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2.

ESTUDIOS SOBRE LO URBANO EN LA EUROPA VICTORIANA Y DE LA


BELLE ÉPOQUE 2.1. EL CONTEXTO HISTÓRICO Y EPISTEMOLÓGICO El
estudio de la ciudad en el contexto de los problemas provocados por la industrialización
capitalista Como es de sobras conocido, la sociología como disciplina científica surge,
con ese nombre (es Auguste Comte, el padre del positivismo, quien lo acuña) en el
intento de comprender las enormes transformaciones que el capitalismo y los paralelos
procesos de modernización estaban operando sobre el tejido social, económico, político
y cultural de los países industrializados. El espectacular crecimiento de las ciudades
desde mediados del siglo XIX era, sin duda, una de las más evidentes. En la cuna por
excelencia del capitalismo industrial, Gran Bretaña, la población urbana triplicó su
número entre 1850 y 1900, para cuando ya constituía el 77 por ciento de la población
total del país (Hall et al, 1973: 61). En el punto de mira de los estudiosos se situaron
también los problemas sociales que dichas transformaciones conllevaban y que tenían
sus expresiones más agudas en las ciudades: a) contaminación ambiental de las
industrias, situadas en muchas ocasiones en las cercanías de los centros urbanos; b)
aparición de barrios de tugurios —conocidos desde entonces con el término anglosajón
de slum por ser en Gran Bretaña donde adquirieron más precoz y maduro desarrollo—,
disfuncionalidad y congestión del sistema de transportes en una ciudad cada vez más
grande donde los desplazamientos a pie resultaban ya, en muchas ocasiones, espacio-
temporalmente irrealizables; c) insalubridad (fruto de la propia contaminación y
deficiencias en infraestructuras —sistemas de alcantarillado y eliminación de basuras—
y vivienda —hacinamiento, infravivienda— pero también de las condiciones durísimas
de trabajo en las fábricas, de la malnutrición y de una ciencia médica que ni llegaba a
todos ni aún 18 Francisco Javier Ullán de la Rosa había atravesado un umbral de
eficacia verdaderamente significativa); d) mutaciones sociales y culturales
(desintegración de las estructuras familiares tradicionales —la familia extendida e
incluso la familia nuclear— y de los valores culturales heredados del pasado, sustituidos
por secularización, agnosticismo, ateísmo, hedonismo…; e) disfuncionalidades
psicosociales que afectaban al comportamiento de una buena parte de la masa social
(aumento de la depresión, suicidios, stress, angustia, ansiedad, alcoholismo,
prostitución, malos tratos y abusos sexuales, criminalidad…). Problemas todos ellos
localizados principalmente en las grandes ciudades y que preocuparon a los autores de
todas las tendencias políticas. Pioneras en este sentido fueron las obras del alemán
(afincado en Inglaterra) Engels The condition of the Working Class in England in 1844
(1845), desde la izquierda, y la monumental obra comparativa, desde la derecha,
Ouvriers européens. Études sur les travaux, la vie domestique et la condition morale des
populations ouvrières de l’Europe (1855), del francés Fréderick Le Play (considerado
uno de los decanos de la sociología en Francia, tiene incluso estatua en los Jardines de
Luxemburgo en París) (Brooke, 1970). El estudio de lo urbano queda subsumido en el
estudio general del proceso de modernización e industrialización Sin embargo, ninguno
de los primeros analistas sociales consideró necesario desarrollar una teoría específica
para explicar estos fenómenos desde la variable causal de lo urbano (Saunders, 1981;
Bettin, 1982; Savage y Warde, 1993; Merrifield, 2002). Aunque un puñado de ellos,
como Simmel, Sombart o Halbawchs, se atrevió a considerar a la ciudad en sí misma, en
tanto realidad de poblamiento espacial, como un factor explicativo de los procesos
sociales, bien que fuera parcial, lo cierto es que ni siquiera estos fueron capaces de
desarrollar ese punto de partida sobre un armazón teórico-metodológico riguroso. En
cuanto a los demás (que son, por otra parte, los cabezas de cartel de la sociología de la
época) se observa un consenso cuasi general en torno a la tesis de que la cuestión urbana
no es otra cosa más que una manifestación de procesos históricos y/o estructurales
mucho más amplios: para los socialistas, como Marx, Engels o Tönnies, el de las
lógicas del modo de producción capitalista, para los liberales el del desarrollo de
procesos de modernización racionalizadora (Small y la primera generación de la
Escuela de Chicago, Weber) o la complejidad funcional creciente del superorganismo
social (Spencer, Estudios sobre lo urbano en la Europa victoriana y de la Belle Époque
19 Durkheim), por citar solamente los autores más significativos y los que encarnan,
hasta cierto punto, enfoques teóricos distintos. El único caso en que los primeros
sociólogos parecen haber apreciado la ciudad como un objeto de estudio en sí mismo es
cuando hacen retrospección histórica en busca de los orígenes del mundo moderno. Se
encuentran entonces con la ciudad medieval europea y la reconocen, a esta sí, como un
sujeto autónomo que merece ser estudiado como tal. Weber (1924) analizó la ciudad
medieval con todo detalle, por considerarla actor decisivo en la ruptura del orden
político y económico feudal y en la generación de los procesos racionales que conducen
a la moderna sociedad capitalista. Durkheim (1893, 1895) también buscará el proceso
de división del trabajo que conduce al desarrollo de la «solidaridad orgánica»en las
ciudades medievales y Marx y Engels (1998 [1848]) pondrán sus ojos en la ciudad de la
Edad Media como lugar insular, específico y único, donde se gesta, en medio del océano
feudal, su antítesis capitalista. Pero ese protagonismo que le conceden a la ciudad
medieval se apaga a la hora de estudiar la fase histórica siguiente, marcada por el triunfo
de los sistemas burocrático/racionalistas (en Weber) o del modo de producción
capitalista (en Marx y Engels). Ahora, en el siglo XIX o principios del XX, la ciudad ya
no es ni el lugar que produce en sí mismo la división social del trabajo ni la expresión
de un específico modo de producción, pues estos se han extendido por todo el territorio.
Son concomitantes con el sistema social en su conjunto y, por ello, no se considerará
útil estudiar la ciudad por sí misma. Y lo que vale para la ciudad contemporánea se
predica también de otras formaciones urbanas en épocas pasadas de la historia, como la
ciudad antigua, por ejemplo. Solo la ciudad medieval, autónoma políticamente y lugar
de creación de un sistema económico propio, distinto del resto del territorio, es
analizada como un sujeto específico de estudio. No se consideró necesario, pues,
elaborar una teoría de la ciudad, un estudio de las ciudades en sí mismas y, en este
sentido, no se puede hablar aún de una existencia de la sociología urbana como tal,
como subdisciplina con estatuto propio dentro de la gran familia de la sociología. El
tema urbano está completamente ausente de los escritos de algunos de los considerados
fundadores de la sociología, como el italiano Vilfredo Pareto (1848-1923) (Pareto,
1916). En el caso de otros, como Marx, Engels, Durkheim, Tönnies o Weber no sería del
todo correcto, ni justo, decir que no hicieron sociología urbana, pues todos estos autores
estudiaron fenómenos y procesos que 20 Francisco Javier Ullán de la Rosa más tarde
serían centrales para esta subdisciplina. Lo que ocurre es que se trata de una sociología
urbana avant la lettre, que no es reconocida conscientemente por los autores en su
singularidad. Una sociología urbana no sistematizada ni dotada de herramientas teórico-
metodológicas propias, que hay que ir descubriendo en la prolija producción sociológica
de estos autores. Los marcos epistemológicos e ideológicos finiseculares y el estudio de
la ciudad Los estudios urbanos en esta época se inscriben en los marcos teóricos
generales con los que empezaba a analizarse la sociedad y quedan atrapados en los
debates disciplinares más generales. Estos debates alineaban a los autores, grosso modo,
en dos grandes bandos epistemológicos: el positivista (en el cual debemos incluir al
tándem Marx/ Engels, a Durkheim, a Halbawchs y a Small en los Estados Unidos) y el
no positivista de la llamada verstehen o sociología interpretativa en el que debemos
incluir a la escuela alemana (que podríamos casi considerar como una Escuela de Berlín
pues todos excepto Tönnies enseñan en dicha universidad: Simmel, Tönnies, Sombart y
Weber) y a la corriente del Pragmatismo en Chicago (Mead, Dewey, hasta cierto punto
Thomas y Znaniecki). Dentro del bando positivista se desarrollaba una segunda división
no menos importante entre los marcos teóricos del materialismo histórico de los Marx y
Engels y el funcionalismo de los Spencer (a quien no trataremos aquí directamente por
apenas haberse ocupado de la ciudad) y Durkheim. De manera transversal al debate
epistemológico se situaba el político-ideológico, que separaba a socialistas
(Marx/Engels, Tönnies, Sombart, Halbawchs) de liberales (Simmel, Durkheim, Weber,
los de Chicago). Es decir, ya en estos momentos están presentes las posiciones que se
contenderán la arena de las ciencias sociales durante todo el siglo XX. Me permito, a
continuación, repartir el grupúsculo de autores más significativos en dos grandes
compartimentos de acuerdo a su posicionamiento epistemológico con respecto a la
ciudad. Todo ello con el propósito de hacer heurísticamente más accesible la abigarrada
y diseminada producción de estudios y reflexiones sobre lo urbano que se generan en
este periodo, pero advirtiendo que dichos compartimentos no son de ninguna manera
estancos y que existen filtraciones, influencias entre ellos, así como, acabamos de
decirlo, principios teóricos e ideológicos compartidos. La clasificación se ha realizado
en Estudios sobre lo urbano en la Europa victoriana y de la Belle Époque 21 base al
cruzamiento de varios principios: epistemológicos los unos, de orientación política los
otros. Como resultado de ello obtenemos las siguientes categorías: 1) Autores que no
reconocen a la ciudad como un objeto de estudio en sí mismo: porque para ellos el
