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La ciencia y su contexto

Juan Alfonso Samaja

Propósito de este trabajo

El objetivo de este escrito es desarrollar algunas ideas que permitan echar un poco de luz sobre el
proceso de surgimiento de la Ciencia como experiencia en la modernidad. Trataremos, por lo tanto,
de precisar el momento en que aparece el método científico, abordando las condiciones histórico-
sociales y económicas en que la ciencia deviene práctica de lo real.

La pretensión de este texto se funda en el postulado que hemos asumido como ideal en nuestra
cátedra, a saber: que nada podemos comprender verdaderamente si sólo enfrentamos la realidad en
su condición de producto, excluyendo la lógica de su proceso de producción. Pero esto significa el
develamiento crucial de que la lógica del producto y la lógica del proceso no son reducibles.

Para hacer esta idea completamente intuible voy a servirme de una analogía cinematográfica.
Según esta analogía, el último fotograma de una película no es falso, pero no es tampoco la verdad
completa. Yo no puedo tener el sentido del fotograma sin el resto de la película. A esa verdad sólo
podemos acceder por medio de la historia o génesis, es decir, al proceso que ha hecho posible la
manifestación del fotograma en ese lugar de la estructura.

Siguiendo esta analogía cinematográfica, voy a sostener que la visión tradicional, canónica y
establecida de la ciencia es este fotograma aislado. Sostengo que el fotograma es auténtico pues es
parte genuina de la película; también sostengo que el fotograma es necesario, en el sentido de que
aquello que expone es lo que tiene que mostrar, que no es el resultado de una arbitrariedad, que su
contenido no puede ser otro pues su manifestarse es un resultado del proceso, y no una ocurrencia
contingente. Pero también sostengo que el fotograma tiene una película detrás; y que la película es
lo que otorga el verdadero sentido al fotograma. Y aún más, sostengo que, concebido en forma
aislada, el fotograma no sólo está incompleto, sino -y lo que es más importante- que falsea el
sentido de la película, pues por fuera de la secuencia, el fotograma expresa un sentido anómalo, que
tiende a negar el origen de las condiciones que le han dado existencia.

El punto de partida: un lugar común

Los libros de historia ubican el surgimiento de la ciencia moderna hacia el siglo XV. Esto no
significa que el pensamiento racional haya surgido recién en esta época (los desarrollos formales en
Lógica, Matemática y Filosofía contaban ya más de 10 siglos), pero sí implica afirmar que en este
período apareció una forma particular y relativamente novedosa de enfrentar problemas, así como
de ofrecer soluciones aceptables o válidas, todo ello, en el marco de una perspectiva eminentemente
empírica.
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Esta nueva perspectiva científica que surge en la modernidad burguesa concibe a los hechos
empíricos desde una doble función: delimita el campo de lo investigable, ya que el conocimiento
científico sólo admitirá abordar fenómenos en condiciones de experiencia posible (se acepta la
investigación de realidades operacionalizables, cuya existencia pueda ser traducida a actividades de
observación más o menos complejas, pero intersubjetivamente comunicables); se pretende, en base
a los hechos, establecer criterios de demarcación para las teorías; las teorías podrán persistir en la
medida en que pasen exitosamente las pruebas de experiencia. Esto último significa que el hecho
empírico no es solamente aquello que podemos/debemos conocer, sino aquello que sirve como
prueba de valor para los conocimientos que vamos produciendo.

Tomando la misma analogía jurídica que propone Samaja (1999), los hechos en un juicio no son
únicamente los que hay que analizar, sino también los que sirven de elementos de juicio para definir
una situación de inocencia o culpabilidad. Es decir, en un proceso sobre un crimen, se tratará de
determinar cuáles han sido los hechos ocurridos, y los hechos ocurridos (en calidad de ser
presentados como pruebas materiales) pueden funcionar de elementos determinantes sobre la
condición del sujeto acusado.

Ahora bien, ubicar a la ciencia positiva como un fenómeno emergente en ese momento puntual de
la historia de Occidente, implica enfrentar una cuestión profundamente enigmática, que voy a
intentar sintetizar en dos preguntas complementarias:

1. Si los hechos empíricos son cosas del mundo (a diferencia de las ideas o las
representaciones que serían inventos de la mente) ¿cómo es que los antiguos pudieron llegar
tan lejos en la formalización sin percibir la realidad empírica? ¿Por qué motivo la
antigüedad clásica no arribó a un pensamiento científico en sentido estricto?
2. ¿A qué se debe que ese pensamiento aparezca recién entre el ocaso de la edad media y el
amanecer renacentista?

En efecto, si los hechos empíricos que la ciencia aborda los pensamos como meros fenómenos
pertenecientes al mundo de las cosas que están allí en la realidad, cabe entonces la siguiente
reflexión: o ese mundo estuvo desde siempre, y entonces los antiguos estuvieron
impedidos/negados a la experiencia real con las cosas; o ese mundo no estuvo desde siempre, y
entonces debemos explicar qué procesos tuvieron que ocurrir para que este otro mundo fuese
posible.

Puesto que este asunto está directamente vinculado a la tesis de Samaja sobre la relación entre los
métodos y los modos de existencia, reexpondré, aunque brevemente, lo sustancial de su propuesta.

Problemas, Métodos, Mundos y Sujetos en la tesis epistemológica de Juan Samaja

Según Samaja, el conocimiento tiene una función reproductiva de las condiciones materiales y/o
simbólicas en las que se inscribe cada tipo de sujeto.

Es razonable concebir a los conglomerados de moléculas y células, de individuos, de


Comunidades, y de Estados como genuinos sujetos de los métodos que producen creencias, y
que, en tanto tales, tienen funciones imprescindibles para la autorregulación de cada uno de tales
conglomerados. […] [Las creencias producidas y asumidas] son funciones de autoregulación de
la vida de los sujetos. No son “cosas” que los sujetos tienen, sino son los sujetos mismos, en
tanto sujetos actuantes o funcionantes. (Samaja, J: “Parte 1” Semiótica de la ciencia: pp. 30 y
43)

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Esto implica que cuanto más complejo es el sujeto, y más complejo el mundo en el que necesita
constituirse, más complejas necesitarán ser las relaciones entre los individuos en relación con el
conocimiento, pues también devienen más sutiles sus problemáticas, y más conflictivas sus formas
de producción, distribución e intercambio en la vida social.

a) El estrato biológico o de la tenacidad

En el sujeto biológico ese conocimiento se manifiesta como una función para la preservación de la
individualidad biológica. De modo tal, que la función del conocimiento atiende a la eficacia misma
de la conservación de su corporeidad. Por ejemplo, un animal que ha encontrado un estado
preferible, tiende -en la medida en que puede actuarlo- a incorporar las acciones que lo han llevado
a tal situación placentera en términos de una rutina; es decir, a repetir ciertas conductas. De modo
tal que lo único que necesita ese ser viviente -en tanto mero viviente- es conservar su corporeidad
en esa situación preferible, de modo que va a ser esencialmente insensible a todo lo que exceda esa
función vital.

Una vez tuve una perra muy inteligente. Esa perra tenía prohibido subir al entrepiso en el que
estaban los dormitorios. Una noche me levanté para ir al baño; teníamos hijos pequeños, y para ir al
baño había que atravesar a lo largo el dormitorio en el que ellos dormían, y, obviamente, el piso
estaba siempre lleno de juguetes tirados. Mientras me dirigía hacia el baño, un poco dormido, pisé
con torpeza y brusquedad un peluche, y pensé “puta, este Javier que deja todo tirado”. Pero en el
segundo en el que pienso esto, siento que el peluche se mueve. Enciendo inmediatamente la luz, y
allí estaba la perra, “reptando” en silencio hacia la escalera.

