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Kertelge Karl Carta A Los Romanos
Kertelge Karl Carta A Los Romanos
http://www.mercaba.org/FICHAS/BIBLIA/Rm/ROMANOS-00.htm
INTRODUCCIÓN
EL EVANGELIO DE PABLO
1. OBJETIVO DE LA CARTA
La carta del apóstol Pablo a los Romanos se distingue de las otras cartas paulinas por el
hecho mismo de haber sido dirigida a una Iglesia que no había sido fundada por Pablo y a la que
ni siquiera conocía personalmente y de forma directa. Espera, sin embargo, conocer pronto a esa
comunidad, «en la voluntad de Dios» (cf. 1,10), pues «estoy anhelando vivamente veros, para
comunicaros algún don espiritual con el que quedéis fortalecidos» (1,11). Pablo se había ya
preparado a menudo para ir a Roma, «pero hasta ahora me ha sido imposible» (1,13). Su
propósito, no obstante, sigue siendo el de siempre: «proclamar el Evangelio también entre
vosotros, los de Roma» (1,15), pues se sabe llamado a tal empresa. Quiere proclamar el
Evangelio en Roma como lo ha hecho entre las demás naciones; o, para decirlo con las propias
palabras del Apóstol, «para recoger también entre vosotros algún fruto, al igual que entre los
demás gentiles» (1,13).
De acuerdo con estas observaciones preliminares de la carta podría sacarse la impresión de
que a Pablo lo único que le interesa es anunciar su próxima visita. Por ello resulta sorprendente
el giro que toma hacia temas esenciales. Ese giro se inicia ya en 1,16 y conduce a un amplio
desarrollo de lo que constituye la predicación de la fe paulina y que se prolonga (incluidas las
exhortaciones de los capítulos 12-15) hasta el final de la carta; es decir, a lo largo de quince
capítulos. Sólo ya a punto de concluir, 15,22-32, vuelve el Apóstol a hablar de sus planes de
viaje. Por ello es justo preguntarse qué propósito ulterior se esconde tras las amplias reflexiones
del Apóstol. Pues, si sólo pretendía familiarizar de antemano a la comunidad cristiana de Roma
con su Evangelio, ello bastaría ciertamente para explicar el carácter profundo de la carta; pero no
su amplitud y prolijidad. ¿Cómo llega Pablo, por ejemplo, en una carta escrita a la comunidad
cristiana de Roma a tratar el destino de Israel con tanto detenimiento como lo hace en los
capítulos 9-11? Sorprende también a lo largo de toda la carta la evidente orientación hacia la
prueba escriturística y hacia importantes condicionamientos mentales del judaísmo, como la ley,
la tradición, la postura frente a los gentiles. Es evidente que Pablo cuenta con que una parte
notable de la comunidad cristiana de Roma está constituida por judíos. Habla «con quienes
conocen en la ley» (7,1), teniendo por lo mismo ante sus ojos la imagen de una Iglesia formada
por cristianos procedentes del judaísmo y de la gentilidad. De ahí que se plantee el problema de
la convivencia de ambos grupos, tal como ya lo conocía por la experiencia de otros lugares 1.
La parte admonitoria o parenética de la carta (12,1-15,13) afronta este problema todavía
con mayor claridad. En virtud de la «gracia que me ha sido otorgada» (12,3), exhorta a todos a
que se preocupen de la unidad (12,4-8. 16; 14,19s; 15,7) y del amor (12,9s; 13,8-10; 14,15). El
motivo concreto de estas exhortaciones son las relaciones que deben mediar entre los «fuertes» y
los «débiles» (14,1-15, 13). Ambos grupos vienen descritos de acuerdo con determinadas
cuestiones de conducta, como la permisión de comer ciertos alimentos (14,2s.21), la observancia
del calendario (14,5s) y la distinción entre lo que es puro e impuro (14,14). En todos estos
problemas desempeña un papel indiscutible la vinculación a las tradiciones judías. Es sobre todo
a los cristianos que proceden de la gentilidad y a los cristianos que no se sienten ligados por la
normativa judía (cf. 15,1), y con los que Pablo se solidariza («Nosotros, los que somos
fuertes...»), a quienes va dirigida de modo particular la amonestación de que nadie se levante
más alto de lo que conviene (12,3 y 16), ni juzgue o desprecie al hermano (14,3s.10.13). Son
ellos precisamente quienes no deberían olvidar que han sido llamados por la «misericordia» de
Dios (15,9-12).
Si con ello se comprende mejor un punto concreto de la carta a los Romanos, para
nosotros no deja de resultar sorprendente que Pablo se dirija a una comunidad que él no ha
fundado para exponer los rasgos fundamentales de su predicación. ¿Qué pretende Pablo con
ello? ¿Es que en Roma se reconocía ya su autoridad apostólica hasta el punto de que pudiera él
arriesgarse a decir una palabra definitiva sin por ello aparecer como un intruso desagradable? ¿O
es que la comunidad cristiana de Roma estaba todavía en los comienzos de su constitución, por
lo que Pablo podía contar que sería bien acogido como un misionero que puede ayudar? Pero
frente a eso habla el hecho de que el estilo de la carta, con pretensiones teológicas, supone en los
fieles una experiencia cristiana en contacto con la Escritura y una cierta familiaridad con la fe en
Jesucristo.
Según 1,8 incluso se habla «en todo el mundo» de la fe de la Iglesia romana. Además,
Pablo se habría opuesto a su principio fundamental misionando en la comunidad de Roma. Pues,
concretamente en 15,20, el Apóstol asegura de forma explícita que ha tenido a gala «anunciar el
Evangelio, pero no allí donde el nombre de Cristo ya había sido invocado, para no edificar sobre
cimiento ajeno». Cosa a la que, en opinión del Apóstol, no contradice intentando ahondar más un
determinado aspecto de la fe de la Iglesia. Así, al final de la carta (15,15) dice: «Os he escrito...
como para avivar vuestros recuerdos.» No quiere edificar sobre cimientos echados por otro, pero
sí quiere «recoger... algún fruto» (1.13) entre los cristianos de Roma.
Por lo demás, Pablo es consciente de que su misiva a los cristianos de la capital del
imperio representa una cierta audacia. «Os he escrito con cierto atrevimiento» (15,15). Pero, en
el fondo, para él no se trata de ninguna cuestión de competencia, sino de una consecuencia
emanada del encargo que, como Apóstol, ha recibido del Señor (cf. 15,15s). «Yo me debo tanto a
griegos como a bárbaros, a sabios como a ignorantes» (1.14). Como predicador itinerante quiere
también llegar hasta Roma, y como tal puede esperar que será bien acogido. Dado que en el
marco del Mediterráneo oriental ya no tiene campo de trabajo, ahora se siente empujado hacia
Occidente. De camino hacia España querría también visitar Roma y allí espera encontrar para
sus ulteriores viajes misioneros una cabeza de puente desde la que poder evangelizar cada vez
más (cf. 15,22-24).
Es desde el punto de vista misional de Pablo desde donde en definitiva hay que entender la
larga carta a los Romanos. No sólo le interesa predicar su Evangelio también en Roma, sino
sobre todo familiarizar oportunamente a la Iglesia romana con su programa y su predicación
misionera. Aun cuando las explicaciones de la carta a los Romanos puedan presentar cierto
carácter sistemático y aunque Pablo haya podido tener ante los ojos, de modo muy particular, el
problema de la Iglesia y la sinagoga, lo cierto es que el tono fundamental de su carta es la
predicación misionera.
De ahí que la importancia de la carta a los Romanos pueda descubrirse en el hecho de que
pone de manifiesto la unidad intrínseca entre vocación y predicación misionera. Pablo se sabe
acreditado por el Señor como Apóstol ante la Iglesia de Roma, en cuanto que expone su
Evangelio que piensa seguir predicando también en Occidente. Con ello vuelve a hacer
exactamente lo que ya había hecho, según Gál 2,2, ante la comunidad de Jerusalén: les expone el
Evangelio que predica entre los gentiles. Por ahí debería conocer la comunidad de Roma la
misión que, según Gál 2,7-9, se le había confiado entre los «incircuncisos» 3.
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Recuérdese especialmente el incidente de Antioquía y su exposición en Gál 2,11-14. Puesto
que Pablo sabe que la comunidad cristiana de Roma es una comunidad constituida por cristianos
procedentes del judaísmo y de la gentilidad, aunque sin conocerla con detalle, es evidente que el
Apóstol ha debido sentirse inclinado a suponer en ella problemas y dificultades parecidos a los
que se daban en otras Iglesias mixtas del Próximo Oriente (Antioquía. Galacia, Filipos). Así se
explica que exponga también aquí, solo que en forma más equilibrada y profunda, el mensaje de
las exigencias exclusivas de la gracia y de la libertad, que ya había expuesto por primera vez, y
con ocasión de una polémica, en la carta a los Gálatas. 3. Según Gál 2,10, entre los acuerdos de
Jerusalén relativos a la misión entre los gentiles, se le recordó también a Pablo que no olvidase a
los pobres de aquella Iglesia. Encargo que Pablo siempre consideró como un símbolo de la unión
entre las Iglesias. Es significativo en este sentido que también en Rom 15,25-28, y en conexión
con sus planes misionales, aluda Pablo a la colecta «en favor de los pobres que hay entre los
santos de Jerusalén». O ¿acaso es otro el propósito especial de Pablo en ese pasaje?
2. EL TEMA DE LA CARTA
ENCABEZAMIENTO
Rm. 01/01-07
a) Su vocación (1,1)
1 Pablo, esclavo de Jesucristo, llamado a ser apóstol, elegido para el Evangelio de Dios, ...
b) Su Evangelio (1,2-4)
2... Evangelio preanunciado por medio de sus profetas en las Escrituras santas 3 acerca de
su Hijo -nacido del linaje de David según la carne; 4 constituido Hijo de Dios con poder, según el
espíritu santificador, a partir de su resurrección de entre los muertos-, Jesucristo nuestro Señor; ...
Con unas breves pinceladas describe Pablo el Evangelio a cuya proclamación ha sido
llamado. Y concretamente el v. 2 empieza por aclarar con mayor precisión la pertenencia del
Evangelio a Dios. Con ello el Evangelio de Pablo se demuestra como el «Evangelio de Dios»,
puesto que había sido preanunciado en el sentido de que lo vaticinado en tiempos precedentes lo
proclama ahora Pablo. La referencia a los profetas «en las santas Escrituras» no hay que
entenderla de una forma tan literal que debamos preguntarnos cuáles son los profetas y cuáles los
escritos del Antiguo Testamento en los que Pablo piensa. El Antiguo Testamento no aparece
todavía aquí como contrapuesto al Nuevo; se trata más bien del vaticinio profético hecho por
Dios y que precede al acontecimiento de Cristo. Es evidente que ambas cosas son hechos de
revelación. Pero no constituyen más que un hecho revelador; porque el que Dios haya hecho
vaticinios en las Escrituras por medio de los profetas, sólo puede afirmarse según Pablo desde la
experiencia creyente de la hora actual, y justamente desde el acontecimiento de Cristo. Así pues,
el preanuncio del Evangelio no se refiere tanto a determinados vaticinios del Antiguo Testamento
cuanto al origen y principio del Evangelio en Dios, con anterioridad a todo el curso de la
historia. En cuanto a su contenido el Evangelio se define por Jesucristo. Los versículos 3 y 4
describen este nexo con ayuda de una confesión de fe del cristianismo primitivo 6. En ambos
incisos -«nacido... constituido...»- se reconoce con toda claridad una construcción paralela En
ellos se habla de Cristo desde dos aspectos: nació como hijo de David, y ahora está constituido
Hijo de Dios en poder, y ciertamente que «a partir de su resurrección de entre los muertos». Esto
último no significa una limitación de su dignidad de Hijo de Dios, sino que el dato «a partir de su
resurrección» se refiere más bien al ejercicio pujante de su dignidad. La doble afirmación de que
Jesús es hijo de David e Hijo de Dios no es una afirmación desligada, sino que el segundo
miembro supone el primero, como lo evidencia la misma oposición entre «carne» y «Espíritu».
