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Cuarto Domingo de Cuaresma 2023.

Crisis y criterios

Son muchos, o por lo menos más de uno, los temas que pueden surgir para reflexionar a partir
de este pasaje tan dramático y lleno de diálogos, que abarca todo el capítulo 9 del Evangelio de
Juan. Temas que seguramente fueron interrogantes (y por qué no, discusiones) en el interior de la
comunidad joánica que dio vida a este texto:
- Las enfermedades actuales de una persona, ¿son consecuencia directa de los propios
pecados? ¿Son “hereditarias” por el pecado de algún antepasado?
- ¿Cuál es el criterio para tener la certeza de que alguien “viene de Dios”? ¿Y si no respeta
alguna de las reglas establecidas?
- ¿Quién está autorizado a “hablar de Dios”? ¿Tiene que ser “intachable”?
Y tantos otros. Hoy podríamos hacer una opción para centrarnos en un tema, para no divagar
por varios sin demasiada profundidad. Y no va a ser una elección caprichosa o azarosa, sino
atendiendo a ciertas características de este texto, y también poniéndolo en el contexto de la obra
completa de Juan.
Si es que no lo percibimos en una primera escucha, podemos repasar y darnos cuenta de
que el pasaje empieza hablando de un “pecado” y termina hablando de otro “pecado”. Eso es
importante de anotar. En el comienzo (9,2), se plantea como interrogante de los discípulos de
Jesús, preguntando por el ciego de nacimiento: “«Rabbí [Maestro], ¿quién pecó, él o sus padres
para que haya nacido ciego?»”. Es una pregunta un tanto limitada, en el sentido en que ya da algo
por supuesto: esa ceguera es consecuencia de un pecado. Al finalizar (9,41), es Jesús quien, en
confrontación con los fariseos que se sienten aludidos, dice: “«Si ustedes fueran ciegos, no tendrían
pecado; pero como dicen: ‘Vemos’, su pecado permanece»”. Si el texto empieza hablando de algo, y
termina hablando de eso mismo, seguramente estamos ante un tema central.
Y en el desarrollo de la trama textual, ¿qué sucede? Para dar una respuesta concisa y
directa, podríamos decir: un juicio. Encontramos al acusado (¿o quizás a dos?), a los acusadores, a
testigos (que explícitamente actúan bajo presión), ¿el defensor? (buena pregunta), un tema a
dirimir y sus argumentos a favor y en contra… Hasta el día de hoy nos entretenemos mirando
películas que se desenvuelven a lo largo de un juicio, con sus idas y vueltas, sus traiciones, la
mentira y la verdad. Sin ir más lejos, últimamente pudimos disfrutar de la escalofriante “Argentina,
1985”. El esquema del juicio tampoco es original de la composición joánica. Un profeta como Isaías
va a hacer uso y abuso de este recurso. Y no perdamos de vista el dato de que la misma Pasión se
da en el contexto de un juicio, y la gran pregunta que va a resonar es: “«¿Qué es la verdad?»” (Jn
18,38).
Crisis y criterio. Un autor se anima a traducir el v. 39 de este capítulo así: “Vine a este
mundo para iniciar una crisis: los que no ven, verán, y los que ven van a quedar ciegos” (Jean Vanier,
El misterio de Jesús, 2004). Es que la nueva vida traída por Jesús, la vida de Dios, viene a poner en
crisis la forma en que vivimos: nuestra manera de relacionarnos entre nosotros, con los bienes
materiales, con el tiempo, y con Dios mismo. Se trata de algo clásicamente atribuido a la Sabiduría
personificada (recordemos el célebre pasaje de Sb 2,12-15). Hablamos y escuchamos hablar mucho
de “conversión permanente”, de “necesidad de cambios”, especialmente en este tiempo de
Cuaresma y en este proceso eclesial de sinodalidad. Pero tal vez no somos muy conscientes de la
experiencia de que lo que realmente cambia, pasa por un momento de crisis, en la cual transitamos
por una natural sensación de desorientación, de pérdida de algunas cosas que dábamos por
absolutamente seguras, inamovibles, incuestionables. Creo que seguimos alimentando la ilusión
de cambios sin crisis. ¡Nada más distante a lo que leemos todos los días en los Evangelios!
Sucedió, sucede, y ojalá siga sucediendo. El hecho de hacerle lugar a lo nuevo, trae consigo
crisis: “vino nuevo en odres nuevos”. Y es sano admitir que la novedad de Jesús no solamente viene
a cuestionar aquello que llamamos “cosas mundanas” o “avance del ateísmo”, sino también formas
de relacionarnos y, principalmente, de comprender y analizar ciertas cosas en el interior de nuestra
Iglesia, de nuestras comunidades religiosas y parroquiales, que guardamos celosamente
(¿miedosamente?) como “intocables”.
Y lo que se pone en crisis en este texto no es tanto la validez o caducidad de cierta práctica
específica, sino que el relato se mueve, evidentemente, en el orden de los criterios. Estos son, por
definición, esas certezas que construimos y adquirimos según las cuales juzgamos las situaciones.
Muchas veces, esos criterios se dan por supuesto (no se discuten), con todo lo que eso implica. Y
acaso los criterios, ¿nos son para nosotros esos “ojos”, esa “luz” con la que miramos las cosas? Acá
es donde cobra toda fuerza el reproche de Jesús a sus autoridades religiosas contemporáneas:
“Ustedes están obstinados en sus criterios, y no le dejan lugar a Dios para que se los cuestione.
Porque dicen que ven, pero en realidad no pueden ver las cosas como las ve Dios. Si por un
segundo confesarían su ceguera…”.
La misión del Espíritu Santo entre y con nosotros, si es que no lo “enjaulamos”, como suele
decir el Papa Francisco, seguirá siendo la de “guiarnos a la verdad completa” (Jn 16,13). ¿Tan
seguros estamos de que, frente a algunos criterios que mantenemos vigentes hoy día, Jesús no nos
diría: “Dejando el precepto de Dios, se aferran a la tradición de los hombres” (Mc 7,8)? Hace no
tanto tiempo, en nuestra Iglesia, a esa mamá que venía sola con su hijito para pedirnos el bautismo,
se lo negábamos. Y la exponíamos a andar mendigando de parroquia en parroquia para que algún
sacerdote le haga “el favor” de darle el sacramento. Y como esta, muchas otras similares. ¿Qué?
¿Ya lo olvidamos? ¿Lo hemos confesado y reflexionado suficientemente? Me parece que no. ¿Qué
criterio manejábamos (con esperanza escribo en tiempo pretérito) para juzgar así?

¡Hermosa oportunidad para hacerle lugar a la Buena Noticia que puede ponernos en crisis!
- ¿Reconocemos que todavía mantenemos criterios de exclusión en la Iglesia? ¿Nos damos
cuenta de que algunos de ellos son muy inconscientes (en nuestra manera de mirar, de
tratar, de manifestar sorpresa y hasta repugnancia)?
- ¿Tenemos la valentía de fe para dejarnos cuestionar por el Espíritu Santo alguno de esos
criterios?
- ¿A qué le tenemos miedo?

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