Fíjense lo interesante de la situación: este animal era tan inteligente que fue capaz de reprimir su
ladrido/quejido cuando la pisé (y la pisé con ganas), al mismo tiempo que fue capaz de darse cuenta
de que yo la iba a retar (por eso se arrastraba en silencio hacia la escalera, pues sabía que recibiría
una reprimenda). Sin embargo, ese animal tan inteligente, no era capaz de respetar la prohibición de
no subir al entrepiso. Claro, la prohibición de “subir” había sido expresada de manera lingüística, no
a partir de indicios corporales: el mandato no se huele, no se percibe, no se siente en el cuerpo, por
eso ella no lo podía incorporar. Y al faltarle a ella esos indicios físicos permanentes del mandato
lingüístico, era incapaz de creer que hacía algo malo. Sí se dio cuenta de que algo malo, el castigo,
iba a sucederle inmediatamente: podía percibirlo en el ambiente por mi mirada, por mi respiración
más agitada que de costumbre, mi enojo, y hasta mi grito al momento de descubrirla.

Decimos que era indiferente a la prohibición, ya que no era capaz de valorar una aceptación
simbólica del grupo con el que convivía; lo que valoraba realmente era vivir -y preferir- la cercanía
con nosotros (estar cerca nuestro) del único modo en que un animal (doméstico o no) es capaz de
hacerlo: poniendo su cuerpo cerca del nuestro.

b) El estrato ético o de la autoridad

Cuando nos enfrentamos al sujeto cultural, advertimos que el conocimiento del individuo se
encuentra ahora en función de la conservación física del grupo, y para ello resulta clave la
conservación simbólica de las normas que lo hacen existir, y que al mismo tiempo regulan las
manifestaciones individuales de sus integrantes. Lo decisivo, lo vital, para este individuo sujetado a
la cultura es su vida social, respecto de la cual la dimensión biológica debe quedar necesariamente
subordinada; como si el individuo se relacionara con su grupo, del mismo modo -y con el mismo
ímpetu- que lo hace el órgano respecto del cuerpo biológico. Para el sujeto comunal, estar cerca del
grupo, no es poner el cuerpo cerca del cuerpo, sino poner sus conductas y representaciones cerca -
al servicio- de las normas que el grupo ha impuesto: estar humanamente junto al grupo es renunciar

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a la apetencia individual, obedecer. Por eso, el sujeto altruista, que es capaz de renunciar a su vida
por una causa; que es capaz de salir a la guerra para pelear por su patria; que es capaz de dar la vida
en defensa de su familia, dejando a los suyos, los deja pero sólo físicamente, pues permanece
humanamente -y para siempre- junto a ellos.

«Los muertos que ellos asesinan, gozan de buena salud en el alma de sus pueblos» (Samaja, J;
1978: p. 37)

Cuando mi hija tenía un año y medio nos mudamos a una casa más grande, y allí tuve ocasión de
desplegar en unos estantes sobre la pared unos videocassettes que eran materiales de trabajo de unas
clases de cine que yo dictaba en aquel entonces. Mi esposa, al verme disponer esos estantes, me
advirtió que el último iba a estar muy a la mano de la niña, y que quizás convendría colocar menos
estantes. Sin embargo, yo, amablemente y con gran tranquilidad, le respondí: “no te preocupes, yo
le voy a enseñar que esto no se toca”. Mi esposa sonrió, supongo que pensando para sus adentros,
“yo te avisé”, y se fue tan tranquila. Pasaron unos días y yo me encuentro a mi hija en el piso
juntando con un VHS en la mano. Entonces me acerco y amorosamente intento explicarle que esas
son “cosas de papá” , que “no son juguetes”, que “se pueden romper”, que mejor “vamos a llevarlos
a su casita”. Ella me consiente todo, y juntos dejamos el casette en el lugar que yo había destinado
inicialmente en el estante. Unos días más tardes, sin embargo, la escena se repite: nuevamente me
acerco a ella y ahora le recuerdo que “te acordás, mi vida, que te dije que estas son cosas de trabajo
de papá, y que se pueden romper”, etc. Volvemos a dejar el cassette “en su casita”, y fin del
conflicto. Pero otro día la pesco in fraganti a punto de extraer el vhs del estante, estirándose en
puntas de pie para llegar al estante en el que estaba el cassette. Y entonces, enojado le grito desde
el patio “¡Sofía, que te corto los dedos!”.

Desde ese momento, mi hija no sólo nunca más agarró un vhs del estante sin mi permiso, sino que
durante varios días no permitía que nadie -que no fuera yo- sacara de allí los videos. Es decir, ella
fue capaz de renunciar a esa experiencia que evidentemente disfrutaba porque pudo asimilar que eso
que hacía estaba mal; a diferencia de la perrita, mi hija logró valorar la aceptación simbólica del
grupo, pero eso implicaba adecuar su conducta a una norma social que le prohibía interactuar de
ciertas maneras con ciertas cosas. Claro, esta capacidad de mi hija es posible porque el ser humano,
a diferencia de la perrita del ejemplo anterior, dispone del lenguaje, que es un sistema simbólico que
hace posible la conservación permanente de los indicios del mandato, ya que la norma lingüística,
transmitida por el lenguaje, se conserva en la mente en la forma de un recuerdo o imagen mental.

c) El estrato político o de la metafísica

Cuando los mecanismos de regulación de las comunidades primitivas no pudieron resolver los
conflictos que ahora emergían de estas formas de existencia, escindidas, fracturadas en su unidad de
origen, por las luchas fraticidas; es decir, cuando los mecanismos socialmente primarios dejaron de
ser eficaces para resolver los enfrentamientos entre las familias, se hizo necesario desarrollar un
sistema más potente para la regulación de la vida social. Ese sistema fueron los mecanismos
jurídicos del Estado, su instrumento fue la legislación y elaboración de constituciones escritas,
surgidas del consenso entre las partes, y su modo de conocimiento fue la Filosofía.

Este mecanismo jurídico y filosófico requiere, entre otras cosas, poder derivar cualquier existencia
(conducta o pronunciación) de unos principios que se han acordado entre todos como bueno, válido,
etc. De allí, la exigencia en este nuevo escenario de esto que se llama la coherencia interna;
coherencia de enunciados respecto de otros, de argumentos probatorios o de la evidencia, que serán
evaluados por un tribunal externo que juzga y actúa como mediador de los argumentos en conflicto.
A diferencia de las normas de costumbre o tradiciones de la comunidad, que pueden coexistir sin
ningún tipo de coherencia interna, basando toda su legitimidad simplemente en la fuerza de la
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tradición, las normas del Estado, las proposiciones que constituyen las constituciones, deben
conformar una unidad lógica de sentido a partir de la deducción de unas premisas a partir de otras
que se han aceptado previamente. Por eso es posible decir que una norma es anti-constitucional,
porque algo que se ha votado recientemente es contrario (es decir, que contradice, se opone, o no es
complementaria, ni se deriva) a una norma anterior considerada de mayor peso.

De esto último se desprende entonces, que si en el estrato de la tenacidad el sujeto busca preservar
la corporeidad misma, fuente de las sensaciones que mueven al sujeto; si en el de la comunidad, el
sujeto ahora busca conservar al grupo por medio de la conservación de las normas que el grupo
impone (y conservarse a sí mismo como parte del grupo); en este tercer estrato, se trata de conservar
la razonabilidad, que es el modo de conservar esa nueva forma de existencia que es el Ciudadano-
Estado.

