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Apolo y Dafne

Apolo era el dios de las artes y la música. Él gobernaba desde el sol y era muy diestro con el
arco y la flecha, bajando a los bosques de tanto en tanto para demostrar sus habilidades. Tanta
vanidad le llevó a burlarse del joven Eros, dios del amor y la fertilidad, que intentaba aprender
a cazar con sus propias flechas.
—Torpe muchacho, si crees que algún día lograrás ser tan bueno como yo, definitivamente
eres tan tonto como esas personas a las que enamoras las unas de las otras —le dijo Apolo
con atrevimiento.
Molesto por su impertinencia, Eros tomó una flecha de oro y otra de plomo. La primera
provocaba que la persona herida se enamorara profundamente. La segunda, que anidara en
su corazón un odio profundo.
Disparó con la flecha de plomo a Dafne, una ninfa del bosque, hija del dios río Ladón. Y con
la dorada hirió a Apolo, quien se enamoró irremediablemente de ella. Sin embargo, en el
corazón de la joven solo había desprecio para el dios. Desde el primer momento en que lo
vio, lo encontró repulsivo a pesar de su buen aspecto.
Dafne le había pedido a su padre que la dejase permanecer soltera, pues prefería vivir en
libertad en el bosque a tener un esposo.
Y aunque Ladón se lo permitió, también le advirtió que no podría mantener alejados a sus
pretendientes para siempre, pues era demasiado hermosa. Y Apolo se volvió muy insistente.
La acosaba día y noche, rogándole que se convirtiera en su esposa. Mientras más lo aborrecía
ella, más inflamaba de amor su corazón por la ninfa. Era el castigo del cruel Eros, por haberlo
humillado aquel día en medio de su entrenamiento.
Una mañana, cansado de ser rechazado, Apolo se propuso atraparla para asegurarse de que
se quedara con él.
Dafne, asustada, huyó a las orillas del río y cuando el dios estaba a punto de capturarla, le
rogó a su padre, Ladón, que la ayudara a escapar de él. Habiendo escuchado sus súplicas
decidió transformarla en un árbol.
Cuando Apolo corrió a abrazar su cuerpo, sus brazos se cerraron alrededor de un tronco y los
pies de la ninfa se convirtieron en largas raíces, que hicieron su camino a través de la tierra.
Su cabeza se volvió verde follaje y de ella no quedó nada que el dios pudiera llevarse.
Al ver que no podría casarse con ella, Apolo lloró amargamente e hizo la promesa de seguir
amándola en su nueva forma.
Él se encargaría de que no le faltara el sol, ni el aire puro. Bajaría todos los días a cuidarla y
a recordar cuando todavía tenía figura humana. Y haría además que todos los héroes fueran
coronados con hojas de laurel, que fue el nombre que recibió aquel prodigioso árbol.
Es por eso que hasta hoy día, se tiene la costumbre de considerar sus ramilletes como símbolo
de la victoria, pues se dice que el laurel siempre será la planta preferida del dios Apolo.
Dédalo e Ícaro

Dédalo era un arquitecto e inventor prodigioso, al que desde niño le había fascinado construir todo
tipo de cosas. Tal era su talento, que la misma diosa Atenea lo instruyó en las artes de crear,
convirtiéndolo en el más habilidoso constructor de toda Atenas.
Esto llamó la atención del rey Minos, quien reinaba en Creta y lo hizo viajar ante él para hacerle
un encargo muy especial.
Vivía en sus tierras una criatura monstruosa con cuerpo de hombre y cabeza de toro: el minotauro.
Este ser era fruto de la pasión entre su esposa y un toro, pues en el pasado, Minos había ofendido
a Poseidón, el dios de los mares, quien en castigo provocó que la reina se enamorase del animal,
dando luz a ese abominable ser.
Minos necesitaba que le construyeran un laberinto imposible, donde la bestia pudiera permanecer
encerrada sin encontrar la salida.
Alentado por la promesa de una gran recompensa, Dédalo inició la construcción del laberinto en
compañía de su hijo, Ícaro, un jovencito muy impulsivo.
Una vez que este estuvo concluido, el rey se quedó maravillado. Había en él decenas de pasillos y
recovecos, tantos caminos que se entrelazaban entre sí, que era imposible hallar la salida. Minos
estaba muy complacido pero luego, tuvo miedo de que Dédalo o su hijo revelaran el secreto.
Así que los dejó encerrados también, con el riesgo de que el minotauro los encontrara y los
asesinara en esa trampa cruel de la que no había escape.
