Está en la página 1de 12

* Las experiencias internas

del analista
Su contribución al proceso analítico

** Theodore J. Jacobs (Nueva York)

Dentro de la temática de este Congreso, esta presentación estará


centrada en mis experiencias dentro de la situación analítica con un
paciente. Me propongo ilustrar de qué manera el analista se utiliza a
sí mismo en el trabajo o, en términos más específicos, describiré cómo
ciertos pensamientos, sentimientos, fantasías y sensaciones físicas de
las que tomé conciencia durante esa sesión surgieron en respuesta a
comunicaciones inconscientes del paciente, iluminaron ciertas re-
sistencias en mí mismo e hicieron una contribución a la forma y la
sustancia de mis intervenciones. Considero que el uso de mis expe-
riencias internas constituyó un elemento esencial para comprender
las transacciones que tuvieron lugar en esa sesión y para ayudar al
paciente a dar un pequeño paso adelante en el tratamiento. Mencio-
naré todo lo que registré en esa ocasión y lo que puedo recordar de
los fenómenos que surgieron en mi mente en su transcurso, así como
la forma en que los utilicé.
No cabe duda de que, al escuchar material tan centrado en mí mismo,
se encontrarán ustedes en la situación de ese niño de 10 años a quien
se le asignó la tarea de leer un libro sobre los osos polares del Mar
Ártico. Cuando el niño presentó su informe en clase, tenía muy poco
que decir.
"¿Leíste el libro, John?", le preguntó la maestra.
"Sí, señorita."
''Y bien, ¿te gustó?"
''No, señorita."
"Por qué no?"
"Porque dice más sobre los osos polares del Mar Ártico de lo que me
interesa saber."
Temo que en el curso de esta presentación les diré mucho más so-

* Título original: "The Inner Experiences of the Analyst: Their Contribution to the
Analytic Process".
** Dirección: 170 E. 77th Street, Apt. 1G, New York, NY 10021, USA.
254 Theodore J. Jacobs

bre mí de lo que a ustedes les interesa saber, pero confío en compen-


sar esta imposición ofreciéndoles una lente a través de la cual les sea
posible percibir la contribución de los procesos mentales de un analista
a la labor analítica en una sesión particular. También confío en ilustrar
una manera de pensar sobre los aspectos interactivos de la situación
psicoanalítica a la que se ha prestado mucha atención en los últimos
años y que ha hecho un importante aporte a nuestro campo. En pocas
palabras, este criterio destaca los siguientes criterios: que el proceso
analítico inevitablemente involucra la interacción de dos psicologías;
que las experiencias internas del analista a menudo ofrecen un camino
valioso para comprender las experiencias internas del paciente, y que
no pocas veces el progreso analítico depende de la elaboración de las
resistencias, tanto en el analista como en el paciente. Y en ese pro-
ceso de superar sus propias resistencias, desempeña un papel central
el empleo que el analista hace de sus experiencias subjetivas a me-
dida que surgen en la inmediatez de la sesión analítica.
Son las 7:55 de la mañana de un lunes. Me encuentro en el nuevo
consultorio al que me mudé durante el fin de semana, aguardando
que llegue el Sr. V. Tiene 38 años y es un abogado soltero. delgado,
buen mozo y elegante. Tiene el aspecto y el comportamiento de un
yuppie arquetípico. Inició su análisis hace 18 meses porque le disgus-
ta su trabajo, no ha logrado el éxito profesional y económico que
anhela, no tiene amigos, evita a sus familiares y no puede asumir el
compromiso de casarse con la mujer con la que vive desde hace dos
años. A menudo habla de sí mismo como de un impostor, alguien que
da la impresión de ser mucho más experto en su campo de lo que en
realidad es. Le aterra la idea de que sus deficiencias se pongan de
manifiesto. También yo me encuentro a veces pensando que no le
compraría a mi paciente un auto usado. Por otra parte, sé que el Sr.
V. necesita mostrarse como un embaucador y me pregunto si ha lo-
grado que yo lo vea como tal.
Sin embargo, hay algo amenazador en el Sr. V. A veces, cuando
está en el diván, me imagino a un personaje de una obra de Pinter,
el tipo de individuo que parece inocuo en la superficie pero que oculta
una veta de violencia en su interior. El Sr. V. es el único de mis
pacientes que, mientras espera que comience su sesión. permanece de
pie a algunos centímetros de la puerta. Cuando la abro, pasa junto a
mí como una tromba y se lanza a la carga en dirección al diván. como
un cazador de gangas en la liquidación de una gran tienda.
Cuando niño. el Sr. V. se sintió excluido por un hermano mayor
indiferente y padres centrados en sí mismos, y he llegado a comprender
su conducta en mi consultorio como un esfuerzo por autoafirmarse
y reclamar su lugar legítimo en mi diván y en mi vida. Le interpreté
este deseo al paciente, y reconoció que era cierto. Pero esta interven-
ción no modificó su conducta. Sigue parándose a pocos centímetros de
la puerta, me hace sentir incómodo y me provoca la sensación de que
invade mi espacio.
Las experiencias internas del analista 255

