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Salvetti, Guido. “El siglo XX”. Editorial Turner, Madrid, 1986. Cap.

I “La cultura en la época del


imperialismo”, pp. 3-12

1. LA EXPANSIÓN MUNDIAL DEL CAPITALISMO MONOPOLISTA

Si nunca es correcto aislar los hechos artísticos de la realidad histórica en la que se enmarcan, obligado
será observar que, en el período histórico que vamos a analizar, las complejidades, contradicciones y crisis
que se manifiestan en la música se producen igualmente en las demás artes, en las materias científicas y,
en general, en todos los aspectos de la cultura del tiempo. Características que también se encuentran en la
vida política y civil de una época que va a sumirse en la tragedia de la Gran Guerra y en las revoluciones y
dictaduras de la inmediata posguerra.
En resumen, una crisis de la civilización occidental de la que es necesario hacer obligada mención con
una visión de conjunto.
Aquellos años estuvieron marcados, desde el punto de vista económico, por la consolidación de la
producción metalúrgica y de la industria pesada, capaces de garantizar altísimas ganancias sólo en el ámbito
de la gran empresa; los enormes capitales necesarios para estas instalaciones y para el abastecimiento de
las materias primas aceleraron un proceso de concentración gracias al cual unas pocas grandes empresas
actuaron de hecho en régimen de cuasi monopolio.
Esta fase del capitalismo no fue exclusiva de los países de más antigua tradición industrial, como Francia
e Inglaterra: fue un fenómeno mundial que afectó a potencias industriales más recientes que habían llegado
rápidamente a esta fase de concentración, quemando en pocos años las precedentes etapas de desarrollo.
En el caso de Alemania, tras la unificación de 1870; de Italia, con los gobiernos de la Izquierda Histórica; de
la Rusia de Nicolás II, que se abrió al gran capital inglés, francés y alemán. Por vez primera aparecen en
escena peligrosos competidores fuera de Europa: los Estados Unidos, con un ritmo de expansión
extraordinario, garantizado por enormes reservas de materias primas y de mano de obra inmigrante, y el
Japón, recién salido del régimen feudal tras 1870.
Características económicas semejantes afectan, por tanto, a países de historias pasadas y recientes
radicalmente diferentes; una expansión productiva impetuosa y agresiva en la búsqueda de mercados tiene
su salida más inmediata en la industria del armamento (cañones y acorazados). Las pruebas de fuerza de
los distintos Estados industriales son innumerables: los acontecimientos militares se enturbian cada vez más
con las intervenciones de Guillermo II en Marruecos, la guerra ruso-japonesa, la lucha entre Estados Unidos
y España por Cuba, la de los Estados balcánicos entre sí y un largo etcétera hasta llegar al estallido de la I
Guerra Mundial.
Las potencias europeas están empeñadas en igual medida en sostener con toda la fuerza de sus ejércitos
la expansión económica en África y Asia. En 1885 se reúne en Berlín una conferencia de las potencias
europeas para discutir el reparto de África. En aquel momento, los asentamientos europeos eran casi
exclusivamente costeros. Pero pasados veinte años, el reparto de África será una realidad. Ya no existirán
sólo unas pocas bases costeras: ahora, en el interior, florecen empresas mineras y agrícolas; llegan
centenares de millares de colonos de Europa; se construyen miles de kilómetros de ferrocarriles. En Asia
sucede lo mismo: la India se convertirá en zona de explotación racional de reservas y mercados tras su
vinculación a la corona inglesa en 1872. China, obligada violentamente a renunciar a su secular aislamiento,
se convertirá, a partir de 1900, en territorio de caza de las economías de todos los países que se la reparten:
Inglaterra, Francia, Estados Unidos, Japón, Rusia, Italia y Alemania. África, Asia y América Latina sufren una
colosal invasión de capitales europeos que se emplean en empresas industriales y comerciales sostenidas
por inversiones en la industria del armamento: ésta es la característica del imperialismo que agrede al
mundo.
Mueren antiguas civilizaciones, sistemas de vida distintos a los occidentales, sistemas de producción
diferentes a los capitalistas-industriales. Y todo ello, de forma uniforme, en ambos hemisferios, hasta el punto
de favorecer el surgimiento de algunos factores ideológicos típicos de aquellos años: la exaltación de la
técnica productiva industrial, de la civilización occidental como la más avanzada (a la que las demás deben
parecerse eliminando un atraso de siglos), de la raza blanca como portadora de estos valores a las razas
inferiores.

2. LA IDEOLOGÍA DEL IMPERIALISMO

La exaltación de la ciencia y de la técnica, que está siempre presente en las sociedades industriales de la
época moderna (la Ilustración en el siglo XVIII y el positivismo en el XIX), adquiere repentinamente aspectos
violentos, agresivos, intolerantes, racistas. Se acentúa, por otra parte, la presencia en la cultura europea de
un tipo de intelectual que se pone al servicio de la marcha imparable del progreso, divulgando sus
espléndidas realizaciones entre los incultos e indiferentes.

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Llega a su culmen una cultura «oficial» correspondiente a la realidad político-económica de la época. Esta
tiene sus centros propulsores en las exposiciones nacionales e internacionales que se organizan por todas
partes: en Turín, Moscú, Londres, Bruselas, París. «Exponer» las maravillas de la producción industrial a los
visitantes ignorante e incautos es un importante hecho cultural, subrayado por obras de arte ideadas con tal
fin: la arquitectura proporciona pabellones de exposición que son una exaltación del acero y del cemento; la
torre Eiffel, con sus trescientos metros de altura, demuestra toda la osadía a la que puede llegar la nueva
era del acero.
Si la ideología que guía este tipo de cultura es optimista, el gusto a través del que se expresa es lo
grandioso, lo kolossal, que está presente en todas las artes de la época, fundamentalmente en la
arquitectura, por sus vínculos más directos con las funciones públicas (los edificios gubernativos, las
estaciones ferroviarias, etc.), pero también en las artes figurativas relacionadas con estos edificios.
La «grandiosidad» es la imagen artística central de esta cultura oficial: en la exaltación de la nueva fuerza
que ciencia y técnica proporcionan a la humanidad al cortar istmos, perforar montañas y talarbosques se
incluye también la imagen de las grandes masas de hombres que estas fuerzas mueven y unen, juntos hacia
sus «inevitables destinos». Se desarrolla de esta forma una auténtica psicología de masas, considerada
frecuentemente como coronación de la gran obra de arte: la masa que se asombra, que se asusta, que
delira, que se exalta; la masa como receptáculo de pasiones elementales (que las dictaduras de los decenios
sucesivos sabrán utilizar para sus propios fines); masas manipuladas con los nuevos instrumentos culturales,
con la grandiosidad de las obras, con la persuasión del nuevo periodismo organizado industrialmente. Esta
cultura técnico-científica extiende sus propios mitos a cada aspecto de la vida civil y en ellos compromete no
sólo a la clase destacada, la clase dominante (como sería lógico), sino también a la clase trabajadora, más
o menos organizada en partidos y sindicatos. La cultura socialista de los años noventa está fuertemente
condicionada por la exaltación de la suerte que ciencia y técnica reservan a la humanidad, suerte que deberá
estar dominada por un sujeto colectivo (la clase trabajadora) que evitará a los hombres su utilización egoísta
por parte de la clase dominante. El mito científico-técnico penetra después en la mentalidad socialista incluso
a través de la tendencia literario-artística, arropada bajo los nombres de realismo, naturalismo o verismo. Es
una tendencia que, nacida en época anterior, recobra a finales de siglo un nuevo momento de esplendor a
partir de las novelas del socialista francés Jules Valles, que dibujó en sombrías tintas las miserias materiales
y morales de los suburbios parisienses. Emile Zola renovó también, entre 1870 y 1900, la suerte de la novela
realista tratando de aplicar la objetividad de la observación científica a la narrativa; a pesar de las
decadencias personales y familiares, de los vicios y embrutecimientos de los que fue testigo fiel, Zola es el
defensor de una indefectible liberación humana y social.
Un aspecto colateral de esta contribución social a la época del imperialismo es un cierto exotismo, de
moda en todos los países colonialistas. Existe un exotismo que suena a rechazo de la civilización occidental,
y de ello nos ocuparemos más adelante. Pero también hay un exotismo que suena a exaltación de las
grandes empresas y aventuras del hombre blanco en tierras lejanas y maravillosas: su ejemplo más evidente
son las novelas de Kipling (Kim es de 1901), que teorizan explícitamente la gran misión de los ingleses en
la India infiel. También el italiano Salgari (I misteri della giungla nera es de 1895) fue un afortunado divulgador
de un espíritu de aventura y de conquista en tierras y mares lejanos, exactamente en los años del tardío
colonialismo italiano en Eritrea, en China y, por último, en Libia.

3. LA DECADENCIA DE LA CIVILIZACIÓN OCCIDENTAL

Sería un grave error dar demasiada importancia, al hablar de estos decenios, a la ideología oficial, a la
cultura del consenso. Por otra parte, sería igualmente erróneo dejarse impresionar por las maravillas
realizadas por los Estados industrialmente avanzados, sin advertir cuántos problemas, cuántas trágicas
contradicciones se agitaban tras la optimista fachada del progreso: un conjunto de fuerzas oscuras,
enfermizas y negativas que influían en las condiciones de vida y en la ideología.
Los trágicos problemas y las angustias de estos años no son sólo un hecho cultural, una invención de
artistas insatisfechos. El progreso económico y la potencia de los Estados traían consigo elementos
profundos de crisis con una evidencia tanto mayor cuanto mayores eran las conquistas y más avanzado el
estado de desarrollo.
Tras un largo período de bienestar, Inglaterra entró en 1873 en la «gran depresión», que duró veinte años.
Incluso después de haber superado la crisis, la burguesía inglesa comprendió de forma cada vez más
evidente que la seguridad de la época victoriana era sólo un recuerdo: otras naciones disputaban a Inglaterra
los mercados y las vías marítimas, naciones más jóvenes, como Alemania o los Estados Unidos y,
naturalmente, Francia. Para defenderse de las demás potencias industriales, Inglaterra abandonó en estos
años su tradicional liberalismo y recurrió a las barreras aduaneras que, al aumentar los precios en el interior,
disminuyeron el consumo, moderaron la producción y provocaron grandes cantidades de parados.
Reapareció por tanto la cuestión social, que parecía olvidada tras la derrota del «cartismo» en 1848: los
obreros se reorganizaron entonces en torno a la idea socialista, con precisas metas de poder político.

