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PROGRAMA DE CAMBIO CURRICULAR

Facultad de Humanidades Artes y Ciencias Sociales – UADER


Sub Secretaría Académica

MATERIAL PARA EL DEBATE

Pensar la Formación Docente hoy en nuestra Universidad requiere de una mirada lúcida que
interpele y reflexione sobre cuestiones centrales que hacen a las definiciones y posicionamientos que
vamos a sostener en la revisión de los diseños curriculares vigentes. Ello implicará también, dar
cuenta de cómo y dónde nos encontramos para sustentar y proponer, de acuerdo con los principios
políticos, epistemológicos y pedagógicos que pretendemos desarrollar para la elaboración de los
diseños de Formación Docente para la educación secundaria1.

En este sentido se proponen los siguientes ejes para iniciar la discusión:

EJE I: Reforma curricular. Noción de plan de estudio y su diferencia con la de currículo. Los sentidos
de las trasformaciones curriculares en educación, legados y herencias socioculturales, tensiones,
debates, reactualizaciones frente a los nuevos escenarios educativos.

EJE II: Escenarios actuales de la escuela secundaria La extensión de la obligatoriedad. Debates


acerca de la inclusión, diversidad e igualdad en educación.

EJE III: Curriculum, sujeto y subjetividades. Infancias y juventudes.

A continuación se plantea un breve recorrido por las lecturas sugeridas que propone ser un
disparador para comenzar a debatir aspectos centrales en la definición y elaboración de una nueva
propuesta curricular. Cabe aclarar que se trata de una síntesis, los materiales completos estarán
disponibles en soporte digital para quienes quieran profundizar en los ejes así como también tendrán
a disposición bibliografía ampliatoria de consulta.

EJE I: Reforma curricular.

ALFREDO FURLÁN Curriculum y condiciones institucionales

¿Tiene alguna diferencia la noción de plan de estudios con la noción de currículo o curriculum?

“Plan de estudios” es un enunciado que se deriva de una vieja expresión latina, usada desde el
comienzo de la existencia de las universidades: ratio studiorum, que quieren decir organización
racional de los estudios”.

Esa expresión recorrió varios siglos, y mucho más recientemente se transformó en la noción que
todos conocemos como “plan de estudios”. La noción de Curriculum también tiene una historia

1
En este documento estamos abordando específicamente la formación de docentes para la educación secundaria. Para aquellas
carreras que comprendan también la formación para la educación inicial y primaria ampliaremos en otro documento las
propuestas de lectura.

1
bastante antigua: empezó a ser usada en las universidades escocesas del siglo XVI a raíz de un
cambio, en lo que precisamente entonces era el plan de estudios, y se empezó a usar aprovechando
la imagen que acompaña la noción del curriculum: el curriculum era el curso de la pista en que se
efectuaban las carreras de carros en el mundo romano, es decir, el recorrido para llegar a la meta; se
usó esta metáfora "ecuestre" (si se quiere), para representar el recorrido que se esperaba que el
alumno efectuara para llegar a la meta de obtener el grado, o de terminar el ciclo escolar.

Hacia fines del siglo XIX, comienzos del siglo XX, en Estados Unidos, al calor de las profundas
transformaciones de la industrialización acelerada, de las grandes masas de inmigrantes que
Ilegaban, de la expansión territorial de los Estados Unidos, imponían grandes tareas al trabajo
educativo.

Había dos posturas básicas. Los pragmáticos: decían que había que reorganizar la vida escolar, la
cultura que en la escuela se transmitía (el referente era habitualmente la enseñanza básica), había
que reorganizar la cultura para transmitir, en términos tales que permitiese el avance gradual de los
alumnos, a partir de los intereses que hicieran despertar su actividad, es decir, su actividad de
aprendizaje. Empezó a consolidarse la teoría de Dewey.

Por otra parte, en los mismos años, había otra corriente de pensadores y científicos norteamericanos
que estaban muy impactados por el Taylorismo. "la organización científica del trabajo", y trataban de
aplicar el modelo fabril creado por Taylor a otros ámbitos de la vida social, y en el caso que nos
interesa particularmente: el ámbito de la escuela, su representante fue Bobbit. Esta gente decía que,
también igual a Dewey, había que modificar sustancialmente el modo como está organizado el
curriculum. Hay que organizar un sistema de preparación de los alumnos. Cuyo propósito principal
sea permitir que los alumnos se incorporen eficazmente a los diferentes medios de vida de los cuales
provienen. y que se incorporen con un desarrollo pertinente de actitudes para hacerlo.

Mientras que Dewey subrayaba la necesidad de que la escuela sea una promotora de experiencias
de cultura democrática, Bobbit subrayaba la necesidad que la escuela sea una favorecedora de la
producción de aprendizajes útiles en función de las características de los medios en los cuales los
egresados se insertan. Vale decir, por un lado el éntasis ético-político en la democracia y por el otro
en la funcionalidad y la utilidad de la propuesta formativa.

Los creadores de la moderna teoría curricular Dewey y Bobbit, daban cuenta que la cuestión de
cómo organizar el plan de estudios prácticamente no estaba planteada, se seguían tradiciones que
venían desde siglos atrás, y se discutía cuál materia nueva se incorporaba, o qué temas se
incorporaban a las materias existentes, qué temas se quitaban o qué materias se quitaban. Ese era
el debate previo, dependiente del desarrollo de cada uno de los campos disciplinarios. Con las
propuestas de estos dos autores aparece la problemática de fundamentar el proyecto de enseñanza
y de construirlo de un modo tal que garantice la transformación esperada.

El curriculum en un sentido fuerte es un proyecto de transformación de la actividad académica, que


pretende ser totalizador, que pretende impactar a la totalidad de la práctica, que pretende la sinergia.
Y este es, yo diría, uno de los conceptos centrales de la problemática curricular, que pretende que el
accionar de la pluralidad de profesores confluya en una dirección única, la dirección que marcan los
objetivos del proyecto de enseñanza, o el marco evaluativo del proyecto de enseñanza. Es decir, no
es una palabra que convenga usarla como sinónimo de plan de estudios indistintamente

GRACIELA FRIGERIO ¿Las reformas educativas reforman las escuelas o las escuelas
reforman las reformas?

A pesar de las diferentes geografías en las que estamos inscriptos, de la diversidad de historias
nacionales que construyeron nuestra identidad y de las coyunturas políticas que atraviesan nuestros
2
países, posiblemente encontremos entre nosotros un punto en común: la preocupación por el destino
de las nuevas generaciones y la indignación por la deuda histórica que existe, con la generación que
nos antecede y con nuestros contemporáneos cuya actualidad no incluye la justicia.

Quizás también compartamos la inquietud por el modo en que las políticas de la desigualdad generan
una deuda externa, al tiempo que consolidan la deuda interna con los sectores desprotegidos, con
los “excluidos”, con aquellos que para ciertas políticas han dejado de tener valor en si y han pasado a
ser tratados como “resto”. Si algunos de estos puntos en común fueran los nuestros, podrían
resumirse en una expresión: estamos preocupados por la educación.

