la propia densidad de población, los procesos de división social y espacial de funciones (Chapouli, 2001). La ciudad se convierte, pues, para la Ecología Humana, como ya lo había sido para Simmel, en un factor causal, una variable independiente, de otros procesos sociales. La gran ciudad contemporánea es el ecosistema humano más complejo de la historia y por ello debe ser colocada por la nueva ciencia en una posición privilegiada, central con respecto al estudio de otros ecosistemas humanos. La diferenciación social en ese ecosistema humano no solo se expresa en diferenciación de funciones sino también en diferenciación funcional de espacios. La competición cooperativa entre grupos no estimula solamente la división del trabajo sino que distribuye a los diferentes grupos en diferentes hábitats en el seno del ecosistema urbano. Este ecosistema no es ni puede de ninguna manera ser «igualitario» sino que está jerarquizado de acuerdo al principio ecológico de «dominación», el primero de una batería de conceptos analíticos que la Escuela de Chicago va a tomar de la ecología biológica para aplicarlos a la ciudad. Este principio implica que en cada ecosistema existen especies dominantes que ocupan los mejores nichos, los que concentran los mejores recursos. En el caso humano esta dominación se opera por medio del mecanismo de la economía (que sería el punto de articulación entre las leyes biológicas y las normas culturales, es decir, una economía naturalizada). En el 68 Francisco Javier Ullán de la Rosa caso de la ciudad, la diferencia en el precio del suelo es la sintaxis concreta a través de la cual los diversos grupos funcionales se distribuyen en el espacio de manera jerárquica (Park y Burgess, 1921; Park, Burgess y McKenzie, 1925; McKenzie, 1933; Park, 1952). Con esta elaboración la Escuela de Chicago refutaba claramente las tesis marxistas que veían el futuro de la humanidad como una sociedad sin clases. Tal sociedad no puede existir, dirán ellos. El ecosistema humano estará siempre y naturalmente jerarquizado. Muchos autores han insistido, por esta razón, sobre su posicionamiento legitimador del statu quo (Meyers, 1984; Zukin, 1980; Shalin, 1986; Merrifield, 2002; Lin y Mele, 2005). Pero si nos atenemos ahora a las premisas de su marco teórico veremos que la Ecología Humana concibe el sistema social como jerarquizado pero no como estático. Su teoría presenta una combinación de estatismo y dinamismo, la misma presente en Spencer y Durkheim, que no es otra que la que auspiciaba la propia cosmovisión burguesa y que se recoge en el lema del padre del positivismo, Comte: orden y progreso. Es decir, de nuevo el juego de malabares: cambio sí, y cuanto más rápido mejor (estaba inscrito en el algoritmo de la modernidad) pero sin alterar la «armonía» y la «paz» social (eufemismos por los que la clase dominante capitalista entendía, por supuesto, la conservación de los equilibrios de poder y sus correspondientes privilegios). Algunas burguesías nacionales (como la brasileña) lo tenían tan claro que incluso llegaron a estampar aquel lema comtiano en su recién estrenada bandera republicana de 1889. Por un lado el sistema tiende siempre a estar en equilibrio, ese es su modo natural, la única manera en que puede funcionar eficientemente. Los sistemas que presentan desequilibrios constantes y graves colapsan y desaparecen. Pero por otro lado, el sistema es constantemente susceptible al movimiento debido al propio principio de la selección de los más aptos a través de la competencia cooperativa. Y este movimiento es deseable, porque es una fuerza positiva de progreso. En la lucha por la supervivencia los individuos y los grupos introducen cada cierto tiempo factores de adaptación nuevos, o aparecen nuevos individuos y grupos venidos desde fuera del sistema que rompen la situación de equilibrio. Esta ruptura induce al cambio, una situación de temporal inestabilidad que concluye con el reajuste «natural» del ecosistema para volver a una nueva situación de equilibrio, un nuevo statu quo (siempre, en aquella visión optimista, mejorado). La visión ecológica del cambio histórico es, pues, una visión en espiral, contrapuesta a La Escuela de Chicago y su hegemonía entre las dos guerras mundiales 69 la metáfora historicista e iluminista del progreso como una línea recta, pero de ninguna manera un paradigma que niegue el cambio. Es más, este concepto de cambio, como no es de extrañar en una corriente que se reclama heredera de Darwin, no es otra cosa que otro evolucionismo encubierto, una nueva versión más sofisticada del viejo evolucionismo de siempre: cada reajuste del sistema ecológico humano implica un aumento de su complejidad, en la dirección de una mayor división de funciones y del aumento de las relaciones de interdependencia entre ellas (es decir, de nuevo Durkheim). Quizá, quién teorizó y describió con más detalle esta sucesión de ciclos de equilibrio/cambio para el ecosistema urbano capitalista fue Robert D. McKenzie. McKenzie llama clímax a la posición en la que la población y su distribución espacial en los distintos sectores urbanos se encuentran en equilibrio: las clases industriales y comerciales, en este caso, ocupando los espacios jerárquicamente dominantes. En el clímax el número de habitantes de la ciudad y cada uno de sus sectores es el óptimo en relación con la capacidad de la base económica (es decir, no hay superpoblación). La ciudad permanecerá en esta posición hasta que aparezca algún elemento nuevo (nuevas tecnologías, recursos naturales, nuevas poblaciones) que altere el statu quo. En el laboratorio social que era Chicago, nuevos elementos entraban en el sistema constantemente provocando una sucesión en cadena de ciclos de ruptura del clímax/desequilibrio y conflicto/ajustes estructurales/recuperación del equilibrio (McKenzie, 1924, 1933). En su dimensión espacial esos ajustes estructurales se producen por medio de los principios ecológicos de «invasión» y «sucesión» (dos más de los conceptos que toman prestados de la biología). Del mismo modo que en la naturaleza una especie, individuo o grupo sucede a otros como forma de vida dominante en un determinado nicho, así en el ecosistema (comunidad) humana el modelo de uso de un área determinada cambia si esta viene ocupada por competidores que se adaptan mejor a los cambios introducidos en el entorno. En el mundo urbano capitalista estos procesos toman una forma externa económica: el acceso a los puestos de trabajo y a las zonas de la ciudad más deseables (por su valor funcional, su centralidad, sus características construidas y/o naturales), deseabilidad que se regula a través del mecanismo del mercado, del valor de los terrenos y de los inmuebles. Estas luchas acaban expulsando a aquellos que no pueden adaptarse y abriendo el camino a competidores más fuertes que «invaden» el área y «suceden» al grupo anterior como especie dominante. 70 Francisco Javier Ullán de la Rosa Los ecólogos de Chicago se lanzarían durante un par de décadas a la tarea de modelizar esos procesos de sucesión espacial. El primero de esos intentos resultó en el famosísimo modelo concéntrico de Burgess quien pretendió elevar el patrón que creyó identificar en Chicago a la categoría de explicación de todos los fenómenos de sucesión y distribución espacial urbana al menos en los Estados Unidos. Este modelo distinguía cinco zonas con características ecológicas diferenciadas y homogeneidad funcional y social dispuestas de forma concéntrica: 1) el CBD y las áreas industriales , 2) la zona de transición, ocupada por comunidades de inmigrantes pobres (guetto judío, Little Sicily, Chinatown), 3) La zona de los obreros cualificados y comerciantes que han abandonado la segunda zona por su deterioro pero quieren seguir cerca de sus trabajos en el CBD; 4) Una zona residencial de clases medias, 5) los suburbios de commuters, clases medias y altas propietarias de viviendas individuales que han optado por el modelo de vida ruralurbano. El modelo concéntrico es también un modelo de movilidad social: los actores sociales, a través de los mencionados procesos de invasión y sucesión, se van mudando desde el centro a los suburbios a medida que cambian estatus o profesión (normalmente de una generación a otra) (Park, Burgess y McKenzie, 1925). Este proceso de invasión y sucesión comportaba inestabilidad y desorganización, fenómenos que no remitían hasta que no se establecía por completo el dominio del nuevo grupo. En ningún lugar era esta desorganización tan evidente y aguda —detectó Burgess— como en la llamada «zona de transición», o zona 2, entre el CBD y el inicio de la periferia residencial: en ella se concentraban los edificios más viejos, los menos deseables, y eran por ello una zona mayoritariamente ocupada por las minorías étnicas de inmigrantes recién llegados: primero irlandeses, luego judíos, polacos, italianos, asiáticos, afroamericanos a partir de los años diez y mexicanos a partir de los cuarenta. Las tensiones raciales (lucha, competencia) que se producían como consecuencia de la baja calidad de vida urbana, la precariedad económica y la heterogeneidad cultural retroalimentaban la desorganización social y deterioro de la zona donde se libraba una lucha encarnizada entre grupos étnicos (de los años veinte a cuarenta, blancos de clase baja contra no blancos, quienes, a su vez, luchaban entre sí (negros contra asiáticos, contra mexicanos…) por el acceso a los puestos de trabajo no cualificados (Lohman, 1947). Un deterioro al que también contribuía otro mecanismo ecológico (es decir natural) que Park y Burgess ya identifican en 1921: el de la expansión La Escuela de Chicago y su hegemonía entre las dos guerras mundiales 71 inmobiliaria del capital desde el Central Business District. Los especuladores se reservaban grandes cantidades de terreno en las zonas limítrofes al CBD en previsión de una futura expansión del mismo: ello elevaba la escasez de vivienda, aumentaba los precios y parcheaba el área de zonas muertas: solares vacíos y edificios abandonados (Park y Burgess, 1921). El resultado era la expulsión de la población con posibilidades de marchar a otra zona (los blancos) y la concentración desproporcionada de aquellos grupos que no podían ir a otro lugar (los no blancos, por la convergencia de su mayor debilidad económica con mecanismos de segregación espacial positivos, como veremos más adelante). Es en estas zonas donde aparecen los guettos étnicos (Park, Burgess y McKenzie, 1925). Los chicagüenses fueron los primeros en hacer estudios sistemáticos y exhaustivos de aquellos guettos que empezaban a emerger en los años veinte en lo que más tarde se conocería con el término de inner cities (para contraponerlas a la gentrificada periferia), inaugurando así uno de los filones más prolíficos de la sociología urbana, tanto en los Estados Unidos como fuera de ellos. El estado de inestabilidad crónico que sufrían estas zonas de transición era, para los ecólogos de Chicago, la explicación crucial de las especiales características disfuncionales que afectaban a sus habitantes tanto individual como colectivamente. Y se atrevieron, incluso, a formular una ley: la desestructuración social y la emergencia de comportamientos disfuncionales (asociales o desviados, de acuerdo a una terminología menos aséptica y más cargada de tonos moralizantes que la de Durkheim) es directamente proporcional a la intensidad de los movimientos de invasión y sucesión de grupos étnicamente heterogéneos (Park, Burgess y McKenzie, 1925). Por supuesto con su modelo espacial Burgess nunca pretendió otra cosa más que diseñar un tipo ideal. Nunca quiso hacer de él la fotografía real de ninguna ciudad concreta, ni siquiera la de Chicago. Pero incluso como esquema heurístico o tipo ideal, el modelo burgessiano era a todas luces excesivamente simplista y clamaba a gritos una revisión inmediata. Esa revisión tardaría, sin embargo, más de una década en llegar y la realizarían, en etapas sucesivas, algunos de los discípulos de Burgess. El resultado son los siguientes dos modelos espaciales: 1) La ciudad sectorial de Homer Hoyt (1939): el modelo de Burgess, dice Hoyt, es demasiado simple. Burgess ignora el poder de muchos otros factores para estructurar a la población 72 Francisco Javier Ullán de la Rosa espacialmente, como la existencia de los ejes de transporte, de accidentes naturales del relieve o el poder de seducción simbólica de las clases altas y su efecto estructurante sobre las zonas aledañas. Según Hoyt, las áreas de la zona de transición situadas a lo largo de las vías de comunicación radiales tienen una ventaja comparativa y no se degradan sino que, por el contrario, experimentan un fuerte desarrollo. También lo hacen las zonas cercanas a las residencias de los líderes de la comunidad, por ejemplo. Ello da lugar a una ciudad organizada en sectores radiales que se diferencian económicamente según la proximidad o no al centro pero también a estos otros factores. Hoyt introdujo, por otro lado, una corrección al modelo de Burgess que contradecía, al menos parcialmente, su tesis central de la formación de guettos en la zona de transición. Esta corrección reflejaba las observaciones empíricas de un proceso incipiente cuyo verdadero alcance no se percibiría hasta muchas décadas después pero que ya estaba presente en la Chicago prebélica y que convivía con el de la guettoización, de signo opuesto: el proceso de gentrificación (o reconquista residencial por las clases altas y medias) de las zonas cercanas al CBD. Hoyt observa ya ese proceso (que luego identificaremos con la ciudad posindustrial) en Chicago al mismo tiempo que advierte que el poder de los agentes inmobiliarios para doblegar un área de la ciudad a sus planes es limitado. 2) La ciudad multicéntrica de Harris y Ulman (1945): trabajando sobre el modelo sectorial de Hoyt y no ya directamente sobre el de Burgess, estos dos autores consideran que lo que verdaderamente muestra ese modelo es una ciudad organizada en múltiples centros de atracción situados a lo largo de las grandes arterias. El desarrollo de centros independientes genera una ciudad multicéntrica, en torno a economías de aglomeración, rompiendo el esquema modernista de Burgess (claramente centralista, que refleja el paradigma moderno al que le resulta difícil concebir realidades multívocas) y acercándose a modelos mucho más recientes (posmodernos) sobre las grandes metrópolis contemporáneas. La ciudad no es concebida ya con un solo centro sino con muchos «minicentros» en los que se duplican las actividades, creando muchas «miniciudades» dentro de la ciudad más grande. En 1945, Harris y Ulman ya habían detectado fenómenos empíricos que después se harían La Escuela de Chicago y su hegemonía entre las dos guerras mundiales 73 mucho más intensos y que darían lugar a la conceptualización del fenómeno que Garreau (1991) denominó edge cities (ciudades- borde, es decir, en las que las funcionalidades económicas y de gestión antes concentradas en el CBD se han trasladado y dispersado por la periferia urbana). Las dinámicas de «invasión» y «sucesión» en una ciudad bombardeada por oleadas «sucesivas» de inmigración, se veían básicamente como una circulación de grupos étnicos por el territorio (Cressey, 1938). Luego, una vez distribuidos de manera funcional sobre el mismo, y en situaciones de equilibrio con una duración razonablemente prolongada, los diferentes grupos humanos pueden desarrollar (como en el caso de los afroamericanos) o reproducir (como en el de poblaciones inmigrantes europeas que llegaban ya constituidas culturalmente) vínculos de cohesión no fundados sobre la división del trabajo, es decir, sobre las necesidades funcionales del sistema, sino de naturaleza «moral», valga decir, en un lenguaje más moderno, «cultural» y, en ese sentido, contingentes, únicos, no explicables estructuralmente. Estos vínculos constituyen una esfera que se retroalimenta con la de la dimensión ecológica. De la relación recíproca entre comunidades culturales y grupos funcionales espacialmente localizados (cada grupo funcional portador de su propia cultura o subcultura) nacerá el concepto de «área natural». La ciudad se entiende así como dividida en varias «áreas naturales» que son al mismo tiempo «áreas étnicas y culturales»: zonas que no son producto de la planificación sino de los procesos de selección natural entre grupos humanos creadas por la división funcional del trabajo vía cooperación intragrupal/ competición intergrupal pero caracterizadas por un «consenso moral» (homogeneidad cultural) y un código interno de comunicación (una red propia de relaciones sociales no necesariamente institucionalizadas, es decir, algo parecido a una gemeinshaft tönniana)6 . Al afirmar la relación entre espacio y comportamiento cultural la Ecología Humana «naturalizaba» hasta cierto punto las subculturas humanas y las trataba como si fueran especies naturales ocupando nichos determinados. Aunque su posición, como veremos después, fue crítica frente al racismo genético, este naturalismo establecía un vínculo que 6 Es probable que no sea casualidad el que Park las denomine con el nombre alternativo de comunidades; después de todo recordemos que Tönnies había publicado una síntesis de sus ideas en la revista del departamento. 