Estas dos palabras describen la existencia terrena y pasada de Jesús y su existencia celestial y
escatológica. Es digno de notarse que Pablo mejora y completa por su parte los títulos
cristológicos contenidos en esta doble afirmación tradicional: «Jesucristo nuestro Señor.»
Además a la doble afirmación hace preceder la designación «su Hijo».
Mas esta sobrecarga del período no debe llamar a engaño, porque a Pablo no le interesa
una descripción lo más detallada y amplia posible de la dignidad de Jesús, sino que trata, ante
todo, del acontecimiento cristiano escatológico. El verdadero contenido de toda la revelación
cristiana lo constituye el hecho de que el Jesús de nuestra profesión de fe es el Cristo, en quien el
mundo alcanza su salvación y que ya ahora ejerce su soberanía en medio de su comunidad
creyente.
¿Cómo llega Pablo a hacer estas afirmaciones concentradas y densas ya en las primeras
líneas de su carta, cuando no deberían ser otra cosa que un saludo a los destinatarios? Es
evidente que aun en una palabra de saludo Pablo no puede dirigirse a sus lectores más que desde
Cristo. Cristo es la única fuerza que le empuja, y no puede dejar de hablar de él. Pero también
cuenta esto para descubrir la conexión. Pablo no habla simplemente del Evangelio, sino de su
vocación al Evangelio. Al presentar el Evangelio, el Apóstol se está presentando a sí mismo. La
causa de Jesús es su causa. Por eso no hay que ver en los versículos 3 y 4 un mero anticipo del
contenido de su Evangelio, que después desarrollará en su carta, sino un primer encuentro,
aunque muy intenso, con su Evangelio, que ha preparado con interés y que aquí presenta de
acuerdo con la profesión de fe cristiana general. De este modo Pablo se adelanta a defender su
Evangelio contra cualquier sospecha de esoterismo y arbitrariedad.
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6. En numerosos pasajes de la carta a los Romanos hemos de suponer tradiciones del
cristianismo primitivo anteriores a Pablo, sin que éste lo haga notar expresamente; así sobre todo,
en 3,24-26; 4,24s; 10,9s.
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5 ...por quien hemos recibido la gracia del apostolado, para conseguir, a gloria de su
nombre, la obediencia a la fe entre todos los gentiles, 6 entre los cuales estáis también vosotros,
llamados por Jesucristo, ...
7a a todos los amados de Dios que estáis en Roma, llamados a ser santos.
3. BENDICIÓN (1 ,7b)
7b Gracia y paz a vosotros de parte de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo.
Pablo se acomoda a la forma judía del saludo epistolar7; pero lo transforma según su modo
característico. La primera palabra del saludo subraya el acontecimiento de la gracia por el que
Dios se vuelve al hombre. A través de este acontecimiento fundamental de la gracia, que tiene
lugar en la muerte y resurrección de Jesús, se comunica la paz, precisamente como don
simultáneo «de parte de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo». La bendición cristiana,
expresada así por Pablo, es la transmisión de los bienes escatológicos de la salvación bajo la
forma de un deseo. No se trata de un simple deseo que a nada compromete, sino que por su
origen proclama una realidad.
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7. La fórmula del saludo judío se encuentra, por ejemplo, en el Apocalipsis siríaco de
Baruc 78,2. En el NT se ha conservado sin contaminaciones en Judas 1,2. Y todavía se deja sentir
en Gál 6,16, en que el Apóstol invoca «paz y misericordia» sobre la Iglesia, sobre «el Israel de
Dios». Véase también 1Tm 1,2; 2Tm 1,2; 2Jn 1,3.
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INTRODUCCIÓN
1,8-17
El saludo formal ha terminado. Y Pablo se dirige ahora de modo directo y en la forma más
apremiante posible a los destinatarios. Debe crear todavía un lazo, y empieza por establecerlo en
la forma convencional con que alaba a la comunidad cristiana de Roma: Vuestra fe es conocida
en todo el mundo. Este es el fundamento de la acción de gracias a Dios; a la acción de gracias
sigue la plegaria y petición. Pablo ha orado siempre porque le fuese posible ir a Roma. Los
versículos 11-15 expresan desde diversos ángulos el propósito que Pablo persigue. En el v. 14
señala como verdadero fundamento la obligación misionera que le incumbe. De toda la sección
que forman los v. 8-15 se saca la impresión de que Pablo busca un contacto que hasta entonces
no existía.
El hecho de que al saludo introductorio siga una acción de gracias responde al estilo
epistolar antiguo. El autor de una carta asegura al destinatario que da gracias y ruega por él a los
dioses. La acción de gracias de Pablo en el v. 8 tiene casi un carácter litúrgico. Puede
compararse, por ejemplo, con la forma fundamental de nuestra plegaria eucarística: acción de
gracias a Dios por Jesucristo indicando la razón o motivo. Pablo habla aquí de mi Dios,
enlazando así con el estilo orante de los Salmos. En cualquier caso la expresión no significa
ningún exclusivismo en las relaciones religiosas con Dios, sino que de modo parecido a los que
ocurre con el giro «mi Evangelio», se pone de manifiesto la conciencia singular que el Apóstol
tiene de su misión. Es precisamente el Dios que le ha llamado, con quien le liga una relación
especial y en la que puede introducir sin más a sus destinatarios (cf. 1,7 «Dios nuestro Padre»).
La acción de gracias de Pablo se refiere a la comunidad cristiana de Roma: «todos vosotros.»
Aunque personalmente no la conoce, o sólo en una parte mínima, conoce su fe, pues ésta es ya
conocida «en todo el mundo». La palabra que Pablo emplea aquí da a entender que esa fama y
conocimiento es un acontecimiento anunciador. La fe a la que la Iglesia de Roma ha llegado es
una fe salvadora, no sólo porque con ella alcanzan los creyentes la salvación, sino también
porque la fe de los creyentes apunta a Jesús como origen de la salvación. Esa fe viene
proclamada por los creyentes, o mejor, a través de su vida determinada por la fe.
Al comienzo del v. 9 hay una protesta solemne con la que Pablo expresa una vez más sus
peculiares relaciones con Dios. Invoca a Dios como testigo de que en sus oraciones piensa
constantemente en la comunidad romana. Dios conoce sin duda sus esfuerzos por anunciar el
Evangelio. A los ojos de Pablo su ministerio de heraldo es una forma de culto en toda regla. En
12,1 utiliza este concepto para hablar de la nueva forma de culto de los cristianos en la vida
cotidiana (cf. también Flp 3,3). Pablo cumple su servicio de pregonero, a través del cual la
palabra de Dios quiere llegar a los gentiles, siempre como un acto de culto delante de Dios. La
indicación de «en mi espíritu» o «con mi espíritu» no significa por de pronto una interiorización
o espiritualización de este culto. El sentido de la expresión resultaría mucho más claro
traduciendo «a través de mi persona». El ministerio que el Apóstol desempeña, lo realiza
aportando toda su contribución personal.
En sus oraciones Pablo piensa «incesantemente» en la comunidad. Este pensamiento, en el
que se expresa la responsabilidad y preocupación del Apóstol por «todas las Iglesias» (2Cor
11,28), se orienta ahora principalmente a lograr su deseo de visitar la comunidad de Roma. Por
lo demás, Pablo sabe que esto no depende sólo0 ni en primer término de sus planes y propósitos,
sino de «la voluntad de Dios». Este giro no debería entenderse de forma demasiado precipitada
en un sentido edificante. Lo que aquí piensa Pablo es de naturaleza mucho más honda: si en sus
viajes misioneros llega a Roma, con ello no hace más que cumplir la voluntad salvífica de Dios;
pues Dios quiere que su Apóstol proclame sin cesar y por todas partes el mensaje de salvación.
11 Pues estoy anhelando vivamente veros, para comunicaros algún don espiritual con el
que quedéis fortalecidos, 12 o mejor, para que, en vuestra compañía, mutuamente recibamos
aliento, por medio de la fe que nos es común tanto a vosotros como a mí. 13 No quiero que
ignoréis, hermanos, que muchas veces me propuse llegar hasta vosotros, para recoger también
entre vosotros algún fruto, al igual que entre los demás gentiles; pero hasta ahora me ha sido
imposible. 14 Yo me debo tanto a griegos como a bárbaros, a sabios como a ignorantes; 15 así
que, por lo que a mí toca, deseo vivamente proclamar el Evangelio también entre vosotros, los de
Roma.
Su deseo de llegarse hasta Roma lo funda Pablo en que podría comunicar a los fieles de
allí algún «don espiritual». Qué entiende en concreto por tal don, no lo dice aquí. Pero en el v. 15
habla claramente de que desearía anunciar también el Evangelio en Roma. De todos modos es en
esta dirección en la que hay que buscar la imagen más precisa que el Apóstol tiene del don que
quiere comunicar. Es siempre un don otorgado por el Espíritu para edificación de la Iglesia de
los creyentes. A lo cual contribuye Pablo con su predicación. Mas semejante colaboración no es
unilateral. Como predicador desea también su propia edificación personal a través de la fe de la
comunidad. Tal propósito no debería entenderse sólo como una manifestación táctica de Pablo a
fin de no aparecer demasiado importuno a una comunidad que todavía no le es familiar. En su
predicación misionera Pablo se ve más bien como un recipiendario. Entre el Apóstol y la Iglesia
median unas relaciones de comunicación.
El verdadero propósito de Pablo, es sin duda, el de «recoger algún fruto» en Roma al igual
que entre los demás gentiles (v. 13). Con ello expone Pablo sus ulteriores propósitos misioneros.
Lo que ahora le arrastra hacia Roma responde a su tarea apostólica. Pablo se debe a todos (v. 14),
cualquiera que sea su procedencia, su grado de formación y la apertura a la predicación de Pablo.
No depende, pues, de su capricho el ir o no ir a Roma. Está bajo la exigencia ineludible del
Evangelio, a cuya disposición se pone por completo. Por lo mismo, Pablo no anuncia una visita
privada, sino su futuro plan misionero que, sin duda alguna, no se limita a Roma sino que se
extiende a todo el occidente del imperio (cf. 15,24). Por este camino quiere también anunciar el
Evangelio en la Iglesia de Roma, no como entre gente que todavía no crea, sino a fin de ganar
apoyo para su causa entre los cristianos de Roma, y desde esa comunidad avanzar hacia el
mundo desconocido de los pueblos gentiles. 16 Porque no me avergüenzo del Evangelio, ya
que es poder de Dios para salvar a todo el que cree: tanto al judío, primeramente, como también
al griego.17 Pues, en el Evangelio, se revela la justicia de Dios partiendo de fe hasta consumarse
en fe, según está escrito. «El justo vivirá de la fe» (Hb 2,4).
Pablo acaba de hablar de su propósito de anunciar el Evangelio también en Roma, y en
seguida empieza con el anuncio en el v. 16; pues, así se debe entender el breve desarrollo
temático de su Evangelio en estos dos versos. También la trama posterior de la carta permite
conocer que Pablo quiere exponer ya ahora su Evangelio sin esperar a encontrarse en Roma. Sus
fórmulas son muy concisas y de un énfasis evidente. Las distintas afirmaciones parciales del v.
16s se conjuntan en el tema «Evangelio». Lo que Pablo entiende por «Evangelio» lo desarrolla
en frases sueltas: «Es poder de Dios... en el Evangelio se revela la justicia de Dios...» Este
desarrollo preliminar del Evangelio paulino define el tema principal de toda la carta.
¿Por qué declara Pablo abiertamente que no se avergüenza del Evangelio? ¿Qué razón
podía tener para avergonzarse del Evangelio? ¿O es que había en la Iglesia romana quienes se
avergonzaban del Evangelio? Si Pablo destaca en seguida el «poder» oculto y representado en el
Evangelio, es evidente que el mismo Evangelio ofrece el motivo de su desconocimiento y hasta
para avergonzarse de él. Aquí hay que recordar lCor 1,18, en que define el Evangelio como «la
palabra de la cruz»: para quienes se pierden es una necedad, mas para quienes son salvados es
poder de Dios. Con ello se expresa la crisis que provoca el Evangelio. Ni por su contenido -que
es la palabra de la cruz-, ni por su proclamación, ni por sus pregoneros, es la imponente y
reveladora fuerza de Dios que arrastra al hombre a su aceptación más que a rechazarlo.