espacio urbano es una variable dependiente, un mero reflejo de otros mecanismos
sociales. Grupo en el que tendríamos que distinguir entre los materialistas históricos
adscritos al socialismo político (Marx, Engels, Tönnies) y los protofuncionalistas más o
menos declarados (como Durkheim) o no (como Weber) de tendencia liberal. 2) Autores
que sí reconocen a la ciudad como un objeto de estudio en sí mismo: porque para ellos
el espacio urbano es una variable independiente, un factor de causalidad que determina
o condiciona otros procesos sociales. Es en este grupo donde tenemos que buscar a los
verdaderos precursores de la sociología urbana y en él podemos distinguir entre
culturalistas (Simmel, Sombart), de orientación política liberal y un ecléctico
metodológico como Maurice Halbawchs, cercano al socialismo, que incorpora aspectos
marxistas, funcionalistas e incluso ecológicos y a quien los franceses consideran, tanto
por su rigor metodológico como por sus temas de estudio, el padre de la sociología
urbana en Francia (Amiot, 1986; Fijalkow, 2002). En este segundo grupo es necesario
resaltar especialmente a quienes sin duda merecen el título de primeros padres de la
sociología urbana en Norteamérica y en el mundo, por lo temprano de sus trabajos (los
primeros se anticipan a los de Halbawchs en casi dos décadas): me refiero a la primera
generación del Departamento de Sociología de Chicago, la anterior a la Ecología
Humana, fundada por Albion Small en 1892. Bajo la guía de Small los investigadores
de Chicago se aplicaron tenazmente a expurgar la enorme montaña de datos estadísticos
oficiales de la ciudad de Chicago (censos, registros catastrales, de la seguridad social,
estadísticas de criminalidad, etc.) cruzándolos con diferentes áreas geográficas de la
ciudad para elaborar los primeros modelos relacionales entre espacio urbano y procesos
sociales. De todos esos trabajos quizá el que merezca una glosa individual sea el de
Charles Cooley, quien alterno su militancia en el Pragmatismo culturalista con el
positivismo. Sello de identidad, por cierto, que acabaría por plasmarse en el proyecto
ecológico de 22 Francisco Javier Ullán de la Rosa los veinte y treinta y que distinguiría
a buena parte de los chicagüenses hasta los años cincuenta. Con su The Theory of
Transportation (1894) Cooley dio el primer paso de gigante en el tratamiento de
temáticas específicamente urbanas (en este caso, los efectos de las redes de transporte
urbanos sobre la estructura social y económica), que serían después ampliamente
desarrolladas por todas las subdisciplinas del ramo (sociología, geografía y economía
urbanas). La primera generación de Chicago merece, más que ningún otro grupo de
autores, un amplio desarrollo como precursores de la sociología urbana. Sin embargo,
he considerado más apropiado incluirla en el siguiente capitulo, describiendo la
sociología de Chicago como un conjunto, por cuanto que entre la primera y la segunda
generación se observa un claro continuismo. Por otro lado, y por encima de las
diferencias señaladas, todos los autores presentan un denominador común
epistemológico e ideológico fundamental: todos abrazan con entusiasmo el paradigma
de la modernidad, la cosmovisión predominante en el Occidente de la época, y ello se
refleja en el estudio de la ciudad. El paradigma de la modernidad hace de la ciudad, sin
que ello sea reconocido explícitamente, un objeto privilegiado de estudio, al menos de
dos maneras diferentes: a) La ciudad es estudiada como escenario del avance de la
modernidad Las formas complejas de organización social y sus complejos productos
culturales (sea en forma de valores o de tecnologías) son, como lo indica la propia
etimología de la palabra civilización, intrínsecamente urbanos. Así, sin haberlo en
realidad reconocido nunca (e incluso habiéndolo algunos, como Marx y Engels, negado
explícitamente) todos los autores colocan a la ciudad (y la ciudad occidental en
concreto) en el centro de sus esquemas teóricos al presentar una correlación entre el
proceso histórico de modernización y el de urbanización. El proceso de urbanización y
la ciudad como construcción histórica son colocados en el punto de llegada de la
teleología evolucionista a la que todos los autores adhieren y es convertido a la vez en
causa y consecuencia de los «logros» occidentales: el progreso, la complejidad, la
racionalidad creciente, la conquista de la naturaleza… En ese planteamiento la ciudad
no es vista como un objeto en sí mismo, sino como parte de un proceso histórico
general. Una ciencia de lo urbano no era necesaria puesto que el proceso de
modernización conduciría finalmente, por la lógica inexorable del Estudios sobre lo
urbano en la Europa victoriana y de la Belle Époque 23 sistema, que este sea socialista o
liberal es indiferente, a la total urbanización (industrialización/modernización, en
resumidas cuentas, occidentalización) del planeta. Es de esta premisa que surge
indefectiblemente la famosa dicotomía rural/urbano. Porque la convicción en el
inexorable futuro urbano de la humanidad hacía de los rasgos rurales trasplantados a la
ciudad (vía emigración) elementos destinados a desaparecer eventualmente por
incompatibilidad funcional con la modernidad urbana. Una visión que la sociología
urbana posmoderna se aprestará a deconstruir, denunciándola como ideológica y
apriorística y demostrando su afirmación con hechos, al encontrar innumerables rasgos
«premodernos» (sistemas de salud chamánicos, liderazgos carismáticos cuasi feudales,
estructuras clánicas, xenofobia, creacionismo bíblico respaldado desde el gobierno…)
gozando de muy buena salud en el hábitat urbano. b) Los problemas urbanos son
percibidos como un desafío al paradigma moderno La ciudad industrial debía ser, de
acuerdo con este paradigma moderno, el epítome del progreso obtenido a través de la
ciencia, la tecnología y la administración racional-burocrática. Y, sin embargo, la
realidad de la vida urbana, con su degradación ambiental y su miseria social y moral no
se ajustaba en absoluto a dicho paradigma. La ciudad era el escaparate más espectacular
de los efectos colaterales de la economía de mercado de la primera y segunda
revolución industrial, que entraban en trayectoria frontal de colisión con su ideología
triunfalista, con el optimismo del progreso. La racionalidad del progreso parecía
engendrar en sus propias entrañas un monstruo de irracionalidad que la roía por dentro.
Esta contradicción se había convertido en el tema inspirador de muchos literatos y otros
artistas desde el principio de la industrialización, dando lugar al nacimiento de algunos
de nuestros más conocidos tópicos modernos. Había iniciado Goya en 1799 advirtiendo
que «El Sueño de la Razón Produce Monstruos», había continuado Goethe con su
Fausto en 1806 (el sueño moderno de dominio absoluto de la naturaleza no puede venir
sino de un pacto diabólico), poco después seguido del Frankenstein o el moderno
Prometeo de Mary Shelley (1818) en el que se recuperaba el viejo mito clásico (que
también era, a fin de cuentas, el del Génesis): imitar a Prometeo, aspirar al control de la
naturaleza a través de la ciencia, solo puede volverse 24 Francisco Javier Ullán de la
Rosa en nuestra contra. El control de la naturaleza es prerrogativa de la divinidad. Solo
ella puede hacer las cosas bien. El ser humano solo puede producir monstruos. El mito
había sido finalmente completado, con mayor refinamiento psicológico, en el ombligo
de todas las pesadillas urbano-industriales de la época, la Inglaterra Victoriana, a través
de memorables metáforas de la sociedad como el Doctor Jekyll y Mr. Hyde (1886) o El
retrato de Dorian Grey (1890), tras cuyas civilizadas epidermis se ocultaba todo el
horror de la miseria de su tiempo: el personaje antisocial, en que la ciencia transformaba
al afable doctor; el retrato escondido en un desván que se hacía cada día más repugnante
como precio a pagar por la deslumbrante belleza del dandy Grey. Un horror que el
Occidente había exportado al resto del mundo y que Conrad retrataría magistralmente
en El Corazón de las Tinieblas (1899). Pero los sociólogos no podían contentarse con
metáforas poéticas que estaban, además, impregnadas de un romanticismo en el fondo
no muy comprometido con la razón. Los sociólogos no eran poetas, eran hombres de
ciencia, y, en ese sentido, apóstoles convencidos del racionalismo. Un racionalismo que
era epistemológico y axiológico al mismo tiempo: que afirmaba la existencia de una
explicación objetiva para todos los fenómenos y saludaba el triunfo del progreso, del
orden frente al caos y la entropía y creía firmemente en un futuro más feliz para el
género humano a través de la ciencia. Bajo esas premisas, los efectos perversos de la
industrialización, entre ellos los llamados problemas urbanos, se convirtieron en una
obsesión para la sociología, hasta el punto de ser en buena parte los causantes de su
nacimiento. El objetivo era desmentir las alegorías literarias: demostrar que la
modernidad no era un monstruo esquizofrénico con dos cabezas y que no estaba
destinado a producir horror para siempre. Optimistas convencidos, todos nos dirán que
aquellos aspectos oscuros eran solo fases transitorias de la evolución de la sociedad,
desajustes temporales del sistema el cual, por la propia lógica interna a su
funcionamiento, tiende a la armonía (porque si no desaparecería). Si bien los autores
difieren en su percepción acerca de cómo se producirá esto (por el propio mercado, para
los unos, por la sociedad socialista sin propiedad privada, para los otros) todos confían
finalmente en el reajuste del sistema. La paradoja se muestra así como un mero
espejismo: la realidad funciona por parámetros racionales, no es un sistema caótico, y,
conocidos racionalmente sus mecanismos, puede ser racionalmente reconducida por la
senda del progreso. Estudios sobre lo urbano en la Europa victoriana y de la Belle
Époque 25 2.2. LA CIUDAD COMO VARIABLE DEPENDIENTE: MARX, ENGELS,
TÖNNIES, DURKHEIM Y WEBER 2.2.1. Karl Marx (1818-1883) y Friedrich Engels
(1820-1895): la ciudad como expresión del modo de producción En la antigüedad, las
ciudades nunca llegaron a ser el espacio generador de un nuevo modo de producción.