74 Francisco Javier Ullán de la Rosa conducía, sin quizá pretenderlo conscientemente, a otro tipo de racismo, geográfico-cultural, al asociar determinados comportamientos (desviados, disfuncionales o criminales) con los guettos de la zona de transición ocupados mayoritariamente por ciertos grupos étnicos. Estas áreas o comunidades, así objetivizadas y naturalizadas, se van a convertir en un objeto concreto de estudio de la Escuela de Chicago que se convierte así también en pionera en este campo de los estudios urbanos en los que el barrio como subunidad de la ciudad recibe una atención especial. Se las estudiará, por un lado, nomotéticamente, como áreas naturales que obedecen a las leyes ecológicas universales, como zonas en las que la gente comparte características sociales similares porque están sometidas a las mismas presiones ecológicas (Savage, 1993). Por otro lado, serán tratadas como áreas culturales únicas y estudiadas de manera ideográfica, descriptiva, a través del método etnográfico como analizaremos en el siguiente apartado. En el enfoque ecológico se recurrirá al empleo protagonista de la estadística para dilucidar patrones y modelos universales: así, tal o cual guetto marginal, por ejemplo, no será analizado por sus características idiosincráticas sino como un laboratorio para entender y testar el proceso de formación y las propiedades universales de todos los guettos. En palabras de una de los miembros de la escuela: Los estudios ecológicos consistían en hacer mapas de Chicago que identificaran el grado de ocurrencia de determinados comportamientos, entre los que se incluían el alcoholismo, homicidios, suicidios, psicosis y pobreza, basados en datos censales. Una comparación visual de los mapas podría identificar luego la concentración de ciertos tipos de comportamiento en algunas áreas (Cavan, 1983: 415). 3.3.3. El culturalismo de la Escuela de Chicago: el urbanismo como una forma de vida y los estudios etnográficos de las subculturas de Chicago Dos son las dimensiones en las que la Escuela de Chicago aplicó a la ciudad sus estrechos vínculos con la antropología cultural y su pedigree culturalista forjado por el Pragmatismo y la influencia de la verstehen alemana: una dimensión general que pretendió, siguiendo la estela de Simmel, identificar una cultura, una forma de vida, específicamente urbana definida por comparación a otras (rurales); y una dimensión particular que pretendía la descripción etnográfica La Escuela de Chicago y su hegemonía entre las dos guerras mundiales 75 de grupos culturales concretos dentro de la ciudad, siguiendo el camino abierto por Thomas y Znaniecki con la comunidad polaca. Louis Wirth y Robert Redfield: el contínuum cultural urbano/rural En la primera dimensión, destaca en solitario la obra del judío alemán Louis Wirth (1897-1952), quien había iniciado su andadura con el estudio de una comunidad concreta, la de los judíos de Chicago (Wirth, 1927, 1928). Saunders considera el artículo de Wirth de 1938 «Urbanism as a Way of Life» como el «más famoso que se haya publicado jamás en una revista sociológica» (Saunders, 1981: 145). Sin caer en exageraciones, este artículo constituye un loable intento por conciliar la Ecología Humana de Park con los análisis culturalistas y psicosociales de Simmel que merece la pena analizar. Wirth estaba convencido de que tal conciliación era posible. En el artículo, Wirth desarrolla, con el utillaje de una etnografía sistemática (de los que nunca hizo uso Simmel), temas de tonos claramente simmelianos como el dualismo rural/urbano o la experiencia subjetiva de la vida urbana. Sin embargo, dicho dualismo, como en el caso de Tönnies, se ha interpretado muchas veces de una manera rígida y criticado injustamente con ferocidad (Young y Willmott, 1957; Abu-Lughod 1961; Gans 1962). Lo que Wirth elabora es una tipología de tipos ideales de personalidad, con una personalidad urbana y una personalidad rural, que él denomina «folk», a los extremos de un contínuum que es espacial y temporal a la manera de Tönnies. «No debemos esperar encontrar variaciones bruscas y discontinuas entre el tipo de personalidad urbana y el rural» (Wirth, 1938: 3). Es decir, podemos encontrar modos de vida «folk» en la ciudad así como comportamientos y valores urbanos más allá de sus confines, en su hinterland. En efecto, en su famosa obra previa The Guetto (1927), Wirth ya se había afanado en demostrar cómo el barrio judío de Chicago exhibía formas de vida comunitarias. Pero la existencia de estas comunidades (de estas gemeinschafts en el sentido tönniano) en el seno de la ciudad no invalidaba la hegemonía en ella del otro tipo de personalidad caracterizado por el anonimato, la indiferencia y la distancia social. En una gran ciudad el individuo interactúa de manera afectiva y personal solo con unos pocos individuos, e interactúa de manera instrumental e impersonal con la mayoría. La teoría del contínuum rural/urbano de Wirth fue complementada, también a partir de investigaciones etnográficas sistemáticas y 76 Francisco Javier Ullán de la Rosa exhaustivas, por otro miembro del departamento, igualmente alumno de Park: el antropólogo cultural Robert Redfield quien, partiendo del extremo opuesto, la pequeña aldea rural preindustrial, llegaba a la misma conclusión. Redfield estudió en 1941 cuatro localidades de la península de Yucatán que, de acuerdo a esta teoría, se colocaban en un gradiente rural/urbano progresivo, desde la aldea de indígenas mayas de Tusik hasta la capital mexicana del estado, Mérida. La etnografía mostró una correlación ascendente de la heterogenidad cultural, la secularización y el individualismo desde la aldea maya hasta la ciudad criolla, apoyando el modelo de Wirth. En 1947 Redfield elaboraría, como colofón, un tipo ideal de «folk society» que era el complemento al tipo urbano de Wirth. Comparando las formas de relación social en el campo y en la ciudad desde diferencias empíricamente mensurables (Wirth, es, ante todo, un profesor de Chicago y no de Berlín) Wirth identifica el paso del estilo de vida rural al urbano con la sustitución de una lógica estructural por otra: sustitución de relaciones directas por mediadas, debilitamiento de las estructuras de parentesco, debilitamiento de las bases comunitarias, de solidaridad social, todo lo cual conduce a los ya conocidos síntomas de desorganización de la personalidad, mayores tasas de suicidio, alcoholismo, criminalidad, etc. Wirth ofrece también rasgos de la forma de vida urbana que podrían considerarse inicialmente como moralmente «neutros» (la urbanización provoca una reducción de las tasas de fertilidad y un aumento de la edad media de matrimonio [Wirth, 1938; Salerno, 1987]) pero que acaban por generar efectos desintegradores de la solidaridad social (más gente sin redes de apoyo familiar, más alienación). Sus descripciones del estilo de vida urbano arrojaron nueva leña al fuego de aquella rama de la teoría social y política virulentamente antiurbana e ingenuamente nostálgica de la vida rural. Y, sin embargo, Luis Wirth nunca fue un defensor de la vida en el campo y, a la de cal, ofrece también la de arena, como antes lo había hecho Simmel y como lo habían hecho, en realidad, todos los sociólogos sin excepción (pues para ellos la vida urbana era sinónimo de vida moderna). Wirth alaba la cultura urbana occidental, tanto en su artículo de 1938 como en todas sus obras posteriores, como el motor de la civilización más racional de la historia (Salerno, 1987). Las ideas de Wirth no estaban, seguramente, desprovistas de intencionalidad política y de sesgo etnocéntrico: reflejaban en el fondo la preferencia cultural de las clases medias norteamericanas y de la clase política de su tiempo por el estilo de vida La Escuela de Chicago y su hegemonía entre las dos guerras mundiales 77 rururbano de los suburbios, que, siguiendo las directrices del City Garden Movement (Howard, 1902) surgido en la Inglaterra de finales del XIX, defendía esta forma de urbanismo como la síntesis perfecta que conservaba las ventajas y eliminaba los inconvenientes de los dos extremos del contínuum tönniano. Los Community Studies Los llamados Community Studies son, sin duda, la segunda gran aportación de la Escuela de Chicago a las ciencias sociales: el término comunidad es aquí utilizado en su sentido antropológico, como un subsistema cultural y social formado por un contingente humano de reducidas proporciones donde predominan los vínculos sociales no contractuales. Este enfoque etnográfico y culturalista los convierte, como ya se comentó, además de en una etapa de la sociología urbana, en la piedra angular de fundación de la antropología urbana (Hannerz, 1980). Entre los años veinte y cuarenta la Universidad de Chicago desplegaría por toda la ya entonces inmensa ciudad a sus investigadores, profesores y estudiantes (muchos de los cuales se convertirían en nueva savia para el cuerpo docente) con el objetivo de retratarla culturalmente, perfeccionando las herramientas cualitativas de investigación para describir y analizar las formas de vida y los imaginarios de algunos de sus colectivos étnicos. El enfoque etnográfico común ejercido sobre la ciudad de Chicago tendió un robusto puente, o, si lo preferimos, una zona de yuxtaposición, entre los departamentos de Sociología y Antropología, escindidos en 1929 (Stocking, 1979). El enfoque reunía a mitad de camino a los sociólogos que realizaban etnografía con los antropólogos que estudiaban la ciudad y se mencionarán aquí los trabajos más significativos sin atender a la adscripción institucional de sus autores. El antecedente es, por supuesto, el estudio sobre la comunidad polaca de Thomas y Znaniecki (1918-1920). A este le seguirían los trabajos de Wirth sobre los judíos (1927, 1928), los de Edward Franklin Frazier (1929, 1932), Harvey (1929), Warner, Juncker y Adams (antropólogos) en 1941, y Drake y Cayton, antropólogos, en 1945 sobre los afroamericanos7 , el de William Foote White, también 7 Frazier fue, por cierto, uno de los primeros sociólogos afroamericanos y el primero en llegar tan arriba en la academia (sería nombrado presidente de la American Sociological Association en 1948). 78 Francisco Javier Ullán de la Rosa antropólogo, sobre los italianos (1943), los de la sinoamericana Rose Hum Lee sobre los chinos (1941, 1949), y el de Jones (1948) sobre los mexicanos, los recién llegados de los años cuarenta. Pero aquel impulso se quedó en realidad muy corto y en ningún caso llegó a agotar sus propias potencialidades, que eran enormes, por no decir infinitas, y que habrían debido conducir como mínimo al establecimiento de una descripción completa y exhaustiva de todos los grupos espacial y/o culturalmente delimitados que conformaban la ciudad de Chicago (y por extensión, la gran urbe y la sociedad americana). Eso nunca ocurrió. Así, la Escuela de Chicago nunca produjo, por ejemplo, una etnografía sobre la comunidad griega, irlandesa o alemana (a pesar de que esta última constituía, por ejemplo entre el 25 y el 30 por ciento de la población en 1900 [Keil y Jentz, 1988: 1]), y tampoco sobre la anglosajona. Las razones de estas enormes lagunas hay que buscarlas en los sesgos ideológicos que subyacían, de manera más o menos implícita, en aquellos intelectuales que seguían atrapados, como sus antecesores, en las redes epistemológicas del paradigma moderno y que, también como las generaciones de sociólogos precedentes, no ocultaban sus inclinaciones e intenciones políticas, las cuales giraban en torno a las preocupaciones suscitadas por los problemas sociales de la ciudad (Smith, 1988). Así, al igual que Durkheim o Marx, los sociólogos de la Escuela de Chicago apuntaron preferentemente su lente analítica sobre aquellos fenómenos que parecían contradecir el paradigma moderno, ansiosos por encontrarles una explicación que redujera la ansiedad con que la racionalista sociedad burguesa —y ellos mismos como parte de esta— los percibían. Era necesario encontrar el sentido a la existencia de las aberraciones que se obstinaban en parecer «irracionales» para, en un segundo momento, poder corregirlas o, al menos, contenerlas o confinarlas a niveles o espacios que no amenazaran los dos sacrosantos principios del credo burgués: orden (es decir la estabilidad del sistema, de acuerdo al paradigma orgánico-funcionalista) y progreso (el avance continuado de la parte «apta» de la sociedad hacia cotas siempre mayores de racionalidad, productividad, complejidad, felicidad…). Estas aberraciones eran, de acuerdo con el principio funcionalista, todas aquellas conductas y códigos culturales que causaban disfunciones en el mecanismo del sistema social, precisamente porque «desviados» de los códigos normativos dominantes, los de la democracia burguesa capitalista y, si se me apura, cristiana y norteamericana: es decir, cosas como el crimen, las adicciones, la prostitución, La Escuela de Chicago y su hegemonía entre las dos guerras mundiales 79 las psicopatías, la violencia intrafamiliar, el divorcio, el suicidio, el fracaso escolar, el vandalismo, el abstencionismo electoral, el vagabundaje y la mendicidad, la propia pobreza (considerada aún, en una óptica claramente spenceriana, como parcialmente causada por los propios individuos) y también, en el caso de la urbe norteamericana, los conflictos étnicos y raciales y, a fin de cuentas, la propia multiculturalidad en sí misma. La Escuela de Chicago consideraba en última instancia la diversidad étnica como un factor desestabilizador y disfuncional, debilitador de la cohesión social, del funcional sentido patriótico y cívico, y generador de marginalidad social y de crimen. Como buenos modernistas eran fieles creyentes en las identidades unívocas, claramente separadas. Les costaba mucho trabajo concebir la posibilidad de identidades múltiples funcionando en armonía. Eran fervientes defensores del credo asimilacionista, como proceso de amalgama, de todas aquellas diferencias inmanejables en una identidad americana única vehiculada por el inglés, el famoso melting pot construido a partir del núcleo mayoritario de la tradición anglosajona. Esta posición es particularmente evidente en buena parte de la producción de Park, quien dedicó muchas páginas al tema étnico y cultural. Su interés no se centra en las subculturas étnicas en tanto tales, como habría debido desprenderse del enfoque culturalista de los Community Studies, sino de las relaciones (conflictivas) entre ellas y el sistema (Park y Thompson, 1939; Park, 1950). Obsesionados por comprender y modificar aquellas disfuncionalidades del sistema social, los chicagüenses van a concentrar espacialmente sus estudios a aquellas zonas y aquellos grupos étnicos que presentaban una concentración más elevada de aquellos comportamientos: los slums, los guettos no anglosajones, no blancos, no protestantes, que salpicaban la zona ecológica de transición (según el esquema de Burgess), ignorando prácticamente las demás. Así, por ejemplo, como se deduce de su propio título, el Street Corner’s Society de Whyte no es propiamente hablando un estudio de la comunidad italiana sino de la subcultura y estructura social de sus bandas de delincuentes (Whyte, 1943). La atención está fijada en el estudio de Mr. Hyde, de todo lo que se considera una anomalía (por fortuna minoritaria) del sistema social. El enfoque, como el de la antropología a la que tanto le debe, está en la periferia «salvaje» del sistema, en el «hombre marginal» que entra en «conflicto cultural» con la sociedad moderna (ese el título de una obra de Park de 1937). Las ausencias dicen tanto como las presencias: no encontramos entre las 80 Francisco Javier Ullán de la Rosa etnografías de aquella generación ninguna dedicada a los suburbios de clase media o alta. Habrá que esperar a los años cincuenta, con el definitivo boom de la residencia suburbial en los EE.UU. para que la sociología dirija su lente hacia ellos. En estos momentos, la única sociedad que parecía interesar a los sociólogos era la de los marginados sociales y/o raciales. Para intentar explicar sus comportamientos, la Escuela de Chicago elaboraría a lo largo de aquellas décadas otras teorías que siguen manteniendo buena parte de su vigencia en la actualidad. Se analizarán en los siguientes apartados algunos de los aportes más significativos. 