Entendemos que la educación conlleva simultáneamente hacia los recién llegados (como gustaba
definir H. Arendt a los nuevos sujetos de un siempre viejo mundo) un rito de integración (al modo en
que M. de Certeau entendía la pedagogía) y la oportunidad de lo nuevo, ocasión de emancipación
intelectual (como la pedagogía explícitamente declarara en la voz de Jacotot) y práctica del ejercicio
de la libertad en la actividad de conocer (tal como las consignas de Kant y Fichte, entre otros, lo dan
a entender).

Nos importaría coincidir en que educar es una tarea clave; nos importaría coincidir en que, como
sociedad, se nos plantea la “necesidad de educar” y, como adultos, la “responsabilidad de educar”.
Responsabilidad de educar significa, para nosotros, responsabilidad de transmisión, de inscripción y
filiación simbólica, de formación, de emancipación intelectual. Por eso, trabajar en educación, pensar
sobre ella, comprender y hacer sus instituciones, constituye lo que Ansart denominaría una de las
pasiones políticas de las democracias.

Cada vez que se propone un escenario en el que se despliega la oportunidad de elegir, podemos
decir que se tramita una decisión entre distintas herencias que conviven y diversos herederos cuyos
intereses no son necesariamente coincidentes. Reformar, cambiar, innovar, puede ser una ocasión
de batalla tecnocrática entre “expertos”, confrontación ideológica entre “intelectuales” o un acto de
pedagogía pública, es decir un debate sobre lo sustantivo concretado con la gramática de lo plural.

Nuestra región ha conocido en los últimos años, una vocación reformista en materia educativa.
Numerosas razones confluyeron a buscar un cambio: la constatación de lo pendiente en materia
escolar: cobertura, permanencia, desigualdades, nuevas demandas, viejos problemas para los que
parecía necesario encontrar nuevas soluciones, legislaciones que reclamaban actualizaciones para
conservar vigencia, los resultados de investigaciones que dejaban al descubierto falencias, el
discurso de la crisis educativa, la insatisfacción de los actores y de la sociedad.

Se hizo evidente la necesidad de que las formas escolares fueran accesibles a todos y se constató
que la mayor parte de los sistemas educativos estaban lejos de asegurar a toda la población que, a
idéntica inversión temporal en escolaridad igual capital cultural adquirido (lo que se dio en llamar la
segmentación y fragmentación de los sistemas).

Por otra parte, los discursos que pusieron énfasis en la importancia del conocimiento también dejaron
en evidencia que el conocimiento no se distribuía del mismo modo a distintos sectores de la
población.

El uso del singular de la palabra reforma subraya, a nuestro entender, la fuerza de una
intencionalidad clonadora. Sostendremos que la idea de que lo que funciona aquí funciona
igualmente allá, propia de un copista que no se detiene a analizar e imaginar matices y alternativas, a
recuperar las buenas experiencias tanto como a inventar nuevas es, en educación, de un efecto tan
negativo como el que produce el continuismo que sostiene un imperturbable más de lo mismo o, el
exitismo de una fuga hacia delante que hace la economía de la actualidad.

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Cuando una consigna conlleva la actividad de hacer tabla rasa de herencias, antecedentes y
contextos, termina desconociendo experiencias innovadoras que tuvieron curso y no reconociendo la
potencialidad transformadora en los actores de los sistemas educativos.

Por supuesto, no se pueden desconocer los condicionamientos que a menudo traen aparejadas las
herencias, pero nos resistimos a considerar que debemos limitarnos a recibirlas (a las políticas neo-
liberales, por ejemplo) y aceptarlas en omisión de otras herencias (la tradición de un paradigma
filosófico y político que hacía de la educación pública su emblema, por ejemplo). Al mismo tiempo, es
necesario reconocer que la interpretación y resignificación de las herencias supone no omitir que el
destino implica la construcción de los hombres y no se limita a ser el cumplimiento de las profecías.

En todos los casos, herencias de distinto signo “trabajan” en la sociedad. Sostener que habría un
modo único de tramitarlas sería una simplificación o un reduccionismo. También plantearía
problemas presentar lo heredado como “tragedia”, ya que esa manera de nombrar implica la
aceptación de que cambiar lo dado ha quedado fuera de la voluntad y de la posibilidad de los
hombres. Sostendremos como hipótesis que en algunos casos las modalidades elegidas para
reformar parecieron dejar de lado toda referencia a las herencias, a excepción de aquellas a las que
consideraba necesario arrasar.

En educación, volverse nostálgico es impertinente, perder la memoria o desentenderse sin más de un


pasado y precipitarse a un futuro globalizado pero sin cosmopolitismo no es de buen augurio.

BIBLIOGRAFÍA DE CONSULTA:

∗ DE ALBA, Alicia (1998) Curriculum: crisis, mito y perspectivas. Miño y Davila editores. Buenos
Aires.
∗ SIRVENT, María Teresa. El valor de educar en la sociedad actual y el “talón de Aquiles” del
pensamiento único. Publicado en Revista Voces Asociación de Educadores de Latinoamérica y
El Caribe Uruguay Año V Nro. 10 Noviembre de 2001.
∗ TERIGI, Flavia. La formación inicial de profesores de Educación Secundaria: necesidades
de mejora, reconocimiento de sus límites. En: Revista de Educación, 350. Septiembre-
diciembre 2009, pp. 123-144.

EJE II: Escenarios actuales de la escuela secundaria

Documentos de la DiNIECE Ministerio de Educación Presidencia de la Nación “Sentidos en


torno ala “obligatoriedad” de la educación secundaria”

La extensión de la obligatoriedad a la educación secundaria, sancionada en la Ley de Educación


Nacional, se apoya en principios de democratización y equidad educativa, y mantiene
correspondencias con demandas sociales de "más educación". Pero, también, representa nuevos
desafíos para la escolarización/inclusión de los jóvenes que no asisten a la escuela y para garantizar
la terminalidad.

La gran mayoría de los trabajos que focaliza en los desafíos de la escolaridad secundaria. En ellos,
puede observarse un consenso generalizado acerca de la importancia del ingreso y retención escolar
de los jóvenes; es decir, la obligatoriedad de la educación secundaria aparece como un valor en sí
mismo. En estos trabajos, la asociación entre “derecho a la educación”, “escolaridad” y
“obligatoriedad” pareciera haberse instalado como forma de pensar y organizar la educación; y la
escuela se representa como un canal privilegiado y aparentemente único para garantizar tal derecho
y formar a las jóvenes generaciones.
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Por otro lado, un segundo grupo de trabajos realiza diferentes reflexiones en torno a la obligatoriedad
escolar secundaria. En estos casos, los autores la interrogan tanto como principio estructurador de
campos de derechos y obligaciones ciudadanas, en su eventual rol de solución frente a los
problemas presentes en el logro de la cobertura escolar secundaria así como recuperando los
sentidos que en torno a ella construyen los adolescentes. De esta manera, este grupo de trabajos no
analiza la obligatoriedad como un a priori que contenga en sí misma efectos positivos.

