Está en la página 1de 125

KARL KERTELGE

CARTA A LOS ROMANOS

http://www.mercaba.org/FICHAS/BIBLIA/Rm/ROMANOS-00.htm

INTRODUCCIÓN

EL EVANGELIO DE PABLO

1. OBJETIVO DE LA CARTA
La carta del apóstol Pablo a los Romanos se distingue de las otras cartas paulinas por el
hecho mismo de haber sido dirigida a una Iglesia que no había sido fundada por Pablo y a la que
ni siquiera conocía personalmente y de forma directa. Espera, sin embargo, conocer pronto a esa
comunidad, «en la voluntad de Dios» (cf. 1,10), pues «estoy anhelando vivamente veros, para
comunicaros algún don espiritual con el que quedéis fortalecidos» (1,11). Pablo se había ya
preparado a menudo para ir a Roma, «pero hasta ahora me ha sido imposible» (1,13). Su
propósito, no obstante, sigue siendo el de siempre: «proclamar el Evangelio también entre
vosotros, los de Roma» (1,15), pues se sabe llamado a tal empresa. Quiere proclamar el
Evangelio en Roma como lo ha hecho entre las demás naciones; o, para decirlo con las propias
palabras del Apóstol, «para recoger también entre vosotros algún fruto, al igual que entre los
demás gentiles» (1,13).
De acuerdo con estas observaciones preliminares de la carta podría sacarse la impresión de
que a Pablo lo único que le interesa es anunciar su próxima visita. Por ello resulta sorprendente
el giro que toma hacia temas esenciales. Ese giro se inicia ya en 1,16 y conduce a un amplio
desarrollo de lo que constituye la predicación de la fe paulina y que se prolonga (incluidas las
exhortaciones de los capítulos 12-15) hasta el final de la carta; es decir, a lo largo de quince
capítulos. Sólo ya a punto de concluir, 15,22-32, vuelve el Apóstol a hablar de sus planes de
viaje. Por ello es justo preguntarse qué propósito ulterior se esconde tras las amplias reflexiones
del Apóstol. Pues, si sólo pretendía familiarizar de antemano a la comunidad cristiana de Roma
con su Evangelio, ello bastaría ciertamente para explicar el carácter profundo de la carta; pero no
su amplitud y prolijidad. ¿Cómo llega Pablo, por ejemplo, en una carta escrita a la comunidad
cristiana de Roma a tratar el destino de Israel con tanto detenimiento como lo hace en los
capítulos 9-11? Sorprende también a lo largo de toda la carta la evidente orientación hacia la
prueba escriturística y hacia importantes condicionamientos mentales del judaísmo, como la ley,
la tradición, la postura frente a los gentiles. Es evidente que Pablo cuenta con que una parte
notable de la comunidad cristiana de Roma está constituida por judíos. Habla «con quienes
conocen en la ley» (7,1), teniendo por lo mismo ante sus ojos la imagen de una Iglesia formada
por cristianos procedentes del judaísmo y de la gentilidad. De ahí que se plantee el problema de
la convivencia de ambos grupos, tal como ya lo conocía por la experiencia de otros lugares 1.
La parte admonitoria o parenética de la carta (12,1-15,13) afronta este problema todavía
con mayor claridad. En virtud de la «gracia que me ha sido otorgada» (12,3), exhorta a todos a
que se preocupen de la unidad (12,4-8. 16; 14,19s; 15,7) y del amor (12,9s; 13,8-10; 14,15). El
motivo concreto de estas exhortaciones son las relaciones que deben mediar entre los «fuertes» y
los «débiles» (14,1-15, 13). Ambos grupos vienen descritos de acuerdo con determinadas
cuestiones de conducta, como la permisión de comer ciertos alimentos (14,2s.21), la observancia
del calendario (14,5s) y la distinción entre lo que es puro e impuro (14,14). En todos estos
problemas desempeña un papel indiscutible la vinculación a las tradiciones judías. Es sobre todo
a los cristianos que proceden de la gentilidad y a los cristianos que no se sienten ligados por la
normativa judía (cf. 15,1), y con los que Pablo se solidariza («Nosotros, los que somos
fuertes...»), a quienes va dirigida de modo particular la amonestación de que nadie se levante
más alto de lo que conviene (12,3 y 16), ni juzgue o desprecie al hermano (14,3s.10.13). Son
ellos precisamente quienes no deberían olvidar que han sido llamados por la «misericordia» de
Dios (15,9-12).
Si con ello se comprende mejor un punto concreto de la carta a los Romanos, para
nosotros no deja de resultar sorprendente que Pablo se dirija a una comunidad que él no ha
fundado para exponer los rasgos fundamentales de su predicación. ¿Qué pretende Pablo con
ello? ¿Es que en Roma se reconocía ya su autoridad apostólica hasta el punto de que pudiera él
arriesgarse a decir una palabra definitiva sin por ello aparecer como un intruso desagradable? ¿O
es que la comunidad cristiana de Roma estaba todavía en los comienzos de su constitución, por
lo que Pablo podía contar que sería bien acogido como un misionero que puede ayudar? Pero
frente a eso habla el hecho de que el estilo de la carta, con pretensiones teológicas, supone en los
fieles una experiencia cristiana en contacto con la Escritura y una cierta familiaridad con la fe en
Jesucristo.
Según 1,8 incluso se habla «en todo el mundo» de la fe de la Iglesia romana. Además,
Pablo se habría opuesto a su principio fundamental misionando en la comunidad de Roma. Pues,
concretamente en 15,20, el Apóstol asegura de forma explícita que ha tenido a gala «anunciar el
Evangelio, pero no allí donde el nombre de Cristo ya había sido invocado, para no edificar sobre
cimiento ajeno». Cosa a la que, en opinión del Apóstol, no contradice intentando ahondar más un
determinado aspecto de la fe de la Iglesia. Así, al final de la carta (15,15) dice: «Os he escrito...
como para avivar vuestros recuerdos.» No quiere edificar sobre cimientos echados por otro, pero
sí quiere «recoger... algún fruto» (1.13) entre los cristianos de Roma.
Por lo demás, Pablo es consciente de que su misiva a los cristianos de la capital del
imperio representa una cierta audacia. «Os he escrito con cierto atrevimiento» (15,15). Pero, en
el fondo, para él no se trata de ninguna cuestión de competencia, sino de una consecuencia
emanada del encargo que, como Apóstol, ha recibido del Señor (cf. 15,15s). «Yo me debo tanto a
griegos como a bárbaros, a sabios como a ignorantes» (1.14). Como predicador itinerante quiere
también llegar hasta Roma, y como tal puede esperar que será bien acogido. Dado que en el
marco del Mediterráneo oriental ya no tiene campo de trabajo, ahora se siente empujado hacia
Occidente. De camino hacia España querría también visitar Roma y allí espera encontrar para
sus ulteriores viajes misioneros una cabeza de puente desde la que poder evangelizar cada vez
más (cf. 15,22-24).
Es desde el punto de vista misional de Pablo desde donde en definitiva hay que entender la
larga carta a los Romanos. No sólo le interesa predicar su Evangelio también en Roma, sino
sobre todo familiarizar oportunamente a la Iglesia romana con su programa y su predicación
misionera. Aun cuando las explicaciones de la carta a los Romanos puedan presentar cierto
carácter sistemático y aunque Pablo haya podido tener ante los ojos, de modo muy particular, el
problema de la Iglesia y la sinagoga, lo cierto es que el tono fundamental de su carta es la
predicación misionera.
De ahí que la importancia de la carta a los Romanos pueda descubrirse en el hecho de que
pone de manifiesto la unidad intrínseca entre vocación y predicación misionera. Pablo se sabe
acreditado por el Señor como Apóstol ante la Iglesia de Roma, en cuanto que expone su
Evangelio que piensa seguir predicando también en Occidente. Con ello vuelve a hacer
exactamente lo que ya había hecho, según Gál 2,2, ante la comunidad de Jerusalén: les expone el
Evangelio que predica entre los gentiles. Por ahí debería conocer la comunidad de Roma la
misión que, según Gál 2,7-9, se le había confiado entre los «incircuncisos» 3.
...............
Recuérdese especialmente el incidente de Antioquía y su exposición en Gál 2,11-14. Puesto
que Pablo sabe que la comunidad cristiana de Roma es una comunidad constituida por cristianos
procedentes del judaísmo y de la gentilidad, aunque sin conocerla con detalle, es evidente que el
Apóstol ha debido sentirse inclinado a suponer en ella problemas y dificultades parecidos a los
que se daban en otras Iglesias mixtas del Próximo Oriente (Antioquía. Galacia, Filipos). Así se
explica que exponga también aquí, solo que en forma más equilibrada y profunda, el mensaje de
las exigencias exclusivas de la gracia y de la libertad, que ya había expuesto por primera vez, y
con ocasión de una polémica, en la carta a los Gálatas. 3. Según Gál 2,10, entre los acuerdos de
Jerusalén relativos a la misión entre los gentiles, se le recordó también a Pablo que no olvidase a
los pobres de aquella Iglesia. Encargo que Pablo siempre consideró como un símbolo de la unión
entre las Iglesias. Es significativo en este sentido que también en Rom 15,25-28, y en conexión
con sus planes misionales, aluda Pablo a la colecta «en favor de los pobres que hay entre los
santos de Jerusalén». O ¿acaso es otro el propósito especial de Pablo en ese pasaje?

2. EL TEMA DE LA CARTA

Siguiendo las huellas de muchos comentaristas se podría compendiar el tema de la carta a


los Romanos con la expresión «justicia de Dios». En realidad tiene este concepto una
importancia decisiva en la carta a los Romanos. Nos percatamos de ello con una primera mirada
a 1,17 y 3,21s, dos frases que ocupan un lugar destacado en el esquema de toda la carta y que
presentan el mensaje del Apóstol a modo de tesis. No obstante, tal exposición temática parece
demasiado teórica y abstracta, pues que Pablo no se preocupa sólo de exponer unos conceptos
teológicos abstractos.
La teología reformada del siglo XVI y de sus seguidores ha visto en la carta a los
Romanos la manifestación fundamental y decisiva de la doctrina de la justificación, de aquella
doctrina que dentro del protestantismo se convirtió en el articulus stantis et cadentis ecclesiae ( =
artículo de fe con el que la Iglesia se mantiene o cae). No tenemos por qué exponer aquí con
detalle la formación y trayectoria de la teología reformada de la justificación. Mas, para la
valoración atinada de la carta a los Romanos, conviene distinguir entre el propósito inmediato de
Pablo y el interés sistemático de la teología posterior sobre la famosa carta. En otras palabras, es
preciso distinguir entre el mensaje de la justificación de Pablo y la doctrina de la justificación de
los reformadores -en contraposición a la reforma- del concilio de Trento. No cabe duda de que
con su descubrimiento de la «justicia de Dios» en la carta a los Romanos, Lutero ha visto algo
que es cierto, y que a través de ese concepto ha penetrado en el meollo del Evangelio paulino.
Mas, por haber transformado los reformadores el kerygma paulino en una doctrina sistemática,
amenazaba el peligro de una interpretación unilateral e interesada de las afirmaciones
neotestamentarias.
En la carta a los Romanos nos encontramos, pues, con el mensaje de la justificación de
Pablo. Lo cual significa quo es preciso descubrir en los pasajes, en los que aparece el concepto
justicia de Dios, las relaciones de dicho concepto con el Evangelio; es decir, con la predicación
misionera de Pablo. En el paso de 1,16 a 1,17 esto se evidencia con toda claridad. En el v. 15
proclama Pablo su propósito de «proclamar el Evangelio también entre vosotros, los de Roma»,
y con ello en todo el mundo occidental. La expresión «proclamar el Evangelio» proporciona la
clave para lo que sigue, pues el v. 16 reza así: «Porque no me avergüenzo del Evangelio, ya que
es poder de Dios para salvar a todo el que cree: tanto al judío, primeramente, como también al
griego. Efectivamente, en el Evangelio se revela la justicia de Dios partiendo de fe hasta
consumarse en fe, según está escrito: El justo por fe vivirá (Hb 2,4).» Aquí es patente la
conexión entre «justicia de Dios» y «Evangelio». A Pablo le interesa la predicación del evangelio
para salvación de todos los hombres. Pues, así dice él: 1) es una virtud de Dios para salvar a
todos, judíos y gentiles, 2) y es una fuerza de Dios para la salvación porque en él se revela la
justicia de Dios.
Así, pues, la «justicia de Dios» constituye el núcleo del Evangelio. Pero no está patente de
antemano; tiene primero que ser descubierta. Y esto es lo que ocurre con la predicación como
ayuda para el descubrimiento de la justicia de Dios. Así se evidencia la traza general de la carta a
los Romanos.

ENCABEZAMIENTO
Rm. 01/01-07

El comienzo de la carta se presenta según un esquema corriente en la antigüedad. El


remitente... a los destinatarios...: deseos de prosperidad. Sólo que en nuestra introducción
epistolar este esquema queda totalmente rebasado mediante una serie de incisos y conceptos
importantes que se insertan entro el nombre del remitente y la mención de los destinatarios. Es
digno de notarse el que estas abundantes amplificaciones acompañen la mención del remitente.
Evidentemente deben contribuir de forma muy particular a la presentación que hace de sí mismo
el Apóstol. Es, desde luego esta notable amplificación la que merece atención especial, porque
contiene en una forma muy concentrada la teología de su vocación y los rasgos fundamentales de
su Evangelio.

1. REMITENTE: PABLO (1,1-6).

a) Su vocación (1,1)

1 Pablo, esclavo de Jesucristo, llamado a ser apóstol, elegido para el Evangelio de Dios, ...

Pablo se presenta: es un «esclavo de Jesucristo», «llamado a ser apóstol» y, de cara a esa


misión, «elegido para el evangelio de Dios». Estos tres datos no sólo se yuxtaponen, sino que
además se relacionan e interpretan entre sí. Como esclavo de Jesucristo se designa Pablo, no sólo
por un sentimiento de humildad, aunque desde luego no en un sentido esclavista -lo que estaría
en contradicción con su conciencia de libertad-, si no de conformidad con la idea que tiene de su
apostolado: está al servicio de Jesucristo. Este giro lo ha creado Pablo siguiendo un modelo del
Antiguo Testamento. En los Salmos el orante habla de sí mismo como esclavo de Yahveh,
indicando así su dependencia de criatura. La expresión adquiere un valor de título en boca de
famosos hombres de Dios veterotestamentarios. Esto no quiere decir que para comprender la
designación paulina haya que eliminar sin más la imagen de la esclavitud antigua; pero resulta
más natural pensar en la conexión interna de Pablo con las ideas del Antiguo Testamento y del
judaísmo. Con valor de título utiliza Pablo la designación de «esclavo» también en Gál 1,10 y en
Flp 1,1. Tal designación está en el mismo plano que servidor (diakonos)4 y apóstol (apostolos).
Este último es el calificativo con que suele designarse Pablo5.
Pablo es llamado a ser apóstol, Dios lo «llamó por su gracia» (Gál 1,15). Como apóstol,
Pablo se sabe al llamamiento que Dios le ha dirigido. En todo caso esa vinculación no la
experimenta como una limitación de su libertad personal, y menos aún como la pérdida de esa
libertad. Lo que Pablo ha experimentado en la llamada de Dios es ante todo la posibilidad nueva
que Cristo le ha abierto para realizar su vida como un servicio, y con ello la posibilidad de
realizar su propia vida. La nueva vida que se le otorga en Cristo, la pone, como apóstol, al
servicio de los hombres. Ese es el contenido de su vocación. La vocación orientada hacia el
servicio la pone de relieve de modo especial el tercer inciso con que Pablo se designa: «elegido
para el Evangelio», es decir, para un servicio de predicación. La elección responde al proceso de
separación y santificación de Israel como pueblo de Dios y como órgano destinado al servicio en
general, proceso que está atestiguado en el Antiguo Testamento. Pero en nuestro pasaje el acento
no recae en la segregación como tal, sino en la función para la que ha sido destinado. El designio
de Dios por lo que hace al apóstol es el anuncio de su Evangelio.
Llamamiento y elección designan, pues, el origen y fundamento del ministerio apostólico
de Pablo. Una y otra están de antemano referidas al Evangelio. Dios le ha destinado de modo
especial para el Evangelio, hasta el punto de que el Evangelio que Pablo anuncia puede
designarse tanto «Evangelio de Dios» como «mi Evangelio» (2,16).
...............
4. Cf. 1Co 3,5; 2Co 3,6; 6,4; 11,15.23; Col 1,7.23.25; 4,7.
5. Cf. Rom 11,13; Ga 1,1; 1Co 1,1; 9,1s; 15,9; 2Co 1,1.
...............

b) Su Evangelio (1,2-4)

2... Evangelio preanunciado por medio de sus profetas en las Escrituras santas 3 acerca de
su Hijo -nacido del linaje de David según la carne; 4 constituido Hijo de Dios con poder, según el
espíritu santificador, a partir de su resurrección de entre los muertos-, Jesucristo nuestro Señor; ...

Con unas breves pinceladas describe Pablo el Evangelio a cuya proclamación ha sido
llamado. Y concretamente el v. 2 empieza por aclarar con mayor precisión la pertenencia del
Evangelio a Dios. Con ello el Evangelio de Pablo se demuestra como el «Evangelio de Dios»,
puesto que había sido preanunciado en el sentido de que lo vaticinado en tiempos precedentes lo
proclama ahora Pablo. La referencia a los profetas «en las santas Escrituras» no hay que
entenderla de una forma tan literal que debamos preguntarnos cuáles son los profetas y cuáles los
escritos del Antiguo Testamento en los que Pablo piensa. El Antiguo Testamento no aparece
todavía aquí como contrapuesto al Nuevo; se trata más bien del vaticinio profético hecho por
Dios y que precede al acontecimiento de Cristo. Es evidente que ambas cosas son hechos de
revelación. Pero no constituyen más que un hecho revelador; porque el que Dios haya hecho
vaticinios en las Escrituras por medio de los profetas, sólo puede afirmarse según Pablo desde la
experiencia creyente de la hora actual, y justamente desde el acontecimiento de Cristo. Así pues,
el preanuncio del Evangelio no se refiere tanto a determinados vaticinios del Antiguo Testamento
cuanto al origen y principio del Evangelio en Dios, con anterioridad a todo el curso de la
historia. En cuanto a su contenido el Evangelio se define por Jesucristo. Los versículos 3 y 4
describen este nexo con ayuda de una confesión de fe del cristianismo primitivo 6. En ambos
incisos -«nacido... constituido...»- se reconoce con toda claridad una construcción paralela En
ellos se habla de Cristo desde dos aspectos: nació como hijo de David, y ahora está constituido
Hijo de Dios en poder, y ciertamente que «a partir de su resurrección de entre los muertos». Esto
último no significa una limitación de su dignidad de Hijo de Dios, sino que el dato «a partir de su
resurrección» se refiere más bien al ejercicio pujante de su dignidad. La doble afirmación de que
Jesús es hijo de David e Hijo de Dios no es una afirmación desligada, sino que el segundo
miembro supone el primero, como lo evidencia la misma oposición entre «carne» y «Espíritu».
Estas dos palabras describen la existencia terrena y pasada de Jesús y su existencia celestial y
escatológica. Es digno de notarse que Pablo mejora y completa por su parte los títulos
cristológicos contenidos en esta doble afirmación tradicional: «Jesucristo nuestro Señor.»
Además a la doble afirmación hace preceder la designación «su Hijo».
Mas esta sobrecarga del período no debe llamar a engaño, porque a Pablo no le interesa
una descripción lo más detallada y amplia posible de la dignidad de Jesús, sino que trata, ante
todo, del acontecimiento cristiano escatológico. El verdadero contenido de toda la revelación
cristiana lo constituye el hecho de que el Jesús de nuestra profesión de fe es el Cristo, en quien el
mundo alcanza su salvación y que ya ahora ejerce su soberanía en medio de su comunidad
creyente.
¿Cómo llega Pablo a hacer estas afirmaciones concentradas y densas ya en las primeras
líneas de su carta, cuando no deberían ser otra cosa que un saludo a los destinatarios? Es
evidente que aun en una palabra de saludo Pablo no puede dirigirse a sus lectores más que desde
Cristo. Cristo es la única fuerza que le empuja, y no puede dejar de hablar de él. Pero también
cuenta esto para descubrir la conexión. Pablo no habla simplemente del Evangelio, sino de su
vocación al Evangelio. Al presentar el Evangelio, el Apóstol se está presentando a sí mismo. La
causa de Jesús es su causa. Por eso no hay que ver en los versículos 3 y 4 un mero anticipo del
contenido de su Evangelio, que después desarrollará en su carta, sino un primer encuentro,
aunque muy intenso, con su Evangelio, que ha preparado con interés y que aquí presenta de
acuerdo con la profesión de fe cristiana general. De este modo Pablo se adelanta a defender su
Evangelio contra cualquier sospecha de esoterismo y arbitrariedad.
...............
6. En numerosos pasajes de la carta a los Romanos hemos de suponer tradiciones del
cristianismo primitivo anteriores a Pablo, sin que éste lo haga notar expresamente; así sobre todo,
en 3,24-26; 4,24s; 10,9s.
...............

c) Su ministerio entre los gentiles (1,5-6)

5 ...por quien hemos recibido la gracia del apostolado, para conseguir, a gloria de su
nombre, la obediencia a la fe entre todos los gentiles, 6 entre los cuales estáis también vosotros,
llamados por Jesucristo, ...

Como en el v. 1, también aquí se trata de la función del apóstol. Pablo entiende su


ministerio apostólico como una «gracia». Es una gracia que se le ha otorgado en vistas al
servicio apostólico. Por razón de su fundamento no es otra que la gracia de la justificación y del
ser cristiano, concedida al creyente, la nueva relación vivificante del fiel con Jesucristo. En
Pablo desde luego esa gracia opera de modo particular en favor de su misión al servicio del
Evangelio.
La «gracia del apostolado», concedida al Apóstol, fructifica de tal forma quo conduce a «la
obediencia a la fe entre todos los gentiles». El anuncio del Evangelio apunta a la «obediencia»
que consiste en la fe en Jesús, y en la cual se expresa la exigencia de Jesús a una entrega
amorosa.
Pablo es por antonomasia el misionero de los pueblos de la gentilidad. Pero la idea no hay
que entenderla en un sentido tan restringido que no incluya a los judíos que viven entre los
gentiles. Esto vale fundamentalmente para la práctica misionera paulina; pero, sobre todo, hay
que tener en cuenta aquí la indicación de «entre todos...» Pablo se interesa por la validez
universal del Evangelio y, en consecuencia, por el vasto alcance de su apostolado. Mientras
conduce a los gentiles a la obediencia de la fe, contribuye a la gloria del «nombre» de Jesucristo,
no sólo en el sentido de un reconocimiento y veneración externos de Jesucristo -su «nombre»
equivale aquí a su persona-, sino en el sentido del objeto mismo de la predicación. Esta
predicación sólo adquiere validez y fuerza precisamente cuando se escucha a Jesús; es decir,
cuando se acoge su muerte como acontecimiento salvador y se responde a su exigencia presente
como Señor resucitado y glorificado. A esto ha de colaborar Pablo como apóstol.
Si Pablo ha sido destinado, de modo especial, a la predicación del Evangelio entre los
paganos, tiene también algo que decir a los que están en Roma (v. 7), puesto que también ellos se
cuentan entre las naciones paganas que han sido llamadas a la obediencia de la fe. Así como
personalmente se presenta cual «llamado a ser apóstol», así se dirige a los cristianos de Roma
como «llamados por Jesucristo».

2. DESTINATARIOS: Los ROMANOS (1 ,7a)

7a a todos los amados de Dios que estáis en Roma, llamados a ser santos.

Ya desde el v. 6 aparecen en primer plano los destinatarios de la carta. Sólo ahora, y


siguiendo el estilo habitual, se les habla de forma expresa. El Apóstol los llama «amados de
Dios» y «llamados a ser santos», designaciones que son corrientes en las introducciones
epistolares del Apóstol refiriéndose a los cristianos. Tales epítetos representan ciertamente más
que un simple adorno edificante de la dirección de la carta. «Amados de Dios» son los cristianos
como tales, que por Jesucristo se han aproximado a Dios. Tampoco la expresión «llamados a ser
santos» representa algo original. En un sentido fundamental los cristianos deben su ser de
cristianos a la llamada que se les ha hecho. Por medio de la palabra clave «llamados», que se
repite tres veces en los versículos 1-7, el Apóstol y sus destinatarios aparecen vinculados desde el
comienzo.

3. BENDICIÓN (1 ,7b)

7b Gracia y paz a vosotros de parte de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo.

Pablo se acomoda a la forma judía del saludo epistolar7; pero lo transforma según su modo
característico. La primera palabra del saludo subraya el acontecimiento de la gracia por el que
Dios se vuelve al hombre. A través de este acontecimiento fundamental de la gracia, que tiene
lugar en la muerte y resurrección de Jesús, se comunica la paz, precisamente como don
simultáneo «de parte de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo». La bendición cristiana,
expresada así por Pablo, es la transmisión de los bienes escatológicos de la salvación bajo la
forma de un deseo. No se trata de un simple deseo que a nada compromete, sino que por su
origen proclama una realidad.
...............
7. La fórmula del saludo judío se encuentra, por ejemplo, en el Apocalipsis siríaco de
Baruc 78,2. En el NT se ha conservado sin contaminaciones en Judas 1,2. Y todavía se deja sentir
en Gál 6,16, en que el Apóstol invoca «paz y misericordia» sobre la Iglesia, sobre «el Israel de
Dios». Véase también 1Tm 1,2; 2Tm 1,2; 2Jn 1,3.
................................

INTRODUCCIÓN
1,8-17

El saludo formal ha terminado. Y Pablo se dirige ahora de modo directo y en la forma más
apremiante posible a los destinatarios. Debe crear todavía un lazo, y empieza por establecerlo en
la forma convencional con que alaba a la comunidad cristiana de Roma: Vuestra fe es conocida
en todo el mundo. Este es el fundamento de la acción de gracias a Dios; a la acción de gracias
sigue la plegaria y petición. Pablo ha orado siempre porque le fuese posible ir a Roma. Los
versículos 11-15 expresan desde diversos ángulos el propósito que Pablo persigue. En el v. 14
señala como verdadero fundamento la obligación misionera que le incumbe. De toda la sección
que forman los v. 8-15 se saca la impresión de que Pablo busca un contacto que hasta entonces
no existía.

a) Acción de gracias (Rm. 01/08-10)

8 Primeramente doy gracias a mi Dios por mediación de Jesucristo respecto a todos


vosotros, porque vuestra fe se publica en todo el mundo. 9 Porque Dios, a quien doy culto en mi
espíritu anunciando el Evangelio de su Hijo, me es testigo de cuán incesantemente hago
mención de vosotros, 10 siempre, en mis oraciones, a ver cómo, por fin, se me allana alguna vez
el camino para llegar hasta vosotros en la voluntad de Dios.

El hecho de que al saludo introductorio siga una acción de gracias responde al estilo
epistolar antiguo. El autor de una carta asegura al destinatario que da gracias y ruega por él a los
dioses. La acción de gracias de Pablo en el v. 8 tiene casi un carácter litúrgico. Puede
compararse, por ejemplo, con la forma fundamental de nuestra plegaria eucarística: acción de
gracias a Dios por Jesucristo indicando la razón o motivo. Pablo habla aquí de mi Dios,
enlazando así con el estilo orante de los Salmos. En cualquier caso la expresión no significa
ningún exclusivismo en las relaciones religiosas con Dios, sino que de modo parecido a los que
ocurre con el giro «mi Evangelio», se pone de manifiesto la conciencia singular que el Apóstol
tiene de su misión. Es precisamente el Dios que le ha llamado, con quien le liga una relación
especial y en la que puede introducir sin más a sus destinatarios (cf. 1,7 «Dios nuestro Padre»).
La acción de gracias de Pablo se refiere a la comunidad cristiana de Roma: «todos vosotros.»
Aunque personalmente no la conoce, o sólo en una parte mínima, conoce su fe, pues ésta es ya
conocida «en todo el mundo». La palabra que Pablo emplea aquí da a entender que esa fama y
conocimiento es un acontecimiento anunciador. La fe a la que la Iglesia de Roma ha llegado es
una fe salvadora, no sólo porque con ella alcanzan los creyentes la salvación, sino también
porque la fe de los creyentes apunta a Jesús como origen de la salvación. Esa fe viene
proclamada por los creyentes, o mejor, a través de su vida determinada por la fe.
Al comienzo del v. 9 hay una protesta solemne con la que Pablo expresa una vez más sus
peculiares relaciones con Dios. Invoca a Dios como testigo de que en sus oraciones piensa
constantemente en la comunidad romana. Dios conoce sin duda sus esfuerzos por anunciar el
Evangelio. A los ojos de Pablo su ministerio de heraldo es una forma de culto en toda regla. En
12,1 utiliza este concepto para hablar de la nueva forma de culto de los cristianos en la vida
cotidiana (cf. también Flp 3,3). Pablo cumple su servicio de pregonero, a través del cual la
palabra de Dios quiere llegar a los gentiles, siempre como un acto de culto delante de Dios. La
indicación de «en mi espíritu» o «con mi espíritu» no significa por de pronto una interiorización
o espiritualización de este culto. El sentido de la expresión resultaría mucho más claro
traduciendo «a través de mi persona». El ministerio que el Apóstol desempeña, lo realiza
aportando toda su contribución personal.
En sus oraciones Pablo piensa «incesantemente» en la comunidad. Este pensamiento, en el
que se expresa la responsabilidad y preocupación del Apóstol por «todas las Iglesias» (2Cor
11,28), se orienta ahora principalmente a lograr su deseo de visitar la comunidad de Roma. Por
lo demás, Pablo sabe que esto no depende sólo0 ni en primer término de sus planes y propósitos,
sino de «la voluntad de Dios». Este giro no debería entenderse de forma demasiado precipitada
en un sentido edificante. Lo que aquí piensa Pablo es de naturaleza mucho más honda: si en sus
viajes misioneros llega a Roma, con ello no hace más que cumplir la voluntad salvífica de Dios;
pues Dios quiere que su Apóstol proclame sin cesar y por todas partes el mensaje de salvación.

b) Propósito y tema de la carta (Rm. 01/11-17)

11 Pues estoy anhelando vivamente veros, para comunicaros algún don espiritual con el
que quedéis fortalecidos, 12 o mejor, para que, en vuestra compañía, mutuamente recibamos
aliento, por medio de la fe que nos es común tanto a vosotros como a mí. 13 No quiero que
ignoréis, hermanos, que muchas veces me propuse llegar hasta vosotros, para recoger también
entre vosotros algún fruto, al igual que entre los demás gentiles; pero hasta ahora me ha sido
imposible. 14 Yo me debo tanto a griegos como a bárbaros, a sabios como a ignorantes; 15 así
que, por lo que a mí toca, deseo vivamente proclamar el Evangelio también entre vosotros, los de
Roma.

Su deseo de llegarse hasta Roma lo funda Pablo en que podría comunicar a los fieles de
allí algún «don espiritual». Qué entiende en concreto por tal don, no lo dice aquí. Pero en el v. 15
habla claramente de que desearía anunciar también el Evangelio en Roma. De todos modos es en
esta dirección en la que hay que buscar la imagen más precisa que el Apóstol tiene del don que
quiere comunicar. Es siempre un don otorgado por el Espíritu para edificación de la Iglesia de
los creyentes. A lo cual contribuye Pablo con su predicación. Mas semejante colaboración no es
unilateral. Como predicador desea también su propia edificación personal a través de la fe de la
comunidad. Tal propósito no debería entenderse sólo como una manifestación táctica de Pablo a
fin de no aparecer demasiado importuno a una comunidad que todavía no le es familiar. En su
predicación misionera Pablo se ve más bien como un recipiendario. Entre el Apóstol y la Iglesia
median unas relaciones de comunicación.
El verdadero propósito de Pablo, es sin duda, el de «recoger algún fruto» en Roma al igual
que entre los demás gentiles (v. 13). Con ello expone Pablo sus ulteriores propósitos misioneros.
Lo que ahora le arrastra hacia Roma responde a su tarea apostólica. Pablo se debe a todos (v. 14),
cualquiera que sea su procedencia, su grado de formación y la apertura a la predicación de Pablo.
No depende, pues, de su capricho el ir o no ir a Roma. Está bajo la exigencia ineludible del
Evangelio, a cuya disposición se pone por completo. Por lo mismo, Pablo no anuncia una visita
privada, sino su futuro plan misionero que, sin duda alguna, no se limita a Roma sino que se
extiende a todo el occidente del imperio (cf. 15,24). Por este camino quiere también anunciar el
Evangelio en la Iglesia de Roma, no como entre gente que todavía no crea, sino a fin de ganar
apoyo para su causa entre los cristianos de Roma, y desde esa comunidad avanzar hacia el
mundo desconocido de los pueblos gentiles. 16 Porque no me avergüenzo del Evangelio, ya
que es poder de Dios para salvar a todo el que cree: tanto al judío, primeramente, como también
al griego.17 Pues, en el Evangelio, se revela la justicia de Dios partiendo de fe hasta consumarse
en fe, según está escrito. «El justo vivirá de la fe» (Hb 2,4).
Pablo acaba de hablar de su propósito de anunciar el Evangelio también en Roma, y en
seguida empieza con el anuncio en el v. 16; pues, así se debe entender el breve desarrollo
temático de su Evangelio en estos dos versos. También la trama posterior de la carta permite
conocer que Pablo quiere exponer ya ahora su Evangelio sin esperar a encontrarse en Roma. Sus
fórmulas son muy concisas y de un énfasis evidente. Las distintas afirmaciones parciales del v.
16s se conjuntan en el tema «Evangelio». Lo que Pablo entiende por «Evangelio» lo desarrolla
en frases sueltas: «Es poder de Dios... en el Evangelio se revela la justicia de Dios...» Este
desarrollo preliminar del Evangelio paulino define el tema principal de toda la carta.
¿Por qué declara Pablo abiertamente que no se avergüenza del Evangelio? ¿Qué razón
podía tener para avergonzarse del Evangelio? ¿O es que había en la Iglesia romana quienes se
avergonzaban del Evangelio? Si Pablo destaca en seguida el «poder» oculto y representado en el
Evangelio, es evidente que el mismo Evangelio ofrece el motivo de su desconocimiento y hasta
para avergonzarse de él. Aquí hay que recordar lCor 1,18, en que define el Evangelio como «la
palabra de la cruz»: para quienes se pierden es una necedad, mas para quienes son salvados es
poder de Dios. Con ello se expresa la crisis que provoca el Evangelio. Ni por su contenido -que
es la palabra de la cruz-, ni por su proclamación, ni por sus pregoneros, es la imponente y
reveladora fuerza de Dios que arrastra al hombre a su aceptación más que a rechazarlo.
Precisamente a los «griegos» y a los «sabios» (v. 14) el Apóstol debió decirles que no había que
escandalizarse por un Evangelio que no es sino el mensaje de un redentor crucificado. A los ojos
del hombre el Evangelio es algo débil e inerme, pero desde el punto de vista de Dios es poder y
fuerza para salvar. Pablo se ha consagrado a una empresa desesperada -humanamente
desesperada-, cual es que la causa de Dios se imponga realmente entre los hombres. Lo hace, sin
embargo, pasando por ello como un insensato a los ojos del mundo: «Nosotros, insensatos por
Cristo, vosotros, sensatos en Cristo; nosotros débiles, vosotros fuertes; vosotros estimados,
nosotros despreciados» (/1Co/04/10). Pablo presenta su Evangelio como una causa de Dios, no
como una sabiduría humana. Para escucharlo se precisa siempre la misma buena disposición que
para creer. Y se lo ofrece ahora a los romanos porque quiere anunciarles ahora el mensaje de la
acción de Dios.
Al suscitar la fe en el hombre, el Evangelio se muestra como un acontecimiento salvador,
y justamente como la acción poderosa de Dios para redimir a la humanidad prisionera de su
pecado. Mientras el Evangelio proclama esa acción redentora de Dios, esa acción divina se
realiza históricamente en el hombre para su salvación. En la fe experimenta éste la salvación
como una relación nueva con Dios. Pablo entiende la fe no tanto como una condición que el
hombre ha de llenar para obtener la salvación, sino como la forma con que el hombre participa al
presente en la obra salvífica y escatológica de Dios. De acuerdo con esto el Apóstol sabe que
todos los hombres están llamados a salvarse. El universalismo de la salvación es una
consecuencia esencial de su Evangelio. Pese a una cierta ventaja de los judíos en la historia de la
salvación («al judío primeramente»), ahora la llamada del Evangelio se dirige a todos por igual,
judíos y gentiles. Pues, por Jesucristo, cualquier antiguo derecho a la salvación se revela como
transitorio, al tiempo que queda sin vigor. Y es que la salvación se otorga a todos sólo a modo de
don gratuito, sólo por la fe. El acontecimiento de Cristo se expresa en el v. 17 y de una forma que
sorprende a primera vista. No hay duda de que, para Pablo, la muerte y resurrección de
Jesucristo constituyen el núcleo de la realidad del Evangelio; pero el nombre de Jesús, que en los
versículos 1-8 aparece hasta cinco veces, no se menciona para nada en este contexto. No
obstante lo cual, en el v. 17 habla de Jesucristo cuando hace una última referencia fundamental al
Evangelio, pues la justicia de Dios se revela en él.
En la tradición veterotestamentaria y judía la justicia se entiende como el ser y el obrar
adecuados del hombre delante de Dios. De importancia decisiva es la reinterpretación del
concepto que ahora hace Pablo. Según ella, el hombre no puede en modo alguno exhibir ante
Dios su derecho como una exigencia. Si se habla de un ser y de un obrar justos del hombre ante
Dios, esa justicia y derecho no pueden ser otros que el derecho de Dios. Así pues, y para decirlo
brevemente, la justicia de Dios no es más que la acción justa de Dios frente al hombre por la que
crea en éste la justicia. Lo cual sucede en el acontecimiento cristiano, cuya expresión histórica
ponen de manifiesto la muerte y resurrección de Jesús. Pablo desarrolla su mensaje desde la
revelación de la justicia de Dios en el cuerpo de la carta, especialmente en Rm 3,21-26. Aquí, en
1,17, se trata de momento de una primera indicación sucinta del tema.
La «justicia de Dios» quiere decir, por tanto, que en el acontecimiento salvífico
proclamado por Pablo, Dios es el actor y agente por antonomasia. Esto es lo que confirma ahora
directamente con una cita de la Escritura. Pues, si a la fe en Jesucristo hay que atribuirle ese
alcance salvador decisivo, esa fe sólo puede provenir de Dios. Por ello se remite Pablo a la
promesa divina que se encuentra en Hb 2,4b: «El justo vivirá de la fe» Pablo argumenta con la
historia de la promesa a fin de revelar el verdadero y supremo fundamento del acontecimiento
cristiano: Dios. Es Dios quien se afirma plenamente en el mensaje del tiempo actual y, con ello,
en la fe de los creyentes.
..........................

Parte primera

EN EL EVANGELIO ACONTECE LA REVELACION DE LA JUSTICIA DE DIOS


1,18-4,25

En 1,15-17 hemos visto cómo el tema central que preocupa a Pablo es la proclamación del
Evangelio y el consiguiente acontecimiento de la salvación. Y esto es lo que expone la carta, a
renglón seguido, en un doble aspecto:
I. Con el Evangelio se descubre a los hombres su verdadera situación: como humanidad
pecadora han incurrido en la ira de Dios (1,18-3,20).
II. Mas con el Evangelio se les anuncia también y se ofrece a todos los hombres la
salvación, como salvación que Dios hace posible y otorga (3,21-4,25).
Estos dos órdenes de ideas se relacionan entre sí y constituyen una afirmación unitaria.
Para nosotros es muy importante saber que los conceptos de «pecado», «impiedad» e «ira de
Dios» hay que entenderlos en un sentido universal y estrictamente teológico. Según Pablo son
los rasgos que caracterizan la situación de la humanidad en general antes de la revelación de la
gracia de Dios en Jesucristo. Si decimos: «antes de la revelación», no debe entenderse sólo
respecto del tiempo, sino también de la realidad objetiva; ello quiere decir que con ello nos
referimos a todos aquellos casos en que el Evangelio no ha llegado ni ha sido aceptado de hecho.
Del mismo modo las expresiones «impío», «impiedad», harto frecuentes en lo que sigue, no
deberán entenderse como un juicio moral, sino como evocando un estado de cosas anterior a la
revelación cristiana Más erróneo aún sería confundir estas expresiones con lo que hoy
entendemos por ateísmo en sus divessas formas. Esto hay que tenerlo muy en cuenta para las
perícopas que siguen si se quiere entender bien a san Pablo.

I. LA IRA DE DIOS SE REVELA SOBRE TODO PECADO (1,18-3,20)

1. PERSONALIDAD DE LOS HOMBRES


(Rm. 01/18-32)

18 Porque se revela la ira de Dios desde el cielo contra toda impiedad e injusticia de unos
hombres que injustamente retienen cautiva la verdad.

En este versículo no se puede pasar por alto el paralelismo formal que presenta con el
versículo anterior. A dicha analogía con el v. 17 responde el emparejamiento de las dos
«revelaciones», la de la justicia de Dios y la de la ira de Dios en el juicio. Por aquí puede ya
reconocerse que tratará de esta ira como reverso de la justicia divina. Si la ira de Dios sobre el
pecado de los hombres representa el tema de esta sección, en el v. 17 se le ha antepuesto de
forma inequívoca el verdadero tema del Evangelio, en el que «se revela la justicia de Dios». A
partir del Evangelio se detiene Pablo primeramente en el pasado de la humanidad para mostrarle
el espejo en que puede reconocerse con su historia funesta. Así, la predicación de la ira de Dios
no es más que un aspecto de la vasta revelación de Dios en el Evangelio, y que además sólo se
comprende desde el Evangelio. Al igual que la proclamación del Evangelio, también el juicio
airado de Dios acontece en el tiempo presente de los oyentes. Lo que aquí hace el Apóstol
pertenece a su labor de pregonero del Evangelio: descubrir a la humanidad su verdadera
situación y ponerla bajo el juicio de Dios.
La ira de Dios se ejerce sobre todas las perversidades de los hombres. A la luz de la
revelación de Dios en el Evangelio, aparece el pecado del hombre en su auténtica «verdad»,
como la «impiedad» y la «injusticia» humanas. Que el hombre es «impío» no se echa de ver
porque no reconozca expresamente a Dios. La impiedad del hombre, a la que Pablo se refiere, es
más profunda. Que el hombre esté sin Dios significa que está sin el Dios viviente. La existencia
del hombre «impío» es una existencia que termina en la muerte. Su hundimiento en la muerte se
refleja en su conducta y, ante todo y sobre todo, en su alejamiento de Dios. Su impiedad es al
mismo tiempo su injusticia, en cuanto que al separarse de Dios trastorna también el derecho. Y
aquí cabría preguntar: ¿Qué derecho? ¿el de Dios o el del hombre? ¡Uno y otro! porque el
derecho de Dios es también el derecho del hombre. Cuando el hombre obra lo que es justo,
también Dios le da lo suyo. En Dios tiene el derecho del hombre su fundamento más profundo.
El estado de cosas por lo que a la perversión del derecho se refiere, lo pone singularmente de
relieve nuestro versículo: los hombres oprimen la «verdad», es decir, la verdad del ser humano,
en la que se incluye también la coexistencia humana. Esa verdad, contra la que se alzan los
hombres, no es en definitiva otra que la verdad personal del mismo Dios viviente. Y como el
Dios viviente se muestra precisamente ahora en el Evangelio, pues su verdad aparece en éste
como una instancia crítica, a la que el hombre ya no puede escapar.
19 Puesto que lo que puede conocerse de Dios está manifiesto entre ellos, ya que Dios se
lo manifestó. 20 En efecto, desde la creación del mundo, lo invisible de Dios, tanto su eterno
poder como su divinidad, se hacen claramente visibles, entendidas a través de sus obras; de
suerte que ellos no tienen excusa.
Pablo intenta ahora dar un motivo al hecho de la ira antes indicado. Para ello se remonta
un poco más. Recuerda lo conocido y evidente, es decir el conocimiento general de Dios. Se
supone la revelación del Creador en sus criaturas. Lo «invisible» de Dios se reconoce en su
creación, concretamente su «eterno poder como su divinidad». Sin duda que en este pasaje Pablo
está especialmente influido por la espiritualidad helenística de su tiempo, tanto en la selección de
las palabras como en sus imágenes. Esto lo demuestra ya la misma alusión a las propiedades de
Dios, su «eterno poder» y su esencia divina8. Mas no por ello puede afirmarse sin más que Pablo
dependa de una doctrina griega de Dios. La idea de creación apunta más bien y simultáneamente
al trasfondo veterotestamentario y judío de su predicación9.
Sin embargo, Pablo no da en nuestro pasaje una exposición temática del problema del
conocimiento natural de Dios. Piénsese sobre todo que lo que aquí hay que demostrar es la
inexcusabilidad de los hombres. De ahí la importancia de que Dios se manifiesta de hecho, en
cuanto como Creador se ha revelado en su creación, la importancia de que este manifestarse de
Dios no haya llevado a los hombres al reconocimiento de la verdad; es decir, de sus verdaderas
relaciones con el Creador. De este modo la manifestación de Dios se convierte para los hombres
en deuda culpable.
...............
La palabra griega correspondiente a «eterno» aparece en el NT sólo una vez más en Jd 6.
En cuanto a su significado, la pal abra griega aplicada a Dios quiere decir que Dios no tiene
principio ni fin. Tampoco en Israel faltan huellas en favor de una existencia «eterna» de Dios;
pero el concepto pone sobre todo de relieve la fidelidad y constancia de su Dios que actúa en la
historia del pueblo de la alianza.

9. Hay que referirse concretamente a textos como Sab 13,1-9; ApocBar (siríaco) 54.17-19 y
Oráculos Sibilinos 3,6-10. Estos escritos, aun cuando hablan de la cognoscibilidad del Creador
por parte de su creación, permiten a su vez descubrir la influencia que en ellos ha ejercido el
helenismo contemporáneo. Por lo mismo, será necesario entender a Pablo sobre el trasfondo de
una tradición doctrinal judía apocalíptica con influencias helenísticas.
...............
21 Pues habiendo conocido a Dios, no le dieron gloria como a tal Dios ni le mostraron
gratitud; antes se extraviaron en sus varios razonamientos, y su insensato corazón quedó en
tinieblas. 22 Alardeando de ser sabios, cayeron en la necedad, 23 pues cambiaron la gloria del
Dios incorruptible por la representación de una figura de hombre corruptible, de aves,
cuadrúpedos y reptiles.

Todos los hombres son inexcusables ante Dios. En pro de esta tesis aduce ahora Pablo una
segunda razón más concreta: de hecho han conocido a Dios, pero no le han dado la gloria, sino
que pervirtieron el culto divino en un culto a los ídolos.
Del conocimiento de Dios debía seguirse el verdadero culto. Glorificar a Dios y darle
gracias es la forma natural con que el hombre realiza su humanidad delante de Dios, puesto que
se debe a Dios. Mas no es éste precisamente el caso. Con su conducta los hombres se
manifiestan más bien desagradecidos. Si, pese a todo, aún pueden seguir pareciendo «sabios», tal
sabiduría no puede engañar a los hombres acerca de su verdadera situación. Están obcecados, sus
corazones se han hundido en las tinieblas y se han hecho necios. Y esto lo evidencian con su
culto a los ídolos. Pablo tiene aquí sin duda ante los ojos ciertas formas de la religiosidad
pagana. Mas no la considera desde los puntos de vista de la historia de la cultura y de la religión,
sino que la enfoca como una perversión culpable de la verdad. En la idolatría no ocurre sino la
divinización de la criatura.
Las religiones paganas no se explican, pues, como estadios preliminares del verdadero
culto, ni como formas perdidas y ocultas de una relación auténtica del hombre con Dios, sino
como perversión de ellas. Que se reconozca la «gloria del Dios incorruptible» y que se trueque
(v. 25) es una prueba de la necedad de los «sabios». En la «gloria», el Dios creador se vuelve a
su criatura. Es la gloria de Dios que otorga vida y porvenir. Los hombres ocupan su lugar, de
forma caprichosa, con la representación plástica de su corrupción: hombres, aves, cuadrúpedos,
reptiles.

24 Por eso los entregó Dios a la impureza, a causa de los deseos de su corazón, hasta tal
punto que ellos mismos deshonraron sus propios cuerpos, 25 ya que habían trocado la verdad de
Dios por la mentira, y habían reverenciado y dado culto a la criatura en lugar del Creador, el
cual es bendito por los siglos. Amén.

Que los hombres en su obcecación y necedad hayan abandonado al verdadero Dios y se


hayan entregado a las vanidades, no es una «necedad» perdonable, sino una culpa grave. Así
viene sobre ellos el juicio severo de Dios, y ya en su misma acción pecaminosa, Dios los ha
abandonado; lo cual no es desde luego un signo de la resignación de Dios frente al capricho del
hombre, sino expresión de su acción justiciera. El Dios al que niegan su obediencia de criaturas,
al que desconocieron y rechazaron, ese mismo Dios los entrega a su propio desvarío, de tal
manera que su demencia empezó a desfogarse en ellos mismos.
De hecho cabía esperar que la «impureza» y la «deshonra de los cuerpos» apareciesen en
el capítulo del deber junto con el culto de los ídolos antes mencionados. Y, en efecto, según la
idea corriente en el judaísmo, una y otra, la idolatría y la perversión del orden moral,
principalmente el desorden sexual, aparecen unidas. Al culto de los ídolos sigue como
consecuencia natural la perversión moral 10. Este estado de cosas, típicamente pagano según la
concepción judía, lo denostaba el judaísmo principalmente por motivos apologéticos. Por ello se
destacaban con singular énfasis la fe veterotestamentaria y judía en Dios y el comportamiento
moral del «justo». Pablo no afronta directamente esta conexión, sino que empieza por
demostrar la culpa de la humanidad, y de modo concreto por la perversión de la «verdad de
Dios». De ahí proceden todas las deficiencias morales. De la negativa de los hombres frente a
Dios se siguen todas las otras culpas, y este continuar pecando pone cada vez más de relieve que
los hombres se encuentran bajo el juicio de la ira de Dios. El pecado radical de los hombres
consiste, pues, en haber rechazado la «verdad de Dios». Los hombres debían haber encontrado la
verdad en el reconocimiento de su verdadero Creador y en no desplazarle caprichosamente
dando su puesto a la criatura.
...............
10. En este contexto hay que referirse una vez más al libro de la Sabiduría. En /Sb/14/22-
31 se expone cómo los hombres han llegado al desenfreno moral a través de la idolatría.
...............
26 Por eso, los entregó Dios a pasiones que envilecen: así, hasta sus mujeres cambiaron el
uso natural por el que es contra naturaleza: 27 igualmente los hombres también, dejando el uso
natural de la mujer, se abrasaron en su lascivia los unos hacia los otros, cometiendo torpezas
varones con varones, y recibiendo en sí mismos la debida retribución a su extravío.

Pablo empieza por repetir aquí el comienzo del v. 24 Con ello adquiere un renovado
énfasis la manifestación del juicio en el hecho mismo de que los hombres hayan pervertido la
creación. De una forma más detallada y categórica que antes describe ahora esa perversión como
un capricho sexual de los hombres.
No es ciertamente casual que el Apóstol demuestre la perversión moral de los hombres con
el ejemplo del desenfreno sexual. Sin duda que ha debido encontrar abundante material de
prueba en las costumbres de su tiempo. Y Pablo intenta explotarlo para sus propósitos de
predicador. Su juicio sobre los desórdenes señalados hay que entenderlo desde el trasfondo de las
concepciones de su tiempo y de su ambiente. Los coetáneos del Apóstol, de formación
helenística, conocían perfectamente los postulados éticos, para los que se encontraba un
fundamento en una ley obligatoria, análoga a la ley natural. Pero, junto a la exigencia de vivir
conforme a la naturaleza, aparecía siempre, como perfectamente compaginable, un afán
individualista por alcanzar una experiencia de felicidad, y por lo mismo el placer sexual más o
menos sublimado. Sin duda que en tiempos del Apóstol existía también una crítica contra los
excesos de la sociedad. Pero esa crítica permanecía fundamentalmente vinculada a la idea de
naturaleza. El juicio de Pablo, por el contrario, está determinado por la idea de creación. Si
externamente puede decirse que sigue la crítica de la apologética judía a las manifestaciones
paganas, la verdad es que no las afronta de un modo puramente ético. Pablo ve en esas
manifestaciones el fundamento de toda la perversión humana: el hombre ha olvidado que
Creador y criatura no pueden intercambiar sus papeles. De ahí que ahora, frente a los hombres
que se han olvidado de Dios, el Creador se revele entregándolos a sus pasiones, y recibiendo
éstos en sus deseos brutales la «merecida retribución». En consecuencia, Pablo ve ya operando
en la historia de la humanidad la «ira de Dios» (v. 18). En el presente, y en concreto con la
predicación del Evangelio, se revela la «ira de Dios» con su trascendencia escatológica.