Hoy, mientras espero que llegue el Sr. V., me siento más tenso que
de costumbre. Sé que criticará mi nuevo consultorio, yeso me produce
cierta aprensión. El Sr. V. otorga gran importancia a las apariencias.
Cuando se siente molesto porque lo que lo rodea le parece muy poco
atractivo, puede ser cáustico. Mi ansiedad refleja también mi propia
insastisfacción con el consultorio que acabo de alquilar. Aunque está
en un buen edificio en el elegante East Side de Manhattan, en cierto
sentido no me parece bien puesto. En esos departamentos más grandes
y desconocidos para mí, mi consultorio parece pobre y vacío. De he-
cho, me doy cuenta de que me siento incómodo por el aspecto de mi
nuevo lugar de trabajo y enojado conmigo mismo por no haber pensa-
do antes en el problema y comprado muebles nuevos.
El Sr. V. toca el timbre. Siempre es puntual, casi en exceso. Eso es
importante para él pues se enorgullece de su puntualidad. A veces
pienso en él como en un sargento obsesionado por la limpieza: duro,
exigente, perfeccionista. Al oírlo entrar, coloco una toalla de papel
sobre la almohada y me demoro unos segundos arreglándola. Mientras
lo hago, de pronto aparece en mi mente la imagen de un escritor con
que el solía estudiar. En cierta ocasión, me confesó que tenía un ri-
tual cotidiano. Antes de instalarse a escribir, y para postergar esa ta-
rea, le saca punta a media docena de lápices y los alínea, uno por
uno, sobre el escritorio. Comprendo que he tenido ese pensamiento
porque yo también postergo el momento de abrir la puerta. Cuando lo
hago, me he demorado unos 30 segundos.
El Sr. V. hace una inclinación de cabeza y avanza hacia el diván.
Se desabrocha el saco y se acuesta. Sus zapatos están muy bien
lustrados y tengo oportunidad de observar su traje antes de que se
recueste. Es azul, elegante, de corte inglés y evidentemente de me-
dida. Echo una mirada furtiva a mi propia ropa: parece común y
corriente en comparación, una chaqueta y un par de pantalones sin
distinción ni personalidad. Surge en mi mente un nombre, Barney's.
Es una tienda para hombres en Nueva York que ahora está muy de
moda pero que se inició hace algunos años en la venta de ropa ba-
rata. En sus primeras propagandas radiales se describía como una
tienda sin pretensiones cuya mercadería colgaba de simples per-
chas. Con un sentimiento de mortificación, se me ocurre que durante
todos estos años yo mismo he sido un hombre sin pretensiones, un
tipo "de confección" que no ha dejado atrás su mentalidad Barney's
original y no ha dado el salto hacia el mundo de la ropa a medida.
Por el contrario, tanto mi padre como mi analista se parecían más
al Sr. V. en el sentido de que ambos aspiraban a cierta elegancia y
ambos se hacían hacer la ropa a medida. En esta área no he competido
con ellos.
Pienso en las interpretaciones que me hacía mi analista con respec-
to a mi actitud no competitiva. Solía señalar que yo evitaba el con-
flicto con otros hombres para no entrar en competencia con ellos. Ahora
veo a mi analista, un hombre grande e imponente y, por un momen-
256 Theodore J. Jacobs