La coherencia interna que se exige a un sistema de enunciados implica que un enunciado particular
sólo será válido (es decir, sólo será razonable, y por lo tanto merecerá nuestra atención) en la
medida que puede derivarse (deducirse) de unas proposiciones precedentes ya aceptadas; estas
proposiciones, a su vez serán válidas si se han derivado de teoremas válidos; los teoremas deberán
deducirse de los axiomas; y los axiomas deben poder deducirse de los principios lógicos
elementales. Este apoyo que presta cada elemento al otro, o la relación de apoyo de un elemento
sobre otros anteriores, puede graficarse del modo siguiente:

El bloque de la parte inferior sería el enunciado fundamental (axioma, princpio), que dará sustento,
sirviendo de base, a los enunciados siguientes que aparecen en las filas supriores. Que el enunciado
precedente “sostiene” al siguiente, significa que el enunciado último debe ser una derivación de lo
enunciado en el primer orden, como si dijéramos que es una expansión semántica de lo
potencialmente posible. Cada nueva serie de enunciados deberá, por lo tanto, conservar la
coherencia con la secuencia anterior, es decir, apoyarse bien sobre aquello que es su base, para
mantener el equilibrio. En la lógica axiomática, la base se denomina principio fundamental, los
enunciados del nivel siguiente se llaman axiomas; de los axiomas se derivan los teoremas, y de
estos últimos las proposiciones.

Si tomamos como ejemplo genérico una actividad lúdica o juego, el principio es algo así como el
sentido mismo que define la actividad; los axiomas son como las reglas; los teoremas como los
casos de jugadas que se aceptarán, y las proposiciones los resultados posibles a partir de las reglas.
Si tematizamos un juego específico, como el fútbol, podríamos traducir el gráfico a este grupo de
enunciados (que deben leerse desde abajo hacia arriba)

Resultado: El equipo de José [que ha anotado más goles] ha ganado el partido.


Jugadas: llevo la pelota hacia el arco contrario y consigo hacerla ingresar impulsándola sin tocarla
con la mano y sin que el arquero la pueda atajar.

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Reglas del juego: cada punto se hace colocando el objeto pelota dentro del espacio contrincante
denominado “arco”; el objeto pelota sólo puede ser impulsado por el pie; no podrá patearse en
dirección al arco en posición adelantada, etc.
Principio: alguien gana, alguien pierde; ganar es = jugar mejor; jugar mejor = anotar más puntos
que el contrincante.

Este ejemplo nos permite advertir dos cosas:

1. El enunciado final (haber ganado en ese juego) sólo sería aceptable, o verdadero (al interior
de ese sistema), en la medida en que se produzca una coherencia formal entre los siguientes
estados de situación: a) un equipo haya anotado más puntos que el otro; b) los goles se
hayan realizado por medio de jugadas válidas, es decir, que se han respetado las reglas que
organizan el juego; c) a condición de que ambos contrincantes hayan acatado el principio
básico, según el cual: el que hace más goles, gana la competencia..
2. Esta organización formal es válida aun si nadie hubiese jugado empíricamente el partido; es
decir, yo podría contarle a alguien cuándo o en qué circunstancias un equipo ganaría el
certamen o competencia frente a otro, aun cuando nadie lo jugara. Eso ocurriría si se dieran
los enunciados mencionados, y siempre que se acepte el principio sobre el cual se estructura
el juego

Estas condiciones formales se presentan como independientes de que se produzcan empíricamente


los partidos, y de hecho deben estar disponibles con antelación a cualquier situación empírica;
nadie podría jugar a ningún juego si no estuviesen de antemano disponibles las reglas para jugar, o
si no estuviese dado el acuerdo previo respecto de lo que quiere decir “jugar de modo válido” en
este contexto.

Todas estas condiciones se presentan como enunciados: es decir, oraciones; cada oración debe ser
coherente con la otra, de modo tal que puedan formar un sistema articulado de enunciados. Si
observamos el ejemplo, se apreciará que el “resultado” no sólo encaja con ciertas “jugadas”; que la
“jugadas” no sólo encajan con las “reglas”, sino que cada uno parece derivarse del anterior: si el
resultado fue “ganó”, entonces debe significar que se han dado una serie de jugadas que han
concluido en anotación de goles; si esas jugadas fueron válidas, significa que se derivan de las
reglas del juego, etc. Esto significa que los enunciados no sólo deben encajar (como ocurre entre
elementos que por casualidad se pueden complementar), sino que deben los últimos derivarse de los
anteriores. Esta derivación de unos términos respecto de otros se denomina relación deductiva. De
modo tal que, del principio de competencia de un juego, se deducen una serie de reglas que deberán
elaborarse sin contradecir el principio (por ejemplo, ninguna regla debe negar la posibilidad de la
competencia); de las reglas deberán deducirse las jugadas aceptables y las que no lo serán; de las
jugadas se desprenderán los resultados posibles. Esta relación entre los enunciados es lo que se
denomina coherencia proposicional, y es el elemento clave de todo pensamiento filosófico.

Si en el sujeto cultural encontrábamos ya la subversión de un conocimiento puesto al servicio de la


existencia social, que atendía secundariamente a la necesidad biológica; en el Estado encontramos
ahora una segunda inversión: el conocimiento pasa a estar al servicio, no de la preservación del
grupo individual al que pertenece el individuo, sino de una comunidad ideal (comunidad racional)
que obliga a cada comunidad particular, a descentrarse de sus lógicas tradicionales y recentrarse en
el nuevo orden de la Razón, que debe valer para todas por igual. Dicho de manera simple: la nueva
necesidad social debió implicar de modo necesario el deseo por la conservación del sistema
mediador que permitía la convivencia pacífica de los elementos en conflicto (cada una de las
familias o clanes). Ahora, las leyes de la tradición (que -según Sófocles- son eternas, pues han sido
creadas por los dioses), debieron supeditarse y colocarse bajo la órbita de la Ley humana (leyes

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creadas y escritas por los hombres). Lo vital no son, ya, los mandatos y las costumbres del grupo,
sino las leyes y la constitución del Estado.

El paso que hay que dar para comprender la transición de la adaptación biológica a la
"adaptación" racional, contiene un tremendo desafío, puesto que tiene que poder dar cuenta de
"una inversión en la evolución biológica"; de una inversión que transforma al aparato cognitivo
de tal manera que, en lugar de ponerlo al servicio del mantenimiento de la vida, lo pone al
servicio del conocimiento objetivo. (Samaja, J; 1999: 315)

Pero esta racionalidad no llegó a intervenir en todos los campos de la cultura; muchos quedaron a
cargo de instituciones religiosas o comunales, y por lo tanto se mantuvieron abstraídos del mundo
sensible y de la perspectiva racionalizadora del Estado Político como sujeto. No es sino hasta el
Renacimiento cuando se sistematiza la racionalidad a todos los campos de la existencia.

d) el estrato de la ciencia o pragmático

A los criterios de razonabilidad que propone la metafísica o filosofía, el modo científico se nos
presenta en sentido más visceral como una pragmática; aquí vale sólo lo que funciona, y el
científico sólo se ocupa de lo que tiene valor de utilidad. Ocuparse de lo que podemos mostrar que
funciona, es ocuparse de los hechos observables, y, por lo tanto, justificar que una creencia
“funciona” es lo mismo que decir, que ella no entra contradicción con los hechos mismos.