28 Y como no se dignaron retener el cabal conocimiento de Dios, Dios los entregó a una
mentalidad reprobada, a realizar lo que no deben: 29 están repletos de toda suerte de injusticia,
de malicia, de codicia y de maldad; llenos de envidia, de homicidios, de riñas, falsía y mala
entraña; son difamadores, 30 calumniadores, aborrecedores de Dios, insolentes, soberbios,
fanfarrones, maquinadores de maldades, rebeldes a sus padres, 31 insensatos, desleales, sin
afecto, sin compasión.

Una vez más recuerda Pablo los fallos fundamentales de los hombres en los que
desembocan sus relaciones inadecuadas con Dios. Han reconocido ciertamente a Dios (v. 21),
pero le han negado la gloria que le corresponde como a Creador, perdiendo de vista la relación
esencial de su vida (eso es lo que significa el reconocimiento de Dios).
La acción judicial de Dios sobre los hombres penetra ahora toda la conducta de éstos. Y a
esa luz la humanidad entera tiene que aparecer necesariamente como una generación perversa.
Tal es el sentido del catálogo de vicios que Pablo aduce aquí 11. Mientras unas líneas antes
detallaba las manifestaciones antinaturales de la sexualidad, ahora teje una lista de actitudes y
conducta erradas. En ellas se cumple con necesidad irremediable el juicio de Dios. Eso es lo que
Pablo quiere probar; de ahí que no se pregunte si el hombre solamente obra mal o si sigue
habiendo siempre algo bueno en su acción. Como aquí no le interesa investigar teóricamente y
resolver en ese terreno la cuestión moral como tal, como ni tampoco la posibilidad de llevar una
vida moralmente buena, no encontraremos una respuesta satisfactoria a tales problemas. Esa
respuesta no se da ciertamente en Pablo ni en su visión supuestamente incompleta, sino que
interesa más bien a quien plantea la cuestión en un sentido que no encaja con el del kerygma
paulino. Pues, lo que aquí mueve a Pablo es la «verdad de Dios», y ésta apunta expresamente a
la posición de la humanidad entera: delante de Dios todos son pecadores. Esto es lo que deben
decirse todos los hombres. Por eso no tiene ya sentido preguntarse si alguien es más o menos
pecador. Con esta interpretación no es necesario ya precisar y explicar con detalle cada uno de los
veintiún conceptos que forman la lista de las deficiencias humanas. Como quiera que sea, Pablo
no se preocupa aquí de dar un cuadro completo histórico, cultural y ético de su tiempo.
...............
11. Catálogos de vicios parecidos se encuentran en Rm 13.13; 1Co 5,10s; 6,9s; 2Co 12,20s;
Ga 5,19-21 (al que en 5,22-23 se contrapone un catálogo de virtudes); Ef 4,31; Col 3,5.8; 1Tm
1,9-10; 2Tm 3,2-5; Tt 3,3. Catálogos de este tipo se dan también, fuera del Nuevo Testamento,
en los clásicos de la ética antigua, los estoicos. Mas Pablo no depende directamente de ellos sino
mas bien de posiciones judías en las que se deja sentir la influencia estoica, como podemos
reconocer especialmente en Sb 14,22-26; 4M 1-3 (sobre todo 1,27; 2.15) y en Filón.
...............
32 Los cuales, aun conociendo bien el veredicto de Dios, a saber, que son dignos de
muerte los que practican tales cosas, no sólo las hacen ellos mismos, sino que hasta aplauden a
quienes las practican.

Para terminar su acusatoria intenta el Apóstol darle una última condensación: todos éstos
que conocen las exigencias de los derechos de Dios -lo que quiere decir, que pecan a sabiendas
de que hay de por medio una sentencia capital- obran así a pesar de todo; pero no sólo actúan así
personalmente, sino que además asienten y aprueban a quienes tal hacen. En esta forma de
conspiración secreta o abierta contra su Creador se manifiesta finalmente la culpa de toda la
humanidad. Pablo no excusa ni defiende nada de cuanto antes ha expuesto, sino que lo pone todo
en el capítulo del debe. Aquí se evidencia que el anuncio del juicio que proclama el Apóstol no es
un informe desapasionado sobre el estado general de la humanidad delante de Dios. En su
predicación Pablo se convierte en el abogado de Dios. Pero al propio tiempo con la proclamación
de su Evangelio llega ya el juicio. Dios es juntamente acusador y juez. El Apóstol da entrada ya
ahora en su Evangelio a esta doble función. (_MENSAJE/06.Págs. 5-45)

2. EL PECADO DE LOS JUDÍOS (2,1-3,20)


En la sección precedente (1,18-32) flotaba ocasionalmente la idea de que había sido
pensada de modo particular para describir el pecado de los paganos. La impresión se debe, sin
duda, al hecho de que Pablo recurra en su exposición a las ideas del judaísmo de su tiempo sobre
el mundo pagano y su corrupción, sin que por ello adopte la interpretación judía latente en tales
imágenes. Pues, si bien en esta descripción de la condición pecadora del hombre tiene sobre todo
ante los ojos la imagen de los vicios paganos, en conjunto su argumentación tiende a establecer
la culpa de toda la humanidad delante de Dios. A fin de precaver contra la impresión de que el
judío está excluido de esta descripción de la humanidad pecadora y de que se encuentra en
mejores condiciones que el gentil frente al juicio de la ira de Dios, Pablo se vuelve ahora
expresamente contra la presunción de ser justo, tan propia del judío. A la luz del Evangelio, ésta
aparece como el pecado típicamente judío. Pero el judío a quien Pablo se dirige aquí de modo
particular, no hay que verle sólo como al representante de un pueblo determinado, sino como
figura del hombre en general, en cuanto que éste siempre podría encontrar un motivo de disculpa
frente a] juicio de Dios. De este dato se deduce algo que vamos a subrayar una vez más; a saber,
que el Apóstol habla del judío como del gentil en un sentido estricto y exclusivamente teológico.
La exposición de Pablo consta de cinco partes que acaban resumiéndose en un solo punto: «No
hay quien sea justo, ni siquiera uno solo» (3,10).

a) Presunción de los que juzgan a los demás hombres


(Rm. 02/01-16)

1 Por lo cual, no tienes excusa, oh hombre, quienquiera que seas,


que te eriges en juez. Pues en aquello por lo cual juzgas al otro, te
condenas a ti mismo, ya que tú, que te eriges en juez, practicas
aquellas mismas cosas. 2 Bien sabemos que el juicio de Dios recae
realmente sobre quienes tales cosas practican.

Pablo habla directamente al «hombre», reprochándole lo que le es específico: que te


eriges en juez. Teniendo en cuenta el material expositivo pagano de la descripción
precedente, resulta natural ver en el hombre que juzga al judío, y en el otro al que aquél
juzga, al gentil. De hecho Pablo tiene aquí ante los ojos al judío, aun cuando no lo diga de
forma explícita. El judío aparece aquí como el prototipo del hombre que juzga a los demás.
Ahora el Apóstol entra en juicio con el judío, que se cree justificado a sus propios ojos. El
judío piensa que al menos el reproche de idolatría y de relaciones sexuales contra
naturaleza no le afecta en la misma medida que al gentil. Pero, pese a que condena tales
desenfrenos, en el fondo el judío no es mejor que quien practica tales cosas.
El judío podría ufanarse frente a los paganos por el conocimiento de Dios que posee,
como parece indicar, por ejemplo, Sb 15,1: «Pero tú, oh Dios nuestro, eres benigno y
veraz...» Y más adelante: «A nosotros no nos ha inducido a error la humana invención de
un arte mal empleado, ni el vano artificio de las sombras de una pintura, ni la efigie
entallada y de varios colores» (v. 4). No es que el judío no tuviera conciencia de sus
pecados, pero en definitiva sabía que habían sido eliminados por la «magnanimidad» y
«misericordia» de Dios: «Aun si pecamos, tuyos somos, sabiendo como sabemos tu
grandeza; pero no pecaremos sabiendo que somos considerados como tuyos» (Sb 15,2).
Sin duda que esta confesión del judío piadoso es plenamente sincera y religiosa. No
obstante, aun en ella puede reconocerse la jactancia del fariseo que se considera justo y
que encontramos en Lc 18,11: «¡Oh Dios!, gracias te doy por que no soy como los demás
hombres: ladrones, injustos, adúlteros. . . »
De lo que se deduce claramente que con la descripción del judío que juzga a los otros
Pablo pone de relieve uno de los rasgos esenciales del judaísmo de su tiempo. Mas no le
interesa trazar una caracterización, sino quitar de enmedio la ventaja que el judío esgrime
frente al gentil. Y Pablo arriesga la afirmación audaz de que el judío, que juzga y condena a
los otros, hace lo mismo que los gentiles. Lo cual requiere una explicación. No quiere decir
que practique los mismos vicios o infamias morales, sino que el judío no es mejor en nada.
También el judío, aun consciente de sus ventajas -ventajas de tipo institucional o ético-
debe tener en cuenta su condición de criatura.
Que quien se sienta para juzgar olvida fácilmente que también será juzgada su propia
conducta, es algo que responde a la experiencia humana de todos los días. Es justamente
esa falta de memoria sobre la que Pablo llama la atención para demostrar así la
inexcusabilidad de los judíos. Por aquí puede ya echarse de ver en qué consiste para Pablo
el verdadero pecado de los judíos y del hombre en general: a saber, en su arrogancia y en
su presunción de ser justo. Cuando el hombre se tiene por justo, la justicia de Dios no tiene
nada que hacer.

3 ¿Piensas, oh hombre, que te eriges en juez de quienes practican


tales cosas, a pesar de que tú mismo las haces, que vas a escapar al
juicio de Dios? 4 ¿O es que menosprecias la riqueza de su bondad y
de su paciencia y de su longanimidad, al no reconocer que esta
bondad de Dios intenta llevarte a la conversión? 5 Pero, por tu dureza
y tu impenitente corazón, te estás acumulando ira para el día de la
ira, cuando se revele el justo juicio de Dios, ...

Pablo quiere descubrir al judío su verdadera situación: no está precisamente justificado y


por ello no escapará al juicio de Dios. Para redargüir al judío pone de relieve una vez más
en el v. 4 que su confianza en la bondad, magnanimidad y paciencia de Dios es una
audacia, ya que la bondad de Dios no le induce a conversión.
Conversión ¿hacia qué? ¿En el sentido tal vez de una vuelta a la alianza y a los
mandamientos de Dios? Puesto que Pablo describe la condición pecadora de los judíos y
de todos los hombres desde el punto de vista del Evangelio, el propósito de la «bondad de
Dios» no puede interpretarse como un retorno a la antigua alianza renovada, sino
justamente hacia el viraje decisivo y escatológico que se realiza con la fe en Cristo. Pero
los
judíos han respondido con obstinación y con un corazón impenitente a la oferta de
salvación escatológica que Dios les ha hecho en Jesús.
Este es el verdadero pecado de los judíos, que en opinión de Pablo ha tenido numerosos
precedentes en la historia del pueblo de Dios, transgresor una y otra vez de la alianza. En
su comportamiento desleal dio Israel pruebas constantes de su dureza de corazón frente a
las promesas de Dios, que tendían a la revelación de su justicia. A la luz del Evangelio se
pone de manifiesto que el endurecimiento israelita contra las promesas de Dios llega a su
máxima obstinación al rechazar el Evangelio. Este pecado justifica también, en último
término, la cólera de Dios contra ellos en el «día de la ira» (cf. 1,18 y 2,16).

6...«el cual retribuirá a cada uno según sus obras» (Sal 62,13): 7 a
quienes, siendo constantes en el bien obrar, buscan gloria, honra e
inmortalidad, les dará vida eterna; 8 pero a quienes, obstinándose en
la rebeldía y resistiendo a la verdad, se entregan a la perversión, los
hará objeto de ira y furor. 9 Tribulación y angustia para todo hombre
que se entrega al mal: tanto para el judío, primeramente, como
también para el griego. 10 Por el contrario, gloria, honra y paz a todo
el que practica el bien: tanto para el judío, primeramente, como
también para el griego.

En el juicio de Dios cuenta la misma medida para todos: a cada uno se le recompensará
según sus obras. Esta medida la establece Pablo de acuerdo con el tenor literal del Sal
62,13. De esa máxima de la Escritura no tanto se deduce un despersonalizador principio de
retribución establecido por Dios, sino más bien la sujeción de todos los hombres al único
juicio de Dios. Todos los hombres tienen conocimiento de tal medida; saben que lo que
importa es hacer las obras de Dios y que, de conformidad con ello, cada uno ha de esperar
la «vida eterna» o «ira y furor». Pablo pretende recordar aquí este conocimiento general y
la esperanza consiguiente. Para ello repite -con un propósito claro de impresionar- la suerte
contrapuesta de quienes obran mal y de los que obran bien, en los v. 9 y 10. Si Pablo pone
aquí ante los ojos el juicio según las obras, lo hace ciertamente no sólo para recordar un
principio ideal, sino con el fin de poner en claro, mediante la contraposición de la «vida
eterna», la «gloria», la «honra» y la «paz», de una parte, y de otra la «ira y furor», la
«tribulación» y la «angustia», aquello que cada uno puede ganar o perder ante el juicio de
Dios.
En estos versículos tampoco puede pasarse por alto que Pablo pretende dirigirse aquí de
modo particular a los judíos. Es sobre todo desde la primitiva experiencia misionera
cristiana con los judíos como las expresiones empleadas aquí adquieren todo su
significado. A este respecto son precisamente los judíos los que se han manifestado como
los litigantes, como los contradictores que recusan la obediencia de la fe a la verdad del
Evangelio. También por ello les alcanzará la ira de Dios antes que a los gentiles.

11 Pues no hay acepción de personas ante Dios.

En todo este contexto Pablo quiere establecer que todos los hombres son pecadores y
todos están necesitados de la salvación de Dios. Con la máxima del v. 11 subraya una vez
más la validez universal de la acción de Dios frente a todas las pretensiones del judío. Este
v. 11 enlaza con los v. 1-3: en este orden de cosas el judío no está en mejores condiciones
que el gentil. Con ello se mantiene la tensión entre la primacía del judío en la historia de la
salvación y la universalidad del pecado. En esta tensión debemos ver, con el Apóstol, que
Dios con su acción escatológica en el Evangelio no olvida sin más la historia de los
hombres, sino que somete a juicio todas sus peculiaridades logradas en el curso de la
historia.

12 Efectivamente, cuantos sin ley pecaron, sin ley perecerán, y


cuantos dentro de la ley pecaron, por medio de la ley serán juzgados.
13 Porque, ante Dios, no son justos los que meramente oyen la ley;
sino que los cumplidores de la ley serán justificados.

Ahora, los versículos 12 y 13 vuelven una vez más al tema de la universalidad del juicio,
enfocando concretamente el empecinamiento con que los judíos se aferran a su ley. La no
acepción de personas (v. 11) significa aquí también que no hay una acepción de la ley. La
ley no protege del juicio. Por ello los gentiles, que estaban sin ley y sin ella pecaron, se
pierden también sin la ley. En ese sentido, y a su manera, Pablo puede estar de acuerdo
con los judíos. Mas también los judíos, que poseen la ley -y que por ello conocen las
órdenes de Dios-, serán juzgados por la ley, lo cual quiere decir aquí que serán
condenados. Pues -agrega Pablo a modo de aclaración- no son los oyentes de la ley los
que son justos delante de Dios, sino que serán justificados los «cumplidores de la ley».
Es éste el primer pasaje de la carta a los Romanos en que Pablo utiliza la palabra
«justificar». Por el contexto resulta claro que se trata de una terminología forense; cosa que
es preciso no perder de vista para comprender el concepto en el contexto inmediato.
¿Cómo es que Pablo llega en el v. 13 a poner de relieve con tanto énfasis la importancia
de la acción humana, y con ella el cumplimiento de la ley, cuando por otra parte proclama
«que el hombre no se justifica por las obras de la ley, sino solamente por la fe en
Jesucristo» (Gál 2,16)? ¿No aparece en este pasaje de la carta a los Romanos, como en la
acentuación del juicio según las obras, que hemos visto en los versículos precedentes, un
resto todavía no reelaborado del pensamiento judío? Esta solución apenas puede satisfacer
cuando se tiene en cuenta todo el entramado de la predicación paulina. Rom 2 no presenta
una predicación del juicio independiente y yuxtapuesta al anuncio de la justificación, sino
más bien la predicación de Pablo sobre el juicio en el contexto de la justificación. Quiere
demostrar la severidad y universalidad del juicio de Dios, para sobre ese fondo destacar
con mayor relieve el cambio que el acontecimiento cristiano ha introducido en la salvación.
La máxima contenida en el v. 13, perfectamente judía en su significación, está superada por
la nueva posibilidad que se ha abierto en el Evangelio.

14 Y así, los gentiles, que no tienen ley, cuando cumplen por


naturaleza lo que ordena la ley, a pesar de no tener ley, ellos mismos
son su ley. 15 Ellos dan prueba de que la realidad de la ley está
grabada en su corazón, testificándolo su propia conciencia y los
razonamientos con que se acusan y defienden recíprocamente. 16 Así
se verá en el día en que, según mi Evangelio, Dios juzgue las
interioridades de los hombres por medio de Jesucristo.

La diferencia, real en sí, entre judíos y gentiles queda allanada de cara al juicio de Dios.
En los v. 14 y 15 muestra Pablo una vez más -junto a una divagación que realmente no
continúa la demostración de la condición pecadora de los judíos- que incluso la posesión de
la ley representa una diferencia muy relativa entre judíos y gentiles; pues, si éstos, que no
tienen la ley, cumplen los mandamientos legales impulsados por su propia naturaleza, es
una buena prueba de que quienes carecen de la ley ellos mismos son su ley. El v. 15
desarrolla aún más estas ideas. El ejemplo de los gentiles demuestra que llevan escritas en
sus corazones las obras reclamadas por la ley.
No hay por qué discutir aquí si se trata sólo de una parte de los gentiles, es decir, de
algunos gentiles o del mundo pagano en general; ni es tampoco cuestión de precisar si
hacen todo lo que prescribe la ley mosaica. A Pablo lo que le interesa es la enunciada
supresión de las diferencias entre judíos y gentiles.
Por naturaleza cumplen los gentiles lo que la ley ordena; idea que se corresponde con la
del v. 15: en sus corazones llevan escritas las obras que impone la ley. Al igual que en 1,19
20, Pablo piensa aquí en la conexión íntima que vincula la criatura a su Creador. Es en la
realidad de la creación en la que descansa, por consiguiente, la posibilidad de que los
gentiles obren el bien como algo que la ley prescribe de forma positiva. Mas no deja de
sorprender que Pablo hable de que los gentiles cumplen así realmente; pero es evidente
que ello no afecta al estado general de pecado en que se encuentran los gentiles.
Junto con las exigencias de la ley escritas en el corazón, también la conciencia
desempeña una función de testigo. Es evidente que los «razonamientos con que se acusan
y defienden recíprocamente» hay que entenderlos aquí como una explicitación del
testimonio de la conciencia. La conciencia es, pues, una realidad que no se discute a los
gentiles. Su existencia se demuestra en que los gentiles no viven sin ley; mejor dicho, en
que «ellos mismos son su ley». La ley escrita en su corazón la experimenta el hombre
como
la voz de su conciencia. La conciencia es, por tanto, algo así como el lugar en que el
hombre acoge el precepto de Dios.
JUICIO/HOY: A modo de conclusión, Pablo vuelve a recoger la idea, expresada ya en el
v. 5 acerca del juicio que espera al judío, para poner una vez más a gentiles y judíos bajo el
juicio de Dios. El día en que se celebre el juicio, el «día de la ira» (v. 5), es el día final en
que acabará la actuación del hombre y se le exigirán cuentas de todas sus obras. Para
Pablo aquel «día» no es una fecha que haya que esperar para un futuro lejano, sino que es
una fecha escatológica que irrumpe ya en el presente. Y es que los acontecimientos últimos
han empezado ya con Jesucristo. Por lo dicho en 1,18 ya no es posible separar el juicio
airado de Dios de los acontecimientos escatológicos que condicionan el momento presente,
y retrotraerlo hasta un futuro indefinido. Precisamente la aclaración de que el juicio llega
«por medio de Jesucristo», «según mi Evangelio», da a entender que el juicio ya está en
marcha al presente. El Evangelio que Pablo proclama afirma ante todo que la historia de la
humanidad, cualquiera sea el modo en que se manifieste, está bajo el juicio de Dios.
...............................

b) Falsa seguridad del judío


(Rm. 02/17-29).

17 Pues si tú, que llevas el nombre de judío, y descansas seguro


en la ley, y te sientes ufano de tu Dios; 18 que conoces su voluntad, y
sabes apreciar, instruido por la ley, lo que es mejor, 19 y que estás
convencido de que tú eres guía de ciegos, luz de los que están en
tinieblas, 20 instructor de ignorantes, maestro de niños, que posees
en la ley la expresión misma del saber y de la verdad...

Pablo continúa enfrentándose con el judío, y más en concreto con sus pretensiones y
ventajas. En toda la sección puede advertirse un esfuerzo por no burlarse a la ligera del
judío y por no aplastarlo con una acusación cerrada. Pablo contempla la situación del judío
con una visión matizada; teniendo en cuenta la historia de la salvación, es un hecho
manifiesto que no se puede negar un «primeramente» del judío frente al gentil.
Una enumeración en forma de lista, empieza con la alocución directa al judío que se jacta
del nombre mismo de judío, pues van anejas a tal denominación determinadas
pretensiones. Pablo empieza por dejar al judío en la conciencia de su propia estima sin
ironías de ningún género, para después atraparle de forma irremediable en su culpa real. El
timbre supremo de gloria lo tiene el judío en la ley. Todo lo demás, descrito en los v. 17-20,
no es más que el desarrollo de esta afirmación central. Con la posesión de la ley el judío se
asegura a Dios. Se siente ufano de su «Dios» con una cierta naturalidad, pues con la ley
tiene en sus manos el documento de la alianza divina. Por la ley conoce la «voluntad» de
Dios, aprendiendo así a juzgar lo que más importa. Y como conocedor de la voluntad
divina
por medio de la ley, entiende, penetra y tiene respuesta para las distintas situaciones de la
vida.
En el v. 19 hay un cambio de orientación en el recuento de los títulos gloriosos del judío,
apuntando en concreto hacia aquellos para quienes el judío debe ser algo, es decir, hacia
los gentiles. Se da por supuesto que todo aquello que el judío pretende poseer, no sólo
está destinado a los mismos judíos, sino también hacia quienes carecen de tales cosas.
Eso lo sabe el propio judío, de ahí que también él intente ganarse a los gentiles para la ley
y quiera hacer prosélitos. Los cuatro rasgos de los v. 19s describen con giros formulistas la
pretensión dirigente del judío: se considera guía de los ciegos, luz que alumbra en las
tinieblas, educador de los ignorantes y maestro de los menores de edad. Pablo utiliza aquí
la tradición veterotestamentaria y judía.
Hay que recordar una frase de Mt 15,14, donde Jesús dice de los fariseos: «son ciegos
que guían a otros ciegos». Que los «guías de ciegos» estén también privados de la vista
agudiza la situación funesta en que se encuentra Israel.
De hecho el judío sólo puede justificar tales pretensiones si, como asegura el v. 20b a
modo de conclusión, tiene «en la ley la expresión misma del saber y de la verdad». Con
ello
señala Pablo el núcleo del que se derivan los privilegios judíos. Como al principio del v. 17
aparecía la ley cual expresión de la conciencia judía, así aparece también en el v. 20, que
cierra este largo período. Por lo demás, Pablo utiliza los mencionados privilegios y
pretensiones en un sentido contrario, no para establecer y confirmar la posición
privilegiada
del judío, sino para poner más de relieve su inexcusabilidad.

21 Pues bien: tú que enseñas a otro, ¿no te enseñas a ti mismo?


Tú que predicas no robar, ¿robas? 22 Tú que dices que no hay que
cometer adulterio, ¿lo cometes? Tú que abominas de los ídolos,
¿saqueas sus templos? 23 Tú que te sientes ufano de la ley,
¿deshonras a Dios con la transgresión de la ley? 24 Pues, según está
escrito, «el nombre de Dios es blasfemado entre los gentiles a causa
de vosotros» (Is 52,5).

Con el v. 21 subraya Pablo el «tú, que enseñas a otro»... enlazando así con el motivo de
jactancia del judío al que antes se ha referido de forma explícita. Con el «enseñar» reasume
el título de «maestro de niños» del v. 20, para desarrollar ad absurdum la pretensión del
judío. Tú, con todo y enseñar a los otros, ¿no te instruyes a ti mismo? Aquí se echa ya de
ver claramente adónde apunta Pablo: a desenmascarar la presunción de justicia del judío
invalidando así sus pretensiones. Remata con la misma fórmula estilística las tres frases
siguientes. En cada una de las tres preguntas menciona un pecado grave, por no decir un
verdadero crimen: proclamas que no hay que robar ¿y robas? Dices que no hay que
cometer adulterio ¿y lo cometes? Aborreces a los ídolos ¿y practicas el expolio de los
templos? Con esto último se señala una contravención singularmente grave. Los motivos
de
un judío para despojar un templo pagano podían ser de diversa naturaleza. Pablo sólo
señala aquí que la abominación que el judío ve en los ídolos pasa a la actuación y actitud
abominable del propio judío.
El v. 23 constituye una síntesis. La expresión clave es la transgresión de la ley. Con ella
aflora la contradicción que media entre la actitud jactanciosa del judío, que se funda en la
posesión de la ley, y su conducta práctica, que se define de forma clara y tajante como una
transgresión de la ley. Con ello se pone de manifiesto cuál es en definitiva la culpa del
judío: deshonra a Dios, lo que quiere decir que no observa el mandamiento primero y
fundamental del decálogo: hacer que Dios sea totalmente Dios.
Puesto que el nombre de Dios es blasfemado entre los gentiles, concluye Pablo
apoyándose en una cita de la Escritura. Dada la idea que tienen de sí mismos y dada su
conciencia misionera, la conducta de los judíos debía llevar al reconocimiento de Dios
entre
los gentiles. Pero aquí ocurre justamente lo contrario: el comportamiento judío es causa de
que se blasfeme el nombre de Dios entre los paganos.

25 La circuncisión, desde luego, tiene su valor si observas la ley;


pero si eres transgresor de la ley, el estar circuncidado viene a ser
como si no lo estuvieras. 26 Por el contrario, si el no circuncidado
observa las prescripciones de la ley, su incircuncisión ¿no le ha de
valer como circuncisión? 27 Más aún: el que físicamente no está
circuncidado pero cumple la ley, te juzgará a ti, que, a pesar de la
letra de la ley y de la circuncisión, eres transgresor de esa ley.

Pablo empieza, como siempre que se dirige a tales interlocutores, por discutir
precisamente el problema de la circuncisión: pues, por lo que se refiere a la circuncisión,
sólo te aprovecha si observas la ley. Supone el Apóstol una conexión intrínseca entre ley y
circuncisión. Lo mismo ocurría ya en la carta a los Gálatas. Según Gál 5,3, todo hombre
que se deja circuncidar se compromete a «cumplir» la ley. Que la circuncisión sólo
aprovecha cuando se cumple la ley es «un principio que los doctores del rabinismo habrían
rechazado, pues para ellos la circuncisión como tal tenía fuerza para librar a todo israelita
del fuego del gehinnom y para convertirle en hijo del mundo futuro». La circuncisión se
entendía casi como un principio de salvación, porque representa, por sí sola, una parte
esencial del cumplimiento de la ley. Pablo no procede ciertamente ajustándose con detalle
al punto de vista judío. Mas su reproche apunta a la seguridad de la salvación que el judío
afirma, tanto por motivo de la circuncisión como de la ley. Lo que Pablo pretende es
justamente sacudir esta seguridad del judío al referirse de modo explícito al principio que
rige el mundo legal: la ley obliga a la práctica. Pero, por lo que a la acción se refiere, Pablo
ha establecido en la perícopa precedente que el hombre es un transgresor de la ley. «Pero,
si eres transgresor de la ley, el estar circuncidado viene a ser como si no lo estuvieras» (v.
25b); es decir, que nada te aprovecha la circuncisión, y no representa más que un vano
motivo de jactancia.
Lo que a Pablo interesa es remover de bajo los pies del judío el terreno de la falsa
seguridad en que se mueve. Por ello da ahora un paso más reasumiendo el enfrentamiento
con los gentiles al que ya se había referido en los v. 12-15. Allí incluso había podido
atribuir
a los gentiles, como gente «sin ley» por naturaleza, cierta observancia de la ley, que pone
de manifiesto que llevan escrito en el corazón lo que la ley exige (v. 15). Ahora bien, si los
incircuncisos cumplen de hecho las prescripciones jurídicas de la ley, ¿no atribuye el v. 26
a los incircuncisos todo aquello que la circuncisión convierte en título de honor? Pablo
piensa aquí sin duda en las promesas ligadas a la circuncisión. Le gustan las paradojas y
por ello su fórmula, quizás un poco retorcida, de que la incircuncisión se les imputa como
circuncisión. Quizás habría que decir con mayor exactitud: la observancia práctica de la ley
se les imputa como una circuncisión.
De este modo, y según el v. 27, los gentiles que «por naturaleza» son incircuncisos y que
no obstante cumplen la ley, acabarán por juzgar a los judíos, en razón del cumplimiento
objetivo de la ley, los cuales se muestran como transgresores de la ley, pese a tener la letra
de la misma y la circuncisión. Con ello, las relaciones entre judío y gentil, establecidas en
2,10, se invierten por completo. Como pasaje paralelo de los Evangelios se nos presenta Mt
12,41 ( = Lc 11,32; Q): «Los habitantes de Nínive comparecerán en el juicio con esta
generación y la condenarán.»

28 Porque no es judío el que lo es en lo externo, ni es circuncisión


la que se ve en lo externo, en la carne; 29 al contrario, es verdadero
judío quien lo es interiormente, y la verdadera circuncisión es la del
corazón, hecha según el espíritu, no según la letra. Un judío así
recibe alabanza, no de los hombres, sino de Dios.

Los versículos 28-29 representan una conclusión necesaria y general de todo el


desarrollo precedente. Se trata del verdadero judío. Y no es «judío» en realidad el que lo es
sólo en lo exterior, sino más bien quien lo es en lo oculto. Este juicio lo deduce Pablo del
contraste precedente entre circuncisión e incircuncisión. De ahí su formulación paralela al
principio acerca del verdadero judío: la verdadera circuncisión no es la que se muestra en
la carne y puede exhibirse externamente, sino «la circuncisión del corazón».
Esta conclusión final no deja de sorprender desde el punto de vista de toda la sección. Lo
que realmente cabía esperar al final del capítulo era la condena del judío; supuesto todo lo
anterior, habría que decir que el judío no es mejor que los gentiles. Realmente había que
esperar una conclusión en el sentido de afirmar la condición general pecadora, de la que
Pablo quiere hablar. En lugar de eso, ahora habla del contraste entre el judío verdadero y el
falso.
Mas ¿puede hablarse de hecho del «verdadero judío» en la época anterior a Cristo y
bajo el pecado? Se ve cómo Pablo al afrontar la cuestión del «verdadero judío» va más allá
del contexto precedente. Es evidente que sus afirmaciones sobre la condición universal de
pecadores, en la que veía incluidos también a los judíos, se entrecruzan ahora de una
forma intencionada con una visión que anticipa el nuevo orden de la pertenencia a Cristo,
en el que se realiza de una forma efectiva «la circuncisión del corazón».
Ya en el Antiguo Testamento hablaron los profetas de la circuncisión del corazón. En Ez
44,7.9 el concepto permanece aún dentro de los estrechos límites del judaísmo: todavía se
identifican un «corazón incircunciso» y una «carne no circuncidada». La crítica se anuncia
en Jeremías: «Circuncidados para Yahveh y separad el prepucio de vuestro corazón» (4,4).
«Si todas las naciones son incircuncisas según la carne, toda la casa de Israel es
incircuncisa de corazón» (9,26). Si el contraste entre la circuncisión externa y la
circuncisión
del corazón es perfectamente corriente en el pensamiento veterotestamentario y judío, no
es menos cierto que en Pablo adquiere una nueva dimensión. Así, en Flp 3,3 proclama en
tono polémico: «Pues nosotros somos la circuncisión, los que practicamos el culto según el
Espíritu de Dios y nos gloriamos en Jesucristo, y no ponemos nuestra confianza en la
carne, aunque yo pudiera poner confianza también en la carne. Si algún otro cree tener
razones para confiar en la carne, yo mucho más.» A los ojos de Pablo resulta, pues, claro
que la verdadera circuncisión se realiza en los cristianos.
La idea flota también en los versículos finales de Rom 2. En este sentido apunta sobre
todo la oposición entre espíritu y letra. Con ella no sólo0 se indica la oposición entre el
interior y el exterior, o entre el espíritu y la materia, sino la oposición entre el hombre viejo
y
el hombre nuevo. Ese hombre nuevo, surgido en Cristo y por la fe en él, acaba por obtener
el reconocimiento de Dios.
__________________________

c) ¿Superioridad del judío?


(Rm. 03/01-08)

1 ¿Cuál es, pues, la superioridad del judío o cuál la utilidad de la


circuncisión? 2 Mucha, desde cualquier punto de vista. Ante todo,
porque a ellos les fueron confiadas las palabras de Dios. 3 ¿Pues
qué? si algunos no fueron fieles, ¿acaso su infidelidad anulará la
fidelidad de Dios? 4 ¡Ni pensarlo! Antes bien, Dios quedará siempre
por veraz, aunque todo hombre sea mentiroso, según está escrito:
«Para que seas declarado justo en tus palabras y salgas triunfante
cuando te lleven a juicio» (Sal 51,6).

Enlazando con la sección precedente Pablo empieza por afrontar una vez más la cuestión
de la superioridad del judío y del valor de la circuncisión. Con ello se evidencia de nuevo
que a Pablo no le resulta nada fácil pasar por alto el «primeramente» (2,10) de los judíos
frente a los gentiles en la historia de la salvación, como podría dar la impresión una lectura
sobre el capítulo 2. Pese a toda la igualdad delante de Dios (cf. 2, 11), persiste y se
mantiene una ventaja objetiva de los judíos. En esa ventaja cuentan sobre todo las
palabras de Dios, es decir, las promesas hechas a Israel. Pablo respeta esta ventaja de
Israel frente a los gentiles. Pero ¿qué significa que en el pasado Dios haya hablado a
Israel? La peculiar elección de que el pueblo israelita ha sido objeto ¿representa una
posesión inamovible? Pablo no da al respecto ninguna respuesta definitiva, Como tampoco
termina la enumeración iniciada aquí. Pero, de acuerdo con el pensamiento del Apóstol,
hay
que establecer que hasta «las palabras de Dios» confiadas a Israel en el pasado, quedarán
anuladas si Israel no acoge al presente la palabra de Dios en el Evangelio, como su
revelación a todos los hombres.
Lo que Pablo no hace más que iniciar en el v. 2 lo continúa en 9,4, dentro de un contexto
distinto. Allí se replanteará, y de forma más detallada, la cuestión de la posición especial de
Israel.
«Las palabras», alusión a las promesas de Dios, dan motivo a Pablo para afrontar en el
v. 3 el problema de la fidelidad de Dios a sus promesas. Como en el capítulo 2 queda
establecido explícitamente que los judíos han sido infieles, toda vez que han violado la ley
¿podrá su deslealtad invalidar la fidelidad de Dios? Pablo escribe a propósito: «Si algunos
no fueron fieles...» ¿Supone esto una limitación? La idea no es ciertamente de que en el
pasado algunos miembros del pueblo de Israel hayan pecado, mientras que los demás no
tengan nada que reprocharse. En este sentido puede servir de ayuda una mirada a 11,25.
Como allí puede decir Pablo que «el encallecimiento ha sobrevenido a Israel parcialmente»
señalando con ello la negativa obstinada frente a la oferta de salvación escatológica que
tiene lugar en el Evangelio, así también habla en nuestro pasaje y en el mismo sentido de
que «algunos no fueron fieles», pues el «resto» ha obedecido de hecho al Evangelio en la
hora presente.
La conexión objetiva entre fidelidad de Dios e infidelidad de los judíos, supone la idea de
alianza que conoce el Antiguo Testamento. De acuerdo con ella la conducta desleal al
pacto de los judíos podía representar en el pasado un desligarse Dios de la palabra dada
como firmante del pacto. Mas Pablo rechaza esta idea. Lo que debe prevalecer, por el
contrario, es la veracidad de Dios, mientras que todos los hombres son mentirosos, por
decirlo con el Salmo 116,11. Sigue la prolongación de la misma idea con la sentencia
bíblica: «Para que seas declarado justo en tus palabras, y salgas triunfante cuando te
lleven a juicio» (Sal 51,6).
La conducta de los judíos desleal al pacto y contraria a Dios, se expone aquí por lo
mismo como un pleito forense. No puede caber duda alguna del sentido que tiene la
victoria
lograda al respecto. El triunfo de Dios consiste precisamente en la revelación de su
justicia.

5 Pero, si nuestra injusticia pone más de relieve la justicia de Dios,


¿qué vamos a decir? ¿No será Dios injusto cuando descarga su ira?
(estoy hablando a la manera humana). 6 ¡Ni pensarlo! Porque, si así
fuera, ¿cómo podría Dios juzgar al mundo? 7 Pero, si la verdad de
Dios, gracias a mi mentira, salió ganando más para su gloria, ¿por
qué también yo voy a ser juzgado todavía como pecador? 8 ¿Y por
qué -como se nos calumnia y como algunos dicen que afirmamos
nosotros- no hemos de obrar el mal para que venga el bien? Los que
dicen esto son condenados con justicia.

La infidelidad del judío queda de manifiesto en un pleito con Dios. El resultado de este
proceso no sólo es la demostración de la culpabilidad del judío y de la inocencia de Dios,
de su veracidad, sino la prueba asimismo de la justicia de Dios en el sentido de una acción
salvadora y redentora.
En la premisa del v. 5 aparece de forma categórica el vasto alcance que tiene la culpa del
judío. Éste se encuentra en un proceso judicial frente a Dios, no sólo como representante
de su pueblo sino de toda la humanidad. De cara a la justicia de Dios la humanidad entera
no puede ciertamente hacer otra cosa que demostrar su injusticia profundamente
enraizada.
Mas ahora Pablo puede llegar a formular un principio contrario, como lo demuestra el
tenor literal del v. 5. Frente a la justicia de Dios no sólo resulta una pura injusticia cualquier
pretensión de la humanidad de llevar razón, sino que además las injusticias de los hombres
ponen de relieve la justicia de Dios. Esta fórmula no es lo bastante confusa como para
poder sacar la consecuencia de que Dios lleva razón; eso es lo que importa. Incluso suena
a exagerada la fórmula de que sólo se trata de la manifestación de la verdad de Dios en el
extravío humano (v. 7), de la manifestación de su gracia en el pecado general de los
hombres (v. 8). Pablo rechaza de su mensaje de la gracia esta consecuencia extremosa. Al
anunciar la justicia de Dios se trata de salvar al pecador perdido en su desvarío. Del
derecho de Dios no le nace al pecador ningún derecho para aceptarse como pecador, y ni
siquiera para permanecer en el pecado apartándose así de Dios para siempre.
Al abordar Pablo estas cuestiones en los v. 5-8 desarrolla en estilo forense, una disputa
entre Dios e Israel con independencia de la cita del Salmo que aparece en el v. 4. Las
conclusiones de los v. 5-8 no se refieren sólo al judío, sino que atañen al hombre en
general y muestran fundamentalmente el callejón sin salida en que se halla quien intenta
liberarse de Dios. De modo particular se alude la situación del pecador que pretende
enfrentarse con la ira de Dios en el juicio, con el Dios de las promesas. Con ello lo que
hace es ponerse una trampa a sí mismo; demuestra su insensatez y no comprende que el
Dios juez es también el Dios de la fidelidad y de la acción salvadora. Contra eso
precisamente se rebela el hombre acusado por Dios, sin que sepa que no hace sino
cerrarse a su propia salvación.
Dios alcanza al hombre en el último aprieto en que éste se mete y no precisamente como
alguien que está bien dispuesto a recibir la salvación. Pablo quiere decir que eso es lo que
ha ocurrido de hecho en la historia del hombre con Dios. Este aprieto del hombre como tal
sólo puede comprenderse de modo adecuado desde el acontecimiento cristiano. A esa
situación desesperada apunta ahora el Evangelio y dentro del Evangelio la acción
salvadora de Dios. Pero de esta concepción no se puede sacar ningún principio cómodo de
salvación que pueda manejarse a capricho. En contra de tal teoría se alza expresamente el
v. 8.
Sin duda que reparos parecidos se habían hecho a la predicación misionera de Pablo,
como citando palabras textuales: ¿No se sigue de tu predicación que hemos de obrar el mal
para que venga el bien? ¿No haces tú, Pablo, que la acción de la gracia dependa
precisamente de que se haya obrado mal? Aquí se echa de ver de dónde procede la
agitación que late en los interrogantes de los v. 5-7, y de suyo difíciles de entender. Son
preguntas que llevan ad absurdum. Pero al formular tales preguntas tiene ya Pablo ante
los ojos las objeciones que se hacen a su predicación misional y que él conoce muy bien.
Con ello reprueba el Apóstol una interpretación de su doctrina sobro la gracia según la cual
sería posible obrar el mal de propósito o al menos permanecer voluntariamente en el
pecado a fin de provocar el desbordamiento de la gracia de Dios. En todo este contexto
Pablo trata de la perdición del hombre en el pecado. Aquél, en cambio, que ha sido liberado
del pecado puede practicar la nueva obediencia de cara a Dios. Esto lo va a desarrollar
Pablo de forma explícita en el capítulo 6.

d) Prueba escriturística del estado universal de pecado


(Rm. 03/09-19)

9 Entonces ¿qué? ¿Tenemos nosotros ventaja? ¡De ninguna


manera! Porque acabamos de probar que todos, tanto judíos como
griegos, están bajo pecado, 10 según está escrito:
«No hay quien sea justo, ni siquiera uno solo;
11 no hay quien tenga recto sentido,
no hay quien busque a Dios.
12 Todos se desviaron, se pervirtieron juntos.
No hay quien practique el bien,
no hay ni siquiera uno solo» (Sal 14-3).
13 «Sepulcro abierto es su garganta,
de sus lenguas se sirven para engaño» (Sal 5,10).
«Veneno de áspides tienen en sus labios» (Sal 140,4).
14 «Su boca está llena de maldición y de amargor» (Sal 10,7).
15 «Veloces son sus pies para derramar sangre,
16 de ruina y de miseria siembran sus caminos,
17 y nunca conocieron la senda de la paz» (Is 59,7s).
18 «No hay temor de Dios ante sus ojos» (Sal 36,2).

La cuestión de la primacía del judío, planteada ya en el v. 1, reaparece aunque sólo de


paso, para recibir, frente al v. 2, una respuesta negativa. Incluso si entendemos que la
respuesta de Pablo no constituye una negación pujante, resulta forzoso admitir que se
percibe cierta tensión respecto al v. 2. Pablo afirmaba la ventaja de los judíos como
portadores de las promesas; pero al mismo tiempo ve anulada esa ventaja en el estado
universal de pecado en que se encuentran los hombres y en el Evangelio de la acción
salvadora y escatológica de Dios, proclamado para todos los hombres. Aquí, en el v. 9,
Pablo se remite sólo a la culpabilidad universal, tanto de judíos como de griegos. Ahora
compendia las explicaciones precedentes, y éste es el resultado: los judíos son culpables a
una con los gentiles. En la sección que ahora termina (1,18-3,20) Pablo nos ha presentado
a todos como incriminados; lo cual significa que todos están bajo el pecado. Que los
hombres se encuentran en su totalidad sujetos al poder del pecado, a cuyo dominio se han
sometido con su propia conducta, es lo que ahora, al final de esta sección, vuelve a
demostrar Pablo una vez más de forma impresionante por la necesidad que los hombres
tienen de redención.
Una serie de pasajes escriturísticos subraya como remate y de forma acumulativa el
hundimiento del hombre en el pecado. En su mayor parte se trata de textos sacados de los
Salmos, con la excepción de Is 59,7s, citado en los v. 15-17. Todas estas citas están unidas
con el mismo hilo: el lamento por la impiedad de los hombres. De tal modo que esta
composición de citas, prevalentemente de los Salmos, viene a constituir a su vez una
especie de salmo, y hasta casi una lamentación.
Las citas escriturísticas terminan poniendo de relieve una vez más de modo claro y
sobrecogedor que es Dios el que en 1,18-3,20 se presenta como acusador de toda la
humanidad. La palabra de la Escritura está aquí como su palabra acusadora.

19 Pero sabemos que cuanto dice la ley, para aquellos que están
bajo la ley lo dice, a fin de que toda boca enmudezca y el mundo
entero se sienta reo de culpa ante Dios.

Si bien Pablo ha establecido en el rosario de citas -v. 10-18- la culpabilidad general de


todos los hombres, todavía quiere referirse de modo especial al judío. Para él precisamente
se ha dicho esto: «A fin de que toda boca enmudezca». Todavía en 3,1-8 se ha mostrado
que es especialmente el judío el que en definitiva tiene siempre algo que alegar contra la
acción salvífica de Dios. Pero si la Escritura -que aquí aparece como «ley»- ha dirigido la
palabra de Dios precisamente a «aquellos que están bajo la ley», es decir, a los judíos, y
este hecho no sólo es un motivo de orgullo sino también una acusación, toda boca rebelde
debe quedar reducida a silencio y todo el mundo ha de encontrarse reo de culpa delante de
Dios.
e) Resultado: por las obras de la ley no hay justificación
(Rm. 03/20)

20 Porque por las obras de la ley nadie será justificado ante él, ya
que la ley sólo lleva al conocimiento del pecado.

Pablo formula aquí una de las tesis fundamentales de su predicación. Junto con el
inmediato v. 21 esto representa la tesis fundamental de su mensaje sobre la justificación.
En el v. 20 Pablo se refiere de primera intención al Salmo 143,2: «Porque ningún viviente
es justificado delante de ti.» Esta afirmación del orante veterotestamentario la aplica el
Apóstol ahora a la apurada situación de la humanidad entera antes del Evangelio. No
puede afirmarse sin más que el salmista tuviese en su mente algo parecido. En el judaísmo
podían coexistir perfectamente la afirmación de la culpa y la conciencia de ser el pueblo
elegido, sin que por ello el reconocimiento de culpabilidad indujese necesariamente a una
humillación insincera. Mas para Pablo ya no pueden darse juntamente este reconocimiento
de la propia culpa y la conciencia de elección. Lo que se excluye es precisamente esta
conciencia judía que se manifiesta en la insistencia de que el judío posee la ley. Y esto es
lo que Pablo enuncia rápidamente en su tesis del v. 20 al citar el salmo y añadir el pequeño
inciso interpretativo de «por las obras de la ley».
Es en «las obras de la ley» en las que se pone de manifiesto la impotencia de esa misma
ley. La Ley exige, pero no posibilita el cumplimiento de sus exigencias. Lo cual no
significa
que no pueda cumplirse la ley, sino que de hecho no se cumple. Por las «obras de la ley»
nadie se justifica. Semejante afirmación debía impresionar naturalmente al judío en lo más
profundo, en su mismo ser. Y con ello Pablo ataca la posición especial que el judío
afirmaba
ocupar en la historia do la salvación. Y la ve suprimida por lo que ahora resulta
perfectamente posible: la justificación por la fe. A este respecto, cf. sobre todo el texto de
Gál 2,16, en que Pablo desarrolla por primera vez su tesis de la justificación.
Así las cosas, por lo que respecta a la pregunta del judío acerca de la ley sólo cabe una
respuesta categórica: la ley sólo ha traído el conocimiento del pecado.

II. LA JUSTIFICACIÓN LLEGA AL HOMBRE POR LA FE EN JESUCRISTO


(3,21-4,25)

En 1,18-3,20 Pablo ha presentado la situación de la humanidad sujeta al dominio del


pecado. La culpabilidad delante de Dios afecta a todos los hombres. Por lo que al judío se
refiere, Pablo ha puesto singular empeño, porque el judío pasa por ser precisamente el tipo
de hombre que siempre cree tener razón; razón no sólo frente a los gentiles, sino incluso
delante de Dios. Pablo abate las pretensiones inveteradas del judío, hasta llegar a la tesis
de 3,20: por las obras de la ley, nadie será justificado ante Dios. De acuerdo con esta
afirmación, la ley, que constituye el máximo timbre de orgullo para el judío, no produce
justicia alguna.
Sorprende que en este pasaje -inmediatamente antes de la sección en que se expone de
forma positiva el anuncio de la salvación- se apostrofe con tanta energía al judío y su punto
de vista en el problema de la salvación. En el fondo, a lo largo de toda la exposición de
1,18-3,20 el peso de las razones gravitaba sobre el judío y no sobre el pagano. Es evidente
que Pablo ha considerado especialmente necesario exponer y combatir el punto de vista
judío ante la comunidad cristiana de Roma. Con ello, el problema judío adquiere una
importancia ejemplar. A propósito del mismo demuestra Pablo la cuestión fundamental de
la
salvación de la humanidad entera. Para el mensaje de Pablo sobre la gracia, el judío debía
resultar un tema de singular interés, justo por su posición jurídica aparentemente asegurada
delante de Dios y por su supuesta única y verdadera religión.
Esto nos lo confirma de modo directo el paso del v. 20 al 21. La exposición positiva del
mensaje se logra justo en contraste con el punto de vista judío que Pablo acaba de
compendiar y definir: «Pero ahora, independientemente de la ley, ha quedado manifiesta la
justicia de Dios.» En el ejemplo judío debe resultar claro el contenido del mensaje sobre la
acción salvadora de Dios en favor de todos los hombres. No se trata sólo de la justificación
del judío operada por Dios, sino de la justificación de todo el género humano, en cuanto
por
la fe se somete a la acción salvadora de Dios. De todos modos conviene advertir que el
ejemplo judío aparece como norma en la explicación paulina del mensaje de la salvación
que constituye la sección siguiente. Toda la exposición supone una forma de pensar judía,
y más en concreto, judeocristiana.
En 3,21-26 empieza Pablo por proclamar el acontecimiento revelador que ha tenido lugar
en Cristo, y lo hace en parte con ayuda de una fórmula confesional tomada de la tradición
judeocristiana (v. 25s). La transcendencia del mensaje de la justificación para la unidad de
judíos y gentiles en la misma Iglesia, constituye el tema de 3,27-31. Finalmente, el capítulo
4 corrobora con una prueba escriturística el alcance de la tesis paulina de la justificación.

1. REVELACIÓN DE LA JUSTICIA DE DIOS


(Rm. 03/21-26)

21 Pero ahora, independientemente de la ley, ha quedado


manifiesta la justicia de Dios, atestiguada por la ley y los profetas,
22a justicia de Dios que, por medio de la fe en Jesucristo, llega a
todos los que creen.