3.3.4. Otros desarrollos teóricos de la Escuela de Chicago a) Las Teorías de la Desorganización Social y de la Asociación Diferencial Estas teorías retomaban el concepto durkheimiano de anomia pero complejizaban la explicación, incorporando a la misma los factores del ambiente (el nicho ecológico), la cuestión del conflicto interétnico (completamente ausente en la sociología europea) y la cultura (a través de las elaboraciones culturalistas iniciadas por Thomas y Znaniecki y que acabarían por ser etiquetadas por Blumer como «interaccionismo simbólico»). El punto de partida era el concepto de anomia de Durkheim. Para el sociólogo francés, esta venía producida como un efecto colateral del proceso de modernización, tal y como se desarrollaba en las grandes ciudades: la ciudad aceleraba la producción de relaciones sociales anónimas y transitorias, el debilitamiento de los lazos sociales primarios de familia y comunidad debilitaba la capacidad de las instituciones sociales, tanto a nivel de barrio (familia, escuela) como de la sociedad urbana en su conjunto (ayuntamiento, policía, empresas) para ejercer un adecuado control social y moral de los ciudadanos. Siguiendo esa estela Thomas y Znaniecki (1918-20: 2) definieron formalmente la desorganización social como un «debilitamiento de la influencia de los roles sociales en el comportamiento de miembros individuales del grupo» y uno de los pocos miembros femeninos de la escuela, Ruth Shonle Cavan, retomó el clásico tema durkheimiano del suicidio en su obra de homónimo título Suicide (1928). Los estudios conducirían a estudiar un variado número de colectivos y comportamientos que se percibían como no conformes a esa La Escuela de Chicago y su hegemonía entre las dos guerras mundiales 81 regulación social y moral del sistema. Así, Cavan (1929) y Cressey (1932) analizaron el mundo de la prostitución, Thomas et al. (1923) el extendido fenómeno de la promiscuidad sexual en las jóvenes de familias obreras y Andersen (1923) el de un tipo muy particular de vagabundo, el hobo, al que se dedicarán algunas líneas en mayor profundidad en el siguiente apartado. Pero el foco de atención principal se fijaría en los años sucesivos en un tipo particular de comportamiento desviado, quizá por ser el de efectos más amenazadores para el «armónico» funcionamiento del sistema: la delincuencia y, en concreto, la delincuencia organizada de las bandas que campaban a sus anchas por amplios sectores de la ciudad tratando de imponer su propia ley y de constituirse en micropoderes alternativos al de las instituciones estatales, en muchas ocasiones sumiendo a los barrios en el caos con sus propias luchas intestinas por el control del territorio. La Teoría de la Desorganización Social se alejaba de las explicaciones del fenómeno que entonces imperaban: individualistas (las causas de la delincuencia son comportamientos aislados de individuos delincuentes), psicologicistas (algunos de esos comportamientos están asociados a psicopatologías concretas) o racistas (algunos grupos raciales, véase sobre todo los negros, tienen una predisposición genética hacia la agresividad y el crimen) y establecía en cambio un nexo causal directo entre ciertos tipos de comportamiento desviado, en especial la criminalidad de bandas y el vandalismo con las características ecológicas de ciertos barrios y de las subculturas que en ellos se producían y reproducían. La idea central de la teoría era articular la tríada comportamiento-constricciones espaciales-socialización. El lugar y el tipo de relaciones sociales y valores culturales que se dan en él, argumentará la nueva teoría, son tan importantes o más cuanto las características personales de los individuos para establecer las probabilidades de que estos se embarquen en comportamientos asociales. Hemos ya visto que, a partir del cruce de datos estadísticos, los ecólogos humanos habían identificado los barrios de la zona de transición —fuertemente habitados por grupos étnicos no pertenecientes a la cepa dominante anglonórdica— como aquellos con más alta incidencia de criminalidad y de comportamientos disfuncionales. La teoría de la desorganización social pretendió explicar esta asociación, estableciendo una relación entre aquellos comportamientos y la conjunción de factores como el ambiente degradado, la heterogeneidad sociocultural, los procesos de socialización y los conflictos y prejuicios 82 Francisco Javier Ullán de la Rosa étnicos. La importancia concedida al estudio del crimen mantuvo al Departamento de Sociología en una relación muy estrecha con la naciente ciencia criminológica y ayudó decisivamente a su desarrollo. La Teoría de la Desorganización Social fue dominante en criminología durante casi todo el siglo XX (Kubrin y Weitzer, 2003). Los estudios sobre el crimen en los guettos étnicos fueron innumerables. Podemos destacar títulos como Principles of Criminology (Sutherland, 1924, 1947), The Gang: a Study of 1313 Gangs in Chicago (Thrasher, 1927), Delinquency Areas (Shaw et al., 1929), Vice in Chicago (Reckless, 1933), Criminal Behavior (Reckless, 1940), Juvenile Delinquency in Urban Areas (Shaw y McKay, 1942) o Criminology (Cavan 1948). Todos ellos adhieren al siguiente posicionamiento teórico: Las características ecológico-espaciales de la zona de transición provocan una anomia (desorganización social) diferencialmente mucho más alta que en el resto de la ciudad. Así Shaw y McKay (1942) observaron, después de haber mapeado toda la ciudad y cruzado innumerables datos estadísticos a lo largo de varias décadas, que los barrios estudiados en la zona de transición siempre eran los que presentaban las tasas de delincuencia más altas, con independencia de la composición étnica de los mismos que había ido variando con el tiempo. La causa no podía explicarse, pues, por motivaciones individuales o raciales, sino que debía encontrarse en los procesos que se operaban en aquella zona ecológica. Estos eran básicamente tres: a) La pobreza: unos recursos inadecuados mermaban las capacidades de la comunidad de poder gestionar y resolver los problemas locales. La gente estaba concentrada en la supervivencia del día a día —muchas veces en una lucha contra los vecinos por el acceso a los recursos escasos— y su objetivo era el de abandonar el barrio apenas tuvieran ocasión. b) La inestabilidad y movilidad residencial: este objetivo de abandonar el barrio se iba cumpliendo conforme el sueño americano producía el ascenso social. La población no era permanente ni se identificaba emocionalmente con el entorno lo cual llevaba a una falta de preocupación y de movilización para resolver sus problemas (nadie invierte en una comunidad que se ve como una fase transitoria de la vida). c) La heterogeneidad racial y étnica: la mezcla de grupos con valores y lenguas distintas es vista como una barrera que dificulta la comunicación y por lo tanto la coordinación y cooperación para regular la convivencia en el barrio. Es por ello que los de Chicago eran mayoritariamente favorables a la asimilación cultural y veían el La Escuela de Chicago y su hegemonía entre las dos guerras mundiales 83 multiculturalismo como un aspecto negativo y disfuncional. Dichas dificultades vendrán agravadas por el mecanismo de los prejuicios que conducen a la desconfianza cuando no a la abierta hostilidad entre grupos, en un proceso de retroalimentación que refuerza las fronteras étnicas y que es terreno fértil para el crecimiento de bandas que movilizan la solidaridad defensiva de dichas identidades. Park y Burgess ya habían advertido en 1921 que la solidaridad de grupo se relaciona en gran medida con la animosidad hacia otros grupos externos. Es a partir de esta tercera dimensión, la de las identidades y prejuicios étnico- culturales, que la Teoría de la Desorganización Social introduce las elaboraciones culturalistas del interaccionismo simbólico. El comportamiento debe siempre entenderse en interacción con el otro, individual o colectivo, pero no solo en relación a las acciones del otro sino a las imágenes que este tiene del mundo. No importa si esas imágenes son prejuicios o estereotipos negativos que no se corresponden con la realidad empírica. De acuerdo al teorema de Thomas, como ya se ha visto, si una situación es considerada real para alguien, tendrá consecuencias reales (evitaré o despreciaré a los negros porque pienso que son todos delincuentes, no les daré trabajo porque pienso que son vagos, no les alquilaré mi piso porque temo que no me vayan a pagar…). La interacción con el otro no solo tiene consecuencias sobre quien opera el juicio de valor sino sobre quien lo recibe, ya que se convierte en una parte estructurante de su yo (Sutherland, 1924, 1947). Así individuos y colectivos a quienes se les atribuyen, estereotipadamente, determinadas características pueden acabar asumiéndolas como propias a través de un proceso inconsciente de aculturación (volviendo al ejemplo de las poblaciones negras, el más evidente en la sociedad norteamericana, los propios negros pueden llegar a verse como los ven los blancos: menos inteligentes, no aptos para determinados trabajos de cuello blanco y, por lo tanto, condenados al inmovilismo de una posición fija en la estructura social). Los sociólogos de Chicago ya habían desarrollado así el concepto que poco después Robert K. Merton bautizaría como «profecía autocumplida» (Merton, 1948). En los barrios más pobres y étnicamente heterogéneos de Chicago ese proceso de construcción del yo, la identidad y los valores culturales a través de la interacción, había cristalizado en la aparición de una «subcultura urbana de la delincuencia». En una parte de aquellas clases bajas inmigrantes la interiorización de los prejuicios (raciales, 84 Francisco Javier Ullán de la Rosa de clase o una combinación de ambos) que la sociedad dominante lanzaba sobre ellos había llevado a la formación de complejos subculturales que, a partir de las identificaciones primarias étnicas que se reforzaban en un bucle de interacción defensiva con las otras, construían su propio mundo de valores alternativos a los de la sociedad dominante. Un mundo de valores alternativos que se oponía al credo oficial del ascenso social por el trabajo productivo duro y honesto y de los valores de la moderación y la gratificación diferida, precisamente porque los individuos habían interiorizado al mismo tiempo, y en contradicción con el mito meritocrático del American Dream, la creencia general que tendía a verlos como escoria, como buenos para nada, como losers congénitos. La conclusión a este conflicto cultural interno era, obviamente, muy clara: nunca saldremos de este agujero por la vía legal (adecuándonos al sistema), ergo construyamos nuestro propio camino. Si no valemos para ser Rockefellers convirtámonos en empresarios del crimen. En ese proceso de resistencia los colectivos de delincuentes crean un remedo de subsistema políticosocial y cultural propio, con sus propios valores y metas culturales: exaltación de la violencia como forma de adquirir prestigio y estatus, antintelectualismo, hedonismo y satisfacción inmediata de las pulsiones volitivas, percepción de la vida como efímera, etc. Pero, mucho más que eso, el pertenecer a una banda se convierte no solo en un medio para obtener un fin sino en un fin en sí mismo: a través de la banda se satisfacen las necesidades de statu y de pertenencia, la vida en banda y la lucha frente a otras confiere sentido a la propia existencia. Arrebatar una calle a los italianos es ya un triunfo que vale una vida para un gangster negro de Harlem. Frederick Thrasher (1927) en su estudio comparativo de 1.313 bandas de Chicago (el número exacto ha sido escogido a propósito por su potencia simbólica) fue quizá el primero en avanzar este giro copernicano en el estudio de la delincuencia organizada. La delincuencia había dejado de entenderse como un comportamiento individualizado o simplemente como una disfuncionalidad del sistema para pasar a ser concebido como un subsistema social y cultural semiautónomo incrustado (o enquistado) en el seno del sistema mayor. Para evidenciar claramente este revolucionario enfoque Sutherland propuso en la 4º edición de su Principles of Criminology (1947) la sustitución de la etiqueta Teoría de la Desorganización Social por la de Teoría de la Asociación Diferencial. Con ello quería subrayar que el enfoque funcionalista simple no bastaba para explicar la delincuencia La Escuela de Chicago y su hegemonía entre las dos guerras mundiales 85 organizada: aunque pudiera tener sus raíces en la anomia, una vez echado a andar, el fenómeno había adquirido una autonomía propia. Era una nueva forma de organización social, con su propia lógica interna. E igual que en el marco del sistema más general se aprendía a ser ciudadano a través del proceso de socialización, también se aprendía a ser delincuente en un proceso de socialización paralela. La Escuela de Chicago identificó dichos mecanismos de producción y reproducción de la cultura de banda en los mecanismos de socialización callejera: las bandas se formaban a partir de la socialización de niños y adolescentes por otros chicos un poco más mayores, en la calle, como consecuencia, sin duda, del fracaso de las instituciones de la sociedad (familia, escuela, iglesia) para socializar a los jóvenes. La socialización en las calles transmitía de generación en generación, como cualquier otro complejo de rasgos culturales, los valores, actitudes, técnicas y motivaciones de la cultura de banda8 . «Abandonados» a su suerte por los adultos y la sociedad, la influencia del comportamiento delictivo de los jefes carismáticos y la fuerte compulsión a conformar su comportamiento con el de sus pares, atraía a un número enorme de jóvenes a las bandas. Una vez iniciado el fenómeno este tendía a incrementarse con efecto bola de nieve o, por decirlo con el término más técnico utilizado por Shaw y McKay, «una tendencia de gradiente»: la incapacidad del entorno social para frenar la formación de bandas aceleraba el ritmo de su crecimiento. Ello degradaba aún más la cohesión social, el entorno espacial y deprimía las esperanzas de una mejora de la vida por la vía legal, haciendo más atractiva aún la entrada en una banda e incrementando sus capacidades delictivas. La escalada condujo, en efecto, a la transformación de las primeras bandas de pilluelos con capacidad delictiva y niveles de agresividad limitados, a las potentes y violentísimas organizaciones mafiosas que controlaban buena parte de la economía de Chicago (y otras grandes ciudades americanas) en los años veinte y treinta. Las consecuencias políticas de este enfoque interaccionista eran, como se puede imaginar, revolucionarias. La teoría echaba por tierra la idea, arraigada en el establishment, de que la criminalidad se 8 La Teoría de la Asociación Diferencial fue corroborada por muchos studios sociológicos. Opp, por ejemplo, afirma que dicha teoría explica el 51 por ciento de la varianza del comportamiento colectivo y muestra cómo la intensidad del contacto que los jóvenes tienen con el grupo de pares es directamente proporcional al impacto que tienen en ellos los comportamientos desviados de dichas amistades (Opp, 1989). 