Los grandes latifundistas, el poder político de base tributaria, vivía, ciertamente, en las
ciudades pero la economía era básicamente agraria y la existencia material de la ciudad,
con su división social del trabajo y su estructura de clases, descansaba completamente
en la obtención de la plusvalía agrícola. La ciudad no era otra cosa que un centro
administrativo para gestionar el modo de producción agrario y sus relaciones sociales
(una articulación de pequeños propietarios, latifundistas, aparceros, arrendatarios,
clientes y esclavos cuyas características, composición concreta y relaciones
estructurales variaron significativamente a lo largo del tiempo y del espacio). La ciudad
nunca generó un modo de producción propio. Con el desplome de la estructura política
del Imperio Romano, el latifundio y sus relaciones de producción simplemente se
hicieron insostenibles y la sociedad regresó al modo de producción agrario basado en
las relaciones de parentesco o se reconstituyó en las nuevas formas de dominación
feudal. La Edad Media comienza con la hegemonía de lo rural como lugar de la historia
pero ve poco a poco crecer en su seno una nueva lógica económica basada en una nueva
división del trabajo (Marx y Engels, 1998 [1848]). Es en la Edad Media el momento en
que la división entre ciudad y campo tiene una verdadera existencia estructural, es la
expresión de una contradicción esencial entre dos modos de producción distintos. Y
como bien advierte Lefebvre (1972: 71) «para Marx, la disolución del modo de
producción feudal y la transición al capitalismo se encuentran ligada a un sujeto, la
ciudad». Se trata, eso sí, de la ciudad occidental. Al igual que Weber, para Marx y
Engels la asociación entre capitalismo y urbanismo es un fenómeno que ocurre
solamente en Occidente. En el resto de los estados agrarios se desarrolla otra modalidad
de economía política, basada en el control despótico del Estado sobre poblaciones
campesinas organizadas en torno a estructuras comunitarias de parentesco, el llamado
modo de producción asiático al que Marx dedicaría sobre todo los Grundrisse (1989
[1857]), y cuyas características inhibirían 26 Francisco Javier Ullán de la Rosa el
nacimiento de una burguesía capitalista. Mientras, en Occidente, el germen del nuevo
modo de producción rápidamente empezaría a crecer gracias al establecimiento de una
red de relaciones entre los distintos centros urbanos que incluso genera una división
espacial del trabajo: especialización de ciertas ciudades en la producción de artículos o
de servicios comerciales o financieros concretos. Sin embargo, el «océano feudal» que
lamía las murallas de las ciudades por sus cuatro costados, impidió durante mucho
tiempo, tanto desde dentro como desde fuera, el despegue del incipiente sistema
económico y su transformación en un moderno capitalismo industrial. Desde fuera, la
sujeción de las masas campesinas a la servidumbre de la gleba y, desde dentro, la
regulación del trabajo y la producción operada por unos gremios corporativos que
imitaban las relaciones jerárquicopaternalistas de la aristocracia feudal, obstaculizaron
durante siglos la que Marx y Engels consideraban condición sine qua non para la
aparición del moderno capitalismo industrial (Marx y Engels, 1998 [1848]): la
conversión de la fuerza de trabajo en una mercancía que pudiera venderse y comprarse
libremente en un mercado supralocal de dimensiones suficientemente grandes. Los
siglos XV al XVIII pueden resumirse como la historia del surgimiento y consolidación,
en el marco de los Estados nación modernos, de dicho mercado de trabajo, que disuelve
y sustituye progresivamente las rígidas relaciones de producción feudales,
personalizadas, cargadas de valores y emociones, y las sustituye por relaciones
monetarizadas, anónimas, utilitaristas y racionales. Dicha sustitución se había operado
casi completamente a mediados del siglo XIX, cuando Engels y Marx escriben sus
obras. Por entonces la agricultura, en la Europa Occidental, es ya plenamente una
actividad capitalista, dominada por las relaciones sociales de mercado, y es en ese
sentido que Marx y Engels negarán que campo y ciudad, en tanto cuales, sean sujetos
reales de análisis. Serán considerados como dos dimensiones de la misma formación
social (Katznelson, 1993), la conformada por la hegemonía del modo de producción
capitalista, y la ciudad estudiada únicamente en cuanto lugar donde se concentran con
mayor intensidad sus efectos y contradicciones. Sin embargo, como nos recuerdan, entre
otros, Saunders (1981) o Merrifield (2002), no es exacto que Marx y Engels negaran
completamente a la ciudad un papel en su esquema de análisis del modo de producción
capitalista (o en su programa político para superarlo por medio de la lucha de clases).
Marx y Engels considerarán las ciudades Estudios sobre lo urbano en la Europa
victoriana y de la Belle Époque 27 como catalizadores de la evolución del propio modo
de producción capitalista, es decir, como factores de causalidad al fin y al cabo. Y ello,
en su doble circunstancia espacial de lugar de intensa concentración demográfica de
trabajadores y de vector físico que agudiza sus condiciones de explotación por causa de
las deficiencias de su espacio construido. Las ciudades fomentan en su seno —gracias a
procesos sistémicos de sinergia— fenómenos como el avance científico-técnico,
procesos de concentración monopolística del capital y mayores cotas de división del
trabajo (producto a su vez de los propios avances técnicos, de la necesidad de resolver
problemas derivados de la densidad de población urbana y de la propia heterogeneidad
social que la densidad demográfica produce). Ese efecto catalizador conducirá, sin
embargo, a la profundización de las contradicciones del sistema, que acabarán por
destruirlo y sustituirlo por un nuevo modo de producción: el socialismo. El proletariado
que deberá dar inicio a la lucha por el socialismo será, de acuerdo con esta lógica, un
proletariado urbano. Era en la ciudad y no el campo, gracias a su concentración espacial
de proletarios explotados y a las condiciones de precariedad de su vida material
cotidiana, donde se estaban gestando los procesos de aparición de una conciencia de
clase y movilización obrera. La urbanización es así, para Marx y Engels, una condición
necesaria para la construcción del socialismo. Es en ese sentido que hay que apuntar
algunos trabajos realizados en solitario por Engels y que trataron propiamente de
problemas específicamente urbanos, como el precoz The condition of the Working Class
in England in 1844 (1845) y el posterior The Housing Question (1872). Trabajos ambos
que supusieron un notable esfuerzo de documentación empírica de las condiciones de
vida de la clase obrera en las ciudades. Engels fue el primer marxista en ligar
explícitamente las lógicas del modo de producción capitalista con los procesos de
desarrollo urbano y fue, en ese sentido, el primer sociólogo urbano marxista, aunque
fuera avant la lettre. Y, sin embargo, Engels no profundizó mucho más allá de lo
puramente material: nunca se interesó por la cultura urbana, por sus formas específicas
de vida (Merrifield, 2002). La razón de esta ausencia debe achacarse de nuevo al
planteamiento estructuralista de partida: para Engels es el capitalismo el determinante
último de los estilos de vida urbanos, en este caso de la miseria material y moral del
proletariado de los slums, no la ciudad en cuanto tal. En los dos trabajos mencionados,
Engels deja clara su convicción, mensaje que lanza a los reformistas liberales de su
época, 28 Francisco Javier Ullán de la Rosa de que la miseria urbana únicamente se
podrá superar mediante la transformación de la sociedad en su totalidad. Su enfoque,
como el de sus discípulos marxistas del siglo XX, era clara y profundamente
estructuralista: es el sistema capitalista en sí mismo, y no las acciones individuales de
los individuos «capitalistas» el que causa la pobreza y la cochambre en la que vive el
proletariado urbano. Por eso, aunque la burguesía haya intentado puntualmente mejorar
las condiciones de vida de los slums (los programas reformistas que mencionábamos
más arriba), incluso en ocasiones —por qué no admitirlo— con un loable y
desinteresado espíritu filantrópico, estas experiencias estarán siempre inexorablemente
condenadas al fracaso mientras la lógica de las relaciones de producción no cambie: por
cada slum que se derribe para construir un barrio más humano surgirá más pronto que
tarde otro en otra parte. O dos. O muchos más, pues el capitalismo tiende con velocidad
siempre creciente a expandir sus lógicas a más y más sociedades del planeta, atrapando
siempre más poblaciones en la telaraña de sus relaciones de explotación. El tiempo no
hizo otra cosa más que corroborar esta afirmación, sembrando slums por toda la tierra:
de Yakarta a Rio de Janeiro, de Kabul a Ciudad del Cabo, en un proceso de dimensiones
tan globales que probablemente haya superado la estimación más atrevida del viejo
Engels. Un proceso que Mike Davis documenta magistralmente en su reciente libro
Planet of Slums (2006), de título muy evocador. 2.2.2. Ferdinand Tönnies (1855-1936):
lo urbano en el contínuum comunidad-sociedad Tönnies fue uno de los padres de la
sociología académica en Alemania, co-fundador de la Asociación Alemana de
Sociología en 1909. Hombre de ideas y preocupaciones socialistas, escribió una
biografía sobre Marx en 1921 y llegó incluso a militar políticamente en el Partido
Socialdemócrata Alemán (SPD) si bien ya casi al final de su vida, en 1932 (Merz-Benz,
2005). Como muchos otros intelectuales de su época, Tönnies mostró un gran interés y
preocupación, teñida de inquietudes sociales, morales y políticas, por los efectos
negativos de aquel capitalismo industrial que le tocó vivir en primera persona. En
Alemania, país de industrialización algo más tardía que el Reino Unido, ese proceso
coincide, de hecho, casi de forma exacta, con su propia andadura biográfica e
intelectual, produciéndose el despegue más fuerte en los años que van desde la
unificación (1870) hasta la Estudios sobre lo urbano en la Europa victoriana y de la
Belle Époque 29 Primera Guerra Mundial. Por ello dedicó la mayor parte de su obra
(1905; 1931; 1935), siguiendo la senda de Marx, al estudio de las transformaciones
estructurales de aquel proceso histórico de cambio dentro de un marco teórico más o
menos materialista y evolucionista. Su interés fundamental está, por tanto, en la
estructura, en el proceso general, y no en su dimensión espacial, sea esta urbana o no.
Tönnies no dedica, de hecho, ningún libro a tratar de la ciudad como tal y sin embargo,
su figura dejó una huella profunda en al menos dos de los debates que tendrían
ocupados a los estudios urbanos en la primera mitad del siglo XX: 1) el debate en torno
a la definición de las categorías de rural y urbano y 2) el debate ideológico en torno a las
valoraciones morales de las formas de vida por ellas sustentadas, es decir, el debate
entre los antiurbanitas y los prourbanitas. Esos dos debates que hilvanarán la reflexión
sobre la ciudad (y sobre el campo) en las soirées sociológicas de casi un siglo de historia
de la disciplina tienen su punto de partida, en buena medida, en el primer trabajo de
Tönnies, su famoso Gemeinschaft und gesellschaft (1887), el único conocido por la
mayoría de los sociólogos más allá del reducido círculo de exégetas dedicados a su
obra. Dado que el alemán no era una lengua de fácil acceso para ninguna de las otras
grandes academias, la anglosajona y la francófona, el pensamiento de Tönnies se
difundió inicialmente a través de intermediarios. El principal de ellos, por el peso que
tienen a su vez sus escritos en la escena sociológica mundial, es Émile Durkheim.