«Pero ahora...» No se trata precisamente de un «ahora» intemporal y suprahistórico, sino


el «ahora» decisivo de este momento en que nos alcanza la palabra de Dios. Con ello
Pablo pone en claro que no están pensando en una hora histórica pasada al hablar del
acontecimiento cristiano; piensa en el momento presente en que se anuncia y se escucha el
Evangelio. Pues, con el Evangelio llega la revelación de Dios a los hombres, de tal forma
que la hora del Evangelio se convierte en la hora de Jesucristo y de su acción salvadora. El
presente, en que se proclama a Jesucristo como salvación de todo el mundo, es la hora
decisiva en la historia de la salvación. Ciertamente que no se debe olvidar que el presente
salvífico, proclamado aquí como una realidad en el único acontecimiento cristiano, se
centra
en la muerte y resurrección de Jesús.
¡«Pero ahora...»! Esta notificación salvífica afecta a la humanidad hundida en la culpa
hasta lo más profundo. Por parte del hombre, el Evangelio no supone preparación alguna si
no es la de dejarse prender por Dios en su necesidad de redención.
El acontecimiento cristiano se realizó como revelación de la justicia de Dios. La muerte y
resurrección de Jesús adquieren su auténtica dimensión en profundidad como
acontecimiento salvífico. En la entrega que Jesús hace de su vida por los hombres se
revela «la justicia de Dios». Este concepto define la obra de Jesús, en cuanto que, con ella,
Dios actúa para salvar al hombre. Lo que el hombre experimenta en su encuentro con el
Señor que muere y resucita, es una acción divina, la acción del Dios que se ha acercado en
Jesús. De ahí que su «justicia» no pueda entenderse en el sentido occidental de norma
decisiva. La «justicia-de-Dios» no designa un ser justo de Dios en sentido ético, sino su
estar en razón frente a la humanidad culpable, su recto obrar con ella, de tal modo que el
derecho de Dios se convierte en el derecho del hombre. La revelación divina invita al
hombre al reconocimiento del derecho de Dios, y así encuentra el hombre su estar
adecuado delante de Dios. Esto ocurre «ahora», en Jesucristo, en quien Dios se manifiesta.
Por medio del Evangelio, por el que se ha hecho patente la «justicia de Dios», se proclama
la fecundidad de la muerte y resurrección de Jesús, que se brindan a los hombres.
Frente a la eficacia salvadora, revelada ahora en Jesucristo, necesariamente tiene que
aparecer toda la acción de la ley, es decir, todos los esfuerzos del hombre por operar su
salvación personal, como una «obra» de autosuficiencia y, por lo mismo, contraria a Dios.
La salvación llega ahora independientemente de la ley, sólo por Jesús, sólo por la gracia; lo
cual pone definitivamente en claro que la ley pertenece a las cosas pasadas. Se demuestra
como una realidad del tiempo pasado, del tiempo que se caracterizó por el dominio del
pecado.
El que la salvación se realice «independientemente de la ley», no excluye que la justicia
venga «atestiguada por la ley y los profetas». Si bien es verdad que su testimonio como tal
sólo se deduce con claridad desde el presente, desde Cristo. Es el reverso del testimonio
que Pablo ha tejido principalmente en 3,10-18, a base de citas escriturísticas para
demostrar la necesidad de redención de todos los hombres.
La «justicia de Dios» se define de modo más preciso mediante el concepto de fe. Apunta
a la fe, por cuanto que todos los hombres se salvan por la fe en Jesucristo. El nuevo pueblo
universal de Dios se constituye «por medio de la fe en Jesucristo». Ese es el objetivo que
persigue la revelación de la justicia de Dios. Lo cual significa a su vez que la nueva
realidad
creada por la acción justa de Dios, es una realidad en la fe. Pero es una realidad ya de
ahora, porque la acción salvadora de Dios tiene lugar «ahora», en el tiempo de la fe. La
referencia a la fe no pretende, pues, encarecer por ejemplo el cumplimiento de unas
condiciones para la salvación que sustituyan a la ley; por el contrario, se trata más bien de
poner ante los ojos la universalidad de la salvación que no está limitada por ninguna
condición ni preparativo alguno.
Por tanto, Pablo proclama la «justicia de Dios» como el acto salvífico de Dios que se ha
manifestado en el acontecimiento de «ahora», el acontecimiento cristiano; acto por el que
Dios se vuelve a toda la humanidad y en el que, por la fe en Jesucristo, se integran todos
los hombres.

22b Pues no hay diferencia, 23 ya que todos pecaron y están


privados de la gloria de Dios. 24 Pero, por la gracia de él, quedan
gratuitamente justificados mediante la redención realizada en
Jesucristo.

Una vez más subraya Pablo la transcendencia universal del acontecimiento cristiano y de
la fe, y ello revocándose a las afirmaciones de 1,18-3,20. Todos han sido afectados, tanto
por el pecado como ahora por el acontecimiento cristiano. No hay diferencia: todos
pecaron, todos están necesitados de la redención, hacia todos se vuelve Dios en
Jesucristo, a todos se les abre la generosidad con la fe. Si Pablo vuelve a subrayar que no
hay diferencia alguna, no hace más que evidenciar una vez más su decidida intención de
hablar a los judíos. Pues, es precisamente el judío el que de modo especial tiene que
despojarse de sus privilegios para poder participar en las nuevas relaciones con Dios, que
se manifiestan ahora como las verdaderas relaciones sobre el fundamento de la fe en
Jesucristo.
Dios se vuelve hacia todos, porque «todos están privados de la gloria de Dios».
Simultáneamente, y de modo indirecto, se abre con ello una nueva visión de la «justicia de
Dios»: la comunicación de la gloria de Dios. El hombre carece de ella como consecuencia
del pecado, pero se devuelve al pecador en forma de justificación 14. Y aunque el
justificado la posee ya como una realidad, continúa siendo, sin embargo, un bien en
esperanza que hay que alcanzar 15.
A la afirmación del pecado sigue en el v. 24 -como algo inmediato- el anuncio de la
justificación. Uno y otro están antitéticamente relacionados, sin que Pablo subraye la
antítesis como tal. Al hecho de la justificación se le da un fundamento cristológico de
forma
más clara que en los v. 21 y 22: la justificación del hombre pecador es consecuencia de «la
gracia» que actúa «mediante la redención en Jesucristo». El hecho de acentuar el carácter
gratuito de la justificación responde al «independientemente de la ley» del v. 21 y al «por
las obras de la ley» del v. 20. El versículo siguiente desarrolla aún más el hecho redentor
puesto con la muerte de Jesús.
...............
14. Cf. 8,30; 2Cor 3,18.
15. Cf. 5,2; 8.18.
...............

25 Dios lo ha puesto como propiciación en su propia sangre,


mediante la fe, a fin de mostrar su justicia al pasar por alto los
pecados cometidos anteriormente 26 en el tiempo de la paciencia
divina, y a fin de mostrar su justicia en el tiempo presente, para ser él
justo y el que justifica a quien tiene fe en Jesús.

Dios opera la «redención» (v. 24) en Jesucristo y por Jesucristo. «Dios lo ha puesto como
propiciación...» Se piensa aquí en la propiciación que Jesús ha cumplido con la entrega de
su vida; por ella se opera la propiciación para los pecados de los hombres. No es preciso
desarrollar más dicha idea en este lugar, cuando Pablo no lo hace. En todo caso, de esta
frase no se puede deducir una teología del sacrificio propiciatorio que presenta a Dios
como
exigiendo y aceptando una propiciación y que presenta la muerte sangrienta de Jesús como
el sacrificio expiatorio ofrecido como satisfacción por nosotros o en lugar nuestro. Lo que

es decisivo es que la propiciación que Jesús ha llevado a término con la entrega de su vida,
la haya operado el mismo Dios. Lo que este pasaje afirma realmente no es que Dios exija
una expiación, sino que la otorga. Ésa es la auténtica doctrina expiatoria de este pasaje.
Es, pues, Dios quien interviene personalmente, sin esperar a que los hombres le ofrezcan
el sacrificio expiatorio debido. Él mismo procura la expiación y con ella la redención de los
pecados. El v. 25 contiene al final una referencia al resultado de esta redención proyectada
por Dios. Toda la obra redentora se cumple «al pasar por alto los pecados cometidos
anteriormente». Los pecados cometidos antes del decisivo acontecimiento salvador, para
los judeocristianos, a los que se dirigen evidentemente estas fórmulas, son los pecados
cometidos durante la alianza antigua con Dios. Ocupan, pues, el primer plano las relaciones
de alianza de Dios con Israel. Con la entrega que Jesucristo hace de su vida esas
relaciones de alianza con Dios se recuperan y restablecen.
Todo ello parte de Dios «a fin de mostrar su justicia». ¿No habrá que pensar aquí en la
justicia punitiva de Dios que exige una satisfacción? La idea parece plausible a primera
vista. Mas Pablo no piensa así. La justicia de Dios aquí como en los v. 21s, es su acción
salvadora gratuita. Una cierta discrepancia frente al significado de los v. 21s se explica por
el hecho de que en los v. 25 y 26a Pablo hace suyo un principio de fe conocido en las
comunidades judeocristianas, que entiende la justicia de Dios sobre todo como su fidelidad
a la alianza. Por lo demás, Pablo interpreta el principio perfectamente comprensible desde
la idea judeocristiana de alianza, de tal modo que la «propiciación» en la sangre de Cristo
sólo tiene eficacia «mediante la fe».
Por eso, puede Pablo resumir toda la perícopa en el v. 26b con la afirmación de que en la
obra redentora de Jesucristo Dios se muestra a la vez «justo y el que justifica». Dios es
justo significa propiamente que justifica, y en concreto al pecador mediante la fe en
Jesucristo.
¿Por qué motivo se sirve Pablo de la idea de la justificación cuando quiere anunciar
el Evangelio? Una primera respuesta a la pregunta nos la proporciona el texto que nos
ocupa. En 3,21-26, al igual que en el contexto precedente, el judío sigue ocupando el
primer plano. Frente a él tiene Pablo que subrayar la anulación del punto de vista legal. El
judío sabe, por su tradición, de las relaciones jurídicas con Dios que estableció la alianza.
Sabe de los fallos de Israel y de la constante renovación de las relaciones de alianza con
Dios. De ahí que experimente la justicia de Dios como su fidelidad a la alianza y como su
postura justificante en el juicio. De cara al judío, Pablo enlaza con esta concepción
veterotestamentaria y judía de la justicia y de la justificación para superarla y trascenderla
mediante el anuncio del acontecimiento cristiano como revelación de la justicia de Dios.
Pero ¿quién es en concreto ese judío? Ese judío no es sólo el Israel histórico y el pueblo
de aquella época, sino que el propio Pablo se entiende a sí mismo como judío, de acuerdo
con su pasado religioso y con su nacionalidad. La idea de la justificación se despliega, por
tanto, sobre el horizonte de las experiencias del propio Pablo. Sólo que el Apóstol no
piensa
aquí únicamente desde su pasado personal judío, sino que habla teniendo en cuenta el
punto de vista judío ya superado en su momento, y desde luego superado por los
judeocristianos de Roma. En ellos, tal vez también en una postura concreta y determinada
de los cristianos judíos de Roma, ve Pablo la ocasión de anunciar su Evangelio como un
mensaje de justificación; mensaje que desde luego no ha podido resultar tan comprensible
para los cristianos procedentes del gentilismo como para los judeocristianos.

2. LA JUSTIFICACIÓN SOLO LLEGA POR LA FE


(Rm. 03/27-31)
27 ¿Dónde está, pues, la jactancia? Quedó eliminada. ¿En virtud
de qué ley? ¿La de las obras? De ninguna manera; sino mediante la
ley de la fe. 28 Porque sostenemos que el hombre es justificado por
la fe, independientemente de las obras de la ley.

En el párrafo anterior había expuesto el Apóstol, con una fórmula teológica muy
concentrada, su mensaje de la justificación. Ahora presenta de nuevo al judío su motivo de
jactancia: ¿Qué ocurre ahora, frente al acto escatológico de Dios, con ese gloriarte tuyo en
la ley? ¿Qué pasa con tus privilegios, si todo deriva de Jesús? Cualquier pretensión delante
de Dios ha quedado excluida por el acontecimiento cristiano. Esa es la «ley» -que sólo
puede entenderse como una paradoja- por la que queda excluido cualquier motivo de
jactancia. El judío fundamenta en la ley mosaica y en las «obras de la ley», su afirmación,
contraria a Dios. Y son precisamente aquellas obras las que, según recuerda Pablo en el v.
28, no tiene Dios en cuenta su declaración justificante. Cuando no se pierde de vista este
contexto, la tesis de 3,28 adquiere su verdadero significado como recordatorio de cuanto
Pablo ha expuesto y desarrollado fundamentalmente ya en 3,21-26. Que el hombre sea
justificado por la fe es algo que no resulta evidente por sí mismo, sino que se sabe a partir
del encuentro con el acontecimiento cristiano. En este sentido hay que entender el
«sostenemos» 17.
La afirmación de Rom 3,28 tiene el carácter de un principio doctrinal. La traducción de
«por la fe» está también objetivamente justificada. Aunque no hay que darle los acentos
polémicos y tajantes de la reforma. Lo que Pablo quiere poner de relieve no es un principio
de fe contrapuesto a un principio de obras, sino la exclusión de las obras de la ley. Que con
ello no pretenda discutir la necesidad de una colaboración creyente y cristiana, se deduce
claramente de sus constantes advertencias y amonestaciones para un comportamiento
cristiano.
...............
17. Cf. Ga 2,16: «Sabiendo... hemos creído...»
...............

29 ¿Acaso Dios lo es de los judíos solamente? ¿No lo es también


de los gentiles? ¡Sí! También lo es de los gentiles. 30 Pues no hay
más que un solo Dios, el cual justificará en virtud de la fe a los
circuncidados, y por medio de la fe a los no circuncidados. 31
Entonces, ¿anulamos la ley por la fe? ¡Ni pensarlo! Al contrario:
damos a la ley su propio valor.

En estas frases continúa, como en las dos precedentes, el enfrentamiento con el judío,
planteado ya en 2,1-3,20. Ahora lo que importa es romper las limitaciones del
particularismo
salvífico de los judíos y tal vez también de los judeocristianos. ¿Es que Dios no es también
Dios de los gentiles? Si no hay más que un solo Dios, afirmación a la que el judío otorga
un
valor dogmático, esa unidad de Dios se manifiesta precisamente también en el único acto
justificador de Dios y en la unidad de la fe de judeocristianos y de cristianos procedentes
de
la gentilidad.
«¿Acaso Dios lo es de los judíos solamente?» Que Dios lo es de los judíos aparece como
un principio evidente por la tradición del Antiguo Testamento y del judaísmo. Pero con ello
no se discute que Yahveh sea también el Dios de los gentiles. Es verdad que el Dios judío
puede presentarse sólo como el Dios aliado de Israel. Mas Pablo subraya que un solo Dios
lo es de los judíos y de los gentiles. La única realidad de la salvación por la fe en Cristo
abraza por igual a judíos y a gentiles, y precisamente a los gentiles que están sin ley. Esta
única realidad de la salvación está profundamente enraizada en la unidad y unicidad de
Dios, que es uno solo y no dos, en cuanto justifica por la fe a los circuncidados y, mediante
la misma fe, a los incircuncisos. A la unidad de Dios corresponde una sola fe para judíos y
gentiles.
No cabe duda que el fondo común de todo ello es el monoteísmo judío. El monoteísmo
era la idea misionera de los judíos. Mas, por el contexto del capítulo 3, es evidente que
Pablo lo emplea en el sentido opuesto. No son los gentiles quienes deben convertirse al
Dios de los judíos, sino que son éstos los que deben convertirse al Dios de los gentiles, al
Dios que justifica a los incircuncisos. Este es precisamente el problema que Pablo
considera decisivo a lo largo de la carta a los Romanos, y desde luego que no sólo porque
se refiere a los judíos y su salvación, sino porque se refiere sobre todo a la unidad de la
Iglesia. La única realidad salvífica instituida por Dios, en la que están unidos judíos y
gentiles, se presenta históricamente justo en la Iglesia que Pablo describe en 12,4-5, y
sobre todo en lCor 12 como «un cuerpo».
La unidad de la Iglesia, formada por judíos y gentiles, es la consecuencia concreta del
mensaje de la justificación. Y esto es precisamente lo que el judío ha de reconocer. Cuando
acepta esta nueva realidad, que significa el fin de su historia peculiar, y cuando ha logrado
un puesto dentro de la fe en Jesucristo, entonces y sólo entonces la ley superada alcanza
una importancia sin precedentes; a saber, la de testimonio de la universalidad de la
voluntad salvífica de Dios. Con el v. 21 anticipa Pablo la prueba escriturística del capítulo
4.
Esta prueba es una demostración sacada de la fe de Abraham según Gén 15,6. Con la fe
de Abraham da ya la ley un testimonio en favor de la única Iglesia forzada por judíos y
gentiles.
En 3,27-31 Pablo argumenta contra la pretensión judía de tenerse por justo y
simultáneamente contra cualquier actitud humana que ponga limites a la universal voluntad
salvífica de Dios en Cristo. Dios se muestra en Cristo como el único Dios de todos.
En esta perícopa de 3,27-31 se echa de ver la importancia actual del mensaje de la
justificación, tanto para la comunidad de Roma como para la Iglesia de nuestros días. Ahí
se pone de manifiesto que la justificación por la fe no ha de considerarse, o no sólo, como
una pura doctrina, como una enseñanza abstracta, sino como la fundamentación teológica
del proceder cristiano y eclesial.

_________________________

3. PRUEBA ESCRITURÍSTICA (4,1-25)


Lo que Pablo había simplemente apuntado en 3,21, a saber, el testimonio de la Escritura
en favor de la justicia de Dios revelada en el acontecimiento cristiano, lo expone con la
prueba escriturística del capítulo 4. Ciertamente que lo que aquí le interesa no es sólo el
testimonio de la Escritura en favor de su tesis de la justificación, sino también y sobre todo
el testimonio escriturístico para la consecuencia que saca del mensaje de la justificación en
3,27-31; es decir, en favor de la unidad de la Iglesia formada por judíos y gentiles. Es aquí
donde Abraham constituye la figura clave, preparada ya por la Escritura. Esta intención de
la prueba bíblica resalta todavía más en la sección que forma el capítulo 4. En 4,1-8 se
empieza por exponer los principios fundamentales según los cuales es posible hablar de la
justicia de Abraham por la fe, según la Escritura.

a) La justificación de Abraham por la fe


(Rm. 04/01-08)

1 ¿Qué diremos, pues, que obtuvo Abraham, nuestro padre según


la carne? 2 Porque, si Abraham fue justificado en virtud de sus obras,
tiene motivo de jactarse. ¡Pero no ante Dios! 3 En efecto, ¿qué dice la
Escritura? «Creyó Abraham a Dios, y esto se le imputó como justicia»
(Gén 15,6). 4 Ahora bien, al que realiza un trabajo, el salario no se le
imputa como un favor, sino como algo que se le debe. 5 Por el
contrario, al que no trabaja, pero tiene fe en el que justifica al impío,
esta fe suya se le imputa como justicia. 6 En este sentido, también
David proclama bienaventurado al hombre al que Dios imputa justicia
independientemente de las obras: 7 «Bienaventurados aquellos
cuyos delitos fueron perdonados, y cuyos pecados fueron cubiertos; 8
bienaventurado el varón a quien el Señor no imputará en modo
alguno su pecado» (Sal 32, 1-2).

La pregunta del v. 1 intenta provocar el interés del judío. De forma expresiva se le llama a
Abraham «nuestro padre», aunque el inciso inmediato «según la carne» representa una
cierta limitación. Se refiere a las relaciones de los judíos con Abraham, judíos con los que
Pablo aquí se identifica. El v. 2 permite descubrir más claramente la conexión con el
capítulo 3. Porque «si Abraham fue justificado en virtud de sus obras...» Pablo vuelve la
mirada a la tesis de 3,28, y a través de la misma retorna al mensaje de los v. 21-26. Incluso
en Abraham queda excluida la propia jactancia, y desde luego que en razón de su fe.
El pasaje escriturístico de Gén 15,6 se convierte en el comprobante del mensaje paulino
de la justificación. «Creyó Abraham a Dios...» Ya la fe del gran patriarca muestra la
oposición entre las obras de la ley y la fe, aunque no de forma explícita. En cualquier caso
Pablo puede entender la cita del Génesis en el sentido de que no habla de un mérito de
Abraham -así lo había entendido el judaísmo-, sino de la imputación de la justicia por parte
de Dios y sobre la base de la fe. Ahora bien, la fe excluye cualquier hincapié en el propio
mérito. Lo cual resulta algo inaudito para los judíos. Convencidos como están por su
tradición de que Abraham está de su parte y de que tienen en él el gran ejemplo de su
piedad y de su fe en el mérito, Pablo les arrebata ahora esta figura central en la historia de
la salvación convirtiéndola en el testigo decisivo de su mensaje de gracia.
FE/RENUNCIA-DE-SI: Los v. 4 y 5 permiten conocer la base genuina de la
argumentación de Pablo. Imputar la fe, dice Pablo, no es atribuir mérito a una obra
realizada, sino imputar como gracia; imputación que se hace «al que no trabaja» y, más en
concreto, sólo al que «tiene fe». El creyente es quien renuncia a que su acción se le impute
como un mérito. Esta renuncia a la afirmación de sí mismo es parte esencial de la fe. Por sí
solo el hombre no es más que un «impío»; reconociéndolo así, el hombre da paso a la
acción justificante de Dios.
En los v. 6-8 Pablo refuerza su interpretación de Gn 15,6 con un nuevo pasaje bíblico,
concretamente con el Sal 32,1-2. Al lado de Moisés ( = Gén 15,6), aparece David como
inspirado cantor profético del Salterio. Este orden tal vez responda al esquema de 3,21b,
según el cual la revelación de la justicia de Dios está atestiguada por la ley y por los
profetas. La bienaventuranza del salmo pertenece claramente, según Pablo, al hombre a
quien Dios imputa justicia sin obras. Ciertamente que esto no se dice de forma directa en
ninguno de los dos versículos. Se habla de la felicidad, consecuencia del perdón de los
pecados, y con tal motivo aparece el verbo «imputar»; ésta ha sido la palabra clave para
Pablo. Dios no imputa el pecado. Esto, según el Apóstol, sólo puede entenderse en el
sentido de su mensaje sobre la gracia, justo porque no se imputa nada según mérito sino
según gracia, es decir, sin obras de por medio. Ya se ve que el camino de la argumentación
no deja de presentar rodeos; pero eso no es nada extraño para Pablo.

b) Abraham, padre de todos los creyentes (4,9-17a)

Pablo esgrime diversos argumentos en pro de la paternidad universal de Abraham. No


sólo cuenta respecto de los judíos, sino también -incluso sobre el fundamento del
testimonio
escriturístico- y de forma real respecto de cuantos creen como Abraham. La paternidad
universal del gran patriarca se funda, pues, en su fe que le fue imputada como justicia. El
testimonio de la Escritura corroborando la validez universal de tal paternidad lo desarrolla
Pablo desde dos puntos de vista: por una parte, mostrando la primacía temporal y objetiva
de la fe sobre la circuncisión (4,9-12); por otra, mostrando que la fe ha precedido a la ley
en
el tiempo (4,13-17a). La justicia no se imputa a la circuncisión sino a la fe, y a la fe se han
hecho las promesas, no a la Ley.

La paternidad de Abraham se funda en la fe


(Rm. 04/09-12)

9 Ahora bien, esta declaración de bienaventuranza ¿es para los


circuncidados o también para los no circuncidados? Porque decimos:
«A Abraham se le imputó la fe como justicia.» (Gén 15,6). 10 Pero
¿cómo se le imputó? ¿Estando ya circuncidado o todavía sin
circuncidar? No después de la circuncisión, sino antes de ser
circuncidado. 11 Precisamente recibió la señal de la circuncisión
como sello de la justicia de la fe que tenía antes de circuncidarse,
para que así fuera a la vez: padre de todos los creyentes no
circuncidados, a quienes se imputaría su fe como justicia 12 y padre
de los circuncidados, no sólo porque están circuncidados, sino
también porque caminan tras las huellas de la fe de nuestro padre
Abraham cuando aún era incircunciso.

Después que Pablo en los v. 1-8 ha hecho hablar a la Escritura con ayuda de dos
pasajes, que para él son decisivos, de tal modo que el propio libro santo afirma la
justificación por la fe excluyendo las obras como base de la salvación, ahora la figura de
Abraham alcanza un mayor relieve, y sobre todo de cara a la tesis fundamental de Pablo de
la unidad de judíos y gentiles en la fe.
Con la mayor naturalidad introduce Pablo en el v. 8 la citada bienaventuranza y la
afirmación de la justicia de Abraham por la fe. Y puede hacerlo porque no aduce una
prueba de crítica histórica, sino una prueba escriturística. Esto a su vez supone que la
Escritura afirma una única verdad a través de los distintos autores. La Escritura aporta su
verdad como confirmación de la nueva realidad que se ha abierto paso con el
acontecimiento cristiano. Al trabajar con la Escritura, Pablo se interesa ahora por un nuevo
desarrollo de la realidad central de la justificación.
La entrada para este desarrollo la proporciona el v. 9: lo que la Escritura afirma ¿vale
sólo para los circuncidados o también para los no circuncidados? Aquí vuelve a aparecer de
modo directo el problema, siempre actual en la Iglesia de Pablo, de las relaciones entre
judíos y gentiles. A nosotros, desde un punto de vista histórico, no nos parece
singularmente convincente el que la verdad de la universalidad de la salvación se
demuestre por la cuestión de si Abraham estaba o no circuncidado cuando se le aplica la
palabra de la Escritura, citada en Gén 15,6. Pero con tal planteamiento del problema, Pablo
puede sacar de la Escritura lo que la fe le presenta como realidad cristiana y a cuya
realización se sabe llamado. Pablo no desarrolla ninguna prueba escriturística de tipo
histórico sino teológico. La exégesis actual, que argumenta con la historia en la mano no se
sorprenderá de que Pablo utilice para su propósito los medios exegéticos que ya empleaba
el judaísmo de su tiempo. Razón de más para que nosotros atendamos sobre todo al
propósito que guía a Pablo en sus afirmaciones, sin que debamos anotar todos los
pormenores de su argumentación zigzagueante.
Ese propósito que preside las afirmaciones de Pablo aparece claro en la doble frase final
de los v. 11b-12; el versículo 11b se refiere a los incircuncisos, mientras el 12 alude a los
circuncidados. Sobre la base de la Escritura hay que considerar a Abraham como «padre
de todos los creyentes no circuncidados». El acento recae aquí sin duda alguna sobre el
«todos». El que «todos» ellos crean no siendo circuncidados se agrega apuntando
directamente a los judíos: creen como creyó el Abraham incircunciso, y su fe «se le
imputa»
como justicia. Lo mismo ocurre ahora con los creyentes.
Entre ellos se cuentan también los judíos, por cuanto creen. Eso es lo que afirma el v. 12:
Abraham es «padre de los circuncidados», del que gustosamente alardean los judíos, pero
no en el sentido de que desciendan simplemente de la circuncisión, sino en cuanto que
siguen las huellas del Abraham que creyó estando todavía sin circuncidar. Pues, sólo así es
realmente «nuestro Padre», como agrega Pablo al final. Sin duda que el Apóstol piensa
aquí en los judeocristianos que se ufanan como auténticos judíos de su origen abrahamita,
pero esta descendencia de Abraham, que desde un punto de vista puramente natural Pablo
no discute, no puede tener valor a sus ojos desde el aspecto más transcendente de
proporcionar la salvación. Si algo cuenta Abraham, no sólo delante de los hombres sino
también delante de Dios, se lo debe a su fe y no a la circuncisión. Se anula, pues, la
pretendida ventaja del judío por motivo de la circuncisión que le liga como pueblo a
Abraham. Lo cual no deja tampoco de expresarse en el hecho de que los incircuncisos (v.
111b) precedan a los circuncidados (v. 12).
Con lo cual resulta -resultado bastante grotesco para el judío- que el camino de la
incircuncisión, visto desde Abraham, es el camino verdadero, no ciertamente del simple
hecho de no estar circuncidado, sino de la fe, que Dios reconoció en la incircuncisión de
Abraham, y que ahora en razón del acontecimiento cristiano lo descubren también los
incircuncisos como el camino general del hecho de la salvación. Con ello no es que la
incircuncisión pase a ocupar el puesto de la circuncisión, sino que las pretensiones anejas
a esta última han caducado. Ahora la circuncisión se considera igual que la incircuncisión.
Por ello puede Pablo proclamar en Gál 5,6; «En Jesucristo no cuentan ni la circuncisión ni
la incircuncisión; sino la fe, que actúa a través del amor.»

La promesa no se funda en la ley sino en la fe


(Rm. 04/13-17a)

13 Pues no fue por medio de la ley como le vino a Abraham y a su


descendencia la promesa de que él iba a ser heredero del mundo,
sino mediante la justicia de la fe 14 Porque, si quienes heredan son
los que proceden de la ley, la fe ha quedado vacía, y la promesa sin
efecto; 15 ya que la ley acarrea el castigo, mientras que donde no
hay ley, tampoco hay transgresión. 16 Por eso la promesa es por la
fe, para que lo sea según gracia y así la promesa quede firme para
toda la descendencia, no sólo para los que proceden de la ley, sino
también para los que proceden de la fe de Abraham, que es padre de
todos nosotros, 17a como escrito está: «Te he constituido padre de
muchos pueblos» (Gén 17,5)...

Con el v. 13 reanuda Pablo su demostración. La nueva palabra clave es la promesa. El


contenido de la promesa hecha a Abraham viene descrito en conexión con un pasaje como
Gén 18,18. Allí se dice: «Abraham será un gran pueblo y en él serán benditos todos los
pueblos de la tierra.» Asimismo oímos repetidas veces que tendrá una descendencia
innumerable. Pablo explica esta promesa en el sentido de que él «o su descendencia»
serán los «herederos del mundo». Por «descendencia» de Abraham pueden entenderse
aquí los creyentes en general; pero según Gál 3,16 es sobre todo Jesucristo el «heredero
del mundo».
Pablo enfrenta aquí la ley a la justicia de la fe, y desde luego que con la mirada puesta en
Abraham. Dado que la ley de Moisés sólo llegó después de Abraham, puede dar
beligerancia a esta oposición con una cierta naturalidad. Pero el judío no aceptaría la
consecuencia que aquí saca Pablo; pues, para el judío Abraham participó de la promesa
justamente en razón de sus méritos, promesa de la que son partícipes asimismo los judíos
en cuanto descendientes de Abraham. También aquí vuelve Pablo a interesarse por
reclamar a Abraham para la Iglesia universal de judíos y gentiles; y ahora de cara a la
promesa recibida por Abraham y cumplida en Cristo.
El v. 14 indica claramente que Pablo parte de la presente situación de la fe. Pero ¿qué
pretende decir cuando afirma que la fe ha quedado vacía, si los herederos son «los que
proceden de la ley»? ¿Significa esto que no puede ser lo que no debe ser? En un cierto
sentido se podría pensar así. Pero hay que considerar la cuestión más despacio. La fe
habría quedado ya vacía de contenido, si los judíos fuesen realmente los «herederos».
Pero puesto que la fe ha llegado de hecho, lo que se ha demostrado, por el contrario, es
que las pretensiones judías eran unas pretensiones hueras. Al creyente como creyente ya
se le ha hecho partícipe de la promesa. Pablo puede partir de esta situación.
En el v. 15 Pablo intenta reforzar su argumentación de los dos versículos precedentes. Lo
que tiene que probar de hecho es que la ley cubre exactamente el espacio de tiempo que
media entre la promesa a Abraham y la realización de esa promesa en el acontecimiento
cristiano de la hora presente. Y ese período es el tiempo huérfano de salvación, el tiempo
del pecado y de la cólera de Dios. Con una idea marginal toca también brevemente el
período anterior a la ley: donde no hay ley tampoco hay transgresión.
El v. 16 ofrece el punto capital de la argumentación. Brevemente se establece la
correspondencia entre la fe de Abraham y la eficacia de la gracia de Dios al presente. Sigue
inmediatamente, a modo de conclusión -y como en los v. 11b y 12-, el resumen de cuanto
precede, en forma de oración final: así la promesa debía ser firme para toda la
descendencia. Una vez más se expresa la validez universal de la presente realidad
salvífica.
Pero ¿qué significa en concreto «toda la descendencia» o, literalmente «toda semilla»?
La ampliación «no sólo para los que proceden de la ley, sino también para los que
proceden de la fe de Abraham», es sorprendente. Pues, parece que aquí deberían
identificarse judíos y cristianos. Mas ¿cómo puede ser esto posible cuando Pablo acaba de
excluir en el v. 14 del derecho a la promesa a «los que proceden de la ley», es decir, a los
judíos, más aún, cuando ha afirmado que la promesa está ligada a la fe y no a la ley? Si fe
y ley se oponen mutuamente ¿cómo pueden estar aquí relacionadas entre sí? Sin entrar
por el momento a discutir ese problema, es preciso establecer en todo caso que los judíos
no quedan, por serlo, excluidos de la promesa. También ellos se cuentan entre los hijos de
Abraham, aunque sólo en razón de la fe a la que está reservada, según Pablo, la genuina
filiación de Abraham.
Al final del v. 16 se dice una vez más, sin dejar el menor resquicio a la duda, cuál es el
verdadero tema de Pablo: Abraham que es padre de todos nosotros. La paternidad
universal de Abraham, que Pablo reclama, responde a la misma Escritura, tal como se
expone en el v. 17a citando un pasaje de Gen 17,5. Lo que, según dicho texto, se le
prometió a Abraham fue esto: «Te he constituido padre de muchos pueblos»; promesa que
ahora se cumple en la única comunidad de salvación que es la Iglesia.
En la sección de 4,13-17a queda claro que Pablo argumenta en favor de la unidad de
judíos y gentiles, que se realiza en la única Iglesia fundada por Cristo, y lo hace teniendo
en
cuenta el punto de vista de los judíos de su tiempo, punto de vista que en parte compartían
aún los judeocristianos. Es precisamente contra los judíos que él utiliza como el argumento
más convincente la figura de Abraham, figura central en la historia de la salvación. Pero en
Abraham no se manifiesta la continuidad histórica de la acción salvadora divina antes y
ahora con un material histórico fehaciente, sino la unidad de la voluntad salvífica de Dios,
que opera la justificación en el presente de la fe al igual que en Abraham. El patriarca es
testigo del alcance de la fe en Cristo en el ámbito universal de la Iglesia. Que la fe cristiana
del presente no es otra que la fe de Abraham, lo prueba Pablo en el resto del capítulo, en
los versículos 17b-25.

c) La fe de Abraham, ejemplo para nuestra fe


(Rm. 04/17b-25)

17b Delante de Dios, en quien creyó, de Dios que da la vida a los


muertos y llama al ser las cosas que no existen. 18 Esperando contra
toda esperanza creyó; y así vino a ser padre de muchos pueblos,
según aquello que se le había dicho: «Así será tu descendencia»
(Gén 15,5).

ABRAHAN/FE: Con más vigor aún que en la sección precedente aparece ahora la figura
de Abraham en el primer plano, y concretamente por su ejemplaridad en la fe. Mientras en
los v. 1-17a estaba en litigio la importancia teológica de la fe de Abraham, Pablo penetra
ahora con mayor fuerza en su estructura interna. A causa de la esperanza «contra toda
esperanza» la fe de Abraham se convierte en ejemplo para la fe cristiana; más aún, en
cierto sentido la fe del patriarca se manifiesta como una fe cristiana, toda vez que Abraham
creyó ya en el que resucita a los muertos. En esta correspondencia intrínseca entre la fe de
Abraham y la fe cristiana culmina la prueba escriturística de Pablo, pues con ello queda
demostrado que Pablo tiene realmente la Escritura de su lado.
El tema de la reflexión lo proporciona el v. 17b: fe en Dios que da vida a los muertos y
llama al ser las cosas que no existen. Con el «delante de Dios» se explica cómo hay que
entender las afirmaciones precedentes. Cuanto se ha dicho sobre la paternidad de
Abraham, no cuenta por sí mismo, sino que se ha dicho teniendo ante los ojos los designios
de Dios. Así es como quiere Pablo enjuiciar a Abraham, justamente desde los planes
divinos. «Delante de Dios» es, pues, el supuesto hermenéutico para la interpretación de
Pablo. Tal era ya el caso de 3,30 en que se invocaba a Dios como fundamento último de la
unidad de la Iglesia. Ahora se reconoce a Dios como el Dios de Abraham y de la Iglesia;
porque uno y otra, Abraham y la Iglesia, creen en el Dios que resucita a los muertos. Este
atributo de Dios aparece en forma similar en 2Cor 1,9, donde se nos exhorta a confiar «en
el Dios que resucita a los muertos». Ya en el judaísmo se reconocía a Dios como el que
resucita a los muertos. La oración de las dieciocho bendiciones (shema), dice así en un
verso de la segunda bendición: «¡Alabado seas, Yahveh, ...tú que resucitas a los muertos!»
La fórmula de Pablo está tomada evidentemente de la tradición judía. Pero ¿cuál es su
pensamiento concreto en 4,17? ¿Piensa acaso en el rejuvenecimiento milagroso del poder
fecundante de Abraham? Tal vez habría que referirse mejor al v. 5, donde Dios viene
descrito como «el que justifica al impío». En la justificación del impío tiene lugar la
vivificación de los muertos. Es con este nuevo acto creador con el que Dios llama «al ser
las cosas que no existen» 18.
FE/PARADOJA:El v. 18 desarrolla la afirmación creyente del v. 17 mirando a la
estructura esperanzada de la fe. Abraham creyó «esperando contra toda esperanza». Pablo
toca aquí justamente la paradoja de la fe. La fe consiste en esperar cuando no hay
esperanza. La fe es suscitada por Dios. Es el resultado de una acción divina vivificante. La
fe se apoya en la llamada de Dios que suscita la vida y que se escucha en el Evangelio.
Abrazar el Evangelio como la oferta generosa de salvación que Dios hace es una fe en
esperanza contra toda esperanza. La fe de Abraham le llevó a convertirse en «padre de
muchos pueblos»; esa misma fe «contra toda esperanza» adquiere todo su vigor en el
presente cristiano. Ahora la Iglesia de judíos y gentiles es la «descendencia» de Abraham
suscitada por Dios.
...............
18. Tampoco esta exposición deja de tener sus precedentes en el judaísmo. ApBar (sir.)
48,8 se dice de Dios:
«Tú llamas a la vida, por tu palabra. a lo que no existe».
...............

19 Y no flaqueó en su fe, aunque se dio perfecta cuenta de que su


propio cuerpo estaba ya sin vigor -pues tenía casi cien años-, y de
que el seno de Sara estaba igualmente marchito. 20 Ante la promesa
de Dios no titubeó ni desconfió, sino que fue fortalecido por la fe y dio
gloria a Dios; 21 y quedó plenamente convencido de que poderoso es
Dios para realizar también lo que una vez prometió. 22 Por eso,
precisamente, se le tomó en cuenta como justicia.

Los versículos 19 y 20 describen ahora la fe de Abraham explotando los materiales de su


historia. Pero, al igual que en los v. 3ss, la cita está acomodada a la doctrina que se trata
de exponer. Pablo enlaza con Gén 17,17 en que Abraham recibe de Dios la promesa de un
hijo: «Entonces Abraham se postró sobre su rostro y sonrióse diciendo en su corazón:
¿Conque a un viejo de cien años le nacerá un hijo, y Sara, de noventa, ha de parir?» Como
quiera que se expliquen las risas de Abraham y de Sara en este pasaje y en Gén 18,12-15,
es evidente que el texto no habla de la fe de Abraham sino más bien de su duda. Pablo, en
cambio, acentúa la natural decrepitud del cuerpo como condición preliminar de la acción
divina. Y hasta fuerza un poco las cosas, pues es evidente que según los datos de la Biblia
no se puede hablar de una esterilidad absoluta, toda vez que, según Gén 25,1.2, Abraham
aún engendró más tarde seis hijos con otra mujer llamada Guetura. La cuestión se explica
perfectamente, no tildando a Pablo de inexactitud o de olvido, sino atribuyéndole el
propósito no de narrar la historia bíblica sino de explotarla, y sin duda alguna que desde los
puntos de vista que le ha proporcionado la presente experiencia de la realidad de la fe.
En consecuencia, lo que aquí Pablo describe sirviéndose del ejemplo de Abraham es la
fe cristiana. La fe cristiana es la que Dios ha suscitado de un estado de muerte y a la que
mantiene firme en la promesa divina contra cualquier clase de duda; es la fe consciente de
que el poder de Dios da cumplimiento a la promesa (v. 20). Todo esto puede Pablo
presumirlo en Abraham, cuando en la Escritura se dice que «se le imputó como justicia».
Naturalmente que Pablo no dice esto último ni en ese orden, sino en el orden inverso:
Porque Abraham fue así, por eso se dice en la Escritura... (v. 22).

23 Ahora bien, eso de que se le imputó no se escribió en favor de


Abraham sólo, 24 sino también en favor de nosotros, a quienes la fe
se nos imputará, pues creemos en aquel que resucitó a Jesús
nuestro Señor de entre los muertos, 25 el cual fue entregado por
causa de nuestras faltas y fue resucitado por causa de nuestra
justificación.

Finalmente, los versículos 23 y 24 expresan con toda claridad adónde quería llegar Pablo
con su reflexión sobre Abraham: a los creyentes de su tiempo. En ellos se cumple la
Escrituras o mejor, la acción de Dios testificada por la Escritura. Lo que en la sección
anterior se describía de modo velado como fe de Abraham, se desvela ahora como fe
cristiana en Dios que ha suscitado a Jesús, nuestro Señor, de entre los muertos. La
afirmación cristológica todavía se desarrolla en el v. 25 brevemente con ayuda de una
confesión de fe formal y se cierra de este modo, no sin referirse a «nuestra justificación»,
en la que el poder de Dios, que resucita a los muertos, alcanza su objetivo.
Lo que significa creer hay que descifrarlo, según Pablo, en la persona de Abraham.
Creyó «esperando contra toda esperanza». Por consiguiente, la fe no es, en primer término,
una opinión humana en un caso determinado, sino la entrega a Dios, provocada por un
llamamiento divino. La fe es lo contrario de la propia afirmación; es el abandono del
hombre
en Dios que resucita a los muertos. Esta es justamente la fe que se alaba en Abraham. El
patriarca se convierte así en el modelo y prototipo del cristiano, quien cree ciertamente en
el Dios que ha resucitado a Jesús de entre los muertos para nuestra justificación. Existe,
pues, una correspondencia entre la fe de Abraham, padre de todos los creyentes,
reconocido por Dios, y la fe del cristiano. Por ello, la realidad cristiana se demuestra sobre
el fundamento de esta única fe como la realidad querida y establecida por Dios. A
demostrar esto se encamina la prueba escriturística de Pablo.
(_MENSAJE/06.Págs. 45-96)

BIBLIA NT CARTAS PABLO ROMANOS /RM 5 y 6

Parte segunda

NUEVO DESARROLLO DE LA JUSTIFICACIÓN


5,1-8,39

Entre el capítulo 4 y el 5 hay un corte. El comienzo de 5,1 muestra que Pablo quiere sacar
ahora unas consecuencias: «Justificados, pues, por la fe...». Con ello se refiere a la
exposición del hecho de la justificación que ha tenido lugar en la parte primera. Con la
palabra «justificación» concluía la sección anterior (4,25). Ahora saca Pablo nuevas
consecuencias del hecho que ha proclamado ¿Qué significa que nosotros hayamos sido
«justificados»? Ante todo que tenemos paz y que nos gloriamos en la esperanza de la gloria
de Dios (5,1-2). La exposición que empieza aquí se prolonga hasta el final del capítulo 8;
aun cuando los capítulos 5-8 no contienen una exposición sistemática. Característica de los
mismos es una serie de conceptos nuevos, como «paz», «gracia», «esperanza», «amor»,
«espíritu», «reconciliación», «salvación», «vida», «santificación», «gloria», «filiación»...
Estos conceptos no se han empleado en la parte primera o sólo contadas veces. Su
finalidad es desarrollar el acontecimiento de la justificación como una realidad que abraza
y
define al hombre. Para ello conviene, ante todo, no pasar por alto que la nueva realidad es
algo que, por parte del hombre, necesita siempre de una realización ulterior (véase
especialmente los capítulos 6 y 8). Sorprende, por el contrario, que los conceptos de
«justificación» y «justicia» retroceden sensiblemente. En el contexto de la parte segunda,
los nuevos conceptos van a expresar una vez más de qué se trata cuando se habla de la
«justificación» del hombre. Es preciso entenderlos como aclaraciones del mensaje de la
justificación. Se mantiene, pues, en estos capítulos el tema del hecho de la justificación,
aunque enfocado desde nuevos puntos de vista.

I. ALCANCE DE LA JUSTIFlCAClÓN (5,1-21)

1. PAZ Y ESPERANZA COMO DONES DEL AMOR DE DIOS (5,1-11)

a) Los dones
(Rm. 05/01-05)

1 Justificados, pues, por la fe, estamos en paz con Dios por medio
de nuestro Señor Jesucristo, 2 mediante el cual hemos obtenido -por
la fe- incluso el acceso a esta gracia, en la que estamos firmes, y nos
gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios. 3 Y no sólo esto; sino
que también nos gloriamos en las tribulaciones, sabiendo que la
tribulación produce paciencia; 4 la paciencia, virtud probada; la virtud
probada, esperanza; 5 y la esperanza no defrauda porque el amor de
Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu
Santo que nos ha sido dado.

«Justificados, pues...» estamos en paz... (v. 1): a lo largo de toda la perícopa 5,1-11
emplea Pablo preferentemente la primera persona del plural. Nosotros somos los que
hemos experimentado el hecho de la justificación, objeto de la predicación paulina. Pablo
habla aquí a los hombres e intenta exponer la nueva conciencia del hombre creyente.
Aparece, pues, en un primer plano el presente como tiempo de la fe y sobre todo -según
muestran a continuación los v. 3-4- como tiempo de la prueba. Ahora tiene que mostrarnos
qué significa «nuestro Señor Jesucristo».
La paz, que nosotros hemos alcanzado en nuestras relaciones con Dios por medio de
Jesucristo, es un don divino que se nos ha otorgado con el acontecimiento cristiano. Pero
no debe desfigurarse entendiéndola como un descanso, como un dormirse en los laureles
que Jesucristo nos ha conquistado. Esto lo demuestra con singular claridad el capítulo 6. La
«paz» es aquella paz escatológica a la que, desde un punto de vista histórico, debemos
tender siempre, pero que en el fondo ya la tenemos aquí habiendonosla ganado Jesucristo.
«Paz con Dios» designa precisamente esas relaciones escatológicas de las que ya ahora
podemos disfrutar como justificados. Por tanto, la paz ya no es simplemente un deseo del
hombre, un sueño acariciado, sino una realidad. En consecuencia, también la esperanza
histórica de paz que el hombre tiene es una esperanza real y no una utopía. Esto es
también lo que los cristianos han de proclamar hoy con justa razón, para lo cual tienen sin
duda que comprometerse de forma resuelta. El v. 2a recuerda una vez más la obra de
Cristo: por su acción hemos logrado el acceso «a esta gracia, en la que estamos firmes». El
justificado ha sido llamado a ocupar su puesto para que como tal se muestre agradecido a
quien le ha llamado. Eso es justamente lo que significa «estamos firmes». Se insinúan ya
las exigencias del estado de gracia, que sólo en el capítulo 6 alcanzarán un desarrollo
temático. Gracia evoca aquí la paz de que goza el hombre justificado.
Junto al don de la paz aparece en el v. 2 la esperanza. Como justificados, podemos
gloriarnos en dicha esperanza, sin que el hecho se convierta en una jactancia vana, porque
Dios ha habilitado para la esperanza a quienes creen en Jesucristo y todo lo esperan de él.
La «gloria de Dios» es, por ello, el objeto adecuado de la esperanza. En ella se anuncia la
prolongación futura y escatológica del presente estado de justificación. Pero, en cuanto don
esperado, la participación en el mismo no es sólo una realidad pendiente, sino que
fundamentalmente ya está dada en el hecho de Jesucristo. De ahí que la esperanza pueda
constituir también un título de gloria. Este gloriarse escapa al peligro de un vano
engreimiento en la medida en que se sabe sustentado por la obra de Jesucristo. Por esa
misma razón la esperanza de la que se enorgullece el cristiano no es tampoco un
sentimiento fantástico y exaltado.
Se impone, pues, acentuar ambos aspectos: la nueva realidad otorgada por Dios y la
realización por parte de Dios que todavía es objeto de esperanza.
El v. 3 menciona como nuevo timbre de gloria las «tribulaciones». ¿Qué quiere decir
Pablo con esto? ¿Acaso piensa en las apreturas que ha experimentado personalmente en
su ministerio apostólico (cf. 2Cor 11,23-30), o en su «debilidad» de la que se gloría en
2Cor
11,30-33? Probablemente también esto. Pero las «tribulaciones» sirven aquí para
designar el estado cristiano. Es propio del cristiano gloriarse de la esperanza en la gloria de
Dios lo mismo que gloriarse en los sufrimientos. Tales sufrimientos no son únicamente las
persecuciones padecidas por la fe, sino las miserias de la vida con las que la muerte
irrumpe ya, o sigue irrumpiendo todavía, en nuestra vida: el temor, la preocupación por el
futuro, los desengaños, los dolores, las enfermedades, la estrechez y todo lo que la vida
trae consigo, pero que ahora junto con la vida hay que afirmar también que es don de Dios.
El cristiano, por ende, no tiene sólo que superar los padecimientos, sino que para él son a
la vez un don y una tarea que debe aceptar. De cara, pues, a los padecimientos que hay
que soportar, el cristiano no tiene el camino más fácil que el no cristiano. Por lo demás, en
razón de su fe el cristiano descubre una coherencia de sus padecimientos, cuyo
conocimiento no es posible al no creyente. Pablo describe paradójicamente la postura del
cristiano frente a las tribulaciones como un gloriarse. Lo cual no significa naturalmente
enorgullecerse de las tribulaciones que se padecen, andar refiriéndolas y exaltándolas. Lo
que se quiere decir es más bien que es preciso acogerlas como venidas de Jesucristo. Ese
gloriarse excluye cualquier vano triunfalismo.
El v. 3b aclara el contexto desde el que debe entenderse la gloria cristiana de cara a las
tribulaciones: «Sabiendo que la tribulación produce la paciencia.» Esta es el primer eslabón
de una cadena que se prolonga hasta el v. 5a. Ninguno de estos eslabones debe
entenderse en un plano psicológico, sino más bien teológico. En esa enumeración no se
puede calcular a qué distancia se está de la perfección o qué es lo que hay que hacer en
cada caso para superar las tribulaciones; lo que importa más bien es un contexto de
eficacia en el que coinciden la tribulación terrena y la esperanza escatológica. Con ello
queda al descubierto el fundamento de la aceptación de las tribulaciones. Hay que
aceptarlas justamente porque en ellas, en su aspecto de muerte destaca la esperanza en la
vida.
Dentro de este encadenamiento, cada uno de los eslabones contiene ideas fecundas
para la realización práctica de la esperanza cristiana. La tribulación en la que nos
encontramos produce «paciencia», literalmente el «aguante», es decir, todo lo contrario de
la huida e impaciencia. La paciencia produce a su vez «virtud probada». De la «prueba en
la tribulación» habla Pablo en 2Cor 8,2. Y en 10,18 de la misma carta se dice de forma
clara
y bella que no es el cristiano quien se da la aprobación a sí mismo, sino que se la da Dios
por medio precisamente de las tribulaciones a las que aquél se ve expuesto. Es Dios quien
prueba y discierne. «Pues no es aceptado el que se recomienda a sí mismo, sino aquel a
quien Dios recomienda.» Pablo cierra la cadena con una cita libre de los Salmos 22,6 y
25,3.20: «la esperanza defrauda». La esperanza cristiana es algo distinto de un consolarse
y hasta de un olvidarse de las tribulaciones. Es la irrupción alentadora del pensamiento de
la gloria de Dios que se abre paso en las tribulaciones.
La esperanza cristiana tiene su razón de ser en las nuevas relaciones del hombre con
Dios, relaciones establecidas por el acto único de Jesucristo. Esto es lo que afirma el v. 5b
al referirse al amor de Dios que «ha sido derramado en nuestros corazones por medio del
Espíritu Santo que nos ha sido dado». Según el v. 8 Dios nos ha demostrado su amor en
esto: en que Cristo murió por nosotros pecadores. Este amor, «derramado en nuestros
corazones 19 por medio del Espíritu Santo», es decir, por el Espíritu de Cristo, es un
constante don de Dios.
...............
19. Acerca de esta misma idea, véase también Ez 39,29; Jl 2,28s; Za 12,10; Sal 45,3; 69,25;
79,6; 2R 22,13.
...............

b) El amor de Dios, fundamento de nuestra vida


(Rm. 05/06-11)

6 Efectivamente, cuando todavía estábamos desvalidos, Cristo


murió, a su tiempo, por los impíos. 7 Y la verdad es que apenas hay
quien muera por un justo; por un hombre bueno quizás haya alguien
que se atreva a morir. 8 Pero Dios muestra en esto el amor que nos
tiene: en que siendo nosotros todavía pecadores, Cristo murió por
nosotros. 9 Con mucha más razón, por consiguiente, ahora que por su
sangre hemos sido justificados, por mediación de él seremos
salvados de la ira. 10 Porque, si cuando éramos enemigos fuimos
reconciliados con Dios mediante la muerte de su Hijo, con mucha
más razón, una vez reconciliados, seremos salvados por su vida. 11
Y no sólo esto; sino que también nos gloriamos en Dios, por nuestro
Señor Jesucristo, por medio del cual hemos recibido ahora la
reconciliación.