Precisamente a los «griegos» y a los «sabios» (v. 14) el Apóstol debió decirles que no había que
escandalizarse por un Evangelio que no es sino el mensaje de un redentor crucificado. A los ojos
del hombre el Evangelio es algo débil e inerme, pero desde el punto de vista de Dios es poder y
fuerza para salvar. Pablo se ha consagrado a una empresa desesperada -humanamente
desesperada-, cual es que la causa de Dios se imponga realmente entre los hombres. Lo hace, sin
embargo, pasando por ello como un insensato a los ojos del mundo: «Nosotros, insensatos por
Cristo, vosotros, sensatos en Cristo; nosotros débiles, vosotros fuertes; vosotros estimados,
nosotros despreciados» (/1Co/04/10). Pablo presenta su Evangelio como una causa de Dios, no
como una sabiduría humana. Para escucharlo se precisa siempre la misma buena disposición que
para creer. Y se lo ofrece ahora a los romanos porque quiere anunciarles ahora el mensaje de la
acción de Dios.
Al suscitar la fe en el hombre, el Evangelio se muestra como un acontecimiento salvador,
y justamente como la acción poderosa de Dios para redimir a la humanidad prisionera de su
pecado. Mientras el Evangelio proclama esa acción redentora de Dios, esa acción divina se
realiza históricamente en el hombre para su salvación. En la fe experimenta éste la salvación
como una relación nueva con Dios. Pablo entiende la fe no tanto como una condición que el
hombre ha de llenar para obtener la salvación, sino como la forma con que el hombre participa al
presente en la obra salvífica y escatológica de Dios. De acuerdo con esto el Apóstol sabe que
todos los hombres están llamados a salvarse. El universalismo de la salvación es una
consecuencia esencial de su Evangelio. Pese a una cierta ventaja de los judíos en la historia de la
salvación («al judío primeramente»), ahora la llamada del Evangelio se dirige a todos por igual,
judíos y gentiles. Pues, por Jesucristo, cualquier antiguo derecho a la salvación se revela como
transitorio, al tiempo que queda sin vigor. Y es que la salvación se otorga a todos sólo a modo de
don gratuito, sólo por la fe. El acontecimiento de Cristo se expresa en el v. 17 y de una forma que
sorprende a primera vista. No hay duda de que, para Pablo, la muerte y resurrección de
Jesucristo constituyen el núcleo de la realidad del Evangelio; pero el nombre de Jesús, que en los
versículos 1-8 aparece hasta cinco veces, no se menciona para nada en este contexto. No
obstante lo cual, en el v. 17 habla de Jesucristo cuando hace una última referencia fundamental al
Evangelio, pues la justicia de Dios se revela en él.
En la tradición veterotestamentaria y judía la justicia se entiende como el ser y el obrar
adecuados del hombre delante de Dios. De importancia decisiva es la reinterpretación del
concepto que ahora hace Pablo. Según ella, el hombre no puede en modo alguno exhibir ante
Dios su derecho como una exigencia. Si se habla de un ser y de un obrar justos del hombre ante
Dios, esa justicia y derecho no pueden ser otros que el derecho de Dios. Así pues, y para decirlo
brevemente, la justicia de Dios no es más que la acción justa de Dios frente al hombre por la que
crea en éste la justicia. Lo cual sucede en el acontecimiento cristiano, cuya expresión histórica
ponen de manifiesto la muerte y resurrección de Jesús. Pablo desarrolla su mensaje desde la
revelación de la justicia de Dios en el cuerpo de la carta, especialmente en Rm 3,21-26. Aquí, en
1,17, se trata de momento de una primera indicación sucinta del tema.
La «justicia de Dios» quiere decir, por tanto, que en el acontecimiento salvífico
proclamado por Pablo, Dios es el actor y agente por antonomasia. Esto es lo que confirma ahora
directamente con una cita de la Escritura. Pues, si a la fe en Jesucristo hay que atribuirle ese
alcance salvador decisivo, esa fe sólo puede provenir de Dios. Por ello se remite Pablo a la
promesa divina que se encuentra en Hb 2,4b: «El justo vivirá de la fe» Pablo argumenta con la
historia de la promesa a fin de revelar el verdadero y supremo fundamento del acontecimiento
cristiano: Dios. Es Dios quien se afirma plenamente en el mensaje del tiempo actual y, con ello,
en la fe de los creyentes.
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Parte primera
En 1,15-17 hemos visto cómo el tema central que preocupa a Pablo es la proclamación del
Evangelio y el consiguiente acontecimiento de la salvación. Y esto es lo que expone la carta, a
renglón seguido, en un doble aspecto:
I. Con el Evangelio se descubre a los hombres su verdadera situación: como humanidad
pecadora han incurrido en la ira de Dios (1,18-3,20).
II. Mas con el Evangelio se les anuncia también y se ofrece a todos los hombres la
salvación, como salvación que Dios hace posible y otorga (3,21-4,25).
Estos dos órdenes de ideas se relacionan entre sí y constituyen una afirmación unitaria.
Para nosotros es muy importante saber que los conceptos de «pecado», «impiedad» e «ira de
Dios» hay que entenderlos en un sentido universal y estrictamente teológico. Según Pablo son
los rasgos que caracterizan la situación de la humanidad en general antes de la revelación de la
gracia de Dios en Jesucristo. Si decimos: «antes de la revelación», no debe entenderse sólo
respecto del tiempo, sino también de la realidad objetiva; ello quiere decir que con ello nos
referimos a todos aquellos casos en que el Evangelio no ha llegado ni ha sido aceptado de hecho.
Del mismo modo las expresiones «impío», «impiedad», harto frecuentes en lo que sigue, no
deberán entenderse como un juicio moral, sino como evocando un estado de cosas anterior a la
revelación cristiana Más erróneo aún sería confundir estas expresiones con lo que hoy
entendemos por ateísmo en sus divessas formas. Esto hay que tenerlo muy en cuenta para las
perícopas que siguen si se quiere entender bien a san Pablo.
18 Porque se revela la ira de Dios desde el cielo contra toda impiedad e injusticia de unos
hombres que injustamente retienen cautiva la verdad.
En este versículo no se puede pasar por alto el paralelismo formal que presenta con el
versículo anterior. A dicha analogía con el v. 17 responde el emparejamiento de las dos
«revelaciones», la de la justicia de Dios y la de la ira de Dios en el juicio. Por aquí puede ya
reconocerse que tratará de esta ira como reverso de la justicia divina. Si la ira de Dios sobre el
pecado de los hombres representa el tema de esta sección, en el v. 17 se le ha antepuesto de
forma inequívoca el verdadero tema del Evangelio, en el que «se revela la justicia de Dios». A
partir del Evangelio se detiene Pablo primeramente en el pasado de la humanidad para mostrarle
el espejo en que puede reconocerse con su historia funesta. Así, la predicación de la ira de Dios
no es más que un aspecto de la vasta revelación de Dios en el Evangelio, y que además sólo se
comprende desde el Evangelio. Al igual que la proclamación del Evangelio, también el juicio
airado de Dios acontece en el tiempo presente de los oyentes. Lo que aquí hace el Apóstol
pertenece a su labor de pregonero del Evangelio: descubrir a la humanidad su verdadera
situación y ponerla bajo el juicio de Dios.
La ira de Dios se ejerce sobre todas las perversidades de los hombres. A la luz de la
revelación de Dios en el Evangelio, aparece el pecado del hombre en su auténtica «verdad»,
como la «impiedad» y la «injusticia» humanas. Que el hombre es «impío» no se echa de ver
porque no reconozca expresamente a Dios. La impiedad del hombre, a la que Pablo se refiere, es
más profunda. Que el hombre esté sin Dios significa que está sin el Dios viviente. La existencia
del hombre «impío» es una existencia que termina en la muerte. Su hundimiento en la muerte se
refleja en su conducta y, ante todo y sobre todo, en su alejamiento de Dios. Su impiedad es al
mismo tiempo su injusticia, en cuanto que al separarse de Dios trastorna también el derecho. Y
aquí cabría preguntar: ¿Qué derecho? ¿el de Dios o el del hombre? ¡Uno y otro! porque el
derecho de Dios es también el derecho del hombre. Cuando el hombre obra lo que es justo,
también Dios le da lo suyo. En Dios tiene el derecho del hombre su fundamento más profundo.
El estado de cosas por lo que a la perversión del derecho se refiere, lo pone singularmente de
relieve nuestro versículo: los hombres oprimen la «verdad», es decir, la verdad del ser humano,
en la que se incluye también la coexistencia humana. Esa verdad, contra la que se alzan los
hombres, no es en definitiva otra que la verdad personal del mismo Dios viviente. Y como el
Dios viviente se muestra precisamente ahora en el Evangelio, pues su verdad aparece en éste
como una instancia crítica, a la que el hombre ya no puede escapar.
19 Puesto que lo que puede conocerse de Dios está manifiesto entre ellos, ya que Dios se
lo manifestó. 20 En efecto, desde la creación del mundo, lo invisible de Dios, tanto su eterno
poder como su divinidad, se hacen claramente visibles, entendidas a través de sus obras; de
suerte que ellos no tienen excusa.
Pablo intenta ahora dar un motivo al hecho de la ira antes indicado. Para ello se remonta
un poco más. Recuerda lo conocido y evidente, es decir el conocimiento general de Dios. Se
supone la revelación del Creador en sus criaturas. Lo «invisible» de Dios se reconoce en su
creación, concretamente su «eterno poder como su divinidad». Sin duda que en este pasaje Pablo
está especialmente influido por la espiritualidad helenística de su tiempo, tanto en la selección de
las palabras como en sus imágenes. Esto lo demuestra ya la misma alusión a las propiedades de
Dios, su «eterno poder» y su esencia divina8. Mas no por ello puede afirmarse sin más que Pablo
dependa de una doctrina griega de Dios. La idea de creación apunta más bien y simultáneamente
al trasfondo veterotestamentario y judío de su predicación9.
Sin embargo, Pablo no da en nuestro pasaje una exposición temática del problema del
conocimiento natural de Dios. Piénsese sobre todo que lo que aquí hay que demostrar es la
inexcusabilidad de los hombres. De ahí la importancia de que Dios se manifiesta de hecho, en
cuanto como Creador se ha revelado en su creación, la importancia de que este manifestarse de
Dios no haya llevado a los hombres al reconocimiento de la verdad; es decir, de sus verdaderas
relaciones con el Creador. De este modo la manifestación de Dios se convierte para los hombres
en deuda culpable.
...............
La palabra griega correspondiente a «eterno» aparece en el NT sólo una vez más en Jd 6.
En cuanto a su significado, la pal abra griega aplicada a Dios quiere decir que Dios no tiene
principio ni fin. Tampoco en Israel faltan huellas en favor de una existencia «eterna» de Dios;
pero el concepto pone sobre todo de relieve la fidelidad y constancia de su Dios que actúa en la
historia del pueblo de la alianza.
9. Hay que referirse concretamente a textos como Sab 13,1-9; ApocBar (siríaco) 54.17-19 y
Oráculos Sibilinos 3,6-10. Estos escritos, aun cuando hablan de la cognoscibilidad del Creador
por parte de su creación, permiten a su vez descubrir la influencia que en ellos ha ejercido el
helenismo contemporáneo. Por lo mismo, será necesario entender a Pablo sobre el trasfondo de
una tradición doctrinal judía apocalíptica con influencias helenísticas.
...............
21 Pues habiendo conocido a Dios, no le dieron gloria como a tal Dios ni le mostraron
gratitud; antes se extraviaron en sus varios razonamientos, y su insensato corazón quedó en
tinieblas. 22 Alardeando de ser sabios, cayeron en la necedad, 23 pues cambiaron la gloria del
Dios incorruptible por la representación de una figura de hombre corruptible, de aves,
cuadrúpedos y reptiles.