En Argentina, históricamente, el concepto de obligatoriedades tuvo relacionado con la educación


primaria, específicamente a partir de la sanción de la Ley de Educación Común en 1884 en los
momentos de conformación del sistema educativo. En dicha ley se explicitaba que la obligatoriedad
de la escuela primaria suponía la existencia de la “escuela pública gratuita al alcance de los niños en
edad escolar” (Art. 5º). Además, se sostenía que era una responsabilidad de las familias escolarizar a
sus hijos, so pena de castigo. De esta manera, el concepto de obligatoriedad involucró explícitamente
dos sentidos y dos tipos de actores centrales para su cumplimiento: por un lado, obligación de la
población adulta de educar a los niños en las escuelas y, por el otro, obligación del Estado de
garantizar el ejercicio del derecho a la educación a través de la escolarización primaria. De esta
manera, en este período histórico se construye una ligazón entre la “obligación de educar y la
escolarización” (Gimeno Sacristán, 2005) de la educación primaria común para todos los niños de 6 a
14 años de edad.

Sumadas a estas acciones que priorizaban la educación primaria, el Estado Nacional creó Colegios
Nacionales y Escuelas Normales y, en menor magnitud, Escuelas de Comercio e Industriales sin que
se sancionara una ley que organizara al conjunto de estas ofertas postprimarias, ni mucho menos su
obligatoriedad. Sin embargo, prevaleció una tendencia a la ampliación de escuelas y de matrícula, la
extensión de estas ofertas estuvo a cargo del Estado Nacional, concentrando la matrícula respecto
de las provincias y el sector privado. Recién hacia mediados del siglo XX las jurisdicciones
provinciales comenzaron a desarrollar ofertas para las distintas modalidades, disminuyendo
paulatinamente el peso de la matrícula nacional.

En este contexto, en 1993 se sancionó la Ley Federal de Educación que, entre otras cosas, modificó
la estructura académica del sistema y extendió a diez los años de escolaridad obligatoria abarcando
la sala de cinco años del nivel inicial y los nueve años de Educación General Básica (EGB). Así, esta
reforma implicó una ruptura con el patrón clásico que había prevalecido en el sistema educativo
desde sus orígenes.

Como resultado de estos procesos, existe una importante heterogeneidad de modelos institucionales.
La extensión de la obligatoriedad a 10 años estuvo, entonces, asociada a este cambio de estructura.
Pero también, se apoyaba en el supuesto de que con esta modificación institucional se resolverían
los problemas históricos de desarticulación de la enseñanza primaria y secundaria y se mejorarían
los indicadores de rendimiento.

Así, apareció un cambio de sentido en el concepto de obligatoriedad. Si históricamente constituyó


una herramienta de escolarización universal para el nivel primario con una clara función de
homogeneizar a la población; en los años ´90 la extensión de la obligatoriedad escolar se acompañó
con políticas focalizadas como respuestas frente a las importantes desigualdades sociales que
influían en las posibilidades de los sectores pobres y empobrecidos para ingresar y sostener su
escolaridad.

Ambos sentidos en torno a la obligatoriedad comparten, sin embargo, un sesgo: asimilar el derecho a
la educación con la obligatoriedad y a ésta con la escolarización. Teniendo en cuenta que la
implementación de la reforma educativa de los años ´90 tuvo como una de sus consecuencias la
diversidad institucional y que no solucionó los problemas de cobertura y rendimiento, especialmente
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en los años correspondientes a la EGB 3, la Ley de Educación Nacional sancionada en 2006 definió
la unificación de la estructura académica (Art. 15). Además, se volvió a las denominaciones
“Educación Primaria” y “Educación Secundaria”, fijando una duración de 6ó 7 años para la primera y
de 6 ó 5 años para la segunda, a definir por cada una de las provincias. A partir de la sanción de esta
ley se suma un nuevo desafío: extenderla obligatoriedad a toda la educación secundaria.

Tal como ocurrió en los años ´90, el significado de la extensión de la obligatoriedad no sólo se asimila
a la escolarización sino que parece conllevar una connotación positiva en sí misma dado que, si bien
en los documentos no siempre aparece explícitamente dicho, extender la obligatoriedad implicaría
aumentar los años de escolaridad sólo para aquellos que no permanecen en el sistema hasta
finalizar la educación secundaria.

De allí que desde la letra de la ley, el Estado asuma el compromiso de incluir a quienes “deberían
estar y no están” y de retener a los que “están pero en riesgo de dejar de asistir”. Sin embargo, las
discusiones presentadas en diferentes trabajos académicos, así como en nuestro trabajo de campo
dan cuenta de las tensiones presentes en torno al concepto de obligatoriedad escolar.

En relación a los nuevos jóvenes ingresantes, los entrevistados señalan que parte de la
transformación que viven las escuelas se debe a que dichos jóvenes ya no son los del barrio
circundante ni los que desean estudiar sino que ingresan los que viven en zonas marginales, barrios
de clase media baja, villas, etc. Las características de los barrios de donde provienen los estudiantes,
el empobrecimiento de sus familias, la necesidad de tener que buscar empleo o de ser sujetos
atravesados por políticas focalizadas (becas de retención escolar, Plan Vida, Plan Jefes/as de Hogar,
Plan Familias) son problemáticas que los actores institucionales encuentran como obstáculos para
que estos jóvenes puedan terminar la escuela secundaria.

Así, la obligatoriedad de la educación secundaria se presenta como una nueva instancia de discusión
en torno a temas que se manifiestan de manera recurrente desde la conformación histórica de este
nivel y que, a partir del crecimiento y ampliación de la matrícula, se fueron problematizando y
complejizando. Por un lado, se encuentran las preguntas en torno a su función: la educación
secundaria, ¿debe proveer una formación general y de preparación para proseguir estudios
superiores o bien debe incluir contenidos para la formación para el trabajo? Por otro lado, un
segundo conjunto de preguntas se vincula con los sujetos destinatarios de la educación secundaria.
Frente al proceso de “masificación” del nivel, las respuestas a estas preguntas tendieron a enfatizar,
tanto desde los círculos académicos como desde el sentido común de la población, que este tipo de
formación estuvo dirigida a una élite con una formación humanista y general. Desde estas
perspectivas, la ampliación del ingreso implica no sólo la apertura a destinatarios no esperados sino,
también, dicha ampliación aparece asociada a una “baja en la calidad educativa” de este nivel.