El amor de Dios se demuestra de un modo decisivo para la salvación en la entrega que


Jesús hace de su vida por nosotros (v. 6, y véase también el v. 8). «Cuando todavía
estábamos desvalidos», Cristo murió «por los impíos». «Desvalidos» estaban los hombres
en su estado de perdición. Y hay que llamarlos desvalidos e impíos, porque, pese a su
aparente seguridad, estaban completamente necesitados de la acción de Dios. Esta
situación negativa es precisamente el punto en que Dios toma su amorosa iniciativa.
El v. 7 pone de relieve lo extraordinario de la muerte de Jesús por nosotros. La conducta
que ordinariamente puede observarse entre los hombres ofrece una imagen bien distinta: el
que uno salga fiador por otro no es en modo alguno la norma general 20 Sólo desde ese
fondo se echa de ver con claridad lo que significa «que, siendo nosotros todavía
pecadores, Cristo murió por nosotros» (v. 8).
El v. 9 retorna de nuevo a la idea del v. 5a. La esperanza se cumple en la salvación
futura de la ira de Dios. Echando una mirada atrás Pablo recuerda de nuevo que nuestra
perspectiva para el futuro se funda y apoya en la justificación presente. Con el giro «por su
sangre» (cf. 3, 25) 21 el hecho de la justificación se localiza en la entrega de su vida por
parte de Jesús, lo cual otorga una certeza mucho mayor a la esperanza. Una vez más
vuelve Pablo en el v. 10 a la conexión entre la muerte de Jesús y la salvación escatológica;
pero ahora desde el punto de vista de la reconciliación con Dios: la muerte del Hijo de Dios
supera la enemistad entre el hombre y Dios. Además, la muerte y la vida de Jesús se
yuxtaponen como medios del acontecimiento de salvación, sin que quepa separarlas una de
la otra, pues en la muerte de Jesús irrumpe precisamente su vida, que es también nuestra
vida 22.
Pero nosotros no solamente hemos sido reconciliados, sino que nos «gloriamos también
en Dios» (v. I l). Y como quienes se glorían en Dios -así habría que reasumir el v. 10-
seremos salvados. Se echa de ver que el v. 11 presenta una formulación trabajosa. A la
inteligencia de la frase contribuirá el que, frente a la construcción gramatical,
establezcamos
una mayor conexión ideológica y valoremos más el «gloriarse» de los v. 2 y 3. Como
cristianos podemos gloriarnos «en Dios»: nos alegramos con la esperanza que tiene su
fundamento en la donación que Jesús ha hecho de su vida e intentamos mantener firme
esa esperanza en medio de las tribulaciones de la existencia que nos asedian
constantemente.
Pablo concluye su razonamiento con una alabanza a Dios, que debería servir para la
comprensión y experiencia del presente como el tiempo de la paz lograda con Dios y de la
fundada esperanza de salvación. El éxito de la justificación del pecador, debida a Dios, se
demuestra en la paz que ahora, una vez reconciliados, tenemos con él, y en la esperanza
que en medio de las tribulaciones presentes nos abre la perspectiva de la gloria de Dios.
...............
20. En el v. 7 el «muera por un justo» y el «por un hombre bueno... morir» presentan sólo
una oposición
aparente. Pablo no pretende decir que sea más fácil morir por un «hombre bueno» que por
otro «justo»; lo
que intenta más bien es corregir la frase primera del v. 7 con la segunda. La fórmula «por
un justo» está
evidentemente en oposición antitética con los «impíos» del v. 6, mientras que el «por un
hombre bueno» hay
que entenderlo en el sentido de «por un buen amigo». El enlace de las ideas, que no
aparece fluido a lo largo
de la sección 5,6-11, es un signo del lenguaje directo y asistemático de la carta, que
renuncia al equilibrio
perfecto de las fórmulas.
21. Véase también ICor 11,25; Ef 1,7; Col 1,20.
22. Cf. Ga 2,20; Rom 6,11.
...............................

2. EL HOMBRE NUEVO Y LA NUEVA HUMANIDAD (5,12-21)

A lo largo de esta sección de 5,12-21 Pablo pretende exponer el alcance de la


justificación, obtenida por la fe, de cara a la historia humana. Para ello se sirve de la
confrontación entre Adán y Cristo. Adán es aquí el representante de toda la humanidad; y al
igual que el primer Adán incorpora a la humanidad entera, también al segundo Adán y a su
obra les corresponde una vigencia universal.
La interpretación de esta perícopa tiene que descubrir cuál es el propósito que preside
esta larga confrontación entre Adán y Cristo. De ahí que no baste con establecer qué es lo
que se dice de Adán, por una parte, y de Cristo, por la otra; es preciso relacionar todo lo
que se dice de uno y otro.
a) Conexión entre el pecado y la muerte
(Rm. 05/12-14)

12 Por esta razón, como por medio de un solo hombre entró el


pecado en el mundo, y por el pecado la muerte; y así la muerte pasó
a todos los hombres, por cuanto todos pecaron...

Los versículos precedentes han puesto de relieve especialmente la acción de Jesucristo.


Con ellos enlaza el v. 12: «Por esta razón...» Pablo intenta ahora una comparación: «Como
por medio de un solo hombre...» Pero aquí se confrontan la acción de Cristo con la acción
de Adán, mas no se concluye. De hecho sólo se detiene en la exposición de un solo
extremo, el de Adán, sin mencionar para nada el otro. La segunda parte de la frase, que
falta, sólo se sugiere al soslayo a través de una idea intermedia en los v. 13 y 14. De ahí
que el v. 12 sólo pueda entenderse de modo adecuado desde el contexto que forma la
sección 5,12-21.
Como la frase está incompleta, adquiere ahora enorme relieve la afirmación acerca de un
solo hombre por medio del cual el pecado y, como secuela del pecado, la muerte entraron
en el mundo. Se supone aquí la caída de Adán en el pecado. ¿Pero qué se pretende
explicar con este recurso a la figura de Adán y a su pecado? Se empieza por decir que por
medio de Adán entró el pecado en el mundo, y con el pecado la muerte. Pero aquí no se
plantea la cuestión del origen del pecado ni de su influencia. Esto lo dice ciertamente el v.
12 en su parte central. El pecado tiene tal eficacia que ahora la muerte, aparecida con el
pecado, alcanza a todos los hombres. Conviene advertir que no se dice que el pecado llegó
a todos los hombres, sino la muerte, y la muerte sin duda como efecto del pecado, que
ahora está en el mundo y que en el mundo repercute sobre todos como una muerte. Y hay
que advertir sobre todo que con este razonamiento se polariza la afirmación sobre el
pecado de Adán. Es decir, que ya no se discute simplemente el pecado del primer hombre,
sino la relación de la infelicidad que todos los hombres experimentan como muerte con ese
pecado, con el pecado de Adán. A éste no se le nombra expresamente, sino que viene
indicado como «un solo hombre». Con ello surge una antítesis vigorosa: entre «un solo
hombre» y todos «los hombres». La conexión entre ambas partes es una conexión fatídica,
y eso es lo que más importa en el presente versículo.
Ahora bien, es curioso que, al final del v. 12, Pablo subraya fuertemente la idea de que el
pecado de Adán representa el pecado de todos los hombres. En efecto, la frase «por
cuanto todos pecaron...» no encaja con lo que antecede, pues subraya precisamente que
tantas desgracias (muerte) no proceden en exclusiva del pecado de Adán, sino del hecho
de que todos pecaron. La idea de un pecado original, lejos de confirmarse, viene más bien
excluida con esa frase que comentamos, pues tampoco gramaticalmente puede referirse a
Adán de un modo directo. En el contexto del v. 12, más que de pecado original heredado
habría que hablar de una muerte heredada.

13 Porque ya antes de la ley existía pecado en el mundo, aunque


el pecado no se imputa cuando no hay ley. 14 Sin embargo, la
muerte reinó desde Adán hasta Moisés, incluso sobre aquellos que
no pecaron a la manera de la transgresión de Adán, el cual es figura
del que había de venir.
En lugar de concluir la frase iniciada en el v. 12, Pablo hace una divagación en el v. 13
sobre el problema de si se puede, y cómo, hablar de pecado en el tiempo en que la ley aún
no había sido promulgada, ya que el pecado es una transgresión de la ley. Como en el
versículo precedente Pablo ha dicho que el pecado es el pecado de todos los hombres,
surge la cuestión de cómo puede hablarse de pecado cuando la ley (de Moisés) todavía no
había sido promulgada. En el dato de Pablo se echa de ver claramente que el pecado es
siempre tanto una fuerza nefasta que pesa sobre el destino de la humanidad como un
hecho nefasto del que es responsable personal el individuo. Ciertamente que por la acción
de Adán entró el pecado en el mundo. Pero ese pecado no se «imputa» como de la
humanidad que ha pasado a ser pecadora; no se toma en cuenta hasta que aparece la ley
y cumple su función funesta. La ley tiene sin duda el valor de presentar el pecado como un
acto pecaminoso del hombre. «La ley sólo lleva al conocimiento del pecado» (3,20), lo que
quiero decir que, por la ley, el pecado llega a ser lo que es en el acto del hombre.
Mas no se puede negar que el poder de la muerte también dominó sobre los hombres
«desde Adán hasta Moisés», aun cuando, como ha dicho Pablo en el v. 13, el pecado
todavía no se imputaba, o -con otra expresión- los hombres no pecaban «a la manera de la
transgresión de Adán» (v. 14). Según Pablo, la muerte no se concibe sin el pecado; pero el
Apóstol intenta distinguir. Hay que entender la muerte como secuela del dominio del
pecado
en el mundo, incluso cuando el acto del hombre, por el que el pecado llega a dominar, no
se tiene en cuenta o todavía no ha llegado a imputársele. Sin infravalorar teológicamente
este dato que apunta el Apóstol, se descubre en él una cierta perplejidad; perplejidad que
en buena parte se debe al hecho de que Pablo entiende el pecado, la muerte y la ley como
fuerzas funestas que colaboran para convertir la historia de la humanidad en una historia de
perdición. De este contexto histórico cargado de desdichas no quedan excluidos
precisamente los judíos, que tanto se ufanan por causa de su ley.
Pero con esta pequeña digresión Pablo no se olvida de reanudar el hilo que dejó suelto
en el v. 12. Realmente no quiere hablar de la historia de la humanidad entre Adán y Moisés,
ni tampoco del pecado de Adán, sino de Adán como «figura» del Adán futuro. Esta
consideración tipológica de la historia cristiana la desarrolla en los v. siguientes, aunque no
sin poner de relieve al mismo tiempo sus diferencias.

b) Superioridad de la gracia
(Rm. 05/15-17)

15 Pero no fue la falta de igual categoría que el don. Pues, si por la


falta de uno solo todos incurrieron en la muerte, mucho más la gracia
de Dios, o sea, el don contenido en esa gracia, en la de un solo
hombre, Jesucristo, redundó profusamente sobre todos. 16 Ni sucede
con el don como sucedió por causa de aquel uno que pecó: pues, a
consecuencia de una sola falta, el juicio terminó en condenación;
mientras que el don, partiendo de muchas faltas, culminó en
justificación. 17 Porque si por la falta de uno solo reinó la muerte por
mediación de este solo, mucho más por medio de uno solo,
Jesucristo, reinarán en la vida los que reciben la abundancia de la
gracia y del don de la justicia.
Pablo no compara simplemente a Adán con Cristo; con tal confrontación lo que pretende
sobre todo es poner de relieve el alcance universal del acto de Cristo. Ahora bien, éste es
tan incomparable por su misma naturaleza que un paralelismo entre Adán y Cristo sólo
puede esclarecer el contraste entre pecado y gracia y la superación del acto pecaminoso
por el acto gratificante. Por eso, en los v. 15-17 el acento carga siempre en el «mucho
más».
El acto pecaminoso de Adán desencadenó sobre los hombres la fatalidad del dominio de
la muerte. Las cosas corren de otro modo, al tiempo que se supera esa conexión, con la
gracia de Dios que se otorga a los hombres con sobreabundancia por medio del nuevo
Adán, Jesucristo. A través del acto de Jesucristo la gracia aparece como un don inmerecido
e inconmensurable, y precisamente en favor de todos los hombres, que por sí mismos no
pueden presentar otra cosa que el pecado y la muerte.
El v. 16 pone vigorosamente de relieve las diferencias que presenta el mundo de la
gracia. La comunicación del don divino no sigue el mismo proceso que el del pecado y la
muerte a través del acto fatídico de Adán. El juicio contra un acto pecaminoso llevó a la
condenación. Por el contrario, el don de la gracia se mantiene y ha llegado por razón de
muchos actos pecaminosos y lleva a un acto justo.
La acentuación de la unidad y multiplicidad de los que quedan afectados por ese «uno
solo», requiere una explicación particular. La unidad que aparece hasta seis veces en
nuestros versículos, indica que todo depende de uno. La humanidad está vista de forma
colectiva. Su existencia y el modo de la misma se lo debe a uno. La unidad y unicidad las
atribuye el judaísmo ante todo a Dios. «Dios es uno», argumenta Pablo en Gál 3,20,
suponiendo como algo natural la verdad de esta frase. A la unidad de Dios responde la
creación de un hombre -en dos sexos relacionados entre sí y formando de ese modo la
unidad- como imagen suya. Esta unidad es, pues, constitutiva de toda la humanidad en
razón de la creación, lo que necesariamente no implica una unidad genealógica. Y como
unidad de creación se mantiene constitutivamente incluso cuando, por el pecado de uno,
esa unidad degenera en una unidad de desgracia general. Fuera de Cristo la humanidad se
encuentra como una creación trastornada. Y como tal la ha descrito Pablo en 1,18-3,20. Su
situación de desgracia se concreta, según 5,16, en la pluralidad de «faltas». La unidad de
la creación, intentada por Dios desde el principio, se presenta en Cristo como un estado de
salvación, de tal modo que Cristo puede aparecer ahora como el nuevo Adán, en el que
vuelve a cimentarse de nuevo la conexión salvadora de la humanidad. En la experiencia de
la fe que se orienta hacia Cristo el hombre comprende incluso que la unidad del género
humano se fundamenta en la voluntad salvadora de Dios que antecede y supera toda la
historia de infelicidad.
Frente a la vieja historia de su infelicidad la humanidad encuentra ahora en el acto de
Cristo y en el don de su gracia la nueva creación de su ser. La diferencia con la vinculación
fatídica la expresa con toda claridad el v. 17. El nuevo ser no es al modo de la unidad
colectiva en el pecado y la muerte, establecida por el acto de Adán, no es una fatalidad
azarosa. El nuevo ser es más bien una gracia y un don inmerecidos que se otorgan a todos
los hombres. Sólo que los hombres no nacen ya en este nuevo estado de salvación, sino
que «reciben» su nuevo ser como «don de la justicia». La unidad del género humano
fundada por Cristo escapa por lo mismo a cualquier automatismo y legalidad. Se constituye
como la comunidad de los convertidos y de los «hijos» libres23 que esperan con fe la
promesa de Dios. Las palabras del final del v. 17 reclaman de forma directa que se acentúe
la libertad en el ordenamiento de la gracia: quienes han recibido el incomparable «don de la
justicia», es decir, del nuevo ser, «reinarán en la vida (eterna)». El valor de esta promesa
destaca sobre todo cuando se confronta con el funesto señorío de la muerte (v. 17a). Es de
notar aquí el cambio de sujeto: hasta ahora dominó fatalmente la muerte, pero ahora
reinarán personalmente aquellos a quienes Dios ha otorgado sus dones con «abundancia».
Este nuevo reinado de la vida que empieza por llegar a los cristianos en forma de promesa,
no supone ninguna merma del don de la gracia, sino que descubre esperanzadoramente la
dimensión de futuro de nuestro nuevo comienzo que se funda en Cristo.
...............
23. Cf. Ga 3,26; 4,7; Rm 8,14-23.
...............

c) Resumen y moraleja: Señorío universal de la gracia


(Rm. 05/18-21)

18 Así pues, como por la falta de uno solo recayó sobre todos los
hombres la condenación, así también por la acción justa de uno solo
recae sobre todos los hombres la justificación que da vida. 19 Pues,
al igual que por la desobediencia de un solo hombre todos quedaron
constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno solo
todos quedaran constituidos justos. 20 La ley intervino para que se
multiplicaran las faltas; pero, donde se multiplicó el pecado, mucho
más sobreabundó la gracia, 21 a fin de que, así como el pecado reinó
para la muerte, así también la gracia, mediante la justicia, reine para
vida eterna por Jesucristo nuestro Señor.

La antítesis entre Adán y Cristo demuestra a lo largo de la sección que forman los v.
12-17 el valor universal de la acción salvadora de Cristo. Pablo vuelve a resumirlo en el v.
18: al igual que todos los hombres han experimentado la desgracia por un solo hombre, así
ahora todos los hombres alcanzan la salvación por un solo hombre: Cristo.
El tema principal de esta perícopa es, pues la universalidad de la salvación. Al final Pablo
afirma que «así como el pecado reinó para la muerte, así también la gracia, mediante la
justicia, reina para la vida eterna» (v. 21).
Merece especial atención que en este contexto vuelva el v. 19 -con mayor claridad que el
v. 12- a conectar la desgracia, y con ella el pecado de todos los hombres, con la acción
pecaminosa de Adán. Cómo haya que explicar tal conexión no lo dice nuestro pasaje, pues
sólo habla del contraste con la acción de Cristo. Para la comprensión, tanto del v. 12 como
del 19, es de vital importancia no aislar las afirmaciones sobre el pecado de Adán y de
todos los hombres, toda vez que alcanzan todo su significado al exponer la acción de Cristo
y la nueva conciencia de los creyentes.
El v. 20a habla una vez más de la función fatídica de la ley; lo que debe entenderse sin
perder de vista lo dicho en 3,20 y 5,13-14. El v. 20b es una simple puntualización: por el
advenimiento de Cristo se ha puesto esto en evidencia: a un pecado que sólo llega a
consumarse por la ley debía corresponder la sobreabundancia de la gracia. En 6,1-2, Pablo
señalará cómo puede interpretarse mal el sentido de esta frase.
La consecuencia que Pablo saca de esta afirmación en el v. 21 conduce una vez más al
tema del capítulo 6: entre pecado y gracia ha tenido lugar un cambio de soberanía, en el
que se fundan las exigencias bajo las que ahora se encuentra la nueva humanidad
justificada por la fe.
________________________

II. LA NUEVA VIDA (6,1-23)


Que en la acción de Jesucristo surge un nuevo comienzo y que la humanidad obtiene la
vida mediante la fe en él, representa nuevas exigencias para los creyentes justificados. La
«soberanía» de la gracia de Cristo no es cómoda y no permite ningún abandono en la
posesión de la salvación obtenida, sino que compromete al creyente a una obediencia total
para vida.
La nueva existencia del cristiano, como de quien ha sido justificado por la fe, se mueve
en una polaridad fundamental entre el ser y el deber, entre el enunciado de la salvación y el
imperativo «ético». Según Pablo hay una correspondencia intrínseca entre ambas. El don
incluye una exigencia. En el capítulo 6 encontramos el enlace entre el enunciado y el
imperativo ético con una fórmula: justicia y obediencia. Es significativo que en dicho
pasaje
(6,1-11) Pablo agregue una declaración sobre el bautismo, que confirma la doctrina de la
justificación; de tal modo que la nueva vida, de la cual participa el bautizado, se manifiesta,
al propio tiempo, como una exigencia de comportamiento nuevo.
Las exhortaciones de este capítulo ponen singularmente de relieve que la nueva vida del
justificado ha de conservarse en un enfrentamiento constante con el pecado, que una y otra
vez intenta hacer valer sus viejos derechos de soberanía (véase sobre todo 6,11-14). Si
Pablo tiene que exhortar con tal insistencia a guardarse de la vieja esclavitud del pecado,
es porque ya antes ha proclamado con los tonos más vibrantes la realidad fundamental e
incontestable del hecho de la justificación. Cuanto más impresionante es el mensaje de la
gracia, con tanto mayor apremio tiene que exhortar el Apóstol a llevar una vida nueva y a
mantenerse alerta contra el pecado.

1. MUERTOS AL PECADO Y VIVIENDO PARA DIOS


(Rm. 06/01-14)

1 ¿Qué diremos, pues? ¿Que permanezcamos en el pecado, para


que la gracia se multiplique? 2 ¡Ni pensarlo! Quienes quedamos ya
muertos al pecado, ¿cómo hemos de seguir todavía viviendo en él?

Partiendo de la frase de Pablo en 5,20b resultaba fácil sacar un principio práctico: a


mayor pecado, mayor gracia. Ya en 3,8 tuvo que rebatir esta falsa interpretación de su
mensaje. Ahora vuelve a combatir para exponer de forma más clara la verdadera
consecuencia que reclama el mensaje de la justificación.
La oposición entre pecado y gracia es absoluta. La gracia otorgada en Cristo no permite
comparación alguna con el pecado. Y es que la gracia significa precisamente que el pecado
ha sido reducido a la impotencia y que ya no puede aspirar a nada. Por lo demás, al que ha
sido liberado del poder del pecado la gracia no le deja más alternativa que la de aceptar y
realizar la nueva posibilidad de vida que con ella se le ofrece. Se muestra precisamente
como gracia por el hecho de que nosotros la asumimos. No permite quietismo alguno,
porque éste no conduciría más que a una reviviscencia del pecado antiguo. Para quien la
recibe, la gracia es más bien un punto de partida. Así lo pone Pablo de relieve con el
imperativo de las exigencias éticas que se repite a lo largo del capítulo.
A dicho imperativo apuntan ya las preguntas que el Apóstol formula al comienzo del
capítulo. De acuerdo con el mensaje de la justificación el hombre nuevo es la nueva
posibilidad que se nos otorga, por lo demás inmerecida y gratuita. Ahí no caben
delimitaciones de ninguna clase. Y la libertad del que ha sido redimido del pecado no debe
en modo alguno quedar limitada por nuevos preceptos. Sin embargo, el hombre nuevo no
se realiza de un modo automático, sino con una entrada total, constante y libre en la nueva
posibilidad que Dios le brinda.

3 ¿O es que ignoráis que cuantos fuimos sumergidos por el


bautismo en Jesucristo, fue en su muerte donde fuimos sumergidos?
4 Pues por medio del bautismo fuimos juntamente con él sepultados
en su muerte, para que, así como Cristo fue resucitado de entre los
muertos por la gloria del Padre, así también nosotros caminemos en
una vida nueva. 5 Porque, si estamos injertados en él, por muerte
semejante a la suya, también lo estaremos en su resurrección. 6
Comprendamos bien esto: que nuestro hombre viejo fue crucificado
junto con Cristo, a fin de que fuera destruido el cuerpo del pecado,
para que no seamos esclavos del pecado nunca más. 7 Pues el que
una vez murió, ha quedado definitivamente liberado del pecado.

Pablo recuerda el bautismo. Como bautizados hemos experimentado en nosotros la


muerte de Jesús casi de una forma corpórea. Hemos sido bautizados en su muerte, lo que
quiere decir que también «fuimos juntamente con él sepultados en su muerte» (v. 4). El
texto deja sin resolver cómo hemos de representarnos la vinculación con Cristo en el
bautismo. Probablemente piensa Pablo no tanto en un morir místico con Cristo cuanto en
una asimilación a él, que continúa realizándose en la vida del cristiano y de la que el
bautismo constituye la iniciación simbólica. Como quiera que sea, el «estar injertados en
él,
con muerte semejante a la suya» (v. 5) no se limita, según el pensamiento de Pablo, al acto
puntual del bautismo, sino que se extiende de forma exhaustiva a toda la vida del cristiano.
Esto responde también a la tendencia dominante de todo el capítulo 6. La «vida nueva»,
que el bautizado ha obtenido por la muerte de Cristo, se realiza en el tiempo, en cuanto el
cristiano responde, sin limitaciones y con libertad, a las exigencias incesantes de la gracia.
De este modo la conducta del cristiano se convierte en signo auténtico de la esperanza
de consumación abierta con la muerte y resurrección de Jesús. Que nosotros estemos
también «injertados» en Cristo «en su resurrección» no significa desde luego una
esperanza infundada y vacía frente a la constante realización de la «nueva vida» en la
existencia cristiana, sino una esperanza que se desarrolla en el tiempo, pues ya en ella se
produce el injerto futuro con la «resurrección» de Jesús. De este modo no sólo se anticipa
por el bautismo nuestra esperada resurrección, sino que el bautismo constituye el
fundamento de la nueva vida del hombre justificado, como una comunión de vida
esperanzada con Cristo.
Una vez más torna el Apóstol en el v. 6 al acontecimiento de Cristo y a nuestra
asimilación con él. Que «nuestro hombre viejo fue crucificado juntamente con Cristo»,
concretamente en el bautismo como comienzo simbólico que establece la nueva realidad,
tiene amplias consecuencias: «el cuerpo del pecado» tenía que ser destruido, es decir, que
el pecado ya no ha de encontrar asidero alguno en la existencia del bautizado. La ruptura
con el pecado es total y absoluta en el acontecimiento cristiano y, por tanto, en el bautismo.
Ahora el hombre está libre del pecado. Esta libertad, que Cristo funda y define, justamente
puede conservarse en cuanto en la existencia del hombre justificado se niega al pecado
cualquier derecho y cualquier ocasión.

8 Por lo tanto, si hemos muerto con Cristo, tenemos fe de que


también viviremos con él, sabiendo que Cristo, una vez resucitado de
entre los muertos, ya no muere más: la muerte ya no tiene dominio
sobre él. 10 Porque en cuanto a que murió, para el pecado murió de
una vez para siempre; pero en cuanto a que vive, vive para Dios. 11
Así también vosotros consideraos, de una parte. que estáis muertos
al pecado; y de otra, vivos en Dios en Cristo Jesús.

De nuevo subraya Pablo la esperanza que se nos ha abierto en la muerte de Cristo. La


muerte y resurrección de Jesús no hay que entenderlas sólo como el único e irrepetible
acontecimiento histórico de la salvación, desde el que se legitima fundamentalmente toda
esperanza cristiana, sino que representan también nuestra existencia delante de Dios. Al
igual que Cristo ha muerto al pecado y ahora vive para Dios, así también nosotros estamos
muertos al pecado, aunque vivos para Dios (v. I1). Esta conexión arranca el acontecimiento
cristiano del pasado y del olvido, haciendo que experimentamos a Jesucristo y la entrega
de su vida más bien como el fundamento permanente de nuestra existencia. De ahí también
la palabra victoriosa del v. 9: «la muerte ya no tiene dominio sobre él», no sólo sobre la
existencia privada de Jesús en el pasado y en el futuro, sino sobre cuantos viven «en Cristo
Jesús» (v. 11).
Si estos versículos no hablan ya del bautismo, ello no significa que haya quedado
olvidado sin más; hay aquí un recuerdo de los versículos 3-5. Pues, lo que Pablo quiso sin
duda subrayar con el bautismo fue precisamente el compromiso peculiar de la nueva vida,
condicionada siempre existencialmente por Cristo. Pero es preciso advertir también que el
recuerdo del bautismo en toda esta sección sólo tiene una importancia complementaria,
porque aun en el mismo capitulo 6 el fundamento y núcleo de la argumentación paulina
sigue siendo el mensaje de la justificación, antes proclamado. Creemos por lo mismo que,
si
se quiere ser fiel al pensamiento del Apóstol, no hay que referir directa y exclusivamente al
bautismo cada una de las afirmaciones aisladas de la perícopa. Todas las afirmaciones
parciales deben servir al propósito de fundamentar la realización cristiana de la vida.

12 Por consiguiente, no reine ya el pecado en vuestro cuerpo


mortal, de modo que cedáis a sus concupiscencias, 13 ni ofrezcáis
más vuestros miembros como armas de injusticia al servicio del
pecado, sino consagraos a Dios como quienes han vuelto de la
muerte a la vida y ofreced vuestros miembros como armas de justicia
al servicio de Dios. 14 Porque el pecado no tendrá ya dominio sobre
vosotros; pues no estáis bajo la ley, sino bajo la gracia.

Las consecuencias esbozadas en la sección precedente se exponen ahora con mayor


amplitud. No reine ya el pecado. Aquí aparece con gran realce el imperativo de la exigencia
moral, y desde luego en forma de exhortación. A los cristianos hay que seguir
exhortándoles a precaverse de la soberanía del pecado. El pecado, que Cristo ha reducido
radicalmente a la impotencia, continúa siendo, a pesar de ello, como la posibilidad negativa
del cristiano. Si éste no se abraza a la auténtica y verdadera posibilidad que la gracia le
ofrece, vuelve a caer en la vieja y superada soberanía del pecado, pese a la obra redentora
de Jesús. Pero el cristiano no puede permitirse semejante comodidad. El asidero al que se
agarra el viejo pecado es nuestro «cuerpo mortal» con «sus concupiscencias». Es el
«hombre viejo» y su «cuerpo» (v. 6) sobre el que sigue levantándose el pecado. En la
medida en que el cristiano se le opone en una guerra sin cuartel y se revoca a su
vinculación con Cristo, se destruye sin cesar el «cuerpo del pecado» (v. 6). Lo que quiere
decir que se priva al pecado de su base todavía presente en la existencia del cristiano, de
tal modo que se impide la renovada encarnación del pecado. Apenas será necesario
advertir que las afirmaciones de Pablo en este texto no reflejan ningún odio al cuerpo. Más
bien reclama justamente una vida de obediencia corporal de cara a Dios (v. 13).
Pero antes de dar a la exhortación ética un giro positivo, Pablo insiste una vez más en el
v. 13a en que la vida cristiana es una renuncia al pecado. La vida de los cristianos es una
consagración a Dios, a quien son deudores como redimidos del pecado y de la muerte y
como llamados a la vida. Esta consagración a Dios se realiza en la entrega de los
«miembros» como «armas de justicia» 25 y no «de injusticia». Los cristianos están en un
constante servicio militar a las órdenes de Dios y en contra del pecado. Sus «armas» son
sus «miembros», es decir, toda su existencia corporal de la que disponen; su victoria
consiste en alcanzar la «justicia», que no es otra que la «justicia de Dios» (1,17; 3,21s),
creadora de salvación.
El v. 14 se remite al texto de 5,21 reforzándolo: entre el pecado y la gracia ha tenido
efecto un cambio de soberanía, el nuevo señorío de la gracia compromete al hombre por
completo y no tolera compromiso alguno con el pecado.
...............
25. Cf. 2Co 6.7; pasaje en que resulta evidente se trata de la verdad y de la fuerza de Dios
que sirve a las
«armas» de justicia para lograr su triunfo. Véase también 10,4; Rm 13.12; Ef 6,10-20.
...............

2. LIBRES DEL PECADO Y OBEDIENTES A LA JUSTICIA


(Rm. 06/15-23)

15 Entonces, ¿qué? ¿Podemos pecar, puesto que ya no estamos


bajo la ley, sino bajo la gracia? ¡Ni pensarlo! 16 ¿No sabéis que, si
os ofrecéis a alguien como esclavos para estar bajo su obediencia,
sois realmente esclavos de aquel a quien os sujetáis: ya sea del
pecado para muerte, ya sea de la obediencia para la justicia?

El v. 15 repite la pregunta del v. 1, y con ella se abre una nueva exposición de las
exigencias morales que incumben al justificado para darles un mayor relieve. Las
expresiones clave son ahora «esclavos del pecado», «esclavos de la justicia»,
«obediencia» y «libertad».
El creyente se encuentra bajo la gracia; de ello no cabe la menor duda. Sólo que ahora
debe abrazar con fe la nueva realidad que se le brinda como su posibilidad. Y eso ocurre
con la entrega a «la obediencia». La pregunta del v. 16 no sólo formula una regla conocida,
sino que apunta de forma inequívoca a la obediencia total y vital del creyente. La imagen
de
la esclavitud subraya la vinculación en la que entra el cristiano con su autoentrega. Pablo
utiliza comparaciones de su entorno, en este caso también sacándolas del orden general
que preside la sociedad de su tiempo. Su aplicación importa aquí en la medida en que el
Apóstol la da a conocer en este contexto. Que Pablo aplique la imagen de la esclavitud al
estado cristiano, se funda ante todo en la oposición a la esclavitud del pecado. A ella
corresponde el estado de cosas de la esclavitud en sentido propio, mientras que los
cristianos han sido «liberados para la libertad» 26 Por lo que la fórmula de que el cristiano
ha de hacerse esclavo de Dios, o sea de la «justicia» (v. 18s), hay que entenderla
metafóricamente. Al mismo tiempo refuerza la vinculación a Cristo que se da con la
obediencia del creyente y por la cual éste es arrancado a la esclavitud del pecado.
...............
26. Cf. Ga 5,1.13.
...............

17 Pero gracias a Dios que, después de haber sido esclavos del


pecado, os habéis sometido de corazón a la forma de doctrina a la
que fuisteis entregados; 18 liberados del pecado, os habéis
convertido en esclavos de la justicia.

A partir de Cristo las relaciones resultan claras e inequívocas; lo que induce a Pablo
espontáneamente a dar gracias a Dios. Porque a partir de Cristo la esclavitud del pecado
es ya una forma de vida caducada. El presente se caracteriza por la obediencia de los
creyentes, obediencia para la que Cristo les ha liberado. El v. 17b constituye dentro del
conjunto un inciso de difícil explicación. Recuerda la fuerza vinculante de la «doctrina»
que,
en una determinada forma, representa el contenido de la fe cristiana.
Nosotros hemos sido «liberados del pecado», y esto significa que hemos entrado en la
esclavitud de la justicia (v. 18). El contraste de la oposición entre libres y esclavos agudiza
el problema ético. Ni hay por qué rebajar este contraste, cuando se aclara precisamente
que la libertad es justamente una liberación de... y una liberación para. O, dicho con otras
palabras, en lugar de la vieja esclavitud ha entrado ahora necesariamente la nueva
esclavitud por la acción liberadora de Cristo; de tal modo que, a juicio de Pablo, nunca se
puede vivir sin alguna ligadura. Con semejante explicación no se toma la libertad en toda la
amplitud de su verdadero sentido. Más bien hay que acentuarla vigorosamente en el
sentido que le da Pablo. Y el verdadero problema de la ética paulina consiste precisamente
en esto: ¿cómo pueden realizar de hecho los cristianos esta libertad que Cristo les ha
merecido? La respuesta de Pablo a lo largo de toda la sección no deja la menor duda: se
realiza con la entrega personal del creyente, con la obediencia que abarca toda su vida.

19 Estoy hablando en términos humanos, a causa de la flaqueza


de vuestra carne. Pues bien, así como ofrecisteis vuestros miembros
al servicio de la impureza y de la inmoralidad, para la inmoralidad,
así también consagrad ahora vuestros miembros al servicio de la
justicia, para la santificación.
Pablo pide disculpas por su modo de hablar, porque advierte lo inadecuado que resulta
presentar la existencia cristiana como una esclavitud. En realidad tampoco a él le interesa
semejante descripción, sino la confirmación de los cristianos. «A causa de la flaqueza de
nuestra carne», que también el cristiano, y él precisamente, debe tener en cuenta, debe
amonestar y advertir apremiantemente del peligro de la vieja esclavitud, que no era otra
cosa que «impureza» e «inmoralidad». Si para los que ahora están justificados antes no
había más que un ofrecimiento a la impureza y a la inmoralidad, Pablo aclara que una
consagración en el sentido auténtico es lo que corresponde a su nueva existencia (cf. v.
13). Esa entrega significa santificación, y en consecuencia, todo lo contrario de la impureza
y la inmoralidad.

20 Efectivamente, cuando erais esclavos del pecado, erais libres


con respecto a la justicia. 21 ¿Pero qué fruto recogíais entonces?
¡Cosas de las que ahora os avergonzáis! Pues el final de ellas es
muerte. 22 Pero ahora, emancipados del pecado y convertidos en
esclavos de Dios, tenéis por fruto vuestro la santificación, y, como
final, vida eterna. 23 Porque la paga del pecado es muerte; mientras
la dádiva de Dios es vida eterna en Jesucristo Señor nuestro.

En los v. 20 y 21 Pablo pone una vez más ante los ojos el pasado pecaminoso con un
propósito de exhortación y advertencia. Como «esclavos del pecado» los ahora justificados
tuvieron una libertad aparente, por cuanto que no sentían la fuerza de la justicia de Dios,
que crea la salvación y compromete al hombre. Pero, echando una mirada atrás, el
justificado se avergüenza del «fruto» que le produjo la esclavitud del pecado; ese «fruto»
desembocaba en la muerte.
«Pero ahora» (d. 3, 21), en el momento presente, que se caracteriza por el acto liberador
de Jesús y por la nueva obediencia de los justificados, hay que hablar de un verdadero y
auténtico «fruto». Es el fruto de la consagración de los justificados, que se realiza en la
«santificación», no sólo como separación preservativa del mundo pecador, sino como
reafirmación de la gracia que opera la santidad, en un enfrentamiento constante con el
pecado que siempre supone una amenaza. Su prueba última y definitiva es la «vida eterna»
de la consumación esperada. El v. 23 lleva hasta las últimas consecuencias la fecundidad
contrastante de la vieja esclavitud al pecado y del nuevo servicio de Dios.
No se puede pasar por alto que a lo largo de todo el capítulo, y pese a que la exhortación
a una nueva vida está formulada en tono positivo, prevalece la amonestación a no
entregarse ya más al pecado. Tal amonestación encuentra su complemento más positivo en
los capítulos 12 y 13. Allí la palabra del Apóstol aclara a sus lectores que la fidelidad
cristiana tiene que ser siempre consciente de su inminente enfrentamiento al pecado, pero
que también y ante todo se logra con la acción del amor, que transforma al mundo.
(_MENSAJE/06.Págs. 97-125)

BIBLIA NT CARTAS PABLO ROMANOS /RM 7 y 8

lll. ENTRE LA LEY Y LA LIBERTAD (7,1-25)


La nueva obediencia, a la que estamos llamados, es nuestra posibilidad nueva y,
justamente como una realidad viva otorgada por Cristo, conduce a la crisis. Pues, la nueva
vida significa una renuncia constante del creyente a su propio pasado pecaminoso. Ese
pasado, superado ya fundamentalmente en Cristo, vuelve a aparecer justamente en el
hombre, que no realiza plenamente el acto liberador de Cristo también como una liberación
de la ley. Pues, la ley hace que el pecado reviva, contribuyendo así no a dar la vida sino a
provocar la muerte. El cristiano debe tener una idea bastante clara de que no le es posible
tomar a la ligera la libertad cristiana y la obediencia de vida que se cumple en esa libertad.
Por ello, en 7,1-6 vuelve Pablo a enjuiciar de forma temática la libertad del cristiano como
una libertad frente a la ley. Las dos subsecciones que siguen -7,7-12 y 7,13-25- ponen
sobre el tapete la cuestión de la ley. Empiezan por esclarecer la ambivalencia de la ley
como
una exigencia santa de Dios y como un factor de ruina en la sociedad del pecado y de la
muerte. Pablo expone aquí, a modo de digresión explicativa, en qué sentido hay que tomar
la libertad de la ley que él proclama. Sólo que sus explicaciones van más allá de una
digresión corriente, porque con los efectos nefastos de la ley, en unión con el pecado, se
descubre al cristiano de qué estado funesto ha sido liberado y con qué cautela debe andar
para que la libertad lograda ahora no vuelva a trocarse en el viejo estado de cosas en que
imperaban la ley y el pecado.

1. PRUEBA JURÍDICA EN PRO DE LA LIBERACIÓN DE LA LEY


(Rm. 07/01-06)

1 ¿Ignoráis acaso, hermanos -hablo a quienes entienden de leyes-,


que la ley tiene dominio sobre el hombre sólo mientras éste vive? 2
Por ejemplo, la mujer casada está ligada por una ley u su marido
mientras éste vive; pero, si éste muere, queda desligada de la ley del
marido. 3 Por consiguiente, será tenida por adúltera si, mientras vive
el marido, se une a otro hombre; pero, si muere el marido, queda
libre de esa ley, de suerte que ya no será adúltera, aunque se una a
otro hombre. 4 Así pues, hermanos míos, también vosotros
quedasteis muertos para la ley por medio del cuerpo de Cristo, para
pertenecer de hecho a otro: al resucitado de entre los muertos, de
manera que demos frutos para Dios.

Si el cristiano tiene que verse como un liberto de Cristo, que ya no ha de pagar tributo
alguno a los poderes del tiempo pasado, esta libertad no deja, sin embargo, de
convertírsele en problema, pues que con ella queda roto todo lazo vinculante con su
pasado personal. El problema debió de preocupar principalmente a los judeocristianos, para
quienes la ley mosaica no podía resultar indiferente desde su tradición judía. De ahí que
Pablo hubiera de exponer justamente al judeo-cristiano el alcance de su mensaje de
libertad de cara a la ley. Cierto que con el argumento de que la disolución de la ley es
legítima incluso según el sentido de la propia ley, no sólo se dirige a los judíos, o más en
concreto a los judeo-cristianos, sino a los cristianos todos, porque en todos ellos se dejaba
sentir con mayor o menor fuerza la herencia legal judía para poner en duda y limitar la
libertad obtenida y la confianza lograda en Cristo. La libertad debe tomarse también en
serio como libertad frente a la ley. Tal es el propósito que Pablo persigue con su prueba
analógica tomada del derecho matrimonial, y que formalmente no deja de ser discutible.
Pablo parte de un principio general reconocido por todos: la obligatoriedad de la ley
sobre un hombre cesa con la muerte de éste; un ejemplo que podría ilustrarse con lo que se
dice en 6,3ss acerca de la muerte con Cristo. En los v. 2 y 3 intenta Pablo ilustrar lo relativo
a la libertad cristiana con un ejemplo sacado del derecho matrimonial. Una mujer casada
queda libre a la muerte de su marido y puede pertenecer a otro. En el v. 3 se agrega
inmediatamente que si el marido muere, la mujer queda libre de la ley. Este es el genuino
propósito del Apóstol: probar la libertad frente a la ley. Por eso no tiene para él
transcendencia alguna el que, según el v. 1, la libertad venga dada por la defunción del
hombre, mientras que en el v. 3 es la ley que aparece a través de la muerte del primer
marido, mezclándose así la realidad objetiva con la imagen.
El v. 4 expone la conclusión de una forma un tanto sorprendente. Los cristianos han
muerto por medio del cuerpo de Cristo; lo cual responde al principio fundamental del v. 1,
con el que ahora se une la conclusión del v. 3: los cristianos pertenecen ahora a otro. Que
en el v. 3 no sea la mujer que pasa a pertenecer a otro la que muera o sea matada, sino el
primer marido que representa a la ley, se pasa aquí por alto y no tiene para Pablo
importancia alguna de cara al resultado objetivo. De este modo el argumento de Pablo en el
pasaje presente se muestra como una argumentación interesada de tipo kerygmático y
teológico, y no como una verdadera prueba en el sentido moderno.

5 De hecho, cuando vivíamos en la carne, las pasiones


pecaminosas, sirviéndose de la ley, operaban en nuestros miembros,
haciéndonos producir frutos para la muerte; 6 pero ahora, al morir a
aquello que nos aprisionaba, hemos quedado desligados de esa ley,
de modo que sirvamos en novedad de espíritu, y no en decrepitud de
letra.

La pertenencia a Cristo se muestra fecunda en la vida. El v. 5 contrasta esta nueva


fecundidad con la vieja, como ya lo había hecho el Apóstol al final del capítulo 6. Ese
tiempo de fecundidad para la muerte es algo fundamentalmente pasado, como ha pasado
de hecho la existencia «en la carne». Aquí la «carne» no es sin más la naturaleza humana,
sino la existencia del hombre condicionada por el pecado y abandonada a sí misma antes
de Cristo y sin Cristo. Si el hombre no es más que «carne», las cosas le irán mal. Pero si la
vida de la fe se realiza en su «carne» (cf. Gál 2,20), entonces se elimina de forma decisiva
la situación desesperada de la existencia terrena del hombre.
«Pero ahora (cf. 3,21; 6,22) ...hemos quedado desligados de esa ley, de modo que
sirvamos en novedad de espíritu (= con un espíritu nuevo), y no en decrepitud de letra» (v.
6). «Novedad» y «decrepitud» señalan el contraste entre el presente esperanzador y el
pasado funesto. El pasado estaba bajo la ley mosaica redactada en términos que podían
leerse e interpretarse27. El presente se encuentra bajo el dominio del Espíritu, que siempre
crea «novedad». Tanto más el cristiano debe estar y tener en cuenta que la «novedad»
puede derivar en «decrepitud», cuando, sirviendo a lo nuevo no logra realizar la cualidad
escatológica que el Espíritu crea en su ser.
...............
27. Cf. 2Co 3,3.6.
...............
2. LA LEY ES EL PASADO, NO EL PRESENTE (7,7-25)

a) Pese a todo, la ley es buena


(Rm. 07/07-12)

7 ¿Qué diremos, pues? ¿Es pecado la ley? ¡Ni pensarlo! Sin


embargo, yo no he conocido el pecado sino por medio de la ley.
Porque yo no habría sabido lo que era la codicia si la ley no me
hubiera dicho: «No codiciarás» (Ex 20,17; Dt 5,21). 8 Pero el pecado,
con el estímulo del mandamiento, despertó en mí toda suerte de
codicia; mientras que, sin ley, el pecado era cosa muerta. 9 Hubo un
tiempo en que, sin ley, yo vivía; pero, en llegando el mandamiento, el
pecado surgió a la vida, 10 mientras que yo quedé muerto, y me
encontré con que el mandamiento, que de suyo es para vida, resultó
ser para muerte. 11 Pues el pecado, con el estímulo del precepto, me
sedujo y, por medio de él, me mató. 12 De modo que la ley es
ciertamente santa, y santo, justo y bueno es el mandamiento.

La pregunta de la que Pablo arranca se nos antoja un tanto teórica. Pese a lo cual tiene
un fundamento práctico. «¿Es pecado la ley?» Esta consecuencia podía sacarse de la
demostración de la libertad cristiana frente a la ley y de todo el contexto del mensaje de la
justificación. Porque Pablo no deja la menor duda de que la ley no proporciona la
salvación,
sino que sólo se ha mostrado como una colaboradora del pecado; por lo cual forma parte
del mundo de la ruina. Pero un judío no podía estar precisamente de acuerdo con
semejante afirmación. Y es que, pese a todo, la ley ha sido y sigue siendo la ley de Dios
promulgada por medio de Moisés. En este sentido rechaza Pablo la consecuencia
formulada en la pregunta. Pero intenta una mayor precisión. «Sin embargo, yo no he
conocido el pecado sino por medio de la ley». Aquí hay que recordar al respecto 3,20: «La
ley sólo lleva el conocimiento del pecado.» Como Pablo habla en primera persona de
singular, se nos plantea la cuestión de si habla de su propia experiencia personal o piensa
simplemente en el hombre. Quizá no se excluyan entre sí ambas hipótesis. De todos modos
en los v. siguientes se podrá conocer mejor el contenido de este «yo».
Pablo trae un ejemplo concreto de la experiencia del pecado con el precepto de «no
codiciarás». Esta cita literal introduce el noveno mandamiento del decálogo (cf. Ex 20,17;
Dt
5,21). Pero en este pasaje Pablo piensa más bien en el pecado del primer hombre; así lo
demuestra lo que se dice inmediatamente en el v. 8. La caída de Adán se pone como
ejemplo ilustrativo de cómo «el pecado con el estímulo del mandamiento, despertó toda
suerte en codicia». Corresponde esto a la tesis del Apóstol de que sin la ley el pecado es
«cosa muerta», es decir, que no actúa. Si la ley ejerce, de este modo, una función nefasta,
es porque pertenece al pasado.
Los v. 9-11 ahondan en la experiencia del yo con la ley. En una exposición
autobiográfica, el yo viviendo su propio pasado. De todos modos, la historia del paraíso
está al fondo, hasta el punto de que de acuerdo con ella puede distinguirse un tiempo
anterior a la ley, es decir, al precepto, y un tiempo de la ley. Sin embargo, el tenor de toda
la exposición no proporciona ninguna explicación psicológica de la experiencia del pecado
bajo la influencia de la ley, sino que pone de relieve una vez más el contraste de la ley,
buena en sí, y su función maléfica. La ley es, pues, simultáneamente santa, justa y buena
(v. 12) y una ley «para muerte» (v. 10).
En este punto siempre cabe preguntarse: ¿Toma Pablo en serio esta apología de la ley?
¿Se trata de una simple concesión a los judíos, y más en concreto a los judeo-cristianos, o
piensa realmente que la ley tiene todavía un significado positivo? Estos interrogantes sólo
pueden obtener una respuesta en el contexto general de la predicación del Apóstol. Y es
preciso reconocer ante todo que, vista desde Cristo, no corresponde a la ley ninguna
función salvífica positiva. Cualquier aferrarse a la ley como a un factor de salvación sería
oponerse a la gracia otorgada por Cristo. El acto, pues, de Jesús anula fundamentalmente
la ley como exigencia de Dios. Y es precisamente a los judeo-cristianos, que estando bajo
la gracia siempre pretenden esperar algo de la ley, a quienes Pablo debe mostrar que esa
ley no es la salvación sino que, por el contrario, ha desatado la desgracia.
El yo que Pablo introduce en estos versículos con un sentido generalizador, puede ahora
entenderse de un modo más preciso como el yo del presente, el yo del cristiano. La
exposición del estado de cosas bajo los poderes del pecado y de la muerte permite al
cristiano echar una mirada a su propio pasado, privado de redención. En el mismo sentido
apunta la forma verbal de pretérito que acompaña al yo. Entonces, antes del cambio
decisivo operado por el acontecimiento cristiano, el creyente se encontraba bajo la ley, y
esa ley se mostraba impotente de cara a la historia evolutiva de la desgracia. Con este
pasado funesto se enfrenta el yo para comprobar que el pecado es pecado y que como
realidad pasada no debe ya condicionar el presente.

b) Impotencia de la ley frente al pecado


(Rm. 07/13-25)

13 Entonces, ¿lo bueno se convirtió en muerte para mí? ¡Ni


pensarlo! Sino que el pecado, para manifestarse como pecado, se
valió de lo bueno para producirme la muerte, a fin de que, por el
mandamiento, el pecado resultara pecador sobre toda medida.