Tras vagar por largas horas, intentando hallar una salida, a Dédalo se le ocurrió un plan: podrían
recolectar plumas de pájaros y pegarlas con cera de abejas, para fabricarse unas alas con las que
pudieran escapar volando sobre el laberinto.
Él y su hijo se pusieron manos a la obra y finalmente, Dédalo consiguió fabricar las más hermosas
alas que les ayudaron a elevarse, pero antes de volar, le hizo una advertencia a Ícaro:
—No vueles demasiado alto, pues el sol podría derretir tus alas y caerías sin remedio.
Cuando lograron cruzar el cielo, Ícaro se sintió tan embriagado por la sensación de libertad que lo
embargaba, que quiso subir cada vez más y más alto, sin poder escuchar los gritos de su padre,
quien metros abajo le pedía que bajara. Así, el sol terminó por derretir la cera de sus alas y el
muchacho se precipitó al océano, en donde murió ahogado.
Desconsolado, Dédalo recogió su cuerpo de entre las aguas y lo enterró en una isla cercana, que
más tarde sería conocido como Icaria.
Después partió hasta Sicilia, donde fue acogido por los cortesanos del rey Cócalo. Allí, el inventor
y arquitecto vivió hasta sus últimos días, sin volver a crear nada. El recuerdo de su hijo lo
atormentaba y no queriendo ceder de nuevo a su vanidad, decidió habitar de una manera más
humilde.
A pesar de todo, su recuerdo prevaleció en Atenas y sus alrededores, como el del hombre más
habilidoso con las manos que alguna vez había existido.
El mito de Pegaso

En la mitología griega existe una criatura que hasta el día de hoy sigue despertando
admiración en todos los amantes de las historias fantásticas. Su nombre es Pegaso, un
hermoso caballo con alas al que, cuentan, nadie podía domar.
Nació de la extraña unión entre Poseidón, el dios de los mares y Medusa, esa mujer cuyos
cabellos estaban llenos de serpientes. Dicen que cuando el dios Perseo mató a la Gorgona, su
sangre se derramó sobre las aguas del mar, fecundando los territorios del señor del océano y
dando origen al bello equino.
Pegaso era rápido como un rayo al descender a la tierra y completamente libre. En cada
sitio que pisaba, el agua brotaba a raudales debajo de sus pezuñas, librando al mundo de la
sequía y la escasez. A menudo se lo podía ver sobrevolando los cielos apenas salía el sol, por
lo que muy pronto, despertó la atención y la codicia de muchos.
Uno de ellos fue Belerofonte, héroe cuyas grandes hazañas también serían contadas con el
pasar de los años. Él deseaba mucho tener una montura tan intrépida como Pegaso, pero no
sabía cómo hacer para domarlo, pues el caballo era muy salvaje y orgulloso.
Así que pidió ayuda a Atenea, la diosa de la sabiduría, quien se lo pensó seriamente antes
de entregarle una brida de oro con la que le aseguró, Pegaso no se le resistiría.
Belerofonte partió pues en busca del caballo, al que encontró retozando en tierra. En un
principio, Pegaso quiso pegarle con sus poderosas patas pero en cuanto el héroe le hubo
puesto la brida encima, se volvió manso como un cordero y permitió que lo montara.
Desde entonces, él y Belerofonte se volvieron inseparables, llegando a comprenderse el uno
al otro. Pegaso lo acompañó en muchas de sus aventuras heroicas, y, muy pronto, Belerofonte
adquirió fama como uno de los hombres más poderosos del mundo.
Esto lo envaneció y lo llevó a desear el privilegio más sagrado de todos: convertirse en un
dios. Tomó a Pegaso y voló hasta las puertas del Olimpo, creyéndose capaz de desafiar al
mismo Zeus, quien montó en cólera al enterarse de su osadía. Belerofonte era poderoso, sí,
pero no lo suficiente como para colocarse al mismo nivel que un dios.
Cuando Belerofonte se estaba acercando a su hogar en el cielo, Zeus envió a un insecto
diminuto para picar a Pegaso, quien se retorció de dolor al sentir aquel dolor punzante en su
pata. Tanto así, que perdió el control y tiró a Belerofonte. El héroe cayó a miles de metros de
altura y aunque sobrevivió, quedó impedido para siempre. Nunca más habría de realizar
grandes hazañas.
Pegaso por su parte, al verse libre de él, pudo sacarse de encima la brida de oro y volvió a
volar libre por los cielos, sin que nadie se atreviera a ponerle las manos encima de nuevo.
Zeus se quedó muy satisfecho después de haber dado esta lección.