86 Francisco Javier Ullán de la Rosa combatía únicamente desde el frente policial. El descubrimiento de la dimensión sistémica y cultural de la delincuencia hacía de la solución punitiva una vía a todas luces insuficiente y, en muchos aspectos, incluso contraproducente: la actuación policial étnicamente sesgada (por el efecto de retroalimentación delincuencia/prejuicios) aumentaba la simpatía por las bandas, que podían llegar a adquirir, a ojos de la población general del guetto, un aura carismática como «resistentes» a la represión racista; los altos niveles de encarcelamiento agudizaban la desintegración familiar que a su vez alimentaba el papel socializador de las bandas (los padres no estaban ahí para educar a sus hijos porque estaban en la cárcel). Armados con las conclusiones de sus estudios, los sociólogos de Chicago abogaban por medidas de fondo para romper el círculo sistémico de la socialización en la delincuencia: inversión en mejora de las infraestructuras urbanas (los de Chicago también observaron un efecto de bola de nieve entre el deterioro físico urbano y el grado de vandalismo y falta de civismo)9 en educación y en programas que ofrecieran a la juventud valores y modelos sociales alternativos (a través, por ejemplo del deporte). No se limitaron a solicitarlo sino que se involucraron activamente en un proyecto para aplicar sus propias teorías a la transformación urbana. De este interés nació el Chicago Area Project, del que hablaremos más tarde. b) Los análisis sobre las tipologías sociales liminales: biculturalismo y vagabundos Dentro de la tipología de seres marginales, los sociólogos experimentaron una especial fascinación por las tipologías sociales liminales, que se encontraban a caballo entre varias culturas y entre varias sociedades. Esta era una aberración que desafiaba el paradigma 9 Por una especie de mecanismo de aceptación de los hechos, cuanto más degradado iba volviéndose el ambiente, menor era la valoración de la limpieza o la estética urbana por parte de la comunidad en su conjunto, así hasta llegar al punto de acabar colaborando activamente en un degrado que al inicio era solo la obra de unos pocos. En una calle tapizada de cacas de perro o llena de basura, la gente pierde la motivación para recoger los excrementos de su propia mascota o tirar la lata a la papelera. Este fenómeno sería bautizado muchos años después como Teoría de las Ventanas Rotas (Wilson y Kelling, 1982). Willson y Kelling también pensaban, como los de Chicago antes, que solo una recuperación integral del entorno urbano mediante una intervención externa podía romper este círculo vicioso. La Escuela de Chicago y su hegemonía entre las dos guerras mundiales 87 moderno de las identidades excluyentes construido y reflejado en el nacionalismo burgués de la época. La masiva inmigración a los Estados Unidos había puesto bajo asedio una concepción básicamente nacida en Europa en una época previa a las grandes migraciones y para unas sociedades homogeneizadas culturalmente por Estados que protegían celosamente sus fronteras de infiltraciones externas. ¿Cómo explicar ahora que uno pudiera ser polaco y americano al mismo tiempo? La racionalidad moderna conducía a los de Chicago a pensar que una situación bicultural solo podía generar disfuncionalidad y alienación. Park dedicaría dos trabajos (1928, 1937) a describir el conflicto al que estaba sometido el hombre bicultural, aún más extranjero en la urbe americana de lo que el inmigrante rural lo había sido para Simmel en la ciudad europea «El hombre marginal [...] es aquel cuyo destino le ha condenado a vivir en dos sociedades y en dos culturas que no son meramente diferentes sino antagonistas» (Park, 1937: 10). Para el asimilacionista Park, aquella situación claramente disfuncional no tenía otra solución más que la del retorno a un nuevo monoculturalismo: el del melting pot angloamericano que se iba produciendo de una forma «natural» como un ajuste del propio sistema social. Otros miembros de la escuela centrarían su atención en otro tipo de inadaptado, en este caso interno, una categoría cuyos números se habían inflado con la Gran Depresión: el vagabundo. Sin techo, sin familia, desempleado, mendigo o sin trabajo fijo. Más aún que los delincuentes, las prostitutas o las chicas de moral sexual disipada, aquella tipología humana representaba al individuo más liminal de todos, liberado o alienado (según se quisiera ver) de las constricciones y responsabilidades sociales del sistema y, por lo tanto, la ilustración patente del fracaso del mismo en sus objetivos de normalización. Era un enigma cuyo código los ecólogos funcionalistas necesitaban descubrir pues ponía sobre la mesa la incómoda pregunta de si la vida fuera de algún tipo de sociedad era posible. El establishment venía mostrando preocupación por el fenómeno desde al menos 1906, cuando un estudio de Layal Shafee había estimado el número de vagabundos en los Estados Unidos en 500.000, cifra que parecía haber aumentado en 1911 a 700.000, cuando un artículo del New York Telegraph se interrogaba «¿Cuánto le cuestan los vagabundos a la nación?» (Conover, 1984). Sutherland y Locke (1936) dedicaron una etnografía a los «24.000 sin techo» (una cifra que quería, sin duda, incidir sobre la seriedad de la pandemia), pero 88 Francisco Javier Ullán de la Rosa la obra más recordada en las antologías de la sociología urbana posterior es sin duda el The Hobo de Nels Anderson (1923). Por aquel término de hobo se conocía en Norteamérica a un tipo muy concreto de vagabundo, que no hay que confundir con el sin techo o el mendigo. Se trataba de trabajadores itinerantes, ocasionales, sin familia ni vínculos sociales estables, que recorrían el país de punta a punta como polizones en los trenes de carga. El término parece haber surgido en el inglés norteamericano hacia 1890 y para los años veinte era ya usado corrientemente (Mencken, 1921). El hobo atrajo la atención de los sociólogos porque se trataba de una tipología que no parecía encajar bien en sus teorías: como en el caso de los gangsters no se trataba simplemente de desajustados sino de un colectivo con una subcultura propia. La imagen de desesperados desplazados incesantemente por culpa de la precariedad del trabajo encubría debajo la de un colectivo que viajaba por decisión propia, como un estilo de vida, aceptando y dejando trabajos más o menos a voluntad, reacios a adoptar una forma de vida sedentaria. Este tipo de vida errante, bohemia, podía ser una opción temporal o convertirse en una forma de vida definitiva. Algunos escritores de la época la practicaron por un tiempo y sus experiencias, autobiográficas o noveladas, se plasmaron en obras maestras de la literatura de aquellos años (pueden citarse, entre otros, el decano The Road de Jack London [1907] al que siguieron Tramping on Life: An Autobiographical Narrative de Harry Hibbard Kemp [1922], Beggars of Life de Jim Tully [1924], Of Mice and Men de Steinbeck [1936] y On the Road [1957] de Jack Kerouac). Al igual que los gitanos, aquellos nómadas contemporáneos vivían fuera de la sociedad pero aprovechando los espacios intersticiales que esta dejaba (en su caso, la necesidad de la economía de trabajos temporales poco cualificados). Pero a diferencia de los gitanos, que conformaban una sociedad marginal con vínculos sociales e identidad cultural muy fuertes, el hobo era un destilado casi puro de perfecto individualismo: los hobos no formaban familias ni estaban ligados los unos a los otros salvo por un débil reconocimiento en la identidad de un estilo de vida constantemente transitorio. Por lo demás el hobo es puro flujo, pura libertad sin ataduras sociales, personalidad y rol social en constante movimiento. Su única regla es «Decide tu propia vida». Aunque sus actividades no caían en absoluto en la ilegalidad es comprensible que aquellos personajes líquidos intrigaran a los sociólogos creyentes en la omnipresencia del superorganismo social tanto La Escuela de Chicago y su hegemonía entre las dos guerras mundiales 89 o más que las bandas criminales las cuales, a fin de cuentas, podían entenderse como formas alternativas de satisfacer lo que se consideraba una necesidad universal de socialización. c) Primeros estudios sobre política local A la Escuela de Chicago también puede considerársela pionera en el estudio de las maquinarias políticas municipales y de la gobernanza de la ciudad. Su interés arranca de nuevo de su funcionalismo y la necesidad de explicar comportamientos disruptivos con respecto a un correcto funcionamiento del gobierno urbano. También de sus preocupaciones reformistas que los conducirían, como se analizará en el último apartado, a involucrarse en la política municipal. Así, por ejemplo, es necesario citar los trabajos de Gosnell (1924) y Gosnell y Gill (1935) sobre la participación electoral de los habitantes de Chicago, en los que se trata de dar explicación a las altas tasas de abstencionismo en Norteamérica en comparación con las sociedades europeas, y los trabajos de Merriam (1928) y Merriam y Parrat (1933) sobre los problemas de gobernanza que planteaba una zona metropolitana tan enorme como la de Chicago, con más habitantes que algunos Estados-nación de pequeñas dimensiones. Por su parte North (1931) se dedicó a estudiar los efectos de las políticas del Estado de Bienestar, que el New Deal rooseveltiano había empezado a aplicar en los barrios de Chicago. 3.3.5. La segunda generación de Chicago y la acción política. Reformismo y sostenimiento del statu quo racial en la ciudad: entre el Chicago Area Project y la Federal Housing Administration Los ecólogos humanos han sido acusados de sostenedores del statu quo (Meyers, 1984; Zukin, 1980; Shalin, 1986; Merrifield, 2002; Lin y Mele, 2005) y de personajes obsesionados con el control social y la normalización10. Sin embargo, hacer un balance completamente objetivo e imparcial de su posicionamiento político no resulta tarea fácil. No es fácil, en primer lugar, porque los exponentes de la escuela son muchos, y entre ellos observamos variaciones significativas en su 10 Esta obsesión es observable en los propios títulos de sus obras: Non-voting: Causes and Methods of Control (Gosnell, 1924) o la póstuma de Park On Social Control and Collective Behavior (Park, 1967). 90 Francisco Javier Ullán de la Rosa grado de compromiso social y político: desde los que se remangaron la camisa para intervenir personalmente en los barrios negros (como Shaw) a los que se limitaron a una acción académica (Park) o los que adoptaron posiciones más proactivamente reaccionarias (Hoyt). Otras dificultades provienen de ciertas ambigüedades inherentes al marco teórico de la Ecología Humana. Todo ello no quita para que hubiera posiciones aún más a la derecha en la academia norteamericana. Para entender en todas sus dimensiones el posicionamiento y las intenciones de las teorías de la Ecología Humana y sus consecuencias históricas es necesario entender cuál era el clima ideológico que se respiraba en aquellos años en Estados Unidos, tanto en la sociedad y la política como en la academia misma. El país aún no había salido de los años conocidos en la historiografía americana como «el nadir de las relaciones raciales» (Logan, 1954), el periodo de mayor intensidad de las actitudes racistas de la historia norteamericana posesclavista. Desde 1876 y hasta los años sesenta los congresos estatales, especialmente en el Sur, produjeron un copioso corpus legal para privar a los negros de sus derechos civiles y establecer una segregación social y espacial de iure: las llamadas Jim Crow Laws (Klarman, 2004). Las primeras décadas del siglo XX también habían visto recrudecerse el debate, que era académico y político al mismo tiempo, en torno a los procesos de heterogeneidad cultural generados por las nuevas oleadas de migraciones, especialmente en las ciudades industriales del norte, punto de destino de la mayoría de los inmigrantes. Hasta las décadas de los setenta y ochenta del siglo XIX, los inmigrantes habían sido fundamentalmente del norte de la Europa Occidental (británicos, irlandeses, alemanes, holandeses, escandinavos). Una mezcla cultural y racial relativamente homogénea y fácil de asimilar por parte del núcleo mayoritario anglosajón de los Old Stock Americans. A partir de esas fechas, al difundirse y perfeccionarse la tecnología del transporte transatlántico, el boom demográfico y acontecimientos como la violenta anexión del Mezzogiorno por el estado unitario italiano, la inestabilidad y violencia constante en los Balcanes otomanos, los progroms contra los judíos y la represión zarista en las tierras controladas por Rusia (entre las que se contaba Polonia) provocaron una oleada de inmigración mediterránea, eslava y judía. A ello se unió la migración de los afroamericanos del Sur, que huían de la segregación racista impuesta tras la Guerra de Secesión y el comienzo de la urbanización de los indios norteamericanos, consecuencia en buena parte de la concesión de ciudadanía en 1924. El resultado fue un abigarramiento cultural que empezó a ser percibido por muchos en el establishment WASP como una amenaza a la cohesión del país y al sentido de identidad nacional (recordemos que nos encontramos en plena era del nacionalismo, y de las identidades excluyentes [Khan, 2001]). Intelectuales y políticos se dividieron en tres grandes bandos: 1) Por un lado, los nativistas, afirmaban que la identidad basilar de los Estados Unidos estaba en las poblaciones del Noroeste de Europa y presionaban para que se controlara la inmigración de todos aquellos grupos étnicos que no provinieran de estas zonas, incluidos los eslavos y los mediterráneos. El ala más extremista del nativismo estaba constituida por los defensores de posiciones racistas y eugenésicas. 2) En el centro del espectro político e ideológico, los defensores del llamado modelo del melting pot o crucible (crisol), es decir, de la asimilación. La metáfora del crisol en el que todas las diferencias culturales acababan fundiéndose circulaba en la cultura americana desde finales del XVIII (Hirschman, 1983; Gerstle, 2001; Hollinger, 2003) pero fue en 1908, con el estreno de una obra de teatro sobre el tema y con ese mismo nombre, The Melting Pot, cuando se popularizó. La obra había sido escrita por el judío americano de origen ruso Israel Zangwill (Nashon, 2006). La fusión por la que abogaba no era, sin embargo, una menestra de verduras variada sino básicamente un plato en el que siguiera reconociéndose el sabor de su ingrediente principal, a saber, la cultura anglosajona. 3) Al otro extremo del espectro político- ideológico se encontraban los defensores del pluralismo cultural como Horace Kallen y su Democracy Versus the Melting-Pot (1915), Randolph Bourne (Trans-National America [1916]) o el expulsado de Chicago John Dewey, que abogaban entre otras cosas, por programas de educación bilingües. Un gran centro de difusión de estas ideas era la New School of New York, una universidad alternativa y progresista fundada en 1919 y que había dado un foro a muchos de los autores considerados indeseables por un establishment universitario inclinado masivamente hacia la derecha. Entre sus profesores se contaban los propios Kallen o Dewey o el famoso economista Thornstein Veblen (Hollinger, 1995). 92 Francisco Javier Ullán de la Rosa La paternidad del movimiento eugenésico, una rama del racismo biológico, se imputa a Francis Galton, primo de Darwin, quien aplicó en un sentido racista (ausente en aquel) la teoría de la selección natural. Creían que la industrialización y el éxito capitalista eran el producto de una superior inteligencia y de este principio extraían la conclusión de que las razas nórdicas y las clases altas dentro de estas, eran genéticamente superiores. La pobreza de las clases y razas bajas era asociada con niveles menores de capacidad intelectual/racionalidad y, estos, con mayores niveles de corrupción moral, violencia y psicopatías. En las ciudades de Estados Unidos la coincidencia estadística entre raza, comportamientos desviados y clase social era entendida como una confirmación empírica de este postulado. Además de creer en la superioridad racial los eugenesistas estaban convencidos de que la especie humana podía perfeccionarse artificialmente mediante una calculada selección de los genes mejores y el filtrado de los peores. Cuando mayor fuera la calidad del pool genético mayor sería la racionalidad del sistema social y menores los factores disfuncionales (Black, 2004; McWhorter, 2009; Bashford y Levine, 2010). Los eugenesistas norteamericanos percibían el crecimiento de la población negra y las oleadas de inmigrantes no nórdicos como una amenaza a sus objetivos de progreso evolutivo (la mayor amenaza inmigrante estaba constituida, en su particular jerarquía racial, por los orientales como chinos, japoneses y filipinos, seguidos de los mestizos latinos) y para protegerse de sus posibles efectos deletéreos (la versión más apocalíptica era la de un futuro «suicidio racial», con el precioso caudal de genes caucásicos diluido en una informe y mediocre mezcla) la eugenesia entró en política, abogando por el establecimiento de leyes de segregación racial más duras aún de las existentes: prohibición de los matrimonios mixtos, campañas de esterilización a mujeres de clases bajas (especialmente negras) y leyes migratorias restrictivas contra las poblaciones no noreuropeas. Para esto último se fundó la Immigration Restriction League en 1894 (Black, 2004; McWhorter, 2009; Bashford y Levine, 2010). Es muy importante entender que el movimiento eugenésico no era una elucubración de unos pocos racistas radicales. Una parte importante de la sociedad, entre la que se contaban sectores muy influyentes, apoyaba activamente sus ideas, porque una parte decididamente muy grande del establishment era racista. Entre ellos pueden contarse presidentes que simpatizaban con algunos de sus principios: republicanos como Theodore Roosevelt (1901-1909) (Dyer, 1992) o La Escuela de Chicago y su hegemonía entre las dos guerras mundiales 93 demócratas como Woodrow Wilson (1913-1921)11. El movimiento recibió copiosa financiación por parte de algunas de las grandes fortunas del país, como los Carnegie (acero), los Rockefeller (banca), los Harriman (ferrocarriles) o los Kellog (alimentación). La academia no era una excepción en este sentido: el número de profesores que simpatizaban con todas o algunas de las tesis eugenésicas es impresionante y se concentraba sobre todo en las cumbres de la Ivy League: A. Lawrence Lowell y David Starr Jordan, respectivamente rectores de Harvard y Stanford, y un sinfín más (McWhorter, 2009). En el mundo de la sociología destacaron dos personajes de relevancia: Edward Alsworth Ross (1866-1951) y Henry Pratt Fairchild (1880- 1956). Como muestra del apoyo y consenso del que gozaban entre una parte importante del colectivo de los sociólogos, a los dos les fue conferido el honor de presidir la American Sociological Association (el primero en 1914-1915, el segundo en 1936, cuando era, para más inri, el presidente de la American Eugenics Society). Fue Ross quien acuñó el término «suicidio racial» en su obra The Old World in the New: The Significance of Past and Present Immigration to the American People (1914) (Baltzell, 1964). El bando racista se apuntó un gran tanto con dos leyes migratorias sucesivas, la Emergency Quota Act (1921) y la Jonhson-Reed Act (1924), diseñadas expresamente para restringir la inmigración con origen en Europa del Este y del Sur (Zolberg, 2006). Los ecólogos humanos de Chicago parecen haber abogado en su mayoría por la opción asimilacionista. Una ilustración de esta tesis la constituye el artículo de Carol Aronovici Americanization: Its Meaning and Function, aparecido en 1920 en el American Journal of Sociology. Aunque el autor no pertenece a la escuela, el departamento le da voz a través de su órgano de difusión. No solo defendieron el asimilacionismo: con sus estudios se aplicaron a demostrar que el debate era, en realidad, estéril, pues la asimilación era el resultado final natural del proceso de sucesión ecológica. Lo que con los Community Studies parecía sellar una inclinación multilineal de los procesos históricos (a nivel urbano) se revela al final como una nueva edición 11 Wilson defendió públicamente la eliminación de los negros de la vida política en los estados del Sur después de la Guerra Civil y justificó el nacimiento del Ku Klux Klan por el estado de anarquía que reinaba. Durante su presidencia no se opuso a la reintroducción de la segregación racial entre los funcionarios federales practicada por algunos de los miembros de su gabinete (Wilson en Baker y Dodd, 1925). 