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LA SEMIÓTICA COMO TEORÍA DE LA MENTIRA

Juan Alfonso Samaja

En este apunte realizaremos una primera aproximación a la teoría semiótica, y a su relación


problemática con la realidad exterior o el mundo.

¿Por dónde comenzar? Pienso que un buen comienzo es partir de aquella definición que
propone Umberto Eco en su Tratado General, cuando define a la Semiótica como a la
disciplina que estudia todo lo que puede usarse para mentir. Si vamos de lo general de la
disciplina, a la unidad particular en la que se descompone, podemos trasladar la definición
hacia el signo, diciendo que signo es cualquier cosa que sirva para mentir.

Ahora bien, ¿qué decimos cuando enunciamos que algo puede “ser usado para mentir”? Toda
mentira está compuesta de dos elementos: de una parte, lo realmente acontecido, la COSA
(sobre la cual puedo mentir); por otra parte, lo que se hace manifiesto de la cosa para alguien
(la mentira); ello puede ser un discurso sobre esa cosa, pero también todo lo que sea capaz
de ser asumido como una extensión natural (exteriorización) de esa realidad dada
(FENÓMENO, OBJETO, EXPERIMENTO1). El ser mismo de la cosa y su manifestación:
lo que es y lo que parece ser, aunque no es (o no es del todo como parece). La esencia vs. la
apariencia.

La palabra apariencia puede presentarse con dos sentidos: el primero, es un aspecto de valor
neutro; aspecto exterior de una realidad, lo que se muestra hacia afuera, lo que existe (como
salirse de sí hacia la mirada del otro, etc.). En esta primera acepción se asume como la
contrafigura de aquella realidad interior o estructura interna no visible y oculta a la
manifestación. Apariencia, pues, es el contorno o la figuración de la cosa, la forma que se
pone delante del contenido.

Pero existe también otra acepción del término apariencia. Como cuando decimos frases tales
como “no me juzgues por mi apariencia”, queriendo expresar que eso que de mí se ve
exteriormente, no me representa en mi definición de lo que yo pienso que soy. En este
segundo caso, advertimos la presencia evidente de un valor negativo. Lo que se nos aparece
oculta la verdad de lo que es; parece que es, pero no es. La apariencia ahora ya no es el otro
lado del Ser, sino algo que se le opone: es el No-Ser.

Este último sentido lo instauró la cultura griega, y fue Platón quien se encargó de confrontar
para siempre el mundo verdadero de la esencia, asociado con la luz, el saber y la libertad, vs.
el no-mundo de la apariencia, asociado con lo falso, lo obscuro, lo que nos encadena e impide
salir de la oscuridad.

1
Denominamos Cosa, al evento o suceso del mundo, en tanto que es, o ha ocurrido. Un suceso puede ocurrir
sin que nadie lo relate, o sin que alguien conozca incluso de existencia. La Cosa es el suceso en sí. Llamamos
Fenómeno, en cambio, al suceso que se manifiesta a alguien; son fenómenos los sucesos que yo observo por mí
mismo, como los que alguien me cuenta a mí. Objeto, en cambio, es la prueba o registro empírico del suceso;
la materialización del ocurrir que queda fijada en algún tipo de materialidad. Finalmente, llamaremos
Experimento llamamos a los sucesos simulados que un sujeto produce para otros que están al tanto de la
simulación. (Samaja, 2013: 41-45)
Pero es evidente que la apariencia, aun como ocultamiento, como un velo o un disfraz de la
verdad, requiere de un rasgo fundamental, sin el cual nada podría asumir siquiera la forma
de una apariencia: aquello que oficie de apariencia en relación a algo, debe guardar -para
alguien- alguna semejanza con la experiencia de la cosa, en algún aspecto posible
(considerado significativo), para alguien. Dicho de un modo más simple: sólo puedo asumir
la apariencia como la verdad de un evento, cuando la apariencia presenta –a mi
interpretación- alguna semejanza con esa realidad. Y esa relación de analogía debe funcionar
para quien puede ser engañado. Quien se engaña o es engañado/a es porque ha tomado unos
rasgos que se parecen a lo que cree que es, pero no son lo que piensa que es.

En conclusión, si algo sirve para mentir, es porque puede ser confundido con la verdad de lo
que es; y ello será posible porque quien interpreta el texto no ha podido discernir con
precisión, por un lado, pero, al mismo tiempo, porque la estrategia mentirosa ha logrado
poner en escena de modo efectivo un proceso de simulación. Para que haya mentira tiene que
haber alguien que asuma la mentira en lugar de la realidad; tiene que haber una puesta en
acto de una simulación que se pone en lugar de, pero, al mismo tiempo, tiene que darse una
realidad sobre la cual se constituye la simulación.