to, vuelvo a experimentar la ansiedad que sentía en mi análisis al


pensar que si lo desafiaba demasiado directamente podía lanzar su
cólera contra mí.
Esto me trae otra vez al Sr. V. Lo miro. Está recostado en silencio
en el diván, examinando la habitación. Sus manos se deslizan con
suavidad sobre los bolsillos del saco, como si quisiera eliminar cual-
quier arruga. Surge en mi mente una frase que oí en alguna parte.
"Tiene aspecto británico, piensa en idish." Comprendo enseguida que
se trata de un comentario despectivo que, en parte, se adelanta a la
crítica del Sr. V. y, en parte, revela mi rivalidad y mi envidia con res-
pecto a su gran elegancia. También expresa mi percepción de que el
Sr. V. no quiere que se lo considere judío.
Pienso en nuestra interacción y comprendo que mi transferencia
con el Sr. V. contiene muchos elementos de mi relación con mi padre
y otras figuras masculinas de autoridad. Ansioso ante la perspectiva
de chocar con ellos, siempre evité el conflicto. Para asegurar la paz,
dejé que fueran los ganadores, usé ropa barata y traté de ocultar mis
sentimientos de rivalidad y competencia. Creo que esto es lo que ha
estado sucediendo con el Sr. V. Ha manejado su temor a mí negán-
dolo y convirtiéndose en el agresor. Yo he manejado mi temor a él
reprimiendo mi rivalidad y agresión y experimentando, en el nivel
consciente, una cierta aprensión en su presencia. Sin embargo, com-
prendo que mis sentimientos agresivos han comenzado a desbordar y
a hacerse presentes a través del tipo de pensamientos que acabo de
tener. Me recuerdo a mí mismo que necesito estar consciente de esa
reacción, tal como necesito estar consciente de mi viejo patrón de
evitación del conflicto frente a un hombre temible.
Luego surge en mi mente una imagen de mi padre. Me lo imagino
en el teléfono, gritándole a uno de sus vendedores poco productivos y
colgando abruptamente. Imagino esa escena y siento el mismo tipo de
ansiedad que experimentaba en mi infancia cuando, ya acostado, oía
a mi padre estallar de rabia. Y luego recuerdo que, a través de mi
análisis, pude superar en gran medida el temor que me inspiraba. Sé
que tener este pensamiento es una manera de decir que puedo mane-
jar al Sr. V. y todos los sentimientos que provoca en mí.
El Sr. V. ha completado su examen silencioso de mi consultorio.
"En realidad usted es congruente", dice. "Es notable. Su decoradora
de Sears realmente lo logró. Consiguió una repetición de su viejo
consultorio hasta el último desagradable detalle." Hace una pausa y
luego sigue.
"¿No fue un filósofo el que dijo que la congruencia es el duendecillo
de las mentes pequeñas?" Tengo un rápido pensamiento y una mo-
mentánea sensación de triunfo: el Sr. V. se ha equivocado. La ver-
dadera cita -creo que es de Emerson- es "una congruencia tonta es el
duendecillo de las mentes pequeñas". Estoy a punto de decirlo pero sé
que al corregir a mi paciente no haría más que alardear y actuar a
la defensiva. Me abstengo.
Las experiencias internas del analista 257

El Sr. V. está embarcado ya en otro tópico. Trato de encontrar la


relación con sus comentarios iniciales. Describe un hecho que tuvo
lugar unas noches antes. Lo habían invitado a cenar en casa del Sr.
K, un amigo de la infancia que a lo largo de los años se ha hecho
muy amigo del hermano mayor del Sr. V. De hecho, el Sr. K había
invitado a ambos pero el hermano mayor de V. no aceptó porque a su
vez esperaba visitas en el elegante departamento que había comprado
poco antes.
Mi paciente dice que no siente mayor simpatía por el Sr. K, que no
tenía interés en cenar con él y que había aceptado su invitación por
algún absurdo sentimiento de lealtad para con el hermano y una
sensación irracional de culpa ante la idea de volverle la espalda a un
viejo amigo del viejo vecindario.
"Es un imbécil", señala el Sr. V. "Un schlemiel que hizo un poco de
dinero con una cadena de tiendas, ahora tiene ideas fantasiosas y se
mudó a Park Avenue. No sé qué ve en él mi hermano. Son de la
misma clase. Ambos tuvieron suerte, hicieron dinero y creen que son
algo extraordinario."
Mientras escucho, me siento tenso. Observo que mi pulso se acelera
y que tengo los músculos abdominales contraídos. Me doy cuenta de
que mi cuerpo está levemente girado en dirección contraria a la del
diván. Comprendo también que reacciono a una sensación, que no
puedo determinar, de que me están criticando indirectamente. Se me
ocurre que los comentarios despectivos del Sr. V. también encierran
desprecio con respecto a mí.
Luego recuerdo algo de una sesión que tuvimos hace algunos meses.
El Sr. V. había hablado al pasar de su deseo de mudarse al East
Side, donde su hermano se disponía a comprar un piso, y de su frus-
tración porque no podía pagar un departamento tan caro. Este recuerdo
de una sesión previa me pone en contacto con la envidia que ocultan
los comentarios del Sr. V. En parte porque ahora comprendo que eso
es cierto y, en parte, porque intuitivamente y a través de sensaciones
corporales también percibo cierto desplazamiento al Sr. K de senti-
mientos con respecto a mí y a mi mudanza, le señalo a mi paciente
ese hecho. Le digo que el Sr. K no es la única persona que se ha
mudado al East Side. Le recuerdo que él mismo había querido mu-
darse allí; y que su hermano adquirió hace poco una propiedad muy
cara no lejos de mi consultorio. Le sugiero también que mi mudanza
a esa zona puede haber despertado sensaciones muy intensas en él,
sensaciones que, en parte, afloraban en su actitud frente al Sr. K
El Sr. V. responde con las palabras de una copla burlesca que apa-
rece de pronto en su conciencia.