Todos los hombres son inexcusables ante Dios. En pro de esta tesis aduce ahora Pablo una
segunda razón más concreta: de hecho han conocido a Dios, pero no le han dado la gloria, sino
que pervirtieron el culto divino en un culto a los ídolos.
Del conocimiento de Dios debía seguirse el verdadero culto. Glorificar a Dios y darle
gracias es la forma natural con que el hombre realiza su humanidad delante de Dios, puesto que
se debe a Dios. Mas no es éste precisamente el caso. Con su conducta los hombres se
manifiestan más bien desagradecidos. Si, pese a todo, aún pueden seguir pareciendo «sabios», tal
sabiduría no puede engañar a los hombres acerca de su verdadera situación. Están obcecados, sus
corazones se han hundido en las tinieblas y se han hecho necios. Y esto lo evidencian con su
culto a los ídolos. Pablo tiene aquí sin duda ante los ojos ciertas formas de la religiosidad
pagana. Mas no la considera desde los puntos de vista de la historia de la cultura y de la religión,
sino que la enfoca como una perversión culpable de la verdad. En la idolatría no ocurre sino la
divinización de la criatura.
Las religiones paganas no se explican, pues, como estadios preliminares del verdadero
culto, ni como formas perdidas y ocultas de una relación auténtica del hombre con Dios, sino
como perversión de ellas. Que se reconozca la «gloria del Dios incorruptible» y que se trueque
(v. 25) es una prueba de la necedad de los «sabios». En la «gloria», el Dios creador se vuelve a
su criatura. Es la gloria de Dios que otorga vida y porvenir. Los hombres ocupan su lugar, de
forma caprichosa, con la representación plástica de su corrupción: hombres, aves, cuadrúpedos,
reptiles.
24 Por eso los entregó Dios a la impureza, a causa de los deseos de su corazón, hasta tal
punto que ellos mismos deshonraron sus propios cuerpos, 25 ya que habían trocado la verdad de
Dios por la mentira, y habían reverenciado y dado culto a la criatura en lugar del Creador, el
cual es bendito por los siglos. Amén.
Pablo empieza por repetir aquí el comienzo del v. 24 Con ello adquiere un renovado
énfasis la manifestación del juicio en el hecho mismo de que los hombres hayan pervertido la
creación. De una forma más detallada y categórica que antes describe ahora esa perversión como
un capricho sexual de los hombres.
No es ciertamente casual que el Apóstol demuestre la perversión moral de los hombres con
el ejemplo del desenfreno sexual. Sin duda que ha debido encontrar abundante material de
prueba en las costumbres de su tiempo. Y Pablo intenta explotarlo para sus propósitos de
predicador. Su juicio sobre los desórdenes señalados hay que entenderlo desde el trasfondo de las
concepciones de su tiempo y de su ambiente. Los coetáneos del Apóstol, de formación
helenística, conocían perfectamente los postulados éticos, para los que se encontraba un
fundamento en una ley obligatoria, análoga a la ley natural. Pero, junto a la exigencia de vivir
conforme a la naturaleza, aparecía siempre, como perfectamente compaginable, un afán
individualista por alcanzar una experiencia de felicidad, y por lo mismo el placer sexual más o
menos sublimado. Sin duda que en tiempos del Apóstol existía también una crítica contra los
excesos de la sociedad. Pero esa crítica permanecía fundamentalmente vinculada a la idea de
naturaleza. El juicio de Pablo, por el contrario, está determinado por la idea de creación. Si
externamente puede decirse que sigue la crítica de la apologética judía a las manifestaciones
paganas, la verdad es que no las afronta de un modo puramente ético. Pablo ve en esas
manifestaciones el fundamento de toda la perversión humana: el hombre ha olvidado que
Creador y criatura no pueden intercambiar sus papeles. De ahí que ahora, frente a los hombres
que se han olvidado de Dios, el Creador se revele entregándolos a sus pasiones, y recibiendo
éstos en sus deseos brutales la «merecida retribución». En consecuencia, Pablo ve ya operando
en la historia de la humanidad la «ira de Dios» (v. 18). En el presente, y en concreto con la
predicación del Evangelio, se revela la «ira de Dios» con su trascendencia escatológica.
28 Y como no se dignaron retener el cabal conocimiento de Dios, Dios los entregó a una
mentalidad reprobada, a realizar lo que no deben: 29 están repletos de toda suerte de injusticia,
de malicia, de codicia y de maldad; llenos de envidia, de homicidios, de riñas, falsía y mala
entraña; son difamadores, 30 calumniadores, aborrecedores de Dios, insolentes, soberbios,
fanfarrones, maquinadores de maldades, rebeldes a sus padres, 31 insensatos, desleales, sin
afecto, sin compasión.
Una vez más recuerda Pablo los fallos fundamentales de los hombres en los que
desembocan sus relaciones inadecuadas con Dios. Han reconocido ciertamente a Dios (v. 21),
pero le han negado la gloria que le corresponde como a Creador, perdiendo de vista la relación
esencial de su vida (eso es lo que significa el reconocimiento de Dios).
La acción judicial de Dios sobre los hombres penetra ahora toda la conducta de éstos. Y a
esa luz la humanidad entera tiene que aparecer necesariamente como una generación perversa.
Tal es el sentido del catálogo de vicios que Pablo aduce aquí 11. Mientras unas líneas antes
detallaba las manifestaciones antinaturales de la sexualidad, ahora teje una lista de actitudes y
conducta erradas. En ellas se cumple con necesidad irremediable el juicio de Dios. Eso es lo que
Pablo quiere probar; de ahí que no se pregunte si el hombre solamente obra mal o si sigue
habiendo siempre algo bueno en su acción. Como aquí no le interesa investigar teóricamente y
resolver en ese terreno la cuestión moral como tal, como ni tampoco la posibilidad de llevar una
vida moralmente buena, no encontraremos una respuesta satisfactoria a tales problemas. Esa
respuesta no se da ciertamente en Pablo ni en su visión supuestamente incompleta, sino que
interesa más bien a quien plantea la cuestión en un sentido que no encaja con el del kerygma
paulino. Pues, lo que aquí mueve a Pablo es la «verdad de Dios», y ésta apunta expresamente a
la posición de la humanidad entera: delante de Dios todos son pecadores. Esto es lo que deben
decirse todos los hombres. Por eso no tiene ya sentido preguntarse si alguien es más o menos
pecador. Con esta interpretación no es necesario ya precisar y explicar con detalle cada uno de los
veintiún conceptos que forman la lista de las deficiencias humanas. Como quiera que sea, Pablo
no se preocupa aquí de dar un cuadro completo histórico, cultural y ético de su tiempo.
...............
11. Catálogos de vicios parecidos se encuentran en Rm 13.13; 1Co 5,10s; 6,9s; 2Co 12,20s;
Ga 5,19-21 (al que en 5,22-23 se contrapone un catálogo de virtudes); Ef 4,31; Col 3,5.8; 1Tm
1,9-10; 2Tm 3,2-5; Tt 3,3. Catálogos de este tipo se dan también, fuera del Nuevo Testamento,
en los clásicos de la ética antigua, los estoicos. Mas Pablo no depende directamente de ellos sino
mas bien de posiciones judías en las que se deja sentir la influencia estoica, como podemos
reconocer especialmente en Sb 14,22-26; 4M 1-3 (sobre todo 1,27; 2.15) y en Filón.
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32 Los cuales, aun conociendo bien el veredicto de Dios, a saber, que son dignos de
muerte los que practican tales cosas, no sólo las hacen ellos mismos, sino que hasta aplauden a
quienes las practican.
Para terminar su acusatoria intenta el Apóstol darle una última condensación: todos éstos
que conocen las exigencias de los derechos de Dios -lo que quiere decir, que pecan a sabiendas
de que hay de por medio una sentencia capital- obran así a pesar de todo; pero no sólo actúan así
personalmente, sino que además asienten y aprueban a quienes tal hacen. En esta forma de
conspiración secreta o abierta contra su Creador se manifiesta finalmente la culpa de toda la
humanidad. Pablo no excusa ni defiende nada de cuanto antes ha expuesto, sino que lo pone todo
en el capítulo del debe. Aquí se evidencia que el anuncio del juicio que proclama el Apóstol no es
un informe desapasionado sobre el estado general de la humanidad delante de Dios. En su
predicación Pablo se convierte en el abogado de Dios. Pero al propio tiempo con la proclamación
de su Evangelio llega ya el juicio. Dios es juntamente acusador y juez. El Apóstol da entrada ya
ahora en su Evangelio a esta doble función. (_MENSAJE/06.Págs. 5-45)
6...«el cual retribuirá a cada uno según sus obras» (Sal 62,13): 7 a
quienes, siendo constantes en el bien obrar, buscan gloria, honra e
inmortalidad, les dará vida eterna; 8 pero a quienes, obstinándose en
la rebeldía y resistiendo a la verdad, se entregan a la perversión, los
hará objeto de ira y furor. 9 Tribulación y angustia para todo hombre
que se entrega al mal: tanto para el judío, primeramente, como
también para el griego. 10 Por el contrario, gloria, honra y paz a todo
el que practica el bien: tanto para el judío, primeramente, como
también para el griego.
En el juicio de Dios cuenta la misma medida para todos: a cada uno se le recompensará
según sus obras. Esta medida la establece Pablo de acuerdo con el tenor literal del Sal
62,13. De esa máxima de la Escritura no tanto se deduce un despersonalizador principio de
retribución establecido por Dios, sino más bien la sujeción de todos los hombres al único
juicio de Dios. Todos los hombres tienen conocimiento de tal medida; saben que lo que
importa es hacer las obras de Dios y que, de conformidad con ello, cada uno ha de esperar
la «vida eterna» o «ira y furor». Pablo pretende recordar aquí este conocimiento general y
la esperanza consiguiente. Para ello repite -con un propósito claro de impresionar- la suerte
contrapuesta de quienes obran mal y de los que obran bien, en los v. 9 y 10. Si Pablo pone
aquí ante los ojos el juicio según las obras, lo hace ciertamente no sólo para recordar un
principio ideal, sino con el fin de poner en claro, mediante la contraposición de la «vida
eterna», la «gloria», la «honra» y la «paz», de una parte, y de otra la «ira y furor», la
«tribulación» y la «angustia», aquello que cada uno puede ganar o perder ante el juicio de
Dios.
En estos versículos tampoco puede pasarse por alto que Pablo pretende dirigirse aquí de
modo particular a los judíos. Es sobre todo desde la primitiva experiencia misionera
cristiana con los judíos como las expresiones empleadas aquí adquieren todo su
significado. A este respecto son precisamente los judíos los que se han manifestado como
los litigantes, como los contradictores que recusan la obediencia de la fe a la verdad del
Evangelio. También por ello les alcanzará la ira de Dios antes que a los gentiles.
En todo este contexto Pablo quiere establecer que todos los hombres son pecadores y
todos están necesitados de la salvación de Dios. Con la máxima del v. 11 subraya una vez
más la validez universal de la acción de Dios frente a todas las pretensiones del judío. Este
v. 11 enlaza con los v. 1-3: en este orden de cosas el judío no está en mejores condiciones
que el gentil. Con ello se mantiene la tensión entre la primacía del judío en la historia de la
salvación y la universalidad del pecado. En esta tensión debemos ver, con el Apóstol, que
Dios con su acción escatológica en el Evangelio no olvida sin más la historia de los
hombres, sino que somete a juicio todas sus peculiaridades logradas en el curso de la
historia.
Ahora, los versículos 12 y 13 vuelven una vez más al tema de la universalidad del juicio,
enfocando concretamente el empecinamiento con que los judíos se aferran a su ley. La no
acepción de personas (v. 11) significa aquí también que no hay una acepción de la ley. La
ley no protege del juicio. Por ello los gentiles, que estaban sin ley y sin ella pecaron, se
pierden también sin la ley. En ese sentido, y a su manera, Pablo puede estar de acuerdo
con los judíos. Mas también los judíos, que poseen la ley -y que por ello conocen las
órdenes de Dios-, serán juzgados por la ley, lo cual quiere decir aquí que serán
condenados. Pues -agrega Pablo a modo de aclaración- no son los oyentes de la ley los
que son justos delante de Dios, sino que serán justificados los «cumplidores de la ley».