Eco dice que la Semiótica podría concebirse de un modo genérico como una teoría de la
mentira, que es tanto como decir, de los procesos de simulación. Si algo puede
simular/mentir, significa entonces 2 cosas de gran relevancia: 1) que la materia que uso (y el
modo en el que la configuro) no viene determinada por la realidad a la que hago referencia
(esto significa, que puedo enunciar/expresar lo que no es verdadero); 2) que la simulación
logra su cometido cuando establece una relación conflictiva con la verdad. No puede ser
evidentemente falsa, porque entonces la simulación no funcionaría, pero tampoco debe ser
lo mismo que la verdad que simula, pues entonces desaparecería la simulación como evento
semiótico.

Las técnicas de lo real como discursos de la mentira

La fotografía no sólo ha invadido las paredes de los


museos y de las galerías. Su entrada -relativamente
reciente- en el terreno de la crítica, como objeto de
saber y de análisis, como tema de investigación o de
reflexión, tiene el efecto paradójico de ocultar la
realidad de la que es a la vez signo y producto. De
ocultar, de enmascarar esta realidad o de falsear su
sentido tan bien, bajo la tapadera de un discurso de
legitimación […] (Damisch, H [En Kraus, R]; 2002:
12-13)

Si revisamos la historia de las tecnologías modernas, veremos que todas ellas (la que está
vinculada con las imágenes visuales, como la fotografía, el cine y la televisión, pero también
aquella vinculada a la transmisión de sonido, como la radio) representaron para nuestra
cultura moderno-burguesa un modo privilegiado de entrar en contacto con lo real, con lo
verdadero, con el evento, el suceso, etc. Sin embargo, es muy interesante que estas
tecnologías sólo pudieron comunicar algo del orden de lo real, en tanto reproducían una
alteración del evento en su totalidad.
Por ejemplo, la fotografía pudo ser aceptada socialmente como un modo de reemplazo de la
presencia de los cuerpos y los objetos delante de nosotros, sólo en tanto la fotografía nos
convenció de que la circunscripción del fenómeno total a cierta cantidad de indicadores era
lo mismo -o equivalente- que la plenitud de sentidos que constituye un evento. Esto significa
que la fotografía se parece a lo real fotografiado, pero no lo es de un modo completo: deja de
lado la tridimensionalidad, las texturas, los sabores, los aromas, los sonidos, etc.

A los perros, de hecho, una fotografía no les significa nada. Sólo la especie humana puede
ser engañada con una fotografía; o dicho de otro modo: la fotografía sólo puede constituirse
una simulación para el ser humano. Ninguna otra criatura viviente confundiría la realidad
con una fotografía.

Y esto mismo pasa con cualquier discurso o comunicación sobre lo real. Ya la experiencia
plena de la realidad (vivir todo lo que se puede vivir de un evento de manera total) es una
imposibilidad fáctica; pero aun si tal cosa fuese posible, al tener que comunicar dicha
realidad, nos veríamos obligados a seleccionar determinados aspectos que se ponen en lugar
de la plenitud de lo real. Todos conocemos la experiencia de rendir un examen, escrito u oral;
y sabemos que se pretende con ese dispositivo evaluar el nivel de apropiación que una
persona ha conseguido en relación a una cursada, o a una parte significativa de la misma.
Pero es imposible dar cuenta de esa completitud, y no sólo como estudiantes, también como
evaluadores; tampoco los docentes podemos comunicar consignas de evaluación sobre una
experiencia de una cursada y sus contenidos en todos los aspectos que la constituyen.
Siempre circunscribimos esa plenitud a una serie de signos.

Veremos más adelante con un autor llamado Peirce, que la definición de signo presupone, de
hecho, la selección de algún aspecto o fundamento bajo el cual el signo pretende estar en
lugar de la realidad tematizada. Esto quiere decir que un signo que pretendiese referir a la
realidad en todos sus aspectos posibles, se negaría a sí mismo como función semiótica. Lo
cual no difiere demasiado de ciertos conocimientos de sentido común, ya que se nos ha
instruido en la idea de que para ver algo, se necesita seleccionar un punto de vista, una
perspectiva. Al mismo tiempo, se nos dice que la perspectiva particular implica el punto de
vista elegido, pero también puntos ciegos, puntos borrosos, que se definen precisamente
cuanto más determinado esté la perspectiva asumida: cuanto más firmeza y convicción
tenemos de una perspectiva, menos podremos incorporar los espacios ciegos y borrosos.