Cumplir con la obligatoriedad de la escuela primaria implicaba no sólo la obligación del Estado sino
que incluía –al menos desde la letra de la ley 1420- sanciones a las familias que no mandaran a sus
hijos a la escuela o que no la terminaran. Con la disposición de la obligatoriedad de la escuela
secundaria presente en la Ley de Educación Nacional, no quedan claros los mecanismos de
seguimiento del Estado ni se establecen sanciones para quienes no la cumplan. Esto genera dudas
en algunos de los actores institucionales sobre si se hará efectivo o no su cumplimiento.
Nuevamente, huellas de anteriores regulaciones se hacen presentes en estas narrativas, donde
pareciera que la obligatoriedades una responsabilidad de los jóvenes y sus familias.

La obligatoriedad del nivel secundario posiciona a los actores institucionales (personal de


conducción, profesores, etc.) desde una construcción de sentidos que entendemos contradictorios.
Por un lado, se reconoce la importancia de la obligatoriedad como mecanismo de inclusión y, por el
otro, consideran que entre los estudiantes-reales y concretos- no todos están capacitados para
lograrlo.
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En algunos actores institucionales se la percibe críticamente, ya que el poder selectivo de la escuela
-que podía, en alguna medida, diferenciar entre los que “están capacitados” para ir al secundario de
los que “estaría mejor que vayan a otras instituciones”- es impugnado por la nueva normativa. Pero,
también por los padres que exigen un lugar para sus hijos; y hasta por los mismos jóvenes que, como
se verá en el punto siguiente, reclaman y oscilan entre el “voy porque me mandan” a exigir al Estado
las garantías para poder cumplir con la obligatoriedad escolar. De esta manera, entonces, la
prescripción normativa reaviva diferentes sentidos y narrativas que se ponen en juego respecto del
lugar de la escuela en los nuevos contextos: ¿es la escuela secundaria el lugar para la contención de
los jóvenes excluidos? ¿De qué manera se articula o se relaciona este sentido de “contención” con el
del “saber” o el del “estudio”?

En general, los jóvenes entrevistados vislumbran la escuela secundaria como un pasaje, como un
momento necesario para armar algo a futuro: sea el trabajo o seguir estudiando; aunque la
expectativa del ingreso al mercado de trabajo al finalizar la escuela es la que reiteradamente aparece
mencionada. Aquí, junto con el valor instrumental de la escolaridad, la escuela secundaria aparece
como "institución obligada"

MONTESINOS MARÍA PAULA. Claves para pensar la diversidad cultural y la inclusión


educativa

Desde hace tiempo la “diversidad cultural” y la “inclusión educativa” constituyen temas recurrentes en
producciones académicas, políticas e institucionales. En este artículo, propongo realizar un análisis sobre
los mismos, orientado a rastrear sus contextos de producción y circulación, así como las orientaciones de
sentido que se convirtieron en dominantes en las orientaciones de políticas, planes, programas y en las
prácticas cotidianas de numerosos agentes.

Para contextualizar la problemática que nos ocupa, es importante empezar señalando que la expansión
de las ideas y políticas neoliberales a escala mundial agudizaron los procesos de desigualdad, pobreza y
de incremento de los movimientos migratorios, profundizando los procesos de subalternización de vastos
conjuntos sociales. De manera simultánea y formando parte de estos procesos sociales de profunda
transformación, adquieren mayor presencia en la esfera pública y en las agendas globalizadas las
declaraciones que bregan por “la tolerancia, la no discriminación, el respeto hacia la “alteridad” y la “lucha
contra la pobreza” orientando planes y programas específicos que “bajan” a los países con sus
respectivas líneas de financiamiento. En los momentos en que se ponen en cuestión las políticas de
inspiración más universalista (más allá del alcance y definición que hayan tenido en cada una de los
contextos nacionales); en que se produce una crisis de legitimidad de las modalidades de integración
sociocultural propios de los estados nacionales; cuando se produce una disminución en la capacidad de
esos mismos estados por construir pertenencia nacional a través de la imposición de la homogeneidad
cultural; cuando se produce un cambio radical en el modelo de acumulación capitalista orientado a la
especulación financiera asociado a la crisis de la forma del Estado de Bienestar, aparecen los temas de
la “diversidad” y la “inclusión” en la esfera pública. Momentos en que se exaltan los valores individuales
del talento, del mérito, de la competitividad y la adaptabilidad para enfrentar un mundo laboral y social
cambiante y flexible (Harvey, 1998) como patrones universales, que justifican la desigualdad disfrazada
del argumento de los talentos diferencialmente distribuidos en las poblaciones. Momentos en los que
ciertos desarrollos neohigienistas orientan miradas e intervenciones sobre los denominados “sujetos de
riesgo” que se encuentran en los “márgenes” sociales (Núñez, 2005)

En síntesis, al tiempo que se acrecientan y multiplican los mecanismos de diferenciación y subalternidad


social, y recrudecen prácticas racistas y xenófobas, sobresale la retórica del reconocimiento de las
múltiples alteridades, el discurso del pluralismo cultural y la preocupación por combatir la pobreza y la
exclusión social. A mayor desprotección social de millones de personas, se despliegan retóricas sobre la
“recuperación”, la “atención” y “rescate” de diversos grupos sociales, sea que se los considere a partir de

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la condición étnica, cultural, generacional, por el país de origen, desde su condición de pobreza o de
género.

Cuando se habla de “diversidad” es conveniente, en primer lugar, interrogarse acerca de ¿Qué es la


diversidad? ¿A qué alude? Para iniciar el recorrido analítico propuesto, se puede comenzar diciendo que
la diversidad, en verdad, es una característica propia de la humanidad, en tanto alude a “experiencias
históricas diferentes” (Juliano, 1994). Si esto es así, ¿Por qué la llamada diversidad se construye como un
“problema” para el que se diseñan determinados dispositivos institucionales y políticos para abordarla? De
manera más radical, cabe la pregunta ¿Por qué la diversidad queda anclada a la diferencia? Aunque
“diversidad” y “diferencia” comparten sesgos semánticos, plantear esta relación nos conduce a
interrogarnos sobre los sentidos particulares que se le atribuyen a la llamada “diversidad”.

Estas preguntas nos posicionan en un punto de partida teórico central: las diferencias son un producto
cultural, una construcción social, más concretamente una selección – siempre sesgada – de variables de
diversidad cuyo objeto es generar sistemas de clasificación jerarquizados y jerarquizantes. Las
capacidades para juzgar diferencias entre y percibir algo como diferente a… son operaciones
culturalmente mediatizadas (García Castaño, Granados Martínez y Pulido Moyano, 1999). Sin embargo,
se tiende a valorar las diferencias como si fueran un dato biológico inmutable; en este sentido las
valoraciones acerca de las diferencias son naturalizadas, ocultando que son el producto de procesos y
relaciones sociohistóricas dinámicas y complejas, en las que participan grupos y sujetos ubicados
desigualmente en la estructura social. Las valoraciones sobre lo considerado diverso participan en la
disputa social y en los procesos de hegemonización a través de la acción de sujetos y grupos sociales
concretos que disputan, desde posiciones desiguales, por imponer sus propios sistemas de significados y,
también, sus definiciones acerca de la alteridad (Juliano, 1994 y Montesinos, 2002).