Una “buena creencia” no se justifica como tal por el sólo hecho de que se nos impone intuitivamente
como evidencia; tampoco lo es por el hecho de habernos sido comunicada por alguna fuente
reconocida como autoridad por una comunidad dada, ni siquiera porque, examinada críticamente a la
luz de nuestro entendimiento, se nos presente como “razonable”, es decir, “válida universalmente. Una
“buena creencia” para el método de la ciencia se justifica sólo si, adoptada a título hipotético, es capaz
de proporcionarnos éxitos en las contrastaciones empíricas de las predicciones que podamos efectuar
mediante las proposiciones derivables de ellas. (Samaja, J; 2000: 173-174)

Por lo tanto, lo que, aparentemente, agrega este cuarto orden geológico es que todo
pronunciamiento deberá estar doblemente afectado por los contextos de experiencia observacional:
referirse a hechos (y no únicamente a entidades ideales), y estar, cada una de las sentencias
hipotéticas, respaldadas por otro conjunto de hechos más elementales, que parecieran evocar esta
nueva pirámide de justificación. La diferencia entre la pirámide anterior y éste, pasaría –en
principio- por dos rasgos: a) la pirámide con el vértice hacia abajo del estrato filosófico pretende
graficar que todo el sistema de enunciados surge un principio unitario, y desde esa unidad, se va
desprendiendo la multiplicidad (de lo uno a lo mucho). Esta otra pirámide, en cambio, pretende
graficar el pasaje de las observaciones numeosas a la teoría que unifica o conceptualiza lo
observado (de lo mucho a lo uno); b) a diferencia de la pirámide en la versión anterior (de la
Filosofía o Metafísica) el lugar de fundamento, que allí estaba puesto en los principios inteligibles
ahora, en cambio, parecen estar ocupados por el campo de lo sensible.

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1. Los 5 bloques de la base serían los hechos de 1er orden: las sensaciones primarias
(intuiciones sensoriales o puramente corpóreas) 1.
2. Los bloques de la segunda fila, por encima de la anterior, constituirían hechos de 2o orden:
es decir, configuraciones o percepciones que realizamos a partir de las sensaciones
inmediatas.
3. Los bloques de la tercera fila serían los hechos de 3er orden: observaciones minuciosas
mediadas por tecnología específica.
4. Los bloques de la anteúltima fila serían hechos de 4o orden: intelecciones o interpretaciones
sistemáticas sobre los hechos observados por la tecnología.
5. El bloque último sería la hipótesis general o teoría, que explica el conjunto de hechos
anteriores a la luz del sistema que la teoría misma propone.

Lo que este último estrato considera fundamental es conservar es un sistema de


experimentabilidades posibles, que permitan la comunicación pública de la experiencia y por lo
tanto de las apropiaciones. Ya no alcanza con la mera coherencia conceptual, sino que tenemos que
reencontrarnos y reunirnos en la universalidad de las operaciones.

El enigma en cuestión

¿Por qué no llegó la Antigüedad a realizar esa dimensión empírica y sistemática? ¿Fue por no tener
necesidad del mundo sensible? ¿Es que tales necesidades, en torno a la naturaleza, las tuvo en
exclusividad recién el Mundo Moderno? ¿Eran los antiguos incapaces de ver el mundo en el que
vivían? ¿Eran observadores torpes o poco sutiles? Evidentemente no, los antiguos tenían
necesidades vinculadas con lo sensible, pero estas necesidades las pudieron resolver con sistemas de
creencias pre-científicos o pre-filosóficos no asociados a los nuevos mecanismos de la juridicidad
capitalista. Por lo tanto, la razón de este retardo epistemológico debemos buscarla en lo que
realmente implica la dimensión empírica de la ciencia.

Generalmente, nosotros damos por sentado que esta dimensión está vinculada a la capacidad
observacional, una atención manifiesta y sistemática hacia la experiencia exterior. Por lo tanto,
razonamos del modo siguiente: si los antiguos (griegos y romanos) no desarrollaron una ciencia
positiva (éste es el término que se emplea actualmente para hablar de las ciencias empíricas en la
Modernidad), ello se debió al hecho de que se mostraron insensibles a la observación y a la
experiencia de la exterioridad. O, dicho de otro modo, no observaban, no les interesó observar, o
fueron muy malos observadores.

Pero esto es una falacia; por empezar, no es cierto que no observaran en modo alguno, lo que
ocurría es que no le adjudicaron a la actividad observacional el papel de juez de los argumentos,
pues consideraban que el pensamiento reflexivo, basado en primeros principios, era mejor tutor que
la experiencia sensible, siempre dudosa. Debemos entonces buscar la explicación de este asunto, no
en una negación respecto del mundo exterior por parte de los antiguos, sino en otra parte, pero para
ello hay que explicar, aunque sea superficialmente, lo que implica la dimensión empírica de la
ciencia en un sentido riguroso.

1 Acerca de este gráfico, vale aclarar dos cosas: en primer lugar, con el mismo no se pretende hacer referencia alguna
al proceso de descubrimiento; la hipótesis no emana realmente de las sensaciones directas e inmediatas, ni tampoco
de la complejización lineal de las sensaciones (devenidas luego percepciones, observaciones e intelecciones). El
ejemplo sólo pretende dar cuenta de las relaciones necesarias entre un enunciado general y otros enunciados más
simples, al modo en que lo hace la Lógica. En segundo lugar, la justificación de una hipótesis tampoco se define
por las sensaciones primarias, sino por los enunciados intermedios (observaciones y las intelecciones). La creencia
ingenua de que las hipótesis surgen de sensaciones más o menos encadenadas es la concepción que se denomina del
empirismo ingenuo (Cfr. Chalmers, Alan; 1999 Qué es esa cosa llamada ciencia. Madrid, Siglo XXI).
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Lo empírico de la ciencia no es del orden de las cosas, sino de las relaciones entre el sujeto y
las cosas

Una lectura canónica -y superficial- de la historia de la ciencia suele ser la siguiente: en la


antigüedad, la civilización griega alcanzó la cumbre del pensamiento racional, elaborando el
edificio básico de la Lógica y la Matemática como principales instrumentos del pensamiento, pero
su desarrollo quedó restringido al campo de los razonamientos, desentendiéndose de la observación
de los hechos sensibles. A los griegos el mundo sensible no les interesó, pues consideraron
irracional su manifestación, así como a la antigüedad feudal y cristiana le fue ajena la observación
empírica, precisamente por estar sumergida en las nociones teológicas del trasmundo, del alma, la
inmoralidad, y la propia idea de Dios. Y así, como los eremitas se encerraron en los monasterios, el
sujeto medieval se ensimismó en la Teología y la Metafísica, cerrando sus ojos al mundo de lo
sensible.

Esta prenoción implica casi siempre la proposición contraria: la Modernidad, y con ella el hombre
de ciencia, se ha resguarecido en la sensorialidad como criterio definitorio. Expresado esto último
con una fórmula, podría decirse que los antiguos no quisieron observa, si no teorizar; mientras que
los modernos y contemporáneos, por el contrario, nos importa menos teorizar y más el observar. Y
así, con esa ligereza de pensamiento, se ha querido contraponer una concepción infantil negada a
toda experiencia del mundo real, con una supuesta concepción científica, fundada esencialmente en
la observación directa de las cosas; algo así como: “ya somos grandes, y hay que afrontar el mundo
en serio, abandonando el terreno de las fantasías. Para esta visión ingenua de la ciencia, parece no
haber nada más lejano que aquella sentencia de Platón:

[...] afirmo que cualquiera que intente estudiar las cosas sensibles, [...] jamás llegará a
conocerlas, porque las cosas sensibles no son objeto de conocimiento […] (Platón; 1969: 401-
402)

Por lo tanto, la irrupción del experimento científico, instituido por Galileo Galilei, se nos tiene que
presentar como el corolario definitivo de esa consagración de la sensorialidad, y una dedicación
obsesiva por parte de los científicos hacia el mundo de la terrenalidad: dejamos de preocuparnos por
las fantasías de la mente, para hacernos cargo del mundo de las cosas materiales.

Pero toda esta imagen está deformada; miente más de lo que revela. Esta visión ingenua de la
ciencia se contradice precisamente con aquellos ejemplos que ella misma considera paradigmáticos
desde su punto de vista. Tal es el caso experimento científico instituido por Galileo Galilei.