"Los nuevos ricos, los nuevos ricos,


¿Qué haremos con los nuevos ricos?
Los colgaremos, señor. Son todos hijos de putas."
258 Theodore J. Jacobs

Mientras lo escucho, siento que mi abdomen se tensa, que el pulso se


acelera, y comprendo que, si bien conscientemente me divierte lo que
hace, no dejo de percibir la agresión que encierran sus palabras. Le
señalo este aspecto de la copla al Sr. V. y le digo que debe sentir
envidia de mí, del Sr. K. y de su hermano por tener los medios para
mudarnos al East Side mientras que él no pudo hacerlo. Agrego que
le debe resultar difícil sentir envidia. Señalo que esa emoción no surge
directamente sino que lo que él siente es rabia y crítica con respecto
a los demás.
El Sr. V. responde con un recuerdo de su adolescencia. Recuerda
haber envidiado la ropa elegante del hermano y haber deseado que le
prestara algunas prendas para ciertas fiestas. Pero si se las pedía, el
hermano no sólo se negaba sino que lo humillaba burlándose de su
aspecto físico. El Sr. V. recuerda haber jurado que jamás permitiría
que nadie lo pusiera en esa situación otra vez.
Mientras el Sr. V. relata esa historia tengo una imagen mental del
hermano: fuerte, mezquino, desagradable, y siento rabia frente a ese
hombre tan grosero. De pronto recuerdo mis propias experiencias
infantiles de humillación. Pandillas de jovencitos irlandeses solían
vagar por las calles del vecindario en que crecí, arrinconar a los chicos
judíos que encontraban, robarnos y a menudo golpearnos. Odiaba a
esos matones y comprendo que los he asociado con el hermano del
Sr. V. Me advierto que debo estar alerta a los peligros involucrados
y a la posibilidad de identificarme con mi paciente como víctima de
bru talidad.
Mi paciente vuelve a criticar al Sr. K. Lo que le resulta particu-
larmente intolerable en él es su súbita religiosidad. De pronto se ha
convertido en un judío piadoso. No tiene duda de que en ese sentido
influyó su propio hermano, quien también sufrió un súbito ataque de
religiosidad hace algunos años. Para el Sr. V. ambos son unos far-
santes. Son tipos que por unos dólares robarían a un pobre. En la
escuela hebrea no hacían más que arrojarse escupitajos entre sí. Ahora
son pilares de la sinagoga, importantes contribuyentes cuyos nombres
están escritos en las placas del santuario del templo.
El viernes a la noche los K. dijeron oraciones y encendieron velas.
Fue una farsa. Tendría que haber visto el candelabro que tiene este
tipo. Una antigüedad de los macabeos, o algo así. Debe costar cincuenta
mil dólares. De hecho, tiene objetos religiosos en todo el departamento.
Los colecciona: cubiertas de la Torá, chales, estrellas de David, esos
pequeños símbolos que se ponen en las puertas, de todo. El lugar
parece una sucursal del Museo Judío.
Mientras el Sr. V. habla, surgen en mi mente una serie de recuerdos
en apariencia no relacionados entre sí. Recuerdo un molesto episodio
que tuvo lugar hace algunos años. Una mañana de invierno me levanté
muy temprano para ver a un paciente. Con el fin de no despertar a
mi mujer me vestí en la semioscuridad pero, al hacerlo, cometí un
error. Metí un brazo en el placard y saqué de la percha no el saco y
Las experiencias internas del analista 259