Es éste el primer pasaje de la carta a los Romanos en que Pablo utiliza la palabra
«justificar». Por el contexto resulta claro que se trata de una terminología forense; cosa que
es preciso no perder de vista para comprender el concepto en el contexto inmediato.
¿Cómo es que Pablo llega en el v. 13 a poner de relieve con tanto énfasis la importancia
de la acción humana, y con ella el cumplimiento de la ley, cuando por otra parte proclama
«que el hombre no se justifica por las obras de la ley, sino solamente por la fe en
Jesucristo» (Gál 2,16)? ¿No aparece en este pasaje de la carta a los Romanos, como en la
acentuación del juicio según las obras, que hemos visto en los versículos precedentes, un
resto todavía no reelaborado del pensamiento judío? Esta solución apenas puede satisfacer
cuando se tiene en cuenta todo el entramado de la predicación paulina. Rom 2 no presenta
una predicación del juicio independiente y yuxtapuesta al anuncio de la justificación, sino
más bien la predicación de Pablo sobre el juicio en el contexto de la justificación. Quiere
demostrar la severidad y universalidad del juicio de Dios, para sobre ese fondo destacar
con mayor relieve el cambio que el acontecimiento cristiano ha introducido en la salvación.
La máxima contenida en el v. 13, perfectamente judía en su significación, está superada por
la nueva posibilidad que se ha abierto en el Evangelio.
La diferencia, real en sí, entre judíos y gentiles queda allanada de cara al juicio de Dios.
En los v. 14 y 15 muestra Pablo una vez más -junto a una divagación que realmente no
continúa la demostración de la condición pecadora de los judíos- que incluso la posesión de
la ley representa una diferencia muy relativa entre judíos y gentiles; pues, si éstos, que no
tienen la ley, cumplen los mandamientos legales impulsados por su propia naturaleza, es
una buena prueba de que quienes carecen de la ley ellos mismos son su ley. El v. 15
desarrolla aún más estas ideas. El ejemplo de los gentiles demuestra que llevan escritas en
sus corazones las obras reclamadas por la ley.
No hay por qué discutir aquí si se trata sólo de una parte de los gentiles, es decir, de
algunos gentiles o del mundo pagano en general; ni es tampoco cuestión de precisar si
hacen todo lo que prescribe la ley mosaica. A Pablo lo que le interesa es la enunciada
supresión de las diferencias entre judíos y gentiles.
Por naturaleza cumplen los gentiles lo que la ley ordena; idea que se corresponde con la
del v. 15: en sus corazones llevan escritas las obras que impone la ley. Al igual que en 1,19
20, Pablo piensa aquí en la conexión íntima que vincula la criatura a su Creador. Es en la
realidad de la creación en la que descansa, por consiguiente, la posibilidad de que los
gentiles obren el bien como algo que la ley prescribe de forma positiva. Mas no deja de
sorprender que Pablo hable de que los gentiles cumplen así realmente; pero es evidente
que ello no afecta al estado general de pecado en que se encuentran los gentiles.
Junto con las exigencias de la ley escritas en el corazón, también la conciencia
desempeña una función de testigo. Es evidente que los «razonamientos con que se acusan
y defienden recíprocamente» hay que entenderlos aquí como una explicitación del
testimonio de la conciencia. La conciencia es, pues, una realidad que no se discute a los
gentiles. Su existencia se demuestra en que los gentiles no viven sin ley; mejor dicho, en
que «ellos mismos son su ley». La ley escrita en su corazón la experimenta el hombre
como
la voz de su conciencia. La conciencia es, por tanto, algo así como el lugar en que el
hombre acoge el precepto de Dios.
JUICIO/HOY: A modo de conclusión, Pablo vuelve a recoger la idea, expresada ya en el
v. 5 acerca del juicio que espera al judío, para poner una vez más a gentiles y judíos bajo el
juicio de Dios. El día en que se celebre el juicio, el «día de la ira» (v. 5), es el día final en
que acabará la actuación del hombre y se le exigirán cuentas de todas sus obras. Para
Pablo aquel «día» no es una fecha que haya que esperar para un futuro lejano, sino que es
una fecha escatológica que irrumpe ya en el presente. Y es que los acontecimientos últimos
han empezado ya con Jesucristo. Por lo dicho en 1,18 ya no es posible separar el juicio
airado de Dios de los acontecimientos escatológicos que condicionan el momento presente,
y retrotraerlo hasta un futuro indefinido. Precisamente la aclaración de que el juicio llega
«por medio de Jesucristo», «según mi Evangelio», da a entender que el juicio ya está en
marcha al presente. El Evangelio que Pablo proclama afirma ante todo que la historia de la
humanidad, cualquiera sea el modo en que se manifieste, está bajo el juicio de Dios.
...............................
Pablo continúa enfrentándose con el judío, y más en concreto con sus pretensiones y
ventajas. En toda la sección puede advertirse un esfuerzo por no burlarse a la ligera del
judío y por no aplastarlo con una acusación cerrada. Pablo contempla la situación del judío
con una visión matizada; teniendo en cuenta la historia de la salvación, es un hecho
manifiesto que no se puede negar un «primeramente» del judío frente al gentil.
Una enumeración en forma de lista, empieza con la alocución directa al judío que se jacta
del nombre mismo de judío, pues van anejas a tal denominación determinadas
pretensiones. Pablo empieza por dejar al judío en la conciencia de su propia estima sin
ironías de ningún género, para después atraparle de forma irremediable en su culpa real. El
timbre supremo de gloria lo tiene el judío en la ley. Todo lo demás, descrito en los v. 17-20,
no es más que el desarrollo de esta afirmación central. Con la posesión de la ley el judío se
asegura a Dios. Se siente ufano de su «Dios» con una cierta naturalidad, pues con la ley
tiene en sus manos el documento de la alianza divina. Por la ley conoce la «voluntad» de
Dios, aprendiendo así a juzgar lo que más importa. Y como conocedor de la voluntad
divina
por medio de la ley, entiende, penetra y tiene respuesta para las distintas situaciones de la
vida.
En el v. 19 hay un cambio de orientación en el recuento de los títulos gloriosos del judío,
apuntando en concreto hacia aquellos para quienes el judío debe ser algo, es decir, hacia
los gentiles. Se da por supuesto que todo aquello que el judío pretende poseer, no sólo
está destinado a los mismos judíos, sino también hacia quienes carecen de tales cosas.
Eso lo sabe el propio judío, de ahí que también él intente ganarse a los gentiles para la ley
y quiera hacer prosélitos. Los cuatro rasgos de los v. 19s describen con giros formulistas la
pretensión dirigente del judío: se considera guía de los ciegos, luz que alumbra en las
tinieblas, educador de los ignorantes y maestro de los menores de edad. Pablo utiliza aquí
la tradición veterotestamentaria y judía.
Hay que recordar una frase de Mt 15,14, donde Jesús dice de los fariseos: «son ciegos
que guían a otros ciegos». Que los «guías de ciegos» estén también privados de la vista
agudiza la situación funesta en que se encuentra Israel.
De hecho el judío sólo puede justificar tales pretensiones si, como asegura el v. 20b a
modo de conclusión, tiene «en la ley la expresión misma del saber y de la verdad». Con
ello
señala Pablo el núcleo del que se derivan los privilegios judíos. Como al principio del v. 17
aparecía la ley cual expresión de la conciencia judía, así aparece también en el v. 20, que
cierra este largo período. Por lo demás, Pablo utiliza los mencionados privilegios y
pretensiones en un sentido contrario, no para establecer y confirmar la posición
privilegiada
del judío, sino para poner más de relieve su inexcusabilidad.
Con el v. 21 subraya Pablo el «tú, que enseñas a otro»... enlazando así con el motivo de
jactancia del judío al que antes se ha referido de forma explícita. Con el «enseñar» reasume
el título de «maestro de niños» del v. 20, para desarrollar ad absurdum la pretensión del
judío. Tú, con todo y enseñar a los otros, ¿no te instruyes a ti mismo? Aquí se echa ya de
ver claramente adónde apunta Pablo: a desenmascarar la presunción de justicia del judío
invalidando así sus pretensiones. Remata con la misma fórmula estilística las tres frases
siguientes. En cada una de las tres preguntas menciona un pecado grave, por no decir un
verdadero crimen: proclamas que no hay que robar ¿y robas? Dices que no hay que
cometer adulterio ¿y lo cometes? Aborreces a los ídolos ¿y practicas el expolio de los
templos? Con esto último se señala una contravención singularmente grave. Los motivos
de
un judío para despojar un templo pagano podían ser de diversa naturaleza. Pablo sólo
señala aquí que la abominación que el judío ve en los ídolos pasa a la actuación y actitud
abominable del propio judío.
El v. 23 constituye una síntesis. La expresión clave es la transgresión de la ley. Con ella
aflora la contradicción que media entre la actitud jactanciosa del judío, que se funda en la
posesión de la ley, y su conducta práctica, que se define de forma clara y tajante como una
transgresión de la ley. Con ello se pone de manifiesto cuál es en definitiva la culpa del
judío: deshonra a Dios, lo que quiere decir que no observa el mandamiento primero y
fundamental del decálogo: hacer que Dios sea totalmente Dios.
Puesto que el nombre de Dios es blasfemado entre los gentiles, concluye Pablo
apoyándose en una cita de la Escritura. Dada la idea que tienen de sí mismos y dada su
conciencia misionera, la conducta de los judíos debía llevar al reconocimiento de Dios
entre
los gentiles. Pero aquí ocurre justamente lo contrario: el comportamiento judío es causa de
que se blasfeme el nombre de Dios entre los paganos.
Pablo empieza, como siempre que se dirige a tales interlocutores, por discutir
precisamente el problema de la circuncisión: pues, por lo que se refiere a la circuncisión,
sólo te aprovecha si observas la ley. Supone el Apóstol una conexión intrínseca entre ley y
circuncisión. Lo mismo ocurría ya en la carta a los Gálatas. Según Gál 5,3, todo hombre
que se deja circuncidar se compromete a «cumplir» la ley. Que la circuncisión sólo
aprovecha cuando se cumple la ley es «un principio que los doctores del rabinismo habrían
rechazado, pues para ellos la circuncisión como tal tenía fuerza para librar a todo israelita
del fuego del gehinnom y para convertirle en hijo del mundo futuro». La circuncisión se
entendía casi como un principio de salvación, porque representa, por sí sola, una parte
esencial del cumplimiento de la ley. Pablo no procede ciertamente ajustándose con detalle
al punto de vista judío. Mas su reproche apunta a la seguridad de la salvación que el judío
afirma, tanto por motivo de la circuncisión como de la ley. Lo que Pablo pretende es
justamente sacudir esta seguridad del judío al referirse de modo explícito al principio que
rige el mundo legal: la ley obliga a la práctica. Pero, por lo que a la acción se refiere, Pablo
ha establecido en la perícopa precedente que el hombre es un transgresor de la ley. «Pero,
si eres transgresor de la ley, el estar circuncidado viene a ser como si no lo estuvieras» (v.
25b); es decir, que nada te aprovecha la circuncisión, y no representa más que un vano
motivo de jactancia.
Lo que a Pablo interesa es remover de bajo los pies del judío el terreno de la falsa
seguridad en que se mueve. Por ello da ahora un paso más reasumiendo el enfrentamiento
con los gentiles al que ya se había referido en los v. 12-15. Allí incluso había podido
atribuir
a los gentiles, como gente «sin ley» por naturaleza, cierta observancia de la ley, que pone
de manifiesto que llevan escrito en el corazón lo que la ley exige (v. 15). Ahora bien, si los
incircuncisos cumplen de hecho las prescripciones jurídicas de la ley, ¿no atribuye el v. 26
a los incircuncisos todo aquello que la circuncisión convierte en título de honor? Pablo
piensa aquí sin duda en las promesas ligadas a la circuncisión. Le gustan las paradojas y
por ello su fórmula, quizás un poco retorcida, de que la incircuncisión se les imputa como
circuncisión. Quizás habría que decir con mayor exactitud: la observancia práctica de la ley
se les imputa como una circuncisión.