El experimento científico vs. El mundo de las cosas

Todos conocemos seguramente la referencia escolar del descubrimiento por parte de Galileo del
principio de gravedad, que luego sistematizará Isaac Newton. Esa referencia escolar adquiere el
estatuto de leyenda, y dicha leyenda describe a Galileo subiendo a un campanario para poner a
prueba su hipótesis de que el peso de las cosas no interfiere, no afecta o no favorece, la caída, de
modo tal que los objetos caen al mismo tiempo, a pesar de sus pesos relativos. Para realizar esa
demostración la leyenda nos dice que subió con dos cosas: en una mano llevaba una pluma, en la
otra una bola de plomo. El objetivo del experimento: arrojar ambos objetos desde lo alto del
campanario, y anotar cuál caía en primer lugar. Si, como pensaba Galileo, el peso no interfería, ya
que las cosas no caían por ser pesadas, sino por una fuerza de atracción, ambos objetos debían
llegar al piso en el mismo instante.

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Como sucede con las leyendas, las asumimos por las condiciones de recepción, y no por la fuerza
de sus argumentos. En verdad, este relato no resiste el más mínimo de los análisis. Veamos por qué:
se nos dice que Galileo sube al campanario con la bola de plomo y una pluma. ¿Para qué? Para
poner a prueba la teoría que quiere confirmar de que los pesos relativos no interfieren en la
velocidad de llegada al piso, cuando él mismo las arroje. Ahora bien, llegado a este punto, uno no
puede evitar sentir la imperiosa necesidad de preguntarse si Galileo estaba bien de la cabeza o
desvariaba. ¿Cómo es posible que este astrónomo sabio se tomara tanto trabajo, no sólo de diseñar
el experimento, sino de implementarlo, subiéndose al campanario y llevando trabajosamente esos
dos objetos, cuando todos sabemos -sin necesidad de ser físicos- que obviamente tiene que caer la
bola de plomo en primer lugar? Esto es obvio. Pero a Galileo “esto” no sólo no le resultaba obvio,
sino que incluso sostuvo como hipótesis una idea contraria ¿Cómo es posible esto?

La respuesta es muy simple: Galileo jamás realizó ese experimento. Sabía que el resultado visible
sería contrario a su hipótesis. Por lo tanto, elaboró una prueba bastante diferente. “Claro, si yo
arrojo por el aire desde el campanario estos dos objetos, necesariamente la bola caerá primero, pero
eso ocurre porque en el mundo que yo observo hay oxígeno, y ello supone el fenómeno del
rozamiento, que impide que los objetos caigan en simultáneo. Pero, si pudiéramos operar en un
espacio vacío, es decir, sin oxígeno, este resultado que yo propongo sería visible”.

Pero entonces no sólo no observó, sino que se negó a hacerlo porque sabía que la observación del
mundo por medio de los sentidos sería contraria a su descubrimiento. Y por si esto fuera poco,
propuso una entidad “el espacio vacío matemático” que es inobservable (y fue imposible de
experimentarlo hasta el siglo XIX), es decir, postuló una entidad invisible para poder realizar su
experimento de modo mental. ¿Dónde está el amor a la sensorialidad del hombre moderno? ¿Dónde
su regocijo depositado en los sentidos, y en la fruición de la materia? ¿Cómo se entiende que, por
un lado, la ciencia moderna encumbre la dimensión sensible como criterio crucial del conocimiento,
pero por otra, aquel a quien consideramos su fundador se ha negado a entregarse al mundo sensible?

Está claro que el experimento al que refiere Galileo no tiene nada de sensible; él no observa, no
mira, no se deja tentar por los sentidos cuando hace ciencia. Irónicamente, por los sentidos se
guiaba aquel otro autor que Galileo pretende refutar con su experimento; aquel que precisamente
había enunciado desde la antigüedad lo que cualquier individuo puede apreciar si se deja guiar por
el sano sentido común: que el peso relativo influye en la caída, de modo tal que el objeto más
pesado caerá en primer lugar. Ese autor era Aristóteles.

Por lo tanto, el experimento de Galileo no es del orden de lo sensible; él no llega a ese conocimiento
(ni pretende probarlo) por la vía sensorial; lo hace a partir de una matematización de la experiencia,
lo cual presupone, no limitarse a observar lo que hay, sino incluso restarle una dimensión (la de
estar lleno de oxígeno). Galileo necesita observar un espacio que no surge de la visión de las cosas,
si no de la reflexión Matemática.

Esta necesidad de matematizar nuestra experiencia con el espacio, no la encontramos únicamente en


Galileo; esta actitud venía preparándose desde el Renacimiento. Quizás conozcan que en este
período artístico tuvo lugar el desarrollo de una técnica de representación visual cuya función es
producir la ilusión de estar percibiendo las tres dimensiones del espacio utilizando únicamente dos,
esa técnica se llama perspectiva. Entre quienes desarrollaron y teorizaron dicho artificio, el más
célebre es el pintor italiano Leonardo da Vinci. En uno de los escritos, Leonardo menciona que los
pintores como él pintan con una corrección óptica desconocida hasta entonces, debido a que han
tomado a la naturaleza como su maestra; es decir, por ser un buen observador de la naturaleza. Sin
embargo, al recorrer las páginas del Códice Atlántico, donde se encuentran los estudios
preparatorios del pintor con sus dibujos a mano alzada, lo que allí encontramos es algo bien

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diferente; en lugar de registros de observación, en vez de descripciones sensoriales, hallamos un
predominio exclusivo del cálculo matemático. Es decir, que para pintar como pintaban los hombres
del Renacimiento no era suficiente con observar la naturaleza con los ojos, había que contemplarla
con una mirada Matemática. Lo que había que hacer no era observar, sino calcular.

Abstracción y desnaturalización

Por todo lo dicho, debe resultar evidente que la dimensión empírica de la Ciencia no reside en la
receptividad de lo sensorial, sino en la matematización y el análisis de su materia, es decir: en la
abstracción de los componentes de un fenómeno. Pero esa forma particular de observación sólo fue
posible una vez que el pensamiento produjo un instrumental para generar esa experiencia específica
de la fragmentariedad. Para ello no eran suficiente los órganos biológicos, sino que fue necesario
producir una corporeidad ampliada (inorgánica) que permitió acercarse a ese tipo de fenómenos en
particular.

La antigüedad no llegó a considerar la necesidad de transformar esa realidad sensible por medio del
pensamiento matemático, porque ello implicaba la concepción abstractiva de todos los componentes
del fenómeno en su realidad objetiva: no sólo del objeto observado, sino también del sujeto
observante y de su experiencia observacional. El individuo, sin embargo, se hallaba en la
antigüedad todavía en un estado de concreción respecto de su comunidad originaria, de modo tal
que ni el individuo ni sus experiencias o actividades podían concebirse de manera aislada.

La conformación del Mercado como Mundo de intercambios y experiencias capitalistas

Este proceso de individuación sistemática lo encontramos en el marco del desarrollo gradual del
Mundo Burgués, y específicamente de la lógica de mercado. Los primeros pasos los encontramos,
aunque aislados todavía, en la reconstrucción política del imperio por Carlomagno, y luego en las
comunicaciones que se restablecen, a partir de las cruzadas, entre Oriente y Occidente. Este
reticulado geográfico será como la estructura ósea del Mercado, pero no es aun su espíritu; falta
todavía que se realice de modo completo y orgánico el proceso de emancipación de la experiencia
individual del sujeto burgués.

A mi modo de entender, el mejor ejemplo para ilustrar este proceso de emancipación los
encontramos en la Edad Media tardía, en el pasaje del maestro artesano al genio renacentista; y en
el pasaje del siervo de la gleba al ciudadano del burgo.