los pantalones de un traje gris sino la chaqueta de un traje y los


pantalones de otro, de color similar pero de diseño distinto. Durante
esa sesión, mi paciente se quejó mucho de mí. Dijo que estaba despis-
tado, que no daba en el blanco. En cierto sentido, yo no las tenía
todas conmigo ese día. Sólo más tarde, durante el desayuno, cuando
mi esposa y mis hijos me recibieron con grandes carcajadas y me di
cuenta de mi error, comprendí que su percepción subliminal de que
algo pasaba con mi ropa había ejercido una influencia decisiva sobre
las asociaciones del paciente.
Inmediatamente después de este recuerdo, surge en mi mente la
imagen del Dr. Charles Fisher. Fisher, con quien supervisé algunos
de mis casos, realizó una labor pionera en el campo de la percepción
subliminal, y sus estudios estimularon mi propio interés por esos
fenómenos.
En ese momento aparece otro recuerdo desconcertante. Evoco la casa
de mis abuelos, un pequeño departamento de un dormitorio en una
zona nada elegante de la ciudad. No había pensado en ese lugar quizá
en 40 años, pero ahora podía ver con toda claridad la puerta del frente.
En ella se veía una mezuzah, el pequeño objeto simbólico que los ju-
díos religiosos colocan en el marco de la puerta para mostrar que ése
es un hogar judío. Luego surge otra imagen. Veo la puerta del frente
de mi consultorio actual, yen ese momento recuerdo que allí también
hay una mezuzah, pero cubierta por varias capas de pintura, por lo
cual no se la distingue con claridad del marco de la puerta. La vi la
primera vez que vine a este consultorio y pensé por un instante que
una familia religiosa debía haber vivido allí en algún momento. Lue-
go me olvidé por completo de todo el asunto.
Ahora pienso en eso y me pregunto por qué surgen esas imágenes,
y en ese momento siento una súbita convicción. El Sr. V. vio la
mezuzah en la puerta. En algún nivel, quizá subliminal, la registró
en su cerebro y se refirió a ella a través de sus asociaciones con los
objetos religiosos en casa del Sr. K. (que incluían una referencia es-
pecífica a una mezuzah).
Sobre la base de esta corazonada que, según recuerdo, experimenté
como una convicción, pregunto al Sr. V. si al entrar observó algo en
la puerta del frente del consultorio. Permanece en silencio unos se-
gundos.
"Usted está pensando en algo", responde, "pero no sé qué es."
Permanezco en silencio y lo mismo hace el Sr. V. Por fin, dice: "Eh,
espere. ¿Tiene una de esas cosas judías en la puerta? Podría ser. Me
pareció ver algo en el marco pero en realidad no lo miré (se ríe). Así
que por eso estoy hablando de todas estas cosas. Eso me diría usted.
No sé. Pero sí sé que todo este asunto de alardear de que uno es
judío es falso y pretencioso. K. es un farsante. Espero que usted no
sea así. Me pondría muy mal saber que usted puso ese objeto reli-
gioso en su puerta. Lo tendría que poner en la misma categoría que
a K. Pero sé Que no 10 hizo. Aunque esté allí, apuesto a que no
260 Theodore J. Jacobs

fue usted quien lo puso. Probablemente sea del inquilino anterior."