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En Francia, la muerte de miles de miembros de la Comuna en las calles de París no bastó ciertamente
para devolver totalmente la confianza a la burguesía, vacilante entre restaurar el bonapartismo, e incluso a
los Borbones, o aceptar como mal menor la república democrática. Esta incertidumbre, alimentada por el
miedo y el odio contra los alemanes y por la consiguiente idea de la revanche, confirió a la vida política
francesa un aspecto de inestabilidad, con continuas amenazas de golpes de Estado. El malestar de la
Francia de la Tercera República culminó, como es sabido, en la dramática división de la opinión pública a
propósito del «asunto Dreyfus», en el que los progresistas, guiados por Emile Zola, obtuvieron una dura
victoria sobre la Francia antijudía y nacionalista.
Al igual que para Francia e Inglaterra, para el resto de los países industrializados es ésta una época
marcada por dos motivos fundamentales de crisis: la amenaza de guerra inminente y el reavivamiento de la
cuestión social. Para la reciente burguesía rusa, el burgués lombardo, el latifundista meridional o el gran
banquero estadounidense, éstas son señales precisas que indican el límite contra el que corre veloz el
impetuoso progreso de la civilización contemporánea.
Que aquellos miedos, aquellos oscuros presagios, aquellas primeras señales estaban bien enraizados en
la historia y no eran fruto de neurosis colectivas se demostró desgraciadamente con la llegada de la más
destructiva e inhumana de las guerras jamás ocurridas. Y se demostró también con la crisis irremediable del
orden que Inglaterra, Francia, Austria y Alemania habían dado a sus propios imperios, mientras que la
Revolución de Octubre en Rusia desmoronó a su vez el orden que, en su generalidad, el capitalismo del
siglo XIX había impuesto a todo el globo.

4. EL INTELECTUAL Y LA CRISIS

En este cuadro reviste particular importancia la extraordinaria capacidad de la cultura en los Estados
industrializados para interpretar y vivir esta crisis, antes de que la misma se manifestase en toda su
evidencia. A partir de 1870 surge una generación de jóvenes que, por razones desconocidas a veces por
ellos mismos, se sienten extraños a su época: «inactuales», como se empezó a decir. No es casualidad que
una de las imágenes históricas más frecuentes fuese la de la decadencia y caída del imperio romano.
Verlaine decía de sí mismo: «Yo soy el imperio al final de la decadencia», y la imagen se vuelve obsesiva
en los novelistas rusos de finales de siglo (de Brjussov a Merejkovsky). La época del imperialismo, por una
tremenda ironía, ha sido denominada justamente la «edad del decadentismo». Un gran número de
intelectuales sufrió lo que Freud llamó en aquellos años el «malestar de la civilización», un rechazo instintivo
de la sociedad contemporánea, del mundo de la ciencia y de la técnica.
En filosofía, la condena de la técnica aparece constantemente. Nietzsche había denunciado la falsedad,
la pobreza de una vida regulada por la razón científica; había exaltado la «liberación» de los instintos, de la
violencia; había profetizado la aparición de un superhombre, que sería tal porque estaría por encima de las
distinciones entre el bien y el mal, porque sustituiría lo que nos une y asimila a los demás (la razón) con lo
que nos separa y nos vuelve superiores (el instinto). En todo el pensamiento filosófico inglés o ruso, el motivo
constante será la denuncia de la imposibilidad de la ciencia para llegar hasta las raíces profundas de la
existencia; la ciencia es sólo un instrumento de utilidad práctica al que escapa completamente el sentido de
la individualidad: ¡y todos los seres son irreductiblemente individuales! La máxima divulgación de esta teoría
se produce en Francia hacia 1900 gracias a la obra de Henri Bergson (L'évolution créatrice es de 1907).
Pero la negación de la validez de la ciencia penetra en el mismo pensamiento científico con la aparición de
la geometría no euclidiana (Poincaré) y con la progresiva afirmación de la teoría de la relatividad general
que, desarrollada totalmente con los enunciados de Alfred Einstein, destruía las pretensiones dogmáticas de
la física clásica. Naufraga así la visión optimista del mundo y del hombre que se había expresado (y se
expresaba aún en la cultura oficial) con la idea del progreso técnico-científico.
Baudelaire, que en sentido cronológico es un extraordinario precursor de esta crisis, había dicho, con una
claridad que hizo que los jóvenes de finales del siglo lo adorasen frenéticamente: «La naturaleza es un
templo en el que vivientes columnas dejan escapar a veces confusas palabras... Con largos ecos que de
lejos se confunden en una tenebrosa y profunda unidad, vasta como la noche y la luz, los perfumes, los
colores y los sonidos se responden.» Se encuentran en estas palabras todos los elementos conceptuales en
los que se funda el simbolismo: éste nace de un profundo sentido de la «tenebrosa unidad» de las cosas y
de la imposibilidad de comprenderlas si no es a través de la analogía, es decir, del símbolo. De la
depreciación de la razón científica nacía la exaltación del arte como lenguaje misterioso, capaz de penetrar
en la oscuridad del todo. En el interior de la visión simbolista asumen significados distintos algunos principios
que ya habían aparecido en épocas anteriores: el primero de ellos es el de la «fusión de las artes», ya que
la misteriosa correspondencia entre lenguajes diversos es la condición para que se viva, en la experiencia
artística, la complejidad de las relaciones que unen las cosas entre sí. Stéphan Mallarmé fue el máximo
representante de esta poesía hecha de sonidos, de olores, de perfumes, de misteriosas correspondencias:
en su salón, toda la joven intelectualidad parisiense se convirtió, a partir de 1848, en simbolista, aunque con
diversas gradaciones; el propio Verlaine, que hasta entonces había preferido un arte hecho de elegante

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precisión, de refinada concisión y claridad (según el denominado gusto «parnasiano», nunca muerto de
forma definitiva en el arte francés), se volvió simbolista.
En esta poética florece toda una intrincada trama de estímulos e intercambios entre las artes: para los
simbolistas franceses fue obligatorio, por ejemplo, el amor por la pintura de los impresionistas (Monet, Renoir,
Manet, Degas, Sisley y muchos más), que de por sí no había nacido sobre la base de complejas poéticas
intelectuales, sino de un sentido de rechazo hacia el academicismo imperante, hacia el dibujo demasiado
acabado, los temas «importantes». El deseo de sencillez de esta pintura había llevado, sin embargo, a la
difusión de una técnica que, matizando las formas, diluyendo la materialidad de los cuerpos en las
vibraciones de la luz, se convertía en imagen preciosa para los intelectuales simbolistas de un mundo que
perdía la consistencia y la materialidad de lo «cotidiano» y se espiritualizaba en un lenguaje vago, todo
referencias y alusiones. La fusión de las artes y la complejidad misteriosa del mundo, del que se convierte
en revelación, fueron los dos aspectos del drama wagneriano que, como veremos, entusiasmaron a toda la
intelectualidad simbolista de las metrópolis europeas. En el teatro, el belga Maurice Maeterlinck (premio
Nobel en 1911) representaba con una claridad casi didáctica los principios simbolistas, moviendo personajes
atónitos y perdidos en el «bosque de signos» que les rodea. La muerte, el silencio, la oscuridad son los
principales elementos del vivir humano.
En estrecha unión con el simbolismo se perfila el cambio en los estudios psicológicos que se conoce bajo
el nombre de psicoanálisis. La influencia de Freud va mucho más allá del ambiente psiquiátrico en el que
trabajó y el medio vienés en el que vivió: él reveló el profundo misterio de la psique (subconsciente e
inconsciente), las huellas en la vida psíquica consciente de comportamientos primordiales, la apariencia y la
fundamental falsedad de la denominada civilización racional. Fue estudiado, comprendido y amado por la
contribución que tales teorías daban a la nueva valoración de la razón científica, a la exaltación del instinto,
de la sensibilidad, de lo irracional.
Desde un plano cultural general, Freud no hacía más que dar una contribución organizada sobre bases
científicas a la difusa mentalidad irracionalista de aquellos años. Sin embargo, la teoría psicoanalítica tiene
un influjo directo y vastísimo en la literatura y en las artes figurativas: el surrealismo de la posguerra, el Ulises
de Joyce (1922), algunos aspectos de las novelas de Kafka, de Svevo. La introspección analítica llegaba a
su culmen con lo que ha sido considerado como el documento más complejo y penetrante de la espiritualidad
decadente: el ciclo de novelas de Marcel Proust En busca del tiempo perdido, publicadas entre 1913 y 1927.
Bajo el mismo signo debe entenderse el misticismo difundido, sobre todo, en la literatura rusa del último
Dostoievski a Merejkovsky: místico es aquel que se separa progresivamente de las apariencias sensibles,
de los placeres mundanos, aspirando a una perfección, a un infinito que está más allá del mundo de la
experiencia. Místico es, en estos años, quien rechaza el engaño del progreso, de la aparente prosperidad
de la nueva burguesía en la Rusia del latifundio y de la ignorancia campesina. El proceso de extrañamiento
del propio tiempo puede suceder, como en el caso de Dostoievski, bajo el trauma de diez años de prisión en
Siberia; o bien puede nacer espontáneamente desde la pertenencia a la aristocracia terrateniente rusa,
temerosa de los cambios que el nuevo rumbo económico, bajo Nicolás II, estaba llevando a la vieja Rusia.
La polémica en torno a la ciencia es, por tanto, sólo un aspecto teórico del más amplio rechazo de la
civilización por parte del intelectual, que se corresponde con el rechazo que la civilización contemporánea
siente hacia el intelectual. Este pasa así a pertenecer frecuentemente a una especie de aristocracia que
desprecia la vida burguesa, las ganancias, el trabajo de los siervos. Y esto es también la correspondencia
exacta de las escasas ocasiones que la sociedad industrial proporciona al artista de llevar una existencia
burguesa, de tener ganancias y un trabajo, de desempeñar un papel guía, apenas parecido al que había
gozado en otras épocas históricas (revoluciones del XVIII, unidad italiana y alemana, luchas por el liberalismo
y la democracia, etc.). El desprecio hacia las características más inevitables de la época industrial (el
comercio, las ganancias) es un lugar común, sólo en ocasiones realmente sincero, de poetas y escritores: la
figura del intelectual oscila de esta forma entre los extremos de la vida parásita en los salones, como en el
caso de Oscar Wilde o el joven Marcel Proust, y la vida bohemia, triste y hambrienta. No es casualidad que
aquella primera Vida de bohemia que Murger describió tan detalladamente en su novela de 1854 siga siendo
un tema constante en la segunda mitad del siglo XIX e incluso en el siglo XX.
El dandy y el bohèmien muestran en igual medida la mayor de las neurosis: la del alejamiento de las
masas. El terror a la asimilación, a la pérdida de la individualidad y de la libertad creadora llevan a formas
exasperadas de individualismo. Un ejemplo, frívolo y trágico al mismo tiempo, es el de Oscar Wilde: su ideal
es hacer de la propia vida una obra de arte. Y su vida, en la que debe buscar la originalidad (la excentricidad),
se reduce a una brillantísima conversación, a las relaciones homosexuales, al modo de vestir, etc.; esta vida
intencionadamente inútil es su verdadero fin, superior a las obras literarias (y entre ellas se encuentran nada
menos que Salomé y El retrato de Dorian Gray). Es el «esteticismo», en el que beberán más o menos todos
los decadentes, afectadísimos en el vestir, en la decoración de la casa, en sus hábitos sexuales o en la
alimentación. Tanto refinamiento aparece como compensación idealista de una cada vez más evidente
conciencia de inutilidad e impotencia: piénsese, por ejemplo, en el triste declinar de D'Annunzio en el
Vittoriale.