En ambos procesos encontramos en un principio con sujetos cuya actividad específica no puede
desarrollarse libremente, ya que la fuerza, el conocimiento (técnicas e instrumentos) que emplean
para realizar el producto no son realmente de su propiedad, sino de las comunidades a la que cada
uno pertenece. El campesino no es dueño de la tierra que trabaja, del mismo modo que el artesano
del gremio no es dueño del campo profesional en el que se desempeña. El campesino es de la tierra,
no de sí mismo, como el artesano lo es del gremio. Sólo gradualmente, y con la revitalización de la
economía urbana, (movilidad creciente de los intercambios y la estabilidad de las condiciones de
demanda individuales del trabajo) fue posible que el individuo pudiera abandonar la comunidad de
origen y aventurarse a su propia suerte.

Esta emancipación del individuo es correlativa a la necesidad de emancipar también a la realidad


exterior de esa concepción del trasmundo que la Edad Media había desarrollado, en la cual los
hechos individuales y singulares no eran analizables por sí mismos, y por lo tanto no existían como
tales. Fue necesario liberar al individuo junto con su sistema de apropiación de las experiencias. La

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nueva propiedad sobre el sí mismo y sus productos es lo que posibilitó la operación transformadora,
en un mundo que finalmente llegó a concebir esa transformación como una empresa colectiva.

Los límites de la antigüedad

La Antigüedad y la Edad Media, en su etapa de plenitud feudal, no llegaron a asimilar esta noción
pues la transformación de las cosas, aun de ser posible, no era asunto humano sino de la divinidad.
El hombre sólo podía contemplar el estado de las cosas, y en el mejor de los casos conservar los
estados deseables. La concepción sobre la innovación no tuvo lugar en la Edad Media, pues ella
requería, no sólo la representación de una realidad dinámica, a la cual hay que adaptarse con las
acciones y los instrumentos, sino también la concepción de un sujeto agente con poder
domesticación de esa naturaleza, a la que le impone su norma propia por el poder mismo de su
individualidad.

Las experiencias no eran intercambiables de manera plena ni era viable concebir el campo de las
transformaciones, pues ellas llevan implicadas la noción misma de propiedad sobre la realidad que
se transforma. Pensemos que en la actualidad el incentivo fundamental para toda transformación
innovativa reside en el sistema de patentes. Por lo tanto, fue necesario expropiar al mundo
organismo el hecho individual, como fue necesario expropiarle el individuo a la comunidad
originaria, para que el hacer del individuo pudiese ser explotado por el individuo (el inventor que se
beneficia de su propia creatividad, pero también el capitalista que se enriquece con el trabajo de sus
empleados por medio de la plusvalía).

Ambas eran abstracciones impensables en la antigüedad; que un sujeto sea un individuo en sí


mismo, diferente de su comunidad de origen (de modo tal que cuando entro con él en relaciones
contractuales, sólo tenga vínculo con él, y no con su comunidad), pudiendo enajenar su fuerza de
trabajo libremente en cualquier lugar que lo necesite; así como el hecho de que un bien material
pudiera ser adquirido por quien pueda comprarlo, hacerlo circular libremente, no quedando limitado
a su escenario de producción de origen, y que pueda ser transformado con libertad por el sujeto que
ha adquirido su propiedad, fueron concepciones ajenas para la antigüedad.

Estas condiciones son propias de la Modernidad, y resultaron determinantes para que se afianzaran
las condiciones materiales y jurídicas que permiten la operación científica. Ambas emancipaciones
de lo individual (del sujeto y del objeto) supusieron un proceso de instrumentalización: por un lado,
artefactos, que amplían la sensibilidad biológica, ampliando la primera por medio de una
sensibilidad tecnológica, que haga posible experimentar este nuevo mundo analítico.

Pero además las nuevas técnicas del trabajo y las nuevas relaciones de producción que hicieron
posibles que las experiencias y procesos productivos de los individuos fuesen enajenables: que
libremente cada sujeto pudiera vivir del trabajo del otro, del mismo modo que el trabajador pudo
dese entonces vender su fuerza de trabajo a quien lo emplease por medio de un contrato, que
reemplazó de modo definitivo los vínculos tradicionales de pertenencia. Los individuos ya no
pertenecen unos a otros, sino que pactan los unos con los otros vínculos de exclusividad a partir de
mutuas conveniencias.

El derecho a la experiencia individual como producto

Cuando analizamos el sistema de producción y del mundo del arte y de la técnica que se desarrolla
en Occidente desde la Edad Media hacia el Renacimiento, y luego hacia el Romanticismo, no
solemos reparar en el hecho fundamental de que ese proceso de desarrollo material es paralelo a un
proceso emancipatorio del individuo burgués: la liberación del siervo respecto del feudo; del

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artesano respecto de la Logia, y del Maestro respecto del Gremio. Esto significa que el desarrollo de
la producción material, en parte, debemos explicarlo porque empieza a manifestarse un mundo en
donde no sólo se motiva la creatividad de cada uno, sino que es posible reconocer a cada uno la
autoría (y posteriormente la propiedad) correspondiente. Por fuera de este escenario jurídico, no es
posible comprender la lógica misma de la innovación.

La contracara del artesano devenido tecnólogo e innovador, es el artesano devenido artista y genio.
Cuando Umberto Eco dice que en la temprana Edad Media no había experiencia artística, como la
entendemos actualmente, quiere decir que no era posible -en un sentido estricto- el desplegarse de la
subjetividad como fuerza creadora. Por lo tanto, las construcciones, las creaciones medievales de la
primera etapa no pueden ser adjudicadas en un sentido técnico a una individualidad artística que
vehiculice sus emociones por medio de su hacer.

Esto es desconcertante para nuestra manera de encarar el arte en general, pero no es difícil de
entender: lo que está planteando Eco no es que las creaciones no fueran bellas, no tuvieran
expresividad o valor estético; lo que no tenían es una impronta subjetiva individual. ¿Por qué?
Porque la Edad Media no consideraba valioso lo que un individuo sentía. Concebía al artesano
como hoy nosotros concebimos a un técnico. ¿Pero no es cierto acaso que esos individuos
expresaban de todos modos ciertas emociones o pasiones que quedaban materializadas en su
producto? Es innegable que expresamos nuestro ser en cada hacer que protagonizamos: no hay
manera de no poner algo nuestro personal en cada realización. Pero está claro que esa
personalización puede no tener valor en el producto. Cuando llamo a un plomero para que me
arregle la canilla del baño, seguramente el plomero exprese en esa reparación toda una experiencia
de vida, una biografía, etc. pero yo no le pago por eso, sino por una reparación mecánica. Con el
artesano medieval pasaba lo mismo; no es que no había sensaciones, emociones en los individuos
que realizaban las cosas, pero esos elementos no constituían valor alguno en ese mundo. Sólo
cuando en la medida en que fue irrumpiendo ese mundo particular donde el elemento subjetivo
resultaba valioso, y se lo pudo reconocer como propiedad del individuo, pudo consolidarse el
artista moderno, como ese tipo de sujeto capaz de desarrollar la experiencia individual de su
subjetividad inconmensurable. Sólo para una sociedad como la burguesa que rinde culto a la
subjetividad individual, fue posible hacer del productor un genio artista.

De manera análoga a como el moderno Estado burgués pareciera trasladar a los dictados del mercado
la suerte de la vida material de sus ciudadanos (absteniéndose -hasta donde fuera posible- según
criterios subjetivos de gobierno), la ciencia se presenta como el método que traslada al orden de las
cosas reales y de valores instrumentales el criterio de aceptación o de rechazo del conocimiento
teórico. (Samaja, J; 2000: 173)

El asunto de la propiedad como mundo de experiencia

Hasta aquí hemos presentado como alternativa ese lugar común del fotograma aislado de la ciencia;
aquel que enuncia que el hecho empírico es algo que está desde siempre, y que los antiguos no lo
quisieron o no lo pudieron ver debido a problemas actitudinales o instrumentales.