Durkheim realizó una estancia académica en Alemania precisamente en el año en que se
publicaba la obra de Tönnies y comenzó desde entonces a dar a conocer al sociólogo
alemán fuera de sus fronteras. El mismo Durkheim le debe, de hecho, mucho a Tönnies:
su esquema evolucionista que explica el cambio histórico de la sociedad preindustrial a
la industrial a través del paso de una solidaridad mecánica a otra orgánica vía la división
social del trabajo, es, además de una continuación del funcionalismo de Spencer, una
reelaboración de las categorías tönnianas de gemeinschaft y gessellschaft. El libro no
sería traducido al inglés hasta 1940, primero como Fundamental Principles of Sociology
(1940) más tarde como Community and Association (1955) (Comunidad y Sociedad en
la versión española de 1947) aunque un resumen de sus tesis había sido publicado en
1905 en el American Journal of Sociology con el título de «The Present Problems of
Social Structure» (Tönnies, 1905). Por gemeinschaft (comunidad) Tönnies entiende el
sistema social de las sociedades tradicionales, valga decir preindustriales. Una forma 30
Francisco Javier Ullán de la Rosa de vida eminentemente rural, con economía poco o
nada orientada al mercado, bajo nivel de división social del trabajo y, por tanto, alto
grado de homogeneidad social y cultural, cuya expresión espacial por excelencia es la
aldea que se organiza a través de relaciones de parentesco o de vecindad, marcadas por
vínculos sociales directos, no mediados por las instituciones, de naturaleza en buena
parte afectiva, moral y adscrita. La gesellschaft (sociedad), por su parte, parece ser el
exacto reverso dicotómico de aquella otra: es el sistema social de las modernas
sociedades industriales, una forma de vida eminentemente urbana, con una economía
orientada al mercado, alto nivel de división social del trabajo, de gran heterogeneidad
sociocultural y cuya expresión por excelencia es la ciudad y, más concretamente, la gran
metrópoli contemporánea, que se organiza, socialmente, a través de relaciones basadas
en el contrato legal entre desconocidos, de naturaleza puramente instrumental, mediadas
por instituciones, públicas o privadas, de carácter burocrático-racional (Tönnies, 1955
[1887]). Pero se notará que he decidido utilizar y resaltado en cursiva los términos «en
buena parte», «parece», «eminentemente», y «por excelencia». La intención es la de
dejar patente que Tönnies no utiliza su descripción en un sentido radicalmente
dicotómico y, con ello, deshacer un entuerto que ha hecho del sociólogo alemán el
presunto padre de la famosa y popularizada dicotomía campo/ciudad. En contra de lo
que muchos piensan, las categorías tönnianas no son absolutas y completamente
excluyentes. Esa ha sido la lectura vulgar, o ideológicamente interesada, que se ha
hecho, intencionadamente o no, del autor alemán en el siglo XX, de la que es
especialmente culpable una izquierda antiurbanita que veía en la ciudad la encarnación
de todos los males del capitalismo y que abogaba por una agenda política comunitarista
y ruralizante (Deflem, 2001). Un antiurbanismo cuyas raíces, si acaso, hay que
buscarlas, como veremos unas páginas más adelante, en su contemporáneo y paisano
Georg Simmel (1909). Para Tönnies aquellas categorías eran solamente conceptos
heurísticos, lo que más tarde Weber denominaría tipos ideales. Gemeinschaft y
gesellschaft representan para Tönnies las dos formas estructuralmente puras de un
proceso de cambio social muy complejo que se presenta empíricamente como un
contínuum de situaciones concretas en las que cada sociedad, país, localidad, presenta
grados variables de preindustrialización/tradicionalidad/ruralidad y de industrialización/
modernización/urbanismo. Sin negar que puedan existir sociedades que se ajusten casi
completamente a los tipos ideales, Tönnies afirma Estudios sobre lo urbano en la
Europa victoriana y de la Belle Époque 31 que estos son fundamentalmente puntos de
referencia que nos ayudan a entender cuál es la tendencia de los cambios históricos y en
qué punto del proceso se encuentra cada sociedad en concreto. En ese sentido, nos dice
Tönnies, es perfectamente posible observar empíricamente la presencia de rasgos
«urbanos» o «societales» en el medio rural así como constatar, al contrario, la
sobrevivencia de características «rurales» o «comunitarios» en la gran metrópoli
(Tönnies, 1955 [1887]). Este contínuum existe porque el capitalismo aún no ha
terminado su proceso de transformación del mundo. Y, como buen socialista que adhiere
al mismo tiempo al paradigma moderno y evolucionista, lo que Tönnies desea es
modificar la forma en que ese proceso evolutivo se está produciendo. Es ahí donde el
concepto de gemeinschaft adquiere en Tönnies una importancia capital. Porque Tönnies
se va a inspirar en su tipo ideal de la gemeinshaft, con sus bajos niveles de desigualdad
social, para proponer un programa socialdemócrata de domesticación y reforma del
capitalismo. No era, en realidad, ninguna novedad. Tönnies no hacía más que seguir la
senda comunitarista que ya habían abierto los socialistas utópicos medio siglo antes. Se
ha tachado a Tönnies por esto de visionario (Adair-Toteff, 1996) y de romántico (Bond,
2011) y, sin embargo, de nuevo, estas lecturas parecen salir de la imagen vulgarizada
que del autor se creó a posteriori más que de sus propios escritos. Tönnies nunca abogó,
como algunos le achacan, por el restablecimiento del tipo ideal de la gemeinschaft como
solución a las injusticias del capitalismo. En la estela de Marx, Tönnies afirma (1955:
120) que la gesellschaft capitalista lleva en su seno el germen del socialismo y que ese
socialismo no puede ser ni será nunca una vuelta al pasado. Tönnies era consciente,
como buen materialista, de que una regresión evolutiva a una gemeinschaft pura era
estructuralmente imposible en aquella sociedad de masas dependiente de la industria
para su propia supervivencia (Saunders, 1981: 133). Y éticamente indeseable,
podríamos añadir, para un hijo de su época, ferviente feligrés de la religión del progreso.
El tipo ideal de la gemeinschaft había de servir más bien, tanto en lo político como en lo
científico, como punto de referencia, valga decir de inspiración, para domesticar la
gesellschaft capitalista, desarrollando una forma de sociedad más cohesionada, más
igualitaria, menos alienante, a través, por ejemplo, de la creación de cooperativas de
trabajadores y otras estructuras similares, basadas (que no trasplantadas literalmente) en
los modelos de reciprocidad aldeanos. Todo con el objetivo de trascender 32 Francisco
Javier Ullán de la Rosa el puro individualismo competitivo del capitalismo. En
resumidas cuentas, su teoría de la gemeinschaft refleja las ideas socialdemócratas de su
faceta de hombre político. 2.2.3. Émile Durkheim (1858-1917): la ciudad como sistema
funcional superorgánico Émile Durkheim, fundador del primer Departamento de
Sociología en Europa, en la Universidad de Burdeos en 1895, es el primer gran adalid
del positivismo empirista en sociología (Giddens, 1974, 1978). Para reducir la enorme
multiplicidad de los datos empíricos a una realidad aprehensible recurre al método de la
inducción estadística, que desarrolló en sus Reglas del método sociológico (1895). Así,
Durkheim será uno de los primeros sociólogos, junto con la primera generación de
Chicago, en hacer uso intensivo de los datos estadísticos (datos empíricos reducibles a
expresión matemática) para extraer de ellos teorías generales sobre fenómenos sociales.
La primera aplicación de este método, y probablemente la más conocida, la constituye
su obra El suicidio (1898), que dedica a uno de aquellos problemas que parecía haberse
agudizado en las modernas ciudades y que atormentaba a los apóstoles del progreso. En
ella intentará explicar a partir de leyes sociológicas lo que aparentemente se presenta
como una acción motivada por razones puramente personales. Para llegar a descubrir
dichas leyes procederá por observación de una muestra estadística de suicidios que
cruzará con otros tipos de datos (clase social, religión, sexo, edad, estado civil, nivel
educativo, nacionalidad…) en busca de patrones que él había denominado «variaciones
concomitantes» (Durkheim, 2000 [1895]). Sin embargo no introduce la variable
residencial, lo que habría hecho del estudio un verdadero ejemplo de sociología urbana.