Esto último significa que la Semiótica no es un medio para hacer hablar a la realidad, o para
acceder a la puerta de la realidad; no porque ella manifieste un desinterés patológico en el
mundo de las cosas, sino, precisamente, porque ese mundo sólo deviene experiencia de
sentido para nosotros en tanto transformamos las cosas en hechos de semiosis. Porque no
podemos entrar en contacto con la realidad de un modo que no sea semiótico. Desde el
momento en que toda intención de captura de lo real-total (con el pensamiento, con una
técnica, un artefacto mecánico, electrónico, etc.) debe conformarse con la construcción
artificial de una semi-realidad a partir de indicios (dejando necesariamente de lado la plenitud
que no soy capaz de asimilar en un evento semiótico), la selección ensayada, o bien deberá
enunciarse de modo sincero como siendo no-real, como no plenitud de lo vivible, o bien se
presenta como una sustitución aceptable. Si hace esto último (y lo hace de manera evidente),
entonces toda selección es una estrategia para el engaño.
Podemos preguntarnos, por ejemplo, si nosotros, los seres humanos, podemos entrar en
contacto con una realidad no humanizada ¿Hay algún momento donde anclemos el sentido
en una realidad que ya no está atravesada por nuestra existencia, o –por el contrario- sólo
entramos en contacto con la realidad que nosotros mismos producimos en nuestro existir
humanamente? Si en nuestra humanización hemos producido humanamente a los alimentos
que consumimos; si en nuestra socialización humana hemos transformado la fisonomía del
mundo hasta hacer de él un espacio humanizado; si nuestras conductas aparentemente
fisiológicas sólo podemos realizarlas en el marco de ritualidades profundamente
humanizadas… ¿cuándo entramos en contacto con esa realidad no-humana? ¿Hay para
nosotros una realidad no-humana de la que podemos hablar, que podamos incluso vivenciar?

De la tecnología y el modelo de la conservación, a la tecnología y el modelo de la ficción

Al margen de la imposibilidad de todo dispositivo técnico/tecnológico y/o de los


conocimientos científicos de poder capturar la plenitud de lo real en todos sus aspectos
posibles, una de las cualidades notables de todas las tecnologías que surgieron durante el
siglo XIX es su desplazamiento hacia el ámbito de lo ficcional. Ahora bien, por un lado, es
importante que puedan advertir que dicho desplazamiento ya era posible por la propia
cualidad material (diríamos el propio límite ontológico) del objeto de registro; por otra parte,
resulta muy notable que estas tecnologías convivieron todo el tiempo con la simulación como
operación semiótica.

Hay dos casos muy interesantes al respecto: el primero es el que está asociado con el
desarrollo de la técnica del retoque de los negativos en la profesión fotográfica, y el segundo,
es parte de la historia de la cinematografía; del momento en que ésta pretende asumir de
modo categórico el paradigma narrativo-representativo, que implicará abandonar el registro
documental para contar historias de fantasía.

En el primer caso, Giselle Freund rescata una anécdota fechada en 1894 que describe cierto
folclore característico de la profesión del fotógrafo de retratos en Europa.

[…] Mientras que el pintor, en el transcurso de su labor, podía, si lo juzgaba oportuno, borrar
todos los accidentes del rostro, el aparato fotográfico en cambio reflejaba con minuciosidad y
exactitud todos los detalles. Gracias al retoque, el fotógrafo tenía la facultad de eliminar lo que
pudiera desagradar a la clientela. […] El retoque fue un factor decisivo en el desarrollo ulterior
de la fotografía. Supuso asimismo el principio de su decadencia, pues su empleo desmedido y
abusivo eliminaba todas las cualidades características de una reproducción fiel, despojando a
la fotografía de su valor esencial.
La anécdota siguiente ilustra de qué modo muchos fotógrafos aplicaban el retoque: “Si alguien
trae su fotografía y le hace notar al fotógrafo que tiene sesenta y no treinta años, que tiene
arrugas en la frente y pliegues en el mentón, las mejillas chupadas y una nariz chata que nada
tiene que ver con la nariz griega que le han fabricado, seguro recibirá la siguiente respuesta:
¡Ah! ¡Pero usted quería un retrato que se pareciera! Haberlo dicho. ¡Cómo íbamos a
adivinarlo!” (Freund, G; 1983: 63)

Aquí es interesante marcar dos cuestiones: en primer lugar, que el hecho de que estuviese
naturalizado el retoque, es indicador de que no era especialmente escandalosa (aunque el
texto-fuente así lo refiera) la producción de retratos desviados de la fidelidad al referente,
esto es: cierta estilización de lo fotografiado. No sólo lo actuaban de oficio los retratistas,
sino que probablemente el público burgués estaba también acostumbrado, dado que era la
práctica habitual. En segundo lugar, es interesante destacar que la fotografía desarrolló una
técnica particular cuya función no era desconocida, pues ya la pintura la desarrollaba, como
el propio fragmento lo refiere. La aristocracia, como la monarquía en particular, que era
retratada por los pintores de la corte no tenía ningún interés en la corriente del naturalismo
estricto, y más bien preferían ser retratada, no según su reflejo o apariencia física, sino según
su status social. Todo esto muestra que la técnica fotográfica de registro de la realidad
convivió con la absoluta conciencia por parte de fotógrafos y del público en general, de que
la imagen visual (la fotográfica, y antes la pictórica) podía perfectamente mentir, y que esa
capacidad de simular era un valor fundamental para el poder simbólico.