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Este individualismo exasperado —que, como decíamos anteriormente, no sólo es una elección, sino una
auténtica condición de desarraigo— lleva a la búsqueda de experiencias excepcionales, diferentes a las de
las masas, de las del hombre común. El esteticismo asume una serie de experiencias artísticas e
intelectuales que son el alimento mismo de la cultura decadente. El exotismo es una de las fugas de lo
cotidiano, de la odiada realidad; es el empleo del opio que alimenta los ensueños enfermizos de Baudelaire;
es la filosofía del alejamiento y del éxtasis absoluto; es el amor por el decorativismo lineal del estilo liberty.
El culturalismo es, en el mismo sentido, una huida hacia el pasado para captar elementos para la
construcción de una experiencia artística excepcional: Pierre Louÿs (el amigo de Debussy) escribe poemas
como Afrodita, inmersos en la evocación refinadísima del helenismo. El prerrafaelismo de los ingleses Ruskin
y Dante Gabriel Rossetti intenta llevar a la pintura la belleza sencilla y refinada de la Edad Media de los
trovadores, de las damiselas rubias, de las fuentes cubiertas de flores; imágenes en las que se subliman los
temas agotados de la oleografía romántica.
Paul Verlaine revive las preciosas jornadas de las cortes y jardines del XVIII francés en sus Fêtes galantes.
No pocos pintores de la importancia de Van Gogh, Cézanne o Gauguin piensan en la necesidad de recuperar
lo «primitivo», encontrando nuevamente el color «puro», las formas «puras», simplificando violentamente la
visión pictórica «culta». En música, como veremos, es vital para este período la recuperación de experiencias
olvidadas, lejanas, diferentes de la tradición reciente: del gregoriano a la polifonía renacentista, del barroco
instrumental al XVIII clavicembalístico.
Esta inquietud cultural no está dominada por el juego, por el deseo de la variedad por la variedad. Si
algunos sospechosos de frivolidad lo son realmente por sus obras (las comedias de Oscar Wilde, por
ejemplo), en su conjunto estas experiencias dramáticas tienen un fondo de seriedad moral de lo más
dramático. «Los auténticos viajeros —había dicho Baudelaire— son sólo los que marchan por marchar.» En
su fuga de la realidad, del presente, los decadentes no tienen una meta fija. La huida es cada vez más
conscientemente la huida de la civilización europea. De ahí el final trágico de muchos de ellos: en el
manicomio, por alcoholismo, Van Gogh y Toulouse-Lautrec; destruido por el vagabundeo y la penuria,
Rimbaud. Es más, la experiencia de Rimbaud nos convence de que esta crisis no afecta sólo a la elección
existencial, sino también a la suerte misma del arte: Rimbaud escribió sus magníficos poemas antes de los
veinte años, tras lo que no sólo no siguió escribiendo, sino que se desinteresó completamente de ellos, como
si ya no le perteneciesen. Con tonos menos encendidos (y algo de salón) podemos pensar en la negativa de
Debussy a considerarse «músico»: en una partida de nacimiento escribió una vez «jardinero».
El rechazo del mundo, la exaltación enfermiza del individualismo, incluso la pérdida de identidad de
artistas e intelectuales tuvieron lugar algunos decenios antes de que la misma civilización europea occidental
se precipitase en el infierno de la guerra. En los años inmediatamente anteriores y en los sucesivos, la cultura
decadente fue perdiendo su papel de contestación, a menudo reaccionario, y se convirtió en varios aspectos
ella misma en cultura oficial o en parte de ésta: baste pensar en cómo el nazismo recuperó oficialmente la
interpretación decadentista de Wagner y la filosofía de Nietzsche; o en cómo el fascismo (junto a tendencias
populistas tardo-veristas) exaltó la obra de D'Annunzio, la pintura de los futuristas y, en general, aquella
mezcla de paganismo y cristianismo que fue propia del misticismo decadente. La cultura del siglo XX, que
nace en y con la cultura decadente, superó progresivamente lo que permanecía en ella de posromántico,
desde la exaltación del sentimiento al papel expresivo del arte. Para el intelectual del siglo XX se imponía de
esta forma una revisión total de su propio papel. Los puntos de referencia de esta operación estaban
representados por la nueva civilización de masas y por el triunfo en la misma de los mass-media. Tras la
brillante fachada del american way of life (la forma americana de vivir) se agitaban miedos profundos y
nuevos: la posible caída del sistema capitalista (con el trauma mundial que provocó el bolchevismo en la
primera posguerra) o incluso el inminente final de la civilización profetizada por Spengler en 1918 en su
famoso ensayo La decadencia de Occidente.

-5 -
Salvetti, Guido. “El siglo XX”. Editorial Turner, Madrid, 1986. Cap. II punto 5 “La difusión mundial de la
música europea”, pp. 15-17, punto 7 “Las vanguardias”, pp. 22-23

5. DIFUSIÓN MUNDIAL DE LA MÚSICA EUROPEA

Hablábamos en el capítulo anterior de la progresiva homogeneidad cultural que caracteriza el período de


la máxima extensión del capitalismo europeo y extraeuropeo anterior a la Gran Guerra: ésta es también la
primera y más vistosa característica de la vida musical de aquellos años. Una ópera de éxito como Cavalleria
Rusticana (1890) se representa en sólo dos años en Estocolmo, Madrid, Budapest, Hamburgo, Praga,
Buenos Aires, Moscú, Viena, Bucarest, Berlín, Riga, Liubliana, Filadelfia, Chicago, Boston, Río de Janeiro,
Nueva York y Ciudad de Méjico, aparte de, naturalmente, las ciudades italianas. De forma análoga, un gran
violinista como Eugène Ysaÿe realiza sus tournées, como todos los mejores solistas de la época, por Europa
y Estados Unidos; un gran director de orquesta como Felix Weingartner es aplaudido en Europa, Japón,
Estados Unidos y América Latina.
Esta organización a escala mundial de la vida musical tiene estructuras semejantes en todas partes. En
primer lugar, los Conservatorios: baste citar la importancia del de San Petersburgo, fundado en 1862, y la
de los americanos (el Conservatorio Nacional de Música de Nueva York, por ejemplo), donde se estudia y
ejecuta la música europea y a los que se invita frecuentemente a famosos músicos europeos. También las
organizaciones de conciertos y los teatros de ópera, que se extienden por todas partes. En la segunda mitad
del siglo XIX, la multiplicación de las orquestas sinfónicas es un fenómeno que no sólo afecta a Alemania y
Francia: en Inglaterra se añaden a los más antiguos Conciertos Filarmónicos o a los del Drury Lane con sede
en Londres, las nuevas sociedades (los conciertos en Crystal Palace, con miles de espectadores, o los
Conciertos Populares, fundados en 1878), algunas de las cuales operan también en otras ciudades, como
Manchester. Italia inicia un lento renacimiento instrumental: en Turín (1872), Roma (1874), Milán (1878) y
paulatinamente en el resto de las principales ciudades se fundan orquestas sinfónicas de «conciertos
populares». Este fenómeno afecta, a finales de siglo, a otros continentes, con el nacimiento de prestigiosas
agrupaciones en Estados Unidos (Boston, Cincinnati, Filadelfia), en Canadá (la Orquesta Sinfónica de
Québec es de 1902) y en América Latina.
Un salto cualitativo se produce incluso en los teatros de ópera o en el creciente prestigio de las
instituciones operísticas, del Colón de Buenos Aires al Metropolitan Opera House de Nueva York y teatros
de La Habana, Río de Janeiro, etc.
Una ocasión nada nueva o insólita en la vida música es la que ofrecen las frecuentes exposiciones
industriales, de carácter nacional o internacional, que ofrecen regularmente manifestaciones musicales;
recordemos, en Italia, la Exposición General de Turín de 1884, donde actuaron en decenas de conciertos
las recién creadas orquestas de Turín, Milán, Roma, Parma, etcétera, estableciendo términos de
comparación que fueron decisivos para su futuro nivel. La más famosa de todas (aunque sólo fuese desde
el punto de vista musical) fue la Exposición de París de 1889, donde se pudo valorar la importancia alcanzada
por las agrupaciones instrumentales provenientes de Rusia, España y Estados Unidos; los programas, por
evidentes motivos de representación nacional, eran, sobre todo, de autores locales, demostrándose así que
en los lugares de tradición más reciente la organización de la vida musical había alcanzado un nivel
homogéneo, con medios semejantes1.
El mundo editorial musical desempeña un papel de primera importancia en esta expansión mundial. Sus
posibilidades de difusión son sin duda superiores a las del, por decirlo así, mundo editorial, literario, por la
falta de obstáculos lingüísticos. Del mismo modo que sucede en tantos otros sectores de la economía,
asistimos también en las empresas editoriales musicales al doble proceso de concentración y expansión en
nuevos mercados. Ricordi, por ejemplo, absorbió la editorial Lucca, de Milán, en 1888, abrió en 1901 una
sucursal en Leipzig y en 1911 en Nueva York, fundó una «Ricordi americana» en Argentina en 1924 y una
«Ricordi y C.» en Sao Paulo (Brasil) en 1927; del mismo modo, la antigua Breitkopf y Härtel abría filiales en
Bruselas (1883), Londres (1890) y Nueva York (1891). Por otra parte, debido a la potencia económica
necesaria para sostener este desarrollo, las preferencias de las editoriales se hicieron cada vez más
determinantes al obligar al público internacional a escuchar determinadas músicas de determinados autores
y con determinados intérpretes. A propósito de esto último, recordemos que sigue en plena actividad el
violinista Joseph Joachim (1831-1907), con el cuarteto de cuerda por él fundado. El violinista belga Eugène
Ysaÿe (1858-1931), que también creó un cuarteto y fue empresario de conciertos, estuvo muy ligado a la
vida musical parisiense desde los últimos decenios del siglo. Entre los grandes virtuosos del piano, tras la
muerte de Liszt, se impone todavía Anton Rubinstein (1829-1894); Ignacy Paderewski (1860-1941) hace
revivir el mito romántico del arte al servicio de un alto ideal político-nacional, el de la libertad polaca; Ricardo
Viñes (1875-1943) es el gran pianista ligado a la música española y francesa, amigo de la vanguardia

1 El autor sitúa a España, junto a los Estados Unidos, entre los países «de tradición más reciente», lo cual no deja de ser un

sarcasmo si pensamos que fueron españoles quienes llevaron la ópera por vez primera a los Estados Unidos. La tradición musical
española se pierde en la noche de los tiempos.