El resultado es de sobra conocido: mayores tasas de suicidio entre hombres que entre
mujeres, entre solteros que entre casados, entre protestantes que entre católicos y, lo más
interesante, la clasificación del suicidio en cuatro tipologías (altruista, fatalista, egoísta y
anómico). Estas leyes sociológicas universales remiten finalmente a una realidad
estructural y sistémica que existe más allá de las acciones particulares de los individuos
(en esto coincide con Marx). Esta realidad estructural es lo que Durkheim había llamado
«hechos sociales» ya en su tesis doctoral, La división del trabajo social, de 1893. Estos
«hechos sociales» son fenómenos colectivos, materiales o inmateriales Estudios sobre lo
urbano en la Europa victoriana y de la Belle Époque 33 (valores, sentimientos), que no
son reducibles a la suma de sus partes, es decir, que son autónomos de las acciones o
voluntades individuales, impulsados por su propia «lógica», y que como tales
condicionan (aunque no determinan) las acciones de los individuos (Durkheim, 1995
[1893]). La concepción del sistema social como una realidad dotada de existencia
ontológica convierte a Durkheim en continuador del protofuncionalismo que había
comenzado con el Social Statics de Spencer en 1851 (Perrin, 1995). Ambos pueden
considerarse, con todo mérito, abuelo y padre, respectivamente, del funcionalismo que a
partir de los años veinte y durante medio siglo dominaría la sociología desde sus
cuarteles generales en el mundo anglosajón (y más concretamente desde Chicago). Pero
mientras en Spencer este funcionalismo quedó en sus obras posteriores articulado con
un evolucionismo biologicista, el de Durkheim es plenamente sociológico y, si bien el
inevitable substrato evolucionista nunca desaparece del todo, presenta fuertes tendencias
al enfoque sincrónico, como después el norteamericano. También como aquel, su visión
sistémica está exenta de la causalidad economicista propia del materialismo histórico o
de alguna alusión a la lucha de clases y, en cambio, su concepto del «hecho social»
subscribe los dos principios básicos de la posterior teoría funcionalista: el del
superorganismo sistémico que se autorregula para mantenerse siempre en equilibrio con
independencia de las acciones individuales o colectivas de los actores sociales; y el de la
mutua interdependencia de todos los subsistemas o partes del sistema, igualmente
importantes para su funcionamiento (Parsons, 1951). Aunque fue amigo (compañero de
escuela) de Jean Jaurès, el fundador del Partido Socialista Francés, Durkheim nunca se
implicó en los movimientos políticos de izquierda y sus tesis pueden considerarse más
bien reformistas y no beligerantes con el statu quo (Poggi, 2000). Exactamente igual
que las del funcionalismo anglosajón. Esto puede verse perfectamente en algunas de sus
preocupaciones principales, en las que se recortan al trasluz temáticas implícitamente
urbanas. Sus conceptos de la «solidaridad mecánica» y la «solidaridad orgánica» son
claramente funcionalistas. Con el segundo de ellos, la «solidaridad orgánica», Durkheim
pretendía contrarrestar, implícita o explícitamente, la teoría marxista que vinculaba la
creciente división social del trabajo en la sociedad capitalista contemporánea con el
recrudecimiento del conflicto entre los grupos humanos (clases) que ella misma iba
conformando. Durkheim sustituye en cambio esta visión negativa de la transformación
histórica por una optimista, en 34 Francisco Javier Ullán de la Rosa lo que parece una
clara defensa de la modernización y la sociedad urbano-industrial: las diferencias
complementarias entre las clases (como la interdependencia, también complementaria
de los subsistemas en la metáfora funcionalista) no generan tensión sino, por el
contrario, una unidad cooperativa positiva, una solidaridad «orgánica» (orgánica porque
deriva de la lógica externa del funcionamiento de un «organismo» social, léase
«sistema» si no gusta la analogía biológica, del que las clases sociales son órganos no
independientes) (Durkheim, 1995 [1893]: 207). La defensa de la sociedad
urbanoindustrial se combina en Durkheim con el historicismo evolucionista y
etnocéntrico (casi ineluctable en los intelectuales de la época) al comparar dicho
organismo armónico con otro que también lo era (y, de nuevo, esto es funcionalismo) y
al que ha sucedido en el tiempo: la sociedad preindustrial o premoderna, cuya lógica de
autorregulación se basaría, en cambio, en la «solidaridad mecánica»1 . Pues bien, nos
dice Durkheim, distanciándose en esto de románticos comunitaristas como Tönnies: la
sociedad moderna basada en la heterogeneidad y la división social del trabajo no solo es
funcional sino que genera una solidaridad más fuerte que la mecánica, permitiendo
combinar el orden con un elemento muy positivo del que carecían la sociedades agrarias
preindustriales: la libertad individual (Durkheim, 1995 [1893]: 210). Con ello nos
quería decir que la sociedad industrial supone una evolución positiva, que la historia
evoluciona siguiendo una senda de progreso y que la sociedad urbana occidental es la
cúspide solitaria (al menos en aquel momento) de ese progreso, avanzadilla en un
mundo aún dominado en buena parte por las sociedades de solidaridad mecánica. Como
buen reformista, no están exentas de sus escritos las referencias a los problemas
(disfuncionalidades) generados por la brusca y acelerada transformación histórica que
vivía su tiempo, periodo de transición entre sistemas basados en lógicas de
funcionamiento (solidaridades) diferentes. La preocupación por los efectos negativos de
la modernización, que Durkheim necesita reintegrar en una explicación racional y
positiva de la modernización que salve el dogma del progreso, había estado presente
desde el principio de su carrera académica. A uno de estos efectos, el suicidio, le había
dedicado, 1 El juego de adjetivos empleado por Durkheim tiende a confundir a los
lectores que se acercan a su obra por primera vez, quizá porque el imaginario colectivo
conduce a asociar el término “mecánico” con lo industrial y el “orgánico” con lo
agrario. Estudios sobre lo urbano en la Europa victoriana y de la Belle Époque 35 como
vimos, todo un estudio en profundidad. En él quería, entre otras cosas, romper una lanza
a favor de la sociedad moderna, que podía ciertamente aparecer ante sus
contemporáneos como una sociedad que generaba infelicidad profunda, hasta el punto
de impulsar al suicidio. Durkheim pretendía demostrar que el suicidio se encuentra
presente en todas las sociedades, que simplemente cambia su forma de acuerdo a la
lógica de funcionamiento de cada sistema y que en algunas de sus formas podía,
incluso, ser funcional2 . En sus siguientes trabajos, y siguiendo la senda abierta por
aquel primero, centraría su atención en elaborar una teoría abarcante que pudiera
explicar la mayor parte de estas disfuncionalidades, de las que el suicidio era solo una
posible manifestación. Esta teoría la encontró en el fenómeno que bautizó con el
término de anomia, neologismo que acabaría alcanzando una enorme popularidad. La
anomia es la situación que se produce cuando, en ciertas condiciones particulares, el
sistema no consigue cumplir su misión de regular la vida de los individuos,
acomodándolos en roles funcionales para el sistema (y que sean, al mismo tiempo,
generadores de sentido para quienes los desempeñan), todo lo cual se traduce en una
panoplia de posibles comportamientos «antisociales»: abulia, dejación de las
responsabilidades laborales (absentismo), familiares (abandono familiar) o ciudadanas
(abstencionismo electoral, vandalismo, suicidio anómico…), 2 La tipología de suicidios
elaborada por Durkheim encajaba perfectamente, de hecho, en su dualismo
evolucionista más amplio que oponía sociedad tradicional a sociedad moderna. Así los
tipos altruista y fatalista son provocados por las lógicas imperantes en un sistema social
tradicional, donde el individuo es sometido completamente al control social y cultural
de la colectividad: el primero sucede cuando el sistema solicita el sacrificio del
individuo en beneficio de la sociedad (como los ancianos entre los indios de las praderas
norteamericanas que se dejan morir para no ser una carga), el segundo cuando la
opresión de un sistema totalitario sobre el individuo provoca que este prefiera la muerte
a la conformidad (los esclavos que se quitan la vida para escapar al yugo del trabajo
forzado). Los tipos egoísta y anómico son, por el contrario, producto de las
transformaciones llegadas con la modernidad y no se observan en sociedades
tradicionales: el primero es fruto de la liberación del individuo de aquel control total de
la colectividad y en ese sentido es saludado como un fenómeno, hasta cierto punto,
positivo, como un ejercicio de la libertad humana (mi vida es mía y hago con ella lo que
quiero), solo el segundo es visto como una verdadera disfuncionalidad del sistema,
producto de su incapacidad para producir sentido en ciertos individuos, para encajarlos
de manera correcta en el engranaje social, lo cual provoca un sentimiento de alienación,
de vacío, de no pertenencia que conduce a la depresión y a la solución escapista del
suicidio (Durkheim, 1989 [1898]). 36 Francisco Javier Ullán de la Rosa criminalidad,
prostitución, drogadicción y alcoholismo, violencia intrafamiliar, entre los principales.
Pero estos comportamientos, preocupantes y necesitados de atención y solución, no
invalidan su tesis: son considerados por Durkheim como «anormalidades» (anomalías
disfuncionales del sistema, podríamos decir en léxico funcionalista) que no impiden
necesariamente el funcionamiento del sistema pero a los que hay que poner freno para
evitar que rebasen el tamaño crítico en sí puedan poner en peligro la cohesión social en
su conjunto. La anomia es entendida por Durkheim básica y fundamentalmente en
términos de una falta de autorregulación interna de ciertos individuos. Premisa que lleva
implícita una conclusión muy clara: el problema se puede desactivar a través de la
resocialización, que es un mecanismo de control social. La lucha de clases queda así
arrinconada por innecesaria, muy lejos del horizonte durkheimiano. Por lo demás, y en
la línea de Marx o de Weber, una sociología estrictamente urbana está ausente de los
escritos de Durkheim. Para el padre de la sociología francesa la distinción entre
sociedad y ciudad en el mundo contemporáneo no tiene sentido. Para Durkheim, como
dice Saunders (1981: 86), «la sociedad no es otra cosa que una gran ciudad». El proceso
de urbanización es concomitante con el de modernización y lo único que hará
Durkheim, como antes Marx y luego Weber, es dar su propia versión de este proceso
cuyo escenario, pero no su causa, es la ciudad. Durkheim explicará cómo la «densidad
moral o dinámica» de la ciudad (con la que él quiere referirse al intenso grado de
interrelación y el elevado número de las relaciones sociales que se dan en el espacio
urbano) (Durkheim, 1995 [1893]: 300) mina, junto con el anonimato, el control social
tradicional (basado en la solidaridad mecánica) y la colectividad encuentra problemas
para imponer un código único de conducta moral. Esto desemboca en mayor libertad
para el individuo pero también en la anomia (los dos procesos divergentes que también
identificaría Simmel) y en el mantenimiento de pequeñas comunidades morales
(subculturas urbanas) en el seno de la sociedad mayor, sin que por ello estas puedan
poner en peligro la supervivencia del sistema social en su conjunto, pues su influencia
sobre los individuos queda circunscrita solo a ciertas dimensiones de la vida (prácticas
familiares, religiosas, estéticas…) y es contrarrestada por la existencia de otras
comunidades con las que se ve forzosamente obligada a coexistir en un marco de
relaciones común. Nacido en una devota familia judía en Francia (Poggio, 2000),
Durkheim hablaba, en este caso, por experiencia propia. Este último Estudios sobre lo
urbano en la Europa victoriana y de la Belle Époque 37 tipo de reflexión estaría
preanunciando la Escuela de Chicago con sus estudios de comunidad. La Ecología
Humana de los chicagüenses, el primero de los brotes del funcionalismo
norteamericano, le debe mucho al protofuncionalismo de Durkheim. 2.2.4. Max Weber
(1864-1920): la ciudad y el proceso moderno de racionalización La única obra que Max
Weber dedicó propiamente al estudio de la ciudad, Der stadt (La Ciudad) es, de hecho,
un tratado sobre la ciudad medieval y su papel protagónico en el alumbramiento del
capitalismo. Pero, como una ilustración casi ejemplar de la dimensión secundaria
otorgada a la ciudad en estos albores de la sociología, Der stadt fue publicada solo
póstumamente, en 1921 (aunque sabemos que fue escrita en la década anterior), como si
el propio Weber, en vida, hubiera renegado de su propia obra. Der stadt sería
rápidamente refundida en su siguiente edición, la de 1924, con otros textos, «sepultada»
al interior de su magnus opus, Wirtschaft und gesellschaf (Economía y sociedad), donde
su especificidad urbana se diluiría en favor de un análisis más panorámico del conjunto
del proceso de modernización (Weber, 1969 [1924]). No sería hasta mucho más tarde,
con su publicación en inglés en 1958, en su forma original separada del Wirtschaft, que
se sacaría a flote de manera más evidente la dimensión urbana del pensamiento de
Weber. El enfoque weberiano puede, de alguna manera, considerarse la respuesta
intelectual más potente ofrecida por la clase burguesa de anteguerra al materialismo
histórico marxista. Su sociología es, si se me permite la analogía con las posiciones
espaciales del lenguaje político, una sociología de centro, o de centro-derecha, según se
quiera interpretar su obra de forma más o menos crítica. Todo ello se refleja en la
centralidad que para él tiene el individuo, la acción individual y sus motivaciones
subjetivas, guiadas por códigos de valores morales. Sus posiciones académicas se
reflejan, de hecho, en sus paralelas implicaciones políticas: Weber fue uno de los
fundadores, en 1918, del Partido Democrático Alemán, el Deutsche Demokratische
Partei (DDP), de orientación liberal (Kaesler, 1996) (la mayoría de sus miembros
acabarían, tras el paréntesis de la dictadura nazi que llevó a la disolución de la
formación, por integrarse en la Democracia Cristiana [Frye, 1963]). Participó también
como asesor en la redacción de la nueva constitución de la República de Weimar. Sin 38
Francisco Javier Ullán de la Rosa embargo, su prematura muerte en 1920, víctima de la
Gran Gripe, en los albores de su carrera política, hace que dicha dimensión pase casi
desapercibida en el conjunto de su biografía. Sin duda la imagen global de Weber habría
sido hoy diferente si esa carrera política no se hubiera visto truncada en statu nascendi.