Las cuatro edades del hombre
Se dice que desde el origen del mundo los hombres atravesaron cuatro edades: la Edad de oro, la Edad de plata, la
Edad de bronce y la Edad de hierro.
La primera generación fue la de los hombres de oro, los primeros habitantes de la Tierra. Ellos vivían de la misma
manera que los dioses del Olimpo*: sus corazones estaban libres de inquietudes, de preocupaciones y de miserias. No
existían para ellos ni el castigo ni el miedo, y vivían en un estado de justicia y paz. No pesaban sobre ellos las molestias de
la cruel vejez: se mantenían fuertes y sanos, en un estado de permanente juventud. Continuamente celebraban los
placeres del mundo, en festines y banquetes. Estos hombres de oro aún no habían cortado los árboles de los bosques ni
habían herido la tierra para quitarle sus frutos. Vivían de aquello que la naturaleza les brindaba espontáneamente y en
abundancia, pues en aquellos tiempos la primavera parecía eterna, las flores brotaban sin mayor esfuerzo, en los ríos
corría el néctar* caudaloso y de los verdes árboles destilaba la dorada miel. Para estos hombres la muerte no era más que
un dulce sueño al que se entregaban con serenidad. La generación de oro desapareció un día de la faz de la Tierra. Y ya
luego, Zeus, el que reina en el Olimpo, los convirtió en genios buenos, guardianes de las causas justas que, ocultos en la
niebla, velan por el bienestar de la humanidad.
La segunda generación fue la de los hombres de plata, que resultó mucho más débil que la de los hombres de oro. Se
acortó el tiempo de la antigua primavera dorada y fueron creados el invierno, el verano y el otoño. El aire fue abrasado*
por el calor, y el viento frío sobre las aguas produjo hielo. Entonces, por primera vez, el hombre debió cortar los árboles
para construir casas y cobijarse. Los hombres de plata aprendieron a dominar la naturaleza: araron la tierra, cercaron los
campos y trabajaron para obtener el sustento. Esta fue una generación pueril* y privada de inteligencia, que se negaba a
rendir culto a los moradores del Olimpo y actuaba siempre de forma desmedida. Y ya luego, Zeus, el que amontona las
nubes, enojado con ellos, los hizo desaparecer bajo tierra y los convirtió en genios inferiores.
La tercera generación fue la de los hombres de bronce. Eran brutos, violentos y robustos, y estaban entregados a las
tareas físicas. A esta generación le atraían la guerra y los combates; es por eso que tenían el corazón endurecido y su
aspecto causaba horror y temeridad. Sin embargo, no eran perversos, como lo serían luego los hombres de hierro. Sus
armas, sus herramientas de labranza y sus casas estaban hechas de bronce. A pesar de su ferocidad, la negra noche los
atrajo a su seno. Y ya luego, Zeus los hizo descender a la morada de Hades, el que reina en las sombras, sin dejar rastro de
ellos sobre la Tierra.
La última generación es la de los hombres de hierro. Este metal tan vil dio lugar a toda clase de crímenes y los hombres
empezaron a carecer de pudor, de verdad y de buena fe. En su lugar, reinaron el fraude, la perfidia*, la traición, la violencia
y la pasión desmedida por las riquezas. Fue la edad de las guerras y de los enfrentamientos, pero no solo entre los
hombres, sino entre los hombres y la naturaleza: no se extraía de la tierra únicamente el alimento necesario, sino que se
hurgaba* en sus profundidades para esquilmarla* y quitar todo rastro de oro, plata y otros ricos metales.
En esta triste era, el huésped desconfiaba del anfitrión, el suegro del yerno y el esposo tramaba la perdición de la
esposa. Los padres, en su vejez, eran menospreciados* por sus hijos. El hombre cobarde y artero* prevalecía sobre el
noble y valiente. Puesto que fue la edad de las falsas promesas y de los falsos juramentos la palabra perdió todo su valor.
Esta es la última generación de hombres, ya abandonados por Zeus, el que amontona las nubes, y los demás dioses del
Olimpo, que se han avergonzado de ellos. Desde entonces, los mortales han quedado solos en la Tierra, con sus angustias
y sus dolores, desprotegidos, y sin remedio para aliviar el mal que los aqueja*.
Medusa
Cuentan que hace mucho tiempo, en la era de los dioses, existió en la Tierra una
joven mujer llamada Medusa, cuya hermosura no tenía límites. Tenía un rostro
precioso y unos ojos verdes que recordaban a los más profundos bosques, una voz
musical y un andar tan grácil y delicado, que ninguna princesa se le podía comparar.