De este modo, y según el v. 27, los gentiles que «por naturaleza» son incircuncisos y que
no obstante cumplen la ley, acabarán por juzgar a los judíos, en razón del cumplimiento
objetivo de la ley, los cuales se muestran como transgresores de la ley, pese a tener la letra
de la misma y la circuncisión. Con ello, las relaciones entre judío y gentil, establecidas en
2,10, se invierten por completo. Como pasaje paralelo de los Evangelios se nos presenta Mt
12,41 ( = Lc 11,32; Q): «Los habitantes de Nínive comparecerán en el juicio con esta
generación y la condenarán.»
Enlazando con la sección precedente Pablo empieza por afrontar una vez más la cuestión
de la superioridad del judío y del valor de la circuncisión. Con ello se evidencia de nuevo
que a Pablo no le resulta nada fácil pasar por alto el «primeramente» (2,10) de los judíos
frente a los gentiles en la historia de la salvación, como podría dar la impresión una lectura
sobre el capítulo 2. Pese a toda la igualdad delante de Dios (cf. 2, 11), persiste y se
mantiene una ventaja objetiva de los judíos. En esa ventaja cuentan sobre todo las
palabras de Dios, es decir, las promesas hechas a Israel. Pablo respeta esta ventaja de
Israel frente a los gentiles. Pero ¿qué significa que en el pasado Dios haya hablado a
Israel? La peculiar elección de que el pueblo israelita ha sido objeto ¿representa una
posesión inamovible? Pablo no da al respecto ninguna respuesta definitiva, Como tampoco
termina la enumeración iniciada aquí. Pero, de acuerdo con el pensamiento del Apóstol,
hay
que establecer que hasta «las palabras de Dios» confiadas a Israel en el pasado, quedarán
anuladas si Israel no acoge al presente la palabra de Dios en el Evangelio, como su
revelación a todos los hombres.
Lo que Pablo no hace más que iniciar en el v. 2 lo continúa en 9,4, dentro de un contexto
distinto. Allí se replanteará, y de forma más detallada, la cuestión de la posición especial de
Israel.
«Las palabras», alusión a las promesas de Dios, dan motivo a Pablo para afrontar en el
v. 3 el problema de la fidelidad de Dios a sus promesas. Como en el capítulo 2 queda
establecido explícitamente que los judíos han sido infieles, toda vez que han violado la ley
¿podrá su deslealtad invalidar la fidelidad de Dios? Pablo escribe a propósito: «Si algunos
no fueron fieles...» ¿Supone esto una limitación? La idea no es ciertamente de que en el
pasado algunos miembros del pueblo de Israel hayan pecado, mientras que los demás no
tengan nada que reprocharse. En este sentido puede servir de ayuda una mirada a 11,25.
Como allí puede decir Pablo que «el encallecimiento ha sobrevenido a Israel parcialmente»
señalando con ello la negativa obstinada frente a la oferta de salvación escatológica que
tiene lugar en el Evangelio, así también habla en nuestro pasaje y en el mismo sentido de
que «algunos no fueron fieles», pues el «resto» ha obedecido de hecho al Evangelio en la
hora presente.
La conexión objetiva entre fidelidad de Dios e infidelidad de los judíos, supone la idea de
alianza que conoce el Antiguo Testamento. De acuerdo con ella la conducta desleal al
pacto de los judíos podía representar en el pasado un desligarse Dios de la palabra dada
como firmante del pacto. Mas Pablo rechaza esta idea. Lo que debe prevalecer, por el
contrario, es la veracidad de Dios, mientras que todos los hombres son mentirosos, por
decirlo con el Salmo 116,11. Sigue la prolongación de la misma idea con la sentencia
bíblica: «Para que seas declarado justo en tus palabras, y salgas triunfante cuando te
lleven a juicio» (Sal 51,6).
La conducta de los judíos desleal al pacto y contraria a Dios, se expone aquí por lo
mismo como un pleito forense. No puede caber duda alguna del sentido que tiene la
victoria
lograda al respecto. El triunfo de Dios consiste precisamente en la revelación de su
justicia.
La infidelidad del judío queda de manifiesto en un pleito con Dios. El resultado de este
proceso no sólo es la demostración de la culpabilidad del judío y de la inocencia de Dios,
de su veracidad, sino la prueba asimismo de la justicia de Dios en el sentido de una acción
salvadora y redentora.
En la premisa del v. 5 aparece de forma categórica el vasto alcance que tiene la culpa del
judío. Éste se encuentra en un proceso judicial frente a Dios, no sólo como representante
de su pueblo sino de toda la humanidad. De cara a la justicia de Dios la humanidad entera
no puede ciertamente hacer otra cosa que demostrar su injusticia profundamente
enraizada.
Mas ahora Pablo puede llegar a formular un principio contrario, como lo demuestra el
tenor literal del v. 5. Frente a la justicia de Dios no sólo resulta una pura injusticia cualquier
pretensión de la humanidad de llevar razón, sino que además las injusticias de los hombres
ponen de relieve la justicia de Dios. Esta fórmula no es lo bastante confusa como para
poder sacar la consecuencia de que Dios lleva razón; eso es lo que importa. Incluso suena
a exagerada la fórmula de que sólo se trata de la manifestación de la verdad de Dios en el
extravío humano (v. 7), de la manifestación de su gracia en el pecado general de los
hombres (v. 8). Pablo rechaza de su mensaje de la gracia esta consecuencia extremosa. Al
anunciar la justicia de Dios se trata de salvar al pecador perdido en su desvarío. Del
derecho de Dios no le nace al pecador ningún derecho para aceptarse como pecador, y ni
siquiera para permanecer en el pecado apartándose así de Dios para siempre.
Al abordar Pablo estas cuestiones en los v. 5-8 desarrolla en estilo forense, una disputa
entre Dios e Israel con independencia de la cita del Salmo que aparece en el v. 4. Las
conclusiones de los v. 5-8 no se refieren sólo al judío, sino que atañen al hombre en
general y muestran fundamentalmente el callejón sin salida en que se halla quien intenta
liberarse de Dios. De modo particular se alude la situación del pecador que pretende
enfrentarse con la ira de Dios en el juicio, con el Dios de las promesas. Con ello lo que
hace es ponerse una trampa a sí mismo; demuestra su insensatez y no comprende que el
Dios juez es también el Dios de la fidelidad y de la acción salvadora. Contra eso
precisamente se rebela el hombre acusado por Dios, sin que sepa que no hace sino
cerrarse a su propia salvación.
Dios alcanza al hombre en el último aprieto en que éste se mete y no precisamente como
alguien que está bien dispuesto a recibir la salvación. Pablo quiere decir que eso es lo que
ha ocurrido de hecho en la historia del hombre con Dios. Este aprieto del hombre como tal
sólo puede comprenderse de modo adecuado desde el acontecimiento cristiano. A esa
situación desesperada apunta ahora el Evangelio y dentro del Evangelio la acción
salvadora de Dios. Pero de esta concepción no se puede sacar ningún principio cómodo de
salvación que pueda manejarse a capricho. En contra de tal teoría se alza expresamente el
v. 8.
Sin duda que reparos parecidos se habían hecho a la predicación misionera de Pablo,
como citando palabras textuales: ¿No se sigue de tu predicación que hemos de obrar el mal
para que venga el bien? ¿No haces tú, Pablo, que la acción de la gracia dependa
precisamente de que se haya obrado mal? Aquí se echa de ver de dónde procede la
agitación que late en los interrogantes de los v. 5-7, y de suyo difíciles de entender. Son
preguntas que llevan ad absurdum. Pero al formular tales preguntas tiene ya Pablo ante
los ojos las objeciones que se hacen a su predicación misional y que él conoce muy bien.
Con ello reprueba el Apóstol una interpretación de su doctrina sobro la gracia según la cual
sería posible obrar el mal de propósito o al menos permanecer voluntariamente en el
pecado a fin de provocar el desbordamiento de la gracia de Dios. En todo este contexto
Pablo trata de la perdición del hombre en el pecado. Aquél, en cambio, que ha sido liberado
del pecado puede practicar la nueva obediencia de cara a Dios. Esto lo va a desarrollar
Pablo de forma explícita en el capítulo 6.
19 Pero sabemos que cuanto dice la ley, para aquellos que están
bajo la ley lo dice, a fin de que toda boca enmudezca y el mundo
entero se sienta reo de culpa ante Dios.
20 Porque por las obras de la ley nadie será justificado ante él, ya
que la ley sólo lleva al conocimiento del pecado.
Pablo formula aquí una de las tesis fundamentales de su predicación. Junto con el
inmediato v. 21 esto representa la tesis fundamental de su mensaje sobre la justificación.
En el v. 20 Pablo se refiere de primera intención al Salmo 143,2: «Porque ningún viviente
es justificado delante de ti.» Esta afirmación del orante veterotestamentario la aplica el
Apóstol ahora a la apurada situación de la humanidad entera antes del Evangelio. No
puede afirmarse sin más que el salmista tuviese en su mente algo parecido. En el judaísmo
podían coexistir perfectamente la afirmación de la culpa y la conciencia de ser el pueblo
elegido, sin que por ello el reconocimiento de culpabilidad indujese necesariamente a una
humillación insincera. Mas para Pablo ya no pueden darse juntamente este reconocimiento
de la propia culpa y la conciencia de elección. Lo que se excluye es precisamente esta
conciencia judía que se manifiesta en la insistencia de que el judío posee la ley. Y esto es
lo que Pablo enuncia rápidamente en su tesis del v. 20 al citar el salmo y añadir el pequeño
inciso interpretativo de «por las obras de la ley».
Es en «las obras de la ley» en las que se pone de manifiesto la impotencia de esa misma
ley. La Ley exige, pero no posibilita el cumplimiento de sus exigencias. Lo cual no
significa
que no pueda cumplirse la ley, sino que de hecho no se cumple. Por las «obras de la ley»
nadie se justifica. Semejante afirmación debía impresionar naturalmente al judío en lo más
profundo, en su mismo ser. Y con ello Pablo ataca la posición especial que el judío
afirmaba
ocupar en la historia do la salvación. Y la ve suprimida por lo que ahora resulta
perfectamente posible: la justificación por la fe. A este respecto, cf. sobre todo el texto de
Gál 2,16, en que Pablo desarrolla por primera vez su tesis de la justificación.
Así las cosas, por lo que respecta a la pregunta del judío acerca de la ley sólo cabe una
respuesta categórica: la ley sólo ha traído el conocimiento del pecado.
Una vez más subraya Pablo la transcendencia universal del acontecimiento cristiano y de
la fe, y ello revocándose a las afirmaciones de 1,18-3,20. Todos han sido afectados, tanto
por el pecado como ahora por el acontecimiento cristiano. No hay diferencia: todos
pecaron, todos están necesitados de la redención, hacia todos se vuelve Dios en
Jesucristo, a todos se les abre la generosidad con la fe. Si Pablo vuelve a subrayar que no
hay diferencia alguna, no hace más que evidenciar una vez más su decidida intención de
hablar a los judíos. Pues, es precisamente el judío el que de modo especial tiene que
despojarse de sus privilegios para poder participar en las nuevas relaciones con Dios, que
se manifiestan ahora como las verdaderas relaciones sobre el fundamento de la fe en
Jesucristo.
Dios se vuelve hacia todos, porque «todos están privados de la gloria de Dios».
Simultáneamente, y de modo indirecto, se abre con ello una nueva visión de la «justicia de
Dios»: la comunicación de la gloria de Dios. El hombre carece de ella como consecuencia
del pecado, pero se devuelve al pecador en forma de justificación 14. Y aunque el
justificado la posee ya como una realidad, continúa siendo, sin embargo, un bien en
esperanza que hay que alcanzar 15.