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parisiense. Algunos de los mayores compositores de la época adquieren fama internacional sobre todo como
pianistas: son, como se verá, Alexander Scriabin, Béla Bartók y Ferruccio Busoni. En el campo de la ópera
italiana, el divismo de los cantantes no disminuye un ápice: ésta es la época de los grandes tenores, entre
los que recordaremos sobre todo a Enrico Caruso (1873-1921), que representó el nuevo tipo de tenor spinto,
tan adecuado para la ópera verista de aquellos años y que fue al mismo tiempo el ejemplo más vistoso de
las posibilidades propagandísticas de la potente industria cultural americana.
El acontecimiento histórico más original es, sin embargo, el nacimiento de un nuevo divismo: el del director
de orquesta. Concurren a la formación de esta figura tanto factores prácticos (como la cada vez mayor
dificultad de ejecución de las partituras sinfónicas y operísticas) como factores ideológicos propios de la
época: el culto del individuo «excepcional», del «jefe carismático» e incluso del «superhombre» de Nietzsche.
Fundamentalmente es en el mundo alemán —y en contacto con la música de Wagner— donde emergen las
grandes figuras de Hans von Bülow (1830-1894), Hans Richter (1843-1916) y Arthur Nikisch (1855-1922).
Gustav Mahler (1860-1911) tuvo como director una fama mundial que ensombreció la de compositor.
El renacimiento instrumental italiano también está ligado en parte a prestigiosos nombres de directores:
entre ellos destaca Luigi Mancinelli (1843-1921), gran intérprete beethoveniano y wagneriano, que también
fue sacrificado, a los ojos de sus contemporáneos —y, ¡ay!, de la posteridad—, en sus importantes méritos
de compositor de ópera. La extraordinaria figura de Arturo Toscanini (1867-1957) comienza a emerger en
los últimos años del siglo pasado, llevando consigo una forma nueva y rigurosa — culturalmente derivada
del conocimiento del repertorio sinfónico y wagneriano— de ejecutar el repertorio operístico italiano.
La importancia del director de orquesta no es, sin embargo, sólo un hecho divístico; éste se encuentra
entre los primeros protagonistas de las preferencias culturales que las diversas instituciones sinfónicas y
teatrales poseen, sobre todo en Alemania e Inglaterra, confiando a un «director titular» una orquesta o un
teatro por un cierto número de años. Citaremos de nuevo a Mahler en la Opera de Viena, Toscanini en la
Scala de Milán o Nikisch en la London Symphony Orchestra. De la diversidad de los directores deriva el
carácter más tradicional o progresista de las diferentes instituciones, es decir, la mayor o menor apertura a
las novedades de los jóvenes compositores y a los repertorios de otras naciones.

7.LAS VANGUARDIAS

Al estudiar estos años es imposible olvidar lo que se movía debajo, dentro y en torno a la música oficial.
La música vive totalmente la crisis del intelectual no asimilado, individualista, rebelde, del que se hablaba en
el capítulo anterior. También entre los músicos existe la sensación de crisis de la civilización occidental y
aflora la sensación del deber moral de testimoniarla en la obra de arte. La ruptura con la tradición y la
búsqueda consciente serán las bases para el nacimiento de las vanguardias musicales, en relación más o
menos estrecha con las exigencias expresadas por las vanguardias literarias y artísticas. El músico también
se siente extraño a su época: al público, que quiere la «continuidad», a los editores, a las instituciones
escolásticas, a los grandes teatros de tradición. Por su parte, las instituciones consideran al músico que
proclama lo nuevo como un profanador. De este modo va madurando en el campo musical, en una época
que contempla el máximo desarrollo de la civilización occidental, la separación entre artista y público, que el
siglo XX llevará a su límite máximo.
Para compensar este aislamiento, la vanguardia musical también adopta el cenáculo artístico, cuyos
órganos constituyentes son un lugar fijo de encuentro, un jefe o un modelo reconocidos, una revista que
divulgue sus ideas y una sala donde presentarse habitualmente ante el público. Esta forma de asociación se
mueve fuera dé las instituciones tradicionales y posibilita los intercambios entre las diferentes artes. La
confrontación entre las artes es, por tanto, prácticamente inevitable, ya sea en el salón de Mallarmé, en
París; en el grupo Blaue Reiter (El Jinete Azul) de Kandinsky, en Munich, o en el ambiente de los futuristas
milaneses o de los intelectuales de la revista La Voce (La Voz) de Florencia.
La idea de una lucha común que hay que llevar a cabo contra conservadores y oportunistas se concreta
en una serie de programas comunes, expresados de forma más o menos polémica; es constante, sin
embargo, un incremento del componente ideológico y teórico en relación con el práctico y artístico en sentido
estricto. De este modo, las vanguardias musicales comparten con las literarias y figurativas una nueva
conciencia del papel del artista, un amor inédito por la discusión, el ensayo estético, el «manifiesto». No
siempre la nueva poética musical deriva del habitual debate con las demás artes: la poética puede provenir
de teorías misteriosóficas, teosóficas o antroposóficas, como en el caso del joven Satie, que pertenecía al
grupo de los Rosacruces, o de Scriabin, afiliado a sectas de este tipo en la Bruselas de principios del XX.
De esta amplia apertura a estímulos extramusicales deriva un proceso de revisión consciente y radical del
lenguaje. El esfuerzo de los músicos de vanguardia es, por tanto, semejante al de los escritores, pintores y
arquitectos para una reconstrucción del lenguaje artístico sobre bases racionalmente predispuestas, capaces
de alcanzar los fines poéticos que la investigación teórica sacó a la luz. Para la música, esto significa salir
de la tonalidad, de las relaciones armónicas justificables con las antiguas teorías de la relación asonancia-
disonancia. Es innegable que esta crisis del sistema tonal había madurado históricamente a lo largo del siglo
XIX. Pero una cosa es la tensión exasperada con la que se mueve Wagner (y también Beethoven) dentro

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del lenguaje armónico y de la forma tradicionales y otra la búsqueda «en frío» de un nuevo sistema, como la
armonía mística de Scriabin, la escala pentatónica de Debussy o la politonalidad de Milhaud.
Intérpretes de todas las tensiones del lenguaje musical en los últimos decenios, las vanguardias se
encargan conscientemente de romper con las expectativas (o la pereza) del gran público, enfrentándose casi
siempre con la incomprensión o el aislamiento. Pero sería erróneo considerar a la ruptura entre músico y
público como una consecuencia de la elección lingüística arbitraria de la vanguardia. Esta misma elección
es, por el contrario, posible porque el vínculo se ha debilitado o aflojado por otros motivos. Sería, por tanto,
un tópico decir que la crisis de la comunicación en música encuentra en el lenguaje extratonal un testimonio
y una denuncia valientes.

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Salvetti, Guido. “El siglo XX”. Editorial Turner, Madrid, 1986. Cap. IV punto 32 “El expresionismo musical:
Schoemberg y la segunda escuela de Viena”, pp. 108-114, punto 33 “El expresionismo de Berg y Webern”,
pp. 114-119 y punto 37 “La dodecafonía”, pp. 131-136

32. EL EXPRESIONISMO MUSICAL: SCHOENBERG Y LA «SEGUNDA ESCUELA DE VIENA»

Para los músicos que compartían las premisas de la poética expresionista, la tarea de buscar en su
propio lenguaje una revolución equivalente derivaba de este fervor intelectual.
La función de la música no fue, sin embargo, exclusivamente ilustrativa y subsidiaria de la de las otras
artes. En un drama musical como Erwartung puede observarse un radicalismo expresionista que anticipa
incluso cronológicamente las más amenazadoras y visionarias obras literarias y figurativas.
Ya antes de 1907 se produjo en el campo musical una evidente aceleración del proceso —que estaba
en marcha desde hacía tiempo— de revisión total de los elementos del lenguaje musical tradicional a partir
de la tonalidad. El Busoni de estos años, el Scriabin de sus últimas obras, el Strauss de Salomé y de Elektra
pueden incluirse perfectamente en este clima musical de vanguardia.
Pero es sobre todo con Schoenberg y con las primeras obras de sus alumnos Alban Berg (Sonata op.
I, 1908) y Anton Webern (Passacaglia, op. I, 1908) donde esta revisión aparece como más radical y plena
de desarrollos futuros, si bien fuera del ámbito específico del drama expresionista.
Arnold Schoenberg (Viena, 1874-Los Ángeles, 1951) se había formado en la Viena del debate entre
wagnerianos y brahmsianos: el «poema sinfónico» para sexteto de cuerda Verklärte Nacht (Noche
transfigurada, 1899, transcrito posteriormente para orquesta en 1917) podía considerarse un encuentro entre
la solidez constructiva de Brahms y la tensión armónica y expresiva de Wagner. Esta posición intermedia
entre ambas tendencias puede deberse también al ejemplo de Alexander Zemlinsky, su maestro, apenas
tres años mayor que él, con quien había tomado clases en el período 1895-1900. La primera estancia
berlinesa de Schoenberg (1901-1903) marcó el comienzo de su actividad didáctica en el Conservatorio Stern;
en Berlín fue ayudado y animado por Busoni y Richard Strauss, el cual le sugirió el texto de Pelleas und
Melisande, de Maeterlinck, para que lo convirtiese en ópera. Pero a pesar de no saber que Debussy estaba
trabajando en un proyecto análogo, Schoenberg abandonó casi inmediatamente la idea de la ópera y utilizó
el texto como «programa» para un poema sinfónico: en esta composición se mostraban ya los signos de un
modernismo más decidido y personal. No por nada el público de Viena (adonde había vuelto en 1903,
dedicándose a dar clases particulares) decretó en el estreno del Pelleas uno de los muchos fracasos de que
está constelada la vida de Schoenberg: se dijo que parecían «chocantes» su excesiva longitud y sobre todo
el alargamiento de las tonalidades, con el uso de armonías de cuartas y de acordes logrados con la
superposición de tonos enteros.
El período que va de 1903 a 1911 es el más importante en la actividad didáctica de Schoenberg en
Viena. Son los años en los que, primero en la escuela de Eugenie Schwarzwald, luego de forma particular,
se formó en torno a él la denominada «segunda escuela de Viena», no sólo con Berg y Webern, sino con un
número creciente de alumnos-admiradores-seguidores, entre los que podemos recordar a Erwin Stein,
Heinrich Jalowetz, Egon Wellesz y Karl Horwitz. El grupo afrontó unido las dificultades de lograr ejecutar sus
obras, los fracasos y los problemas económicos (estos últimos apenas aliviados por las actividades en la
nueva editorial Universal). De estos años de enseñanza surgió el Tratado de armonía (1911), que sigue
siendo en la actualidad una propuesta cultural totalmente nueva para arrancar los estudios de armonía y
composición de la preceptiva de lo que «se puede» o «no se puede hacer»; Schoenberg sustituye las reglas
y las excepciones en abstracto por un análisis vivo del desarrollo del lenguaje musical en los últimos siglos,
informando sobre las técnicas más recientes, como las armonías por cuartas y la «melodía de timbres», de
la que se hablará dentro de poco.
Entre tanto nacía la primera obra de Schoenberg totalmente personal y nueva: la Kammersymphonie,
op. 9, de 1906. Como ya se ha señalado, aun antes del fatídico 1907, Schoenberg mostraba deseos de llevar
a cabo una búsqueda de renovación del lenguaje musical en la dirección del expresionismo. Ya la elección
del conjunto (quince solistas, de los cuales diez son de viento y cinco de cuerda) sugiere nuevos espacios
tímbricos. Los procedimientos por cuartas provocan la salida de la tonalidad tanto en el plano armónico como
en el melódico-temático. La forma se vuelve extremadamente concentrada, concatenando los cuatro
movimientos de una sonata clásico-romántica en un único movimiento internamente articulado. Con estos
medios, Schoenberg obtiene una composición de inauditos contrastes de sonoridades, con una total
emancipación de la disonancia. Para que esta obra esté aún más cargada de futuro (más allá también del
expresionismo), tenemos después la prevalencia de la escritura contrapuntística, es decir, de un gusto
completamente lineal y abstracto, que se manifiesta incluso en la elección «camerística» del timbre.
La maduración de estas premisas fue plenamente advertida por el propio Schoenberg en 1909, a
propósito de los Lieder, op. 15, sobre textos de George, cuando escribió:

«Con los Lieder sobre textos de George he logrado, por primera vez, acercarme a un ideal expresivo y
formal que entreveo ante mí desde hace bastantes años. Hasta este momento no he tenido la fuerza y la

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seguridad para realizarlo. Ahora me he encaminado decididamente por esta vía y soy consciente de haber
roto todo vínculo con la estética pasada...»
La vía por la que Schoenberg se encaminaba con tanta convicción —a pesar de ser consciente de la
hostilidad que suscitaría— es la del atonalismo, de la asimetría rítmica, de la disolución tímbrica: la «estética»
es la expresionista, que quiere sondear en profundidad la complejidad del espíritu individual con la absoluta
libertad del lenguaje.