El segundo caso es el del realizador francés George Meliés, personaje fundamental de la


historia del espectáculo cinematográfico, y uno de los artífices de la nueva dirección que
asumió el cine desde 1902 en adelante. Uno de los rasgos más sobresalientes de su
cinematografía era la estética teatral, y el recurso a telones pintados y realización
estrictamente en interiores. De hecho, Meliés es el primer realizador en desarrollar un estudio
moderno de cine.

Cuando vemos algunas de sus producciones resulta muy llamativo, por ejemplo, el escaso
naturalismo de los telones de fondo y los decorados, como si no hiciese ningún esfuerzo en
ocultar el truco de la representación, precisamente él que fue uno de los grandes ilusionistas.

Pero ese rasgo llamativo se explica perfectamente cuando uno descubre el propósito de
Meliés como artista. Cuando le preguntaban a Meliés por qué no salía con la cámara a la
calle, el realizador respondía sin titubear que no tenía intención de engañar al público,
haciendo pasar un hecho de fantasía por un suceso de la realidad.

Esto es interesante porque nos muestra la conciencia de un realizador por resaltar el aspecto
mentiroso (representativo/ficcional/simulador) de su relato para no producir otro tipo de
mentira posible: el simulacro documental, que desarrollaban los operarios de Edison y
Lumiere, entre otros.

Toda esta larga introducción ha tenido por objetivo desarrollar la idea fértil de Eco, según la
cual la Semiótica puede ser concebida como teoría de la mentira. Específicamente que todo
signo, como toda función semiótica en general, mantiene siempre una relación conflictiva
con el mundo de las COSAS. Pero, además, hemos querido resaltar que incluso aquellas
experiencias (técnicas/tecnológicas) aparentemente dirigidas a la revelación de la realidad
sólo pudieron legitimar sus operaciones en la misma medida en que se construía la conciencia
simultánea de su posible simulación.

SÍNTESIS DE LO EXPUESTO

La semiótica es el estudio de todo aquello que puede ponerse en lugar de otra cosa, en tanto es capaz de
simular las condiciones de existencia o los rasgos de un referente. El signo debe reemplazar, pero no está
determinado por la cosa a la que sustituye, por eso tiene una relación conflictiva con la sustitución; hay algo
de impostor en todo signo. Lo que puede servir para aludir al evento sirve también para mentir sobre el
evento.

Para que algo constituya una mentira, del mismo modo que para que algo sea un signo, se requiere que el
signo/mentira funcione como reemplazo; requiere, por un lado, alguien capaz de ser engañado/afectado por
un signo, y también requiere que el signo/mentira tenga una relación compleja con la referencia: ni sea
idéntica, ni sea tan distante y evidentemente falsa respecto del referente. Si un signo/mentira son tan alejados
de lo que es el referente, no podrá sustituir a ese referente, nunca podrá asumir su forma.

Sobre el caso del retoque fotográfico: el hecho de que la fotografía que podía ser utilizada como un registro
de la realidad, sirvió también como mecanismo de simulación de lo real. El hecho de que el retoque fuese
una práctica regular no sólo para los fotógrafos, sino también para el público (que venía acostumbrado desde
la pintura aristocrática a estas intervenciones) es un indicador de que el poder del signo fotográfico se
presenta como una tensión entre registrar e inventar lo tematizado en lo que se fotografía. Sobre el caso de
Meliés. El hecho de que la imagen cinematográfica era tan potente llevaba a la situación contradictoria de
que el espectador podía engañarse asumiéndola como algo que no era. De allí que en la tematización expresa
de lo simulado-ficcional encontramos también el carácter ambiguo del signo en su doble función.

Los ejemplos están comprendidos en cuanto a su posibilidad de simular, pero no se tematiza el hecho de que
ambos tipos de signos eran considerados la quintaesencia del acceso a lo real. De ahí el hecho de que lo más
verdadero puede ser también lo más mentiroso.

Eco, U. (2001) Tratado de Semiótica General. Barcelona, Lumen.


Freund, G (1983) La fotografía como documento social, Barcelona, Gilli.
Krauss, R (2002) Lo fotográfico. Por una teoría de los desplazamientos, Barcelona, Gilli.
Samaja, J. (2013) “Del cinematógrafo al cine. Historia de la subjetividad cinematográfica” en
Cuadernos de Audiovisión. Libro 5. [Susana Espinosa, Comp.]. Buenos Aires, Edunla.

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