A la afirmación del pecado sigue en el v. 24 -como algo inmediato- el anuncio de la
justificación. Uno y otro están antitéticamente relacionados, sin que Pablo subraye la
antítesis como tal. Al hecho de la justificación se le da un fundamento cristológico de
forma
más clara que en los v. 21 y 22: la justificación del hombre pecador es consecuencia de «la
gracia» que actúa «mediante la redención en Jesucristo». El hecho de acentuar el carácter
gratuito de la justificación responde al «independientemente de la ley» del v. 21 y al «por
las obras de la ley» del v. 20. El versículo siguiente desarrolla aún más el hecho redentor
puesto con la muerte de Jesús.
...............
14. Cf. 8,30; 2Cor 3,18.
15. Cf. 5,2; 8.18.
...............
Dios opera la «redención» (v. 24) en Jesucristo y por Jesucristo. «Dios lo ha puesto como
propiciación...» Se piensa aquí en la propiciación que Jesús ha cumplido con la entrega de
su vida; por ella se opera la propiciación para los pecados de los hombres. No es preciso
desarrollar más dicha idea en este lugar, cuando Pablo no lo hace. En todo caso, de esta
frase no se puede deducir una teología del sacrificio propiciatorio que presenta a Dios
como
exigiendo y aceptando una propiciación y que presenta la muerte sangrienta de Jesús como
el sacrificio expiatorio ofrecido como satisfacción por nosotros o en lugar nuestro. Lo que
sí
es decisivo es que la propiciación que Jesús ha llevado a término con la entrega de su vida,
la haya operado el mismo Dios. Lo que este pasaje afirma realmente no es que Dios exija
una expiación, sino que la otorga. Ésa es la auténtica doctrina expiatoria de este pasaje.
Es, pues, Dios quien interviene personalmente, sin esperar a que los hombres le ofrezcan
el sacrificio expiatorio debido. Él mismo procura la expiación y con ella la redención de los
pecados. El v. 25 contiene al final una referencia al resultado de esta redención proyectada
por Dios. Toda la obra redentora se cumple «al pasar por alto los pecados cometidos
anteriormente». Los pecados cometidos antes del decisivo acontecimiento salvador, para
los judeocristianos, a los que se dirigen evidentemente estas fórmulas, son los pecados
cometidos durante la alianza antigua con Dios. Ocupan, pues, el primer plano las relaciones
de alianza de Dios con Israel. Con la entrega que Jesucristo hace de su vida esas
relaciones de alianza con Dios se recuperan y restablecen.
Todo ello parte de Dios «a fin de mostrar su justicia». ¿No habrá que pensar aquí en la
justicia punitiva de Dios que exige una satisfacción? La idea parece plausible a primera
vista. Mas Pablo no piensa así. La justicia de Dios aquí como en los v. 21s, es su acción
salvadora gratuita. Una cierta discrepancia frente al significado de los v. 21s se explica por
el hecho de que en los v. 25 y 26a Pablo hace suyo un principio de fe conocido en las
comunidades judeocristianas, que entiende la justicia de Dios sobre todo como su fidelidad
a la alianza. Por lo demás, Pablo interpreta el principio perfectamente comprensible desde
la idea judeocristiana de alianza, de tal modo que la «propiciación» en la sangre de Cristo
sólo tiene eficacia «mediante la fe».
Por eso, puede Pablo resumir toda la perícopa en el v. 26b con la afirmación de que en la
obra redentora de Jesucristo Dios se muestra a la vez «justo y el que justifica». Dios es
justo significa propiamente que justifica, y en concreto al pecador mediante la fe en
Jesucristo.
¿Por qué motivo se sirve Pablo de la idea de la justificación cuando quiere anunciar
el Evangelio? Una primera respuesta a la pregunta nos la proporciona el texto que nos
ocupa. En 3,21-26, al igual que en el contexto precedente, el judío sigue ocupando el
primer plano. Frente a él tiene Pablo que subrayar la anulación del punto de vista legal. El
judío sabe, por su tradición, de las relaciones jurídicas con Dios que estableció la alianza.
Sabe de los fallos de Israel y de la constante renovación de las relaciones de alianza con
Dios. De ahí que experimente la justicia de Dios como su fidelidad a la alianza y como su
postura justificante en el juicio. De cara al judío, Pablo enlaza con esta concepción
veterotestamentaria y judía de la justicia y de la justificación para superarla y trascenderla
mediante el anuncio del acontecimiento cristiano como revelación de la justicia de Dios.
Pero ¿quién es en concreto ese judío? Ese judío no es sólo el Israel histórico y el pueblo
de aquella época, sino que el propio Pablo se entiende a sí mismo como judío, de acuerdo
con su pasado religioso y con su nacionalidad. La idea de la justificación se despliega, por
tanto, sobre el horizonte de las experiencias del propio Pablo. Sólo que el Apóstol no
piensa
aquí únicamente desde su pasado personal judío, sino que habla teniendo en cuenta el
punto de vista judío ya superado en su momento, y desde luego superado por los
judeocristianos de Roma. En ellos, tal vez también en una postura concreta y determinada
de los cristianos judíos de Roma, ve Pablo la ocasión de anunciar su Evangelio como un
mensaje de justificación; mensaje que desde luego no ha podido resultar tan comprensible
para los cristianos procedentes del gentilismo como para los judeocristianos.
En el párrafo anterior había expuesto el Apóstol, con una fórmula teológica muy
concentrada, su mensaje de la justificación. Ahora presenta de nuevo al judío su motivo de
jactancia: ¿Qué ocurre ahora, frente al acto escatológico de Dios, con ese gloriarte tuyo en
la ley? ¿Qué pasa con tus privilegios, si todo deriva de Jesús? Cualquier pretensión delante
de Dios ha quedado excluida por el acontecimiento cristiano. Esa es la «ley» -que sólo
puede entenderse como una paradoja- por la que queda excluido cualquier motivo de
jactancia. El judío fundamenta en la ley mosaica y en las «obras de la ley», su afirmación,
contraria a Dios. Y son precisamente aquellas obras las que, según recuerda Pablo en el v.
28, no tiene Dios en cuenta su declaración justificante. Cuando no se pierde de vista este
contexto, la tesis de 3,28 adquiere su verdadero significado como recordatorio de cuanto
Pablo ha expuesto y desarrollado fundamentalmente ya en 3,21-26. Que el hombre sea
justificado por la fe es algo que no resulta evidente por sí mismo, sino que se sabe a partir
del encuentro con el acontecimiento cristiano. En este sentido hay que entender el
«sostenemos» 17.
La afirmación de Rom 3,28 tiene el carácter de un principio doctrinal. La traducción de
«por la fe» está también objetivamente justificada. Aunque no hay que darle los acentos
polémicos y tajantes de la reforma. Lo que Pablo quiere poner de relieve no es un principio
de fe contrapuesto a un principio de obras, sino la exclusión de las obras de la ley. Que con
ello no pretenda discutir la necesidad de una colaboración creyente y cristiana, se deduce
claramente de sus constantes advertencias y amonestaciones para un comportamiento
cristiano.
...............
17. Cf. Ga 2,16: «Sabiendo... hemos creído...»
...............
En estas frases continúa, como en las dos precedentes, el enfrentamiento con el judío,
planteado ya en 2,1-3,20. Ahora lo que importa es romper las limitaciones del
particularismo
salvífico de los judíos y tal vez también de los judeocristianos. ¿Es que Dios no es también
Dios de los gentiles? Si no hay más que un solo Dios, afirmación a la que el judío otorga
un
valor dogmático, esa unidad de Dios se manifiesta precisamente también en el único acto
justificador de Dios y en la unidad de la fe de judeocristianos y de cristianos procedentes
de
la gentilidad.
«¿Acaso Dios lo es de los judíos solamente?» Que Dios lo es de los judíos aparece como
un principio evidente por la tradición del Antiguo Testamento y del judaísmo. Pero con ello
no se discute que Yahveh sea también el Dios de los gentiles. Es verdad que el Dios judío
puede presentarse sólo como el Dios aliado de Israel. Mas Pablo subraya que un solo Dios
lo es de los judíos y de los gentiles. La única realidad de la salvación por la fe en Cristo
abraza por igual a judíos y a gentiles, y precisamente a los gentiles que están sin ley. Esta
única realidad de la salvación está profundamente enraizada en la unidad y unicidad de
Dios, que es uno solo y no dos, en cuanto justifica por la fe a los circuncidados y, mediante
la misma fe, a los incircuncisos. A la unidad de Dios corresponde una sola fe para judíos y
gentiles.
No cabe duda que el fondo común de todo ello es el monoteísmo judío. El monoteísmo
era la idea misionera de los judíos. Mas, por el contexto del capítulo 3, es evidente que
Pablo lo emplea en el sentido opuesto. No son los gentiles quienes deben convertirse al
Dios de los judíos, sino que son éstos los que deben convertirse al Dios de los gentiles, al
Dios que justifica a los incircuncisos. Este es precisamente el problema que Pablo
considera decisivo a lo largo de la carta a los Romanos, y desde luego que no sólo porque
se refiere a los judíos y su salvación, sino porque se refiere sobre todo a la unidad de la
Iglesia. La única realidad salvífica instituida por Dios, en la que están unidos judíos y
gentiles, se presenta históricamente justo en la Iglesia que Pablo describe en 12,4-5, y
sobre todo en lCor 12 como «un cuerpo».
La unidad de la Iglesia, formada por judíos y gentiles, es la consecuencia concreta del
mensaje de la justificación. Y esto es precisamente lo que el judío ha de reconocer. Cuando
acepta esta nueva realidad, que significa el fin de su historia peculiar, y cuando ha logrado
un puesto dentro de la fe en Jesucristo, entonces y sólo entonces la ley superada alcanza
una importancia sin precedentes; a saber, la de testimonio de la universalidad de la
voluntad salvífica de Dios. Con el v. 21 anticipa Pablo la prueba escriturística del capítulo
4.
Esta prueba es una demostración sacada de la fe de Abraham según Gén 15,6. Con la fe
de Abraham da ya la ley un testimonio en favor de la única Iglesia forzada por judíos y
gentiles.
En 3,27-31 Pablo argumenta contra la pretensión judía de tenerse por justo y
simultáneamente contra cualquier actitud humana que ponga limites a la universal voluntad
salvífica de Dios en Cristo. Dios se muestra en Cristo como el único Dios de todos.
En esta perícopa de 3,27-31 se echa de ver la importancia actual del mensaje de la
justificación, tanto para la comunidad de Roma como para la Iglesia de nuestros días. Ahí
se pone de manifiesto que la justificación por la fe no ha de considerarse, o no sólo, como
una pura doctrina, como una enseñanza abstracta, sino como la fundamentación teológica
del proceder cristiano y eclesial.
_________________________
La pregunta del v. 1 intenta provocar el interés del judío. De forma expresiva se le llama a
Abraham «nuestro padre», aunque el inciso inmediato «según la carne» representa una
cierta limitación. Se refiere a las relaciones de los judíos con Abraham, judíos con los que
Pablo aquí se identifica. El v. 2 permite descubrir más claramente la conexión con el
capítulo 3. Porque «si Abraham fue justificado en virtud de sus obras...» Pablo vuelve la
mirada a la tesis de 3,28, y a través de la misma retorna al mensaje de los v. 21-26. Incluso
en Abraham queda excluida la propia jactancia, y desde luego que en razón de su fe.
El pasaje escriturístico de Gén 15,6 se convierte en el comprobante del mensaje paulino
de la justificación. «Creyó Abraham a Dios...» Ya la fe del gran patriarca muestra la
oposición entre las obras de la ley y la fe, aunque no de forma explícita. En cualquier caso
Pablo puede entender la cita del Génesis en el sentido de que no habla de un mérito de
Abraham -así lo había entendido el judaísmo-, sino de la imputación de la justicia por parte
de Dios y sobre la base de la fe. Ahora bien, la fe excluye cualquier hincapié en el propio
mérito. Lo cual resulta algo inaudito para los judíos. Convencidos como están por su
tradición de que Abraham está de su parte y de que tienen en él el gran ejemplo de su
piedad y de su fe en el mérito, Pablo les arrebata ahora esta figura central en la historia de
la salvación convirtiéndola en el testigo decisivo de su mensaje de gracia.