«Sin que por ahora se planteen mínimamente sus bases teóricas, es ésta la raíz del "serialismo" tal y
como se impondrá con la dodecafonía y con las técnicas seriales sucesivas: nace así la búsqueda de un
rigor compositivo, que coincide con la variación continua (la huida de toda repetición), en función de una
altísima tensión expresiva. Ello significa, a nivel melódico, el uso de intervalos alterados y la abolición de
repeticiones enfrentadas de la misma nota: y ello para impedir que un intervalo perteneciente a acordes
tradicionales aluda a centros de atracción tonales, o que la nota repetida adquiera una importancia jerárquica
sobre las otras, convirtiéndose de alguna manera en centro de atracción. Por este motivo, más de diez años
antes de la aparición del método dodecafónico, la elección melódica comportaba "espontáneamente" y de
forma cada vez más frecuente una sucesión de diez, once o doce sonidos diversos antes de que se produjese
la repetición de uno de ellos. La misma tensión se puede hallar en el ritmo, donde desaparecen fáciles
repeticiones de incisos, donde las subdivisiones irregulares y las superposiciones irracionales (cuatro contra
tres; siete contra dos, etc.), son frecuentísimas, donde la relación sonido-pausa se regenera en relaciones
siempre nuevas. La disociación tímbrica es conocida con el nombre de Klangfarbenmelodie (melodía de
sonidos-color): según esta técnica, una misma melodía está formada por notas o breves incisos realizados
sucesivamente por instrumentos distintos; o bien el mismo acorde "pasa" insensiblemente de un grupo
instrumental a otro a través de sucesivas entradas. Este método sólo es un aspecto particular de una más
general regeneración del timbre, tanto en la dimensión de la gran orquesta (desgarrada por las subdivisiones,
por la escritura a pequeños fragmentos, por las técnicas solistas excepcionales) como en la dimensión de
cámara, que muestra una radical esencialidad de líneas, un gusto novísimo por el sonido descarnado y lineal,
con una creciente recuperación de la escritura polifónico-horizontal.»

En las obras de Schoenberg de estos años se puede establecer una distinción entre las sinfónicas (como
las Cinco piezas para orquesta, op. 16, de 1909) —que llevan a cabo en el ámbito de la gran orquesta un
tipo de expresionismo cargado de efectos y resonancias tímbricas, uniéndose con ello a solución tímbrica
de Erwartung y de Die glückliche Hand— y las de cámara, que, a partir de los ya citados quince Lieder, op.
15, sobre textos de George, también de 1909, maduran la exigencia de una pureza sonora al límite del
silencio. Este estilo «aforístico» tiene un ejemplo extremo en las Seis pequeñas piezas para piano, op. 19,
en las que el piano —como ya sucedía en las Tres piezas, op. II— se convierte en el gélido protagonista de
un fluir siempre nuevo, sin correspondencias y simetrías, de «eventos sonoros», unidos fuera de toda lógica
temática tradicional.
Sobre la base estética común del expresionismo se ensamblan al menos dos soluciones diversas: una
de fuertes tintas violentas, otra esencial y lineal. Podemos recordar la afirmación de un importante estudioso
del expresionismo, el triestino Ladislao Mittner, según el cual en el expresionismo conviven «grito» y
«geometría». El primero vive, además de en las Cinco piezas para orquesta ya citadas y en los dos dramas
musicales, en las últimas páginas de los Gurrelieder, de 1911, y llega hasta un oratorio que quedó incompleto
(pero de cautivadora exaltación espiritualista): Die Jakobsleiter (La escala de Jacob). La segunda, que deriva
directamente de la Kammersymphonie, op. 9, tiene su punto culminante en 1912, con el Pierrot Lunaire, op.
21. Siguiendo este camino, Schoenberg había producido en los años anteriores, además de las piezas para
piano ya citadas, los Lieder, op. 15 y los de textos de Maeterlinck, traducidos por George, Herzgewächse
(frondas del corazón), op. 20, 1911: asombra, a propósito de estos Lieder, la singular operación cultural a la
que Schoenberg somete textos que quizá pertenecen al simbolismo más refinado y denso, pero no
ciertamente a las violencias exclamatorias y a los esquematismos conceptuosos del expresionismo. La
riqueza y la complejidad imaginativa de los textos proporcionan ocasión para un esfuerzo expresivo, para
una tensión intensa y al mismo tiempo controladísima, lograda con los medios de la deformación lingüística,
de la que ya hemos hablado. Una nueva tímbrica contribuye a destacar intensamente las imágenes poéticas:
en los George-Lieder, todavía la tradicional «voz aguda» y el piano (pero con la escritura esencial de las
piezas op. 11 y 19); en los Herzgewächse, una soprano ligera con celesta, armonio y arpa.
Pierrot lunaire, op. 21, de 1912, pertenece, por tanto, a la segunda estancia en Berlín de Schoenberg,
que duró de 1911 a 1914, durante la cual fue profesor en el Conservatorio Stern. A esta obra se debe la
primera notoriedad internacional del artista, tanto por la tournée que el joven director Hermann Scherchen
efectuó por Alemania, Viena y Praga en el mismo año de 1912 como por las que fueron organizadas en
Francia y en Italia, entre otros, por Alfredo Casella. Al desconcierto del público de entonces por esta partitura,
que era incluso provocativa en su alucinación, sirvió de contrapeso, desde 1913, el gran éxito de los
Gurrelieder, que, por su grandiosidad sinfónico-coral y por su planteamiento formal-tonal de derivación
mahleriana, parecieron a los públicos de Viena y Berlín más dentro de la tradición.

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Pierrot lunaire es un conjunto de veintiún textos del simbolista belga Albert Giraud, subdivididos en tres
partes de siete canciones cada una. Desde el punto de vista de la relación música-literatura, en esta obra es
aún más evidente la profunda alteración realizada respecto del simbolismo, aislando sus imágenes en una
forma espectral y exasperada; Schoenberg tuvo la no escasa ayuda de la traducción que había hecho de los
mencionados textos el alemán Hartleben, que revigorizó las imágenes originales con un crudo y violento
realismo. Las poesías no desarrollan, aparentemente, un cuadro orgánico, y, sin embargo, a lo largo de los
textos, los rayos de la luna (la terrorífica luna expresionista) hacen surgir de la noche imágenes de pesadilla
unidas a la lúcida y desesperada locura de un Pierrot asesino, blasfemo, sádico, violador de sepulcros. Esta
revelación del fondo abyecto del esteticismo del dandy tiene momentos de divagación lírica en la
contemplación de la noche y de la luna, en el pensamiento de la Virgen, Mutter aller Schmerzen (Madre
dolorosa), culminando en una imagen poética muy querida a Schoenberg, a juzgar por la eficacia con que la
utiliza tanto aquí como en el final de los Gurrelieder: la de la disolución con los primeros rayos del sol de
todas las pesadillas y horrores de la noche:

«... Una enloquecida multitud encanallada zumbaba por el aire ligero... ... dejé caer todo mi descontento,
desde mi ventana orlada de sol libremente, admiro el mundo feliz y sueño fuera, en los espacios dichosos...»

Schoenberg define su relación con el texto, sobre todo, con la elección tímbrica, es decir, con la elección
de unos pocos instrumentos solistas que se extienden alrededor de la Sprechstimme (voz recitadora), una
serie de imágenes ásperas, esenciales; los instrumentos son el piano, la flauta (o el flautín), el clarinete (o el
clarinete bajo), el violín (o la viola) y el violonchelo. A pesar de la variedad de combinaciones, las partes
instrumentales no son nunca más de cinco. Otro elemento fundamental en la relación con el texto reside en
la elección radical del Sprechgesang (canto hablado), que se define de esta forma en la introducción a la
partitura:

«La melodía marcada con notas en la Sprechstimme no está destinada (excepto en casos especiales,
indicados, por otra parte) a ser cantada. El intérprete tiene la tarea de llevar a cabo el cambio de las alturas
de sonido indicadas con una "melodía hablada" (Sprechmelodie). Esto se producirá si éste:
I. Observa muy escrupulosamente el ritmo, como si cantase, es decir, con una libertad no mayor a la
que se podría permitir frente a una melodía para cantar;
II. Es consciente de la diferencia entre "sonido hablado" y "sonido cantado": el sonido cantado conserva
inmutable su altura, mientras que el sonido hablado da la altura de la nota, pero la abandona inmediatamente
bajando o subiendo. El intérprete debe guardarse de un parlato "cantante". No es eso en absoluto. No se
desea un habla realista-naturalista. Antes bien, debe ser muy clara la diferencia entre el habla común y un
parlato que actúa en una forma musical. Pero éste no debe ni siquiera recordar al canto.»

Para lograr aferrar la relación entre música y texto, se parece muy significativo lo que Schoenberg
escribió al final de esta premisa a la partitura:

«Los intérpretes no tienen aquí la misión de recabar el espíritu y el carácter de cada una de las piezas
del sentido de las palabras, sino exclusivamente de la música. Todo aquello que el autor ha considerado
importante en la representación pictórico-sonora de los acontecimientos y sentimientos contenidos en el
texto está en la música. Allí donde el intérprete no lo encuentre debe renunciar a introducir algo que el autor
no ha querido poner. En este caso, no añadiría, sino que quitaría.»