Existe una conexión entre pecado, muerte y ley, que en los viejos tiempos se manifiestan
como fuerzas y factores que cooperan entre sí. Por ello en este contexto nefasto, y aunque
no sin dificultad, puede Pablo reservar un lugar especial a la ley. La fuerza mortífera no es
la ley como tal, así argumenta el Apóstol, sino el pecado que sólo llega a serlo por medio
de
la ley. Esta se revela impotente en cuanto que no produce la vida, la cual sólo llega a través
de Cristo. Si, pese a todo, hay que hablar de una función positiva de la ley, habrá que
ponerla en el desenmascaramiento del pecado con toda su malicia y con ello, en el
descubrimiento de la situación desesperada del hombre sin Cristo.

14 Sabemos, desde luego, que la ley es espiritual; pero yo soy


carnal, vendido como esclavo al pecado.

Con esta frase, la argumentación de Pablo lejos de resultar más fácil se complica aún
más. Sigue todavía en el primer plano la apología de la ley, y aquí puede Pablo atribuirle
incluso el calificativo de espiritual, mientras que, por ejemplo, en 2Cor 3,3.6, se la
contrapone como letra al espíritu y al ministerio espiritual de la nueva alianza. Como ley de
Dios es de carácter espiritual. Pero, así debemos proseguir la interpretación, no ha podido
transmitir su espiritualidad a quienes se encuentran debajo de ella; no se ha demostrado
como una ley transmisora de vida. Por el contrario, los hombres que viven bajo las
exigencias de la ley, se muestran carnales, pues el pecado ha ganado terreno en ellos, sin
que la ley sea la última de las causas de tal hecho.
La ley y el yo se enfrentan en el v. 14. A través de la ley, el yo descubre su condición
carnal y con ello su estar abandonado al poder del pecado. El yo no puede ayudarse a sí
mismo para conseguir su liberación; ni tampoco de la ley puede esperar ayuda alguna. Esta
situación inerme y desesperada bajo el pecado y bajo la ley, que colabora
irremediablemente con él, se expone con mayor detalle en los versículos siguientes. Frente
a los v. 7-13 ahora el tiempo verbal de la exposición pasa a ser el presente. Así puede
expresarse la relación del acontecimiento expuesto con la situación actual del creyente. No
obstante lo cual, también aquí el abandono al poder del pecado se presenta como una
experiencia fundamentalmente pasada del yo cristiano.

15 Realmente, no me explico lo que hago: porque no llevo a la


práctica lo que quiero, sino que hago precisamente lo que detesto. 16
Ahora bien, si hago precisamente lo que no quiero, estoy de acuerdo
con que la ley es buena.

Estas frases describen la situación del yo bajo el pecado. El yo ya no se reconoce a sí


mismo en su propia conducta. ¿De dónde proviene el pecado, que encuentro en mi
actuación, si yo no lo quiero? Si cometo el pecado que no quiero, en esta discrepancia
entre acción y voluntad se revela toda mi impotencia y, por lo que hace a la ley, se
demuestra que ésta es «buena», al contrario de lo que ocurre en mi. Sin duda que mi
voluntad participa de la bondad de la ley en cuanto que asiente a la misma y en cuanto que
el querer del hombre está orientado por el Creador hacia el bien. Pero la orientación del yo
hacia el bien, según el designio de su Creador, se trueca de hecho constantemente en su
contrario. Con lo cual se comprende que el hombre bajo el pecado no sufre una escisión
psicológica entre obrar y querer, que quizá también psicológicamente podría superarse,
sino que sufre una desintegración más profunda de su existencia creada dentro de sí
mismo. Aun obrando el mal y entregándose así con toda su existencia al pecado, el hombre
no puede negar su vinculación de criatura con Dios. El hombre entregado al pecado no
pasa inadvertido a los ojos de Dios30.
...............
30. Así, no hay que limitar el querer del yo en Rom 7 a un impulso subjetivo de la voluntad
humana, sino que hay
que entenderlo más bien como una «tendencia transubjetiva de la existencia humana en
general» (R.
BULTMANN). Por lo demás, no puede negarse que esta tendencia se puede manifestar en
la conducta del
hombre.
...............

17 Pero, en estas condiciones, no soy yo propiamente el que lo


hace, sino el pecado que habita en mí. 18 Pues sé bien que en mí, es
decir, en mi carne, no habita el bien. Porque querer el bien está a mi
alcance, pero hacerlo, no, 19 puesto que no hago lo bueno que
quiero, mientras que lo malo que no quiero eso es lo que llevo a la
práctica. 20 Si, pues, lo que no quiero eso es lo que hago, no soy yo
propiamente el que lo hace, sino el pecado que habita en mí.

El v. 17 da la impresión de que el yo quisiera eximirse de la responsabilidad de su


conducta errónea, pues «no soy yo propiamente el que lo hace, sino el pecado que habita
en mí». Pero no se trata aquí de la responsabilidad subjetiva del hombre respecto de su
pecado, responsabilidad que, por otra parte, Pablo tampoco quiere negar. «Lo que hago»
(v. 15s) no viene anulado por la afirmación de que «el pecado que habita en mí». Es
característico el «en estas condiciones, no soy yo propiamente», y es que en sus acciones
el yo ya no lo es plenamente. En realidad ese yo, que ya no actúa exclusivamente como tal,
es sólo una concha en la que habita el pecado. El pecado ha llevado a término una
expoliación del yo, con lo que ha surgido un no yo.
El v. 18 sigue desarrollando la afirmación de la no identidad del yo bajo el dominio del
pecado; pero ahora de forma negativa. Se establece que «en mí no habita el bien». El bien
es lo contrario del pecado; es, pues, aquello que debería ser realmente, lo que aquí se
presenta como formando parte de la identidad del yo. Y, una vez más, el yo viene descrito
casi como un espacio habitable y a través de una forma mitológica de pensamiento. En un
inciso aclaratorio Pablo llama al yo «mi carne». Dicha aclaración refleja la auténtica
debilidad del yo, que bajo la presión del pecado tiende constantemente a convertir al yo en
un no yo.
El v. 19 repite el contenido del v. 15, y el 20 concluye remitiendo al v. 17.

21 Por consiguiente, me encuentro con esta ley cuando quiero


hacer el bien: que lo malo es lo que está a mi alcance. 22 Porque, en
lo íntimo de mi ser, me complazco en la ley de Dios; 23 pero percibo
en mis miembros otra ley que está en guerra contra la ley de mi
mente y que me esclaviza bajo la ley del pecado que habita en mis
miembros. 24 ¡Desdichado de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo
de muerte?

Estos versículos cierran la exposición del yo y de su pasado pecador. El v. 21 empieza con


una conclusión de lo anterior: «Por consiguiente me encuentro con esta ley.» Con tal «ley»
designa Pablo la situación del yo bajo el pecado. En esta sección no emplea sólo el concepto de
ley en el sentido unívoco de ley mosaica, o de «ley de Dios» (v. 22), sino que también lo utiliza
de una forma caprichosa31 en sentido figurado para caracterizar lo irremediable que resulta la
situación escindida del hombre bajo «la ley del pecado y de la muerte» (8,2).
Es de notar en estos versículos que no sólo se afirma del yo la no identidad, sino que
siempre se dice al mismo tiempo algo positivo, de tal modo que no sería adecuada una
descripción del yo como del no yo en el sentido de una negación absoluta. Así se dice ya en el v.
18b: «Porque querer el bien está a mi alcance, pero hacerlo, no.» De modo similar, también en el
v. 15s se supone una voluntad de hacer el bien. El v. 16 afirma del yo un asentimiento en favor de
la ley, y el v. 22 viene a decir lo mismo con otras palabras: «Porque, en lo íntimo de mi ser, me
complazco en la ley de Dios» 32. Por lo demás, a todas estas afirmaciones corresponde siempre
la comprobación de que no se hace el bien.
YO/ALIENACION:De todas estas afirmaciones, a la vez positivas y negativas, fácilmente
se saca la impresión de una existencia del yo fundamentalmente escindida. Ya hemos llamado la
atención a propósito de los v. 15s que tal escisión no puede explicarse recurriendo, por ejemplo, a
una interpretación psicológica de la terminología empleada. En la tensión de la conducta humana,
descrita por Pablo, -el querer y el obrar no se corresponden- se expresa más bien el
«enajenamiento» del yo bajo el poder del pecado. Ciertamente que el yo está de por medio, ya
que se trata de querer el bien; pero al mismo tiempo está como desdoblado, toda vez que el
pecado ha tomado posesión de él. Se trata realmente de un yo «poseso». Lo que persiguen
realmente las fórmulas paulinas no es la descripción del hombre como de un ser siempre
escindido en sí mismo, sino el descubrimiento de la potencia maléfica del pecado en el hombre. A
reforzar esa potencia contribuye, de forma bastante curiosa, no sólo la ley sino también el yo que
da su asentimiento a esa misma ley. Al igual que al comienzo, en los v. 7-11, Pablo ha podido
decir que el pecado no ha llegado sin la ley, también puede afirmar que el pecado no se da sin el
yo. Por consiguiente, el yo coopera con las fuerzas del viejo eón, y con el concurso contradictorio
de esas fuerzas se convierte en una encarnación histórica del pecado, que es el incitador de las
fuerzas. De ahí que el yo, aun cuando tienda al bien, se convierta bajo el poder del pecado en el
no yo, lo que equivale a una existencia irremediablemente desesperada, cuya desesperación se
abre paso en el lamento del v. 24.
...............
31. Véase también en 8,2 la contraposición entre las dos «leyes».
32. El «hombre interior» es el yo en cuanto que, aun en medio de su existencia pecaminosa,
siempre está
referido a Dios por su condición de criatura. En un sentido un poco distinto se enfoca al
«hombre interior» en
2Cor 4,16; a saber, en cuanto opuesto a su existencia sensible y terrena («hombre
exterior»).
...............

25 ¡Gracias a Dios, por medio de Jesucristo nuestro Señor! Así


pues, yo mismo con la mente sirvo a la ley de Dios; pero con la
carne, a la ley del pecado.

Este versículo da la respuesta al grito desesperado del v. 24. Cierto que la frase -que
literalmente reza: «Gracias a Dios...»- no es una respuesta directa. Pero ¿es que existe de
hecho una respuesta a la existencia del hombre irremediablemente fallida en el pecado? En
cualquiera de los casos no es una respuesta que indique el modo con que el hombre podría
liberarse a sí mismo. La situación calamitosa del hombre hundido en el pecado es
precisamente lo que el cristiano ha de tener ante los ojos. Su «gracias a Dios» no puede
significar que ya ahora haya sido salvado hasta el punto de que ya no necesite contar para
nada con su pasado pecaminoso. Lo que Pablo presenta en el capítulo 7 a los cristianos es
justamente la imagen del hombre hundido en su pecado, y desde luego como exposición de
su propio origen del que se libera sólo por la gracia de Dios. Los cristianos han de seguir
considerando siempre y de modo serio la vieja esclavitud al pecado como su posibilidad
negativa, o mejor, como su imposibilidad.
El v. 25b no encaja bien realmente con la acción de gracias precedente. Echando una
mirada a través se intenta una vez más expresar con una fórmula la tensión del hombre bajo
el pecado. Probablemente se trata aquí de un añadido posterior, hecho por algún lector o
copista, que quiso compendiar la exposición del capítulo, difícilmente inteligible.
Lo que Pablo expone en Rom 7 como situación del yo precristiano, no se ha vivido así o
al menos no así simplemente, ni se ha descrito como una experiencia consciente. Pablo, sin
embargo, está persuadido de que ésta fue justamente la situación que vivió el hombre de
hecho no redimido, aun cuando no siempre con las mismas categorías experienciales. Pero
en realidad sólo desde su experiencia cristiana puede el hombre adquirir conciencia clara
de esta sustitución precedente; de tal modo que la postura del yo de cara a su situación de
no redimido en el tiempo pasado hay que definirla como una postura preventiva. En la
media en que el cristiano adquiere conciencia de su situación anterior, en esa medida
obtiene una idea clara, como yo, de su nueva existencia en la hora presente, determinada
por el Espíritu de Cristo (cf. 7,6). Así pues, el sentimiento del creyente sobre su yo
precristiano sirve para adquirir conciencia justamente de ese yo que ha obtenido por la
redención de Jesucristo. Esta es la idea que se desprende del contexto de los capítulos 7 y
8.
_______________________

IV. LA LIBERTAD DE LOS HlJOS DE DIOS (8,1-39)


Del capítulo 7 se deduce con singular claridad por qué Pablo no puede renunciar a sus
exhortaciones a emprender una nueva vida. Cierto que el pasado pecaminoso del hombre
ha sido fundamentalmente superado «en Cristo». El hombre «en Cristo» es en realidad una
nueva criatura, y ha pasado de la muerte a la vida. Pero el cristiano no se ha distanciado de
su pasado pecaminoso hasta el extremo de que éste no se le pueda presentar ahora una
vez más como su posibilidad negativa. Por ello es preciso exhortar al cristiano a
comportarse de un modo nuevo. La nueva vida no produce sus frutos de forma automática,
sino que el hombre ha de responder continuamente a sus exigencias.
En el capítulo 8 se pone especialmente de relieve que la exhortación del Apóstol sólo
puede comprenderse de modo adecuado desde la base de su mensaje de libertad. De ahí
que recuerde ante todo el acto liberador de Cristo, para apelar inmediatamente a la libertad
de los manumitidos y que ahora caminan según el Espíritu: son los hijos de Dios y por lo
mismo también «herederos» de su gloria futura. Como tales tienen que conservar al
presente la libertad otorgada.
Sobre el trasfondo del capítulo 7 puede Pablo exponer con detalle y de forma apremiante
el presente salvífico de los cristianos. De acuerdo con ello, la vida cristiana se entiende
como una vida «según el espíritu», no «según la carne», pues el espíritu otorgado por
Cristo se mantienen en la libertad de los hijos de Dios. Pero, al mismo tiempo, Pablo pone
en claro que la salvación presente sólo se conserva como una vida vivida y acrisolada en la
esperanza. Esa vida, que es simultáneamente realización en Cristo y promesa del futuro de
Dios, permite que los cristianos se alegren de hecho y proclamen, con agradecimiento a
Dios, la salvación que se les ha dado, como demuestra la misma conclusión jubilosa del
capítulo 8. Este acento fundamental, claro y alegre no es ciertamente la última razón de que
siempre se haya considerado el capitulo 8 como el vértice más alto de toda la carta.

1. LIBERTAD POR EL ESPÍRITU


(Rm. 08/01-11)

1 Así pues, ahora ya no pesa ninguna condena sobre quienes están


en Jesucristo. 2 Porque la ley del Espíritu, dador de la vida en
Jesucristo, me liberó de la ley del pecado y de la muerte. 3 En efecto,
lo que era imposible a la ley, por cuanto que estaba incapacitada por
causa de la carne, Dios, enviando su propio Hijo en semejanza de
carne de pecado y como víctima por el pecado, condenó al pecado en
la carne, 4a fin de que lo mandado por la ley se cumpla en nosotros,
los que caminamos, no según la carne, sino según el espíritu.

La oposición del v. 1 al grito desesperado de 7,24 es total y categórica. «Ahora...» la


mirada se vuelve desde la situación desgraciada del hombre bajo la ley y el pecado hacia la
hora presente. En este presente determinado por Cristo ya no hay «ninguna condena» para
quienes están en Jesucristo. Pues, con Cristo la vieja soberanía de las potencias maléficas
ha llegado a su fin y se abre la nueva vida, que ahora puede llamarse vida con toda verdad.
De ahí que quienes están en Cristo hayan sido arrancados al juicio que pende sobre el
pecado. Este tono fundamental condiciona todo el capítulo. Es la certeza de la salvación de
los cristianos, que sólo la tienen en Cristo y sólo la conservan con una vida según el
Espíritu.
Siguen los v. 2-4 describiendo la liberación, de la que los cristianos han sido hechos
partícipes, como un acto universal de salvación que Jesucristo y Dios han llevado a
término, de tal modo que el anuncio y proclama del v. 1 no hay que separarlos de su prueba
teológica. De hecho la exposición del acto liberador aparece como una confirmación
posterior de 7,1-6 desde el campo de la teología y soteriología del Apóstol.
La liberación de la «ley del pecado y de la muerte», se describe en el v. 2 ante todo como
una «ley» contraria a dicha ley. Es la ley que ha sido dada por el «Espíritu», no por el
espíritu humano, sino por el Espíritu que se manifiesta como «vida en Jesucristo». En
definitiva no es otro que el Espíritu de Jesucristo, que se comunica a los creyentes y para
quienes viene a ser una nueva ley. Pablo, sin embargo, no proclama algo así como una ley
cristiana en lugar de la vieja ley mosaica. Lo que él tiene que proclamar como nuevo es el
Evangelio, y esto no puede llamarse realmente ley en un sentido estricto, cual si se tratase
de la sustitución de otra ley. Pablo utiliza aquí unas fórmulas antitéticas, y sólo en el
sentido
de esta antítesis puede presentarse el Evangelio como una «ley» que proclama y trae la
libertad.
El proceso de liberación no se da sin la obra de Cristo Jesús, y por lo mismo tampoco
sabe pensarla sin la iniciativa de Dios. Pues lo que la ley no pudo -en lugar de conducir a la
vida lo que hizo fuera arrastrar al pecado y, en consecuencia, a la muerte- lo ha logrado
Dios por medio de su Hijo. A él lo envió 33 en la «semejanza» de nuestra existencia carnal,
condicionada por el pecado. En la formulación de este pensamiento se echa de ver, por una
parte, cómo el Apóstol se esfuerza por presentar al Hijo de Dios como hecho hombre y
asumiendo plenamente las condiciones históricas y concretas de la existencia humana,
indicadas aquí a través del concepto de «carne» dominada por el pecado; pero, por otra
parte, Pablo tampoco quiere presentar el ser humano del Hijo de Dios como una realidad
personalmente pecaminosa. Ha venido pensando en la humanidad pecadora para
encontrarse con el pecado en su propio campo de operaciones, «en la carne». Pablo
piensa aquí en el acontecimiento de la salvación en cuanto vinculado a la muerte en cruz de
Jesús. En la entrega de su vida por nosotros, es decir, en lugar nuestro y en nuestro favor,
la misión del Hijo de Dios alcanza su meta. Jesús sufre en su muerte el juicio de Dios
contra
el pecado, y representa así a todo el género humano que se encuentra bajo el pecado.
El v. 4 sirve ya de introducción al cambio de vida «según el espíritu». Lo que Jesús ha
hecho de una vez, lo ha hecho por nosotros. El giro que representa su acto liberador ha
encontrado ahora su repercusión en nuestra vida nueva, como un cambio de la carne al
espíritu, y ahí tiene que seguir repercutiendo de forma continua. Con el cambio de vida
«según el espíritu» llega incluso a cumplirse «lo mandado por la ley», en razón
precisamente del cumplimiento que representa el acto liberador de Jesucristo de una vez
para siempre. Verdad es que el hombre regido por el Espíritu de Cristo ya no recibe lo
mandado por Dios como una «ley» -este concepto en sentido estricto queda reservado a la
vieja ley nefasta-, sino como la exigencia del propio Espíritu, que no sólo fomenta el nuevo
modo de vida, sino que además lo hace posible.
...............
33. Cf. Ga 4,4.
...............

5 En efecto, los hombres según la carne, anhelan las cosas de la


carne; los hombres según el espíritu, las del espíritu. 6 Pero el
anhelo de la carne termina en muerte; mientras que el anhelo del
espíritu, en vida y paz. 7 Pues el anhelo de la carne es enemistad
para con Dios, ya que no se somete a la ley de Dios ni siquiera tiene
capacidad para ello, 8 y quienes viven en lo de la carne no pueden
agradar a Dios.

CARNE/QUE-ES: Las posibilidades del hombre desde su propio ser han quedado
superadas. ¿Qué es el hombre? ¡Por sí solo nada más que «carne»! Eso es lo que el
capítulo 7 ha puesto bien en claro. «Carne» es la existencia terrena y presente del hombre
en contraste con su destino que es obtener la vida. Pero en el presente de la fe se
demuestra que la vida sólo la otorga el Espíritu. Es preciso dejarse conducir por este
Espíritu , y sólo en la medida en que el hombre corresponde al don y a las solicitaciones del
Espíritu, se convierte en «hombre según el espíritu».
No hay que olvidar que Pablo ve al hombre única y exclusivamente por Cristo y por su
obra salvadora. Por ello no hay que esperar una reflexión sobre el hombre en sí mismo.
Ciertamente que para Pablo existe el hombre en sí mismo, es decir el hombre que se cuida
de sí mismo y trabaja para sí, que comete el pecado, que no deja de hecho que Dios se
cuide de él y que en el fondo no espera la salvación de Dios, sino de sí mismo, porque
confía en sí mismo y para él el bien es procurarse la vida. Pero en realidad lo único que
encuentra es la muerte y, desde la perspectiva de Dios, su existencia aparece como una
enemistad divina. Pablo no deja la menor duda de que la única posibilidad del cristiano de
responder a la voluntad de Dios es precisamente la vida regida por el Espíritu.

9 Pero vosotros no estáis en la carne, sino en el espíritu, puesto


que el Espíritu de Dios habita en vosotros. Y si alguno no tiene el
Espíritu de Cristo, este tal no pertenece a Cristo. 10 En cambio, si
Cristo está en vosotros, el cuerpo está muerto por causa del pecado,
pero el espíritu es vida por causa de la justicia. 11 Y si el Espíritu del
que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que
resucitó de entre los muertos a Cristo dará vida también a vuestros
cuerpos mortales por medio de ese Espíritu suyo que habita en
vosotros.

Pablo habla directamente a los cristianos como a quienes están «en el espíritu». La
realidad que fundamenta este nuevo ser es «el Espíritu de Dios... en vosotros». «Espíritu
de Dios» y «Espíritu de Cristo» son la misma cosa. Lo decisivo es que se experimenta el
«Espíritu» como la realidad que define el presente, y desde luego en la vida de cada uno de
los creyentes lo mismo que en la universalidad y comunión de los creyentes, es decir, en la
comunidad. Tal vez no habría que considerar un hecho casual el que Pablo se dirija aquí en
plural a los hombres que están «en Cristo», de forma distinta que a los hombres anteriores
a Cristo y privados de él (capítulo 7). El Espíritu, que ha sido dado al creyente, es siempre
el Espíritu comunicado a la Iglesia de Jesucristo. Pero en la comunidad de los creyentes se
manifiesta también la fuerza determinante del Espíritu como una nueva vida de cada uno.
«En el espíritu» experimentamos la vida que ese espíritu produce. Y esa vida afecta al
hombre entero, al igual que el espíritu determina la realidad de todo el hombre. Ni es otro
el
contenido de la fórmula dialéctica relativa al «cuerpo» que «está muerto por causa del
pecado» y del «espíritu» que «es vida por causa de la justicia» (v. 10). Una y otra cosa,
«cuerpo» y «espíritu» indican la totalidad del hombre, aunque desde una perspectiva
distinta. El «espíritu» es aquí el fundamento de la nueva vida que penetra por completo al
hombre, hasta el punto de que éste ahora está «muerto» para el pecado.
El Espíritu otorga la vida, que significa la vida de la resurrección. La vida que el creyente
vive en la hora actual es la vida de Cristo resucitado de entre los muertos, y por lo mismo
es
ya un anticipo en la resurrección futura de nuestros «cuerpos mortales», gracias
precisamente al Espíritu que habita en nosotros. La posesión actual del Espíritu nunca
debe conducir a un desconocimiento del auténtico don del Espíritu, es decir, la vida del
futuro que Dios nos ha prometido y de la que nosotros no podemos disponer.

2. LA VIDA EN EL ESPÍRITU
(Rm. 08/12-17)

12 Por consiguiente, hermanos, deudores somos: pero no de la


carne, para vivir según ella. 13 Pues si vivís según la carne, tendréis
que morir; pero si con el espíritu dais muerte a las obras del cuerpo,
viviréis. 14 Porque todos los que se dejan guiar por el Espíritu de
Dios, éstos son hijos suyos. 15 Y vosotros no recibisteis un espíritu
de servidumbre, que os lleve de nuevo al temor, sino que recibisteis
un espíritu de adopción, en virtud del cual clamamos: «¡Abbá!,
¡Padre!» 16 El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu de que
somos hijos de Dios. 17 Y si hijos, también herederos: herederos de
Dios, y coherederos de Cristo, puesto que padecemos con él y así
también con él seremos glorificados.

Como quienes están «en el espíritu» (v. 9) y viven ahora según la norma del espíritu,
ahora somos libres gracias a la acción liberadora de Dios. Y por ello, precisamente en
cuanto libres, somos «deudores», aunque nunca deudores de la «carne». Pues, la vida de
quien confía en su «carne», es decir, en sí mismo, conduce necesariamente a la muerte.
Por el contrario, nos oponemos a ella cuando, «con el Espíritu, dais muerte a las obras del
cuerpo». La idea que aquí late es la práctica pecaminosa en la que el «cuerpo» -o, lo que
es lo mismo, el yo del hombre- encuentra siempre placer. Tal práctica debe ser muerta por
el Espíritu, que nos capacita y nos guía hacia una nueva práctica cristiana (v. 14).
En el v. 13, la muerte y la vida aparecen como las dos posibilidades que se presentan al
cristiano. Pero ¿se le brindan realmente a su libre elección, de tal modo que pueda decidir
entre ambas? Si puede darse la libertad psicológica de elección o de decisión, ello se debe
a que esta libertad está ya intrínsecamente condicionada de forma bien explícita por el
poder del Espíritu que guía al cristiano en la fe. Todo lo que ahora le interesa es
mantenerse en la libertad que le ha otorgado el Espíritu. Así pues, la elección que el
cristiano debe hacer de conformidad con todo ello, consiste en adherirse al Espíritu, en
dejarse guiar por el Espíritu. Si no se mantiene firme ahí, necesariamente sucumbirá al
impulso mortífero del pecado.
Puesto que somos libres, somos realmente hijos de Dios (v. 14). Pues, el espíritu que
hemos recibido no es el «espíritu de servidumbre», sino el de «adopción», con el que nos
otorgan nuevas relaciones como hijos adoptivos de Dios (v. 15). Al acto liberador del Hijo
de Dios (v. 24) responde el nuevo estado de liberados como hijos de Dios, que por la
acción salvífica divina han entrado en posesión plena de sus derechos de hijos adoptivos
(v. 16s)34. Pablo recuerda estas nuevas relaciones con Dios, que los cristianos han
obtenido, para referirse una vez más a la libertad refrendada por Dios como base de la
nueva práctica de vida cristiana.
Así como la adopción de los cristianos lograda en el Espíritu se funda en el acto del Hijo
de Dios, así también éstos le dan una respuesta adecuada en su vida, por lo que se refiere
al padecer con él en el presente como a la glorificación con él en el futuro. Es curioso que
Pablo, de cara a la salvación, defina el presente como un «padecer con él», que tiene
asegurada la promesa de la gloria futura. Por lo que hace a la glorificación de los hijos de
Dios, en su nueva vida ellos sólo la experimentan de momento como un «todavía no»
dentro de «lo que ya han logrado». Lo cual no equivale precisamente a una ilusión, sino a
una promesa y esperanza. Pues, es justo el conocimiento seguro de la promesa de Dios en
la experiencia del Espíritu lo que no solamente hace que nos mantengamos firmes frente a
los trabajos del presente, sino que además nos mantiene esperanzados. Por todo lo cual el
caminar según el Espíritu hace que no despreciemos con un entusiasmo exaltado la
existencia en el mundo transitorio, sino que nos la presenta a una luz completamente nueva
y llena de sentido.
...............
34. Cf. Ga 4,4-7.
.............................

3. CERTEZA DE LA ESPERANZA
(Rm. 08/18-30)

18 Efectivamente, yo tengo para mí que los sufrimientos del tiempo


presente no merecen compararse con la gloria venidera que en
nosotros será revelada.

El llamamiento del Apóstol a los fieles para que sean conscientes de su nueva dignidad
de hijos de Dios se cerraba al final del v. 17 con la promesa de que los que ahora
«padecemos» «seremos glorificados» en el futuro. Con ello apunta ya el tema que domina
los próximos versículos, a saber: la esperanza futura de los cristianos. Este tema es de una
importancia capital. De ahí que el desarrollo objetivo del Evangelio en la segunda parte de
esta carta no desemboque casualmente en la promesa del futuro que Dios tiene reservado
a los justificados por la fe.
La promesa cristiana del futuro tiene su fundamento en Dios y en su acción liberadora por
medio de la muerte y resurrección de Jesús. De la «gloria venidera» sólo puede hablarse
desde ese fundamento que ha sido puesto con Cristo. Por eso cuando el cristiano
contempla el futuro desde la nueva vida planteada en él e intenta alcanzar ese futuro
«lanzándose hacia por lo que está delante» (Flp 3, 13), no es una aspiración audaz de la
propia suficiencia, sino la verdadera tarea que le incumbe al cristiano en la hora presente.
La nueva vida, que ahora ya se le ha otorgado al creyente, reclama por su misma
naturaleza la consumación en la «gloria». La fe, por la que hemos sido justificados,
comporta la promesa de la gloria futura. Por eso, el cristiano sólo vive de la fe en cuanto
que permite la vigencia de la promesa del futuro. Una fe estrecha y que por lo mismo,
aportaría un consuelo precipitado, que sólo mirase hacia atrás, hacia la redención operada
una vez por Cristo, renunciaría a una de sus características esenciales; concretamente, a la
perspectiva de la gloria futura y a un impulso decisivo para la acción cristiana en el
presente.
El presente se define desde luego por los «sufrimientos». Son los sufrimientos del tiempo
final, los sufrimientos que se le derivan al cristiano de la época mundana que pasa, de sus
deficiencias, de sus fallos y desarrollos, que todavía no permiten ver claramente a la
«nueva creación» (2Cor 5,17; Gál 6,15) que ha irrumpido con Cristo. A esa categoría no
pertenecen sólo los sufrimientos y necesidades de cada uno de los creyentes, sino también
las situaciones sociales embarazosas de toda la humanidad, cuya cambiante expresión
histórica solicita constantemente a los creyentes a una conducta liberadora y con visión de
futuro. La consideración de la gloria futura no puede dejar a quienes creen en modo alguno
inoperantes de cara a los sufrimientos presentes, sino que los fieles, recordándose de la
dinámica revolucionaria de la esperanza, deben dar testimonio de la «nueva creación»
incluso en la práctica cristiana.

19 Porque la anhelante espera de la creación aguarda con


ansiedad la revelación de los hijos de Dios. 20 La creación, en
efecto, no por propia voluntad, sino a causa del que la sometió, fue
sometida a la vaciedad, pero con una esperanza: 21 que esta
creación misma se verá liberada de la esclavitud de la corrupción,
para entrar en la libertad de la gloria de los hijos de Dios.

La salvación de Dios afecta a toda la creación. De ahí que pueda Pablo describir la
situación presente de las criaturas en general como una «anhelante espera». También la
creación en general existe por la promesa. Y será asumida en la «revelación de los hijos de
Dios», en la glorificación de éstos y asimismo liberada de su propia «vacuidad», para
alcanzar la «libertad de la gloria de los hijos de Dios». Aunque se supone claramente que la
gloria futura corresponde, en primer término y en sentido estricto, a los «hijos de Dios», no
se excluye, sin embargo, que la creación entera pueda ser glorificada con ellos. Al ser
llamados por Dios, los hombres no se aíslan del resto de la creación, sino que más bien son
llamados precisamente para convertirse en una «nueva creación» (2Cor 5,17; Gál 6,15) 35.
La visión esperanzada que el Apóstol tiene del futuro no deja nada que desear por lo que
hace a su universalidad y amplitud.
Por lo demás, esta visión amplia de toda la creación redimida no deja indiferentes a los
cristianos en la hora actual. Si la creación aguarda la «revelación de los hijos de Dios»,
quienes ahora pueden ya denominarse hijos de Dios, y que lo son en realidad, tienen que
asumir de forma nueva y seria su responsabilidad frente a la creación. En todo caso no
responde al pensamiento cristiano abandonar la creación a su propio destino
permaneciendo inactivos. El paso de la creación es un paso cargado de salvación, un paso
en la forma más salvífica que Dios le ha dado. Por eso, este mundo, que camina hacia su
salvación, tiene ciertamente un futuro, que los cristianos deben proclamar en toda su
realidad.

22 Pues lo sabemos bien: la creación entera, hasta ahora, está


toda ella gimiendo y sufriendo dolores de parto. 23 Y no es esto sólo;
sino que también nosotros mismos, que poseemos las primicias del
Espíritu, gemimos igualmente en nuestro propio interior, aguardando
con ansiedad una adopción, la redención de nuestro cuerpo. 24 Pues
con esa esperanza fuimos salvados. Ahora bien, esperanza cuyo
objeto se ve, no es esperanza. Porque ¿quién espera lo que ya está
viendo? 25 Pero, si estamos esperando lo que no vemos (todavía),
con paciencia lo aguardamos.

El v. 22 subraya una vez más que la creación entera se halla vinculada estrechamente
con nosotros. Es solidaria de lo perecedero que en ella impera por una necesidad transida
de esperanza, pues es en este mundo perecedero donde surgirá la «nueva creación».
Mas no solamente la creación en su conjunto, «también nosotros... gemimos». Cosa tanto
más sorprendente cuanto que ya hemos recibido al «Espíritu» como «las primicias» de la
gloria futura. Esta posesión del Espíritu no preserva de semejante solidaridad en la
indigencia con la creación entera. Y es en esta indigencia y transición así como en la
confirmación del Espíritu en medio de este mundo transitorio en que aparece la «adopción»
más bien como un bien futuro, si bien ya ahora hemos entrado de hecho en posesión de los
derechos de «hijos de Dios» (v. 15-17). Aguardamos esa adopción como un bien salvífico
futuro, en cuanto que significa la «redención de nuestro cuerpo» precisamente de la
caducidad de esta creación transitoria. De acuerdo con esto, el presente cristiano es algo
bien distinto de una existencia triunfal, es más bien la existencia de un hombre en la
necesidad en que el propio Espíritu le pone, y que continuamente se experimenta como una
tensión entre la creación vieja y la nueva.
Así, la frase «en esta esperanza fuimos salvados» puede sonar de primeras como una
limitación: solamente o únicamente en esperanza. Pero aquí Pablo no piensa en semejante
limitación cuando habla de que hemos sido salvos. Nuestra redención, que hemos obtenido
en Cristo y cuya victoria es don del Espíritu, la proclama Pablo sin duda alguna como una
redención ya lograda. Pero, si es una redención en esperanza, en este anuncio se
descubre la promesa inherente a nuestra redención de que en el futuro se manifestará lo
que ahora está oculto y que es ya como una realidad anticipada. La redención futura, que
aguardamos con paciencia, no es una redención distinta y posterior de la que ya hemos
alcanzado en Jesucristo, sino que será la manifestación de «lo que ahora no vemos
(todavía)» (v. 25). La paciencia que nosotros los cristianos debemos desplegar a este
respecto, consiste precisamente en que no corremos tras ninguna otra cosa, tras ninguna
otra promesa, que puede parecer más fácil y apremiante, pero que en realidad no haría más
que desviar nuestra mirada de la llegada de la verdadera promesa. La esperanza de los
cristianos aguarda la llegada del Señor, que vendrá en su gloria.
...............
35. Véase Is 65,17: «Pues, he aquí que yo creo un cielo nuevo y una tierra nueva.»
...............

26 De igual manera, también el Espíritu viene en ayuda de nuestra


debilidad. Porque no sabemos qué hemos de pedir para orar como es
debido; sin embargo, el Espíritu mismo intercede con gemidos
inexplicables. 27 Pero aquel que escudriña los corazones sabe cuál
es el anhelo del Espíritu, porque éste intercede, según el querer de
Dios, en favor de los santos.

¿No podemos engañarnos en nuestra esperanza? ¿Cómo sabemos que nuestra


esperanza no nos induce a error, cuando esperamos «lo que no vemos»? (v. 25). La
respuesta no puede reducirse simplemente a que no hacemos más que esperar y
aferrarnos a un futuro, a cualquier futuro. Si confiamos en el Espíritu, que nos guía (v. 14),
nuestra esperanza no carece de dirección, sino que es «según el querer de Dios» (v. 27).
Es precisamente esa confianza en el Espíritu, que se nos ha dado como «Espíritu de
adopción» (v. 15), como «primicias» (v. 23), lo que se nos reclama, por cuanto «no
sabemos qué hemos de pedir para orar como es debido», pues «el mismo Espíritu
intercede» (v. 26).
Ello no quiere decir que la oración del cristiano sea superflua, sino que adquiere una
mayor hondura en el sentido de una confianza en el Espíritu. En la plegaria podemos
presentar ante Dios los anhelos y necesidades de nuestra existencia; nuestra fe nos alienta
a esperarlo todo de Dios y de su gracia. Pero el hecho de que incluso en nuestra oración,
en nuestros anhelos y esperanzas dejemos que Dios sea totalmente Dios, que nos
entreguemos de lleno con nuestras aspiraciones más caras a ese Dios que justifica y otorga
la salvación y el hecho de que no recurramos a ningún otro dios sustitutivo, requiere el
concurso del Espíritu que «viene en ayuda de nuestra debilidad» y que «intercede con
gemidos inexplicables», en los cuales no sólo se incluyen el gemido y el anhelo de la
creación sino hasta sus mismas esperanzas no siempre plenamente conscientes. Es así,
con el apoyo del Espíritu de Dios, como nuestra esperanza adquiere su certeza peculiar.

28 Sabemos además que todas las cosas cooperan al bien de


quienes aman a Dios, de quienes son llamados según su designio.
29 Porque a los que de antemano conoció, también los predestinó a
reproducir la imagen de su Hijo, para que éste fuera el primogénito
entre muchos hermanos. 30 Y a los que predestinó, también los
llamó, y a los que llamó, también los justificó, y a los que justificó,
también los glorificó.

La certeza de nuestra esperanza nos permite soportar con paciencia «los sufrimientos del
tiempo presente» (v. 18). Por lo que hace a la parte que nos afecta de esos sufrimientos
sabemos con esa certeza que «todas las cosas cooperan al bien» nuestro. Lo cual no
significa que para los cristianos todo resulte más fácil de como puede aparecer desde una
consideración meramente naturaL ni que les resulten más llevaderos que a los demás sus
padecimientos y penalidades. Por el contrario, los sufrimientos son siempre sufrimientos,
aun cuando se integren en la esperanza del cristiano. La esperanza cristiana no permite
superarlos tan fácilmente como una y otra vez han creído erróneamente los carismáticos
exaltados. Por consiguiente, Pablo no predica una indiferencia estoica frente a las
experiencias penosas de la vida, sino la certeza de la esperanza en todos los sufrimientos.
Esta certeza encuentra en el v. 28 un mayor relieve desde un doble aspecto. Es la
certeza de quienes «aman a Dios» y que han sido «llamados» según el decreto
misericordioso de Dios. Que nosotros amemos a Dios no es mérito nuestro ni tampoco
producto de nuestro esfuerzo; no es fruto de nuestra inclinación y buena voluntad, sino que
es «el amor de Dios... derramado en nuestros corazones» (5,5), el amor con que Dios
«viene en ayuda a nuestra debilidad» (8,26) y que en nosotros se convierte en la postura
de los «hijos de Dios», (8,16s) que todo lo supera. Quienes aman a Dios no son
ciertamente distintos de aquellos a los que Dios ha llamado en su voluntad salvífica
precedente y universal. Cómo Dios ha trazado esta vocación y cómo la ha llevado a
término
lo exponen los versículos 29-30 en una especie de eslabonamiento.
Cada uno de los eslabones de esta cadena 36 está unido a los otros de tal modo que
desarrollan la única acción salvífica de Dios en favor de los hombres en sus diversos
aspectos. Se parte de la vocación que Dios ha hecho llegar a los hombres por medio de
Jesucristo (v. 28 y 30). Es la llamada que se escucha y a la que se responde con la fe de
los cristianos y con la conducta según el Espíritu. La vocación de Dios es universal como
también es universal la fe, en cuanto los hombres aceptan de hecho esa llamada que se les
dirige y llegan así a la fe.
Desde esta orientación, universal por esencia, de la acción de Dios que llama a la
salvación no hay que esperar que los eslabones de la cadena mencionados en los v. 29 y
30, al igual que los anteriores y los siguientes, expresen una limitación de la salvación a
determinados hombres o grupos de hombres, que han podido aportar ciertos requisitos para
obtener esa salvación. Por el contrario, las primeras expresiones sobre la presciencia y la
predestinación atribuyen a Dios de tal manera la acción salvífica y vocacional, que en
definitiva la vocación experimentada en la fe sólo puede entenderse como un
acontecimiento salvífico que no está en la mano del hombre sino quo depende sólo de
Dios.
Pero al hablarse en este contexto de la predestinación, se puede entrever en ella de modo
especial el objetivo de la acción salvífica de Dios de cara a la imagen cristiana de la
salvación. Dios ama a los creyentes como a hijos suyos, y por lo mismo también como a
hermanos de Cristo.
En la llamada que Dios hace a los creyentes están incluidas la justificación y la
glorificación de éstos (v. 30). Pues por la fe a la que hemos sido llamados por Dios, y sólo
por medio de esa fe, somos justificados (cf. 3,27.28; 5,1). Resulta sorprendente que el
despliegue de la acción salvífica de Dios sobre los creyentes abarque también la
glorificación, y de tal modo que aquí esa glorificación aparece ya como realizada, en tanto
que 5,2 y 8,18 la prometen como futura. Pero en el pensamiento del Apóstol el bien futuro
de la gloria de Dios se les comunica ya ahora a los creyentes inicialmente, junto con «las
primicias del Espíritu» (v. 23) y, lo que viene a ser lo mismo, con la justificación del
pecador
ya realizada. Es precisamente esta inclusión la que permite poner en claro cómo el futuro
esperado no nos aporta un bien salvífico distinto del que ya se nos ha otorgado por medio
de Jesucristo, y cómo Dios, según afirma el v. 32, de hecho nos lo «ha dado todo» al
darnos a su Hijo.
...............
36. En la exposición de los padres de la Iglesia esta serie de actos salvíficos de Dios viene
valorada como la
«cadena de oro». La especulación dogmática posterior se interesó de modo especial por las
afirmaciones
del Apóstol sobre la predestinación y elección divinas, cayendo en su búsqueda de una
pretendida doctrina
paulina de la predestinación en el peligro de desconocer la afirmación central y constante
del Apóstol acerca
de la causalidad del único acto salvífico de Dios, que no puede deducirse con criterios
humanos y morales.

...............

4. CONCLUSIÓN NOSOLÓGICA
(Rm. 08/31-39).

31 ¿Qué diremos, pues, a esto? Si Dios está por nosotros, ¿quién


contra nosotros? 32 El que ni siquiera escatimó darnos a su propio
Hijo, sino que por todos nosotros lo entregó, ¿cómo no nos lo dará
también todo con él?

La certeza de la fe y de la esperanza alcanza en el v. 31 los acentos de un grito jubiloso


de triunfo. «¡Dios está por nosotros!» Con este grito parece haber olvidado el Apóstol el
recuerdo de «los sufrimientos del tiempo presente» (v. 18) y las exigencias de una vida en
esperanza. Pero de hecho ambas cosas no se excluyen. Pues el que nosotros amemos a
Dios y respondamos así a la llamada que nos ha dirigido, no se puede concebir y menos
llevar a efecto sin Dios, sin el Dios que precisamente se ha manifestado como un «Dios por
nosotros» y que por amor ha entregado a su Hijo por todos nosotros. El grito de victoria de
«Dios por nosotros» ha dado origen con frecuencia a deformaciones y abusos egoístas.
¿Qué guerra «santa» no se ha remitido al «Dios por nosotros»? No obstante, el «Dios por
nosotros» es el Dios de quienes esperan con paciencia (v. 25). Esta exclamación polémica
sólo puede dirigirse al espíritu de negación, que siempre tiene algo que objetar ante Dios y,
en el fondo, se opone a su obra de salvación tratando de oponer Dios al propio Dios. Pero
no hay más que un Dios solo, el Dios que «está por nosotros».

33 ¿Quién acusará a los elegidos de Dios? Dios es quien justifica.


34 ¿Quién podrá condenar? ¡Jesucristo, el que murió, mejor aún, el
resucitado, es también el que está a la diestra de Dios, el que
además intercede por nosotros!
La acusación contra los «elegidos de Dios» queda anulada en Dios mismo. Que los
cristianos tengan conciencia de ser «elegidos de Dios» responde por lo demás al cuadro de
la salvación que nos ofrece todo el capítulo. Como aquellos que han obtenido de hecho la
salvación, que han recibido el «espíritu de adopción» (v. 15) y que ahora son «hijos de
Dios», que disponen de la promesa de la gloria futura, a quienes Dios se «lo dará también
todo» en el Cristo muerto y resucitado por ellos, como quienes ahora han empezado a amar
a Dios, los creyentes tienen que llamarse «elegidos de Dios». Sólo cuando se realiza y
cumple toda esta conexión puede la conciencia cristiana de elección mantenerse libre de
todo orgullo y suficiencia farisaicos y demostrar así su legitimación por medio de la
esperanza que tiene en cuenta la acción salvadora de Dios en favor de todo el género
humano.
Se enfoca aquí una vez más, como fundamento de nuestra certeza sobre la salvación, la
obra justificante de Dios, que supera la acción deletérea del pecado. A esta pregunta sigue
en el v. 34 el silencio de quien podría presentar una acusación. Mas ese silencio viene roto
por el grito de «¡Jesucristo!» Y es éste un grito de socorro, la llamada al redentor frente a la
acusación condenatoria del enemigo de la salvación. Jesucristo, es decir, el que ha muerto
por nosotros, el que ha resucitado, está sentado a la derecha de Dios e intercede en favor
nuestro. Jesucristo no es, por ende, un pasado, sino el presente y el futuro para nosotros.

35 ¿Quién podrá separarnos del amor de Cristo»? ¿Tribulación, o


angustia, o persecución, o hambre, o desnudez, o peligro, o espada?
36 Conforme está escrito: «Por tu causa somos entregados a la
muerte todo el día, fuimos considerados como ovejas para el
matadero» (Sal 44,23). 37 Sin embargo, en todas estas cosas
vencemos plenamente por medio de aquel que nos amó. 38 Pues
estoy firmemente convencido de que ni muerte ni vida, ni ángeles ni
principios, ni lo presente ni lo futuro, ni potestades, 39 ni altura ni
profundidad, ni ninguna otra cosa creada podrá separarnos del amor
de Dios, manifestado en Jesucristo, Señor nuestro.

De este modo la profesión de fe en Jesucristo permite al final una vez más -y echando
una mirada a todos los «sufrimientos del tiempo presente», cuya descripción adquiere
singular relieve con la cita del Salmo 44,23- cantar en forma de himno la certeza de la
salvación presente y futura. Es una alabanza al amor de Dios, que él nos ha demostrado en
Jesucristo y en cuyo amor sabe el Apóstol que se sostiene y funda la salvación del mundo.
Manteniéndonos inconmovibles en ese su amor, nuestra existencia quedará vencedora por
encima de todo, pues a través del acuerdo de nuestra existencia creyente con el amor de
Dios, y sólo así, pueden superarse todas las fuerzas y potencias que le ponen trabas.
Mientras mantengamos firmes esa unión con Dios, se afianzará nuestra libertad para la
que hemos sido liberados (cf. 8,2), como libertad de la servidumbre del pasado y
alcanzamos de hecho «la libertad de la gloria de los hijos de Dios» (8,21).
El tema principal de la parte primera de la carta a los Romanos es, pues, la revelación de
la justicia de Dios en el Evangelio y como Evangelio (1,17). Que Pablo trate de la justicia
de
Dios para proclamar la acción salvífica en Cristo a favor de la humanidad pecadora y para
interpretar esa acción en forma de mensaje, hay que atribuirlo en buena parte al
enfrentamiento del Apóstol con la tradición judía y restablecimiento de ésta en el
cristianismo naciente. Al final del capítulo 8 aparece el concepto de amor de Dios, que a
primera vista podría descubrir una tensión contradictoria con el concepto de la justicia
divina. Pero, lejos de ver una oposición entre ambos conceptos, Pablo descubre su
correspondencia y unidad objetiva. La justicia de Dios que redime y crea la salvación no es
más que su amor a nosotros. De este modo -y no por primera vez en el capítulo 8, sino ya
antes en 5,5.8- el concepto de «amor de Dios» se convierte para nosotros en un desarrollo
singularmente luminoso y en una aclaración cargada de promesas de lo que a lo largo de
toda la carta se describe como la justicia de Dios que se ha manifestado en Cristo.
(_MENSAJE/06.Págs. 125-159)

BIBLIA NT CARTAS PABLO ROMANOS /RM 9 y 10


MATERIA: EL N.T. Y SU MENSAJE: CARTA A LOS ROMANOS: ·KERTELGE-KARL

Parte tercera

ISRAEL
9,1-11,36

En el contexto de toda la carta los capítulos 9-11 parecen a primera vista como una gran
interpolación sobre un tema distinto. Pablo afronta ahora el destino de Israel. La pregunta
se
la formula precisamente dentro del anuncio del mensaje de la justificación. Y es ahí, por lo
mismo, donde hay que buscar el engarce que enlaza estos tres capítulos sobre Israel con el
tema principal de la carta a los Romanos.
¿Qué ocurre con Israel, si todo depende de Jesucristo y no ya de la ley? Puesto que
Cristo es «el final de la ley» (10,4). Israel, sin embargo, no se ha convertido. Pretendió
permanecer fiel a su especial elección por parte de Dios, pese a lo cual ha marrado, al
presente, el blanco de su elección histórica. Con ayuda del concepto de elección Pablo se
esfuerza por comprender que con su conducta Israel se ha excluido a sí mismo de la
«justicia de Dios», que ahora se ha manifestado, y contra la cual pretendió Israel asegurar
su propia justicia (10,3). La acción selectiva de Dios adquiere ahora toda su importancia en
la Iglesia universal formada por judíos y gentiles. Pero al propio tiempo siempre
permanece
orientada hacia el Israel histórico. Esta tensa simultaneidad temporal de rechazo y elección
hay que tenerla en cuenta a lo largo de los tres capítulos. Y en ella busca el Apóstol la
solución del problema de Israel.
Los capítulos 9-11 no representan, por lo mismo, una divagación, sino que constituyen un
último desarrollo, de marcado acento histórico-teológico del tema único, que no es otro que
el Evangelio para los judíos y para los gentiles. También Israel tiene que convertirse, y al
propio tiempo tiene que volverse hacia los gentiles, tiene que contarse entre los
necesitados para así salvarse.

I. ELECCIÓN EN ISRAEL (9,1-29)

1. DOLOR POR ISRAEL


(Rm. 09/01-05).

1 Digo la verdad en Cristo, no miento -y de ello me da testimonio


mi conciencia en el Espíritu Santo-: 2 Siento gran tristeza y profundo
dolor incesante en mi corazón. 3 Hasta desearía yo mismo ser
anatema, ser separado de Cristo en bien de mis hermanos, los de mi
raza según la carne. 4 Ellos son israelitas; a ellos pertenecen la
adopción, la gloria, las alianzas, la legislación, el culto y las
promesas; 5 a ellos pertenecen los patriarcas, y de ellos procede,
según la carne, Cristo, el cual está por encima de todo, Dios bendito
para siempre. Amén.