Medusa era una joven amable con todo el mundo y que despertaba admiración a
donde quiera que fuera.
Un día, pasó justo al lado del océano en donde habitaba Poseidón, el dios del mar,
que tenía su morada en las profundidades. Cuando él miró a Medusa por primera
vez, cayó perdidamente enamorado de su belleza.
Desde ese entonces, a menudo abandonaba el mar para ir a buscarla y tratar de
ganarse su corazón. Le hacía regalos fabulosos, como preciosas peinetas de coral y
perlas auténticas, túnicas hechas con tejidos submarinos y tesoros que encontraba
en las embarcaciones hundidas.
Pero a Medusa nada de esto le importaba, pues -no era una chica que ansiara cosas
materiales. Para ella lo más valioso era su libertad y no deseaba contraer matrimonio
con nadie.
A menudo rechazaba a Poseidón amablemente, repitiéndole que no estaba
enamorada de él. Sin embargo, conforme los días pasaban él se ponía más insistente
y cada rechazo de la muchacha le hacía encapricharse aún más con ella.
Llegó el momento en que el dios de los mares, cansado de las negativas de Medusa,
urdió un plan para poder atraparla y llevarla con él al océano. La sorprendió mientras
dejaba una ofrenda en el templo sagrado de Atenea, la diosa de la sabiduría, a quien
respetaba mucho. No obstante nada de esto le importó a Poseidón.
Profanó el lugar con lujo de prepotencia y capturó a la joven con la intención de
convertirla en su reina.
Esto molestó muchísimo a Atenea, quien decidió darle una lección al arrogante dios.
Con un movimiento de su mano, hizo que los cabellos de la muchacha se convirtieran
en serpientes venenosas que trataron de morderlo.
Y sus ojos, tan verdes como dos esmeraldas, ahora poseían un poder funesto y
asombroso: todo mortal que se mirara en ellos, estaría condenado a ser de piedra
por el resto de la eternidad.
Medusa se transformó en un ser sin alma y con un odio infinito por los hombres,
dejando atrás a esa dulce mujer que alguna vez había sido.
Cuando Poseidón se dio cuenta de esto, retrocedió lleno de horror y Medusa
aprovechó para volver a la superficie. Una vez allí hizo de una isla desierta su morada,
que pronto se lleno de estatuas siniestras. Y es que los hombres que desembarcaban
ahí, atraídos por su belleza, caían en la tentación de su mirada y se daban cuenta de
la maldición cuando era demasiado tarde.
Y así habrían de pasar muchos años, antes de que llegara alguien que le pusiera fin
a tanta desgracia. Mientras tanto, Medusa seguiría en ese lugar, clamando su
venganza contra los hombres que eran demasiado egoístas.
Perseo y Medusa

Entre los muchos héroes de la Antigua Grecia sobre los que se cuentan historias, se encuentra
Perseo, hijo de una hermosa princesa que fue desterrada de su tierra al saberse embarazada.
Cuando Perseo creció, se convirtió en un héroe muy valeroso y hábil, capaz de enfrentar
numerosos obstáculos y pruebas.
Un buen día, llegó a su conocimiento que en una isla lejana habitaba un ser monstruoso
llamado Medusa, el cual ya se había cobrado las vidas de cientos de hombres.
Medusa, en apariencia, era una mujer joven y muy bella, que habría podido pasar
desapercibida de no ser por sus cabellos, que eran serpientes venenosas. Además, una sola
mirada a sus ojos bastaba para convertir en piedra a sus víctimas. Pero Perseo tenía una
estrategia infalible con la que la victoria sería innegable.
En primer lugar, le pidió ayuda a los dioses para cumplir con esta tarea.
Atenea, la diosa de la sabiduría, fue la primera que lo escuchó y salió a su encuentro con un
escudo.
—Este escudo funciona también como espejo —le dijo al entregárselo—, recuérdalo cuando
te enfrentes con la Gorgona.
Luego de eso, Zeus apareció ante él y le obsequio una hoz afilada.
—Con esto podrás vencer definitivamente a Medusa —le dijo el dios—. Pero no dejes de
actuar con precaución.
El siguiente en acudir con Perseo fue Hermes, el mensajero de los dioses, quien se quitó sus
sandalias aladas y se las dio.
—Te prestó mis sandalias, que son más rápidas que cualquier cosa en el mundo —le dijo—,
ellas te ayudarán a llegar hasta la isla. Pero no olvides devolvérmelas una vez que hayas
matado a Medusa.