El interés de esta partitura reside realmente en la relación totalmente alusiva e inestable entre las
imágenes del texto y la música: recordemos, por ejemplo, en Valse de Chopin la aparición en la partitura de
fragmentos retorcidos y desgarrados de vals o, en Madonna, una escritura polifónica rítmicamente
compuesta y, en la primera parte, casi solemne, o bien, en O alter Duft aus Märchenzeit (Oh antiguo perfume
de las fábulas), la melodía casi schumanniana y la sencillez de las armonías. Sin embargo, en otros lugares,
sobre todo en las enloquecidas imágenes que giran alrededor de Pierrot, hay un cambio continuo de colores
y ritmos, y es ahí donde el Sprechgesang revela su propia naturaleza de deformación alucinada del canto y
de la palabra en un desorden continuo de sus acentos o en una grotesca interpretación de los mismos.
Es sabido que Stravinsky asistió al estreno berlinés de Pierrot lunaire, que le causó una profunda
impresión, no tanto por su carga expresiva de pesadilla o alucinación (que más bien tuvo que parecerle un
residuo de romanticismo), sino por la novedad de los empastes tímbricos. A propósito de ello, hay que
recordar que a partir de 1912 se abren nuevas perspectivas para la música de Stravinsky en la búsqueda de
un timbre esencial y descarnado: las Tres poesías de la lírica japonesa (1913), las Tres piezas para cuarteto
de cuerda (1914), las Berceuses du chat (1913), hasta L'histoire du soldat.
Tras el Pierrot lunaire, la producción de Schoenberg conoce una larga pausa (excepción hecha de los
Vier Orchesterlieder, op. 22 y de la Escala de Jacob): se vio absorbido por los avatares de la guerra tras
enrolarse en el ejército austríaco. Pero comenzó entonces un replanteamiento radical de su propia

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experiencia atonal que lo hará llegar, a distancia de más de diez años, al método dodecafónico, del que
trataremos más adelante (apartado 37).
Es necesario señalar que la experiencia atonal de Schoenberg en los años que hemos considerado hasta
ahora encuentra una correspondencia apasionada en la obra de sus alumnos Berg y Webern, cuyas
personalidades —tan profundamente distintas— toman motivo de inspiración en los diferentes aspectos de
la producción expresionista del maestro.

33. EL EXPRESIONISMO DE BERG Y WEBERN

Alban Berg (Viena, 1885-1935) fue alumno de Schoenberg en la escuela de Schwarzwald (Viena) desde
1904 a 1910. Sus primeras composiciones (la Sonata para piano, op. I y las Doce variaciones sobre un tema
original) fueron interpretadas en los conciertos organizados por Schoenberg. En 1910 comenzaron
probablemente sus contactos con Mahler, a cuyo recuerdo síguió siendo fiel en los años siguientes. Incluso
cuando Schoenberg se trasladó a Berlín, los contactos con sus alumnos siguieron siendo muy estrechos:
Berg preparó transcripciones para piano de sus obras, le visitó en Berlín, fue uno de los promotores de una
publicación de ensayos en honor del maestro en 1912 y la dedicó la op. 5 (Cuatro piezas para clarinete y
piano) y la op. 6 (Tres piezas para gran orquesta). En resumen, una serie de datos biográficos hace más
que natural una continua confrontación entre sus obras y las de Schoenberg; entre ellas, quizá sólo las
Cuatro piezas, op. 5 parecen adoptar el estilo aforístico, explorado por Schoenberg sobre todo en las Seis
pequeñas piezas, op. 19. Por lo demás, la elección personal de Berg le lleva a una concepción más amplia,
articulada y compleja de la forma y del timbre musical: en 1912 compone los Cinco Heder para voz y
orquesta, sobre textos de una tarjeta postal de Altenberg. Esta obra, según el epistolario, no logró alcanzar
la plena aprobación de Schoenberg, lo que no impidió que el propio Schoenberg la incluyese en un concierto
que él mismo dirigió para estrenarla en Viena en 1913.
Aparentemente, la gran orquesta elegida para estos Lieder es muy parecida a la de Erwartung: a decir
verdad, el gran número de instrumentos y de efectos especiales, el continuo paso del troppo pleno al troppo
vuoto sitúan a esta partitura en el proceso de desgarramiento y exasperación de la orquesta posmahleriana.
Pero, en realidad, contrariamente a la orquesta expresionista de Schoenberg, la máxima predilección de
Berg tiende hacia los timbres complejos, es verdad, pero de una transparencia cristalina (como en la
introducción al primer Lied, que alude en cierto modo al orientalismo de la Canción de la Tierra, de Mahler,
o de una estática rarefacción hacia el agudo (como en el final del tercer Lied, con la cuerda dividida, que
extiende progresivamente en un acorde —sostenido en pp— las doce notas de la escala cromática).
De Erwartung (o de las últimas páginas de los Gurrelieder) hay en todo caso la capilar adherencia a la
expresividad de las palabras, dilatadas —por la brevedad casi aforística de la poesía— sobre un fondo
musical de gran amplitud no sólo tímbrica, sino también formal, con una serie de alusiones, de retornos, de
preludios e interludios orquestales que engloban los cinco textos en una única construcción de febril
disonancia expresiva. La voz sostiene arcos melódicos de gran lirismo, con una enunciación clarísima de los
textos: no hay ni sombra de Sprechgesang ni de alteración alguna en las relaciones entre música y texto.
Obsérvese que el final del tercer Lied se corresponde a las palabras «más allá de los confines del Todo» o
que la curva expresiva del último Lied es paralela a la aparición de la primera imagen de paz («Aquí hay
paz») de un grito creciente («Aquí se apacigua sin medida el dolor incomprensible que me quema el alma»),
para volver a la imagen del principio, o, por último, la construcción onomatopéyica de la imagen final, «la
nieve gotea en el agua», con staccati del piano y octavas del arpa.
A pesar de sus vínculos con un espiritualismo de años anteriores, por una contradicción interna que es
propia de casi toda la obra de Berg, esta partitura revela contemporáneamente una utilización radical de la
atonalidad y de la construcción rigurosa, según los principios de las armonías por cuartas y del total
cromático, así como de la variación incesante de las estructuras melódicas y rítmicas. Con las Tres piezas
para orquesta, op. 3 el material orquestal adquiere espesor y violencia de contrastes, marcando el
advenimiento de un clima alucinado no muy diferente al de las Cinco piezas para orquesta, op. 16, de
Schoenberg, y abandonando por el momento la soñadora atmósfera de los Altenberg-Lieder. En 1913, Berg
enriquece su paleta expresiva en una dirección dirigida ya idealmente hacia el Wozzeck, cuyo primer
proyecto es del año siguiente y que —se ha demostrado— vuelve a tomar una serie no pequeña de imágenes
musicales de esta importante experiencia sinfónica.
Las tres piezas se titulan Preludio, Corro y Marcha. El primero contiene una solución tímbrica muy eficaz:
primero, instrumentos de sonido indeterminado; luego, los timbales; posteriormente, los otros instrumentos;
en la conclusión se vuelve a repetir el mismo procedimiento, mientras que en medio hay un encabalgamiento
convulso de apasionados impulsos líricos, con una instrumentación densísima y confusa, de la que surge,
sin embargo, una auténtica conexión «temática» entre las melodías emergentes (indicadas con el signo
schoenberguiano H = Haupstimme = parte principal). La segunda pieza, Corro, en una serie de alusiones a
juegos infantiles, inserta en su interior un evanescente «Tempo de vals», que se vuelve progresivamente
hinchado y gritado. La tercera pieza, Marcha, tiene un carácter visionario más encendido, en el que grandes

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masas orquestales tienden en oleadas sucesivas hacia paroxismos sonoros siempre frustrados e
incesamente buscados, hasta la brusca interrupción en el último sforzatíssimo, situado en el extremo límite
(la última fusa) del compás. En esta pieza desmesurada por sonoridad, por tensión dramática, se puede
captar aún mejor una característica propia de Berg: incluso en los momentos más caóticos no falta jamás la
guía de una melodía temática continua y emergente. Hay que recordar, por último, que en estas obras
expresionistas de Berg la tensión hacia el total cromático (la utilización de las doce notas antes de que se
repita una de ellas) convive singularmente —a fines temáticos y melódicos— con la repetición de algunos
intervalos a distancia cercana (hasta el punto de poderse hablar en algunos momentos de auténticas
«progresiones» ascendentes y descendentes de incisos melódicos). Quizá es por reacción a esta tendencia
natural por lo que Berg nos dará diez años después, en la Lyrische Suite, el primer ejemplo de una serie
que, además de disponer las notas según el principio dodecafónico (es decir, sin repetición antes de la
exposición de las doce notas), dispone también los intervalos en «serie», o sea, sin repeticiones de los
mismos hasta que todos ellos no han sido utilizados.
A comienzos de la I Guerra Mundial, Alban Berg no ha logrado notoriedad alguna entre un público algo
más numeroso que el estrecho círculo de los amigos y alumnos de Schoenberg. Los Altenberg-Lieder no
fueron interpretados íntegramente en 1913 a causa del escándalo que se produjo en la sala durante su
ejecución y no se volvieron a interpretar en vida del autor. Las Tres piezas para orquesta sólo se tocarán de
forma parcial (primera y segunda piezas) en 1923, bajo la dirección de Webern; su ejecución íntegra tendrá
lugar en 1930. Para sus contemporáneos, e incluso en la actualidad, Berg será casi exclusivamente el autor
de Wozzeck, representado en 1925.
Aún más oscura, carente de resonancia alguna en el mundo musical de su época, fue la obra de Anton
Webern (Viena, 1883-Mittersill, Salzburgo, 1945), que no aspiró nunca a realizar un «gran trabajo», como
Schoenberg con Moses und Aron o Berg con Wozzeck y Lulu. El carácter esquivo del hombre, la mediocridad
de una vida apartada, ganada con modestos encargos y circunscrita a un reducido círculo de amigos, se
corresponden con un arte interior, esencial, carente de fácil comunicabilidad y enigmático para muchos,
incluso en nuestra época. Frente a la síntesis fulminante de esta música, que es realmente una sufrida lucha
contra el silencio, incluso el mismo Schoenberg comprendió lo radical que era el problema de la
comunicación, tal y como se puede comprobar en esta anotación a las Seis bagatelas, op. 9 para cuarteto
de cuerda, de 1913:

«Si por una parte intercede a favor de estas piezas su brevedad, por otra esta intercesión es necesaria
para esa misma brevedad. Piénsese en cuánto sentido de renuncia es necesario para ser tan conciso... Sólo
comprenderá estas piezas quien crea que es posible expresar con sonidos una cosa que sólo se puede decir
con sonidos... Ahora bien, quien toca, ¿sabe cómo deben tocarse estas piezas? Quien escucha, ¿sabe cómo
acogerlas?... ¡Que pueda resonar este silencio para ellos!»