Desnaturalizar los usos de la diversidad cultural y las apelaciones políticamente correctas implica
reconocer que el “encuentro”, en los ámbitos cotidianos, de “diferentes” siempre es conflictivo, asimétrico,
y, asimismo, está marcado por un profundo desconocimiento del otro, que se llena con prejuicios y
miradas jerarquizadoras.

En estas construcciones de sentido, muchas de las políticas y programas de “no discriminación”,


“respeto”, “tolerancia”, etc., generan un nuevo mandato: “aceptar al diferente” (por pobreza, por origen
étnico, cultural, por ser portador de alguna discapacidad, por género, etc.) que carga con una punición
implícita o explicita de todo acto discriminador. Planteada la cuestión en estos términos, se tiende a actuar
con la lógica del disimulo: se discrimina pero se lo oculta.

Para abordar el concepto de “inclusión”, comenzaré por las llamadas políticas de “lucha contra la
pobreza”. Estos programas llegaron a nuestros países de la mano de los organismos internacionales y se
presentaron como “compensaciones” de las consecuencias de la aplicación de las políticas económicas
neoliberales. Su aparición supuso la reformulación de uno de los ejes constitutivos de los estados
modernos y constituye una de las grandes batallas culturales ganadas por el neoliberalismo: poner en
cuestión la idea de igualdad y ofrecer como reemplazo la de equidad.

Apoyada en la evidencia empírica que las políticas basadas en los ideales de universalidad e igualdad no
lograron asegurar el bienestar para todos y partiendo del reconocimiento de las desigualdades de
oportunidades de amplios grupos sociales, la equidad hace su aparición legitimada en las fracturas
sociales existentes y planteando la necesidad de ofrecer intervenciones sociales diferenciadas a quienes
son diferentes en origen, como estrategia de reparación/compensación.

Las políticas y programas asentados en la idea de equidad parten del armado de grupos de individuos
clasificados en función de determinadas características: nivel de ingresos, ausencia o inconclusa
escolarización, edad, género, cantidad de hijos a cargo, historia ocupacional previa, etc. – identificables
gracias a los desarrollos técnicos que facilitan la medición de la pobreza. A partir de estas clasificaciones
se diseñan programas sociales tales como los alimentarios, de salud, educativos, de
microemprendimientos, capacitaciones, subsidios, etc. destinados a los sujetos “pobres”.

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Las primeras acciones hallaban su justificación en la llamada “teoría del derrame” económico: esto es, las
políticas de lucha contra la pobreza eran necesarias y transitorias hasta que los frutos del crecimiento
económico llegaran al conjunto de la sociedad.

A poco de andar, dichos postulados fueron perdiendo legitimidad a causa de otra evidencia empírica: el
derrame no se produce; por el contrario, aumenta la pobreza, la desigualdad y la conflictividad social. Así,
la “lucha contra la pobreza” no tardó en convertirse en “lucha contra la exclusión”.

En realidad, el concepto de “exclusión” tiene su propia historia en el campo de la producción sociológica.


En un extremo, nos encontramos con las explicaciones que la vinculan con aquellos que quedan a la vera
del progreso económico; en este caso, se trataría de los “inadaptados” al sistema. En estas
conceptualizaciones, de orientación funcionalista, el problema no radica en el funcionamiento del sistema
social sino en los sujetos y sus capacidades que no les permiten integrarse plenamente. En el otro
extremo, y producida más cerca en el tiempo, el concepto de “exclusión” involucra intentos por explicar y
comprender los procesos que originan los estados de desposesión que atraviesan a gran cantidad de
personas fruto de las mutaciones sociales de las últimas décadas.

Sin embargo, en los usos dominantes de este concepto, aquellos que suelen orientar programas y planes
de “lucha contra la exclusión”, observamos que la orientación que prevalece radica en resaltar los
atributos de los “excluidos” más que develar los procesos sociales generadores de los procesos de
exclusión social. Y en esta perspectiva, y a la hora de establecer las características de los “excluidos”,
sobresale una concepción de sujetos pasivos, sin recursos ni capacidades para poder autogestionarse
(Ribeiro, 1999). Así, los “sujetos pobres” devienen en sujetos “carentes” y “vulnerables” razón por la cual
requieren ser asistidos por el estado u organizaciones de la sociedad civil.

En estos planteos, la pobreza no es concebida como producto de las modalidades por las cuales cada
sociedad redistribuye socialmente la riqueza generada, sino como un “estado” posible de ser medido y
que se transmite de generación a generación, lo que algunos llaman el “círculo de la pobreza”. En esta
perspectiva, el énfasis se coloca en los efectos psicosociales y culturales que trae aparejada la pobreza
en los sujetos, que se traducen en hábitos, costumbres, predisposiciones, carencias, etc., ligadas a los
ambientes en que viven y al tipo de sociabilidad que desarrollan y que los distinguen de los “no-pobres”.

En nuestro país, y no es el único caso, el aumento de la conflictividad social ha profundizado las


articulaciones entre “escuela e inclusión”, en las cuales, la construcción social de la inseguridad urbana
que asocia “jóvenes pobres con delito” asume una particular influencia. La ponderación de la escuela, en
este escenario, se expresa en frases tales como: “es mejor que los chicos estén en la escuela y no en la
calle”.

La idea de la “escuela como espacio de inclusión” involucra el despliegue de diversas acciones: desde
programas alimentarios, gestión de documentos, campañas de salud, entrega de útiles escolares, de
becas o subsidios etc., hasta la implementación de acciones pedagógicas orientadas a producir una
mejora en los aprendizajes de los “alumnos pobres”, así como programas destinados a lograr el ingreso y
permanencia de poblaciones que se encuentran fuera de la escuela.

En muchos de estos casos es posible advertir que, aún entre quienes reconocen en las escuelas
mecanismos que influyen en la reproducción de procesos de exclusión, el sesgo principal – implícito o
explícito – que atraviesa las explicaciones acerca de las dificultades presentes en la tarea de inclusión
está puesto en las consecuencias que se derivan de las carencias de las familias o del grupo de origen de
los niños y jóvenes y en sus dificultades para integrarse y participar.

Esta mirada encierra una construcción paradójica: por un lado, nos encontramos con una valoración de
las escuelas como el mejor lugar para que estén los adolescentes y jóvenes “excluidos” y, por el otro, se
critican los mecanismos de exclusión que se le atribuyen a su funcionamiento. En estos casos, la
“inclusión” tiende a estar significada en términos de “estar en” la escuela y, así, asume una acepción

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vinculada a la “inserción” (Montesinos, et. al, 2007). El problema que luego se abre, una vez que se logra
que los niños y jóvenes se incorporen y regresen a la escuela, es que permanezcan y terminen la
escolaridad.