Weber, al contrario que Marx y Engels, era un hombre profundamente religioso
(protestante) y un crítico tanto del estructuralismo marxista como del positivismo
radical (Kaesler, 1996). Para Weber, la compresión holística de una realidad que existe
más allá de las acciones humanas (el sistema, la estructura, a los que el materialismo
histórico da el nombre de modo de producción o formación social) era algo que se
resistía a aceptar. La base del análisis sociológico deben constituirla las acciones
individuales y las motivaciones de los individuos que de ninguna manera pueden
reducirse, como Weber —erróneamente— siente que pretende Marx, a meras
personificaciones de relaciones estructurales objetivas. Los individuos no son
marionetas de las estructuras, tienen independencia de acción. No son la clase o el
Estado los que actúan, sino los individuos que los componen. La tarea de la explicación
sociológica es la de intentar comprender las acciones de los individuos por medio de la
comprensión de los significados que estos les confieren a las mismas. Pero las acciones
de los individuos no están predeterminadas, lo cual introduce un elemento de
incertidumbre insalvable en la explicación sociológica. La sociología no puede
establecer leyes universales, solo marcos de probabilidad típica. Lo máximo a lo que
puede aspirar como ciencia es a elaborar generalizaciones que den cuenta del grado de
probabilidad de que determinadas situaciones produzcan determinadas acciones
(Hekman, 1983; Freund, 1998). Estas generalizaciones son lo que Weber denomina los
tipos ideales que pueden ser, a su vez, históricos (cuando se trata de generalizaciones
solamente aplicables a un contexto histórico particular, como, por ejemplo, el
calvinismo o el capitalismo) o generales (aplicables en cualquier sociedad y época
histórica) (Weber, 1969 [1924]). Weber advierte en innumerables ocasiones de que estos
tipos ideales no deben entenderse como explicaciones totalizantes de la realidad sino
como aproximaciones siempre parciales. En ello Weber demuestra la huella dejada en él
por la filosofía neokantiana de su profesor Rickert (Saunders, 1981): para los
neokantianos, como para Kant mismo, la realidad empírica es esencialmente caótica e
inaprehensible. Para comprenderla racionalmente la mente debe ordenarla Estudios
sobre lo urbano en la Europa victoriana y de la Belle Époque 39 de acuerdo a una serie
de categorías. Estas categorías, en el caso de Weber, son los tipos ideales. Con ellos
Weber se alejaba tanto del marxismo como del positivismo más radical pues parte de la
base de que la realidad no puede entenderse únicamente por el análisis de los datos
empíricos: estos son caóticos, hay que ordenarlos y, al ordenarlos los transformamos en
categorías establecidas de acuerdo a una cierta lógica preestablecida. Esta
transformación no solo la opera el académico que analiza la realidad sino todos y cada
uno de los seres humanos que actúan en sociedad. Es por ello que Weber insiste tanto en
que el estudio de la acción social debe ser sobre todo y ante todo el estudio de las
categorías que las personas utilizan para dar sentido al mundo, para orientarse y actuar
sobre él. Es lo que Hindess (1977) ha denominado un «relativismo epistemológico
sistemático». Son esas líneas maestras las que conducirán a Weber a estudiar el
surgimiento del capitalismo en términos de racionalización, secularización y
«desencantamiento» de la sociedad pero también a contrarrestar lo que podría parecer
como una apuntalamiento desde la academia de la agenda cultural de la izquierda laica
y/o atea (en la que quizá sea su obra más popular, Die protestantische Ethik und der
Geist des Kapitalismus (La ética protestante y el espíritu del capitalismo (2003 [1903]),
señalando el papel que también juegan ciertos valores religiosos y espirituales en el
proceso de construcción de la modernidad. En ese marco teórico la ciudad medieval, la
única a la que Weber dedica un esfuerzo analítico deliberado, la única que reconoce
como ontológicamente autónoma, es analizada y concebida como un tipo ideal. Una
categoría que no se construye a partir del principio geográfico/demográfico de la
dimensión (en esto diferirá de Simmel) sino de acuerdo a principios económico-
políticos (y en esto se acerca a Marx). La ciudad emerge como sujeto histórico
autónomo (y, consecuentemente, como objeto de estudio en sí mismo) solo en la Edad
Media y en una doble dimensión: como el lugar exclusivo del mercado y de la industria,
por un lado, y como sede de un poder político autónomo que, en su forma ideal pura es
incluso militar, por el otro. En su particular versión del evolucionismo de la época,
Weber ve en el surgimiento de esta ciudad el «eslabón perdido» que une feudalismo y
capitalismo. Es en ella donde se produce el particular conjunto de condiciones que
conducen a la erosión de los valores tradicionales y al surgimiento del individualismo y
con él de la ciudad (después sociedad) como cuna de la democracia burguesa y de la
organización racional-burocrática como lógica dominante 40 Francisco Javier Ullán de
la Rosa de las relaciones sociales. Es decir, a la modernidad. Esto solamente ocurrió en
las ciudades occidentales. Es un atributo único y exclusivo de la civilización nacida en
Europa. Solamente aquí, durante la Edad Media, las personas se unieron por primera
vez como individuos, por encima de y eliminando las pertenencias tribales o familiares.
La obra de Weber es una constante vindicación retroactiva de los valores del
individualismo y la racionalidad liberales que defendería en su propia vida académica y
política y que asocia así mismo con el capitalismo. Es interesante analizar cómo se
conjugan esas teorías de la racionalización con el papel protagonista y benéfico que
atribuye a la religión cristiana en todo este proceso de formación capitalista. En Der
stadt Weber sitúa explícitamente las raíces del individualismo en el cristianismo, por su
contribución, como «asociación confesional de individuos» (Weber 1958: 103) a la
disolución de las estructuras de parentesco tradicionales. Todo lo contrario que otras
religiones, como el islam o el confucianismo, que han reforzado dichas estructuras
clánicas y de linaje. Lo que aparece como una contradicción en el plano epistemológico
(el cristianismo, con sus oscuros dogmas teosóficos y sus guerras de religión presentado
como vehículo de «racionalización»; el cristianismo, que triunfó en el individualista y
protocapitalista mundo romano precisamente por su potente mensaje de fraternidad y
comunidad) no lo es en el plano político ideológico. Max Weber simplemente refleja la
cosmovisión de las élites burguesas dominantes de la época, inconsistente y plagada de
contradicciones, como todas las cosmovisiones históricas, con su evolucionismo
unilineal y su etnocentrismo incluidos en el paquete. Solo hay un camino, nos dice, por
el que evolucionar del estadio tradicional al estadio moderno y este solo ha sido
caminado una vez en la historia: en la ciudad medieval occidental. Todas las demás
sociedades son automáticamente relegadas al vertedero de la evolución, como fósiles
premodernos, sin haberse siquiera detenido a considerar sus características en detalle.
Mientras el cristianismo es tratado con laxa indulgencia, iluminando solo aquellas
facetas que encajan en su hipótesis apriorística, nada se nos dice de fenómenos no
cristianos que se ajustan mucho más a ese argumento, como el estoicismo en el Imperio
Romano o la filosofía cívico-racionalista que nació de la mano de la escuela confuciana
en las ciudades chinas del periodo de los Estados combatientes (siglos IV a III a.C.).
Esos dos ejemplos, a los que podríamos añadir otros, encarnan de manera mucho más
perfecta ese proceso de racionalización e individualismo Estudios sobre lo urbano en la
Europa victoriana y de la Belle Époque 41 (¡incluso de burocratización, en el caso
chino!) que el caso occidental, donde esas tendencias tuvieron siempre que negociar su
paso con resistencias premodernas que nunca cedieron del todo su poder e incluso se
incrustaron en las formaciones modernas (Weber y tándem protestantismo/capitalismo
son un ejemplo pero lo mismo podríamos decir de la extraña e indisoluble pareja que
forman Ilustración y masonería, organización esta última a la que perteneció el propio
Weber [Kaesler, 1996] y que, como es bien sabido, no es solo un lobby promotor de
ideas modernas, sino además, una secta esotérica con creencias y prácticas místicas).