El estilo aforístico es, en Webern, una constante personalísima que, incluso cuando no se plantea su
duración (unos pocos segundos, unos pocos minutos), coincide con la febril intensidad expresiva de sus
piezas. Tensión y concisa eficacia existen ya desde la extensa Passacaglia para orquesta op. I (1908) y
desde los ciclos de Lieder sobre textos de Stefan George, op. 3 y op. 4. Sin embargo, con la op. 5, las Cinco
piezas para cuarteto de cuerda de 1909, y con la op. 6, las Seis piezas para orquesta del mismo año, se
ponen las bases de un estilo que, si bien tiene a Mahler y Schoenberg entre sus antecedentes, sólo los tiene
como lejano punto de referencia. Es importante recordar que las Seis pequeñas piezas para piano de
Schoenberg son dos años posteriores a las de Webern y que Schoenberg, frente a la op. 6 de Webern,
emprendió un trabajo de análisis y reconstrucción, documentable en las Tres pequeñas piezas para orquesta
de cámara, que quedaron incompletas. Pero no por ello podemos invertir la relación maestro-alumno: Anton
Webern pone como base de toda su producción, incluso de la más atrevida, el rechazo de todo
experimentalismo que tenga por fin a sí mismo; su elección de lenguaje deriva de una poética espiritualista
y expresionista que recaba sin reservas de su maestro. Veamos, por ejemplo, cómo condivide el concepto
de arte como revelación de una verdad escondida («Mi motivo: el significado profundo, inescrutable,
insondable, inagotable en todas... las manifestaciones de la naturaleza») y cómo recababa de este concepto
el sentido de una grave tarea moral para el artista («A las obras del gran Arte hay que acercarse como a las
obras de la Naturaleza: con el debido respeto ante el misterio que les es básico, ante lo que en ellas hay de
misterio»). Esta posición es aún más tangible en la actitud «humana» de Webern ante la llegada del nazismo
en Alemania y los sangrientos sucesos que muy pronto afectaron a la misma Austria, cuando decía,
refiriéndose a su trabajo de artista: «La responsabilidad de nuestra misión aumenta a medida que la situación
se vuelve más espontánea.» Este fondo de encendida moralidad une la obra de Webern a la del
expresionismo vienés: su concisión no fue tanto una renuncia a la comunicación expresiva como una
búsqueda ardua y absoluta de comunicación de una verdad interior, despojada de toda retórica, de todo
sentimentalismo.
Las Cinco piezas, op. 5, las Seis piezas, op. 6 y, quizá en mayor medida, las Cinco piezas, op. 10 para
orquesta nos dan la medida exacta de la magnitud de las soluciones musicales que Webern dio a su poética

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expresionista. La primera de estas colecciones lleva las posibilidades del cuarteto de cuerda hasta el
espasmo, en un sentido fundamentalmente dinámico en la primera y tercera piezas, donde se pasa del fff al
ppp en un tempo muy rápido; en estas y en las otras piezas, en un sentido fundamentalmente tímbrico, por
la constante modificación de la sonoridad propia del cuarteto mediante el uso de efectos especiales (col
legno, al ponticello, armónicos, pizzicato o sordinas). Asombra la eficacia expresiva que el canto logra
recuperar en este horizonte alterado por medio de breves incisos o con la repetición de unos pocos intervalos
que asumen un valor temático.
Las Seis piezas, op. 6, terminadas también en 1909, utilizan, por el contrario, una orquesta de grandes
posibilidades, de origen —desde el punto de vista del material— mahleriano: en particular, tiene una
riquísima percusión, formada principalmente por instrumentos de sonido indeterminado y utilizada, sin
embargo, con enorme sensibilidad para las zonas de altura (de campanillas agudísimas a la campana baja).
A los contrastes de alturas se añaden los contrastes entre el uso por grupos sinfónicos de las diferentes
secciones (sobre todo la nutridísima sección de los metales) y el uso solista, deformado, de instrumentos
como el trombón o la tuba baja en zonas de canto innaturalmente agudas. Es famoso el violentísimo
contraste emotivo entre la tercera pieza (sólo once compases), suspendida en sonoridades enrarecidas,
envueltas en amplios silencios, y la cuarta pieza, que, sobre redobles regulares del bombo, del tam-tam y de
la campana baja, acumula progresivamente material tímbrico y rítmico en un crescendo jamás escuchado
hasta entonces que culmina en un acorde a plena orquesta de diez sonidos, repetido ocho veces. Esta
violencia en las disonancias y en los colores no es una constante en la escritura weberniana, que, tras esta
experiencia sinfónica, elegirá casi exclusivamente un conjunto de cámara y un área dinámica que va casi
siempre del mf al pp.
Las Cinco piezas, op. 10 marcan un salto muy neto en este sentido: en ellas, la cuerda está compuesta
por un violín, un violonchelo y un contrabajo; la celesta y el arpa se unen al armonio, la mandolina y la
guitarra, con efectos tímbricos que recuerdan varias veces una especie de paisaje pastoril, tal y como había
elegido Mahler. Pero la Klangfarbenmelodie (melodía de timbres) sugiere espacios sonoros de una
evanescencia muy abstracta respecto del sinfonismo mahleriano; es más —aparte la brevedad extrema de
estas piezas, de las cuales la cuarta sólo tiene seis compases—, se puede hablar de auténtico «puntillismo»:
instrumentos aislados, en zonas sonoras diversas, surgen sucesivamente del silencio con notas aisladas.
En el campo de la música de cámara, las Cuatro piezas de la op. 7 para violín y piano, las Seis bagatelas,
op. 9 para cuarteto de cuerda y las Tres pequeñas piezas, op. 11 para violonchelo y piano reflejan en una
medida, si es que es posible, aún más esencial y ascética la búsqueda de que se hablaba en las colecciones
mayores. Es interesante observar que Webern confesó, a propósito de las Bagatelas: «Tuve la sensación
de que, agotada la exposición de los doce sonidos, la pieza también debía considerarse concluida... En una
palabra, había nacido una regla: antes de que no se hayan expuesto los doce sonidos no se puede repetir
ninguno de ellos.» Afloraba aquí la intuición básica de la dodecafonía, pero, contrariamente a la técnica
dodecafónica, que permite «tratar» la serie de modo que se pueda desarrollar de forma amplia, Webern
dirigía esta intuición hacia una concepción microestructural de la forma musical. Y añadía: «Lo más
importante es que la pieza (la idea, el tema) haya recibido un cierto perfil por medio de un único enunciado
de los doce sonidos.»
La guerra también representó para Webern una neta ruptura en su producción; durante más de diez
años, de 1915 a 1926, compuso casi exclusivamente Lieder para voz y varios instrumentos (sólo la op. 12
es para voz y piano). La presencia de un texto y de la voz humana a veces representa para él la vuelta a
una mayor continuidad formal (la op. 12, por ejemplo), con algunas referencias a Mahler. Sin embargo, es
más frecuente que la voz humana entone las palabras (sin el Sprechgesang schoenberguiano) dilatando y
deformando sus acentos naturales, mientras los instrumentos dan a estos compases espaciados
resonancias profundas, retomándolos y alargándolos a su vez (op. 13). El punto culminante de esta
búsqueda lo representa quizá la op. 14, los Seis Lieder (1917-1921), sobre textos de Georg Trakl, el poeta
vienés que supo llevar a la lírica la alucinada exaltación del expresionismo: en estos Lieder se impone
decididamente la relación polifónica entre la voz y los instrumentos (clarinete piccolo, clarinete, clarinete bajo,
violín y violonchelo), en una linealidad que se volverá cada vez más constante y estructuralmente consistente
en las obras dodecafónicas.
Resumiendo, se puede constatar cómo en 1913 la llamada «segunda escuela de Viena» de Schoenberg,
Berg y Webern (la primera sería, según este esquema, la clásica de Haydn, Mozart y Beethoven) llevaba a
término un primer período rico en obras, en el que el lenguaje musical fue sometido en unos pocos años
(1908-1913) a una radical ruptura con la tradición; la poética que guió esta revisión del lenguaje fue siempre
idéntica a la de los pintores y dramaturgos expresionistas (en la elección de textos para los Lieder, la falta
de una auténtica poesía expresionista llevó a la utilización en clave expresionista de poetas decadentes
como Rilke, George o Altenberg).
Para la segunda escuela de Viena, la guerra marcó el inició de un largo período de gestación: para Berg,
en la dirección de la ópera largo tiempo imaginada, el Wozzeck; para Schoenberg y Webern, en la dirección
del método dodecafónico.

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37. LA DODECAFONIA

Ya se ha mencionado (§ 32) el largo silencio en el que se encerró Schoenberg a partir de 1914. La crisis
surgió del planteamiento de una-multitud de exigencias artísticas frente a las que la libre atonalidad de Pierrot
lunaire le parecía totalmente inadecuada. Entre estas nuevas exigencias predominaba la de un control
racional del músico sobre los materiales que éste dispone en el tiempo y el espacio. Por otra parte, de este
control dependía exclusivamente la posibilidad de reconquistar la «gran forma», de la cual la llegada de la
atonalidad había excluido al músico, excepto en el caso de que dispusiese de un texto. El tema dominante
de estas reflexiones es, por tanto —en un último análisis—, el de la unidad de la obra de arte, que debía
garantizarse racionalmente incluso en la gran extensión.
En el largo debate teórico a través del cual Schoenberg llegó a la dodecafonía destaca cada vez más el
problema de la «lógica», es decir, el de la coherencia interna del «material», haciéndose cada vez más
secundario el tema de la «verdad», es decir, de la absoluta profundidad cognoscitiva del arte (y sobre todo
de la música), que había sido un tema fundamental del irracionalismo y del expresionismo precedentes. Otro
elemento teórico aclara la simultaneidad entre esta postura de Schoenberg y la de la Bauhaus: la absoluta
necesidad de conceder la precedencia a los problemas del «componer», del agrupar los sonidos según una
lógica, respecto de los problemas de la expresión e inspiración genial; en la práctica de la composición
musical adquiere un mayor relieve el momento de la posesión de una capacidad técnica, de una robusta
artesanía (véase en el apéndice, en la lectura número 7, la exposición que hace Erwin Stein de este método).
La dodecafonía, llamada más exactamente por el autor «método de componer con doce sonidos que no
están en relación entre sí», surgió en 1912 con la Suite, op. 25 para piano; ésta se presentaba, dadas las
premisas, como método de composición (como «medio», si es que se puede decir así, pero, indudablemente,
también como afirmación de una nueva búsqueda estética irreductible por varios aspectos a la del período
expresionista.