Nuestra alternativa sostiene que esas dificultades no eran ni actitudinales, ni instrumentales sino
jurídicas, y que el mundo empírico que la Ciencia pretende abordar no puede ser separado -sino a
condición de desnaturalizarlo- del mundo del Mercado como escenario de los intercambios
económicos de la Sociedad Capitalista.

Y esta primera aproximación abstractiva a la experiencia (representada por el experimento


matemático de Galileo, pero también por aquella forma de reconstrucción matemática con que la
perspectiva renacentista artificial pretendió apropiarse de la realidad natural) nos ha mostrado que
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junto al conocimiento científico, frente a la capacidad más “precisa y atenta de la observación” tuvo
que ir cobrando fisonomía una nueva subjetividad capaz de tener una relación de intimidad con la
experiencia; que pudiese entrar en una nueva relación con la naturaleza, como entraba en una nueva
relación con los otros sujetos, sin que esa nueva configuración implicara una profanación frente a la
comunidad 2.

Un ejemplo muy interesante de este pasaje de un sujeto comunal a una individualidad con derecho
al acceso íntimo de las experiencias lo encontramos en la formación del niño; esa criatura
manifiesta desde el comienzo una ausencia completa de intimidad corporal; inicialmente su cuerpo
no lo controla, no lo domina, no puede hacer lo que quiere con él, sus padres lo mueven, lo llevan,
lo visten, lo secan, lo mojan, lo limpian, etc. En la medida que adquiere cierto control y dominio
sobre su corporeidad, empieza a ampliarse ese mundo de intimidad, incorporando el mundo de los
objetos externos. Al inicio el niño/a sólo entra en contacto con los juguetes que los padres le damos,
y durante el tiempo que consideramos pertinente; pero en cuanto empieza a poder desarrollar cierta
capacidad de autocontrol corporal, le permitimos que tenga cierta intimidad y relación individual
con esos objetos, que ahora están a su disposición, en el radio de su campo de acción (su cuarto, su
cama, su mesa, etc.). Esta ampliación de su campo de actividades implica también -y
fundamentalmente- un incremento cuantitativo y cualitativo en el campo de las interacciones
sociales posibles; de modo tal que el sujeto empieza a depender de los otros en una perspectiva
eminentemente simbólico, y ya no sólo biológica.

Ahora bien, la ampliación del campo de operaciones del sujeto infantil no implica -como es obvio-
una subjetivación completa, ya que ese mundo de interacciones se halla todavía excesivamente
interferido por su comunidad familiar, no sólo en cuanto a las decisiones sobre su cuerpo, sino
también en la interacción y comportamiento en relación a los objetos. El infante no sólo es aquel
sujeto que tiene vedado el contacto con ciertos materiales propios del mundo del adulto, sino que
tampoco tiene un acceso libre respecto de su propio campo de objetualidades; por eso no es correcto
afirmar de manera rigurosa que los juguetes del niño son propiedad del sujeto, sino que es el sujeto
quien tiene acceso a la experiencia del juguete en un escenario habilitado para el intercambio
familiar. Esto significa que el niño no puede hacer con sus juguetes lo que hacemos los adultos con
nuestras cosas: no puede vender ni comprar sin permiso; no puede vender o comprar actividad de
otros, etc. En la medida en que el sujeto se emancipa y se autonomiza jurídicamente se van
ampliando los radios de su experiencia posible como experiencia real; y en la medida en que se
amplía esa experiencia real, se configura, se resignifica, la subjetividad anterior, dando lugar a una
forma de subjetividad más compleja, y por lo tanto se renegocian las significaciones sociales y el
sentido de las interacciones con los otros sujetos con quienes coexiste.

Ahora bien, el proceso que lleva a un incremento de la apropiación de la experiencia individual,


donde la comunidad originaria va cediendo dominio en favor de la autonomía del sujeto, es
únicamente la contracara de un proceso complejo de re-significación social de las experiencias,
respecto del cual es necesario hacer alguna referencia.

Puesto que toda apropiación es al mismo tiempo un acto de expropiación, la apropiación de cada
quien no sólo implica una expropiación a la comunidad originaria, que detentaba en el principio la
posesión, sino también de los restantes individuos que ahora se manifiestan como desposeídos.
Dicho de manera muy simple: que yo hoy pueda comprar un automóvil no sólo significa que la
propiedad absoluta de las cosas dejó de ser de la comunidad en general, para poder ser de un
individuo en particular (y circular de uno en otro; primero de la empresa que lo fabrica y luego

2 Era necesario tener experiencias en un mundo poblado de cosas, analizables por separado, como era necesario entrar
en vínculo particular e inédito con otros individuos, separándolos de sus comunidades originarias para comprarles su
fuerza de trabajo. Esa perspectiva analítica, es fundamento de la perspectiva empírica de la ciencia.
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mío), sino que al mismo tiempo implica que ese auto que yo compro, no lo puede tener otro -
mientras es mío- que no sea el propietario. En otras palabras, comprar ese auto individual es lo
mismo que evitar -jurídicamente- que otros lo compren.

En su artículo Aportes de la metodología a la reflexión epistemológica, Samaja retoma la tesis


marxista, según la cual la naturaleza ha sido, en el origen de nuestra humanización, nuestra primera
extensión orgánica, en tanto sujetos culturales.

En el origen el homínido usaba su cuerpo orgánico para tomar los frutos de los árboles y/o para
cazar los animales que iba encontrando. La naturaleza no es parte suya, sólo se le opone a él como
algo que él necesita destruir en la forma del alimento. Pero en el desarrollo de ese homínido se
produce la domesticación de la naturaleza, que implicó la aparición de la agricultura como
actividad productiva. La tierra roturada y cultivada produjo un alimento que ya no se puede
considerar natural o silvestre, pues está afectada por el proceso transformador. Esa transformación
de la naturaleza transformó al animal en Hombre; ese proceso de expropiación controlado dio la
nueva fisonomía al ser humano. Desde entonces, la naturaleza dejó de ser una realidad meramente
opuesta, para ser destruida, para transformarse en una función de la reproducción humana. En tanto
la naturaleza fue organizada, y diseñada para funcionar humanamente (del mismo modo que el
hombre primitivo transformó la piedra para volverla un objeto cortante a la medida de su mano y su
necesidad, como una extensión de su brazo), la naturaleza pasó a constituirse parte fundamental de
la nueva corporeidad humana, ahora escindida en orgánica (su cuerpo fisiológico) e inorgánica (los
objetos manipulados que ofician de extensiones de la naturaleza corporal. Marx considera a esta
materia natural transformada (tanto se presente bajo la apariencia de una tierra roturada, o de
artefacto tecnológico) corporeidad inorgánica.

Ahora bien, si la relación sistemática con la naturaleza es lo que nos constituye propiamente en
humanos, entonces el acceso irrestricto a esa corporeidad inorgánica, resultará clave. Por eso, en el
origen de todo orden humano, la propiedad se representa como un bien de la comunidad. Los
desarrollos que llevaron al sistema de la propiedad privada capitalista, llevan a la situación de
expropiar a la mayoría de ese bien común, que es la corporeidad inorgánica, y que Marx denomina
medios de producción, para dejar a estos individuos desposeídos de todo lo fundamental, menos de
la fuerza de trabajo. Es decir, frente a la propiedad comunal, donde cada sujeto de la comunidad
está unido a la corporeidad inorgánica, la experiencia de la propiedad privada, no se manifiesta
como repartición de la propiedad comunal en partes iguales, sino como expropiación de muchos
para la acumulación de unos pocos.