2.3. LA CIUDAD COMO VARIABLE INDEPENDIENTE: SIMMEL, SOMBART,
HALBAWCHS 2.3.1. Georg Simmel (1858-1918): primeros esbozos de una teoría
psicosocial y culturalista de la ciudad Tomando el testigo de Tönnies, este otro padre
fundador de la sociología alemana será, junto con Durkheim, el primero en desarrollar
el tema de la alienación psicológica en la ciudad. Simmel tampoco era socialista. Era un
burgués heredero de una fortuna industrial y amigo de Max Weber. En su concepto de
alienación tienen más peso las dimensiones cultural y psicológica que la estructural. Sin
embargo, sería incorrecto afirmar que Simmel es un culturalista radical que no presta
atención a los aspectos estructurales. Aunque preocupado fundamentalmente por el
mundo de los valores y las emociones, es cierto, su obra aborda el análisis de la mutua
relación entre estos y el mundo material, entre la cultura como producción puramente
autónoma y la cultura como producto del mundo material y como transformadora del
mundo material (Levine, 1971; Ritzer, 1992; Watier, 2003). Así, de alguna manera,
Simmel supera el debate entre materialistas e idealistas acercándose a posiciones más
contemporáneas, las que hoy suscriben todos los científicos sociales. La gran debilidad
de Simmel, sin embargo, es que esta visión sistémica no viene acompañada de rigor
metodológico y de investigaciones empíricas sino que se queda fundamentalmente en el
terreno de la especulación. Su obra reviste un carácter más filosófico que científico.
Convencido antipositivista y neokantiano, Simmel no basa sus argumentos en ningún
dato empírico o marco teórico sistemático sino en categorías 42 Francisco Javier Ullán
de la Rosa apriorísticas, profundamente contaminadas por juicios de valor. Sus estudios
parecen, más bien, el resultado de reflexiones basadas en su propia percepción de la
realidad. Esta falta de solidez científica lo conduciría, de hecho, a la marginalidad
dentro de la comunidad universitaria alemana, donde le costó mucho encontrar un hueco
profesional, a pesar de las recomendaciones de algunos buenos y poderosos amigos
como Max Weber, Rainer María Rilke o Edmund Husserl. La fortuna personal de que
disponía le permitió, sin embargo, soslayar todas esas dificultades y dedicarse a su obra
sin excesivas perturbaciones: aunque pudiera importarle el reconocimiento, no dependía
de un salario para vivir o para escribir (Levine, 1971; Watier, 2003; Ritzer, 1992). Esta
relación de retroalimentación entre cultura, personalidad y base material aparece
plenamente desarrollada en su primera gran obra sociológica Philosophie des geldes
(«Filosofía del dinero»), de 1900. En ella nos muestra cómo el dinero tiene una doble
realidad, material e ideal en constante retroalimentación: el dinero es una creación
mental (cultural) del ser humano que obedece a necesidades materiales (ordenar las
transacciones de mercancías). Una vez aparecido como realidad material y estructural el
dinero modifica la existencia de las personas (genera anonimato en las relaciones,
actitudes como la codicia, etc.) pero a su vez las personas invisten el dinero de valores,
emociones, rituales, símbolos (por ejemplo los estampados en el papel moneda)
modificando la forma de su práctica e impidiendo para siempre que esta pueda reducirse
a sus meras funcionalidades económicas (Simmel, 2004 [1900]). Y así en un círculo de
retroalimentación infinito. En esta obra está ya presente la ciudad como factor causal de
procesos en si misma, pues para Simmel es la concentración de personas desconocidas,
no ligadas por vínculos de parentesco en la ciudad lo que habría acelerado el proceso de
monetarización (Levine, 1971). Esta misma lógica sistémica la aplicaría unos años
después al estudio de la cultura urbana en sus siguientes trabajos Die grosstädte und das
geistesleben (1903), cuya primera traducción a otra lengua se haría esperar hasta 1950
(The Metropolis and Mental Life, en un texto recopilatorio sobre su obra) (Wolff, 1950).
En ella Simmel elaboraba, contemporáneamente con Durkheim, el tema de los aparentes
efectos contradictorios que provoca la gran ciudad sobre la personalidad. La ciudad será
considerada por Simmel como un tipo particular de entorno, un ambiente antrópico,
factor causal de un Estudios sobre lo urbano en la Europa victoriana y de la Belle
Époque 43 modo de vida, de una cultura y de sus correspondientes complejos
psicológicos específicamente urbanos, exclusivos de dicho entorno construido. Cultura
que, a su vez, modifica el entorno. Este acercamiento a la ciudad como factor de
causalidad social en sí misma, a la ciudad en tanto tal, en su dimensión espacio-
demográfica, como lugar de concentración de grandes cantidades de gente, y, por lo
tanto, objeto de estudio autónomo y no mero reflejo de procesos generales, convierten al
autor en una excepción en este grupo de antecesores de los estudios urbanos. La vida
urbana, afirma Simmel, hace a los individuos libres y alienados al mismo tiempo.
Libres, en la medida en que los ciudadanos se encuentran en la intersección de varios
círculos sociales, intersección que les permite, en cierta medida, escapar al control de
todos ellos y conducir una vida más individual, incluso secreta. Y alienados, en el
sentido en que quedan desprotegidos de sus redes sociales en un mundo que no los
necesita (Simmel, 1903: 57). La vida urbana es al mismo tiempo más personal y más
impersonal. La metáfora es la del extranjero: ese es, de hecho, el título de un capítulo en
su obra miscelánea de 1908 Exkurs über den fremden (volcado al español como
Digresión sobre el extranjero [1977]). El individuo es un extraño, un extranjero, en la
ciudad. La ciudad es un mundo que nunca penetrará en el interior de su espíritu. Simmel
oscilará constantemente, con no demasiada congruencia, entre ambas consecuencias de
la vida urbana sin al final construir una teoría unificada que diera explicación a esos
fenómenos que él mismo parece presentar como contradictorios. La estética burguesa de
Simmel, el habitus individualista de su clase, no puede evitar sentir cierta aprensión por
la emergencia de la sociedad de masas en las ciudades. A la masa Simmel la
culpabilizará de erosionar la inteligencia del individuo, de rebajar su creatividad con la
dictatorial ramplonería de la mediocridad, de someter la racionalidad individual a una
burda emotividad colectiva. Pero al mismo tiempo —nos advierte— frente a este ataque
a su individualidad, los habitantes de la metrópolis tienden a enfatizar su propia
subjetividad exagerando comportamientos particulares, inventando nuevas formas de
comportamiento y productos culturales, a veces, incluso, extravagantes, para
distanciarse de los demás y reafirmar su propia personalidad. Así pues, esa misma
ciudad de la dictadura de las masas, estimula la aparición de fenómenos culturales
nuevos, es un crisol de heterogeneidad cultural. El revoltijo impreciso del análisis
simmeliano se acrecentará aún más 44 Francisco Javier Ullán de la Rosa cuando en
otros pasajes, con un nuevo golpe de timón, nos dirá cosas como que la gran cantidad de
estímulos a la que está sometido el urbanita y su rápida mutación en el tiempo provocan
un estado de agitación nerviosa que es típico del habitante metropolitano y que puede
desembocar en un estado de apatía o de abulia como mecanismo psicológico de defensa
ante la abrumadora cantidad de novedades, tecnologías, descubrimientos científicos,
vanguardias artísticas con que es bombardeado en su cotidianeidad (Simmel en Wolf,
1950) Esta apatía tiene ciertas concomitancias con la anomia de Durkheim, si bien
aquella es básicamente estructural mientras que esta es fundamentalmente psicológica,
subjetiva. En efecto, está ausente en Simmel cualquier intento de resolver esta aparente
contradicción de la vida moderna a partir de la isostasia funcionalista como proponía
Durkheim. Ello no quiere decir que Simmel nos deje flotando completamente en el
vacío de la ambigüedad. El enigma de la vida moderna puede resolverse, de alguna
manera, a partir del enfoque psicologista. Lo que Simmel describe, con el toque
impresionista de su pincel más ensayístico que sociológico, es la ciudad como
experiencia subjetiva que emana de su enorme heterogeneidad cultural y del
debilitamiento de los muros que hasta entonces mantenían las subculturas urbanas (que
han existido desde siempre) separadas e inaccesibles unas de otras (pensemos en las
juderías medievales o en la rígida separación, cultural y espacial, entre aristócratas y
plebeyos). Una heterogeneidad que entonces, en los albores del siglo XX, cada
individuo a fin de cuentas vivía de forma personal y única (recordemos al hidalgo
Toulousse-Lautrec confraternizando con cabareteras y apaches y retratando en sus
lienzos una sociedad de burgueses atraídos como él por la fascinación de la cultura
popular). En esa liberalización subjetiva de la experiencia cultural, unos individuos
oscilarán hacia el polo de la alienación o la anulación en el anonimato de la masa y
otros, en cambio, se deslizarán hacia cotas más elevadas de autoexpresión y realización
personal (Ritzer, 1992). En cualquier caso, y con todas sus ambigüedades, la
importancia del enfoque de Simmel no radica tanto en su obra en sí sino en la influencia
que tendrá sobre autores posteriores. Con su psicoculturalismo, Simmel distorsionó el
contínuum rural/urbano establecido por Tönnies y lo convirtió en una distinción
realmente dicotómica, en un par categorial y axiológicamente enfrentado, abriendo el
camino a su vulgarización y su uso ideológico posterior. Por otro Estudios sobre lo
urbano en la Europa victoriana y de la Belle Époque 45 lado, al establecer una relación
sistémica entre ambiente, cultura y personalidad, Simmel se convierte, reconocido o no
por aquellos (su texto, como hemos visto, no fue traducido hasta 1950), en precursor de
subdisciplinas sociales que verían la luz unas décadas más tarde en los Estados Unidos:
a) la escuela antropológica de Cultura y Personalidad (o antropología psicológica), que
aplicaría la idea pergeñada por Simmel para las gesellschafts urbanas occidentales al
estudio de las gemeinschafts primitivas (Mead, 1928, 1935; Benedict, 1934, Linton,
1939; Sapir, 1949, este último también alemán, posible introductor de la obra de
Simmel en Norteamérica) y b) La psicología social (su padre fundador oficial, Kurt
Lewin, otro alemán trasplantado a los Estados Unidos, la había inicialmente llamado
«Psicología Topológica» (Lewin et al., 1936), dejando patente el protagonismo otorgado
a la variable espacial en la conformación de la personalidad individual y colectiva).