En ese momento recuerdo algo que el Sr. V. me dijo en una de
nuestras primeras sesiones: que en el mundo de los negocios él trata
de ocultar que es judío. Sin llegar a extremos, trata de dar la impresión
de que es blanco, anglosajón y protestante, como muchos de sus co-
legas. De hecho, en sus años universitarios el Sr. V. asistía habi-
tualmente a los servicios religiosos y se hacía pasar por protestante.
Hay algo importante en la necesidad del Sr. V. de negar que es
judío; pero no comprendo muy bien este fenómeno. Tampoco entiendo
qué significa para él que yo sea judío. Sin duda, la idea de que yo sea
un judío practicante lo perturba mucho. Pero ¿por qué? Me doy cuen-
ta de que, por alguna razón, el problema de ser judío -él y yo- no ha
sido explorado. Aunque se trata sin duda de algo importante, hasta
ahora ha permanecido en el trasfondo, un tema tratado en silencio.
¿Es tan sólo debido a la evitación por parte del Sr. V.? Me lo pregunto.
¿Es su resistencia a examinar el problema particularmente fuerte
porque ser judío tiene que ver con un área muy sensible del Sr. V.?
¿O es una evitación mutua, una conspiración de silencio? Mientras
reflexiono sobre el dilema, surge un recuerdo de mi adolescencia.
Cuando tenía 16 años quería ser locutor radial ya menudo practicaba
por la noche leyendo comerciales en voz alta frente a un grabador.
En la fantasía imaginaba que me convertía en una destacada perso-
nalidad radial. Pero ¿qué podía hacer con Jacobs? Un apellido tan
evidentemente judío podía ser una desventaja para mí e impedir que
ascendiera en el mundo blanco, anglosajón y protestante de las cade-
nas de radio. Pensé que quizá debería cambiarme el nombre. Ahora
recuerdo el que elegí: Ted Jordan. Les habla Ted Jordan, del noticiero
de la CBS. Con cierto malestar comprendo que si no me ocupé de
explorar lo que sentía mi paciente con respecto a ser judío, fue por
mis propios conflictos al respecto, dormidos durante mucho tiempo
pero activados por el trabajo con el Sr. V. sobre ese mismo tema. Dos
imágenes aparecen en rápida sucesión: una escena del reciente Bat
Mitzvah de una de mis hijas y el título de un libro grabado que es-
cuché en el curso del último mes, La historia de los judios, de Howard
Fast. Se me ocurre que el contacto con el Sr. V. puede haber llevado
no sólo a un despertar de viejos conflictos sino también a su elaboración
continuada. Quizás a eso se deba que estos recuerdos de la adolescen-
cia hayan surgido en este momento y no antes.
Sé también que, verdaderos o no, son pensamientos de deseo que
surgen como consecuencia de la vergüenza que siento por mis fantasías
adolescentes y que me han llevado lejos del Sr. V. Pienso que algunos
factores contratransferenciales me han hecho alejarme de esa manera
y tomo nota mental para pensar en ello después de la sesión. Una
vez más presto atención al Sr. V. y a lo que dice.
Sigue hablando sobre su visita a la casa de K. Esta pareja tiene un
hijo que, durante la noche, se despertó y hubo que cambiarle los
pañales. El Sr. V. fue invitado a entrar al cuarto para ver al niño.
Las experiencias internas del analista 261

Mientras estaba allí, la mujer de K. cambió al bebé. El paciente pen-


só que mostraba mucha insensibilidad al hacerlo. Parecía irritada,
movía al niño con brusquedad y mientras le ponía un pañal limpio
estuvo a punto de pincharlo con un alfiler. Al observar todo esto, el
Sr. V. sintió náuseas.
Mientras describe la escena en el cuarto del bebé, el Sr. V. deja de
alisarse los bolsillos del saco y comienza a palparse el área del ab-
domen. Luego toma la hebilla del cinturón, enrosca los dedos alrededor
de ella y da pequeños tirones. Mientras lo observo, siento que estoy
haciendo movimientos paralelos. También tengo la mano derecha en
la cintura y, sin darme cuenta, engancho el pulgar detrás de mi
cinturón. Cuando me doy cuenta me desconcierto. Pienso en dos na-
dadores que practican el arte de la natación sincrónica y se mueven
en perfecta armonía, cada uno el espejo del otro. Luego surge otra
imagen. Veo al Sr. V. como a un bebé sobre una mesa, con el abdomen
envuelto con un vendaje ajustado. De pronto comprendo que eso co-
rresponde a la historia de mi paciente. El Sr. V. nació con debilidad
de la pared abdominal, lo cual le provocó una hernia umbilical. El
diagnóstico se hizo cuando tenía dos años y medio o tres y se lo trató
con el método de vendar el abdomen. Todas las noches le sacaban las
vendas y le colocaban otras nuevas. El procedimiento era muy penoso,
y el niño temía ese ritual nocturno. El problema congénito y su
tratamiento aumentaron enormemente la ansiedad de castración del
niño y contribuyeron a la imagen de un cuerpo dañado y vulnerable
y a un perdurable temor al daño físico.
Comprendo que esa imagen del Sr. V. que surgió en mi mente y los
movimientos inconscientes paralelos a los del paciente constituyen mis
asociaciones con la escena del bebé al que le cambian el pañal.
También el Sr. V. hizo esa asociación. Al tocarse el abdomen y tironear
de la hebilla del cinturón lo que hacía en esencia era recordar un
trauma corporal.
En ese momento surge otro recuerdo. Me veo como un niño de 8
años al que le sangra profusamente la nariz. Acaba de golpearme
una pelota de béisbol que me arrojaron cuando no miraba. Me es-
tremezco involuntariamente al recordar el episodio y comprendo que
el trauma del Sr. V. está ligado en mi memoria a un trauma propio.
Al igual que los movimientos especulares que hice inconscientemente,
este recuerdo aparece como expresión de mi resonancia con el Sr. V.
Es obvio que mi paciente no percibe la fuente de la ansiedad que
experimentó al ver cambiar al bebé, de modo que le señalo la relación
con la penosa experiencia de los vendajes y también la manera no
verbal en que él mismo expresó esa relación. Responde de inmediato
con un recuerdo que involucra otro episodio en la casa de K.: la
circuncisión del hijo, experiencia que resultó muy perturbadora para
el Sr. V. Describe con intensidad el asco y la náusea que sintió al
pensar en un bebé sometido a un procedimiento brutal y totalmente
innecesario. Es una costumbre absurda y uno de esos rituales del
262 Theodore J. Jacobs