Decíamos recién que las orientaciones dominante sobre la “exclusión” o la “inclusión” ponen el acento en
los llamados “efectos psicosociales” (Carderelli y Rosenfeld, 2000) y “culturales” de la pobreza en los
sujetos. Esta perspectiva de raíz culturalista se puebla de atributos que circulan entre especialitas y
docentes y se expresa en frases tales como “no tienen hábitos de estudio”, “no tienen contacto con la
lengua escrita”, “no saben comportarse”, “no pueden concentrarse”, “no tienen valores”, “desconocen a la
autoridad”, “sus familias son abandónicas y están disgregadas”, etc.

A partir de estas caracterizaciones y atendiendo a la concepción de pobreza como “estado”, las metas
que se fijan muchas acciones destinadas a la inclusión se refieren a cuestiones tales como “elevar la
autoestima” y que los jóvenes “armen un proyecto de vida” como vías para lograr “rescatarlos” y “
recuperarlos”. En estas frases, presentes en los discursos de maestros comprometidos en su acción y
también en muchos documentos oficiales que fundamentan políticas educativas de inclusión, es posible
rastrear viejas miradas sobre las poblaciones pobres, desde aquellas que impregnaban los imaginarios de
algunos filántropos del siglo XIX, como las que se apoyan en desarrollos teóricos surgidos a partir de la
constitución de las ciencias sociales como campo especializado a lo largo del siglo XX. Nos referimos a
conceptos tales como “déficit cultural”, “cultura de la pobreza”, “capital cultural”, “resiliencia” y
“educabilidad”. En verdad, estas categorías suelen presentarse de manera yuxtapuesta lo que da lugar a
tipologías mixturadas donde se pueden combinar una visión fatalista acerca de las posibilidades de
inclusión que presenten los niños y jóvenes pobres hasta una mirada más psicologista que sostiene que si
se les provee las oportunidades adecuadas, ellos podrán movilizar determinadas capacidades para salir
de la situación de exclusión; en el medio, nos encontraríamos con diferentes rangos de “sujetos de
riesgo”.

En muchas acciones educativas relevadas, la cuestión de la “inclusión” y la de la “atención a la


diversidad” aparecen juntas en dos registros principalmente: por un lado, se recorta la diversidad a la
población migrante de países limítrofes y a la población de origen indígena y se las asocia a la pobreza y,
por tanto quedan dentro de las políticas de inclusión educativa que son políticas dirigidas a las
poblaciones pobres (Novaro, 2006). Por el otro, puede observarse cierta tendencia a asociar la atención
de las necesidades educativas especiales con los contextos de pobreza.

Estas vinculaciones muestran claramente la no neutralidad de los sentidos que se le otorgan a la


“diversidad” y la “inclusión” toda vez que los “otros” son “determinados” otros, y el riesgo de colaborar en
la producción de renovados procesos de desigualdad social.

Para los considerados diversos y pobres se esgrimen ciertas explicaciones que pretenden dar cuenta de
sus déficits en relación a lo que la escuela espera de ellos. Así, se les atribuye dificultades en sus
capacidades cognitivas a partir de su condición étnica y social y el fracaso escolar se asocia a su
condición diversa. Pero, en realidad, como plantea Elsie Rockwell (1980), la “cultura previa” no explica
que algunos alumnos aprendan algunos contenidos escolares y otros no lo hagan; la socialización familiar
o el grupo de referencia no garantizan la “competencia cultural” sino la formación social en su conjunto:
“las diferencias culturales no afectan la capacidad de aprendizaje en abstracto pero sí interactúan con la
escuela en formas concretas”. El tratamiento de las diferencias y de la pobreza asume modalidades
específicas en las instituciones educativas pero también revelan continuidades con lo que acontece en
otros ámbitos e instituciones de la vida social.

Las escuelas son lugares privilegiados para la construcción de identidades individuales y sociales, que
promueven o no determinadas políticas de reconocimiento; son espacios centrales para reforzar
desigualdades y también para impugnar las relaciones de dominación.

En ellas, cotidianamente se dirimen disputas más o menos abiertas acerca del sentido que deba tener la
experiencia formativa de los niños y jóvenes: entre maestros y familias, entre estado y maestros, entre

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maestros y niños; entre niños y sus padres. No tienen un sentido definido de una vez y para siempre. Por
el contrario, las escuelas son escenarios donde se juegan perspectivas no siempre coincidentes respecto
del valor de la educación en general y de la escolarización en particular.

En este territorio contestado y disputado, ¿Quién define qué contenidos deben enseñarse?, ¿Cuál
definición de “persona educada” (Levinson y Holland, 1996) debe prevalecer? ¿Qué “diversidades”
requieren ser atendidas? ¿Cómo compatibilizar la enseñanza de un sentido de pertenencia nacional con
la transmisión de contenidos culturales particulares? ¿Cuáles son las voces consideradas ‘autorizadas’
para participar en estos debates? ¿Cómo procesar a nivel de las orientaciones normativas, de los modos
de transmisión y de aquello que se transmite las tensiones irresueltas del debate presente en el campo de
la filosofía política entre el universalismo y el particularismo? ¿Cómo evitar que el abordaje de la
diversidad no se reduzca a bebidas, comidas y danzas de los otros tratándolas como atributos de
exhibición y no como productos de la permanente producción cultural inmersa en determinadas relaciones
sociohistóricas? ¿Cómo hacer que las propuestas educativas dirigidas a las poblaciones pobres
contribuyan a la construcción de procesos de ciudadanización y no refuercen procesos de estigmatización
social?

Por lo pronto, y sin recetas a la mano, tengo algunas convicciones. En primer lugar, que el ejercicio de
desnaturalizar y descotidianizar nuestras formas de pensar y actuar constituyen un camino insoslayable,
teniendo en cuanta que determinados conceptos pueden habilitar prácticas con eventuales efectos de
discriminación.

En segundo lugar, que este ejercicio implica considerar los procesos y relaciones de poder y desigualdad
que atraviesan las sociedades. De lo contrario, la cultura deja de ser un espacio de lucha por la
hegemonía para convertirse en una esencia descriptiva. En tercer lugar, que la cuestión de la “diversidad”
y la “inclusión” deben atravesar a todo el campo educativo. Al respecto vale una reflexión que realiza
Dolores Juliano (1994), una antropóloga argentina, respecto del tratamiento que se hace de los migrantes
en España. Ella plantea que esta “(situación)... afecta todas las escuelas aún aquellas en que no hay hijos
de inmigrantes, pues de las opciones que se realicen al respecto, dependerán en cierta medida las
características que tome la convivencia en el futuro”. En cuarto lugar, asumir que las modalidades por las
cuales en cada sociedad se procesan estas problemáticas permiten ser pensadas como analizadores: es
decir, a través de ellas, reflexionar acerca de cómo cada sociedad se piensa a sí misma, a sus miembros
y a las relaciones sociales que los constituyen; al tiempo que expresan tales procesos sociales en un
determinado momento histórico y social.