Evidentemente el problema, al que ahora quiere referirse el Apóstol, le conmueve


vivamente. Es el problema de Israel, de sus relaciones con Cristo, de su historia y de su
futuro, el que le afecta personalmente. Ya antes de que pueda exponerlo (v. 6), y aun antes
de pronunciar el nombre de Israel (v. 4 y 6), expresa su tristeza y dolor profundos por ese
pueblo como un sufrimiento personal. Pues, son ciertamente sus hermanos y compatriotas.
Por ellos está dispuesto al sacrificio supremo: nada menos que a renunciar a su vinculación
con Cristo, con tal de ganarlos para Cristo (v. 3). Esta buena disposición de ánimo recuerda
a Moisés hablando a Dios e intercediendo por el pueblo que al pie del Sinaí se había hecho
un «dios de oro»: «Perdónales esta culpa, o, si no lo haces, bórrame de tu libro en que me
tienes escrito» (Ex 32,32). Ciertamente que la buena disposición del Apóstol, lo mismo que
la súplica de Moisés, no puede entenderse como la propuesta de un negocio a Dios. La
acción de Dios está por encima del pensamiento y del querer del hombre, aun cuando su
gracia demuestra también su eficacia en favor de otros a través de las súplicas, los deseos
y la compasión humanos, y esta preocupación por los semejantes se integre de antemano
en la solicitud de Dios. No cabe duda de que Pablo ama a su pueblo, cosa que se pone de
manifiesto precisamente cuando el Apóstol se agita y solivianta por la actitud de rechazo de
sus compatriotas frente a Cristo.
Mas no son sólo los vínculos de la sangre los que hacen que Pablo se entristezca por su
pueblo como por un difunto querido; es también el recuerdo de las altas distinciones que
ese pueblo ostenta y que ha conservado en su historia, pero que no ha sabido preservar de
su gran defección. Basta echar una mirada sobre la historia de Israel (v. 4s) para reconocer
en ella su especial elección y posición como «hijo», la experiencia de la revelación de la
gloria de Yahveh y la constante proximidad a su Dios en la alianza, la ley y el culto. Con
esta proximidad institucionalizada de Dios resulta mucho más difícil entender cómo ese
pueblo no ha podido lograr la meta de las promesas que se le habían hecho. Con ello nos
ha conducido Pablo hasta el dato que se oculta realmente bajo su dolor personal por la
postura de sus hermanos de raza, a saber, el problema de la fidelidad de Dios a sus
promesas en su acción salvífica a favor del mundo.
La alabanza final del v. 5b remite una vez más a Dios las prerrogativas antes
mencionadas y que se le otorgaron a Israel.

2. FIDELIDAD DE DIOS A SUS PROMESAS EN LA HISTORIA DE ISRAEL


(Rm. 09/06-13)

6 Y no es que la palabra de Dios haya sido vana. Es que no todos


los que descienden de Israel son Israel; 7 ni porque son
descendencia de Abraham, todos son hijos, sino que (sólo) «por la
línea de Isaac será reconocida tu descendencia» (Gén 21,12). 8 Es
decir, no por ser los hijos de la carne, éstos son hijos de Dios; sino
que los hijos de la promesa son los que cuentan como descendencia.
9 Porque la palabra de la promesa es ésta: «Por este tiempo vendré,
y Sara tendrá un hijo» (Gén 18,10).

Con el v. 6 toca el Apóstol una objeción posible, aunque no explícita, que proyecta una
cierta duda sobre la fidelidad de Dios a sus promesas. Si todos esos timbres de honor,
señalados anteriormente, tienen una legitimación intrínseca, deberían confirmarse al
presente, habida cuenta de la fidelidad de Dios a su palabra. La respuesta a esta objeción
la da Pablo con un pasaje de la historia de las relaciones de Yahveh con su pueblo. En él
se muestra que siempre se trata de una acción gratuita de Dios que elige y dispone
libremente teniendo en cuenta sus promesas y su cumplimiento. Con sus promesas Dios se
liga a la historia de los hombres, sin dejarse coartar ni detener en la libertad de su
actuación soberana por las especulaciones y exigencias humanas. Eso es precisamente lo
que debe poner en claro la historia de Israel, que es al mismo tiempo una historia de
promesas, de elección y de cumplimiento. La acción y el gobierno de Dios en la historia de
Israel siempre está, sin embargo, orientada hacia el pueblo que no es el «Israel según la
carne» (lCor 10,18) sino el «Israel de Dios» (Gál 6,16). Eso, y no otra cosa, es lo que
afirma
esta frase breve y rotunda: «Es que no todos los que descienden de Israel son Israel» (v.
6b). Con ello no se enfrenta un Israel al otro, sino que lo que se pretende aclarar es que
Dios siempre ha amado y protegido a su Israel a lo largo de toda la historia israelita.
I/ISRAEL:No deja de tener su importancia el que ya en este pasaje nos encontremos con
que se aluda a la Iglesia como al verdadero Israel de un modo inequívoco. Con toda certeza
la Iglesia de los que creen en Cristo y que ya existe al presente se relaciona aquí con la
acción soberana del Dios que elige. Pero en un primer momento la mirada se dirige hacia el
Israel de la historia de la alianza y de las promesas, como aparece en el testimonio de la
Escritura. En esa historia y a través de la misma Dios se revela ya como el Dios de su
Israel. Y es en esta perspectiva en la que hay que entender los versículos siguientes.
La descendencia carnal de Abraham no significa por sí sola que sus hijos según la carne
sean realmente «hijos» suyos sin excepción (v. 7). Esta idea surge en el Nuevo Testamento
con la predicación de Juan Bautista, que ha encontrado un eco múltiple 37. Lo que aquí se
entiende por «hijos» lo explica con más detalle el v. 8. Pablo empieza por aclarar la
afirmación del v. 7a mediante un ejemplo sacado del enfrentamiento que el Antiguo
Testamento establece entre los dos hijos de Abraham. Que la elección divina recayese
sobre Isaac, y que de este modo la pertenencia a la descendencia de Abraham sólo se
transmitiese a través de Isaac, es cosa exclusiva de Dios 38. Tal elección no se puede
investigar desde el campo meramente histórico. Aquí se demuestra que la historia de Dios
no coincide simple y llanamente con la historia, aun cuando se realice constantemente
dentro de nuestra historia.
El resultado de esta unión cargada de tensiones entre la acción de Dios y la historia
externa de su pueblo es éste según el v. 8: «No por ser hijos de la carne, éstos son hijos de
Dios; sino que los hijos de la promesa son los que cuentan como descendencia.» Se
contraponen los «hijos de la carne» y los «hijos de la promesa». Entre ellos se encuentra la
acción electiva de Dios. De momento todavía no se formula explícitamente el problema
que
surge al respecto -¿dónde está, pues, la justicia de Dios?-, que se afrontará de forma
temática en el v. 14. Por el contrario en el v. 8 habrá que probar cómo los «hijos de Dios»
deben por completo su adopción a la intervención de Dios que elige; pues, depende
exclusivamente de Dios quién ha de contarse «como descendencia» de Abraham. Por
supuesto que, pensando en 8,15-17, no se puede pasar por alto que el concepto de «hijos
de Dios» sólo adquiere su verdadero sentido en relación con el acontecimiento cristiano de
la hora presente.
Lo que importa, pues, es la promesa de Dios; sólo por ella puede valorarse la historia de
Dios con su pueblo. Así lo subraya una vez más el v. 9 echando un vistazo al caso de
Isaac.
...............
37. Cf. especialmente Mt 3,9; Lc 3,8; Jn 8,33.37-47.52-59; Rm 4; Ga 3.
38. Véase la confrontación entre las dos mujeres de Abraham, Sara y Agar, en Ga 4,21-31,
donde -aunque de
forma diversa que en Rom 9- el esfuerzo por demostrar que los cristianos son el verdadero
pueblo de Dios,
condiciona de antemano la identificación alegórica de Isaac con la Iglesia.
...............

10 Y no sólo esto: está Rebeca, que concibió de uno solo, de


nuestro padre Isaac. 11 Pues bien, cuando los dos niños no habían
nacido todavía ni habían hecho nada bueno o malo -a fin de que
quedara en pie el propósito de Dios en su libre elección, 12 la cual
no depende de las obras, sino del que llama-, se dijo a Rebeca: «El
mayor será siervo del menor» (Gén 25,23). 13 Así está escrito: «Amé
a Jacob, y a Esaú aborrecí» (Mal 1,2s).

Pablo enlaza un ejemplo con otro. Para ello la historia de Israel le brinda el material
deseable. Mas tampoco aquí debe centrarse la atención del lector en el cómo ni en el
porqué. El inciso del v. 11b y 12a señala inequívocamente el punto que aquí interesa.
También en este pasaje se contraponen dos hijos. Sólo que sus relaciones experimentan
un cierto desplazamiento en comparación con el ejemplo precedente: no se trata de los
hijos de dos madres, sino de una madre y de un padre. Aquí cuenta la circunstancia de
entrar en juego dos hermanos gemelos. Todo ello contribuye aún más a poner de relieve el
dato sobre la elección de Dios. Con ello parece que se subraya con mayor fuerza aún que
antes el hecho de que ningún antecedente humano histórico condiciona la elección de Dios.
El v. 11a destaca una vez más la libertad de acción del Dios que elige: los mellizos no
habían nacido aún ni habían hecho nada bueno ni malo, cuando -según el v. 12b-se le
comunicó a Rebeca la palabra de la promesa divina.
Así, pues, hay que aceptar la libre elección en la acción y disposición divinas (v.
11b-12a). Es precisamente esa su acción electiva la que alcanza su objetivo, que en
definitiva es la salvación, que Dios otorga y con la que culmina la historia de su pueblo. Es
verdad que Pablo no expone todavía aquí expresamente el resultado de sus reflexiones.
Pero, teniendo en cuenta el v. 6, tampoco se debe olvidar que Dios se ha ligado con su
palabra a Israel y que se trata en general del problema de Israel, y no sólo de exponer un
tratado sobre la providencia de Dios y la libertad de su acción. Pero el giro del v. 12a: «La
cual no depende de las obras», indica claramente que no puede separarse el problema
fundamental de Israel de la teología de la justificación. Esto es lo que aparecerá con mayor
claridad en los versículos siguientes.
El v. 13 presenta una última fórmula de la idea de la elección, que irrita el sentimiento
natural del hombre, y eso con palabras de la Escritura: «Amé a Jacob, y a Esaú aborrecí»
(Mal 1,2s). El acento de la frase recae, según la interpretación de Pablo, en la acción de
Dios que elige libremente. Mas la libertad de Dios no consiste en que muestre amor hacia
una parte y odio hacia la otra, sino en que allí donde derrama amor, allí está él. Y esto es lo
que se demostrará con el otorgamiento de la gracia divina en Cristo. Que no por ello
desaparece sin más la ira de Dios como fondo oscuro de la actuación de la gracia, es lo
que ya hemos visto en el contexto tenso de los capítulos 1-4.

3. LIBRE ACCIÓN CREADORA DE DIOS EN SU NUEVO PUEBLO (9,14-29)

a) Poder creador del Dios que elige


(Rm. 09/14-21)

14 ¿Qué diremos, pues? ¿No habrá en Dios injusticia? ¡Ni


pensarlo! 15 Porque dice a Moisés: «Tendré misericordia de quien yo
quiera tenerla, y me apiadaré de quien yo quiera apiadarme» (Ex
33,19) 16 Así pues, no depende del que quiere ni del que corre, sino
de Dios, que es el que tiene misericordia. 17 Y así, la Escritura dice
al faraón: «Precisamente para esto te suscité: para mostrar en ti mi
poder, y para que mi nombre sea proclamado en toda la tierra» (Ex
9,15s).

Pablo expone el problema de Israel con razonamientos siempre nuevos. Ni siquiera


pierde de vista esta cuestión fundamental cuando, como en nuestra sección- v. 14-17-
aborda cuestiones aparentemente secundarias. Pero es evidente que no presenta una
fórmula breve que condense todo el problema de una forma adecuada, y menos aún una
solución simplista del mismo. Pero Pablo se ha referido ya al principio decisivo de toda la
cuestión: Dios elige, dispone y actúa de acuerdo con su libertad, que se fundamenta en sí
misma, lo que se pone de manifiesto en la historia de Israel por el simple hecho de que
cuanto este pueblo es y debe ser depende en exclusiva de Dios.
De ahí que la objeción del que aparece impugnado en el v. 14 haya que dejarla de lado
sin más. Una «injusticia» en Dios es una contradicción en sí misma, puesto que la justicia
de Dios se demuestra precisamente porque actúa tal como lo hace. Esto es lo que explica
Pablo con una palabra de Yahveh a Moisés: «Tendré misericordia de quien yo quiera
tenerla...» La «justicia de Dios» se manifiesta en que se funda en sí mismo para actuar de
forma misericordiosa, y en que al actuar así obra como quien es. Dios se muestra
precisamente como Dios en el hecho de que nadie le toma la delantera con su «querer» y
su «correr».
Si en el v. 15. el Antiguo Testamento brindaba a Pablo la razón positiva en favor de la
libre elecCIón divina, en el v. 17 le ofrece también un argumento negativo. En el faraón,
Dios ha mostrado su fuerzas y desde luego de un modo impresionante que supera todas las
fuerzas y manifestaciones humanas de poder. Incluso en la historia del faraón, que se
orienta contra el pueblo de Dios, Dios actúa de una manera eficaz, de una manera por la
que puede ser reconocido personalmente.

18 Por lo tanto, él tiene misericordia de quien quiere, y él endurece


a quien quiere.

Este principio no puede separarse de su contexto. De lo contrario, podría entenderse en


el sentido de una predestinación obscura y hasta impenetrable sobre la salvación y la
condenación del hombre. Podría llegarse así a desfigurar la libre acción salvadora de Dios
hasta el punto de que al hombre se le apareciera como un capricho o como un destino
ciego lo que en realidad es soberanía de Dios y salvación del hombre. Dios alcanza su
objetivo, pues ahí precisamente se funda la salvación de los hombres.
Las características de la acción de Dios, que elige libremente se ponen de manifiesto en
los ejemplos precedentes sacados de la historia veterotestamentaria, y en definitiva con las
palabras dirigidas a Moisés (v. 15) y las palabras dirigidas al faraón (v. 17). Una y otra
pueden por su parte probar la acción misericordiosa y endurecedora de Dios. Pero estos
ejemplos tomados de la historia quedan superados al presente en que la acción de Dios se
deja sentir con nueva claridad. Que Dios se compadece del que quiere se ha puesto de
relieve ahora en el nuevo pueblo llamado a la existencia para ser el pueblo de Dios.
Mientras que por el contrario -cosa que Pablo no puede negar, a pesar de 9,1-5- las
pretensiones y méritos de Israel se han demostrado como un endurecimiento contra la
acción salvadora de Dios en Cristo, de tal modo que ahora, como ya en la historia de su
pueblo (cf. v. 7s.10), la lección de Dios, el Israel material, se divide para hacer posible la
creación de su Israel.

19 Pero me dirás: ¿Por qué entonces sigue presentando sus


querellas? Porque ¿quién puede oponerse o su decisión? 20 ¡Pero,
hombre! ¿Y quién eres tú para altercar con Dios? «¿Acaso le dirá la
vasija al alfarero: Por qué me hiciste así?» (Is 29,16). 21 ¿O es que
no tiene potestad el alfarero sobre el barro para hacer de la misma
masa una vasija para usos nobles y otra para usos viles?

La objeción del v. 14 se repite con nuevas variaciones. Si Dios lo predetermina todo y


hasta opera el endurecimiento ¿cómo puede seguir haciendo reproches? El hombre no
puede realizar nada contra la disposición de Dios; el endurecido no puede defenderse
contra él, con su endurecimiento no hace más que imponerse una voluntad superior. La
imagen de Dios amenaza con asumir unos rasgos demoníacos. ¿Quién puede oponer
resistencia a la voluntad de Dios? Ciertamente que nadie se le puede oponer. Y, a pesar de
todo, ¿cómo es posible que el hombre desprecie la voluntad de Dios y le resista? Pablo no
da una respuesta directa a estos interrogantes. Es evidente que todas las cuestiones, tan
razonables desde el punto de vista humano, aquí sólo tienen que ilustrar la divinidad de
Dios desde el enfoque del hombre, y eso es lo que importa según los v. 20s: poner al
Creador en la luz debida frente a la criatura.
Así como el vaso no puede hacer preguntas a su alfarero, tampoco el hombre puede
hacérselas a Dios. Al igual que el alfarero tiene poder sobre la arcilla, para darle una forma
u otra, para «hacer de la misma masa una vasija para usos nobles y otra para usos viles»,
así Dios puede obrar como el alfarero con la arcilla. Esta imagen es frecuente tanto en el
Antiguo Testamento como en el judaísmo para hacer patente el poder creador de Dios 39.
Tanto allí como el presente pasaje paulino se trata del poder creador de Dios sobre su
criatura. Pero la afirmación de ese poder creador divino no sólo sirve para que el hombre
cobre conciencia de su dependencia respecto de Dios y para reducir a silencio sus
preguntas apremiantes. Esa afirmación tiene un propósito más amplio, como se pondrá
claramente de manifiesto a renglón seguido en relación con el problema de Israel.
...............
39. Véase Is 29.16; 45,9s; 64,8; Jr 18,6; Gén 2,7; Eclo 33,13; Sb 15,7. Entre los escritos de
Qumrán merece
especial atención 1QH 1,21: «Yo soy una figura de arcilla y amasada con agua».
...............

b) El nuevo pueblo de Dios formado por judíos y gentiles


(Rm. 09/22-29)

22 ¿Y qué, si Dios, queriendo manifestar su ira y dar a conocer su


poder, soportó con inmensa paciencia vasos de ira, destinados a la
perdición, 23 y esto para dar a conocer la riqueza de su gloria hacia
los vasos de misericordia, que de antemano preparó para gloria...

Los v. 22 y 23 presentan una forma incompleta; pero aun faltando la conclusión, resulta
claro el objetivo a que apuntan. Teniendo en cuenta la historia, que discurre de hecho
según los planes de Dios, se solucionan todas las dificultades teóricas de los hombres que
interrogan. Contra la acción predestinante y electiva de Dios ni el crítico más receloso
puede aducir nada, cuando ve que la revelación de la ira de Dios sobre los «vasos de ira»
no se realiza de forma caprichosa -ciertamente que para demostrar su poder, mas no de
forma caprichosa-, y cuando ve que en definitiva lo que Dios pretende es manifestar su
gloria a los «vasos de misericordia» con fines de salvación. De cara a esta manifestación
salvadora «soporta Dios con inmensa paciencia» a los vasos de ira «destinados a la
perdición». Es evidente que la idea de la predestinación aparece totalmente permeada por
la presente experiencia del amor misericordioso de Dios, alejando por lo mismo de ella el
carácter de una lúgubre fatalidad. Pues la misericordia de Dios se ha mostrado al presente
como su poder creador en el nuevo pueblo escogido que forman los judíos y los gentiles.
Son precisamente éstos, que parecían perdidos, los hijos de la ira, judíos y gentiles, los que
se convierten en hijos de su misericordia. En este nuevo acto creador se demuestra ahora
la libre elección de Dios como una elección misericordiosa.
Con ello Pablo no se contenta con enlazar el presente con la historia pasada, de la que
antes ha sacado los ejemplos ilustrativos en favor de la actuación de Dios que elige. El
presente cristiano no es sólo un ejemplo histórico, sino justamente el presente manifiesto
del Dios elector, que se crea su Israel con judíos y gentiles.

24... es decir, a nosotros, a quienes llamó no sólo de entre los


judíos, sino también de entre los gentiles?

Dios nos llamó como «vasos de misericordia». Con ello se refiere el Apóstol a la
comunidad cristiana de Roma, que se conecta aquí con todos los que creen en Cristo. La
llamada creadora de Dios se nos dirige a nosotros, que respondemos con la fe a ese
llamamiento. Son judíos y gentiles aquellos a quienes ha llegado la llamada de Dios en el
Evangelio, y no solamente «de entre los judíos, sino también de entre los gentiles». Entre
los vasos de ira Dios se procura los vasos de su misericordia. Y los elige libremente. Pero
su elección no tiene lugar en una mera continuidad histórica con el viejo Israel, sino
quebrando precisamente la historia del antiguo Israel en favor de un Israel nuevo y
universal. Israel tenía justamente que interrumpirse en favor de la universalidad ilimitada
de
la acción salvadora de Dios, a fin de que el nuevo Israel de Dios adquiriese su forma
auténtica y definitiva.
Pablo desarrolla en este pasaje el problema de Israel ayudándose de la idea
veterotestamentaria sobre el pueblo de Dios. Así se demuestra que el problema que
constituye la historia de la elección de Israel, no se soluciona por sí mismo a través de las
reflexiones sobre la historia de esa elección, sino mediante la contraposición de Israel y la
Iglesia, lo que equivale a decir, mediante la confrontación entre el antiguo pueblo de Dios y
el nuevo.

25 Así también lo dice en Oseas: «Al que no era mi pueblo, lo


llamaré mi pueblo, y a la que no ha sido amada, la llamaré mi
amada» (Os 2,25). 26 «Y en aquel mismo lugar donde se les dijo:
Vosotros no sois pueblo mío, allí serán llamados hijos del Dios
viviente» (Os 2,1). 27 Isaías, por su parte, clama en favor de Israel:
«Aunque el número de los hijos de Israel sea como la arena del mar,
solamente será salvo el resto; 28 porque, llevándola a cabo y sin
tardanza, el Señor cumplirá su decisión sobre la tierra» (Is 10,22s).
29 Y como lo había predicho Isaías: «Si el Señor de los ejércitos no
nos hubiese dejado descendencia, habríamos venido a ser como
Sodoma, a Gomorra habríamos sido semejantes» (Is 1,9).

Los v. 25-29 constituyen la prueba escriturística de la tesis expuesta en el v. 24. A modo


de conclusión el Apóstol puede demostrar con testimonios de la misma Escritura que la
acción salvadora de Dios en la antigua alianza discurrió como una nueva creación de Israel.
A la cuestión de si es posible que la palabra de Dios «haya sido vana» (v. 6) por lo que
atañe a las promesas en favor de Israel, habida cuenta de las nuevas relaciones entre
Israel y la Iglesia, se puede responder aquí citando precisamente unas palabras como las
de Os 2,25: «Al que no era mi pueblo, lo llamaré mi pueblo, y a la que no ha sido amada, la
llamaré mi amada». Justo en este anuncio profético, increíble para los oídos judíos, se
manifiesta lo que es la elección por parte de Dios. Es una llamada que suscita la vida. Dios
es el que llama al ser las cosas que no existen (4,17). De igual modo hay que entender la
segunda cita de Oseas. No hay por qué preguntarse en qué lugares y en qué pueblos
pensaba entonces el profeta, o si sólo pretendía sacudir a Israel con este vaticinio a fin de
hacerle entrar en razón. Por el contrario, las palabras veterotestamentarias sólo adquieren
sus contornos precisos cuando se leen y entienden a la luz del presente acontecimiento
cristiano. Es precisamente en el presente cristiano en el que las palabras de la promesa
evidencian todo su alcance; más aún, sólo en el presente definido por el acontecimiento
cristiano cabe entenderlas como una palabra prometedora.
Las dos citas de Isaías que cierran el razonamiento apuntan de modo especial al Israel
del momento presente. «El resto» del antiguo Israel ha quedado asumido en el nuevo
pueblo de Dios. Dios cumple así sus palabras; pero ese cumplimiento no es la mera
realización esquemática de una antigua promesa, sino que la misma palabra profética
apunta ya al hecho de que Dios cumple de tal modo su obra, que en la historia de su pueblo
logra su culminación sin mermas ni recortes sensibles (v. 28).
Por lo demás, sobre ese trasfondo vuelve a plantearse otra vez el problema de Israel,
porque «el resto» es el punto de arranque, no el punto de llegada, de la actuación divina.
................................

II. CULPA E INEXCUSABILIDAD DE ISRAEL (9,30-10,21)


Pablo saca ahora las consecuencias de cuanto precede. El nuevo pueblo de Dios,
formado por judíos y gentiles, es una realidad que pone fundamentalmente en litigio la
existencia del antiguo Israel. Pues ¿qué puede contar ya Israel, cuando su celo por Dios y
por la ley, así como su consiguiente esfuerzo por obtener la justicia, han sido anulados por
la acción electiva de Dios? Israel no puede aceptar, sin renunciar a sí mismo, la afirmación
de que Cristo es el final de la ley (10,4). Pero aquí está precisamente el problema. Israel
como tal no puede permanecer sino como el Israel de Dios. En lugar de aceptar su propia
justicia, Israel tiene que aceptar la justicia de Dios. Con ello se evidencia que Pablo afronta
el problema de Israel desde el mensaje de la justificación. Al propio tiempo el Apóstol
expone el anuncio de la justificación en una nueva perspectiva actual.

1. LA «PIEDRA DE TROPIEZO»
(Rm. 09/30-33)

30 ¿Qué diremos, pues? Que los gentiles, que no buscaban


justicia, alcanzaron justicia -pero una justicia que viene de la fe-; 31
mientras que Israel, que buscaba una ley de justicia, no llegó a la ley.
32 ¿Y por qué? Porque no la buscaba por la fe, sino por las obras.
Tropezaron con la piedra de tropiezo, 33 según está escrito: «He aquí
que pongo en Sión una piedra de tropiezo y una roca contra la cual
uno se da; pero quien tiene fe en él no quedará defraudado» (Is 8,14;
28,16).

La acción electiva de Dios ha conducido, pues, a que en el nuevo pueblo de Dios se


reúnan judíos y gentiles y a que este nuevo pueblo elegido sea una representación de la
obra salvadora universal de Dios. Esta afirmación tiene una importancia vital de cara al
Israel completo, tal como sigue manifestándose al presente en su fidelidad a la antigua
alianza. Esto se pone especialmente de manifiesto cuando Israel reflexiona sobre lo que
constituye su posesión más peculiar frente al resto del mundo: su ley.
Pues lo que se deduce en concreto es que los gentiles, que no tienen la ley y «que no
buscaban justicia, alcanzaron justicia» (v. 30). Israel, por el contrario, que tiene como
propia
la ley que promete la justicia y que la «buscaba» no ha alcanzado su objetivo (v. 31). Pero
ante Dios no cuenta ni la búsqueda ni la carrera (cf. v. 16), sino Dios mismo y su vocación.
Es esta llamada la que es preciso escuchar. Y no se escucha en una ley hereditaria ni en
las pretensiones que se fundamentan en la misma, sino que se escucha en la fe.
Que los gentiles y no Israel alcancen la justicia, no es, por lo mismo, una ironía del
destino, ni un simple trastrueque caprichoso del estado de cosas, sino que es algo «que
Dios pone». Y, concretamente, puso la «piedra de tropiezo» que es Cristo. En él ha
tropezado Israel. Esa «piedra de tropiezo» puesta por Dios (v. 33), se convierte
simultáneamente en fatalidad para Israel y en fundamento de salvación para el mundo
gentil. Frente a Cristo se decide Israel, de tal modo que no alcanzó la justicia, porque no
buscaba la justicia «por la fe, sino por las obras» (v. 32). Es justamente este poder crítico
del acontecimiento cristiano -el escándalo de la cruz de Cristo, como dice Pablo en lCor
1,23- el que se pone de manifiesto en Israel. Por ello, interpreta Pablo el problema de Israel
en el capítulo 10 a partir del mensaje de la justificación, como expresión carismática del
acontecimiento cristiano.

2. LA PROPIA JUSTICIA
(Rm. 10/01-03)

1 Hermanos, el anhelo, de mi corazón y mi oración a Dios por ellos


es para que alcancen salvación. 2 Pues doy testimonio en favor de
ellos: tienen celo por Dios, pero no en conformidad con un verdadero
conocimiento. 3 Pues no reconociendo la Justicia de Dios, y
procurando establecer la suya propia, no se sometieron a esa Justicia
de Dios.

Israel como pueblo ha rechazado la fe en la salvación aparecida en Cristo. A pesar de


todo, o mejor, precisamente por ello, son más apremiantes los deseos y oraciones de Pablo
por la «salvación» de todo Israel. Pues, por su propia experiencia puede testificar en favor
de sus hermanos israelitas que tienen «celo por Dios», es decir, seriedad religiosa y
adecuada disposición para hacer cuanto exige la ley en orden a obtener la justicia delante
de Dios. Este testimonio del Apóstol en favor de sus compatriotas nos amonesta a no juzgar
con demasiada precipitación la observancia supuestamente hipócrita de la ley y las
prácticas piadosas de los judíos. Lo que nosotros queremos rechazar muchas veces como
farisaico, a saber, una mera exterioridad en lugar de la exigible conducta interna frente a
Dios y frente a los semejantes, aparece según el testimonio del Nuevo Testamento como la
actitud fundamental del judío sin más precisiones. Ciertamente que en los Evangelios
aparecen precisamente los fariseos y los doctores de la ley junto con la nobleza sacerdotal
de la nación como los enemigos declarados de Jesús. Mas no podemos olvidar que en la
actitud repulsiva de las clases dirigentes del pueblo judío frente a Jesús se manifiesta la
postura de la humanidad entera frente al hecho de la revelación que ha tenido lugar en
Cristo. Sin embargo, no se puede negar que la esforzada práctica religiosa de los judíos
produce precisamente la impresión de una exteriorización legal y que amenazaba con
endurecerse en la satisfacción de sí mismo.
Pablo caracteriza el celo de Israel, definiéndolo como un celo sin el discernimiento
adecuado. Israel confió en la ley y creyó estar suficientemente informado por medio de la
ley para conocer la voluntad de Dios (cf. 2,17s). Esta voluntad de Dios, reconocible por
medio de la ley, creyó que tenía que observarla para obtener la justicia. Pero de este modo
«no reconoció la justicia de Dios», que se le había ofrecido en Jesucristo. Esa es la culpa
de Israel. Pues, desconocer la justicia de Dios y no doblegarse a la oferta de la salvación
divina que se nos hace en Cristo de un modo vinculante y definitivo, equivale a negar a
Dios el honor y a aferrarse a la propia justicia, lograda por las fuerzas personales.
Como «justicia de Dios» (cf. 1,17; 3,21s) aparece Jesucristo en persona. Hay que
decidirse por él y hay que obedecerle en la fe. Todo lo demás, cualquier forma de negativa
y excusa, equivale a la propia justicia, o, lo que es lo mismo, equivale a establecer la
soberanía del propio yo. Porque si es el yo quien condiciona el modo con que Dios tiene
que revelarse, es evidente que, en tal caso, ya no es Dios quien se impone, sino que el yo
del hombre pasa a ocupar su lugar y el de su revelación escatológica. Esta afirmación del
hombre mismo se deja sentir también, y de modo muy particular, hasta en la pretendida
lealtad a las promesas divinas de la alianza. Si la fidelidad de Israel consiste únicamente en
la lealtad a la tradición y a la promesa hereditaria como una tradición, Israel corre el
peligro
de desconocer la revelación escatológica de Dios y de enfrentarse a ella en una postura de
desobediencia. Israel ha fallado precisamente en esa buena disposición para salir al
encuentro de Dios tal como él se ha revelado en el presente y quiere revelarse en el
futuro.

3. LA NUEVA JUSTlClA
(Rm. 10/04-13)

4 Porque el final de la ley es Cristo, para justificar a todo el que


cree. 5 Efectivamente, Moisés escribe acerca de la justicia
procedente de la ley que «el hombre que la practique vivirá por ella»
(Lv 18,5). 6 Pero la justicia procedente de la fe habla así: «No digas
en tu corazón. ¿Quién subirá al cielo?»(Dt 30,12), es decir, para
hacer descender a Cristo; 7 O «¿Quién bajará al abismo?» (Sal
107.26), es decir, para hacer subir a Cristo de entre los muertos. 8
¿Qué dice, pues? «La palabra está cerca de ti, en tus labios y en tu
corazón» (Dt 30,14), es decir, la palabra de la fe que proclamamos.

Israel, que tanto valor otorgaba a la «justicia» delante de Dios, se ha alejado de la


justicia. La justicia nueva, que se ha revelado a cada uno en Cristo y se le ha hecho así
accesible por la fe, exige del Israel histórico la entrega incondicional de su propio afán
hacia
la justicia. Por tanto, exige de él la postergación de la ley y la confiada entrega a Cristo. Y
así, en una frase muy breve y precisa, aparece Cristo como el final de la ley, del camino
legalista seguido hasta ahora por Israel y de su justicia levantada por tal medio. Cristo
representa, por lo mismo, el final del antiguo Israel, que vivía y se entendía por la ley;
Cristo
es el fundamento del Israel nuevo, que se presenta como el Israel de Dios ya ahora a través
de la Iglesia universal de los creyentes, en la que entran judíos y gentiles. En este Israel
nuevo y universal, que es ya una realidad en Cristo, tiene que insertarse el Israel antiguo.
Por consiguiente, en el problema de Israel se enfrentan dos tipos de justicia: la justicia
«procedente de la ley» (v. 5), y la justicia «procedente de la fe» (v. 6). Una y otra se
contraponen, no como dos posibilidades entre las que cabría elegir, toda vez que la justicia
procedente de la ley ya no representa una auténtica posibilidad, sino que resulta imposible
por la justicia procedente de la fe. Así, el testimonio de Moisés sacado de Lv 18,5, alude a
la justicia procedente de la ley, que late en el fondo del camino legalista, y en modo alguno
se refiere a la posibilidad presente del camino legal. Ese testimonio indirecto se convierte
-porque de hecho ningún hombre cumple la ley ni puede cumplirla- en un testimonio en
favor de la nueva justicia, que no procede de las obras de la ley sino de la fe en Cristo.
Éste, empero, no puede ser suplantado por ninguna pretensión humana; o dicho con otras
palabras, no se le puede «hacer descender» del cielo (v. 6), ni «hacerle subir» del
«abismo» (v. 7). Las citas veterotestamentarias, que Pablo explota aquí, van provistas en
cada caso de una ampliación exegética, que pone claramente de relieve cómo la
interpretación paulina de la Biblia está referida a Cristo.
También la cita del v. 8 -tomada de Dt 30,14- presenta la justicia nueva como la
verdadera, única y genuina posibilidad. Esa posibilidad se nos brinda en la palabra de la
predicación. En el Evangelio, y sólo en el Evangelio, se nos revela ciertamente la justicia
de
Dios (cf. 1,17). Por ello, le interesa a Israel aceptar el Evangelio y hacerse creyente. Pero
Israel ya ha desperdiciado al presente la palabra de Dios que salió y llega con el Evangelio.
Pese a todo, éste es el único camino que le queda.

9 Porque, si confiesas con tus labios que Jesús es Señor, y crees


en tu corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos, serás salvo.
10 Pues creerlo con el corazón conduce a justicia, y confesarlo con
los labios conduce a salvación. 11 Por eso dice la Escritura:
«Ninguno de los que creen en él quedará defraudado» (Is 28,16).

En el centro de la proclamación de la fe por parte del Apóstol, que «primeramente» se


dirige a Israel (d. 1,16), se encuentra Jesucristo. Con unas fórmulas confesionales y
evidentemente en estrecha conexión con una confesión de fe anterior, presenta el Apóstol
la fe en Jesús como una fe salvadora. La cita final de la Escritura en el v. 13 confirma la fe
cristiana universal por el testimonio de la alianza de Israel.
CREER/QUE-ES:La confesión de fe se centra en Jesús como Señor. Creer significa
reconocer a Jesús como Señor y someterse de forma permanente a su soberanía. Que esto
sea una exigencia que abarca la vida entera, ya nos lo ha demostrado Pablo en el capítulo
6. Pero la fe apunta, además, a una confesión del Señor Jesús expresamente formulada en
este hecho concreto: que «Dios le resucitó de entre los muertos». La resurrección de Jesús
es el hecho fundamental y, bien entendido, la raíz de la confesión de fe cristiana Pues, en
Cristo y con Cristo, Dios nos ha suscitado para vivir la vida que ya poseemos ahora, en fe,
en una fe esperanzada, aunque todavía no con una contemplación manifiesta (cf. 8,24s).
Con la resurrección de Jesús de entre los muertos, Dios ha demostrado su fuerza creadora,
y es precisamente esta potencia divina que vuelve a crear, a la que hay que someterse con
fe, a fin de que la salvación aparezca como una creación nueva de Dios.

12 Pues no hay diferencia entre judío y griego, ya que uno mismo


es el Señor de todos, que prodiga sus riquezas para con todos los
que lo invocan; 13 y «todo el que invoque el nombre del Señor, será
salvo» (11 3,5).

Con toda la claridad deseable subraya el Apóstol una vez más el carácter universal de la
nueva justicia que se abre en Cristo. Esto lo hace refiriéndose al valor universal de la
soberanía de Dios: uno mismo es el Señor de todos. Para alcanzar la plenitud, esta
soberanía universal de Dios en Cristo tiene que comprender también a Israel. Bajo esa
soberanía ya no hay «diferencia» entre judíos y gentiles. Éste es ciertamente el aspecto
histórico-salvífico del problema, que es el mismo Israel; pues, como pueblo elegido de
Dios,
siempre debía tener ante los ojos lo que le diferenciaba del mundo pagano. De otro modo
¿dónde se manifestaba el hecho de la elección? En Cristo resulta patente que la elección
encuentra precisamente su manifestación en el hecho de que todas las esperanzas
humanas, incluso las esperanzas e ideas de Israel sobre la justicia, vienen superadas por
Dios mismo, y en que Dios llama a todos los hombres sin distinción alguna. La igualdad de
cara a la salvación obtenida supone la igualdad en el pecado; supone que «todos pecaron
y están privados de la gloria de Dios» (3,22s). De ahí que también a Israel interese volverse
hacia ese Señor.

4. ISRAEL ES INEXCUSABLE
(Rm. 10/14-21)

14 Ahora bien, ¿cómo podrían invocar a aquel en quien no tuvieron


fe? ¿Y cómo podrán tener fe en aquel de quien no oyeron hablar? ¿Y
cómo van a oír, sin que nadie lo proclame? 15 ¿Y cómo podrán
proclamarlo, sin haber sido enviados? Como está escrito: «¡Cuán
hermosos son los pies de los que anuncian cosas buenas!» (1s52,7).
16 Pero no todos aceptaron el Evangelio. Ya lo dice Isaías: «Señor,
¿quién ha prestado fe a nuestro mensaje? (Is 53,1). 17 Así que la fe
viene de la predicación escuchada, y esta predicación se hace en
virtud de la palabra de Cristo.

Se trata de la palabra de Dios que se nos ha dirigido y nos sigue llegando en el


Evangelio. Esa palabra hay que escucharla. Con la escucha y aceptación creyente del
Evangelio, la causa de Dios logra su objetivo. Por ello, de cara a Israel hay que preguntarse
si es que no ha tenido lugar allí el acontecimiento de la palabra del Evangelio. En caso
negativo, Israel no sería ciertamente culpable. Mas Pablo puede partir de la base de que el
Evangelio también ha sido anunciado a los judíos, y además «primeramente» (1,16). El
énfasis con que ahora expone el hecho de la predicación del Evangelio, pone de relieve
una vez más la inexcusabilidad de Israel.
La predicación, la escucha, la fe y la llamada con su relación intrínseca aparecen
como un acontecimiento encadenado, cuyos actos aislados enlazan unos con otros.
Mediante este ordenamiento causal del hecho de la palabra conduce Dios a la salvación.
Esto es lo que también Israel debe reconocer. Y ante todo y sobre todo tiene que aprender
a escuchar. En la predicación del Evangelio escucha a aquel a quien debe volverse con fe,
al Dios precisamente que ahora cumple sus promesas a Israel en Cristo y por Cristo. Es el
mismo Dios el que sale fiador de todo este acontecimiento, desde la predicación hasta la
llamada a la profesión de fe. Incluso envía a los anunciadores de la palabra, pues el
predicador forma parte del acontecimiento salvífico de la palabra divina. Como tal se
entiende a sí mismo el Apóstol. Su ministerio apostólico es un eslabón imprescindible en el
acontecimiento de la salvación. Pero es justamente un servicio, bajo el cual está el encargo
de Dios y que se manifiesta en la predicación que suscita la fe de los oyentes. El ministerio
en la Iglesia no puede tener otro fundamento que su destino esencial como un servicio a la
salvación. En el acontecimiento de la palabra salvífica de Dios, el Apóstol presta al
Evangelio su palabra articulada; pero como una palabra que merece un crédito
consistente.
Pero verdad es que «no todos aceptaron al Evangelio» (v. 16). Más aún, Israel como
pueblo en general se ha cerrado a la palabra salvadora de Dios en la hora presente. Y esto
es lo que angustia al Apóstol de forma opresiva. Por eso puede referirse aquí con toda
razón a la palabra del profeta: «¿Quién ha prestado fe a nuestro mensaje?» Entra, pues, en
el destino del mensajero el no encontrar fe ni el ser recibido en todas partes con los brazos
abiertos. En esta experiencia descorazonadora del mensajero se pone mejor de manifiesto
que es obra y mérito de Dios cuando la palabra acaba por conducir a la fe. Mas, por lo que
hace a Israel, el Apóstol no puede permanecer tranquilo pensando que la conducta de su
pueblo corresponde a la palabra del profeta. Si en la presente proclamación de la palabra
opera el Dios de las promesas, el Dios que según el testimonio de la Escritura ha vinculado
sus promesas a Israel, es evidente que Israel no puede quedar ahora al margen sin más.

18 Pero pregunto: ¿Es que no oyeron? ¡Claro que sí! «Por toda la
tierra se difundió su voz, y hasta los confines del mundo llegaron sus
palabras» (Sal 19,5).

Israel oyó, puesto que el Evangelio ha resonado «por toda la tierra». Las palabras del
salmo citadas aquí no hablan ciertamente, en su sentido original, del Evangelio como
«palabra de Cristo» (v. 17), sino de las obras de la creación en las que Dios se manifiesta.
Pero el Apóstol puede aplicar este acontecimiento revelador, cantado en el salmo del
Antiguo Testamento, a la predicación del Evangelio, sin intentar hacer violencia al texto.
Pues, todas las palabras de Dios ya pronunciadas encuentran en el Evangelio su verdadero
y definitivo alcance. Por ello afirma Pablo del Evangelio que sus ecos han resonado por
toda la tierra. Ha sido proclamado para todo el mundo y con el anuncio del Apóstol está
corriendo por todo el planeta, hasta llegar a Roma y aún más allá. Pese a todo, Israel no ha
alcanzado la fe, y eso es lo que constituye su culpa delante de Dios.

19 Pero sigo preguntando: ¿Acaso Israel no se enteró? Moisés


primeramente afirma: «Yo os haré tener celos de un pueblo que ni
siquiera lo es, con un pueblo insensato os provocaré a enojo» (Dt
32,21). 20 Luego Isaías se atreve a decir: «Fui hallado por los que no
me buscaban, me hice visible en quienes no preguntaban por mí» (Is
65,1). 21 En cambio, dice refiriéndose a Israel: «Todo el día estuve
con las manos extendidas hacia un pueblo indócil y rebelde» (Is
65,2).

¿Qué le falta aún a lsrael para escuchar el Evangelio? ¿Le falta sólo el reconocimiento?
Pero precisamente Israel debería haberlo reconocido antes que nadie, puesto que se jacta
de conocer la voluntad de Dios y aquello que más interesa en las relaciones con Dios (cf.
2,18). Pero, evidentemente, el hombre no alcanza la fe mediante ese pretendido
conocimiento sino gracias al Dios que llama. Así lo demuestra la vocación de los gentiles,
que han sido llamados siendo un «pueblo insensato» y que, por lo mismo, no contaban con
ninguna disposición para ese reconocimiento.
De este modo ha quedado anulada la prioridad de Israel en la historia de la salvación.
Dios se ha revelado a un «pueblo que ni siquiera es pueblo», a «los que no me buscaban...
a quienes no preguntaban por mí». Todo esto lo ha hecho Dios para hacer «tener celos» al
pueblo de Israel. Pues, ni aun ahora ha olvidado Dios a Israel ni le ha abandonado sin más.
«Todo el día» -lo que se extiende también al presente- Dios extiende sus manos «hacia un
pueblo indócil y rebelde». La elección de Israel no es algo puramente casual, puesto que
ahora mismo el Dios de la elección sigue actuando en ese sentido. El camino de «los
celos» o de la emulación bien puede ser en definitiva el camino por el que Israel recupere
lo
que de hecho ya ha perdido.
(_MENSAJE/06.Págs. 160-186)

BIBLIA NT CARTAS PABLO ROMANOS /RM 11 y 12


MATERIA: EL N.T. Y SU MENSAJE: CARTA A LOS ROMANOS: ·KERTELGE-KARL

llI. FIDELIDAD DE DIOS A SUS PROMESAS EN FAVOR DE ISRAEL (11.1-36)

Al presente, Israel se ha desviado de su salvación. ¿Quiere esto decir que ha perdido


definitivamente su elección? La respuesta sólo puede darse con palabras en que Dios
muestra su elección. En cuanto que quien elige es el mismo Dios y la elección sólo procede
de él, su «palabra no será vana» (9,6). Ahí radica la oportunidad permanente de Israel: Dios
no ha retirado su elección ni sus promesas a Israel. Al presente ya ha iniciado el
cumplimiento de su palabra, y hasta en el endurecimiento de Israel contra él deja abierta la
posibilidad a la gracia. El destinatario primero de las promesas no ha sido olvidado en el
acontecimiento presente de la salvación, sino que es aguantado pacientemente por la
acción de la gracia divina como interlocutor obstinado de Dios. Por todo el contexto
precedente la culpa de Israel aparece en toda su gravedad; pese a lo cual, Dios, como Dios
de las promesas, alcanzará su objetivo en Israel y con Israel.

1. EL «RESTO» DE ISRAEL
(Rm. 11/01-10)

1 Sigo, pues, preguntando: ¿Es que Dios ha rechazado a su


pueblo? ¡Ni pensarlo! Que también yo soy israelita, de la
descendencia de Abraham, de la tribu de Benjamín. 2a Dios no
rechazó a su pueblo, al que de antemano reconoció por suyo.

Habida cuenta del presente cristiano, el problema de Israel se plantea ahora en estos
términos: ¿Es que Dios ha desechado a su pueblo? Afirmarlo equivaldría a sacar una
consecuencia falsa de las reflexiones expuestas en los capítulos 9 y 10. Pablo no ve en
Israel al pueblo desechado como contrapuesto radicalmente al nuevo pueblo de Dios que
ha sido aceptado en razón de la fe. Por lo que hace al presente, hay que reconocer de
modo manifiesto que Dios se ha reservado un «resto» de Israel, el cual ha entrado en el
nuevo pueblo de Dios. A este respecto el Apóstol puede empezar aduciendo su caso
personal. Pablo pertenece al pueblo de Israel, es heredero legítimo de Abraham y
concretamente de la tribu de Benjamín. Esta primera alusión, a la que seguirán otras, debe
contribuir a reforzar lo que Pablo tiene ahora que decir sobre el destino de Israel. Dios no
ha desechado a su pueblo que antes eligió. La elección y promesas hechas a Israel, que
encuentran su confirmación en la misma fe de los individuos que creen en Cristo, a la que
pueden seguir otros y finalmente Israel como pueblo. Pero de momento Dios ha empezado
por actuar en Israel provocando una crisis por medio del Evangelio. Al igual que en 9,s13
había que distinguir entre el Israel histórico y material y el Israel de Dios, entre los «hijos
de
la carne» y los «hijos de la promesa», así ahora hay que reconocer la elección como
referida a un «resto».

2b ¿O es que no sabéis qué dice la Escritura en la historia de


Elías? Así interpela éste a Dios contra Israel: 3 Señor, «mataron a tus
profetas, demolieron tus altares; he quedado yo solo, y aun pretenden
quitarme la vida» (IRe 19,10.14). 4 Pero ¿qué le contesta el oráculo
divino? «Me he reservado siete mil hombres: los que no doblaron su
rodilla ante Baal» (IRe 19,18).

Lo que ocurre al presente en Israel tiene un precedente profético en Elías y en los siete
mil hombres que Dios se ha «reservado». Elías fue perseguido un tiempo por Jezabel, la
esposa del rey Acab que se había entregado a la idolatría. En tal situación el profeta se
queja a Dios contra Israel. Israel es un pueblo apóstata, sólo el profeta se ha mantenido fiel,
y aun ahora le persiguen a muerte. Pero Dios va más allá de la desesperación de su
profeta. Con los siete mil hombres, que Dios se ha «reservado», Dios continúa su causa en
Israel. Ese mismo hecho se repite al presente, o mejor dicho, lo que ahora ha acontecido
con los israelitas que se han convertido a la fe cristiana, adquiere una importancia especial
por el hecho de que Dios se los ha reservado para poder ser reconocido, incluso ahora, al
igual que en la historia de Israel, como el Dios de la elección.

5 Igualmente, pues, también en el tiempo presente ha quedado un


resto, en conformidad con la elección por gracia. 6 Pero, si es por
gracia, ya no es por las obras; de lo contrario, la gracia ya no sería
gracia.

Lo que ha ocurrido ahora, «en el tiempo presente» (cf. 3,26), se define por la acción
electiva de la gracia en Jesucristo. El «tiempo presente» es, por lo mismo, un tiempo de
salvación en un sentido único e incomparable. Pues, no se trata simplemente de una época
cualquiera, sino el tiempo en el que Dios nos sale al encuentro en Jesucristo y su Evangelio
creando la salvación. Esta condición escatológica define también al «resto» que Dios se ha
«reservado» (v. 3; cf. 9,27).
Pablo no habla de un cierto «resto» indeterminado. El judaísmo coetáneo estaba
perfectamente familiarizado con la idea de un «resto» entresacado de Israel 40. Con tal
resto aparece al presente el pequeño puñado de los israelitas que creen en Cristo. Pero el
acento no recae tanto en la salvación del resto, por contraposición consagrado a la ruina,
sino sobre el hecho de su «elección» por parte de Dios, y desde luego «por gracia». Así ha
entendido Pablo su ser cristiano: ha sido elegido por gracia, lo cual quiere decir que no lo
ha sido por las obras. Por lo mismo, no presenta su ser cristiano con una arrogancia
farisaica frente a Israel, sino que acentúa el carácter inmerecido de esa elección gratuita
para ser cristiano.
Pero el resto que al presente ha sido elegido por Dios no es todavía la meta de la acción
salvífica de Dios. Respecto de Israel como pueblo este resto aparece más bien como una
muestra preliminar de la actuación del Dios que elige. Su objetivo sigue siendo siempre la
totalidad del pueblo de Israel, como se demostrará de forma más clara en los versículos
siguientes.
...............
40. La idea del «resto», bien conocida del Antiguo Testamento, se difundió sobre todo entre
los grupos y
movimientos apocalípticos del judaísmo, alcanzando en ellos una importancia notable.
Véase el Henoc
etiópico 83,8; 90,30; 4Esd 9,7; 12,34; 13,48. La comunidad de Qumrán se vio a si misma
como el «resto»
escogido por Dios de entre el Israel que se había desviado de la alianza: «Pero porque se
acordó de la
alianza con los patriarcas, se ha reservado un resto en Israel y no han sido entregados a la
destrucción»
(CD 1,4s). Resulta notable que, por lo contrario, en la teología rabínica la idea del resto
pasa a un segundo
plano tras la espera de la salvación de todo Israel.
...............

7 Entonces, ¿qué? Que Israel no ha logrado lo que anda buscando,


mientras los elegidos lo han logrado. Los demás quedaron
endurecidos, 8 conforme a lo que está escrito: «Dios les infundió un
sopor en el espíritu, ojos para no ver y oídos para no oír, hasta el día
de hoy» (Is 29,10). 9 David dice también: «Conviértase su mesa en
trampa y lazo, en piedra de tropiezo y en justo castigo; 10 que sus
ojos se obscurezcan para no ver, y encórvales la espalda para
siempre» (Sal 69,23s).

Del «resto» elegido se desprende, sin embargo, una luz para la totalidad del pueblo de
Israel. Como la gracia de Dios ha aparecido «en el tiempo presente» y la mayor parte de
Israel no ha tomado conocimiento de ella, sino que sigue empecinado en su principio de las
obras, sobre Israel pende necesariamente el juicio. Y es que el juicio viene a ser el reverso
de la gracia. Así como la gracia está subordinada a la elección y a la fe, así el juicio lo está
al endurecimiento y a las obras. No cabe la menor duda: el resto elegido se convierte en
signo del juicio contra Israel. La gracia rechazada es al presente la razón de ser del juicio.
Mas no se trata de un juicio aniquilador, desprovisto de misericordia y de gracia; bajo el
juicio presente se mantiene más bien la elección, y la gracia vuelve a alumbrar como una
posibilidad para el futuro de Israel. Las citas del Antiguo Testamento en los v. 8-10
subrayan, sin embargo, de forma explícita y en primer término el juicio que ha llegado en
la
hora presente como endurecimiento, sordera y obscuridad sobre Israel.

