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La situación que estamos viviendo como vecinos de los partidos de Villarino y Patagones nos

interpela con mucha fuerza. Los pastores de esta querida zona sur de nuestra diócesis,
queremos seguir caminando “con un oído el pueblo y con otro oído en el Evangelio”, solía
decir el beato mártir Enrique Angelelli. Hoy la escasez de agua, signo de la vida, asola nuestras
tierras con las consecuencias que sabemos que trae consigo. Flagelo que se suma a la crisis
generada por la pandemia que venimos transitando hace ya más de un año.

En la biblia encontramos relatados momentos de grandes sequías en la historia de Israel. Pero


hay una que se destaca por sus dimensiones dramáticas: la vivida en tiempos del profeta Elías.
Leemos en el Primer Libro de los Reyes una promesa de parte de Dios llena de esperanza
también para nosotros en esta difícil hora que nos toca transitar: “el cántaro de harina no
quedará vacío, y el frasco de aceite de se agotará, hasta que vuelva a llover sobre la superficie
de la tierra” (17,14). ¿Y si nos animamos a confiar?

Y no podemos dejar de mencionar otra “sequía” que nos lastima como pueblo. Se trata
también de la escasez de algo esencial para la vida, pero que no depende de las condiciones
climáticas, sino de nosotros mismos. Es la sequía de la falta de empatía con el dolor del otro, la
sequía de pensar que todo se reduce a que “Mientras los míos y yo estemos bien…”, la sequía
del atroz “¡Sálvese quien pueda!”

El Papa Francisco nos viene repitiendo en sus últimos mensajes que “de una crisis no se sale
igual: o salimos mejores o salimos peores”. Podemos transcurrir este tiempo encerrados en
nuestro propio yo, solamente esperando a que “esto pase pronto”; o vivirlo como una
oportunidad única para poner nuestra mirada y nuestro corazón en lo esencial, recordando
que “en el atardecer de la vida seremos examinados en el amor”. ¿Cuánto hice por esa
persona que, sin que me lo pida, y sin publicarlo, pude darle una mano?

Es nuestro deseo más profundo, y hasta nos animamos a afirmar, el deseo de Dios, que cada
comunidad eclesial, cada grupo y cada movimiento, que vos y yo nos convirtamos en ese
“manantial de agua que brota para la vida eterna” (cf. Jn 4,14). Así podremos sanar
comunitariamente nuestras sequías de egoísmo, y nos animemos a ser una “Iglesia
accidentada, herida y manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia enferma por el
encierro y la comodidad de aferrarse a las propias seguridades” (Evangelii gaudium, 49).

Encomendamos ahora nuestras vidas, y especialmente las vidas de quienes más sufren, a la
protección maternal de la Virgen María y al cuidado de San José, en este año dedicado a él. Y
pidamos la humilde intercesión del peñí Ceferino, que tantos devotos tiene en estas tierras
sureras, para que podamos decir junto con él, y más con actitudes y obras que con palabras:
“Quiero ser útil a mi pueblo”. Ceferino Namuncurá… ¡ruega por nosotros!

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