Sabemos que muchas acciones orientadas a la “atención a la diversidad” y a la “inclusión” constituyen,


también, consecuencias de las críticas que hace tiempo se vienen formulando sobre los contenidos
discriminatorios del arbitrario cultural que transmite la escuela, y del formato homogeneizador que sigue
caracterizando a las intervenciones pedagógicas. No obstante, se tornan importantes los señalamientos
presentados para reforzar los “núcleos de buen sentido” que tienen muchas de las prácticas que
efectivamente se despliegan en múltiples ámbitos educativos.

BIBLIOGRAFÍA DE CONSULTA:

∗ MONTES, Nancy; ZIEGLER, Sandra (2012) “La educación secundaria frente a la obligatoriedad:
una ecuación compleja”. Homo Sapiens. Rosario-Santa Fe. En: SOUTHWELL, Myriam. (2012)
Entre generaciones. Exploraciones sobre educación, cultura e instituciones. Homo Sapiens.
Rosario-Santa Fe.
∗ RIGAL, Luis (1996) La escuela popular y democrática: un modelo para armar. En Revista
Critica Educativa, Año I, Nº 1, Buenos Aires.
∗ VANELLA, Liliana, MALDONADO Mónica. “La inclusión de los jóvenes a la educación en las
grandes ciudades. La experiencia del PIT 14 -17 en la ciudad de Córdoba. (Programa de Inclusión
y Terminalidad de la escuela secundaria para jóvenes de 14 a 17 años)” 2º SEMINARIO/TALLER
DE ANTROPOLOGÍA Y EDUCACIÓN “Antropología y Educación en Argentina. Tendencias y
desafíos actuales” Rosario, 6, 7 y 8 de Junio 2012.
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Ley Nacional de Educación 26.206
Ley Provincial de Educación 9890

EJE III: Curriculum, sujeto y subjetividades. Infancias y juventudes.

LILIANA DENTE y GABRIEL BRENER Culturas infantiles, juveniles y docentes. FLACSO

Al pensar la juventud y la adolescencia debemos considerarlas una construcción histórica y social.


Pierre Bourdieu (1990) abona la idea de que las divisiones entre las edades pueden entenderse
como un arbitrario cultural, es decir, una imposición de los sectores dominantes, que poseen la
capacidad de imponer significaciones que al mismo tiempo que encubren relaciones de fuerza, se
muestran como únicas y legítimas. El mismo autor afirma que “la juventud no es más que una
palabra”, con lo cual se está refiriendo al carácter simbólico de un constructo sociocultural.
El sociólogo Margulis titula uno de sus libros, “La juventud es más que una palabra”. Con esta idea, el
autor, en diálogo con Bourdieu, destaca que el carácter simbólico del concepto no implica que la
juventud sea una representación simbólica separada de las condiciones materiales que la producen y
la significan. Por ello, afirma que la juventud es más que una palabra (1996).

Margulis y Urresti (1996) definen a la juventud como una condición que se articula social y culturalmente
en función de la edad -como crédito energético y moratoria vital, o como distancia frente a la muerte- con
la generación a la que se pertenece -en tanto memoria social incorporada, experiencia de vida diferencial,
con la clase social de origen -como moratoria social y período de retardo-, con el género -según las
urgencias temporales que pesan sobre el varón o la mujer-, y con la ubicación en la familia -que es el
marco institucional en el que todas las otras variables se articulan-.

La juventud se distingue por su liminalidad. Esto implica un tránsito de experiencias “en” y “entre” los
márgenes. Levi y Schmidt sostienen que las sociedades “construyen” a la juventud como un hecho
social inestable, que oscila entre los limites movedizos de la dependencia infantil y aquello que
caracterizan como autonomía adulta. Es decir, piensan a la juventud como una categoría que se
constituye en marcos inestables, confusos, construida simbólicamente por promesas, amenazas,
miedos, sospechas, proyectadas por las miradas cruzadas en su afán de excluirla o controlarla
debido, precisamente, a su posición liminal.

Rosana Guber señala que “la liminalidad es una fase intermedia de lo que el sociólogo Arnold Van
Gennep identificó a principios del siglo XX como "ritos de paso", instancias ritualizadas que
establecen las sociedades humanas para canalizar y controlar profundos cambios que tienen lugar
en la vida de sus miembros, y que podrían amenazar su continuidad y reproducción. Los ritos de
paso como los asociados al nacimiento, la muerte, la llegada a la adultez, constan de tres fases: la
"separación" del individuo o del grupo, de la estructura social y de las categorías culturales
corrientes; la "liminalidad", umbral o margen del sujeto transicional en una posición ambigua con
"pocos o ninguno de los atributos del estado anterior o por venir"; y la "reincorporación" o
reagregación del sujeto a la estructura social con las obligaciones y derechos de su nueva posición.
De estas fases la que recibió mayor atención fue la "liminal" por presentarse como una "no-condición"
transitoriamente autónoma y hasta opuesta a las categorías sociales establecidas (por ejemplo, ni
vivo ni muerto, ni infante ni adulto). El antropólogo Victor Turner describió la condición liminal como
un "estar ni aquí ni allá" o como estar "en medio de posiciones asignadas y conformadas por la ley, la
costumbre, la convención y el ceremonial" (1969: 95-96).

Si nos situamos en pleno desarrollo de la sociedad industrial, en la cual la escuela es una institución
clave por su condición (y mandato) de crear modernidad, con ideas vinculadas al progreso eterno
como valor incuestionable, se puede pensar a la juventud en términos de una moratoria, de un
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momento de espera. La escolarización masiva y obligatoria (característica de la etapa fundacional de
los sistemas educativos modernos) sumada al servicio militar obligatorio, se han constituido en una
especie de “playa de estacionamiento” que separa a los jóvenes del mundo adulto, del trabajo, de la
construcción de sus nuevas familias, etc. Esta moratoria nunca fue equivalente para los jóvenes de
diferentes ámbitos sociales de procedencia, produciéndose una distancia que se encuentra
sustancialmente trastocada si contemplamos la creciente brecha de desigualdades que constituyó a
las sociedades latinoamericanas, especialmente en las últimas tres décadas. En ese sentido, un
problema clave que los datos confirman de manera contundente refiere a la existencia de una
distribución del ingreso menos equitativa en el planeta en su conjunto, con niveles altos y crecientes
de desigualdad en especial en América Latina. La CEPAL explica que los jóvenes tienen desiguales
condiciones de vida según su estrato social, que los segmenta según el tamaño y la composición de
los hogares, la dotación de capital humano, la participación en el mercado laboral, el acceso a la
vivienda y a los servicios básicos no es equivalente para los jóvenes que componen los diversos
sectores de la sociedad.