2. EL NUMERO COMPLETO DE ISRAEL (11,11-32)

a) Provocación a celos
(Rm. 11/11-16)
11 Y ahora pregunto: ¿Tropezaron para quedar siempre caídos? ¡Ni
pensarlo! Al contrario, por un mal paso ha venido la salvación a los
gentiles, a fin de provocar celos en aquéllos. 12 Ahora bien, si ese
mal paso de aquéllos es riqueza para el mundo, y su reducción a un
resto es riqueza para los gentiles, ¡cuánto más lo será la inclusión
total de aquéllos!

Si al presente los miembros del pueblo de Israel «tropezaron», concretamente en la


«piedra de tropiezo» (9, 32S), no quiere decir que por ello hayan caído definitivamente. De
su caída en el tiempo presente no se puede dudar, ni tampoco cabe pasarla por alto; pero
aun en esta hora tiene ya algo de muy positivo: con esa caída se pone de manifiesto que la
salvación ha venido a los gentiles. Con ello enjuicia Pablo al pueblo de Israel en su
conjunto, afrontando en concreto el problema de la importancia que tiene el
endurecimiento
de Israel con respecto al mundo de los gentiles. En el v. 11 no tanto hay que ver expresado
el fundamento de la salvación de los gentiles cuanto un indicio esclarecedor de la misma.
Pablo evidentemente no quiere decir que los gentiles se salven por la caída de los judíos,
sino que existe una conexión entre el endurecimiento de Israel y la acogida de los gentiles.
Esta última tiene lugar por la gracia, no por las obras (v. 6), mientras que Israel todavía se
obstina en las obras. Pero al mismo tiempo existe una relación de intercambio entre Israel y
el mundo gentil. No sólo en cuanto que la salvación destinada a Israel llega hasta los
paganos, sino también porque este resultado de su obstinación pone celoso a Israel. Sin
duda alguna que el Apóstol ha podido pensar aquí en sus experiencias y resultados
misionales así como en la reacción de los judíos al respecto. Ahora bien, considerada
históricamente, la misión paulina entre los gentiles más bien ha contribuido al
endurecimiento de los judíos que a excitar sus sentimientos de emulación por la salvación
de los gentiles. Mas para Pablo ambas cosas están conectadas, y espera confiadamente
que al presente la obstinación de Israel vaya transformándose cada vez más en un celo
santo y emulador.
En el v. 12 se expresa de forma inequívoca el objetivo al que Pablo apunta: la totalidad
de Israel y su acogida definitiva por parte de Dios. Ello quiere decir que la elección del
pueblo de Israel en su conjunto es lo que interesa al Apóstol, aun cuando haya hablado
antes del endurecimiento de ese mismo pueblo. La relación, que según el v. 11 media entre
Israel y la salvación del mundo entero, se mantendrá por lo mismo con la salvación
definitiva de Israel, y desde luego en forma mucho más generosa incluso para los propios
gentiles.

13 Estoy hablando a vosotros, los gentiles: En el grado en que soy


precisamente apóstol de los gentiles, hago honor a este servicio, 14
por ver si con ello logro provocar celos en los de mi raza y así salvar
siquiera a algunos de ellos. 15 Porque, si su exclusión es
reconciliación del mundo, ¿qué no será su reintegración, sino un
retornar de entre los muertos a la vida?

Pablo se dirige aquí abiertamente a los gentiles, y más en concreto a los cristianos
procedentes de la gentilidad. Para ellos la conexión intrínseca de su salvación con la
elección de Israel representa una obligación constante hacia ese pueblo. De ahí también
que Pablo tampoco entienda su ministerio de «apóstol de los gentiles» -que, por otra parte,
intenta desarrollar con la plena entrega a la salvación del mundo pagano- como un volver la
espalda a Israel, sino más bien como una incitación indirecta a su pueblo para que se sume
al ejemplo de los gentiles y busque y obtenga la salvación únicamente por la fe en Cristo.
La primera parte del v. 15 repite la idea de los v. 11s. En la segunda parte la idea se
desvía hacia una nueva afirmación. Sin duda alguna que al rechazo provisional de Israel
responde su acogida definitiva por parte de Dios. Pero ésta no es algo natural, sino tan
extraordinario como «un retornar de entre los muertos a la vida». Esa es la vida que se vive
al presente como una libertad otorgada por Dios frente a las obras mortíferas de la ley. Si
Israel se aparta del anticuado principio de las obras, Dios lo tornará a la vida. El hecho
mismo de apartarse de las obras hace que la gracia de Dios se ponga en acción para crear
la vida.
Lo que el pueblo de Israel será alguna vez, lo será única y exclusivamente por la gracia
de Dios que suscita a una nueva vida.

16 Si las primicias son santas, también lo es la masa, y si santa es


la raíz, también lo son las ramas.

Mediante una doble comparación llega Pablo a introducir una vez más, y en conexión con
lo precedente, la idea de la elección. La elección histórica de Israel por Dios no ha
desaparecido sin dejar hueLla, sino que mantiene su eficacia hasta en la hora presente. La
primera imagen está tomada del campo litúrgico. Mediante la ofrenda de «las primicias» de
la cosecha del año queda santificada toda la «masa» 41. Idéntica es la relación que media,
por lo que hace al Israel de la hora presente, que ya ha sido cualificado en sus «primicias»,
las cuales aquí no pueden ser otras que los patriarcas.
En la segunda comparación, la imagen se desvía un poco de la precedente, porque
Pablo no dice que si la raíz es santa, lo será también todo el árbol, sino que «también lo son
las ramas». Evidentemente que, al establecer la comparación, el Apóstol está pensando ya
en su argumentación ulterior. Por cuanto la santificación, según las ideas
veterotestamentarias, supone siempre una segregación para Dios, la acción divina que
segrega y elige se pone también de relieve por lo que a la santidad de las ramas se refiere,
como demostrará Pablo en los versículos siguientes.
Esta segunda comparación sirve al propio tiempo en el contexto como transición para el
discurso alegórico del olivo (v. 17-24), aunque la imagen del v. 16b no haga pensar todavía
en un olivo.

b) El olivo silvestre
(Rm. 11/17-24)

17 Si algunas ramas fueron desgajadas, y tú, siendo olivo


silvestre, fuiste injertado en las restantes, para compartir con
ellas la raíz y la savia del olivo, 18 no te engrías contra
aquellas ramas, y si te engríes, piensa que no eres tú quien
sostiene la raíz, sino la raíz a ti. 19 Claro que tú dirás: Es que
algunas ramas fueron desgajadas precisamente para que yo
fuera injertado. 20 Muy bien: por su incredulidad fueron
desgajadas, mientras que tú estás firme por la fe. Pero no
presumas tanto, sino más bien teme. 21 Pues, si Dios no
perdonó las ramas naturales, tampoco a ti te perdonará. 22
Considera, pues, la bondad y la severidad de Dios: para con
los que cayeron, severidad; para contigo, en cambio, bondad
divina, si es que permaneces acogido a esta bondad. De otro
modo, también tú serás cortado.

El lenguaje metafórico del olivo silvestre y del buen olivo hay que entenderlo en conexión
real con todo el problema de Israel. Pablo plantea a sus lectores esta cuestión en cuanto
que, pese a la obstinación presente de Israel, ya no puede caber la menor duda de que esa
obstinación es transitoria y de que aun en el mismo endurecimiento hay esperanza en razón
precisamente de la fidelidad de Dios a sus promesas. Si al presente algunas de las
«ramas» (cf. v. 16) han sido desgajadas del olivo bueno, cuya existencia se debe a la
elección de Dios, esto no solamente ha ocurrido para que dejen lugar a las ramas del olivo
silvestre, sino también porque en ellas tiene que manifestarse el juicio de Dios y porque
Dios tiene poder para terminar injertándolas de nuevo (v. 23s). Pablo tiene ante los ojos
este objetivo, aun cuando de primeras empiece su discurso amonestando a los cristianos
procedentes de la gentilidad para que no se engrían contra Israel (v. 18). El tema del que
Pablo quiere hablar determina hasta tal punto la imagen, que no es posible volverse contra
ésta, aunque en la práctica la que se injerta en el olivo silvestre es la rama buena, y no al
revés, como aparece aquí 42. Lo que importa demostrar es que Dios hace su elección en
favor de Israel y que también los gentiles tienen parte en esa elección israelita.
Con relación a Israel, y por causa de su propio origen, el cristiano gentil es un «olivo
silvestre»; Israel, al contrario, es el olivo bueno que Dios ha plantado43. De su savia y raíz
participa el cristiano procedente de la gentilidad. Estas relaciones entre Israel y los
cristianos gentiles no son reversibles, aun cuando las ramas hayan sido desgajadas del
olivo de Israel y Dios acabe por reinjertarlas (v. 23s).
Tras los versículos 19-22 se transparenta la tentación cristiana de enorgullecerse contra
el Israel incrédulo y de olvidar que el cristiano está firme por la fe, o, lo que es lo mismo,
por
la gracia del Dios que elige. El que Pablo llegue incluso a amenazar al orgullo de los
cristianos con la severidad de Dios, hace pensar que ya en su tiempo hizo sus primeras
apariciones algo que tenía que ver con el funesto fenómeno que más tarde iba a
manifestarse más claramente como un antisemitismo cristiano. Tal vez Pablo había de
encontrarse con ciertas tensiones entre los judeo-cristianos y los cristianos gentiles de
Roma.
...............
41. Cf. Núm. 15.17-21. Ciertamente que de este pasaje no se deduce sin más la conclusión
que saca Pablo en
Rom 11,16 (también lo es la masa).
42. H. LlETZMANN observa al respecto con una cierta ironía: «Pablo era justamente un
hombre de ciudad,
mientras que Jesús era un hombre del campo.» De hecho las parábolas tomadas de la
naturaleza las
desarrolla mejor Jesús que el apóstol Pablo.
43. Así ya en el AT; por ejemplo, Jr 11,16.
...............

23 Pero también aquéllos, si no persisten en su incredulidad, serán


injertados; pues poderoso es Dios para injertarlos de nuevo. 24
Efectivamente, si tú fuiste cortado del que era por naturaleza olivo
silvestre, y contra tu natural condición fuiste injertado en un olivo
bueno, ¡con cuánta mayor razón ellos, que son ramas legítimas,
podrán ser injertados en el propio olivo!

Si al final, incluso aquellos de Israel, que dejan de lado su incredulidad, vuelven a ser
reinjertados, ello no será por causa de su elección primitiva, sino únicamente por obra de
Dios que puede hacerlo en exclusiva. En esta reinserción, que no sólo tiene carácter de
restauración sino de creación nueva, acabará por demostrarse que el Dios de la elección
sigue siendo siempre el Dios fiel a sus promesas a través de todos los aprietos y
dificultades de la historia de Israel, el Dios cuya palabra nunca queda sin efecto (9,6). El v.
24 («¡con cuánta mayor razón!») permite conocer hasta qué punto esta idea responde a los
afanes del Apóstol. No obstante lo cual, también Pablo sabe que a esa meta sólo conduce
un camino, el camino de la gracia y misericordia de Dios que suscitan la vida incluso para
el
Israel endurecido.

c) El misterio de la salvación de Israel


(Rm. 11/25-32)

25 No quiero, hermanos, para que no presumáis de vosotros


mismos, que ignoréis este misterio: que el encallecimiento ha
sobrevenido a Israel parcialmente, hasta que la totalidad de los
gentiles haya entrado. 26 Y entonces todo Israel será salvo, según lo
que está escrito: «Vendrá de Sión el libertador, apartará de Jacob la
impiedad» (Is 59. 20). 27 «Y ésta será, por mi parte, la alianza con
ellos, cuando yo haya quitado sus pecados» (Is 27,9 con Jr 31,33s).

Pablo tiene un «misterio» que comunicar a los «hermanos» de Roma. Este anuncio se
destaca claramente en el contexto precedente, incluso por lo que hace al estilo, ya que
Pablo se había servido de la forma de diálogo con preguntas. argumento y
contraargumento.
Por mucho que Pablo se esfuerce por afrontar el problema de Israel tal como se le
plantea al presente, y por poner de acuerdo la elección histórica con el endurecimiento
presente, Israel sigue siendo en definitiva un problema que sólo Dios puede resolver. Tal es
el contenido del misterio que Pablo tiene que comunicar. Ya en la Biblia de los judíos que
hablaban griego -la versión de los Setenta- emplea la palabra griega mysterion para
indicar el anuncio velado de los acontecimientos futuros que dependen de Dios. Su
desvelamiento se debe a Dios y al depositario a quien él ha confiado ese misterio, que en
nuestro caso concreto es el Apóstol. Frente a este misterio y su manifestación toda
prudencia y astucia humana tiene que aparecer como una arbitrariedad. Por ello empieza el
Apóstol por reducir al silencio todas las especulaciones humanas relativas al destino de
Israel. Como tal representación insensata hay que enfocar también ese afán celoso de
querer pedir cuentas a los «asesinos de Dios», como a menudo se designa a los judíos, de
cuya historia frecuentemente se hacen también culpables los cristianos.
El misterio, que Pablo tiene para comunicar, es la interpretación inteligente e inspirada
por Dios del endurecimiento actual de Israel. Teniendo ante los ojos las exposiciones
precedentes, esa interpretación no puede referirse a todo Israel, toda vez que al presente
hay un resto que reconoce la fe salvadora en Cristo. Se trata incluso de una obstinación
limitada en el tiempo: «hasta que la totalidad de los gentiles haya entrado». Difícilmente ha
podido Pablo pensar aquí en una cristianización total del mundo. La cuestión es saber si se
trata de establecer un término y o si más bien no se trata de establecer las relaciones
consiguientes entre gentiles y judíos.
La conversión de los gentiles, que entonces estaba en pleno desarrollo, precederá a la
conversión de Israel (cf. v. 12 y 23). Ni sobre el momento ni tampoco sobre el «cómo» de
la
salvación de Israel se dice nada. El misterio que Pablo comunica podría así aparecer como
pobre si se enfoca sólo desde el punto de vista de su contenido. Pues con lo que Pablo nos
dice en el capítulo 11 no sabemos mucho al respecto. Pero es aquí donde se manifiesta el
verdadero carácter del misterio como promesa de Dios. Lo esencial de su revelación no hay
que verlo en la presentación y anticipación lo más detalladas que sea posible del curso
futuro de la historia humana, sino en que Dios se encuentra detrás de esa historia que aún
permanece en la penumbra del futuro. Mas es precisamente a través de esa revelación que
la obscuridad del futuro se ilumina hasta convertir para nosotros el futuro de Dios en un
futuro cierto por la fe.
Que Dios se encuentra tras el futuro presentado como misterio, es lo que Pablo termina
poniendo en claro con las palabras de Isaías, el profeta escatológico. En ellas mantiene
Dios su promesa a Israel.

28 Mirando al Evangelio, es verdad que son enemigos de Dios en


beneficio vuestro; pero mirando a la elección, son amados por Dios,
en atención a los patriarcas; 29 pues los dones de Dios y su llamada
son irrevocables. 30 Así como vosotros fuisteis desobedientes a Dios
en otro tiempo, pero ahora, con ocasión de la desobediencia de ellos,
obtuvisteis misericordia, 31 así también ellos ahora fueron
desobedientes, para que, con ocasión de la misericordia a vosotros
concedida, también ellos obtengan a su vez misericordia. 32 Pues
Dios incluyó a todos por igual en desobediencia, a fin de tener
misericordia de todos.

Pablo compendia. El problema de Israel se le plantea desde un doble punto de vista:


desde el punto de vista del Evangelio y desde la elección histórica. A la luz del Evangelio
los miembros del pueblo de Israel aparecen como «enemigos» de Dios, por cuanto se
niegan a aceptar la revelación de Cristo. Mas, a la luz de su propia historia, aparecen como
amados de Dios, y así continúan siéndolo incluso ahora que se resisten contra Dios.
El fundamento último de este estado de cosas es Dios mismo, que no deja sin efecto los
dones de su gracia y su vocación.
Los v. 30 y 31 aluden una vez más al intercambio efectivo que, según los v. 11ss, se da
entre Israel y el mundo gentil. Esta relación no es ciertamente computable hasta el punto de
que en la conducta de uno pueda leerse o regularse el estado de salvación o de ruina de
otro. Existe más bien una conexión por parte de Dios, que ha elegido y llamado en la
historia de Israel y que al presente intenta la salvación del mundo. De parte de los hombres,
por el contrario, sólo cabe establecer que todos están necesitados, tanto judíos como
gentiles, y que Dios los ha encerrado a todos en la desobediencia «a fin de tener
misericordia de todos». Y es que la misericordia es la auténtica forma de la revelación de
Dios a los hombres, aun cuando haya que establecer, como el reverso de la medalla, su
«severidad» en el juicio (v. 22).

3. LOA EN HONOR DE LOS CAMINOS DE DIOS


(Rm. 11/33-36)

33 ¡Oh profundidad de la riqueza y de la sabiduría y de la ciencia


de Dios! ¡Qué insondables son sus decisiones, y qué inexplorables
sus caminos! 34 Pues «¿quién conoció el pensamiento de Dios? ¿O
quién llegó a ser su consejero?» (Is 40,13). 35 «¿O quién le dio algo
de antemano, de suerte que a éste haya que darle recompensa por
ello?» (Job 41,2). 36 Porque de él y por él y para él son todas las
cosas. A él sea la gloria por siempre. Amén.

Pablo concluye con un himno de alabanza a los designios de Dios. Nadie se adelanta a
sus planes y operaciones, nadie puede por lo mismo entrever sus designios. Pero esos
designios de Dios se han manifestado ahora, de tal modo que el hombre que se somete a
su dirección entiende cada vez mejor que «todas las cosas», la historia entera de la
humanidad, es «de él, por él y para él». En la medida en que el mundo reconoce la
soberanía de Dios, alcanza su salvación definitiva.
____________________

Parte cuarta

LA CONDUCTA CRISTIANA
12,1-15,13

La última parte de la carta a los romanos, conocida como parte parenética, expone con
indicaciones concretas las exigencias que la justicia revelada de Dios plantea a los
creyentes. Tampoco aquí se olvida el tema central de la carta. No se puede vivir como un
justificado por Dios, si no se practica la caridad. La práctica cristiana del amor, que define
todos los campos individuales y sociales de la vida, es por lo mismo algo irrenunciable de
parte de la fe que justifica. Dentro de las exigencias siempre cambiantes de la vida humana,
ese amor llega incluso a convertirse en una demostración externa y palpable del poder de
Dios. Los problemas éticos concretos, que Pablo trata en estos capítulos, están integrados
en conjunto en este amplio contexto de una práctica del amor ordenada por la escatología.
Especialmente en los capítulos 14 y 15 las cuestiones concretas de la vida comunitaria de
los distintos miembros ocupan el primer plano en la única Iglesia de Cristo.

I. LA VIDA CRISTIANA COMO SERVIClO (12,1-13,14)

1. EL VERDADERO SERVICIO DE DlOS


(Rm. 12/01-02)

1 Por lo tanto, hermanos, os exhorto por la misericordia de Dios a


que ofrezcáis vuestros propios cuerpos como sacrificio vivo, santo,
agradable a Dios; sea éste vuestro culto espiritual. 2 No os amoldéis
a las normas del mundo presente, sino procurad transformaros por la
renovación de la mente, a fin de que logréis discernir cuál es la
voluntad de Dios: lo que es bueno, lo que le agrada, lo que es
perfecto.

Estos dos versículos son como una especie de epígrafe a la parte que sigue (c. 12-15).
Dan la orientación en la que hay que entender y valorar las exhortaciones concretas que
siguen. En ellas se expresan los dos elementos fundamentales para la realización de la
existencia cristiana:
1º. la existencia cristiana tiene que cumplirse en el ofrecimiento de los «cuerpos» como
«sacrificio viviente» y como «culto espiritual» de Dios;
2º. la existencia cristiana tiene que contar con el «mundo presente»; lo que quiere decir
que el cristiano debe guardarse de cualquier acomodación al «esquema» de este mundo
que pasa.

Por otra parte, esto significa que debe transformarse en un proceso continuo de la
renovación del espíritu, con lo que será capaz de conocer la voluntad de Dios. Si bien se
mira, el doble contenido parcial de esta primera exhortación introductoria, está relacionado
con el mundo.
La exhortación del Apóstol es algo muy distinto del encarecimiento moral y apremiante en
unas determinadas normas y reglas de conducta. Como Apóstol, exhorta «por las
misericordias de Dios». Por lo que en sus palabras es Dios mismo quien habla con su
misericordia. De ahí que la amonestación del Apóstol tenga un carácter de Evangelio; es
consuelo, edificación y aliento para los cristianos, al tiempo que una exigencia obligatoria
para los mismos.
Pablo clama por un culto-corporal. El cuerpo no es aquí sólo la parte física del hombre,
como contrapuesta al alma, sino el campo material en un sentido amplio dentro del cual
presta el hombre su servicio. La existencia cristiana se realiza así en una existencia para
Dios y en una existencia para los otros, aspecto este último que está esencialmente inserto
en el primero. La realización de sí mismo por parte del cristiano acontece paradójicamente
en la enajenación en el servicio, entendido este servicio en un sentido profundo y radical.
Tal es la perspectiva en la que puede hablarse de un «sacrificio» de los cristianos. Aquí no
se trata en realidad de un nuevo culto que ocupe el puesto del viejo culto anticuado. Pablo
se sirve de las expresiones e imágenes de la tradición cúltica del Antiguo Testamento para
exponer con ellas algo realmente nuevo como es el tema del Evangelio.
Este culto corpóreo de la vida cristiana se caracteriza por ser, al mismo tiempo un «culto
espiritual». Lo que esta expresión entraña debe entenderse a partir de la crítica, que, en su
tiempo, ejercían los judíos helenistas cultos sobre la práctica litúrgica externa y proyectada
al exterior, que contemplaban por igual en el judaísmo y en la gentilidad. Pero, en este
pasaje, Pablo no introduce, en la expresión que emplea, el mismo tipo de interiorización y
espiritualización que correspondería a un culto divino descubierto antes. Para él el
auténtico «culto espiritual» consiste precisamente en la ofrenda de los cuerpos, lo cual
suponer en resumen, que el cristiano, en una forma adecuada y «agradable a Dios», se
sirve del mundo en que como «cuerpo» se halla.
Si en el v. 1 el objeto de la exhortación lo constituye la entrega total del hombre a Dios, y
las relaciones cristianas del hombre con el mundo, anejas a dicha entrega, en el v. 2 cobra
mayor relieve el tono de la exhortación. Los cristianos no deben amoldarse «a las normas
del presente». En cuanto justificado, el cristiano ha sido arrancado de raíz al «mundo
presente», es decir, al viejo mundo sometido a la soberanía del pecado. Pese a lo cual,
debe precaverse contra el mundo. Esta es una idea que resuena ya en los capítulos 6-8.
Pero sería peligroso definir la conducta mundana del cristiano sólo desde el punto de vista
de esta amonestación. El propio Pablo deja entrever en estos versículos un enfoque
distinto. La vida cristiana no se realiza con abstenerse «del mundo presente», con una
tendencia puramente negativa, sino con la transformación positiva de uno mismo, con la
«renovación de la mente».
La renovación de la mente no sólo se cumple en el conocimiento cristiano de sí mismo,
realizado aquí y allá, una y otra vez, sino en la escucha y atención tensa y constante a la
novedad que Cristo ha puesto en marcha como una nueva creación 44; en una escucha
que me capacita ahora para aprobar y juzgar lo que es la voluntad de Dios en el desarrollo
concreto de la vida, en el que siempre tiene que cumplirse lo que es «bueno» y «perfecto».
Pero el bien que debe hacerse no se deja conocer y valorar por una norma establecida,
sino que mi acción y mi conducta se demuestra justamente como buena cuando con la
«renovación» de mi espíritu comprendo aquí y ahora la voluntad de Dios y respondo a ella
con la obediencia.
Aquí se echa de ver con singular claridad que esa obediencia de vida en la que nos
acomodamos a la voluntad de Dios y no a los deseos «del mundo presente» no se realiza al
margen del mundo, sino justamente en este mundo y a través del mundo. Eso, a su vez,
pone de relieve que el cristiano todavía no ha alcanzado plenamente el mundo de Dios de
modo que deba postergar las condiciones concretas de vida que encuentra en este mundo,
sino que debe aceptar este mundo concreto -lo que forma parte de su obediencia de vida-,
y que se halla en un tránsito constante, que en medio de este mundo y junto con este
mundo le conduce a la nueva creación, la cual ya le ha sido otorgada como gracia en
Cristo. El Apóstol no clama por una salida del mundo, sino por un tránsito escatológico a
través de este mundo hasta el mundo de Dios, en el que siempre hay lugar para la creación
llamada a la salvación, que hemos de llevar con nosotros y que personalmente hemos de
representar en medio de dicho tránsito.
...............
44. Ga 6.15; 2Co 5,17.
...............

2. DIVERSIDAD DE DONES Y DIVERSIDAD DE SERVICIOS


(Rm. 12/03-08)

3 En virtud de la gracia que me ha sido otorgada, digo, pues, a


cada uno de vosotros que nadie tenga de sí mismo estimación
superior a la que debe tener, sino que se estime con moderación,
según la medida de fe que Dios concedió a cada uno.

Las exhortaciones que el Apóstol ha de hacer en los versículos siguientes, las hace en
virtud de la gracia que le ha sido otorgada. El exhortar a las comunidades es algo que
pertenece a su ministerio apostólico. De ahí que cuanto dice a la comunidad con vistas a su
conducta práctica tenga carácter oficial; su obligatoriedad deriva de la gracia de Dios que
llama y por la que Pablo se ha dejado captar para el servicio. Es la gracia con la que Dios
se vuelve misericordiosamente hacia los hombres (cf. v. 1) y que ahora, mediante la
exhortación del Apóstol a la comunidad, alcanza su efecto.
Se amonesta a la comunidad a no tener de sí mismo estimación superior a la que se
debe, lo que -en una formulación positiva- equivale a estimarse con moderación, a pensar
de un modo sensato. Mas ¿hacia dónde apunta en definitiva esa moderación a que se
exhorta? Hay que reconocer evidentemente que Pablo repite y utiliza aquí una palabra
clave con un estilo retórico. Por lo que hace al contenido, esta amonestación introductoria
logrará todo su alcance en los versículos siguientes. Como quiera que sea, en el v. 3,
menciona la «medida» de la fe que Dios «concedió» a cada uno. Pero ¿hasta qué punto se
mide y se concede la fe? O ¿hay que hablar aquí más bien de una medida aplicada a los
dones de la gracia, cuya aplicación está condicionada por la fe? En favor de esta última
interpretación hablan los versículos siguientes. Pero lo que Pablo quiere poner
especialmente de relieve es la moderación de la fe frente a todos los peligros de los
entusiasmos espiritualistas y de la sobrestima de los cristianos.

4 Porque, así como en un solo cuerpo tenemos muchos miembros,


pero ninguno de éstos tiene idéntica función, 5 así nosotros, aun
siendo muchos, somos un solo cuerpo en Cristo, pero, por lo que a
cada uno respecta, los unos somos miembros de los otros.

Al exhortar a la moderación se trata de las relaciones de los «miembros» entre sí. La


imagen de un solo cuerpo con muchos miembros la ha utilizado ya Pablo en un contexto
parecido, en el capítulo 12 de la primera carta a los Corintios. Era una imagen a la que
recurría espontáneamente cuanto quería hablar de la comunidad y de la vinculación de sus
miembros entre sí. Por lo demás, dentro de la misma imagen puede cargar el acento en
distintos puntos de vista. Mientras que en la comunidad de Corinto le interesaba sobre todo
subrayar la unidad de la Iglesia en medio de la multiplicidad de los carismas, aquí quiere
evidentemente poner de relieve la moderación de los miembros de la comunidad. Ahí
apunta ya la exhortación del v. 3 a la modestia. Aun reconociendo los dones de gracia que
cada uno tiene dentro de la comunidad y en favor de la misma, lo que cuenta es que tales
carismas no se utilicen en forma desmedida. Lo que importa, pues, es salir al encuentro del
peligro que supone la espiritual y espiritualista complacencia en sí mismos de los
miembros
de la comunidad. Y es que tal conducta no estaría realmente influida por la fe en
Jesucristo.

6 Y teniendo como tenemos dones que difieren según la gracia que


nos ha sido otorgada, si uno tiene el don de profecía, ejercítelo de
acuerdo con la fe; 7 si el de servir, que sirva; si el de enseñar, que
enseñe; 8 si el de exhortar, que exhorte; el que da, que dé con
sencillez; el que preside, que lo haga con solicitud; el que practica la
misericordia, que la practique con alegría.
Los dones de gracia o carismas, que Pablo enumera aquí a modo de ejemplo, permiten
conocer de modo particular su carácter de servicio. La profecía (cf. lCor 12,1o) no es aquí
solamente la palabra de vaticinio, sino cualquier palabra de los cristianos inspirada por
Dios, por medio de la cual se descubre la verdad de las cosas. Esto acontece en la
instrucción cristiana, en la exhortación y en la corrección. El lenguaje profético implica
siempre una postura crítica frente al presente estado de cosas, y desde luego no en razón
del propio punto de vista y menos aún por principio -la crítica por la crítica-, sino en virtud
de la revelación divina y del conocimiento consiguiente de la voluntad de Dios. De ahí que
el lenguaje cristiano (= la profecía) deba ejercitarse «de acuerdo con la fe», fe en que el
cristiano se deja dirigir constantemente por Jesucristo.
Los otros carismas mencionados -«servir» o diaconía, «enseñar», «exhortar», caridad,
presidir, obras de misericordia- no permiten reconocer en su enumeración un ordenamiento
determinado. Ni siquiera se evitan las repeticiones e interferencias de las distintas
funciones. Lo que a Pablo le interesa aquí no es un sistema perfectamente organizado de
servicios y competencias dentro de la misma comunidad, sino que todo se desarrolle a su
debido tiempo y lugar, aunque siempre con desinterés y sencillez para edificación de la
comunidad. Porque, sólo así, consigue Dios con sus dones hacerse valer y alcanzar su
objetivo que no es otro que la salvación de sus criaturas.

3. INSTRUCCIONES PARA TODOS


(Rm. 12/09-21)

9 Sea el amor sin fingimiento. Aborreced lo malo. Estad


firmemente adheridos a lo bueno. 10 Con el cálido afecto de
hermanos amaos cordialmente los unos a los otros. En cuanto a la
estimación, tened por más dignos a los demás. 11 En vuestro celo no
seáis negligentes. En el espíritu, manteneos fervientes. Servid (al
precepto) del tiempo. 12 Vivid gozosos en la esperanza, firmes en la
tribulación, constantes en la oración. 13 Socorred las necesidades de
los hermanos en la fe. Practicad la hospitalidad.
14 Bendecid a los que os persiguen; bendecidlos, y no los
maldigáis. 15 Alegraos con los que se alegran. Llorad con los que
lloran. 16 Tened unos con otros el mismo sentir no abrigando
sentimientos de grandeza, sino dejándoos llevar al trato con los
humildes. «No os tengáis por sabios ante vosotros mismos» (Prov
3,7). 17 A nadie devolváis mal por mal. «Procurad hacer el bien aun
delante de todos los hombres» (Prov. 3,4). 18 Si es posible, y en
cuanto dependa de vosotros, estad en paz con todos los hombres. 19
No os venguéis personalmente, queridos míos, sino dad lugar a la ira
(de Dios). Porque escrito está «A mí me corresponde la venganza; yo
daré el pago merecido, dice el Señor» (Dt 32,35). 20 Antes bien: «Si
tu enemigo tiene hambre, dale de comer; si tiene sed, dale de beber.
Porque, haciendo esto, ascuas ardientes acumularás sobre su
cabeza» (Prov 25,21s). 21 No te dejes vencer por el mal, sino vence
al mal con el bien.

El Apóstol da una serie de instrucciones para una conducta ordenada. En este catálogo
de exhortaciones no resulta posible descubrir un tema constante o un determinado
ordenamiento de cada una de las amonestaciones. De todos modos, aparece en primer
término y por encima de las demás la exhortación al amor. Un amor que debe ser «sin
fingimiento». Y se insiste especialmente en el amor a los hermanos (v. 10). El amor es el
fundamento último de la conducta cristiana; así lo demuestran con singular relieve una vez
más las instrucciones de 13,8-10. En esta sección de 12,9-21 la posición incomparable del
amor queda un poco velada por venir dentro de una lista de numerosas exhortaciones, bien
que ocupe el primer lugar; concretamente el amor a los hermanos aparece como una
exhortación más entre otras varias.
Si se pregunta cuál es el distintivo cristiano entre las actitudes que aquí se mencionan,
no sería fácil responder de forma satisfactoria cuál de todas estas virtudes es la primera y
más específica de cuantas han de practicar los cristianos. Cabría referirse ante todo tanto
al fervor de espíritu que se nos ha dado (v. 11), como a la esperanza que nos alegra (v. 12).
Las afirmaciones que aquí se hacen sobre el espíritu y la esperanza, como fuerzas
condicionantes de la conducta cristiana, sin duda que Pablo no las entiende en un sentido
diverso del que les otorga en otros pasajes (véase especialmente el capitulo 8). Pero en
conjunto Pablo no presenta aquí unas posturas específicamente cristianas, sino más bien
unas actitudes que también puede adoptar el no cristiano por otros motivos racionales. Que
se haya de aborrecer el mal y tender al bien (v. 9) es un principio ético de validez universal,
que aún vuelve a repetirse un par de veces dentro de esta misma sección (v. 17 y 21).
Pablo se apropia aquí en parte puntos de vista y preceptos morales de la ética helenística y
judía de su tiempo. Tampoco hay que pasar por alto el empleo de citas sapienciales del
Antiguo Testamento y del judaísmo y sus exhortaciones: v. 16.17 y 20. Pero lo
específicamente cristiano de las amonestaciones paulinas no hemos de buscarlo en cada
uno de los contenidos concretos, sino más bien en el hecho de que a través de todo eso se
realiza la ofrenda del propio cuerpo de los cristianos (cf. 12,1).
En su conducta moral los cristianos pueden hacer las mismas cosas que quienes no lo
son y obran de acuerdo con su recta conciencia; sin embargo, no se trata de la misma
realidad. Pues el cristiano puede llevar a efecto múltiples obras buenas, en las que pone su
esfuerzo, como exigidas por Dios, y desde luego como preceptos que es preciso observar
en la hora presente, sin que por lo mismo realice todavía un acto sagrado propiamente
dicho. Esto es lo que pondría especialmente de relieve el v. 11 que manda «servir al
precepto del tiempo»45. Según el v. 2 pertenece al cristiano el juzgar rectamente «cuál es
la voluntad de Dios, lo que es bueno, lo que le agrada, lo que es perfecto». Ahora bien, esto
acontece precisamente cuando me esfuerzo por comprender cuál es la voluntad de Dios
ahora, en este nuestro tiempo, en este nuestro momento. Reconozco la voluntad de Dios
cuando tomo en serio este mi tiempo y en él descubro la presencia divina. El cristiano
procura responder a esa voluntad.
...............
45. En el v. 11b la mayor parte de }os manuscritos antiguos lee, en lugar del texto que
nosotros hemos
preferido. «Servid al Señor», pues las dos palabras griegas kairo ( = tiempo) y Kyrio ( =
Señor) eran muy
parecidas, especialmente en las abreviaturas. Se echa de ver fácilmente que en la trasmisión
del texto
resultaba más fácil corregir kairo por kyrio que no al revés.
(_MENSAJE/06.Págs. 187-212)
BIBLIA NT CARTAS PABLO ROMANOS /RM 13 y 14 y 15 y 16
MATERIA: EL N.T. Y SU MENSAJE: CARTA A LOS ROMANOS: ·KERTELGE-KARL

4. ACTITUD FRENTE AL PODER DEL ESTADO


(Rm. 13/01-07)

1 Sométanse todos a las autoridades que ejercen el poder. Porque


no hay autoridad sino por Dios, y las que existen, por Dios han sido
establecidas. 2 De modo que quien resiste a la autoridad, contra el
orden establecido por Dios se rebela, y los que se rebelan, acarrearán
sobre sí mismos su condena. 3 Porque los gobernantes no son motivo
de temor para la buena conducta, sino para la mala. ¿Quieres vivir sin
temer a la autoridad? Haz el bien, y recibirás de ella elogio; 4 pues
está al servicio de Dios para conducirte al bien. Pero, si haces el mal,
teme; pues no en vano lleva la espada, ya que está al servicio de Dios
como vengadora de la ira divina contra el que practica el mal. 5 Por lo
tanto, es necesario someterse, no sólo por miedo al castigo, sino
también por deber de conciencia. 6 Y por eso mismo pagadles también
tributos; pues son funcionarios de Dios para dedicarse asiduamente a
este oficio. 7 Dad a cada uno lo debido: a
quien el tributo, el tributo; a quien el impuesto, el impuesto; a quien
el respeto, el respeto; a quien el honor, el honor.

¿Pretende Pablo en esta sección hablar de modo particular sobre la conducta del
cristiano en el mundo y frente al mundo? Planteada así la cuestión, difícilmente haríamos
justicia al texto. Porque, según el pensamiento de Pablo, no podemos limitar el concepto de
«mundo» en el sentido de la tradición occidental a la realidad estatal como contrapuesta a
la Iglesia. Para Pablo «mundo» es siempre toda la realidad mundana, y especialmente el
universo de las relaciones humanas, en su cualidad de ser creado, aunque al propio tiempo
como creación que en muchos aspectos renuncia de su Creador. Desde Cristo y por Cristo,
este mundo es el mundo viejo en el que ya ha irrumpido la nueva creación. Esta tensa
existencia de la nueva creación en el viejo siglo que pasa la representa el cristiano en su
conducta, en cuanto que se deja condicionar constantemente por la nueva realidad dada en
Cristo. Conviene reflexionar también aquí sobre este punto preliminar para no hablar de la
conducta de los cristianos en el mundo, con demasiada precipitación y facilidad en estos
versículos.
La exhortación a comportarse de una forma adecuada frente al poder estatal no hay que
separarla de las numerosas exhortaciones precedentes. Por lo demás, Pablo otorga al tema
una especialísima atención, tal vez movido por alguna circunstancia concreta.
También por lo que se refiere a su actitud frente al poder estatal vale para los cristianos
el «que nadie tenga de sí mismo estimación superior a la que debe tener» (v. 12,3). Los
cristianos no han sido arrancados, por el mero hecho de serlo, del ordenamiento estatal y
social en el que estaban insertos, sino que deben realizar su ser de cristianos dentro de la
realidad dada. Ahora bien ¿significa esto un reconocimiento de cualquier autoridad estatal,
independientemente de cuál sea el tipo de Estado en cada caso concreto? El principio que
Pablo formula en el v. 1b no deja la menor duda de que para él las autoridades existentes
proceden de Dios. Pablo no se pregunta hasta dónde se considera el poder estatal como
establecido por Dios, ni si de hecho realiza y representa, en todo o en parte, un
determinado orden de cosas impuesto por Dios, sino que -pese a todas las posibles y hasta
probables incongruencias del ejercicio del poder- cuenta con autoridades superiores que
descansan en el «orden establecido por Dios».
De esta realidad tienen que partir también los cristianos, aun cuando en cada caso
concreto les incumba la obligación de discernir cuál es aquí y ahora la voluntad de Dios
(12,2). Mas lo que preocupa a Pablo por encima de todo es precaver contra un entusiasmo
que, partiendo de una falsa interpretación del don de Dios, cree que puede dejar de lado el
estado de cosas existente. Pablo es ciertamente un predicador «ferviente» en el espíritu (v.
12,11); pero no es un hombre fantasioso ni exaltado. De ahí que requiera de todos los
cristianos que soporten y no aligeren la tensión entre lo que aún persiste del mundo y la
participación ya lograda de la creación nueva.
Con una lealtad al Estado, casi burguesa, exhorta a proseguir haciendo el bien. Si obras
el bien, hasta el poder estatal puede ayudarte en esa empresa, en otro caso tendrás que
temer a esa autoridad. Pero en ambas funciones en el reconocimiento y alabanza del bien
como en el castigo del mal, el poder del Estado es un funcionario o ministro de Dios. Por
ello, es necesario someterse al mismo. Pero en su conducta frente al poder estatal el
cristiano no solamente considera una fuerza a la que no puede oponerse, sino que obra lo
que debe obrar en libertad, y eso es lo que significa el «por deber de conciencia» (v. 5).
En realidad, Pablo no exige nada extraordinario ni nuevo, cuando exhorta a los cristianos
a que se muestren obedientes frente a la autoridad estatal. Pero es precisamente lo que en
la vida cotidiana acontece como algo ordinario y natural, por ejemplo, los tributos en favor
del Estado (v. 6s), lo que el cristiano debe aceptar con la misma naturalidad que cualquier
otro ciudadano. Es evidente que aquí no se dice todo lo que habría que decir sobre la
conducta del cristiano en general frente al Estado. Así, por ejemplo, Pablo no roza para
nada si la obediencia al poder estatal tiene algunas limitaciones y cuándo, ni alude tampoco
a la justificación de tales cuestiones. En principio esa limitaciones vendrían impuestas para
Pablo en aquellos casos en que el cristiano se viere forzado a renegar de las exigencias del
Evangelio.
..................

5. EL AMOR ES EL CUMPLIMIENTO DE LA LEY


(Rm. 13/08-10)

8 Con nadie tengáis deudas, excepto la de amaros mutuamente;


pues quien ama al prójimo, ha cumplido ya la ley. 9 Porque aquello
de «No cometerás adulterio; No matarás: No robarás; No codiciarás»
(Dt 5,17-21), y los demás mandamientos, en esta expresión se
resumen «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Lv 19,18). 10 El
amor no hace mal alguno al prójimo. Por tanto, el amor es
cumplimiento de la ley.

Aunque en su vida cotidiana el cristiano hace lo que tiene que hacer con una cierta
naturalidad, dentro de la escrupulosidad religiosa de su servicio sigue habiendo siempre
una obligación que no es fácil eliminar: el amor mutuo. El amor es su tarea permanente, y
desde luego como «cumplimiento de la ley». El hombre no cumple la ley, y eso quiere
decir
que el amor como cumplimiento de esa misma ley es y seguirá siendo un deber del hombre
y también del cristiano. Las exigencias de la ley, tal como se expresan en cada uno de los
mandamientos, se concentran y concretan para el cristiano en una nueva forma del
precepto del amor. El amarse unos a otros es la nueva posibilidad cristiana, aunque con
ello no se pida nada nuevo respecto de lo que ya pedía Lv 19,18. Por lo que hace al
contenido, con este mandamiento se ponen en práctica las mismas realizaciones que ya
requería la ley del Antiguo Testamento. Sólo que la verdadera intención de ese
mandamiento del amor, conocido ya en su tenor literal, vuelve ahora a definirse de nuevo
desde el acto de Cristo. El amor, que Jesucristo nos ha demostrado con la entrega de su
vida «por mí» (Gál 2,20), permite reconocer nuestro amor como la nueva posibilidad que
Dios nos otorga. El mandamiento del amor, revigorizado con el acto de Cristo, pone al
cristiano en relación con el prójimo, es decir, con el hombre que se encuentra en este
mundo. El amor es, por lo mismo, la forma con que los cristianos dan testimonio ante el
mundo del acto de Cristo. En ese amor se cumple la ofrenda del propio cuerpo a que Pablo
exhorta ya en la introducción (12,1). Aunque ante todo sólo muestre la forma íntima con la
que no se «hace mal alguno al prójimo» (v. 10), por lo que hace al «cumplimiento de la
ley»,
al amor se le abren en la vida cotidiana posibilidades siempre nuevas de una forma de culto
práctica.

6. EL PRECEPTO DEL TIEMPO


(Rm. 13/11-14)

11 Y esto, tanto más cuanto que bien sabéis en qué tiempo


vivimos: que ya es hora de que os despertéis del sueño, pues la
salvación está ahora más cerca de nosotros que cuando abrazamos
la fe. 12 La noche está muy avanzada, el día se acerca.
Despojémonos, pues, de las obras de las tinieblas y revistámonos de
las armas de la luz. 13 Como en pleno día, caminemos con decencia:
no en orgías ni borracheras; no en fornicaciones ni lujurias; no en
discordia ni envidias. 14 Al contrario, revestíos del Señor Jesucristo,
y no pongáis vuestro afán en la carne para satisfacer sus deseos.

Para concluir el Apóstol fundamenta sus exhortaciones en la urgencia de la última hora.


Los cristianos conocen el «tiempo» y saben que ha sonado la hora. El tiempo, en el que
ahora se encuentran, está condicionado por el acontecimiento de Cristo y, en
consecuencia, por el momento en que alcanzaron la fe. Pues bien, ese tiempo no permite el
sueño despreocupado ni el permanecer inactivo confiado en los méritos de Jesucristo, sino
que exige permanecer vigilante en espera del día que aportará la plenitud de nuestra
salvación. La pronta llegada de Cristo como consumador del acontecimiento salvífico, a
cuya disposición está al presente Pablo como su mensajero, es el fundamento y razón
últimos de la vida cristiana. De ahí que la conducta cristiana deba reconocerse por las
«obras» correspondientes al día y no las que corresponden a la noche. Las «obras de las
tinieblas» no pueden ya conciliarse con el día al que tienden las miradas de los cristianos y
cuya proximidad resulta tan evidente que ya no cabe la menor duda acerca de su aparición;
más aún, al presente ya ha empezado a alborear y a poner en tela de juicio todo el poder
de las tinieblas que aún ejercen su soberanía.
Con ello Pablo no fomenta veleidades apocalípticas, sino que exhorta a portarse bien en
la hora presente: Importa mucho conocer el tiempo en que vivimos. Pero sólo se le puede
reconocer en Jesucristo, en cuanto redentor del mundo que ya ha venido por nosotros,
aunque todavía tiene que venir en el futuro. Ahora bien, que su venida no hay que
posponerla hasta un futuro lejano e indeterminado, sino que hay que experimentarla más
bien como un futuro que se inserta constantemente en el tiempo presente, es lo que
testimonian los cristianos cuando caminan «como en pleno día».
_________________________

II. «DÉBILES» Y «FUERTES» EN UNA MISMA IGLESIA (14,1-15,13)

1. ¡NO JUZGUÉIS!
(Rm. 14/01-12)

1 Acoged benignamente al que es débil en la fe, sin criticar


opiniones. 2 Hay quien cree que puede comer de todo; mientras que
el débil solamente come verduras. 3 El que come de todo, no trate
con desdén al que se abstiene de algo; y el que se abstiene de algo,
no condene al que come de todo, ya que Dios lo acogió. 4 ¿Quién
eres tú para juzgar al criado ajeno? Si está de pie o caído, eso es
cosa de su propio señor. Pero ya se mantendrá en pie; que el Señor
tiene poder para mantenerlo así.

En la comunidad cristiana de Roma había tensiones entre diversos grupos. Si en las


partes precedentes de la carta ha quedado perfectamente clara la existencia de
judeo-cristianos y de cristianos procedentes del gentilismo en la misma comunidad, ahora
habla Pablo de los «débiles» y de los «fuertes» que se oponen entre sí. No cabe duda que
tal designación parte de la postura de los llamados «fuertes», los cuales en determinadas
cuestiones adoptan un punto de vista liberal. Entienden su libertad, la que Jesucristo les ha
confirmado, como un derecho pleno que procuran realizar en su conducta a plena luz y
hasta en oposición con la mentalidad de otros cristianos. La unidad de la Iglesia corría
peligro, por cuanto que unos intentaban imponer su libertad de forma ostentosa, mientras
que otros emitían contra ellos un juicio condenatorio aferrándose firmemente a sus
tradiciones.
En la práctica se trataba de si, como cristianos se podía «comer de todo», sin indagar por
ejemplo si eran viandas o bebidas que hubiesen sido ofrecidas en sacrificio o libación de
los cultos paganos. Esta debió de ser, sin duda, la razón de la conducta reservada de
ciertos cristianos en los banquetes comunitarios45. A fin de no hacerse culpables por
descuido, tales cristianos evitaban el consumo de carnes no comiendo más que «verduras»
(v. 2). Sin discutir en modo alguno la libertad cristiana, Pablo empieza por exhortar a los
«fuertes» a que no sean orgullosos. Inmediatamente advierte a quienes se someten a tales
limitaciones para que no juzguen a los de mentalidad liberal y a que no los condenen como
impíos. De cara a los «débiles», Pablo agrega que Dios «acogió» como suyo a aquel a
quien ellos están dispuestos a condenar con argumentos morales y teológicos. Juzgar es
cosa que compete a Dios. El «débil» irrumpirá en la función judicial divina, lo que para
Pablo resulta arriesgado por el mero hecho de que corresponde a Dios el poder de levantar
al «criado», incluso aunque éste haya caído.
...............
46. En 1Co 8,1-13 y 10,14 33 se supone una situación parecida. En la comunidad de
Corinto había cristianos
entusiastas que confiaban más de lo debido en su «conocimiento». Por el hecho de
proclamar de forma
ruidosa y provocante su «todo está permitido» (10,23), posponían el amor y la
consideración debidos a los
«débiles» (8,7.9-l2). Al escribir Rom 14, Pablo tenía probablemente ante los ojos las
experiencias vividas en
la comunidad de Corinto.
...............

5 Hay quien da más importancia a un día que a otro; en tanto que


otro estima que todos los días son iguales. Que, en su juicio
personal, cada uno tenga plena convicción. 6 El que siente interés
por tal día, lo hace para el Señor; y el que come de todo, lo hace para
el Señor, pues da gracias a Dios; y el que se abstiene de algo, lo
hace para el Señor, y también da gracias a Dios. 7 En efecto, ninguno
de nosotros vive para sí mismo, y ninguno muere para sí mismo. 8
Pues, si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor
morimos. Tanto, pues, si vivimos como si morimos, pertenecemos al
Señor. 9 Porque para esto Cristo murió y retornó a la vida, para ser
Señor tanto de los muertos como de los vivos.

Además de los problemas de la comida, había otros puntos en los que se ponían de
manifiesto las diferencias entre los dos grupos. El grupo de los «débiles» observaba
determinados días, como podrían ser los correspondientes al sábado y a los días de ayuno,
de acuerdo con la ley judía. Pero Pablo no dice taxativamente que se trate de un uso judío
y ni siquiera que fueran judeo-cristianos quienes establecían tales diferencias. Diversos
indicios parecen justificar esta opinión (cf. especialmente 15,8s). Hay que pensar sobre
todo que unas tendencias de inspiración pagana difícilmente habrían merecido de Pablo
tanta atención como los usos judíos, por cuanto en el fondo no ponían en peligro la libertad
cristiana.
Pablo exige de ambos grupos la mutua tolerancia. Sólo que «en su juicio personal, cada
uno tenga plena convicción»; así también será posible la mutua armonía. La convicción de
cada uno es una convicción de fe, en cuanto que todo acontece «para el Señor». Para
Pablo el argumento decisivo está en que cada uno da gracias a Dios con su conducta. Con
tal que todos mantengan orientada hacia el Señor su existencia y la desarrollen siempre en
ese sentido, la unidad de la Iglesia estará asegurada. La muerte y resurrección de Cristo
alcanzarán su objetivo si él es el Señor de su comunidad. Como tal quiere Jesús ser
reconocido por todos, por los «débiles» y por los «fuertes».
Los versículos 7-9 presentan una conexión especial dentro de la sección, tanto por la
forma de himno que presentan como por el emparejamiento de la vida y la muerte. La
forma
«nosotros», empleada aquí por primera vez, da a estos versículos un carácter de profesión
de fe. Evidentemente Pablo ha adoptado aquí un texto litúrgico, para expresar así el destino
hacia Cristo que comprende a todos los miembros de la comunidad.

10 Pero tú, ¿por qué te eriges en juez de tu hermano? O también


tú, ¿por qué menosprecias a tu hermano? ¡Todos compareceremos
ante el tribunal de Dios! 11 Porque escrito está: «¡Vivo yo! -dice el
Señor-: ante mí se doblará toda rodilla, y toda lengua dará gloria a
Dios» (Is 45,23). 12 Por consiguiente, cada uno de nosotros dará
cuenta de sí mismo a Dios.