94 Francisco Javier Ullán de la Rosa del moderno evolucionismo unilineal. Las subculturas urbanas no eran realidades permanentes. No solo porque todo estaba, como la naturaleza, en constante flujo, sino porque las culturas étnicas de barrio eran solo un estadio transitorio en un ciclo más general que afectaba a las relaciones raciales y étnicas: el mismo ciclo ecológico de invasión y sucesión ya descrito. Así, la primera fase de ese ciclo era el contacto del nuevo grupo étnico inmigrante con los grupos «nativos» previamente establecidos. A esta le seguía una segunda fase de conflicto por el espacio y los recursos. Cuando el conflicto no se concluye con la expulsión de uno de los grupos a esta fase le sucede una tercera en la que ambos grupos (simplificamos el modelo a dos pero en la realidad los grupos pueden ser muchos más) se ven obligados forzosamente a acomodarse el uno al otro en una coexistencia inestable, nunca exenta de tensiones. Finalmente esta dinámica se combina con la del movimiento espacial centro-periferia. Con el transcurso del tiempo y las generaciones, los grupos van desplazándose de la zona de transición a la periferia y las diferencias culturales se van difuminando hasta acabar en la asimilación total a la cultura dominante, la marcada por la clase media originariamente anglo. Así, los irlandeses habían sido al siglo XIX lo que los polacos e italianos a los inicios del XX: despreciados, marginados. Todos habían acabado por entrar paulatinamente en el crisol y fundirse en el main stream de la clase media. La asimilación es entendida como un imperativo teleológico que se deriva de dos premisas: la de un evolucionismo unilineal que cree que todos los grupos sociales avanzan diacrónicamente hacia formas más modernas (más homogéneas y universales) y mejores (ascenso social) y la de un funcionalismo que entiende las diferencias culturales como una fuente de inestabilidad y conflicto que el sistema tiende automáticamente a reducir. Esta tesis encuentra sus ilustraciones más sofisticadas en el trabajo de Cressey Population Succession in Chicago: 1898-1930 y en las obras de Park sobre relaciones étnicas (Park y Thompson, 1939, Park, 1950). De la teoría se desprendía que lo mismo debería suceder con los negros o los latinos en el futuro próximo. Sin embargo, cuando se llega a los grupos étnicos no blancos, la posición de la sociología de Chicago es mucho más conservadora. En la dimensión urbana, la segregación racial demandada por el racismo eugenésico fue consciente y sistemáticamente secundada por la sociedad y por la administración. Desde 1911 habían proliferado por todo el país, introducidos por las asociaciones de vecinos, los La Escuela de Chicago y su hegemonía entre las dos guerras mundiales 95 llamados Restrictive Covenants, cláusulas que se añadían a los contratos de compra-venta de inmuebles y que establecían la prohibición de comprar o vender las propiedades a personas de determinado origen étnico (Jonas-Correa, 2001). Muchas asociaciones de agentes inmobiliarios se dotaron de códigos deontológicos para fomentar la aplicación de dichas normativas. Fue un mecanismo aplicado masivamente por la clase media y alta blanca para impedir que las minorías de color (y en especial los negros) tuvieran acceso residencial a sus barrios (Darden, 1995; Jonas-Correa, 2001). Aunque las cláusulas no siempre se cumplían, su eficacia, tal y como reflejan los números, fue, en general bastante grande. Si en 1915 el 50 por ciento de los 70.000 negros de Chicago vivía fuera de las áreas segregadas, en 1940 había descendido al 10 por ciento de una población de 340.000 (es decir, es razonable suponer que eran los mismos 35.000 que ya residían en ellas en el periodo previo a la aplicación de los Covenants) (Lohman, 1947: 25). Incluso en una ciudad del norte como Chicago, buena parte del espacio público estaba segregado: cines, teatros, restaurantes, centros recreativos, incluso las playas del Lago Michigan (Lohman, 1947). La segregación espacial fue ulteriormente agravada a partir de los años treinta por el propio gobierno federal a través de todo un conjunto de herramientas institucionales. Aquella política fue diseñada por la administración democrática de Franklin Delano Roosevelt (primo, por cierto, en quinto grado, del otro presidente del mismo apellido). Un termómetro infalible que mostraba hasta qué punto el racismo era una actitud muy extendida. Este papel activo del Estado se remonta a 1934, con la promulgación de la National Housing Act y el establecimiento de la Federal Housing Administration (FHA), un instituto federal cuya misión era poner en práctica un ambicioso plan de vivienda pública y de promoción del sector inmobiliario privado con el objetivo declarado de convertir a la sociedad norteamericana en «la civilización mejor alojada de la historia» (FHA, 1938) y a la mayoría de sus ciudadanos en propietarios de su propia vivienda. En los siguientes años surgieron organismos públicos de vivienda a nivel estatal, como la Chicago Housing Authority o la New York Housing Authority, para construir viviendas de protección oficial, normalmente en régimen de alquiler, para las clases menos favorecidas, y se promovió la concesión de créditos hipotecarios fáciles y baratos, a través de la Federal Home Loan Bank Board (FHLBB) para impulsar la industria inmobiliaria y convertir a la clase media y buena parte de la trabajadora en propietaria. 96 Francisco Javier Ullán de la Rosa El modelo de desarrollo urbano preconizado para las promociones construidas por el sector privado fue el del suburbio rururbano, la ciudad jardín de los socialistas británicos. A los motivos que ya habían conducido a Ebenezer Howard y su Garden City Movement (Howard, 1902) a considerar esta forma de urbanismo como la más deseable (contrarrestaba el estrés provocado por el hacinamiento, la congestión del tráfico, la polución, las tensiones derivadas de la convivencia en un espacio densamente habitado, la falta de intimidad…) se añadían otros de tipo cultural (la tradición rural de frontera y el individualismo arraigados en el imaginario americano) y de estrategia desarrollista (la forma residencial suburbana hacía a la población dependiente del automóvil, lo cual permitió el despegue de esta industria y de la de la construcción de infraestructuras, un empujón enorme para salir de la recesión). El programa tenía además una última agenda, de carácter racial: separar espacialmente a los blancos de las minorías no caucásicas. En efecto, aquel desarrollo suburbial, concretización del sueño americano (casa, automóvil, jardín, perro, barbacoa…), tenía un terrible lado oscuro: estaba diseñada para whites only. Entre las indeseables condiciones de vida urbana que el suburbio pretendía solucionar estaba la de la convivencia con los negros y otras minorías étnicas, rechazada por una sociedad blanca llena de prejuicios. Esta convivencia obligada se había incrementado en las ciudades del norte entre 1910 y 1940, alcanzando niveles hasta entonces desconocidos, debido a lo que los historiadores denominan la Great Migration, en la que 1,6 millones de negros abandonaron el Sur, huyendo de la discriminación y la violencia racistas (Leman, 1991). Aquella convivencia incómoda e indeseada muy pronto se tradujo en una violencia sistémica. De 1917 a 1943 las grandes ciudades norteamericanas se ven sacudidas por recurrentes olas de disturbios raciales, 23 en total, la mayoría de las veces iniciadas por blancos, y que dejan como balance decenas de muertos y millones de dólares en daños a la propiedad pública y privada (Sowell, 1981). Chicago, en concreto, fue testigo de dos grandes estallidos: el de 1919, que también incendió, durante el llamado Red Summer, otras seis ciudades del país, y el de 1951 (Hirsch, 1983). La tensión racial se hizo especialmente grave en los años de la guerra y en los primeros de la posguerra, pues el esfuerzo bélico había ralentizado la construcción de barrios residenciales para blancos, con el resultado de que muchos de ellos seguían, por falta de oferta inmobiliaria, atrapados en las La Escuela de Chicago y su hegemonía entre las dos guerras mundiales 97 zonas interiores de la ciudad, obligados a compartir el espacio con los negros (Myrdal, 1944; Lohman, 1947). Pero la violencia y la intimidación contra las minorías marginadas no se reducían a aquellas turbulencias puntuales. La confrontación era constante: en Chicago las tentativas de las familias afroamericanas por salir del guetto accediendo a las nuevas urbanizaciones de vivienda protegida construidas por la Chicago Housing Authority eran saboteadas constantemente por multitudes de enfurecidos vecinos blancos con incendios intencionados e incluso atentados con bomba (Hirsch, 1983: 46) en Chicago entre 1944 y 1946 (Lohman, 1947: 67). La situación era percibida por las autoridades como un polvorín que era necesario desactivar. La solución puesta en marcha, sin embargo, no fue progresista (esta habría venido en forma de un fomento de la integración) sino ásperamente retrógrada. La solución del gobierno fue continuar en el plano urbano la política segregacionista de las Jim Crow Laws, separando residencialmente a blancos de coloured. Pero no en las mismas condiciones: para los blancos, se aceleró la construcción de nuevos suburbios con grandes casas individuales y jardín; para los no blancos quedaron los viejos barrios obreros de siempre, con su plano ortogonal de manzana cerrada o, al máximo, los nuevos desarrollos racionalistas en masificadas torres de apartamentos. No contentos con segregar desigualmente, las autoridades implementaron un conjunto de políticas que no solo mantenían a los coloured en las zonas ya de por sí más degradadas de la ciudad (edificios viejos, viviendas pequeñas, en arterias de intenso tráfico con pocas zonas verdes) sino que, además, provocaban un proceso de ulterior degradación de las mismas. El mecanismo para mantener el suburbio racialmente homogéneo fue doble: por un lado la Federal Housing Act dio una cobertura legal a los Restricted Covenants (FHA, 1938). Por otro la FHA a través de otra agencia federal, la Home Owners’ Loan Corporation (HOLC), elaboró a partir de 1935 unos mapas que clasificaban el suelo de las 239 ciudades más grandes del país en cuatro zonas, de acuerdo a niveles de seguridad para la inversión inmobiliaria. Algo así como una agencia pública de rating inmobiliario. En los extremos estaban las zonas tipo A, delimitadas en azul, con máximas garantías de inversión (que coincidían con los nuevos suburbios blancos), y las zonas tipo D, delimitadas en rojo, con nula garantía de inversión (que coincidían con los viejos barrios de la inner city, ahora ocupados ya mayoritariamente por no blancos) (Hoyt, 1939). Los llamados 98 Francisco Javier Ullán de la Rosa Residential Security Maps de la FHA no prohibían expresamente la concesión de créditos en las zonas delimitadas por la línea roja, y quizá estuvieran parcialmente cargados de buenas intenciones (evitar que en el futuro se produjera otra ola de impagos hipotecarios y desahucios como la que entonces vivía el país) pero el proceso que provocaron fue exactamente el mismo que el de las agencias financieras de rating cuando degradan la deuda soberana de un país: la tipología se convirtió en la vara de medir de los bancos, confirmando y legitimando oficialmente los prejuicios raciales existentes en la sociedad. A partir de 1935, las entidades de crédito trataron todas las solicitudes en la zona roja como si tuvieran las mismas características (es decir, sin valorar las capacidades económicas de cada potencial comprador individual) y las entidades bancarias cerraron del todo el grifo de la financiación. Obstaculizado por el otro lado el acceso a la vivienda en los barrios blancos por los covenants racistas, la incipiente clase media no blanca se vio en grandísima dificultad para adquirir una vivienda o financiar una actividad empresarial, posibilidad que se redujo a cero para la clase baja y el lumpenproletariado de color, mientras que las últimas poblaciones blancas que quedaban en las inner cities, aunque tuvieran menos solvencia que sus vecinos negros, aprovecharon la ocasión para trasladarse a los suburbios después de la guerra. La práctica recibió el nombre de redlining, por la línea roja que delimitaba las áreas a las que el mercado les había negado el crédito. Hasta 1950, tanto la FHA como el Veterans Administration Program, que puso en práctica una política de créditos blandos para los veteranos de guerra, establecieron como requisito para abrir el grifo financiero que los barrios fueran racialmente segregados. La FHA instruía a su personal para que valorara las «influencias raciales adversas» que afectaban a un barrio antes de conceder una hipoteca o un crédito a un promotor. Hasta 1948 el Underwriting Manual de la FHA avisaba expresamente que «la mezcla racial en la vivienda es indeseable per se y conduce a un descenso del valor de las propiedades» (Wiese, 2004: 96). El cuadro lo completaba el papel jugado por las corporaciones locales y sus reglamentos urbanísticos. Los planes de urbanismo y zonificación y los nuevos códigos de la construcción combatieron la autoconstrucción e inflaron el coste de la misma, haciéndola inaccesible para los negros (muchos de ellos, obreros cualificados, venían hasta entonces construyéndose sus propias casas con materiales reciclados). Bajo la excusa de aplicar nueva legislación en La Escuela de Chicago y su hegemonía entre las dos guerras mundiales 99 materia de higiene pública los reglamentos urbanísticos permitieron la demolición de muchas comunidades suburbanas de afroamericanos, en lo que puede definirse como «la limpieza étnica del suburbio» (Wiese, 2004: 100). El resultado fue la formación de barrios prácticamente habitados solo por no blancos y la parálisis total del mercado inmobiliario en esas zonas. Con la desaparición del mercado llegaría una ulterior degradación del entorno urbano. Sin la sangre del crédito que nutre la economía, las inner cities se fueron rápidamente gangrenando. Los caseros dejaron de invertir en propiedades que era imposible vender (Squires et al., 1987; Squires, 1987; Berkovec et al., 1994; Zenou y Boccard, 2000; Squires, 2003). A la degradación creada como efecto del redlining se añadió la de la desinversión del Estado en infraestructuras públicas. El resultado fue el nacimiento del que muy posteriormente otros profesores de la universidad de Chicago bautizarían como hiperguettos étnicos (Wacquant y Wilson, 1989), donde la criminalidad se hizo rampante y endémica. El proceso, al menos para el caso de los negros, había casi culminado a finales de los cuarenta. Los censos de la época muestran cómo la población residente afroamericana se concentraba solo en 12 de los 75 distritos censales de Chicago pero en 3 de ellos, situados precisamente en la zona ecológica de transición, el porcentaje de población negra era superior al 90 por ciento mientras que en los otros 9, semiperiféricos, se situaba entre el 1 por ciento y el 10 por ciento (correspondiente a la minoría negra de clase media) (Lohman, 1947: 11). Solo la reducción de la competición por el acceso a los bloques de viviendas de alta densidad habitacional construidos por el gobierno, tras la huida en masa de las clases medias y obreras blancas a los suburbios, ofreció una relativa válvula de escape a partir de los años cincuenta. Las características residenciales de estos hiperguettos negros fueron descritas insuperablemente en sus detalles por el gran sociólogo sueco Gunnar Myrdal, quien fue comisionado por la Carnegie Foundation para realizar un estudio sobre el Black Belt, el