La irrupción de los jóvenes como grupo privilegiado de la industria cultural ha sido una de las
transformaciones más importantes de la revolución cultural, posterior a la Segunda Guerra Mundial.
Se trata de una industria cultural que ciertamente no descubrió en ese momento al joven consumidor,
pero que expandió su importancia en forma notable a partir de ese momento, influyendo sobre las
formas de vida de los jóvenes. Al calor de esta expansión, la juventud no se presenta sólo como
modalidad social y cultural dependiente de la edad, la clase o la generación, sino que también se
presenta como signo que condiciona una cantidad de actividades productivas, ligadas al cuerpo y a la
imagen que comercializan la juvenilización. En efecto, ese signo tiende a estetizarse, a constituir un
conjunto de características vinculadas con el cuerpo, con la vestimenta, con el arreglo, y suele ser
presentado ante la sociedad como paradigma de todo lo que es deseable. Esta simbolización de la
juventud -anclada en sus condiciones externas- es lo que se puede transformar en producto o en
objeto de una estética, y lo que puede ser adquirido por los adultos para extender en el tiempo su
capacidad de portación del signo "juventud". De este modo, la juventud-signo se transforma en
mercancía, se compra y se vende, interviene en el mercado del deseo como vehículo de distinción y
de legitimidad (Bourdieu, 1991).

Desde este punto de vista, los integrantes de los sectores populares tendrían acotadas sus
posibilidades de acceder a la moratoria social que definiría la condición de juventud, ya que no suele
estar a su alcance el logro de ser joven en la forma descripta: ingresan, cuando lo hacen,
tempranamente al mundo del trabajo; realizan los trabajos más duros y menos atractivos; suelen
contraer a menor edad obligaciones familiares; carecen del tiempo y del dinero para vivir un período
más o menos prolongado con relativa despreocupación y ligereza. Aún cuando el desempleo y la
crisis proporcionan, a veces, tiempo libre a los jóvenes de las clases populares, estas circunstancias
no conducen a la "moratoria social": en realidad el "tiempo libre" se constituye en una frustración. En
ese sentido, debe considerarse que el tiempo libre es también un atributo de la vida social, es un
tiempo social, vinculado con el tiempo de trabajo o de estudio por ritmos y rituales que les otorgan
permisividad y legitimidad. El tiempo libre que emerge de la inactividad forzosa no es festivo, no es el
tiempo ligero de los sectores medios y altos, sino que está cargado de culpabilidad e impotencia, de
frustración y sufrimiento. Sugerimos, sobre este tema, la lectura de dos artículos periodísticos de
actualidad que profundizan sobre el trabajo infantil y juvenil en sectores urbanos y rurales: “Son
cartoneros”, y “El campo también significa trabajo infantil”.

Finamente, es importante tener en cuenta que el discurso de la diversidad suele omitir el carácter
crecientemente desigual de las sociedades, particularmente las latinoamericanas. Esto no implica
renunciar a la importancia del reconocimiento de la diversidad, pero sí resulta un llamado de atención
a los "usos" de la misma, para que no la misma no quede asociada con la pérdida de referencia
respecto de la idea de justicia e igualdad de los derechos. A propósito de esta idea, Inés Dussel
afirma: “quizás es la pregunta por la justicia la que está faltando en el debate sobre la diversidad (…)
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Se trata de un interrogante político y ético que (…) exige replantear el horizonte de igualdad
ciudadana que estamos proponiendo a las nuevas generaciones, e involucra al sistema en su
conjunto”.

DUSCHATZKY SILVIA ¿Qué es un niño, un joven o un adulto en tiempos alterados? En:


Infancias y Adolescencias. Teorías y experiencias en el borde. Novedades Educativas

Los modos de existencia actuales hacen estallar cualquier categoría ordenadora. Parafraseando a
Umberto Eco, nos quedaron los nombres -“joven”, “niño”, “adulto”- sin la cosa que nombran.

La ley no constituía un mero ordenamiento jurídico sino una experiencia forjada en la vida institucional.
Familia y escuela eran los pilares por excelencia encargados de inscribir subjetivamente los lugares de
enunciación de niños, jóvenes y adultos, que es igual decir las posiciones que cada uno ocupa en torno
del principio de la ley.

Las formas de configuración históricas de la infancia y la juventud podían ser pensadas como actos de
institución. Ser niño o joven no correspondía a un estado natural sino a una producción social.

Asistimos a nuevas formas de existencia social que parecen generarse más allá de invariantes
estructurales, leídas en términos de sus correlatos o de sus desvíos. Los tiempos actuales nos enfrentan
a producciones de subjetividad que no se dejan explicitar desde la perspectiva paterno-filial o desde las
operaciones instituidas, sostenidas en el principio de ley, y en consecuencia demandan nuevas claves de
pensamiento capaces de designar lo que acontece. Se trata de modos singulares anudados al calor de
acontecimientos imprevisibles.

¿Qué es un niño o un joven sin instituciones que lo produzcan, sin la eficacia de los parámetros sólidos
que organizaban la experiencia social? Y ¿qué es ser adulto cuando nos inunda la incertidumbre, cuando
no podemos anticipar lo que vendrá, cuando lo que aprendimos se revela anacrónico? Percibimos que el
mundo es otro o, por lo menos, nada equivalente a un concierto de naciones y a la visibilidad de un
panóptico que adscribe cada cuerpo a un lugar. Distintos términos se disputan su denominación:
neoliberalismo, era de la información, era de la imagen. Lo cierto es que la metáfora que me parece
describirlo mejor es la de la fluidez. Fluidez equivale a desfondamiento de todo soporte sólido de
existencia social, condición caracterizada por el cambio de forma constante, es el pasaje de un mundo
estable a un mundo desreglado y altamente inestable que no se deja pensar en su novedad por las viejas
representaciones.

Se trata de pensar cómo hacer para que un posible tenga lugar, advenga existencia. ¿Cómo hacer
para activar una posibilidad aunque ésta parezca inadvertida? ¿Cómo hacer para que el devenir (la
multiplicación, la apertura, la diferencia) se desplieguen? Si lo humano es ganarle a la determinación,
la pregunta hoy es cómo producir ligadura en la fragmentación, intervalos en la velocidad y
experiencia subjetivante en la intemperie.

BIBLIOGRAFÍA DE CONSULTA:

∗ DUSCHATZKY, Silvia; BIRGIN, Alejandra (2001) ¿Dónde está la escuela? Ensayos sobre la
gestión escolar institucional en tiempos de turbulencia. Manantial. Buenos Aires.
∗ GADOTTI, Moacir; Una escuela con muchas culturas. Educación e identidad, un desafío
global. En: Crítica Educativa, Año II Nº 2, Buenos Aires, Abril de 1997.
∗ MARGULIS, Mario (editor) (1996) La juventud es más que una palabra. Ensayos sobre cultura y
juventud. Buenos Aires. Biblos.
∗ SOUTHWELL, Myriam. (2012) Entre generaciones. Exploraciones sobre educación, cultura e
instituciones. Homo Sapiens. Rosario-Santa Fe.

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