Antiguo Testamento al que los judíos se aferran ciegamente. Dice que


son esas estupideces las que dan a los judíos mala reputación. Luego
de una pausa, el Sr. V. continúa. Dice que se hace preguntas sobre
mí. Quisiera saber si tengo un hijo y, en ese caso, si lo he circunci-
dado. Hoy piensa que sí, aunque otros días no está tan seguro. Lo
perturbaría mucho enterarse de que estoy de acuerdo con una cos-
tumbre tan arcaica y soy un judío tradicionalista.
Mientras lo escucho tengo la sensación de que algo se está armando
pero no sé muy bien de qué se trata. Mi mente vuelve sobre toda la
sesión como un grabador cuando se rebobina la cinta. Las secuencias
reaparecen: la crítica a mi consultorio, el ataque contra el Sr. K, la
escena del pañal, tocarse el cinturón y el abdomen. Luego veo la me-
zuzah en la puerta del frente y recuerdo una ceremonia de circunci-
sión a la que asistí el año pasado. Miro al Sr. V., con su traje a
medida de estilo inglés. Se lo ve decididamente blanco, anglosajón y
protestante. Tiene las uñas arregladas. Pienso que no conozco muchos
hombres judíos con las uñas arregladas. Imagino al Sr. V. en un
almuerzo de negocios, haciéndose pasar sutilmente por cristiano. Y
luego lo imagino como un niño asustado sobre una mesa, a punto de
que le cambien los vendajes.
De pronto me doy cuenta de que estoy hablando. Paso revista a las
asociaciones del Sr. V. Le recuerdo que la sesión comenzó con su
llegada a mi nuevo consultorio del East Side, su percepción de que
hay una mezuzah en la puerta. Durante la sesión, sus comentarios
iniciales fueron críticos, primero con respecto a mi consultorio y luego
al Sr. K y su exhibición de judaísmo. Luego recordó la escena del
cambio de pañales en casa de K. que lo llevaron a recordar la cir-
cuncisión del bebé. Y fue entonces cuando hizo una referencia no verbal
a su experiencia traumática con la hernia umbilical. Le digo al Sr. V.
que creo que todos esos elementos están relacionados y me dispongo
a ofrecer una interpretación que los vincula, cuando mi paciente me
interrumpe. Habla con rapidez, como si tuviera necesidad de intercalar
sus comentarios antes de que pueda seguir haciendo los míos.
'<Yasé lo que va a decir", declara. "Veo el cuadro. Me va a decir que
estoy molesto porque usted se mudó a este barrio elegante y que tengo
miedo de que se vengue de mí porque critiqué su hermoso consultorio
nuevo. Usted cree que estoy doblemente asustado porque el símbolo
religioso en la puerta me dio la idea de que quizá usted sea un judío
ortodoxo. Y, claro, sabemos lo que los judíos ortodoxos les hacen a los
varoncitos. Son esos tipos horribles con barba y sombrero negro que
andan por ahí cortando penes y provocándoles hernia a los chicos."
Mientras escucho al Sr. V. interpretar su propia dinámica, me siento
impresionado por su rapidez, su comprensión intuitiva y su capaci-
dad para captar relaciones. A pesar del tono algo jocoso y de la nece-
sidad de atribuirme sus propias formulaciones, el Sr. V. habla con
intensidad, y tengo la impresión de que ha comprendido algo impor-
tante. Ha hecho un insight con respecto al temor que le inspiro como
Las experiencias internas del analista 263