cinturón de barrios negros, que envolvía al CBT de Chicago. Reproducimos una larga cita suya a continuación porque no tiene desperdicio: La constante inmigración de negros del sur a este área segregada dobló el tamaño de las familias, provocó el subarriendo de las propias viviendas, la transformación de lo que una vez habían sido espaciosas casas y apartamentos en pisos minúsculos, el hacinamiento de una entera familia en una única habitación, el rápido incremento del precio de los alquileres, y la prolongación del uso de edificios que deberían ser condenados a la 100 Francisco Javier Ullán de la Rosa demolición. La actitud negligente de la inspección sanitaria cuando se trata de afroamericanos o, en general, de gente pobre, se convierte en un problema especialmente serio cuando una población ignorante como esa ocupa el espacio. Los negros han ido siendo empujados hacia el sur desde el centro de la ciudad por la expansión de la industria ligera, los grandes centros comerciales, los garitos de juego y de vicio. El acaparamiento de terrenos para especulación, los elevados costos de construcción y la escasez de capital han dejado enormes solares de tierra baldía en medio de las zonas más densamente pobladas con residentes negros en la mitad norte del Black Belt. La frontera occidental está netamente delineada por las vías del ferrocarril, que separan a los negros de sus vecinos blancos pobres. La expansión hacia el sur ha estado marcada por un amargo conflicto entre blancos desposeídos y negros sometidos a acoso. Han surgido organizaciones para impedir a los blancos vender o alquilar propiedades a los negros; los negros que conseguían meter el pie o los blancos que se decidían a venderles su casa a cambio de desproporcionadas sumas de dinero han sido sometidos a actos de terrorismo psicológico y agresión física; muchas de las demás relaciones entre negros y blancos están marcadas por el miedo y el odio más amargos debido a la creencia por parte de los blancos de que los negros representan un peligro para sus personas y sus propiedades (Myrdal, 1944:1127). La cuestión racial era, pues, un tema candente, de urgencia nacional, en aquellas décadas. Podríamos añadir que siempre lo había sido, desde el nacimiento de la república norteamericana. En la sociedad estadounidense se estaba combatiendo la sempiterna guerra ideológica derivada de su pecado original esclavista y de su condición de tierra de promisión para emigrantes. Y esa guerra tenía entonces un frente de batalla abierto en las aulas universitarias. Ross fue expulsado de Stanford por sus invectivas racistas contra los chinos, políticamente incorrectas incluso para una universidad conservadora como la de Palo Alto. Y ya sabemos en qué suerte había incurrido Thomas por defender la legalización de la prostitución en Chicago (tema que levantó escándalo pues se veía precisamente a las prostitutas como un caso paradigmático de degeneración genética). Es en este contexto histórico en el que es necesario valorar la posición política de la Escuela de Chicago que, en gran medida, viene condicionada por la cuestión racial. Y como advertíamos al principio, no es fácil realizar un balance general de la misma. Si tuviéramos que adelantar un mínimo común denominador podríamos decir, sin embargo, que, en términos generales, todos los autores se sitúan en el centro del arco ideológico, con posiciones bastante moderadas y acomodaticias con el sistema. La Escuela de Chicago y su hegemonía entre las dos guerras mundiales 101 Por un lado su teoría ecológica es un gran esfuerzo intelectual, construido con montañas de datos, para demostrar que todos los comportamientos que los eugenesistas achacaban a la raza eran en realidad el producto de una interacción entre el entorno espacial y económico (las fuerzas del mercado), la retroalimentación de los prejuicios y una subcultura que se podía modificar mediante la educación. Su concepto culturalista y ecológico de las diferencias socioculturales los colocaban en ese sentido al mismo lado que la antropología en su rechazo y combate contra el racismo pseudocientífico. Lohman (1947), profesor durante varios años en el departamento, rebatió con argumentos sólidos a los autores racistas que pretendían usar los resultados de los test de inteligencia de los reclutas (en los que los negros puntuaban en términos generales por debajo de los blancos) como prueba científica de la superioridad de los últimos. Lohman desagregó los datos y demostró que los negros del norte habían puntuado por encima de los blancos del sur (Lohman, 1947: 49). Era todo una cuestión de entorno y educación, no de genes. Este rechazo al racismo genético lo demostraron con hechos biográficos ilustrativos: Park fue asistente en su juventud, durante varios años, de Booker T. Washington, profesor afroamericano del Tusckegee Institute, una institución de educación superior para negros en Alabama y uno de los exponentes de la lucha por la igualdad racial en los Estados Unidos de fin de siècle (Rauschenbush, 1979). La propia escuela elevaría a un afroamericano, Edward Franklin Frazier, que llegó a Chicago proveniente, precisamente, de Tusckegee, y a una sinoamericana, Rose Hum Lee, a las cotas más altas de la academia. Sin embargo, la aplicación de la ecología biológica a la sociedad tenía el efecto de naturalizar las causas y, por tanto, de alguna manera, reificar, la estructura social de clases y las subculturas étnicas, lo cual es una forma implícita de negar la posibilidad de que estas puedan ser completamente transformadas por la intervención humana. Esta posición ya recibió críticas en su propio tiempo, provenientes de sociólogos de otras universidades. Alihan (1938) desde Columbia acusará a la Escuela de Chicago de ser ideológica, de mero reflejo de la cosmovisión de la clase capitalista americana. Gettys (1940) acusó a su biologismo de mistificatorio y de desviar la atención de las verdaderas causas de los procesos sociales. La posición de Chicago es la clásica del funcionalismo anglosajón, consciente y premeditadamente alejada de los análisis marxistas (como lo había sido la de Durkheim y Weber en Europa). Como 102 Francisco Javier Ullán de la Rosa muy bien apuntan algunos de sus críticos pertenecientes a aquella corriente, la Ecología Humana ignoraba completamente la dimensión de las clases sociales y del conflicto entre ellas, sustituyéndola por la obsesión, idiosincráticamente estadounidense, por la raza y la etnia y la «naturalización» ecológica de la estratificación social (Zukin, 1980; Merrifield, 2002). Tampoco está presente apenas en sus análisis el papel que juega la maquinaria de un Estado al servicio de la burguesía capitalista y de la supremacía de la raza blanca en la estructuración del espacio construido (lo que habría llevado a ver al Estado como claro cómplice cuando no factor de la degradación de la Zona de Transición, por la dejación de su responsabilidad de invertir en adecuadas infraestructuras, en la construcción de un Estado de Bienestar, o en mecanismos de desarrollo comunitario). Para la ecología funcionalista el sistema funciona de acuerdo a unas leyes que se presentan como independientes de la acción humana: la ley del mercado y la de competencia cooperativa entre grupos. No existe apenas ninguna crítica al Estado ni a su papel premeditado e institucional en fomentar la segregación racial urbana. Una posición realmente beligerante contra el racismo habría supuesto una denuncia masiva y decidida al sistema de apartheid institucionalizado inscrito en los Restrictive Covenants y refrendado por el redlining de la FHA. Dicha contestación existió en los Estados Unidos y, fue, en efecto, masiva (Bridewell, 1938; Weaver, 1940; McDougal y Mueller, 1942; Weaver, 1944; Myrdal, 1944; Kahen, 1945; Dean, 1947; Long, 1947; Abrams, 1947; Weaver, 1948; Groner, 1948, Ming, 1949). Entre los que saltaron a la trinchera en contra de la segregación residencial merece destacar figuras tan importantes como el director de la New York Housing Authority Charles Abrams (Henderson, 2000), cuyos tonos fueron tan duros que comparó la legislación de la FHA con las Leyes de Nüremberg nacionalsocialistas (Abrams, 1947; Wiesel, 2004), o Weaver, el consejero para asuntos afroamericanos del Departamento del Interior. Sin embargo, dichas críticas están prácticamente ausentes en los escritos de la sociología de Chicago. Ellos, investigadores infatigables de la gran ciudad, notarios escrupulosos de sus conflictos raciales y su segregación, callan significativamente a la hora de denunciar la que era, sin duda, una de las causas fundamentales de la misma. Un rastreo por la producción de la escuela o de los artículos publicados por su revista entre 1920 y 1950 nos ha llevado a identificar solamente dos menciones explícitas y condenatorias de los Restrictive Covenants (Lohman, 1947; Jones, La Escuela de Chicago y su hegemonía entre las dos guerras mundiales 103 1948). Ambas son tardías, firmadas por autores menores y hacen solo mención a los Covenants, pero no al redlining. La de Jones se refiere solo a los mexicanos (entonces una minoría sociológicamente muy pequeña); la de Lohman ataca de lleno el problema, que era sin duda la segregación de los negros, pero es muy significativo que la fuente de la que toma la información sea el estudio de Myrdal sobre Chicago —un sociólogo sueco, observador externo— y no cite ni un solo autor de la casa a este respecto. La ausencia de lo que no se dice es como un libro abierto. Este posicionamiento sorprende menos (o aún más, según se mire), cuando descubrimos que el artífice de los Residential Security Maps de la FHA fue, precisamente, uno de los sociólogos del Departamento de Chicago, del que ya hemos hablado: Homer Hoyt. En 1934 había sido nombrado economista jefe del área de vivienda de la FHA y fue él quien elaboró los primeros mapas, aplicando los conocimientos y metodologías desarrollados en el estudio del mercado inmobiliario (al que había dedicado los años precedentes y que sería siempre su área de especialización). Es, de hecho, en un informe para la FHA, y no en una revista académica, donde Hoyt elabora su famoso modelo sectorial que corregía el de Burgess (Hoyt, 1939). Autores críticos como Beauregard (2007) sostienen que la corrección del modelo proviene, precisamente, de la inclusión por parte de Hoyt del efecto de la política segregacionista en el desarrollo urbano. Aunque Hoyt reconocía que seguían existiendo procesos ecológicos externos a la acción política que no se podían controlar (ningún agente inmobiliario puede modelar completamente un área urbana), el efecto de la posición intervencionista que él mismo estaba diseñando era sin duda muy fuerte. El asentamiento de los grupos étnicos en la ciudad no era únicamente formateado por fuerzas ecológico-económicas espontáneas como había sostenido Burgess. Era dirigido «por otros factores» y ello daba lugar a aquel patrón sectorial que rompía la inevitabilidad de la dinámica unidireccional centro- periferia. Sin embargo, Hoyt se guardó mucho de reconocer que aquel modelo sectorial estaba guiado por políticas segregacionistas. Más allá del silencio, la investigación bibliográfica revela incluso trazas de una actitud «negacionista» del problema entre los de Chicago. El artículo de Weimer (1937), colaborador de Homer Hoyt, The Work of the Federal Housing Administration es claramente apologético y el de Johnson, The Negro, publicado por el American Journal of Sociology en 1942, saluda el notable mejoramiento de las 104 Francisco Javier Ullán de la Rosa condiciones de los afroamericanos en todos los terrenos gracias a la política del New Deal. Más allá de sus disquisiciones teóricas contra el racismo y sus relaciones con académicos de las minorías no blancas, los sociólogos de Chicago se nos aparecen mayoritariamente como ‘hombres’ del sistema, gente de orden, defensores de las raíces culturales anglosajonas de la nación americana, de los valores familiares y de género de la clase media12 y creyentes acríticos en la democracia liberal y la economía de mercado y —este es el gran tabú que pocos se atreven a decir— conniventes con el sistema de apartheid racial. No prometían las mieles rosáceas de una sociedad de igualdad y justicia absoluta ni llamaban a la revolución contra la clase blanca anglosajona que gobernaba el país (ellos mismos formaban parte de ella). Su visión de los problemas urbanos no es la del humanista utópico convencido de que puede haber una salvación para todos, sino la del darwinista que aplica las teorías biologicistas de la selección natural a los fenómenos humanos/urbanos: La estructura de la ciudad tiene sus fundamentos en la naturaleza humana, de la cual es «expresión» y, por lo tanto, existe un límite a las modificaciones arbitrarias que se pueden hacer, sea en sus estructuras psíquicas que en su ordenamiento moral (Park, 1952: 16). Reconocerá un tardío Park en esa obra ya póstuma que incluso el poder más hegemónico y fuerte es incapaz de reingenierizar completamente las formas de vida de la ciudad. Las consecuencias de esta visión es que se da por supuesto y se acepta que el sistema siempre mantendrá en su seno un cierto grado de desorden, de anomia, de entropía, de «zonas marginales», aunque la naturaleza de este vaya cambiando en series cíclicas de ajuste. La naturalización del conflicto étnico como «competición ecológica» por recursos escasos hace que la tensión racial y los prejuicios que se producen y reproducen en ella se vean como un aspecto inevitable del sistema. Eliminarlos del todo es imposible porque la vida es, entre otras cosas, competición y siempre habrá perdedores e inadaptados pero, además, porque algunos de estos fenómenos proceden de leyes psicológicas universales. Este 12 Pensemos en sus preocupaciones sobre la promiscuidad de las chicas de clase baja o en sus estudios sobre el divorcio, cuyo objetivo implícito era ofrecer herramientas racionales para rebajar su incidencia (Burgess y Cottrell, 1939). La Escuela de Chicago y su hegemonía entre las dos guerras mundiales 105 argumento lo extraen los sociólogos de Chicago de las teorías psicológicas sobre actitudes desviadas y prejuicios sociales que estaban desarrollando por aquellos años Gordon Allport y sus colaboradores (Allport, 1935, 1937; Allport y Kramer, 1946; Allport y Postman, 1947). No se pueden, por ejemplo, programar completamente la pasión y los instintos y en ese sentido será inevitable que ciertos individuos, cualquiera que sean las características del entorno, caigan en la delincuencia o en el círculo vicioso de la drogadicción. Los prejuicios raciales, continua este argumento, son hasta cierto punto también inexorables puesto que provienen del mecanismo psicológico universal que tiende a buscar chivos expiatorios como válvula de escape de las frustraciones de los individuos. La conclusión: siempre habrá frustraciones y siempre habrá chivos expiatorios (Allport y Kramer, 1946). Lohman (1947) citará explícitamente la obra de Allport para apoyar esta postura. Al considerar el conflicto racial como una ley de la naturaleza la Escuela de Chicago, aún reconociendo la igualdad genética de todas las razas, declara su incapacidad (y falta de voluntad) para acabar con la segregación. Una posición verdaderamente progresista habría tomado la igualdad genética del género humano para, como así lo hizo la ciencia social más adelante, declarar abolido el propio concepto de raza y luchar por la construcción de una sociedad posracial (Baker, 1998). La respuesta de los sociólogos de Chicago al problema no apunta en absoluto en esta dirección sino en todo caso, a la de una segregación igualitaria, «iguales en derechos pero separados» y quizá ni eso. Lo importante era que las bolsas de entropía no afectaran significativamente al buen funcionamiento del sistema en su conjunto. Es aquí donde la Ecología Humana encuentra su propio límite a la teoría asimilacionista del melting pot. La asimilación era contemplada por Park y sus discípulos como el resultado final (y deseable) del proceso ecológico (natural) de la inmigración. Algo que podía demostrarse empíricamente echando la vista atrás a la historia de Chicago en el siglo XIX (Cressey, 1938). Pero ese proceso se había descrito para la inmigración europea, eslavos, judíos y mediterráneos incluidos, cuyos rasgos somáticos les permitían, a fin de cuentas, confundirse con el resto de la población (¿cómo se podía segregar sine die a un judío pelirrojo o a un italiano de ojos azules cuando había anglos o irlandeses que eran más oscuros que ellos?). La posición cambió, sin embargo, con la llegada masiva de poblaciones de fenotipos «no camuflables» (en aquellos años veinte a cuarenta estos eran 106 Francisco Javier Ullán de la Rosa masivamente los negros). Esta población, que irónicamente, compartía una cultura y una lengua común con los angloamericanos y habría sido, teóricamente, más rápidamente integrable desde el punto de vista cultural que un campesino polaco, se declara de repente «inasimilable». La