Esto significa que el mundo científico y tecnológico también tenemos que entenderlo en doble
movimiento: capacidad siempre creciente de producción y adquisición de propiedad de instancias
individuales, pero al mismo tiempo mayor dependencia de los individuos respecto de los sistemas
capitalistas que median para la producción de esas cosas. El inventor del siglo XIX, y el diseñador
de los tiempos actuales, tienen la misma condición del científico, que es la misma que tuvo el
obrero del amanecer Capitalista: disponen realmente de la técnica y de la fuerza para desarrollar
esos increíbles productos que la contemporaneidad valora, pero carece de los medios de producción
reales para desarrollar tales productos, que han quedado acumulados por los sectores capitalistas.

En el origen de la comunidad humana, donde la propiedad es comunal, lo que cada quien produce
es de la comunidad, y cada quien lo usa en nombre de esa comunidad de la cual cada quien es parte.
Pero en el mundo de la propiedad privada, lo que uno produce no es del que ha producido el objeto,
sino del que detenta los medios para la producción de las cosas; de modo tal que no es el trabajador
que produce la mercancía el propietario individual del valor que se produce, sino el capitalista que
tiene el monopolio de los medios de producción.

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En el campo tecnológico y científico, el diseñador, el tecnólogo, el inventor, el científico,
desarrollan productos que no son suyos, sino de las corporaciones que disponen de los medios para
generar esas producciones. Pero, además, esos productos que generan estos individuos para estas
corporaciones siempre requieren o se sirven de materiales disponibles en ámbitos menos
formalizados; la patente de un invento tecnológico se le adjudica a un individuo (Edison, Lumiere,
Marconi, Bell, Meuci, etc.) pero esas ideaciones fueron posibles por el proceso laborioso de otro
conjunto de individuos que quedarán excluidos de la patente en la propiedad intelectual. Es decir, la
invención del cinematógrafo de los hermanos Lumiere, es el proceso de culminación de un siglo
que viene trabajando sobre las experiencias en torno al movimiento, sin embargo, la comunidad de
sujetos involucrados (consciente o inconscientemente) en ese invento quedan excluidos de la
patente, de la cual sólo Auguste y Louis Lumiere pudieron disfrutar. Ese proceso de expropiación
de un bien que se produce en el marco de una interacción colectiva más o menos formalizada, pasa
a ser riqueza para uno solo.

«Los inventos para llegar a su estado práctico, se hacen en etapas sucesivas, a menudo en
regiones diferentes, mediante los cuidados y la iniciativa de varias personas. ¿Por qué y con qué
derecho el último en llegar de la serie de estos espíritus inventivos se atribuiría el beneficio de
las labores de todos los demás?» (Jammes, André “L´événement Arago”, citado por Flichy,
Patrice, en Una historia de la comunicación moderna, 1991. P. 89.

¿Pero qué tiene que ver todo este recorrido que hemos hecho con la historia de la ciencia?
Revisemos nuestro punto de partida: hemos tratado de abordar la cuestión respecto de en qué
contexto, y debido a qué situaciones inéditas, pudo consolidarse ese modo particular de producción
que llamamos científico; que no sólo tenemos que concebir como una práctica que produce objetos
nuevos (conocimientos científicos), sino también un mundo de experiencias inédito, que dio lugar a
una configuración de sujeto que no se pudo desarrollar antes del mundo burgués.

Hicimos referencia particularmente a dos elementos que considero fundamentales: 1) que la


experiencia llamada empírica no es una vivencia sensorial. Esto significa que no pudo depender
únicamente de la puesta en práctica de los sentidos corporales, pues siendo éstos propios de todo ser
humano, y existiendo el mundo de las cosas desde siempre, no es posible explicar cómo el ser
humano tardó tanto en madurar su pensamiento científico. 2) por mucho que los órganos sensoriales
y las cosas para ser experimentadas existieran desde siempre, las experiencias científicas sobre las
cosas no fue posible sino hasta que se consolidó un sistema de experiencias que dio sustentabilidad
a la individualidad como experiencia primordial del mundo moderno; sistema que definía un mundo
de experiencias posibles (experiencias matematizables) para un tipo posible de sujeto (que se
apropia de modo íntimo con las experiencias, es decir, sin necesidad de una mediación por parte de
la autoridad) capaz de generar un tipo específico de producto, que sólo tenía sentido para ese
sujeto, y en ese mundo en el que el sujeto se ha constituido.

Un producto cualquiera (tecnológico o artístico) puede requerir materiales que existían desde hace
mucho tiempo antes de que este producto exista en el mercado; de modo tal que su producción no
depende únicamente de la realización material, sino de la sustentabilidad del sistema que permite
reproducir el objeto en cuestión. Para ese objeto es más decisivo el sistema sustentable que los
componentes materiales de los que se sirve.

Por ese motivo hemos tematizado el pasaje del artesano del gremio al artista; la aparición de una
subjetividad capaz de expresar un contenido individual requiere, como es obvio, la existencia de un
individuo con personalidad propia, que realice alguna actividad que facilite esa expresión. Ahora,
“individuo”, físicamente hablando, parece que había desde hace mucho tiempo atrás, como también
existía una tradición productiva que hubiese debido favorecer esas experiencias de subjetivación.
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Sin embargo, eso no ocurrió hasta que no se consolidó un sistema que fue capaz de poner en valor
la expresión de un sujeto singular. De manera tal que, al arte, y al artista moderno, no los hace la
práctica de hacer, ni la realización de una obra, sino el marco de referencia en el que fue posible dar
un lugar especial a esos elementos. Y precisamente, porque la cultura europea inició un proceso
creciente de culto a la persona singular, y porque consideró que ese valor estaba, no en la
individualidad general (como hoy nosotros asumimos que la humanidad está en cada uno), sino
únicamente en ciertos individuos, es que se incentivó socialmente a unos en desmedro de otros; a
unas clases en favor de otras, etc.

Esta asimetría en la distribución de la capacidad creativa del genio artista (unos tienen tanto, otros
nada) es el correlato en el mundo del arte de aquella práctica que Europa estaba protagonizando en
torno a una idéntica acumulación desigual de la propiedad. Aunque no sea fácil advertirlo, es esta
misma asimetría en la distribución la que genera la potencialidad del desarrollo tecnológico en el
mundo actual.

El hecho enorme, el hecho descomunal del que deberemos decir algo lo constituye el paso a la
propiedad privada capitalista, porque en ella se consuma el lento proceso en el cual al mismo
tiempo que se han ido configurando la corporeidad inorgánica del hombre en su alcance
universal (es decir, que el hombre ha transformado a toda la naturaleza en su corporeidad
inorgánica), también se ha ido concretando la expropiación universal de esa corporeidad (es
decir, que la mayoría de los hombres han quedado reducidos a su sola corporeidad orgánica,
manteniendo con la inorgánica una pura relación ideal (puramente potencial). Para decirlo de
manera fácilmente intuible: los hombres “sentimos idealmente” que hemos pisado la Luna no
sólo nos separan muchos kilómetros: nos separan las relaciones de poder sobre los capitales
que hicieron posible esa sensación real. (Samaja, J; 2000: 175).

Y no resulta fácil advertirlo porque vivimos dentro de un discurso que nos lleva a imaginar que todo
lo producido por la ciencia y la tecnología es producto para todos, y está al alcance de todos; que la
tecnología y la ciencia se desarrollan naturalmente a los fines de resolver problemas de la sociedad
en general. Sin embargo, esta función social de la ciencia y la tecnología no es “natural” en modo
alguno, y forma parte de las luchas sociales que debemos dar para tener una ciencia y un desarrollo
tecnológico más justos.

Bibliografía Citada

Platón (1969) República. Madrid, Gredos.


Samaja, Juan
(Inédito) Semiótica de la ciencia. Parte 1
(2000) “Aportes de la Metodología a la reflexión epistemológica”, en La posciencia (Esther
Diaz, comp). Buenos Aires, Biblos
(1978) “Lógica, Biología y Sociología Médica” en Revista de Ciencias de la salud. Honduras,
CSUCA.

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