La descripción de este método es de una absoluta sencillez:

«1. La pieza dodecafónica se basa en un cierto orden (serie) dado a los doce sonidos de la escala
cromática. Es evidente que este orden de cada uno de los sonidos afecta a otro orden: el de los intervalos
entre los sonidos.
2. La serie originaria (señalada por los teóricos con O) puede tratarse diversamente a lo largo de la
pieza: puede invertirse (símbolo I), en el sentido de que los intervalos ascendentes de la serie O se vuelven

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descendentes, y viceversa; puede presentarse desde el último sonido al primero con movimiento
«retrógrado» (símbolo R); esta misma serie retrógrada puede invertirse (símbolo RI).
3. Se postula la absoluta equivalencia entre progresión melódica (un sonido tras otro) y progresión
armónica (un sonido simultáneamente a otro); por ejemplo, una serie puede presentarse bajo la forma de
acorde de doce sonidos o con un conjunto de tres acordes de cuatro sonidos, y así sucesivamente.»
Este método es completamente incomprensible si no se tiene presente que, al margen, Schoenberg
consideró igualmente importante que tanto en la sucesión melódica como en los acordes se evitase toda
referencia a los acordes tonales y a los intervalos melódicos derivantes. El método dodecafónico surgía
históricamente por la exigencia de controlar racionalmente el método compositivo de la «emancipación de la
disonancia», creado en la época expresionista y que había llegado entonces a un momento decisivo. En lo
referente al punto 2 se debe hacer una observación de conjunto desde un punto de vista histórico: con la
inversión y la retroversión se recuperaban métodos compositivos famosísimos, utilizados desde la época de
los flamencos hasta Bach e incluso después (está por estudiar, por ejemplo, el gusto de Beethoven por la
composición «a canon», como diversión personal o para un estrecho círculo de amigos); de esta forma se
hacía evidente la elección «polifónica» tal y como había surgido desde los lejanos tiempos de la
Kammersymphonie de 1906.
Son éstos los trazos estilísticos de las primeras obras dodecafónicas de Schoenberg: de la citada Suite
para piano al Quinteto para instrumentos de viento, op. 26 (1924), a la Suite para dos clarinetes, clarinete
bajo, violín, viola, violonchelo y piano (1926) y al Tercer Cuarteto para cuerda (1927). Como puede
observarse, la elección del conjunto instrumental también corresponde al ideal de linealidad esencial de que
se hablaba anteriormente.
Pero tras esta puntual correspondencia entre el medio compositivo elegido y el fin estético al que éste
se dirigía puede observase un progresivo ensanchamiento del método a lo resultados musicales más
diversos, de carácter contrastante, casi como para demostrar —como él mismo declaró— que la validez del
método se podría valorar en su adaptabilidad a toda intención estética. En las páginas anteriores se ha visto
que, tras esta posición, Schoenberg no desdeñó afrontar el género «ligero» del cabaret con la obrita
dodecafónica Von Heute auf Morgen (De hoy a mañana). Pero quizá el ejemplo más notable de esta
búsqueda nos lo ofrece la obra sinfónica mayor del período dodecafónico: las Variaciones, op. 31 para
orquesta, compuestas entre 1926 y 1928. En ellas casi parece demostrarse que, aunque el conjunto
melódico y armónico está rígidamente regulado por los principios de la serialidad (que se vuelve aquí más
compleja por las relaciones entre las diferentes partes de la serie de doce sonidos), el resultado total no
depende de ella directamente: la utilización de la misma serie permite al compositor pasar sin dificultad del
sucederse camerístico de la segunda variación al vigor rítmico de la tercera, al recuerdo del vals vienés de
la cuarta, y así sucesivamente, hasta la contemplación estática de la séptima o al ritmo brutal de la octava.
La variedad en los resultados se confía al ritmo y al timbre, que son los elementos del lenguaje musical que
escapan al control de la serie dodecafónica.
Sobre esta base se dará en años sucesivos más de un compromiso entre búsqueda radical de rigor
constructivo y utilización de módulos expresivos y formales de la tradición: otro elemento, el esquema de la
forma sonata, refuerza la intervención de la tradición en los Conciertos para violín (1936) y piano (1942). De
esta forma se hace posible —en esta disponibilidad estilística no muy alejada de la de Stravinsky— la
utilización de la serie con una gran mitigación de la tonalidad: por ejemplo, la Suite para cuerda de 1934. No
faltan, por otra parte, numerosos abandonos del método dodecafónico, como sucedió en los trabajos
«judíos» del período americano: la cantata para voz recitadora, coro y orquesta Kol Nidre, por ejemplo, de
1938.
El compromiso moral del primer Schoenberg se amplía por la perspectiva política en el período de la II
Guerra Mundial: y entonces el método dodecafónico vuelve a revelarse perfectamente acorde con un mundo
sonoro violento, hecho de sarcasmo, de denuncia gritada, de entusiásticas visiones de victoria sobre la
barbarie. Se puede pensar en la Ode to Napoleon Buonaparte (1942), sobre texto de Byron, en la que se
recupera la eficaz gestualidad de la voz recitadora. Pero sobre todo se puede pensar en la más popular de
las composiciones de Schoenberg, A Survivor from Warsaw (Un superviviente de Varsovia, 1947), en la que
la técnica dodecafónica se emplea en la representación de imágenes caóticas y desgarradas, en
consonancia con el relato del exterminio de los judíos del ghetto de Varsovia recitado por una terrorífica voz
en Sprechgesang; un hervidero caótico que, como ya había sucedido en Kol Nidre, se resuelve en la visión
grandiosa del canto religioso judío, entonado por un gran coro de hombres.
El esfuerzo más grande al que Schoenberg sometió el método dodecafónico fue la ópera, que quedó
incompleta, Moses und Aron, en la que trabajó en diferentes etapas entre 1926 y su muerte. En ella actúa
un fuerte componente ideológico-político, ligado al debate sobre el sionismo; Schoenberg, que se había
convertido al protestantismo en 1898, se iba acercando nuevamente al judaísmo en los años en los que la
cuestión de Palestina y la reedificación del Estado judío empezaban a comportar complejas decisiones
políticas. Schoenberg estaba entre los que no creían que el nuevo Estado judío pudiese surgir de la íntegra
—y ortodoxa— aplicación de la Biblia, y pensaba que éste debía tener en cuenta todo el progreso
técnicocientífico de la civilización europea. En Moses und Aron este debate toma cuerpo en las figuras de

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Moisés, el pensamiento puro, y Aarón, aquel que quiere encarnar el pensamiento en la palabra y en la acción,
en formas visibles, capaces de arrastrar a un pueblo. Es significativo que justo el tercer acto, en el que se
asiste a la muerte de Aarón, no fuese puesto en música y que, por el contrario, Schoenberg pusiese el
máximo interés justo en la escena de la danza alrededor del becerro de oro.
Desde un plano estrictamente musical, esta ópera cuenta con la misma riqueza de medios vocales e
instrumentales de las obras expresionistas: Moisés, por ejemplo, tiene un papel completamente en
Sprechgesang; Aarón canta; también el coro uñe indistintamente, y a veces simultáneamente, ambas
formas; hay efectos estereofónicos con distintas posiciones de las voces en el escenario y en la orquesta;
en la partitura hay indicaciones que afectan a la dirección de escena y a las luces, exactamente igual que en
La mano feliz. Ahora bien, todo este material se somete a un rigor unitario mediante el uso de una única
serie, que recorre todos los grados cromáticos, según un orden que es también serial.
Ya se ha mencionado que en Webern la adopción del método dodecafónico a partir del año 1926 (con
los Dos Lieder, op. 19 para coro mixto, celesta, guitarra, violín, clarinete y clarinete bajo) tiene una perfecta
continuidad con la precedente búsqueda estilística del autor. En el Trío para cuerda, op. 20 (1927), en la
Sinfonía, op. 21 (1928), en el Cuarteto, op. 22 para violín, clarinete, saxofón y piano (1930), así como en el
posterior Concierto, en las Variaciones y en el Cuarteto para cuerda se agudiza el proceso de enrarecimiento
sonoro, de éxtasis rítmico, de disociación formal a las que Webern iba acercándose progresivamente ya en
la época no dodecafónica. Es muy notable en él (y fue éste un aspecto que sorprendió a la vanguardia de la
posguerra) que a la elección de la variación absoluta en la melodía y en la armonía (ya que es esto lo que
se pretende con la aplicación rigurosa de la serie dodecafónica, que no permite el retorno de un sonido antes
de que los otros once se hayan enunciado) corresponde una tensión equivalente en la variación continua de
los ritmos, entendidos de forma cada vez más clara como relaciones (incesantemente variadas) entre sonido
y silencio. Y también la escritura musical, ampliada a planos sonoros muy diversos, responde a la misma
búsqueda de variación tormentosa.
Alban Berg llegaba a la dodecafonía con la Suite lírica para cuarteto de cuerda de 1926. Pero no todos
y cada uno de los seis pasajes de que está compuesta son dodecafónicos: dos lo son sólo parcialmente,
uno es libremente atonal. Se revela así, desde esta primera obra, la singularísima posición de Berg, para el
que la dodecafonía no es un método absoluto, sino sólo un componente de una más amplia paleta sonora,
en la que encuentran siempre un lugar la atonalidad e incluso la tonalidad. En el campo instrumental, el
ejemplo culminante de esta tendencia es el Concierto para violín y orquesta (1935), en el que la propia serie
es una sucesión de cuatro acordes perfectos, mayores y menores. La dedicatoria de este concierto, «a la
memoria de un ángel» (refiriéndose a la hija de Walter Gropius y Alma Mahler), está estrechamente vinculada
a un nostálgico vagar de la fantasía entre imágenes idílicas y campestres, evocaciones de expresionistas
angustias y la citación de la coral de Bach «Señor, acepta mi alma». La dodecafonía no impide la vuelta a
un clima estético muy cercano al mahleriano.
Desde 1929 hasta su muerte, Berg trabajó en la ópera Lulu, que dejó incompleta en la parte orquestal
del tercer acto. El texto está sacado de uno de los más decididos precursores del expresionismo literario,
Frank Wedekind, autor de dos dramas, El espíritu de la tierra (1895) y La caja de Pandora (1904), que fueron
fundidos en la ópera, exactamente como el director Pabst había hecho en su película en 1929. Lulú es la
encarnación de un instituto sexual desenfrenado que lleva a la perdición a cualquiera que se acerque a ella
y, al final, a sí misma. En torno a la increíble serie de sus amantes y a su inevitable ruina y muerte se mueve
un mundo alucinante, poblado de símbolos de la opresión social que empuja al sexo a la deformación
diabólica.
Este tema, todavía más expresionista que el de Wozzeck, fue tratado por Berg, a pesar de la presencia
de una única serie dodecafónica fundamental, según los mismos presupuestos dramáticos del trabajo
anterior. La música se organiza, debido en parte a la aportación de la técnica dodecafónica, en formas
autónomas, negándose a sí misma el papel ilustrativo del texto; la relación entre música y drama se concreta
en una diferenciación estilística en el interior de la propia música, haciéndola idónea para mostrar las
diferencias entre los personajes y entre los diferentes momentos de la historia. El primer presupuesto
provoca en Lulu una multiplicidad de «formas cerradas» del tipo dúo, arioso, sonata, ragtime, canon, etc., en
los que se insertan, con un poderoso efecto de distanciación dramática, técnicas virtuosísticas de canto,
como sucede en la parte de Lulú cada vez que uno de sus amantes muere. El segundo presupuesto origina
un cambio de escritura, que va de la disonancia rigurosa de los pasajes dodecafónicos a la más banal de las
tonalidades, como sucede con la cita de una canción del mismo Wedekind en las partes que nos quedan del
tercer acto.
En la matriz expresionista se insertan de esta forma los motivos de alucinación grotesca, con referencias
también al cabaret político de los años veinte: en todo caso, y al contrario que en Schoenberg, la llegada de
la dodecafonía no representó para Berg, ni siquiera en la ópera, un cambio sustancial de perspectivas, sino
un simple enriquecimiento de instrumentos expresivos. No es casual que Berg no se viese casi afectado por
las polémicas desatadas en la época de la II Guerra Mundial por y contra Schoenberg y Webern: la
dodecafonía se mostró en él de forma evidente como el último fruto del expresionismo individualista, sin
ceder un ápice a su contrario: la tendencia neoobjetivista (la creación de «objetos sonoros» bien construidos),

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contra la que iba a estrellarse el compromiso moral y político de gran parte de la música alemana en los
años de la llegada al poder de Hitler.

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