Pablo alude a la pregunta retórica del v. 4. Puesto que todos se encuentran por igual bajo
el mismo Señor, el juicio entre hermanos es imposible de raíz. Los cristianos deben
comportarse siempre como hermanos unos de otros. Todo juicio queda reservado a Dios,
ante cuyo tribunal hemos de comparecer alguna vez. Esta referencia al juicio futuro la
subraya Pablo con una cita de Is 45,23.

2. ¡NO DEIS ESCÁNDALO A NADIE!


(Rm. 14/13-23)

13 Por lo tanto, no nos constituyamos ya más en jueces unos de


otros; al contrario, esto es más bien lo que habéis de juzgar: no poner
a vuestro hermano tropiezo o motivo de caída. 14 Sé y estoy
plenamente persuadido en el Señor Jesús de que nada es, de suyo,
impuro. Pero si uno considera que una cosa es impura, es impura
para él. 15 Y si por tomar tú tal clase de alimento, tu hermano se
contrista, ya no procedes en conformidad con el amor. Deja de
causar, por tu comida, la ruina de aquel por quien Cristo murió. 16
Que no sirva, por lo tanto, de maledicencia vuestro bien. 17 Que el
reino de Dios no consiste en tal clase de comida o de bebida, sino en
justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo. 18 Quien sirve a Cristo de
este modo, es agradable a Dios y recibe aprobación de los hombres.

FUERTES/DEBILES: La presente exhortación se dirige de modo especial a los «fuertes».


Los cristianos no deben escandalizarse unos a otros. Deben más bien pensar que el otro se
siente ligado por su conciencia. Aunque con pleno derecho cristiano puede decirse que
«nada es, de suyo, impuro», y que por lo mismo las distinciones cúlticas entre lo puro y lo
impuro han sido eliminadas por Cristo, ello no debe convertirse en escándalo para el
hermano que, pese a todo, y en razón de sus ideas tradicionales, tiene algunas cosas por
impuras. El «fuerte» no debe exhibir su fortaleza contra los «débiles». Pues, con ello
sacrificaría el amor. No puede esperar sin más que con el hecho de provocarle el otro vaya
a alcanzar un mejor conocimiento. La última razón que aduce el Apóstol es la entrega que
Jesús hizo de su vida: Cristo ha muerto por todos, incluso por quienes son de conciencia
estrecha. De ahí que, por razón de Cristo, no les esté permitido a los «fuertes» apartar con
su conducta a los «débiles» de la obra salvadora de Jesús. El «fuerte» debe evitar todo
aquello que «contrista» al hermano.
En el fondo se trata de solucionar el problema que Pablo se plantea, no de un tema
central del Evangelio. Así lo da a entender con bastante claridad: el reino de Dios es algo
bien distinto como para poder alcanzarlo por el camino de tales discrepancias de opinión
acerca de la licitud de los manjares y bebidas. Pese a lo cual, esta cuestión práctica en la
vida de una comunidad tiene su importancia de cara a la causa auténtica del cristianismo.
El «reino de Dios» no es una realidad alejada del mundo y puramente transcendente por
encima de nuestra existencia. El «reino de Dios» ha irrumpido ya ahora y está en marcha
como «justicia, paz y gozo». Se manifiesta sobre todo como una realidad ya presente en el
testimonio comunitario de fe y de amor.
Con lo dicho se comprende también la severidad con que Jesús se pronunció contra
quienes dan escándalo47. La pretendida superioridad farisaica del ilustrado constituye un
impedimento para la causa de Jesús, que consiste precisamente en la acogida amorosa de
los débiles y de los pequeños.
...............
41. Cf. Mc 9,42; Mt 18,6; Lc 17,1s. La palabra amenazadora de Jesús contra los
provocadores del escándalo
requiere tal vez una situación parecida a la que supone la amonestación de Pablo en Rom
14,13b, a saber,
ciertas tensiones en el seno de la comunidad de Jesús. Por ello, no parece que debamos
excluir el que tanto
la palabra de Jesús que nos han conservado los evangelios sinópticos como la
amonestación paulina
coincidan desde el punto de vista de la historia de la tradición.
...............

19 Por consiguiente, vayamos tras lo concerniente a la paz y tras lo


que respecta al mutuo desarrollo común. 20 No destruyas, por
cuestión de una clase de comida, la obra de Dios. Todo es puro,
desde luego; pero resulta malo para quien, al comerlo, es con ello
causa de tropiezo. 21 Bueno es no comer carne ni beber vino ni hacer
nada en que pueda tropezar tu hermano. 22 La convicción de fe que
tú tienes, tenla para ti delante de Dios. Dichoso aquel que no se
siente culpable en las resoluciones que toma. 23 Pero el que,
permaneciendo en sus dudas, come de algo, ya se ha hecho
culpable, porque no actúa con convicción de fe. Pues todo cuanto se
hace sin convicción de fe, es pecado.

El Apóstol vuelve a hablar de modo particular sobre los «fuertes» de la comunidad. Su


conducta tiene que contribuir a la edificación de la comunidad y no a su propia
satisfacción.
En el v. 20 repite Pablo la idea del versículo 15. Norma de conducta es la salvación del
hermano. En el caso extremo el miramiento tiene que llegar incluso a renunciar por
completo al consumo de carne y de vino, con tal de evitar el escándalo. El «fuerte»
renuncia con ello al ejercicio de su libertad, aunque no a la libertad misma. La libertad es
un
bien inalienable, que se alcanza y conserva con la fe en Jesús.
El presente pasaje demuestra claramente que, en su predicación, Pablo no pasa por alto
la salvación del individuo. El tema central de su predicación es la «nueva creación» en
Cristo como salvación escatológica para todos los hombres. En el presente hay que hacer
siempre todo aquello que puede sostener y llevar a su objetivo la salvación que ha abierto
camino en los creyentes. Y eso es precisamente lo que el «fuerte» debe tener en cuenta, el
fuerte que no se preocupa por la salvaguarda de la salvación individual, sino que -tal vez
como el Apóstol- entiende la acción salvadora de Jesús como un acontecimiento universal
que penetra y transforma el mundo. Son precisamente estos contenidos universales del
Evangelio los que hay que defender de acuerdo con su importancia. Pero se daña a la
causa del Evangelio cuando negligentemente hacemos de las convicciones subjetivas
contenidos objetivos del Evangelio. Lo que el cristiano reconoce y entiende por la fe, tiene
que volver a confrontarlo una y otra vez con el centro del Evangelio.
______________________

3. ¡SOPORTAOS RECÍPROCAMENTE!
(Rm. 15/01-13)

1 Es un deber para nosotros, los fuertes, sobrellevar la flaqueza de


los que no lo son, y no complacernos a nosotros mismos. 2 Cada uno
de nosotros procure complacer al prójimo para el bien, con miras al
común desarrollo; 3 pues tampoco Cristo trató de complacerse a si
mismo, sino que, conforme está escrito: «Los insultos de aquellos
que te insultan recayeron sobre mí» (Sal 69,10).
4 Ahora bien, todo lo que se escribió previamente, para nuestra
enseñanza se escribió, a fin de que, por la paciencia y por el
consuelo que nos dan las Escrituras, mantengamos la esperanza. 5 Y
que Dios, fuente de paciencia y de consuelo, os conceda tener entre
vosotros un mismo sentir, de conformidad con Cristo Jesús, 6 a fin de
que, unánimemente y a una sola voz, glorifiquéis al Dios y Padre de
nuestro Señor Jesucristo.

Pablo se incluye entre los fuertes mediante el empleo de la primera persona de plural:
«Nosotros, los fuertes...» Confirma con ello el derecho de los fuertes de la comunidad.
Estos pueden remitirse al Evangelio como al mensaje de la libertad cristiana. Pero, con el
mismo Evangelio, Pablo les pone ante los ojos la necesidad de que el cristiano no se
complazca en sí mismo. Todos deben procurar más bien complacer a su prójimo, mirar por
su bien y edificación. Esto responde a la caridad fraterna que constituye la ley fundamental
de la comunidad cristiana (cf. 14, 15). Pero en definitiva también responde al ejemplo
personal de Cristo, que no se ha buscado a si mismo, sino que más bien ha cargado con
los «insultos». Incluso se ha negado a sí mismo y se ha vaciado de sí mismo en su absoluta
libertad.
Pablo describe el ejemplo de Cristo con la palabra tomada del salmo 69. Ese salmo lo
leía la comunidad cristiana primitiva como un salmo específico de la pasión, y algunos de
sus versículos se aplicaban directamente a los padecimientos de Cristo 48. También Pablo
aprendió así a entender el plan salvífico de Dios en el camino de los sufrimientos de Jesús.
Que Jesús «se despojó a sí mismo, tomando condición de esclavo... se humilló a sí mismo,
haciéndose obediente hasta la muerte» (Flp 2,7s), Pablo, y con él toda la comunidad
cristiana primitiva, sólo podía entenderlo como cumplimiento de la voluntad de Dios;
voluntad que ya se había manifestado con antelación en la Escritura refiriéndose a los
padecimientos del Siervo de Yahveh. De este modo también aquí alude el Apóstol a los
sufrimientos y ejemplos de Cristo con palabras de la Escritura. Con su pasión Jesús ha
demostrado de la forma más conmovedora que no vivió para sí mismo. De todo ello se
deduce la obligación que la comunidad tiene de no fallar en sobrellevarse mutuamente (v.
1) si es que quiere, en serio, seguir a Jesús.
En el v. 4 proporciona Pablo la clave para entender las «Escrituras» que se nos han
transmitido desde tiempos antiguos. Esas Escrituras son, sin duda, las del Antiguo
Testamento. Todo cuanto en ellas ha quedado consignado, contribuye a nuestra
«enseñanza». De modo parecido se dijo ya en 4,24 que también por nosotros se había
escrito aquello de que la justicia le fue imputada a Abraham49. Pablo toma muy en serio la
Escritura del Antiguo Testamento, en cuanto que de ella hay que sacar «paciencia» y
«consuelo», conduciéndonos así en la hora presente a la esperanza que se nos ha dado en
Jesucristo. Es a partir de Jesucristo, como su verdadero intérprete, como las Escrituras
descubren su genuino sentido, de modo que fomentan dicha esperanza.
Pablo concluye con una plegaria de buenos deseos. Y una vez más toma ocasión para
poner de relieve la unidad de la Iglesia, que responde a la voluntad de Jesús y se consuma
en la unidad de la alabanza divina. Pues, el verdadero culto de Dios está en que la
comunidad mantenga la unidad en el amor; lo cual significa a su vez que se realiza en la
mutua paciencia e indulgencia. De hecho no debió ser ésta la forma más fácil del culto
comunitario.
...............
48. Véase Mc 15,36 y lugares paralelos; Mt 27,34.43, Jn 15,25, Hch 1,20; cf. también Jn
2,17; Rm 11,9s.
49. Véase asimismo 1Co 9,10;10,11
...............

7 Por tanto, acogeos benignamente unos a otros, como también


Cristo os acogió a vosotros, para gloria de Dios. 8 Pues esto es lo
que afirmo: que, en razón de la fidelidad de Dios, Cristo se hizo
servidor de los circuncidados, para cumplir las promesas hechas a
los patriarcas, 9 y para que los gentiles, a su vez, glorifiquen a Dios,
en razón de su misericordia, según está escrito: «Por eso te alabaré
entre los gentiles y cantaré himnos en honor de tu nombre» (Sal
18,50). 10 Y en otro lugar: «Alegraos, naciones, junto con su pueblo»
(Dt 32,43). 11 Y todavía en otro: «Todas las naciones, alabad al
Señor; y aclámenle todos los pueblos» (Sal 117,1). 12 Y también dice
Isaías: «Aparecerá la raíz de Jesé, y el que surge para gobernar las
naciones. ¡En él pondrán las naciones su esperanza!» (Is 11,1.10).
13 Que el Dios de la esperanza os colme de todo gozo y de paz en
vuestra permanencia en la fe, a fin de que reboséis de esperanza por
el poder del Espíritu Santo.

Pablo resume su exhortación a la comunidad: «Por tanto, acogeos benignamente unos a


otros.» Y ahora no sólo se dirige a los «fuertes», sino a los dos grupos. En la práctica lo
que se pretende es que ambos grupos no se excluyan mutuamente, sino que mantengan la
plena comunión del amor dentro de la misma comunidad. El modelo apremiante para esa
conducta es Jesucristo. Él nos «acogió» concretamente como a su comunidad por la que ha
dado su vida. Esta única comunidad de «circuncidados» y de gentiles la ha fundado
Jesucristo, y eso como Iglesia única, aunque para judíos y gentiles haya que tener en
cuenta los distintos puntos de vista en que han sido «acogidos»: los judíos, teniendo en
cuenta las promesas hechas a los patriarcas, aunque no pueden esgrimirse como una
especie de derecho frente a Dios; los gentiles, por el contrario, que no se revocan a tales
promesas, tienen que manifestar con su alabanza que Dios es y quiere ser el Dios de la
misericordia. Las citas bíblicas, que Pablo recoge de los tres grandes grupos del Antiguo
Testamento -ley, profetas, salmos-, subrayan la voluntad salvífica universal de Dios que
cada vez se extiende más, por encima de las estrechas fronteras del pueblo de Dios del
Antiguo Testamento hacia el único pueblo de Dios formado por judíos y gentiles.
El Apóstol cierra sus exhortaciones con una última plegaria. «Gozo», «paz», «fe»,
«esperanza», «poder del Espíritu Santo»... son conceptos salvíficos de gran importancia.
Con esta aglomeración pretenden expresar lo que Pablo puede rogar para la Iglesia sólo
por Jesucristo. Pues, en Jesucristo se ha mostrado Dios como el Dios de la esperanza. En
el Nuevo Testamento es éste el único pasaje en que se llama así a Dios. Tal designación
permite conocer, de forma breve y significativa, que Dios ha salido al paso de los creyentes
en Jesús. Pues, por Jesús se les ha reforzado la esperanza que no sólo les mantiene en
una espera tensa y paciente de la consumación de la creación nueva, sino que además les
permite experimentar el presente, ya ahora, como «gozo» y como «paz».
..................................

NOTICIAS FINALES
15,14-32

1. JUSTIFICACIÓN DE LA CARTA
(Rm. 15/14-21)

14 Con respecto a vosotros, yo estoy, hermanos míos,


personalmente convencido de que también vosotros estáis llenos de
buenas disposiciones, henchidos de toda clase de conocimientos,
capacitados también para exhortaros unos a otros. 15 Sin embargo,
en algunos puntos os he escrito con cierto atrevimiento, como para
reavivar vuestros recuerdos, en virtud de la gracia que Dios me
concedió: 16 la de ser un ministro de Jesucristo con respecto a los
gentiles, ejerciendo una función sacerdotal en servicio del Evangelio
de Dios, de modo que los gentiles sean ofrenda aceptable,
consagrada por el Espíritu Santo.
17 Tengo, por tanto, de qué estar orgulloso en Cristo Jesús por lo
que se refiere al servicio de Dios. 18 Pues no me atrevería a hablar
de nada, fuera de lo que Cristo, para obtener la obediencia de los
gentiles, ha realizado, valiéndose de mí, de palabra y de hecho, 19
por el poder de señales y prodigios, por el poder del Espíritu; de
modo que yo, partiendo de Jerusalén y en todas direcciones hasta
lliria, he dado a conocer plenamente el Evangelio de Cristo, 20
mirando como un punto de honor el anunciar el Evangelio, pero no
allí donde el nombre de Cristo ya había sido invocado, para no
edificar sobre cimiento ajeno, 21 sino, conforme está escrito:
«Quienes no habían tenido noticia de él, lo verán; y los que no
habían oído hablar de él, comprenderán» (Is 52,15).

Al igual que en la introducción a la carta -1,8-17- también en esta conclusión del amplio
escrito aparece claramente el propósito del Apóstol 50. Pablo sabe perfectamente bien que
no es natural escribir a una comunidad a la que todavía no conoce de modo personal 51.
Por eso da a entender en la conclusión que realmente no tenía necesidad de instruir a la
comunidad de Roma; los cristianos de la capital están ya «llenos de buenas disposiciones y
henchidos de toda clase de conocimientos», hasta el punto de que en su especial condición
pueden dirigirse unos a otros palabras de exhortación y de aliento. Pablo, sin embargo, está
persuadido de que una parte de su ministerio apostólico consiste en «reavivar recuerdos»
en las comunidades, en refrescarles la mente, aunque como en el caso de los romanos no
se trate de una Iglesia fundada por él. Y es que su misión se dirige justamente al mundo
gentil. A los gentiles quiere «ejercer una función sacerdotal» al servicio del Evangelio, de
modo que los gentiles sean ofrenda aceptable (v. 16). Pablo entiende el anuncio del
Evangelio entre los gentiles como una «función sacerdotal», pues lo que pretende
conseguir es que los gentiles se conviertan a Dios y, mediante esta conversión, lleguen a
ser una «ofrenda» santificada por el mismo Espíritu de Cristo que opera al presente 52,
Si el Evangelio se ha difundido por toda la tierra llegando a todos los hombres, el
Evangelio puede actuar a su vez como «poder de Dios para salvar a todo el que cree»
(1,16). Por ello, se preocupa Pablo de abrir al Evangelio el mundo gentil. Y quiere, pasando
por Roma, penetrar más dentro de ese mundo de los gentiles. De ahí que intente en su
carta presentar todo el alcance de su misión a la comunidad cristiana de Roma. Su misión
se entiende únicamente desde Cristo (v. 18). Só1o cuenta lo que Cristo obra en El y por él.
Asa es la razón de que el Apóstol se presente a sí mismo y todo su ministerio en la única
norma decisiva: la acción de Cristo en la hora actual. La consecuencia es que a Pablo ni
siquiera le preocupa el haberse puesto con el mayor desinterés al servicio del Evangelio y
el que su ministerio pueda ir acompañado por la demostración poderosa e impresionante
del Espíritu que opera en él. Lo importante no es Pablo ni su presencia, sino Cristo que
habla en el Evangelio.
En su ministerio entre los gentiles Pablo se atiene siempre a una norma fija: no predica
«donde el nombre de Cristo ya había sido invocado», evitando así el «edificar sobre
cimiento ajeno» (v. 20). Tiene que anunciarlo precisamente a quienes «no habían tenido
noticia de él» (Is 52, 15). Al atenerse a esta regla, probablemente recuerda todavía el
Apóstol las dolorosas experiencias que había vivido en la comunidad de Corinto con los
misioneros itinerantes que se entrecruzaban, que defendían la causa de Jesús de una
forma que a él le resultaba más que dudosa y que desorientaban a la comunidad (cf.
2Cor).
...............
50. Cf. el comentario a 1,8-15.
51. Véase la introducción al comentario.
52. Pablo utiliza aquí palabras e imágenes tomadas del culto y liturgia del Antiguo
Testamento y del judaísmo,
para definir su ministerio apostólico. Tal vez se ha sentido aquí movido por Is 66,19s: los
mensajeros de
Dios son enviados a los pueblos, «y anunciarán mi gloria entre las naciones, y traerán a
todos vuestros
hermanos de todas las naciones, y los ofrecerán como un presente al Señor...».
...............

2. ANUNCIO DE SU VISITA
(Rm. 15/22-32)

22 Por eso precisamente, me veía impedido tantas veces de llegar


hasta vosotros. 23 Pero ahora, no teniendo ya campo de acción en
estas regiones, y teniendo, además, desde hace muchos años, vivos
deseos de llegar hasta vosotros 24 espero veros a mi paso, cuando
emprenda mi viaje a España, y ser encaminado por vosotros allá,
después de haber disfrutado un poco de vuestra compañía. 25 Pero
de momento me encamino a Jerusalén, para realizar un servicio a
aquellos hermanos. 26 Porque Macedonia y Acaya tuvieron a bien
hacer una colecta en beneficio de los pobres que hay entre los santos
de Jerusalén. 27 Tuviéronlo a bien, y aún tenían esa deuda con ellos.
Porque, si los gentiles participaron de sus bienes espirituales, deben
a su vez servirles con los bienes temporales. 28 Así pues, en cuanto
haya cumplido este encargo y haya consignado en sus manos esta
colecta, me encaminaré a España, pasando por vosotros. 29 Y sé
que, yendo a vosotros, iré con la plena bendición de Cristo.
30 Pero os ruego hermanos, por Jesucristo nuestro Señor y por
amor del Espíritu, que luchéis juntamente conmigo, dirigiendo a Dios
oraciones por mi, 31 para que me vea libre de los incrédulos que hay
en Judea, y para que mi servicio en beneficio de Jerusalén sea bien
recibido por los hermanos; 32 de modo que, llegando a vosotros con
alegría, por voluntad de Dios, pueda encontrar descanso a vuestro
lado.

Hasta el presente, Pablo se había ocupado de la predicación del Evangelio en las


regiones del Mediterráneo oriental. Ahora siente impulsos de viajar a Occidente, y como
objetivo de su ulterior viaje misionero se ha propuesto España. De camino hacia allá desea
también hacer una visita a la comunidad cristiana de Roma, para que le encaminen allá
desde la capital del imperio.
Este pasaje es muy instructivo por lo que se refiere al objetivo misionero del Apóstol.
¿Cómo puede decir -escribiendo como escribe desde Corinto- que ya no tiene «campo de
acción en estas regiones»? De hecho nosotros tenemos conocimiento de una actividad
misional de Pablo en la región que se extiende de Siria hasta Grecia y que duró
aproximadamente diez años. Y sabemos también que el Apóstol centró su ministerio
principalmente en las grandes ciudades, como Éfeso, Filipos, Tesalónica y Corinto. Pero,
además, Pablo estuvo constantemente de viaje para anunciar el Evangelio. De su actividad
misionera surgió como una necesidad interna el establecimiento de comunidades cristianas.
En esas comunidades los cristianos debían encontrar la ayuda necesaria para llevar una
vida de fe, lo que para Pablo siempre equivalía a una vida de esperanza en el Señor que ha
de volver. Y a través de sus cartas intentaba también mantenerlos y afianzarlos en tal
esperanza. En cambio, Pablo se preocupó relativamente poco por las cuestiones de la
organización eclesial. Suponía con una cierta naturalidad que lo necesario en ese sentido
ya estaba hecho, si las comunidades conservaban ante sus ojos lo esencial de la fe y de la
esperanza cristianas. Debió contar además con que las comunidades continuarían a su vez
la acción misionera en medio de su entorno todavía pagano, sin que por ello hubiesen de
desplegar un programa misionero propiamente dicho. Las Iglesias, y los cristianos dentro
de
ellas, ejercen una función de estímulo y propaganda con su sola existencia y forma de
vida.
Pablo ha podido, por lo mismo, afirmar que ya no tiene «campo de acción» para
detenerse por más tiempo en Oriente, y que considera como esencialmente cumplida su
misión en aquellas regiones. Y, como lo que le preocupa, sobre todo, es aprovechar el
tiempo y poner todas sus fuerzas a disposición de la causa del Evangelio, siente un impulso
de avanzar hacia Occidente para seguir predicando allí el Evangelio como lo ha hecho
hasta ahora y fundar Iglesias como centros de vida cristiana en medio de un mundo que
sigue siendo pagano.
Antes de emprender este camino sólo le quedaba por cumplir una tarea, a saber, la
colecta de las limosnas con destino a «los santos» de Jerusalén. Sin duda que la
comunidad cristiana de Jerusalén, a causa de su situación social y económica dentro del
judaísmo, estaba especialmente necesitada de los socorros de la diáspora. Según Gál 2,10,
Pablo se había declarado en el concilio de los Apóstoles dispuesto a prestar dicha ayuda
de parte de las comunidades cristianas53. ICor 16,14 y 2Cor 8-9 proporcionan un
testimonio fehaciente de cuán en serio mantuvo Pablo esta promesa.
La vinculación con la comunidad cristiana de Jerusalén tuvo para él tanta importancia,
pese a todas las tensiones, por lo que se refería a la misión entre los gentiles (cf. Gál
2,1-16), incluso por razones de otro tipo, que pensó en entregar personalmente la colecta.
La comunión, que Macedonia y Acaya procuraban mantener con la Iglesia jerosolimitana
por medio de su «colecta» *, es una comunión de «deuda» recíproca (v. 26s). Los cristianos
de la gentilidad han tenido parte en los «bienes espirituales» de la comunidad de Jerusalén.
Por ello parece justo que también ellos hagan partícipes a su vez de una ayuda económica
a los que están necesitados. Para Pablo Jerusalén continúa siendo el centro del pueblo de
Dios, aunque Israel haya negado su fe y obediencia a la revelación salvífica de Dios en
Cristo.
En el v. 19 describe Pablo el camino de su ministerio: «partiendo de Jerusalén», aun
cuando personalmente no había misionado ni en Jerusalén ni en Judea. Jerusalén no es
ciertamente el lugar destinado a su actividad; pero es el punto de partida del Evangelio para
todos los pueblos. Aquí Pablo se mantiene fiel a su tradición judía, aun cuando sepa que en
el fondo ha sido superada por Cristo y puesta fuera de curso. Pero Jerusalén es
para Pablo no sólo el centro del antiguo Israel y de sus promesas, sino ante todo el lugar de
la revelación escatológica de Dios; lo ha sido ya con la muerte y resurrección de Jesús, y lo
será también al final de los tiempos, de acuerdo con las esperanzas escatológicas del
judaísmo, cuando los pueblos se congreguen y lleven sus dones a la nueva ciudad de Dios.
Con la colecta en favor de Jerusalén se cumple ya simbólicamente esa reunión y ofrenda
de los pueblos al Dios de la salvación escatológica.
En los últimos versículos de su carta Pablo expone una vez más su visita a Roma, en el
marco precisamente de su nuevo plan misionero. Pero su alegría por esta perspectiva se ve
notablemente turbada por una preocupación que evidentemente le atormenta: tiene que
«luchar» (cf.v. 30) en sus oraciones por causa del viaje de la colecta en el que se
encuentra. Los enemigos de su obra le aguardan en Judea. Son los círculos judíos que
censuran su dedicación a los gentiles. Pablo los llama «incrédulos» o desobedientes,
dando a entender que se han resistido al Evangelio no dándole crédito. El Apóstol se siente
amenazado por ello. Se trata evidentemente de los círculos judíos que ejercen en Jerusalén
una cierta presión sobre la Iglesia local, hasta el punto de que ésta debió de aguardar no
sin alguna preocupación la colecta de Pablo como signo de solidaridad de los cristianos
gentiles con los judeocristianos. Como quiera que sea, la preocupación del Apóstol,
expresada en el v. 31, se refiere a dicha confrontación con la comunidad judeocristiana,
que todavía no debió haber adoptado una actitud única frente a la obra misionera de
Pablo.
...............
53. Véase también Hch 11,29.
* El texto original griego no dice «colecta», sino «comunión» (koinonian) puesto que la
comunión se realizaba
(aparte otros medios) por la colecta (cf X. LEON-DUFOUR. Vocabulario de teología
bíblica, Herder.
Barcelona 5, 1972. v. Comunión, NT, 1. [Nota del traductor]
...............

CONCLUSIÓN DE LA CARTA
15,33
BENDICIÓN
(Rm. 15/33)

33 El Dios de la paz sea con todos vosotros. Amén.

Pablo concluye el anuncio de su visita con una breve bendición. «El Dios de la paz» (cf.
16,20; 2Cor 13,11) es el Dios que crea la comunión y la unidad. Cuando, desde el punto de
vista humano, hay poca esperanza de tal comunión y del triunfo de la obra divina, Dios
hace precisamente que el hombre espere y obre contra toda esperanza. Esta idea ha
orientado y sostenido al Apóstol incluso en su situación bien crítica.

APE NDICE
16,1-27

Después de la bendición final de 15,33, la carta se reanuda en 16,1: «Os recomiendo


nuestra hermana Febes que es diaconisa de la Iglesia de Céncreas»; sigue toda una lista
de saludos con nada menos que 26 nombres propios. La conclusión de esta larga lista, que
ocupa los v. 3-15, es una visión universal: «Os saludan todas las Iglesias de Cristo» (v. 16).
Y aquí parece darse una nueva conclusión. Pero con el v. 17 empieza inmediatamente una
amonestación contra las divisiones y escándalos que introducen los falsos doctores,
aunque tal amonestación no parece contar con suficiente fundamento a lo largo de la carta.
Esta pequeña sección se cierra con una bendición en el v. 20: «La gracia de nuestro Señor
Jesús esté con vosotros.» Y ahora ya no nos causa sorpresa la renaudación del escrito con
estas palabras: «Os saluda también Timoteo, mi colaborador...», al que siguen otros siete
nombres 54
El final del capítulo llega inmediatamente con la doxología de los v. 25-27.
La composición fragmentaria de este capítulo se explicaría perfectamente caso de
tratarse de trozos de otras cartas paulinas, que nosotros no conocemos con más detalle, y
que habrían sido intercalados aquí sin ningún principio ordenador que podamos descubrir.
Los habría añadido más tarde a la carta a los Romanos, a modo de apéndice, un
recopilador de las cartas paulinas. Así las cosas, la carta original terminaría de hecho al
final del capítulo 15.
No sólo el carácter de apéndice, claramente reconocible, sino también el número
sorprendentemente grande de conocidos de Pablo en Roma, hacen sospechoso el capítulo
16. Lo cual no impide desde luego ver en tal apéndice una serie de fragmentos de otras
cartas auténticas de Pablo; sobre todo cuando el estilo y la terminología corroboran dicha
hipótesis. Algunos de los nombres mencionados en la lista de saludos de 16,3-15 permiten
suponer que originariamente esta parte pertenecía a una carta enviada por Pablo a la
Iglesia de Éfeso. En cualquier caso a Prisca y Aquila (v. 3), que según lCor 16,19 se
encontraban en Éfeso, y a Epéneto, al que se califica de «primicia de Asia para Cristo» (v.
5), habría que buscarlos en la capital del Asia Menor más que en Roma. Con las listas de
saludos del capítulo 16, la carta remitida por Pablo a la Iglesia de Roma, a la que no
conocía personalmente, adquiere el remate personal habitual en todas sus otras cartas.
...............
54. La lista de saludos termina en algunos manuscritos, intercalando el v 24, conclusión
tomada ciertamente de
2Tes 3,18: «La gracia de nuestro Señor Jesucristo sea con todos vosotros».
...............

1. SALUDOS A LOS CONOCIDOS DE PABLO


(Rm. 16/01-16)

1 Os recomiendo nuestra hermana Febe que es diaconisa de la Iglesia de Céncreas, 2 para


que la acojáis en el Señor como corresponde entre los hermanos y la asistáis en cualquier cosa
que necesite de vosotros, ya que ella ha sido protectora de muchos y aun de mí mismo.
3 Saludad a Prisca y a Aquilas, mis colaboradores en Jesucristo, 4 los cuales arriesgaron su
cabeza por mi vida, a quienes no sólo yo les estoy agradecido, sino también todas las Iglesias de
los gentiles.
5 Y saludad igualmente a la Iglesia que se reúne en su casa. Saludad a mi querido Epéneto,
que fue primicia de Asia para Cristo. 6 Saludad a María, que tanto trabajó por vosotros. 7 Saludad
a Andrónico y a Junias, mis parientes y compañeros de prisión, los cuales son insignes entre los
apóstoles, e incluso se entregaron a Cristo antes que yo. 8 Saludad a Ampliato, mi querido amigo
en el Señor. 9 Saludad a Urbano, colaborador nuestro en Cristo, y a mi querido amigo Estaquis.
10 Saludad a Apeles, que ha dado buena prueba de sí en Cristo. Saludad a los de la casa de
Aristóbulo. 11 Saludad a Herodión, mi pariente. Saludad a los de la casa de Narciso que
pertenecen al Señor.
12 Saludad a Trifena y a Trifosa, que tanto afán ponen en el servicio del Señor. Saludad a la
carísima Pérside, que tanto trabajó en el Señor. 13 Saludad a Rufo, el elegido en el Señor, y a su
madre, que también lo es mía. 14 Saludad a Asíncrito, a Flegonte, a Hermes, a Patrobas, a
Hermas, y a los hermanos que están con ellos. 15 Saludad a Filólogo y a Julia, a Nereo y a su
hermana, a Olimpas y a todos los fieles que están con ellos.
16 Saludaos unos a otros con el ósculo santo. Os saludan todas las Iglesias de Cristo.

La lista de saludos certifica un amplio círculo de colaboradores, ayudantes y amigos dentro


de la comunidad, con los que Pablo se siente vinculado. El mero hecho de que los nombre uno
por uno presentándoles en cada caso de acuerdo con su especial relación, es una buena prueba de
lo que Pablo estimaba a sus colaboradores. El Apóstol tiene conciencia de su personal e
inequívoca misión apostólica; pero se sabe también necesitado del apoyo de muchos amigos. Se
sirve de su ayuda con sentimientos de gratitud y valora su contribución desinteresada. Sin duda
que Pablo ha tenido también en cuenta que el hecho de mencionar elogiosamente algunos
nombres en presencia de toda la comunidad podía darles una mayor responsabilidad frente a ésta.
Pues, entre los muchos que menciona, alaba de modo muy particular su colaboración e
importancia para la Iglesia: v. 1s.4.5.6.7. Son, cada uno a su modo, valiosos ayudantes en la causa
única del Evangelio, a los que Pablo estimula.

2. ADVERTENCIA CONTRA LA DESUNIÓN


(Rm. 16/17-20)

17 Y os ruego, hermanos, que estéis alerta frente a los que


suscitan discordias y tropiezos, contra la doctrina que aprendisteis.
Apartaos de ellos. 18 Esos tales no sirven a Cristo, Señor nuestro,
sino a su propio vientre, y con sus palabras lisonjeras y aduladoras,
seducen el corazón de los sencillos. 19 Vuestra obediencia ha
llegado a conocimiento de todos. Estoy, pues, contento de vosotros.
Pero quiero que seáis experimentados en lo bueno e inocentes en lo
malo. 20 Y el Dios de la paz aplastará muy pronto a Satán bajo
vuestros pies. La gracia de nuestro Señor Jesús esté con vosotros.

Los versículos 17-20 se dirigen contra quienes provocan en la comunidad «discordias y


tropiezos». El que no se den sus nombres ni se nos comuniquen más detalles sobre sus
personas y propósitos, responde al estilo de la amonestación polémica a guardarse contra
los falsos doctores 57. Sus maquinaciones sólo se describen mediante expresiones
generales y ciertos indicios orientadores. Así, se dice que trabajan «contra la doctrina que
aprendisteis» (v. 17), que «no sirven a Cristo, sino a su propio vientre» 58, que emplean
«palabras lisonjeras y aduladoras» y que «seducen el corazón de los sencillos» (v. 18). El
Apóstol quiere poner en guardia a la Iglesia contra los tales. Alaba la «obediencia» de la
comunidad y la exhorta al bien. Dios, por su parte, pronto aplastará a Satán bajo los pies de
ellos, como lo proclama la promesa de Gn 3,15. Así estarán a salvo los fieles contra las
disensiones, en las que Pablo ve la obra personal de Satán59.
Es de suponer que esta polémica se endereza contra las fuerzas que también en otros
lugares ponían en tela de juicio la obra misionera de Pablo. Por el estilo y virulencia del
enfrentamiento hay que pensar en un frente antipaulino, contra el que el Apóstol ha tenido
que tomar posiciones y defenderse también en las cartas a los Gálatas y segunda a los
Corintios, así como en Filipenses 3. Tal vez esta parte, junto con la precedente,
perteneciese originariamente a una carta remitida a la comunidad de Éfeso.
...............
57. Este estilo destaca con especial relieve en las cartas posteriores del Nuevo Testamento;
véase, por
ejemplo, 1Tm 4; 6,3-5.20s; 2Tm 2,14-21; 3,6-9.13-15; 4,35; Tt 1,10-16; 3,9-11; 2P 2; 1Jn
2,18-29; 4,14; 2Jn
7-11; Judas 3-19. Por lo que se refiere a Pablo, véase también 2Co 11,l3-15; Ga 6,12s; Flp
3,18s.
58. Véase Flp 3,19.
59. Cf 2Co 11,15.
...............

3. SALUDOS DE LOS COLABORADORES DE PABLO


(Rm. 16/21-24)

21 0s saluda Timoteo, mi colaborador, como también Lucio, Jasón


y Sosípatro, mis parientes. 22 Yo mismo, Tercio, que he escrito esta
carta, os saludo en el Señor. 23 Os saluda Gaio, que nos da
hospitalidad a mí y a toda la iglesia. Os saluda Erasto, tesorero de la
ciudad, y el hermano Cuarto. [24 La gracia de nuestro Señor
Jesucristo esté con todos vosotros. Amén.]

Los saludos que los colaboradores de Pablo envían a la comunidad tendrían un lugar
más adecuado -al igual que la lista de saludos de los v. 3-15- dentro de una misiva remitida
a una Iglesia que fuese conocida de los remitentes. De todos modos, no parece imposible
que estos saludos formasen originariamente la conclusión de la carta a los Romanos; cosa
que no puede decirse con la misma probabilidad por lo que se refiere a las dos secciones
precedentes de v. 1-16 y v. 17-20. Es curioso que también el amanuense de la carta, que
actuaba como secretario de Pablo, firme con su saludo personal, aunque no en último lugar
como sería de esperar.

4. DOSOLOGÍA FINAL
(Rm. 16/25-27)

25 Al que puede afianzaros en conformidad con mi Evangelio y con


la proclamación de Jesucristo, según la revelación del misterio,
mantenido en silencio durante siglos eternos, 26 pero manifestado
ahora, por medio de los escritos proféticos, según disposición del
eterno Dios, y dado a conocer a todos los gentiles, para que
obedezcan a la fe; 27 a Dios, que es el único sabio, a él sea la gloria
eternamente, por medio de Jesucristo. Amén.

En un himno de alabanza a Dios se resume una vez más, a modo de conclusión, lo que
hay que considerar como el deseo del Apóstol: en este tiempo acontece la «revelación del
misterio», de los planes salvíficos de Dios, «para que obedezcan a la fe». Para ello ha sido
proclamado el misterio de Dios «a todos los gentiles» (v. 26). Que esta proclamación haya
tenido lugar por medio de los «escritos de los profetas», hace pensar sobre todo en la
corroboración de la revelación cristiana por parte de los escritos del Antiguo Testamento.
Pero, como expresamente se habla del «ahora» en que ha sido «revelado» el misterio, la
proclama por medio de los escritos proféticos habría que referirla también al presente de la
revelación cristiana. No parece, por lo mismo, desatinado que el autor de este apéndice,
añadido a la carta de los Romanos, haya considerado ya las cartas paulinas como «escritos
proféticos» que «según disposición del eterno Dios» debían actuar y servir como proclama
de los planes salvíficos de Dios para todas las naciones. En esas cartas se ha conservado
para el cristianismo del futuro el Evangelio paulino («mi Evangelio», v. 25), que no es otra
cosa que «la proclamación» (kerygma) de Jesucristo.
De acuerdo con ese Evangelio, y a través de él precisamente, tienen los cristianos que
seguir afianzándose en su fe aun después del ministerio del Apóstol, limitado por el tiempo.
Y es que en ese Evangelio inimitable opera el único Dios por Jesucristo.
(_MENSAJE/06.Págs. 212-246)

BIBLIA NT CARTAS PABLO ROMANOS /RM TEXTOS


MATERIA: LA BIBLIA DÍA A DÍA ·SANCHEZ-BOSCH/J._BI-DIA-DIA.

Rm. 01/18-32. IRA-D/PERDON PERDON/IRA-D:


«Ira de Dios» es para nosotros una expresión fuerte; pero más desolador sería pensar
que Dios no reacciona ante el pecado porque se desentiende totalmente de nuestro mundo:
entonces sería imposible la salvación.
Pablo descubre en la sociedad de su tiempo los signos visibles de un pecado voluntario y
premeditado ("no tienen disculpa, pues han descubierto a Dios, pero...") y ve cómo este
pecado es causa constante de ulterior depravación. En esa depravación, repugnante para
la misma sensibilidad humana, se muestra el castigo (literalmente la ira) de Dios.
Pablo se refiere concretamente al mundo pagano y, al parecer, su descripción podría ser
aceptada por cualquier fariseo. Pero Pablo no la sitúa en el contexto de la secreta alegría
por la condenación definitiva de los demás sino que ve en la misma ira de Dios el anuncio
de
una salvación que se acerca. El Antiguo Testamento lo da ya a entender: el momento en
que Dios ha descargado su ira es el momento en que más se puede esperar que Dios se
compadecerá y tomará una nueva iniciativa de salvación. Precisamente, la apocalíptica de
la
época esperaba que, tras grandes calamidades, vendría la gran manifestación del poder de
Dios.
Yendo al fondo de la cuestión, Pablo pone la ira de Dios contra los gentiles en perfecto
paralelismo con la ira de Dios contra los judíos, con lo cual viene a decir que Dios los ama
con el mismo amor. Por otra parte, la progresiva purificación de la imagen de Dios en la
cultura griega es para Pablo signo de una presencia salvífica en medio de los paganos: «Lo
que puede conocerse de Dios lo tienen a la vista: Dios mismo se lo ha manifestado»
(19-20).
Pablo se separa también de la visión farisea porque está dispuesto a aplicar a todos los
hombres (sean judíos o cristianos) la misma dialéctica de ira y salvación. Nadie puede
sentirse definitivamente seguro, sino que todos se han de humillar ante un Dios que nos
ama hasta el punto de exigirnos una correspondencia.
(·SANCHEZ-BOSCH/J._BI-DIA-DIA.Pág. 484)
........................................................................
Rm. 02/17-29
Aquí Pablo habla de los judíos con todas las letras no para insistir en las imperfecciones
de la ley ni para discutirles el honor de considerarse pueblo de Dios, sino para indicarles las
consecuencias que deberían sacar de esos principios y para demostrarles que han hecho
todo lo contrario.
El pueblo de Dios hace presente la grandeza de Dios en medio de los hombres; los judíos
en cambio, han hecho que se blasfemara de su nombre entre las naciones. Y no porque no
le conocieran o no enseñaran el camino recto, sino porque hacían exactamente lo contrario
de lo que predicaban.
También la circuncisión se vuelve contra los judíos, y no por lo que tiene de institución
caduca: habría sido un factor positivo si los judíos hubieran interiorizado su sentido
positivo
(un pacto eterno, sellado con sangre) y el de la ley, a la que se comprometían con la
circuncisión (la voluntad revelada de Dios). El Dios que dio la circuncisión a Abrahán y la
ley a Moisés es el mismo que ahora ha revelado a su Hijo, Jesucristo.
Por su misma naturaleza, este Dios es invisible: un Dios que actúa en el fondo del
corazón y espera una respuesta que venga del fondo del corazón. También el incircunciso,
si lo busca de todo corazón, obtendrá su aprobación y dará un testimonio más maravilloso
que la ley escrita en tablas de piedra: el testimonio de un corazón plenamente transformado
por el Espíritu de Dios.
En otras palabras: no basta gloriarse en Dios diciendo que él es nuestro Dios; es
imprescindible que Dios mismo, con toda su manera de ser, se pueda reconocer en la
persona que usa su nombre.
(·SANCHEZ-BOSCH/J._BI-DIA-DIA.Pág. 485 s.)
........................................................................

Rm. 03/01-20: H/PECADOR PECADOR/TODOS


Los judíos han respondido mal a la llamada de Dios y han convertido en mal lo que se les
había dado para bien. Pero cabe preguntar si Dios, por fidelidad a sí mismo, no debería
hacer que las cosas marcharan de una manera distinta.
Aun exponiéndose a malentendidos, que han sido aprovechados en descrédito de Pablo,
el Apóstol mantiene que Dios permitió aquellos males porque quería sacar de ellos un gran
bien: la salvación abierta a todos. Dios no hizo el mal ni quería que se hiciese (si no fuera
así, ¿cómo podría juzgar al universo?); pero sabe que el mal tiene enseñanzas casi
insustituibles para el hombre.
La más importante es que el hombre no puede salvarse por sí mismo: todos estamos a
merced del pecado, nadie es justo por naturaleza ni por sus propias fuerzas.
Los judíos habían imaginado que, por el hecho de tener la ley y de vivir en un mundo
mucho más abiertamente pecador, podían considerarse justos. Pero Pablo encuentra en el
mismo Antiguo Testamento una larga serie de textos sobre el pecado del hombre y los
interpreta diciendo que, «por las obras de la ley» (es decir, por la simple voluntad humana
de cumplirla, sin una obra de Dios en nosotros), nadie puede pasar como justo ante Dios.
De este modo, todos quedan como pecadores y nadie puede levantar la voz ante Dios.
Porque Dios no puede dar una salvación, que es sangre de su propia sangre, a un hombre
convencido de que la ha logrado por sus propias fuerzas. La revelación más cruda sobre el
pecado del hombre fue dada precisamente en el momento en que el hombre no podía ya
contar con una redención infinitamente superior a la maldad de su corazón.
(·SANCHEZ-BOSCH/J._BI-DIA-DIA.Pág. 486 s.)
........................................................................

Rm. 07/01-13 LEY/SV:


En este capítulo se nos dice que «hemos muerto a la ley» y, por tanto, que la ley es
«carne», realidad de esta vida; pero también se nos dice que ley es «santa» y «espiritual»,
es decir, propia de la nueva vida que Cristo nos ha traído. Podríamos concluir que la ley de
Moisés (lo mismo que, salvadas las distancias, cualquier otra estructura humana) es una
especie de materia inanimada, que puede ser informada por espíritus diversos.
La pregunta que Pablo se plantea es ésta: ¿qué poder de salvación puede tener la ley si
el hombre está privado del Espíritu de Dios? La respuesta viene a ser: en tal caso, la ley se
convierte en instrumento de pecado.
Así como, según el derecho, la ley mantiene a la mujer unida al hombre, así en el hombre
no redimido la ley es vínculo de unión entre el hombre y el pecado. Sólo la muerte podrá
separar al hombre del pecado, y esa muerte se consigue mediante la unión a la muerte de
Cristo, que nos permite formar un nuevo matrimonio que dará frutos para Dios.
En realidad, se podría decir que la ley contribuye al pecado del hombre; pero Pablo
rechaza tal acusación: la ley es santa, justa y buena. Pero la incomparable malicia del
pecado pone al servicio del mal lo que Dios creó para el bien. Así como la serpiente supo
sacar mal de un paraíso en que todo era perfecto, así también el pecado sabe aprovechar
para sus propios fines el conocimiento del mal que la ley nos proporciona con la recta
intención de que lo evitemos.
En otras palabras: ni siquiera lo que proviene de Dios puede salvarnos si se convierte en
objeto. Sólo nos salvará en la medida en que esté en cada instante penetrado por el
Espíritu de Dios.
(·SANCHEZ-BOSCH/J._BI-DIA-DIA.Pág. 492 s.)
........................................................................

Rm. 07/14-25
Pablo acaba de afirmar que la ley no salva (7,1-13), porque el pecado es pura malicia. La
ley no salva, dice ahora, porque el hombre es pura debilidad: es «carne» y no espíritu, un
esclavo vendido al poder del pecado.
Pero es un esclavo capaz de tener la idea de justicia, de desear la liberación. Por eso,
así como podemos decir que la ley se pone del lado de Dios en cuanto a lo que dice,
también podemos afirmar que Dios tiene otro aliado en el interior del hombre: el hombre
"quiere" (o «querría») el bien, admite que la ley es buena, encuentra gusto en la ley de
Dios, su razón se somete a ella.
Pero eso no sirve de nada. Porque entre indicar el camino, como hace la ley, o pensar y
desear, como hace la razón del hombre, y cumplir realmente la voluntad de Dios en medio
de las dificultades de esta vida hay un abismo que el hombre esclavo no puede salvar.
Sería preciso separar al hombre de su propio cuerpo, cuando precisamente (Pablo lo ha
dicho y lo volverá a decir) la voluntad de Dios se ha de cumplir en el propio cuerpo. Por
eso, la única solución es incorporarse a Cristo: que nuestro cuerpo -por la fe y el bautismo-
sea asumido por el cuerpo que murió y resucitó, vivificado por el Espíritu que resucitó a
Cristo de entre los muertos.
Todos los principios de bien que hay en nosotros (sin los cuales no habría en el mal
inquietud alguna) son inútiles para el que quiere construir la salvación con sus propias
fuerzas, porque no lo conseguirá nunca. Pero sirven para el que acepta la salvación de
manos de Dios: esta salvación no entra en él como un cuerpo extraño, sino como el
cumplimiento de sus más profundas aspiraciones.
(·SANCHEZ-BOSCH/J._BI-DIA-DIA.Pág. 492 s.)
........................................................................

Rm. 09/01-18
Después de un canto a la fidelidad de Dios hacia los cristianos, Pablo recoge un
interrogante -especialmente doloroso para él- sobre la fidelidad de Dios hacia su pueblo
escogido. Es claro que la idea de elección no era un invento del patriotismo judío, sino una
realidad que Dios había tomado muy en serio. Los judíos tenían una verdadera
participación en la gloria de Dios, habían sido adoptados como hijos y acababan de dar al
mundo a Cristo y a los apóstoles. Sin embargo, la gran masa del pueblo judío no había
entrado a formar parte de la Iglesia. A pesar de todo, Pablo cree (dudar de ellos sería para
él una blasfemia) que Dios se ha mantenido fiel a su palabra.
Buscando a tientas en pleno misterio, Pablo descubre que, incluso cuando elige un
pueblo, Dios es siempre libre y se relaciona siempre con las personas concretas: no se
somete a una ley abstracta. Dios había prometido una gran descendencia a Abrahán, y
Abrahán la tendrá; pero, en el curso de la historia, muchos quedarán excluidos de esa
porción escogida: primero Eliezer (a quien Abrahán había adoptado como hijo), después
Ismael (el hijo de la esclava), después Esaú (pese a que era el primogénito), después
muchos más, hasta llegar a los que hoy han rechazado a Cristo.
Por otra parte, eso no significa un fracaso de Dios como no lo fue la dureza del corazón
del faraón: fue una ocasión para que Dios mostrase con más énfasis su poder y su amor al
pueblo escogido. En el momento presente la infidelidad de los judíos ha sido ocasión de
otro gran triunfo de Dios: la conversión de los paganos, de la que Pablo es el gran apóstol,
y los romanos el testimonio fehaciente. Lo cual significa que la fidelidad de Dios no es un
capital del que nosotros podemos disponer sino la posibilidad que él nos da de vivir
confiadamente según su Espíritu.
(·SANCHEZ-BOSCH/J._BI-DIA-DIA.Pág. 495 s.)
........................................................................

Rm. 09/19-33
En cierto modo, las primeras respuestas de Pablo no hacen sino agravar el problema:
«¿Por qué se queja Dios si, al fin y al cabo, siempre se hace lo que él quiere?». Pablo
repite su apriori: «¿Quién eres tú para contestarle a Dios?»; pero continúa profundizando
su intento de explicación.
En primer lugar, no se trata de si Dios salva o condena, sino de si Dios escoge o no
escoge. El hecho de que en un campo haya una porción escogida no quiere decir que el
resto tenga que ser sembrado de sal. Un alfarero fabrica vasijas de diversa categoría, pero
todas son vasijas y todas sirven para algo. Indudablemente, entre los vasos escogidos para
usos más dignos no hay sólo judíos, sino también gentiles; pero eso es propio de la
soberana libertad de Dios: Dios ha prometido la salvación de un resto del pueblo, y ese
resto se salvará.
En segundo lugar, Dios no ha rechazado a nadie sin más ni más: había soportado con
gran paciencia a gentes que merecían un castigo, y al final los ha rechazado (mejor dicho,
no los ha llevado a la plenitud de la promesa). ¿Por qué habían merecido el castigo?
Aparece al final del capítulo: «Porque no se apoyaron en la fe, sino en las obras». La
manera que tienen de acusar a Dios por su actuación nos descubre una actitud muy
diferente de la de Abrahán ante las promesas de Dios: ¡ellos no habrían sacrificado a su
único hijo! Ellos creen que sus obras realizadas con su esfuerzo, obligan a Dios a
preferirlos a todos. Y eso equivale a negar la libertad de Dios a la hora de escogerse un
pueblo. Por eso han tropezado con la piedra de escándalo, que es Cristo.
(·SANCHEZ-BOSCH/J._BI-DIA-DIA.Pág. 496)

También podría gustarte