Por último, Hades llegó hasta él y le obsequió un casco.
—Este casco tiene el poder de volverte invisible —le reveló—, te servirá para pasar
desapercibido al llegar a la isla.
Y así, Perseo marchó hasta el hogar de la Gorgona con las sandalias de Hermes puestas. Con
el casco sobre su cabeza, ella, que descansaba sentada sobre una roca, no lo vio llegar. Así
que rápidamente, el héroe empuñó su hoz y voló hasta el monstruo, que no pudo darse cuenta
de que algo iba mal.
Una vez que estuvo enfrente de Medusa, levantó su escudo ante ella, quien por primera vez
se encontró con la mirada horrible de su reflejo. Y el mismo poder espantoso que utilizaba
para petrificar a tantos, actuó en ella, ocasionando que se volviera toda de piedra.
Triunfante, Perseo terminó por cortarle la cabeza, la cual guardó en una caja de paredes de
opacas para que no pudiera petrificar nunca más a nadie.
Cuando regresó a tierra firme y anunció la muerte de la Gorgona, su fama como héroe se
acrecentó hasta llegar a cada rincón de Grecia. Hermes recuperó sus sandalias pero Perseo se
pudo quedar con los otros obsequios de los dioses, un recordatorio de que contaba con la
protección del Olimpo en cada una de sus aventuras.
Y hubieron muchas más en su vida, pero todas ellas son historias aparte.
Prometeo y el regalo del fuego
Cuentan que hace mucho tiempo, cuando la humanidad apenas comenzaba a habitar en la
tierra, los hombres tenían que sobrevivir al frío y a la amenaza de las animales salvajes con
muchas dificultades. Se ocultaban en cuevas frías cuando podían o perecían de manera
irremediable, por que no sabían cómo hacer frente a estos problemas.
Prometeo, un titán de corazón bondadoso, decidió que tenía que ayudarlos y decidió robar el
bien más preciado de los dioses: el fuego.
Este se encontraba resguardado en el Olimpo, en la caldera de Hefesto, un dios deforme cuya
especialidad consistía en trabajar con metales. Gracias a ello era capaz de crear cosas
maravillosas para el resto de los inmortales, como los poderosos rayos de Zeus o las zapatillas
aladas de Hermes, el dios mensajero.
Prometeo se deslizó a hurtadillas en su taller y mientras nadie vigilaba, sumergió un madero
entre las brasas para hacer una antorcha. Luego escapó a toda prisa hasta la Tierra, donde
enseñó a la humanidad a utilizar aquella fuerza maravillosa.
Al principio, los hombres tenían miedo del fuego y con razón. Un solo roce de su piel podía
producirles gran dolor. Pero pronto aprendieron que también podían usarlo en su beneficio.
Con la ayuda de Prometeo, aprendieron a hacer fogatas para ahuyentar a las bestias y cocinar
su comida. Fueron capaces de mantenerse calientes en invierno y después, hasta aprenderían
a elaborar trastos de metal y arcilla, que podían moldear con aquella extraña sustancia cálida.
Todos estaban muy agradecidos con Prometeo. Pero en cuanto Zeus se dio cuenta de aquello,
montó en cólera por la osadía del titán.
Así que le ordenó a Hefesto elaborar unas fuertes cadenas para atarlo en el pico más alto de
la Tierra, lejos del alcance de cualquier humano, pero no lo suficientemente cerca de los
dioses.
Allí tendría que permanecer por su atrevimiento.
Pero ese no sería el único tormento al que pobre titán estaría condenado. Todos los días, un
águila voraz descendería sobre él para devorar su hígado, que se regeneraría durante la noche
para alimentar al animal por la eternidad.
Ese fue el castigo que Prometeo debió pagar por siempre, por haber osado ir en auxilio de
los hombres. Sin embargo su sacrificio no fue en vano.
A partir de entonces, la humanidad lo recordaría como su más grande benefactor y sería capaz
de evolucionar, haciendo grandes cosas. Con la llegada del fuego llegaron grandes inventos
en los tiempos antiguos, como la rueda y la cerámica. La gente empezó a construir casas en
lugar de refugiarse entre la naturaleza, tuvieron carromatos y desarrollaron más disciplinas,
como la agricultura y la ganadería.
Se dice pues, que Prometeo no solo entregó el fuego a los hombres, sino que les demostró
que tenían algo que ni los dioses podrían arrebatarles: su libre albedrío y su inteligencia para
hacer lo que quisieran.
Este mito es uno de los más queridos en la cultura griega y nos enseña lo grande que ha
llegado a ser la humanidad.

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