explicación: la «dramática» visibilidad externa de la diferencia étnica impide e impedirá que se diluyan los prejuicios contra los grupos «de color». La teoría culturalista del interaccionismo simbólico, que había sido una herramienta muy potente para combatir los determinismos genéticos, fue utilizada, paradójicamente, para justificar la inevitabilidad de la segregación y desinflar toda la fuerza de las argumentaciones antirracistas: no importa si los negros no son racialmente inferiores a los blancos, lo que importa desde el punto de vista social es que la mayoría de los blancos creen que esto es así; no importa si los prejuicios sobre los negros no se apoyan sobre una base empírica y sus mayores niveles de alcoholismo o violencia son mero producto del ambiente, lo que importa es que la mayoría de los blancos los desprecian y los temen por ello y, en consecuencia, no quieren vivir con ellos. El relativismo cultural se revelaba, entonces como siempre, como un arma de doble filo y fue utilizada incluso para justificar las creencias y actitudes de los racistas: en el fondo ellos tampoco son responsables, son producto de su propio entorno. Pero es que, además, el relativismo escondía, en el fondo, un cierto determinismo biológico: en esta relación entre cultura y entorno el racismo se aprende en la infancia, con el proceso de socialización, como el lenguaje. Y como el lenguaje, queda fuertemente grabado en nuestras estructuras cognitivas inconscientes y es muy difícil de desactivar. Autores como Lohman (1947: 5) reconocen que todos, incluso los más bienintencionados sociólogos como él mismo, deben de luchar constantemente contra sus prejuicios para tratar de ser ecuánimes. La conclusión: al menos por el momento no hay solución definitiva al problema del racismo. Lo que propone la sociología de Chicago: mecanismos de control social para contener y rebajar (que no eliminar) la tensión social. Uno de esos mecanismos era evitar los conflictos étnicos separando a los grupos. Exactamente la política que emprenderán las autoridades, con la bendición y colaboración de los ecólogos sociales. El otro, la intervención reformista en los guettos negros para morigerar los efectos de su marginalidad y rebajar la agresividad de sus poblaciones. Una ilustración casi perfecta de la primera de estas estrategias la constituye el texto de Joseph Lohman, The Police and Minority La Escuela de Chicago y su hegemonía entre las dos guerras mundiales 107 Groups: A Manual Prepared for Use in the Chicago Park District Police Training School. Un ejemplo de la aplicación de las teorías ecológicas y el interaccionismo social a la formación de las nuevas generaciones de policías destinados a patrullar el guetto. Lohman compaginaba su cargo de profesor en el departamento con el de sheriff del condado de Cook, cuya capital es Chicago. El objetivo principal del manual era elevar la profesionalidad de la policía metropolitana haciéndola más efectiva en la prevención y control de los conflictos raciales mediante la aplicación de los principios científicos elaborados por la Ecología Humana. Por este motivo, Lohman dedica la primera parte del manual a introducir la posición de la escuela en el conflicto racial. Desde las primeras páginas ese conflicto se describe como inevitable: La sociedad depende de la cooperación. Cada uno de estos grupos [raciales] tiene una contribución que hacer al funcionamiento de nuestra sociedad […] Sin embargo, debemos reconocer el hecho de que la nuestra es una sociedad competitiva. No solo los individuos sino los grupos étnicos y raciales están en competencia mutua (Lohman, 1947: 3). El párrafo recoge el concepto parkiano de cooperación competitiva entre grupos, lo acepta como una dinámica inevitable, una ley universal del sistema, que se saluda como el motor de la economía capitalista de mercado y la causa de la grandeza de la sociedad norteamericana. Pero, advierte a continuación, llevada a su extremo esta «lucha entre las especies» puede resultar una energía negativa para el país: Está implícita en la lucha la posibilidad de enfrentamientos abiertos y estallidos de violencia social […] Es obvio que tales condiciones no solo destruirían nuestra democracia sino que harían imposible el funcionamiento de nuestro sistema industrial (Lohman, 1947: 3). Ha empezado el baile de las revelaciones: en lo que es un claro ejemplo de inversión del mecanismo de causalidad, la democracia se ve como una realidad dada de antemano y amenazada por los disturbios raciales en lugar de entender estos como consecuencias de la ausencia real de democracia. Por otro lado, está claro dónde se sitúa la verdadera preocupación de nuestro representante de la ley, el orden y la ciencia: no en la discriminación y en las terribles condiciones de vida que son la causa última de la violencia sino en sus efectos disruptores del mecanismo de producción industrial. Una amenaza 108 Francisco Javier Ullán de la Rosa que en aquellos años cuarenta se consideraba especialmente seria. Los disturbios raciales incendiaban las ciudades norteamericanas causando muerte y destrucción. Eran los años de la Guerra Fría y el país no podía permitirse una quinta columna en su interior. Los disturbios, como el mismo Lohman reconocía (Lohman, 1947: 70), eran provocados la mayor parte de las veces por los blancos. El regreso de los veteranos blancos de la Segunda Guerra Mundial a sus antiguos barrios obreros aumentaba las posibilidades de tensión. Muchos de estos excombatientes sufrían de una patología entonces no identificada, el Trastorno por Estrés Postraumático, que los hacía, en conjunción con los prejuicios preexistentes, más propensos a la violencia racial. Para poner fin a estos conflictos que amenazaban el funcionamiento de la economía del país, Lohman se inclina expresamente por la política del gobierno federal: realojar a los blancos en los suburbios (Lohman, 1947: 68-69). Y se encuentra un ulterior argumento para justificar su posición: los estudios realizados por sus colegas del departamento, como Drake y Cayton (1945), indicaban que los negros tampoco querían integrarse con los blancos. Y Lohman se apresta a tranquilizar a la comunidad blanca asegurando que eran falsas las voces de los agitadores del odio racial que asustaban a la gente diciendo que los negros tenían un plan premeditado para invadir las zonas blancas. No invaden, se ven empujados por la carestía y la precariedad de la vida en «sus» zonas13. Y, estén tranquilos, no muestran ninguna disposición, a casarse con mujeres blancas (Lohman, 1947: 70). La constatación de la reciprocidad del rechazo esconde apenas una defensa del prejuicio racial. El racismo sigue ahí, no ha desaparecido, ha quedado solo sofisticadamente maquillado con el polvo de arroz del relativismo cultural. La afirmación de que los negros son igualmente racistas, no acompañada de una explicación del porqué de esa actitud (¿no sentiría cualquiera animadversión hacia quien te margina y segrega?) es utilizado, en el argumento de Lohman, para quitar implícitamente hierro al racismo de los blancos. Los dos son valores culturales relativos, opiniones privadas, que debemos, final13 Esta afirmación, como ha demostrado Wiese (2004) en un estudio publicado por la Universidad de Chicago, no era cierta. Y ese era, precisamente, el problema. Durante toda la época se observa una tendencia de los segmentos negros mejor situados económicamente a mudarse a los suburbios. Ellos también habían asimilado los valores americanos. El sistema se aprestó a poner en marcha sus mecanismos para contener la invasión y mantener el suburbio lo más racialmente blanco posible. La Escuela de Chicago y su hegemonía entre las dos guerras mundiales 109 mente, respetar. Un argumento que queda claramente explicitado y proyectado en el caso de la policía. Lohman reconoce que los oficiales (mayoritariamente blancos) también tienen sus prejuicios, «como todo el mundo» (le faltó decir «como yo», pero la explicitación no era necesaria, puesto que ya sabemos que él también era policía), y que esos prejuicios les llevan en muchas ocasiones a tratar diferencialmente a las poblaciones de color, contribuyendo así a incrementar la tensión racial (Lohman, 1947: 3). Pero, recuerda Lohman al final del texto, no es menos cierto que la policía se convierte también en muchas ocasiones en «el chivo expiatorio sobre el que las minorías étnicas descargan sus frustraciones» (Lohman, 1947: 103). Y, ya liberado del peso del pudor, continúa su particular striptease: Si bien un cuerpo de policía profesionalizado y que opere con metodologías «científicas» debe dejar a un lado sus prejuicios durante el cumplimiento del deber, lo que piense durante sus horas libres no solo no es de la incumbencia de nadie sino que es un derecho inalienable. Hay que distinguir entre sus propios derechos como ciudadano particular y sus propias convicciones personales y responsabilidades como oficial de policía (Lohman, 1947: 5). Es posible que las afirmaciones de Lohman estén parcialmente sesgadas, además de por su propio rol como agente de la ley, por un cierto temor a ofender las sensibilidades de un cuerpo de policía en cuyas filas se contaban muchos racistas. Puede que la suya sea una postura parcialmente diplomática (no se puede reformar el cuerpo enfrentándose directamente a él), pero es razonable pensar que estas prevenciones no invalidan las conclusiones finales que del texto pueden extraerse: a través de la alquimia del relativismo cultural, los prejuicios raciales se han convertido en un «derecho individual», en valores provenientes de una subcultura concreta: la de los blancos. Y estos, son eximidos en buena parte de su responsabilidad. Son las incómodas derivaciones de una teoría interaccionista llevada al extremo: si la delincuencia, la adición o la pobreza se aprenden (y ello debe llevarnos a no condenar a quienes la practican), también el racismo se aprende14 (y la conclusión 14 En 1973, un equipo de psicólogos de la Universidad de Stanford mostraron al mundo el resultado de un experimento realizado dos años atrás con estudiantes y en el que se simularon durante varias semanas las condiciones de una prisión: se otorgó a un pequeño grupo el rol de carceleros y el poder de reprimir al resto (Haney, Banks 110 Francisco Javier Ullán de la Rosa sáquenla ustedes mismos). No encontraremos en la escuela ecológica una llamada a la eliminación de las barreras entre las subculturas constituidas a ambos lados del parteaguas racial sino, todo lo contrario, a la consolidación de las mismas. Lohman era consciente de que el realojo de los blancos en el suburbio tardaría aún unos años en completarse. En espera de la «solución final», el sociólogo aboga por establecer un cordón sanitario policial lo más eficiente posible entre negros y blancos. Para ello el manual introduce las más modernas técnicas de psicología de masas para instruir a los oficiales sobre cómo controlar los posibles enfrentamientos entre negros y blancos para que estos no degeneren en guerra abierta: localizar los puntos de tensión más «calientes» y concentrar allí las dotaciones policiales; no exhibir públicamente actitudes racistas; no emplear violencia excesiva ni indiscriminada; identificar y aislar inmediatamente a los cabecillas, etc. (Lohman, 1947: 84). La segunda estrategia para desactivar el conflicto es la de actuar proactivamente en los guettos, mejorando las condiciones de vida de sus poblaciones. En este sentido no se puede acusar a los sociólogos de la Escuela de Chicago en bloque de haberse aislado en su torre de marfil. El departamento contribuyó positivamente a consolidar el Trabajo Social como una disciplina científica siguiendo la línea en la que ya venían trabajando desde finales del XIX el Settlement House Movement y la Charity Organization Society (Polikoff, 1999). En 1927 la Universidad de Chicago empezó a publicar la Social Service Review, una de las revistas decanas de investigación en Trabajo Social y a ello le siguieron la publicación de algunos manuales como el Handbook on Social Case Recording (Bristol, 1936). Algunos de los profesores pondrían en marcha proyectos sociales aplicados, tanto desde la administración como desde el sector no gubernamental. A los ya mencionados casos de Mead o Thomas se pueden añadir los de Louis Wirth (director durante los años veinte del área de delincuencia juvenil de una y Zimbardo, 1973). Sus conclusiones han recibido muchas críticas a lo largo de los años pero el estudio se hizo famoso y armó gran revuelo porque las filmaciones mostraban cómo, ya desde los primeros días, el doble proceso de internalización del rol y de conformidad a la norma había derivado en actitudes realmente crueles y opresoras por parte de los estudiantes- carceleros y, al contrario, posiciones victimistas y de agresividad contenida entre los estudiantes-prisioneros. Exactamente el mismo complejo actitudinal y comportamental que se observaba en situaciones reales. Como, por ejemplo, en los campos de concentración nazis o en los guettos norteamericanos. La Escuela de Chicago y su hegemonía entre las dos guerras mundiales 111 ONG judía en Chicago) y sobre todo el de Clifford Shaw, fundador del mucho más ambicioso Chicago Area Project. Este último proyecto de intervención social fue iniciado por Shaw a principios de los treinta en Rusell Square, una de las zonas de mayor criminalidad de Chicago, con el propósito de testar sus teorías para la prevención de la delincuencia. El territorio era vandalizado por quince bandas y cada año más y más jóvenes se sentían atraídos por la violencia. La estrategia de Shaw, completamente vanguardista por entonces, fue reclutar trabajadores sociales entre los propios miembros de la comunidad, con la intención de reconstruir el tejido comunitario desde abajo, elevando la autoestima de los residentes al confiarles puestos de liderazgo y responsabilidad y creando de esa manera modelos de comportamiento positivo de referencia local, conocidos por los jóvenes delincuentes. La idea central era ayudar a los residentes a solucionar sus problemas por sí mismos, en lugar de intervenir completamente desde fuera. Los trabajadores locales incluían padres de familia pero también exconvictos, reos en libertad condicional y miembros de las propias bandas. Shaw estaba convencido de que no se podía ignorar los micropoderes fácticos del barrio y que si se querían conseguir los objetivos marcados había que involucrarlos en el proceso. Estaba también convencido de que la reinserción era absolutamente necesaria para cortar el círculo vicioso de la criminalidad. Ideas todas que hoy en día parecen de sentido común pero que no lo eran en la época. Los esfuerzos del CAP se encaminaron en tres direcciones: educación, entorno urbano y justicia. En el primer caso se trató de mediar en las relaciones entre profesores y familias, luchar contra el absentismo escolar y subvencionar instalaciones recreacionales (campos de béisbol, columpios para niños, campamentos de verano) para inculcar entre los jóvenes los valores del deporte. Shaw se inspiraba en un proyecto ya consolidado y por entonces mítico en la ciudad: el de la Hull House, uno de los centros emblemáticos del Settlement House Movement, inaugurado por Jane Addams, la presidenta del movimiento en los Estados Unidos, en 1889 (Polikoff, 1999; Reyes, 2008)15. En el entorno urbano, el CAP impulsó campañas de limpieza de los barrios y de toma de conciencia 15 La Hull House estaba situada en un barrio de inmigrantes italianos y era operada por mujeres universitarias. Organizaba una gran variedad de eventos culturales y deportivos para dinamizar el barrio, operaba proyectos sociales (asistencia a mujeres maltratadas, programas de profilaxis sanitaria, etc.) y retroalimentaba la praxis con 112 Francisco Javier Ullán de la Rosa (una aplicación implícita de la Teoría de las Ventanas Rotas). En el terreno judicial intervenía con apoyo legal ante el juzgado de menores para evitar que un pequeño delito adolescente pudiera, por culpa de un sistema penal excesivamente prejuiciado y duro, desencadenar el mecanismo del odio y la rabia que conducían a la producción del criminal adulto. Shaw empezó trabajando en un barrio blanco pero muy pronto desplazó el centro de atención hacia las comunidades negras. Se había dado cuenta que era en ellas donde estaba la verdadera bomba de relojería que amenazaba el American Dream. Mientras que, con más o menos prejuicios en el camino, el camino del ascenso social estaba eventualmente abierto al resto de los grupos étnicos inmigrantes, los afroamericanos, cuyo color de la piel no se podía disimular ni en público ni en privado, encerrados en los guettos, enfrentados a escoger entre una posición de subordinación permanente o la delincuencia, tenían prácticamente todas las puertas cerradas. En 1947 se habían creado siete comités en todo el sur de Chicago. El CAP sigue existiendo hoy en día aunque la eficacia de sus programas siempre fue menor de lo que podría haber sido debido a las dificultades de financiación que encontró por parte de una sociedad que seguía confiando más en la tradicional solución policial que en la novedosa ingeniería social de los sociólogos16. Estos esfuerzos reformistas estaban, sin embargo, encaminados a desactivar dicha bomba, no a eliminar las diferencias socioeconómicas. Se trataba, como muy sintéticamente revela el título del artículo publicado en 1943 en el American Journal of Sociology, The Channeling of Negro Aggression by the Cultural Process (Powdermaker, 1943) de un programa de reeducación cultural para mantener bajo control la rabia destructiva del guetto. ¿Incluía ese programa la movilidad ascendente del negro? En principio, no. La solución propuesta por los de Chicago es muy parecida a la que en los noventa plantearían, con tonalidades raciales desvaídas por el paso del tiempo y los imperativos de la corrección política, los sociólogos conservadores de tendencia neoliberal como el Francis Fukuyama de Trust. The Social Virtues and the Creation of Prosperity (1995). Un posibilismo cuyo la investigación sobre las condiciones de vida en el barrio (Polikoff, 1999; Reyes, 2008). 