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Salvados de nuestros egoísmos

La pregunta surge en la formación de catequistas: ¿de qué somos salvados (por el misterio pascual
de Jesús)?

Lo que está en juego es quedar atrapados en nosotros mismos, en nuestra soledad, que es
tremendamente simbólica. Es decir, podemos viajar a lugares muy lejanos, dejando tantas cosas de
lado, pero permaneciendo cerrados a lo otro, a lo distinto a nosotros mismos. Se trata, entonces, de
nuestra transcendencia, de salir verdaderamente de nosotros mismos, o de quedar encerrados en
ese yo-solitario y siempre demandante.

La Pasión de Jesús es la realidad y el símbolo de signo contrario al egoísmo: es donación,


generosidad, entrega. No es un acto individualista, ¡sino que funda comunidad! Dicho en palabras
eucarísticas: “partir para repartir”.

“La entrega de Jesús en la cruz no es más que la culminación de ese estilo que marcó toda su
existencia. Cautivados por ese modelo, deseamos integrarnos a fondo en la sociedad, compartimos
la vida con todos, escuchamos sus inquietudes, colaboramos material y espiritualmente con ellos
en sus necesidades, nos alegramos con los que están alegres, lloramos con los que lloran y nos
comprometemos en la construcción de un mundo nuevo, codo a codo con los demás. Pero no por
obligación, no como un peso que nos desgasta, sino como una opción personal que nos llena de
alegría y nos otorga identidad.” (Evangelii gaudium, 269).

La situación actual del mundo «provoca una sensación de inestabilidad e inseguridad que a su vez
favorece formas de egoísmo colectivo» (Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz
1990, 1). Cuando las personas se vuelven autorreferenciales y se aíslan en su propia conciencia,
acrecientan su voracidad. Mientras más vacío está el corazón de la persona, más necesita objetos
para comprar, poseer y consumir. En este contexto, no parece posible que alguien acepte que la
realidad le marque límites. Tampoco existe en ese horizonte un verdadero bien común. Si tal tipo
de sujeto es el que tiende a predominar en una sociedad, las normas sólo serán respetadas en la
medida en que no contradigan las propias necesidades. Por eso, no pensemos sólo en la posibilidad
de terribles fenómenos climáticos o en grandes desastres naturales, sino también en catástrofes
derivadas de crisis sociales, porque la obsesión por un estilo de vida consumista, sobre todo cuando
sólo unos pocos puedan sostenerlo, sólo podrá provocar violencia y destrucción recíproca.
(Laudato si’, 204).

“Todo esto podría estar colgado de alfileres, si perdemos la capacidad de advertir la necesidad de
un cambio en los corazones humanos, en los hábitos y en los estilos de vida. Es lo que ocurre
cuando la propaganda política, los medios y los constructores de opinión pública persisten en
fomentar una cultura individualista e ingenua ante los intereses económicos desenfrenados y la
organización de las sociedades al servicio de los que ya tienen demasiado poder. Por eso, mi crítica
al paradigma tecnocrático no significa que sólo intentando controlar sus excesos podremos estar
asegurados, porque el mayor peligro no reside en las cosas, en las realidades materiales, en las
organizaciones, sino en el modo como las personas las utilizan. El asunto es la fragilidad humana, la
tendencia constante al egoísmo humano que forma parte de aquello que la tradición cristiana llama
“concupiscencia”: la inclinación del ser humano a encerrarse en la inmanencia de su propio yo, de
su grupo, de sus intereses mezquinos. Esa concupiscencia no es un defecto de esta época. Existió
desde que el hombre es hombre y simplemente se transforma, adquiere diversas modalidades en
cada siglo, y finalmente utiliza los instrumentos que el momento histórico pone a su disposición.
Pero es posible dominarla con la ayuda de Dios.” (Fratelli tutti, 166).

“La familia es el ámbito de la socialización primaria, porque es el primer lugar donde se aprende a
colocarse frente al otro, a escuchar, a compartir, a soportar, a respetar, a ayudar, a convivir. La
tarea educativa tiene que despertar el sentimiento del mundo y de la sociedad como hogar, es una
educación para saber «habitar», más allá de los límites de la propia casa. En el contexto familiar se
enseña a recuperar la vecindad, el cuidado, el saludo. Allí se rompe el primer cerco del mortal
egoísmo para reconocer que vivimos junto a otros, con otros, que son dignos de nuestra atención,
de nuestra amabilidad, de nuestro afecto. No hay lazo social sin esta primera dimensión cotidiana,
casi microscópica: el estar juntos en la vecindad, cruzándonos en distintos momentos del día,
preocupándonos por lo que a todos nos afecta, socorriéndonos mutuamente en las pequeñas cosas
cotidianas. La familia tiene que inventar todos los días nuevas formas de promover el
reconocimiento mutuo.” (Amoris laetitia, 276).

“Las bienaventuranzas de ninguna manera son algo liviano o superficial; al contrario, ya que solo
podemos vivirlas si el Espíritu Santo nos invade con toda su potencia y nos libera de la debilidad del
egoísmo, de la comodidad, del orgullo.” (Gaudete et exsultate, 65).

“La misericordia suscita alegría porque el corazón se abre a la esperanza de una vida nueva. La


alegría del perdón es difícil de expresar, pero se trasparenta en nosotros cada vez que la
experimentamos. En su origen está el amor con el cual Dios viene a nuestro encuentro, rompiendo
el círculo del egoísmo que nos envuelve, para hacernos también a nosotros instrumentos de
misericordia.” (Misericordia et misera, 3).

“Siento una enorme gratitud por la tarea de todos los que trabajan en la Iglesia. No quiero
detenerme ahora a exponer las actividades de los diversos agentes pastorales, desde los obispos
hasta el más sencillo y desconocido de los servicios eclesiales. Me gustaría más bien reflexionar
acerca de los desafíos que todos ellos enfrentan en medio de la actual cultura globalizada. Pero
tengo que decir, en primer lugar y como deber de justicia, que el aporte de la Iglesia en el mundo
actual es enorme. Nuestro dolor y nuestra vergüenza por los pecados de algunos miembros de la
Iglesia, y por los propios, no deben hacer olvidar cuántos cristianos dan la vida por amor: ayudan a
tanta gente a curarse o a morir en paz en precarios hospitales, o acompañan personas esclavizadas
por diversas adicciones en los lugares más pobres de la tierra, o se desgastan en la educación de
niños y jóvenes, o cuidan ancianos abandonados por todos, o tratan de comunicar valores en
ambientes hostiles, o se entregan de muchas otras maneras que muestran ese inmenso amor a la
humanidad que nos ha inspirado el Dios hecho hombre. Agradezco el hermoso ejemplo que me dan
tantos cristianos que ofrecen su vida y su tiempo con alegría. Ese testimonio me hace mucho bien y
me sostiene en mi propio deseo de superar el egoísmo para entregarme más.” (Evangelii gaudium,
76).

“Dos amores fundaron dos ciudades: el amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios, la terrena; y el
amor de Dios hasta el desprecio de sí, la celestial.” (San Agustín, La ciudad de Dios, XIV,28).

“Una religión que promueve la auto-transcendencia hasta el punto, no de la simple justicia, sino del
amor que se sacrifica a sí mismo, tendrá una función redentora en la sociedad humana.” (B.
Lonergan, Método en Teología, pág. 60).

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