Aparte de su posible influencia sobre estas nuevas incursiones disciplinares, su herencia
se deja notar especialmente en los estudios posteriores sobre la moderna cultura urbana
de masas y sobre los efectos alienantes de la gran ciudad (Simmel, por otra parte, era ya
a su vez continuador de la senda abierta por Nietzsche [Kellner, 1999]). Las reflexiones
sobre dicha cultura de masas generada en y por la ciudad (aunque en muchas ocasiones
esta no sea nombrada explícitamente por los autores) serán retomadas, en los mismos
tonos críticos y pesimistas, por filósofos alemanes de la talla de Spengler (1918), y por
la Escuela de Frankfurt en los años treinta y siguientes décadas (Adorno, Horkheimer,
Marcuse, entre otros [Jay, 1996]) Su idea de la alienación como experiencia subjetiva
pero central en la personalidad moderna es también seminal para el existencialismo
francés (recordemos el título de la famosa novela de Albert Camus, L’étranger [1942]
—¿el título se inspiró quizá en el homónimo de Simmel? —). Más importante para la
sociología urbana, y desde un punto de vista más teorético, su idea de la densidad
demográfica como factor causal de los modos de vida urbanos será una de las piedras
angulares de la Ecología Humana de Robert Ezra Park. Ello no es en ningún modo
casual, puesto que Park, antes de recalar a orillas del lago Michigan, había sido
discípulo de Simmel en Alemania. El argumento culturalista sería desarrollado
ulteriormente por uno de los principales exponentes de la segunda generación
chicagüense: Louis Wirth, cuyo origen alemán le permitió también acceder a los textos
de Simmel. 46 Francisco Javier Ullán de la Rosa 2.3.2. Werner Sombart (1863-1941): la
ciudad como productora de alta cultura Aunque se trata de una figura oscurecida por los
grandes nombres de su tiempo (y también por la mancha en su expediente que supuso su
giro del socialismo al nacional-socialismo en los años treinta) el sociólogo alemán
merece una breve reseña en cuanto aportó algunos puntos interesantes para el estudio de
la ciudad. De él destacaremos dos obras: Der begriff der stadt und als wesen der
städtebildung (1907), nunca volcada a otra lengua y que podría traducirse por «El
concepto de ciudad y la naturaleza de la ciudadanía», y Die juden und das
wirtschaftsleben (1911), traducida al inglés en 1913 como The Jews and Modern
Capitalism. En la primera Sombart trata de encontrar las características definitorias de la
cultura urbana desde una perspectiva muy diferente a la de Simmel, lejos de sus tonos
apocalípticos y decididamente con una visión positiva de la ciudad como sujeto
fundamental de la civilización. El caso empírico que analizará Sombart, a pesar de ser
alemán (y esto ilustra lo dicho acerca de la hegemonía de ciertas metrópolis en la
historia de la sociología urbana) será el de París. Lo que caracteriza a la ciudad es,
fundamentalmente, que en ella se produce una concentración de los mecanismos de
producción y reproducción de la alta cultura de una sociedad, de sus manufacturas
culturales más sofisticadas y de las clases sociales que las elaboran y consumen
(mercados de lujo, las profesiones más especializadas y minoritarias, el conocimiento y
la innovación, el arte oficial y de vanguardia) (Sombart, 1907; en Voyé, 2001). La
segunda obra citada puede considerarse una secuela y un trabajo complementario al de
Weber sobre las relaciones entre capitalismo y ética protestante. En él Sombart explora
el papel jugado por los judíos en el nacimiento del moderno capitalismo en las ciudades
medievales. Excluidos, por el particular apartheid religioso de la época, de la propiedad
de la tierra e incluso de la red paternalista de protección/explotación feudal basada en la
servidumbre, los judíos fueron desde la Alta Edad Media una casta eminentemente
urbana. Sombart trata de demostrar cómo su marginalidad dentro de la sociedad y del
propio seno de la ciudad, donde el mismo sistema de segregación religiosa les cerraba
las puertas de los gremios, se acabaría convirtiendo en una insospechada ventaja al
forzarles a desarrollar un capitalismo independiente, de naturaleza financiera y
comercial, mucho más flexible que el capitalismo manufacturero corporativo Estudios
sobre lo urbano en la Europa victoriana y de la Belle Époque 47 de las organizaciones
gremiales. Exactamente la variedad capitalista, que a la postre se acabaría imponiendo
como dominante. Así, para Sombart, la marginación de los judíos es una de las causas
mismas del nacimiento del capitalismo y de la sociedad urbana en sí misma (Sombart,
1911). 2.3.3. Maurice Halbawchs (1877-1945): ¿auténtico padre de la sociología
urbana? Nos desplazamos ahora de Alemania otra vez hacia Francia (aunque el apellido
siga siendo germánico) para concluir este capítulo analizando brevemente la figura de
quien merece el reconocimiento de padre de la sociología urbana en ese país (Amiot,
1986; Fijalkow, 2002). Fue, efectivamente Halbwachs, francés de padre alemán,
miembro del equipo de L’Année sociologique de Durkheim desde 1904, quien por
primera vez exploraría fenómenos sociales relacionados directamente con la
espacialidad de la ciudad. La tesis fundamental de Halbawchs es la que, como ya hemos
visto, constituye la piedra angular de la sociología urbana: la organización espacial
condiciona las relaciones sociales. Será esta una tesis que no elaboraría en todo su
alcance hasta su obra más madura y reconocida, Morphologie du sociale (1935) pero
que ya subyacía en toda su obra precedente. Halbawchs fue quizá el primer autor
socialista (en 1909 aprovechó su conocimiento del alemán para marchar un año a la
Universidad de Berlín a estudiar la obra de Marx y Engels) en sacar los pies del cubo
estrictamente estructuralista y empezar a valorar a la ciudad por sí misma, como objeto
socioespacial. Y esto es así porque el socialismo de Halbwachs (que lo llevaría a morir
de disentería en 1945 en el campo de concentración de Buchenwald) fue más político
que epistemológico, mostrándose en este último terreno, en cambio, bastante ecléctico,
con influencias no solo del marxismo, o de su colega y maestro Durkheim, sino
también, en su última época, de la Escuela de Chicago (pasaría un año en la universidad
norteamericana como profesor visitante en 1934). Halbawchs es, en ese sentido, entre
todos los autores aquí considerados, una auténtica excepción, el pionero de la verdadera
sociología urbana metodológica y empírica, más allá del culturalismo ensayístico de un
Simmel o un Sombart. Un explorador solitario de una de las que después sería veta
fundamental de la sociología urbana: el tema de las relaciones entre el precio del suelo
urbano, la 48 Francisco Javier Ullán de la Rosa economía política, la ideología, y la
estratificación social. Un filón que Halbawchs descubre ya en su exhaustiva tesis
doctoral en la Facultad de Derecho de la Sorbonne (una muestra más de la naturaleza
fluida de las divisiones disciplinares en una época en la que el organigrama universitario
aún estaba en fase temprana), Les expropriations et les prix des terrains à Paris (1860-
1900), de 1908. Halbawchs fue quizá el primer sociólogo en señalar cómo el precio del
suelo repercute sobre el de las viviendas y los alquileres y este a su vez sobre la
distribución de las clases sociales en el espacio pero también cómo esta se produce por
medio de mecanismos que no siguen las simples leyes de la economía clásica (la oferta
y la demanda) puesto que en ella influyen así mismo otros muchos factores, a saber:
políticos (entre otros la intervención del Estado y la acción de las colectividades locales)
y culturales (la representación que los autores tienen del espacio como, por ejemplo, las
expectativas futuras de transformación de tal o cual distrito urbano). Halbawchs
estudiaría estos mecanismos a través del análisis de la remodelación haussmaniana de
París, un fenómeno que obsesionará desde entonces a los sociólogos urbanos franceses
(por ejemplo Lefebvre [1968; 1970]) y también a algunos anglosajones, como David
Harvey (1985). Siguiendo un enfoque durkheimiano, Halbwachs contrasta las
motivaciones conscientes de la reestructuración del París del Segundo Imperio, tal y
como fueron explícitamente expuestas por el barón Haussman en sus Mémoires
(mejorar el tráfico y la higiene, facilitar la represión de las manifestaciones obreras,
favorecer el retorno de la burguesía al centro de la capital) con causas estructurales que
no son necesariamente conscientes (porque obedecen a una lógica colectiva, la del
funcionamiento del superorganismo). En su estudio llega a la conclusión de que los
factores demográficos tienen tanta importancia, consciente o no, como las motivaciones
políticas o económicas. Para demostrarlo clasifica los nuevos bulevares en dos tipos:
vías de circulación y vías de poblamiento (Halbawchs, 1908: 167) y muestra cómo las
primeras fueron abiertas para comunicar dos barrios cuya población había crecido en los
años previos y las segundas, como prolongación de barrios en expansión. Su
introducción de factores físicos ajenos a la economía política (o a la cultura) lo hace
precursor, paradójicamente, de la misma Escuela de Chicago que después influiría sobre
su obra tardía. En otra obra, con una agudeza que se adelanta en medio siglo a los
estudios que acometerá sobre el tema la sociología urbana neomarxista, Halbwachs
(1920) llama la atención Estudios sobre lo urbano en la Europa victoriana y de la Belle
Époque 49 sobre la figura del especulador urbano, que surge precisamente a mediados
del siglo XIX en aquellos grandes proyectos urbanísticos, como factor fundamental en
la conformación del espacio físico (y social) de la ciudad. Halbwachs fue también
pionero en promover la implicación de la sociología en la planificación urbanística,
participando activamente en el movimiento que emergió en Francia tras la Primera
Guerra Mundial para reclamar al Estado la concesión de competencias urbanísticas a los
municipios como solución para atajar la cuestión de los llamados mal-lotis: un primer y
grave problema de ocupación ilegal del suelo y chabolismo en las zonas periféricas en
torno a París (Fijalkow, 2002).

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