16 La historia del Chicago Area Project puede consultarse en su página web oficial. http://www.chicagoareaproject.org/historical-look-chicago-area- project La Escuela de Chicago y su hegemonía entre las dos guerras mundiales 113 razonamiento podría muy bien resumirse en la frase de Lohman: «La sociedad depende de la cooperación. Cada uno de estos grupos [raciales] tiene una contribución que hacer al funcionamiento de nuestra sociedad…». Sí, pero unos como basureros y otros como abogados y médicos. Y puesto que el sistema siempre necesitará basureros lo que el sistema debe de crear si quiere aspirar a la armonía es basureros felices y contentos de serlo. La socialización en un conjunto de valores y metas culturales comunes a toda la sociedad (el que pone como modelo social al profesional de clase media habitante de los suburbios) solo provoca alienación y frustración en quienes no pueden alcanzar dichas metas. Con ellas llegan los comportamientos desviados que son altamente deletéreos para toda la sociedad. ¿La solución? Un conjunto alternativo de valores para las clases bajas basado en la renuncia a la movilidad social y espacial y en la realización de las expectativas vitales (en las horas libres fuera del horario de recogida de basuras, se entiende) a partir de canales inocuos para el sistema (religión, familia, deporte…). ¿El resultado? Cada uno en su lugar. Para desarmar a Mr. Hyde acabemos con el mito del American Dream y sustituyámoslo por una versión moderna de la ética hindú de las castas. Como magistralmente argumentaba el éxito de la gran pantalla de las Navidades de 1967, el «Adivina quién viene a cenar», de Stanley Kramer, el liberal personaje encarnado por Spencer Tracy descubrió de sopetón, en sus propias carnes, que una cosa era defender la igualdad de los negros de forma abstracta y general y otra muy diferente tenerlos a cenar en tu casa todas las semanas. Y mucho menos aún si ese negro resultaba ser el marido de tu hija. La idea probablemente era aún impensable, incluso como ficción cinematográfica, en 1947. 3.3.6. El legado científico: la Escuela de Chicago entre los atisbos de la ciudad posmoderna y las rémoras epistemológicas del paradigma moderno La herencia dejada por la Escuela de Chicago en la sociología urbana es tan enorme como controvertida. En aquellas décadas que pueden fecharse, grosso modo, entre el articulo de Park en 1915 y la 4º edición de los Principles of Criminology de Sutherland en 1947, el Departamento de Sociología de Chicago dejó establecidos los principios para un estudio sistemático de los fenómenos sociales urbanos desde una óptica sistémica que articulaba con razonable solidez los factores espaciales, y los socioculturales. Aún habría de completarse con una 114 Francisco Javier Ullán de la Rosa tercera generación en los años cincuenta y sesenta. La evidencia de la solidez de muchos argumentos (profecía autocumplida, interaccionismo simbólico, asociación diferencial etc.) está en que algunos de sus conceptos fueron retomados por investigadores posteriores y forman parte hoy día del corpus de conocimiento acumulativo aceptado por la sociología. El estudio transatlántico de Thomas y Znaniecki (1918-1920) sobre la inmigración polaca se adelanta en muchas décadas a los estudios actuales sobre comunidades diaspóricas y la necesidad de investigarlas en todos los puntos de su recorrido espacial. Es decir, es un pionero absoluto de lo que en los noventa Marcus acuñará como la «etnografía multisituada» (Marcus, 1995). Harris y Ullman (1945), con su modelo policéntrico, saludaban, quizá no del todo conscientes de sus futuros desarrollos, un nuevo modelo de ciudad que rompía con la explicación moderna que ponía precisamente a la centralidad y concentración espacial de funciones y población, como una de las causas fundamentales del origen de la ciudad y los principios que la mantenían en funcionamiento (el modelo moderno clásico de aquellos años, además del de Burgess, es el del geógrafo Christaller [1933]). Lo que Harris y Ullman observaron como una tendencia incipiente en Chicago acabaría convirtiéndose en la forma hegemónica de crecimiento urbano en Norteamérica en las siguientes décadas. La escuela posmoderna de Los Ángeles la considera hoy el paradigma de la ciudad posindustrial (Dear and Dishman, 2001; Dear, 2002). Por último, sus avances en la comprensión del fenómeno de la etnicidad y la raza desde una perspectiva no biologicista, de los efectos sociales del prejuicio étnico-racial, de la socialización espontánea en el grupo de pares, de la relativa autonomía de la cultura con respecto a la economía política, son avances todos ellos que prefiguran los posteriores aportes de la sociología y antropología posmodernas. Ello no quita, por supuesto, para que el modelo merezca severas críticas. Estas críticas vendrían muy pronto, incluso al interno del propio departamento, como veremos, y serían muy necesarias, pues el modelo, con todas sus virtudes, adolecía de grandes defectos. Una parte de esas taras era causada por las anteojeras epistemológicas del paradigma de la modernidad: fenómenos como la cultura de bandas, la identidad bicultural de muchos inmigrantes o el fenómeno de los hobos no podían entenderse desde dicho paradigma, que tenía serias dificultades para comprender las realidades multívocas (aferrado como estaba al principio lógico de identidad: algo no puede ser dos La Escuela de Chicago y su hegemonía entre las dos guerras mundiales 115 cosas a la vez) o los procesos sociales en estado de flujo. Su paradigma solo les permitía entender aquellos agentes sociales insertos en una estructura, en la lógica de interdependencia del sistema. Veían el mundo de forma completamente espacializada, como un proceso de conquista o defensa de un territorio, de un nicho ecológico. ¿Pero qué ocurría con los que vivían y estaban adaptados a más de un nicho, como las comunidades de diásporas? ¿O los que no querían adaptarse a ninguno (como los hobos)? Aunque las semillas de la revolución epistemológica posmoderna estaban presentes en la Escuela de Chicago (culturalismo, interaccionismo simbólico) el peso del positivismo modernista era aún muy grande. Sería necesario esperar a la llegada de la revolución epistemológica posmoderna para poderlos aprehender en todas sus dimensiones: la figura del hobo, por ejemplo, puede hoy explicarse mejor como una forma de cultura desespacializada que existe solo en estado de flujo como las que estudió James Clifford en su Travelling Cultures (1992). En el mejor de los casos algunos autores llegaron a intuir levemente lo que eran ya los primeros síntomas de una transformación de la sociedad, y de la ciudad, hacia una economía posindustrial. Así, Cressey, en su The Taxi-Dance Hall, subtitulado a Sociological Study in Commercialized Recreation and the City (1932), es pionero en describir una vida urbana y un capitalismo que giran en torno al placer, a la producción y consumo de experiencias lúdicas y no la de la producción de manufacturas industriales. Los Taxi-Dance Hall eran salones de baile frecuentados por los jóvenes de clase media en los que pagaban por bailar con señoritas, como quien alquila los servicios de un taxista. La actividad estaba revestida de ambigüedad, pues el alquiler de la pareja de baile podía dar derecho a algo más. Pero no se trataba de prostitución propiamente dicha: el servicio no implicaba explícitamente la prestación sexual y el resultado dependía en buena medida del juego ente el gusto personal de cada chica y las capacidades de seducción del joven. Era una situación ambigua entre promiscuidad erótica y comercio carnal que presentaba un desafío para una mentalidad modernista acostumbrada a clasificar en nítidas categorías. ¿Era prostitución o no lo era? La solución que ofrece Cressey al dilema planteado es sumergir el fenómeno en una categoría más general, de naturaleza completamente moral: es vicio, si bien se trata, admite, de un «vicio pintoresco» (Cressey, 1932: 180) Una estricta moral modernista, basada sobre la ética industrial de la producción y del trabajo, le impide aprehender esta otra ciudad, la 116 Francisco Javier Ullán de la Rosa que vive con el ritmo opuesto al del trabajador, la que sale de noche y vuelve de madrugada, como un fenómeno normal, como un producto mismo de la evolución del capitalismo siempre en expansión, que tiende a mercantilizar todos los aspectos de la vida y cuyo propio éxito genera una desregulación de las pulsiones individuales y la extensión del tiempo de ocio para un número siempre mayor de personas. Aquellos balbuceos de la metrópolis posmoderna, la ciudad del espectáculo hecha para maravillar, gozar y consumir tanto como para controlar, organizar y producir, había sido mejor intuida por la propia cultura popular de la época que por los sociólogos. La encontramos en la letra de la famosa canción dedicada a la ciudad, Chicago (that Toddlin’ Town), escrita en 1922 por el inmigrante germanoamericano Fred Fisher y que popularizaron mundialmente Fred Astaire y Ginger Rogers en los treinta y Frank Sinatra en los cincuenta. Chicago, esa ciudad que era apenas un infante que empezaba a caminar (toddling), era el lugar que te hacía «perder la tristeza» por que «ellos tienen tiempo» (para el ocio, se entiende) y en su State Street se veían cosas «que no veréis en Broadway». En cambio, el mundo de la noche que Cressey describe está teñido de sombras negativas y moralina: es el mundo del vicio, de las costumbres disipadas, de las cigalas que se aprovechan de las hormigas, es, en suma, disfuncional, desviado. El mundo de Mr. Hyde. 3.4. OTROS APORTES DEL PERIODO: SOROKIN Y ZIMMERMAN EN HARVARD. SOCIOLOGÍA URBANA EN GRAN BRETAÑA (1900-1930) La potencia de la Ecología Humana de Chicago fue tan grande durante las primeras décadas del siglo XX que eclipsa los aportes producidos desde otras instituciones. Aunque, evidentemente, los sociólogos de Chicago no fueron los únicos en realizar estudios sobre las sociedades urbanas contemporáneas, la originalidad y consistencia de sus paradigmas teóricos provocan la práctica exclusión de otros autores, por economía de espacio y por criterio de prioridades, de una obra panorámica como esta. Merece la pena, sin embargo, dedicar algunas líneas a la obra conjunta de dos autores que trabajaron desde Harvard: el académico ruso Pitirim Sorokin, fundador del Departamento de Sociología en dicha universidad, y su colega americano Carle Clark Zimmerman, coautores del monumental esfuerzo en sociología comparativa Principles of Rural-urban Sociology (1929). Sorokin y Zimmerman utilizaron La Escuela de Chicago y su hegemonía entre las dos guerras mundiales 117 un enfoque sistémico, que seguramente bebía de la ecología humana, y lo combinaron con el método comparativo transocietal e histórico para dilucidar las características que definían y diferenciaban, universalmente, las sociedades urbanas de las sociedades rurales. Para ello identificaron ocho grandes conjuntos de variables que, a su modo de ver, distinguían las condiciones de vida rural y urbana: empleo, medio ambiente, tamaño de la comunidad, densidad de población, homogeneidad de la población, diferenciación social, movilidad y sistemas de interacción social. Una obra monumental, sin duda, que acometía un análisis comparativo con datos de innumerables sociedades a lo largo y ancho del mundo y de la historia pero que solo tangencialmente puede considerarse como un trabajo de sociología urbana. El foco y el interés de Sorokin y Zimmerman están puestos en el campo y en los campesinos: los autores utilizan lo urbano más que como objeto de estudio per se, como papel de tornasol para resaltar y analizar en profundidad las características de la sociedad rural, tanto presente como pasada (el recorrido se inicia en la prehistoria). Los autores tratan de ver una serie de fenómenos, hasta ahora considerados fundamentalmente desde y en el contexto urbano, en el contexto rural (nivel de vida, grupos sociales, sexualidad y vida familiar, criminalidad, inteligencia y hábitos cognitivos, creencias y dinámica política…) y, en ese sentido, merecen mucho más un puesto de honor en la historia de la sociología rural que en el de la urbana. Por otro lado, su visión del campo y la ciudad sigue siendo muy dicotómica. Así, por ejemplo, es revelador que no mencionen ni traten el hecho del proceso suburbanizador, ya iniciado por aquellas fechas en las principales metrópolis norteamericanas. Uno de los objetivos de Sorokin era rellenar un vacío de la sociología: el estudio del colectivo que aún constituía la mayoría de la población, entender la sociedad rural, el porqué de su mentalidad premoderna y el conservadurismo, cultural y político de los campesinos. Un objetivo muy probablemente marcado por el origen ruso del autor (Rusia era una sociedad aún prevalentemente rural) y su biografía política (Sorokin había participado activamente en la revolución rusa de febrero, había sido secretario de Kerensky y posteriormente opositor al bolchevismo de Lenin, lo que le precipitó hacia el exilio; como actor de aquellos acontecimientos Sorokin sin duda debía de estar muy intrigado por la resistencia que presentó una buena parte del campesinado a la colectivización de la tierra). En Gran Bretaña la sociología se desarrolló mucho más lentamente y no llegó a consolidarse como disciplina académica hasta los 118 Francisco Javier Ullán de la Rosa años sesenta. La Sociological Society había sido fundada en 1903. Entre las figuras que merece la pena destacar están las de Branford y la de Geddes. Se trata de autores que mezclan la investigación de fenómenos sociales en la ciudad con su abogacía por los proyectos de reforma urbana de tendencia socialista. Argumentaban que la mayoría de los problemas urbanos se pueden solucionar con la planificación racional del urbanismo. Sus ideas fueron fundamentales en el Town Planning and Garden City Movement de Ebenezer Howard, un proyecto parecido en cierto modo al de Tönnies, de carácter moderadamente idealista, que pretendía crear la sociedad perfecta combinado los aspectos más positivos de los dos polos del contínuum rural/urbano. En lo metodológico se acercarán a la Escuela de Chicago, aunque su punto de partida es la escuela francesa de Le Play. Se plantearán como objetivo estudiar la relación recíproca entre el entorno (el lugar) y la sociedad. Para Branford el lugar determinaba el trabajo y el trabajo condicionaba la organización social (Scott y Husbands, 2007). Para estudiar esta relación desarrollarán una técnica de encuesta en hogares que es totalmente novedosa y que añadía un nuevo instrumento a la batería metodológica de la sociología urbana para el futuro, algo que no habían apenas empleado los de Chicago. La primera encuesta la había aplicado Geddes en 1903 en Dunfermline y a ellas le seguirían el Merseyside Survey (1934) y el The New London Survey of London Life and Labour (1930) (Savage, 1993). De los ecólogos de Chicago les aleja su preocupación fundamental con la clase social más que con la raza o la etnicidad (consecuencia natural de la composición étnica de la Gran Bretaña de aquellas décadas, que aún no era la sociedad multiétnica en que se convertiría después de la Segunda Guerra Mundial), sus tendencias socialistas y su preocupación por el urbanismo. Al implicarse en el Garden City Movement aquellos primeros sociólogos urbanos británicos contribuyeron al desarrollo de la forma de residencia rururbana que habría de imponerse en muchos países desarrollados, empezando por los Estados Unidos donde se conoció como suburb y se convertiría en dominante a partir de los años cincuenta. Una forma nueva de ciudad, con sus formas de vida y relaciones sociales asociadas, que ya habían detectado los ecólogos de Chicago pero cuyo análisis habían completamente ignorado, seducidos por la fascinación por la desviación social y el guetto.