un castrador potencial y a algunas de las raíces infantiles de su sen-


timiento antijudío. Claramente, su actitud está relacionada con la
experiencia de la hernia, su temor al daño físico y la relación in-
consciente que ha establecido entre la circuncisión y la castración.
Aunque me siento alentado por la comprensión del paciente, también
me siento defraudado. Es como si me hubiera robado la escena otro
actor que necesita controlar todos los aspectos del espectáculo. Con
fastidio, pienso en el Sr. V. cuando se abalanza hacia el diván y critica
mi consultorio. Luego surge en mi mente una imagen del legendario
entrenador de fútbol Vince Lombardi, y recuerdo la conocida frase:
"La mejor defensa es un buen ataque". Permanezco en silencio durante
un minuto, tratando de asimilar lo que he sentido. Ya más tranquilo,
digo: "Tiene razón, usted sabía lo que iba a decirle y correctamente se
adelantó a hacer la interpretación que yo iba a hacer. Pero me pregun-
tó si usted no necesita ser el que hace la interpretación. Así puede
controlar lo que sucede aquí. De otro modo, podría sentirse como un
chico asustado, acostado sobre una mesa con el abdomen al aire, frente
a mí, el adulto que puede manipularlo y lastimarlo".
El Sr. V. permanece en silencio durante un momento. Tiene el cuerpo
girado levemente hacia la derecha, lejos de mí. Luego dice: "Mientras
usted hablaba, me imaginé un avión volando sobre mi cabeza. Es un
avión de caza israelí. En realidad, no es que me vuelva loco por los
israelíes. En lo que a mí concierne, son una pandilla de matones que
sólo piensan en disparar sus armas. Pero una cosa que admiro en
ellos es su astucia militar. Ellos saben cuándo atacar. Quizá no hay
otra fuerza aérea en el mundo que pueda igualarlos en cuanto a lanzar
ataques preventivos".
En ese momento termina la sesión. El Sr. V. se levanta del diván,
se acomoda el saco y se ajusta la corbata. Empieza a avanzar hacia
la puerta, se detiene y me mira. "De paso, felicitaciones por su nuevo
consultorio", me dice. "Felicite a su decoradora por mí. Su trabajo es
deslumbrante. Este cuarto refleja su personalidad a la perfección."
Dejo a criterio de ustedes decidir si éste es un ejemplo de lo que se
llama una buena sesión o de algo mucho más común, una sesión no
tan buena. Para mí, fue muy instructiva. En ese momento comenzaba
a interesarme por las experiencias subjetivas del analista y la forma
en que contribuyen al proceso analítico. Para poder aprender algo
sobre este tema comencé a observar y a registrar todo lo que podía de
lo que pensaba, sentía e imaginaba durante las sesiones analíticas.
Fueron sesiones como la que acabo de describir con el Sr. V. las que
me enseñaron una lección muy simple: que las experiencias que el
analista tiene en las sesiones proporcionan información que no sólo
es rica y compleja sino que a menudo complementa la que proporciona
el paciente.
Desde luego, es cierto que no todas nuestras reacciones resultan
igualmente útiles. Algunas son muy personales e idiosincrásicas, y
todos tenemos días en que, preocupados, cansados o perturbados nos
264 Theodore J. Jacobs

vemos reaccionar de maneras que tienen que ver básicamente con


nuestros propios problemas. Pero también es cierto que cuando
ajustamos la sintonía y escuchamos bien, los fragmentos de la memo-
ria y la imaginación que surgen desde nuestro interior constituyen
respuestas significativas y a menudo esclarecedoras a las comunica-
ciones de nuestros pacientes. Estas experiencias nos enseñan que
nuestra posibilidad de comprender a otra persona depende de nues-
tra capacidad de escuchar no solamente a ese individuo sino también
a nosotros mismos. Y hemos aprendido otra cosa: que entre las herra-
mientas de su oficio, ninguna es más valiosa para el analista que el
uso eficaz de sí mismo.

(Traducción de Noemí Rosenblatt)

También podría gustarte