FE/RENUNCIA-DE-SI: Los v. 4 y 5 permiten conocer la base genuina de la
argumentación de Pablo. Imputar la fe, dice Pablo, no es atribuir mérito a una obra
realizada, sino imputar como gracia; imputación que se hace «al que no trabaja» y, más en
concreto, sólo al que «tiene fe». El creyente es quien renuncia a que su acción se le impute
como un mérito. Esta renuncia a la afirmación de sí mismo es parte esencial de la fe. Por sí
solo el hombre no es más que un «impío»; reconociéndolo así, el hombre da paso a la
acción justificante de Dios.
En los v. 6-8 Pablo refuerza su interpretación de Gn 15,6 con un nuevo pasaje bíblico,
concretamente con el Sal 32,1-2. Al lado de Moisés ( = Gén 15,6), aparece David como
inspirado cantor profético del Salterio. Este orden tal vez responda al esquema de 3,21b,
según el cual la revelación de la justicia de Dios está atestiguada por la ley y por los
profetas. La bienaventuranza del salmo pertenece claramente, según Pablo, al hombre a
quien Dios imputa justicia sin obras. Ciertamente que esto no se dice de forma directa en
ninguno de los dos versículos. Se habla de la felicidad, consecuencia del perdón de los
pecados, y con tal motivo aparece el verbo «imputar»; ésta ha sido la palabra clave para
Pablo. Dios no imputa el pecado. Esto, según el Apóstol, sólo puede entenderse en el
sentido de su mensaje sobre la gracia, justo porque no se imputa nada según mérito sino
según gracia, es decir, sin obras de por medio. Ya se ve que el camino de la argumentación
no deja de presentar rodeos; pero eso no es nada extraño para Pablo.
Después que Pablo en los v. 1-8 ha hecho hablar a la Escritura con ayuda de dos
pasajes, que para él son decisivos, de tal modo que el propio libro santo afirma la
justificación por la fe excluyendo las obras como base de la salvación, ahora la figura de
Abraham alcanza un mayor relieve, y sobre todo de cara a la tesis fundamental de Pablo de
la unidad de judíos y gentiles en la fe.
Con la mayor naturalidad introduce Pablo en el v. 8 la citada bienaventuranza y la
afirmación de la justicia de Abraham por la fe. Y puede hacerlo porque no aduce una
prueba de crítica histórica, sino una prueba escriturística. Esto a su vez supone que la
Escritura afirma una única verdad a través de los distintos autores. La Escritura aporta su
verdad como confirmación de la nueva realidad que se ha abierto paso con el
acontecimiento cristiano. Al trabajar con la Escritura, Pablo se interesa ahora por un nuevo
desarrollo de la realidad central de la justificación.
La entrada para este desarrollo la proporciona el v. 9: lo que la Escritura afirma ¿vale
sólo para los circuncidados o también para los no circuncidados? Aquí vuelve a aparecer de
modo directo el problema, siempre actual en la Iglesia de Pablo, de las relaciones entre
judíos y gentiles. A nosotros, desde un punto de vista histórico, no nos parece
singularmente convincente el que la verdad de la universalidad de la salvación se
demuestre por la cuestión de si Abraham estaba o no circuncidado cuando se le aplica la
palabra de la Escritura, citada en Gén 15,6. Pero con tal planteamiento del problema, Pablo
puede sacar de la Escritura lo que la fe le presenta como realidad cristiana y a cuya
realización se sabe llamado. Pablo no desarrolla ninguna prueba escriturística de tipo
histórico sino teológico. La exégesis actual, que argumenta con la historia en la mano no se
sorprenderá de que Pablo utilice para su propósito los medios exegéticos que ya empleaba
el judaísmo de su tiempo. Razón de más para que nosotros atendamos sobre todo al
propósito que guía a Pablo en sus afirmaciones, sin que debamos anotar todos los
pormenores de su argumentación zigzagueante.
Ese propósito que preside las afirmaciones de Pablo aparece claro en la doble frase final
de los v. 11b-12; el versículo 11b se refiere a los incircuncisos, mientras el 12 alude a los
circuncidados. Sobre la base de la Escritura hay que considerar a Abraham como «padre
de todos los creyentes no circuncidados». El acento recae aquí sin duda alguna sobre el
«todos». El que «todos» ellos crean no siendo circuncidados se agrega apuntando
directamente a los judíos: creen como creyó el Abraham incircunciso, y su fe «se le
imputa»
como justicia. Lo mismo ocurre ahora con los creyentes.
Entre ellos se cuentan también los judíos, por cuanto creen. Eso es lo que afirma el v. 12:
Abraham es «padre de los circuncidados», del que gustosamente alardean los judíos, pero
no en el sentido de que desciendan simplemente de la circuncisión, sino en cuanto que
siguen las huellas del Abraham que creyó estando todavía sin circuncidar. Pues, sólo así es
realmente «nuestro Padre», como agrega Pablo al final. Sin duda que el Apóstol piensa
aquí en los judeocristianos que se ufanan como auténticos judíos de su origen abrahamita,
pero esta descendencia de Abraham, que desde un punto de vista puramente natural Pablo
no discute, no puede tener valor a sus ojos desde el aspecto más transcendente de
proporcionar la salvación. Si algo cuenta Abraham, no sólo delante de los hombres sino
también delante de Dios, se lo debe a su fe y no a la circuncisión. Se anula, pues, la
pretendida ventaja del judío por motivo de la circuncisión que le liga como pueblo a
Abraham. Lo cual no deja tampoco de expresarse en el hecho de que los incircuncisos (v.
111b) precedan a los circuncidados (v. 12).
Con lo cual resulta -resultado bastante grotesco para el judío- que el camino de la
incircuncisión, visto desde Abraham, es el camino verdadero, no ciertamente del simple
hecho de no estar circuncidado, sino de la fe, que Dios reconoció en la incircuncisión de
Abraham, y que ahora en razón del acontecimiento cristiano lo descubren también los
incircuncisos como el camino general del hecho de la salvación. Con ello no es que la
incircuncisión pase a ocupar el puesto de la circuncisión, sino que las pretensiones anejas
a esta última han caducado. Ahora la circuncisión se considera igual que la incircuncisión.
Por ello puede Pablo proclamar en Gál 5,6; «En Jesucristo no cuentan ni la circuncisión ni
la incircuncisión; sino la fe, que actúa a través del amor.»
ABRAHAN/FE: Con más vigor aún que en la sección precedente aparece ahora la figura
de Abraham en el primer plano, y concretamente por su ejemplaridad en la fe. Mientras en
los v. 1-17a estaba en litigio la importancia teológica de la fe de Abraham, Pablo penetra
ahora con mayor fuerza en su estructura interna. A causa de la esperanza «contra toda
esperanza» la fe de Abraham se convierte en ejemplo para la fe cristiana; más aún, en
cierto sentido la fe del patriarca se manifiesta como una fe cristiana, toda vez que Abraham
creyó ya en el que resucita a los muertos. En esta correspondencia intrínseca entre la fe de
Abraham y la fe cristiana culmina la prueba escriturística de Pablo, pues con ello queda
demostrado que Pablo tiene realmente la Escritura de su lado.
El tema de la reflexión lo proporciona el v. 17b: fe en Dios que da vida a los muertos y
llama al ser las cosas que no existen. Con el «delante de Dios» se explica cómo hay que
entender las afirmaciones precedentes. Cuanto se ha dicho sobre la paternidad de
Abraham, no cuenta por sí mismo, sino que se ha dicho teniendo ante los ojos los designios
de Dios. Así es como quiere Pablo enjuiciar a Abraham, justamente desde los planes
divinos. «Delante de Dios» es, pues, el supuesto hermenéutico para la interpretación de
Pablo. Tal era ya el caso de 3,30 en que se invocaba a Dios como fundamento último de la
unidad de la Iglesia. Ahora se reconoce a Dios como el Dios de Abraham y de la Iglesia;
porque uno y otra, Abraham y la Iglesia, creen en el Dios que resucita a los muertos. Este
atributo de Dios aparece en forma similar en 2Cor 1,9, donde se nos exhorta a confiar «en
el Dios que resucita a los muertos». Ya en el judaísmo se reconocía a Dios como el que
resucita a los muertos. La oración de las dieciocho bendiciones (shema), dice así en un
verso de la segunda bendición: «¡Alabado seas, Yahveh, ...tú que resucitas a los muertos!»
La fórmula de Pablo está tomada evidentemente de la tradición judía. Pero ¿cuál es su
pensamiento concreto en 4,17? ¿Piensa acaso en el rejuvenecimiento milagroso del poder
fecundante de Abraham? Tal vez habría que referirse mejor al v. 5, donde Dios viene
descrito como «el que justifica al impío». En la justificación del impío tiene lugar la
vivificación de los muertos. Es con este nuevo acto creador con el que Dios llama «al ser
las cosas que no existen» 18.
FE/PARADOJA:El v. 18 desarrolla la afirmación creyente del v. 17 mirando a la
estructura esperanzada de la fe. Abraham creyó «esperando contra toda esperanza». Pablo
toca aquí justamente la paradoja de la fe. La fe consiste en esperar cuando no hay
esperanza. La fe es suscitada por Dios. Es el resultado de una acción divina vivificante. La
fe se apoya en la llamada de Dios que suscita la vida y que se escucha en el Evangelio.
Abrazar el Evangelio como la oferta generosa de salvación que Dios hace es una fe en
esperanza contra toda esperanza. La fe de Abraham le llevó a convertirse en «padre de
muchos pueblos»; esa misma fe «contra toda esperanza» adquiere todo su vigor en el
presente cristiano. Ahora la Iglesia de judíos y gentiles es la «descendencia» de Abraham
suscitada por Dios.
...............
18. Tampoco esta exposición deja de tener sus precedentes en el judaísmo. ApBar (sir.)
48,8 se dice de Dios:
«Tú llamas a la vida, por tu palabra. a lo que no existe».
...............
Finalmente, los versículos 23 y 24 expresan con toda claridad adónde quería llegar Pablo
con su reflexión sobre Abraham: a los creyentes de su tiempo. En ellos se cumple la
Escrituras o mejor, la acción de Dios testificada por la Escritura. Lo que en la sección
anterior se describía de modo velado como fe de Abraham, se desvela ahora como fe
cristiana en Dios que ha suscitado a Jesús, nuestro Señor, de entre los muertos. La
afirmación cristológica todavía se desarrolla en el v. 25 brevemente con ayuda de una
confesión de fe formal y se cierra de este modo, no sin referirse a «nuestra justificación»,
en la que el poder de Dios, que resucita a los muertos, alcanza su objetivo.
Lo que significa creer hay que descifrarlo, según Pablo, en la persona de Abraham.
Creyó «esperando contra toda esperanza». Por consiguiente, la fe no es, en primer término,
una opinión humana en un caso determinado, sino la entrega a Dios, provocada por un
llamamiento divino. La fe es lo contrario de la propia afirmación; es el abandono del
hombre
en Dios que resucita a los muertos. Esta es justamente la fe que se alaba en Abraham. El
patriarca se convierte así en el modelo y prototipo del cristiano, quien cree ciertamente en
el Dios que ha resucitado a Jesús de entre los muertos para nuestra justificación. Existe,
pues, una correspondencia entre la fe de Abraham, padre de todos los creyentes,
reconocido por Dios, y la fe del cristiano. Por ello, la realidad cristiana se demuestra sobre
el fundamento de esta única fe como la realidad querida y establecida por Dios. A
demostrar esto se encamina la prueba escriturística de Pablo.
(_MENSAJE/06.Págs. 45-96)
Parte segunda
Entre el capítulo 4 y el 5 hay un corte. El comienzo de 5,1 muestra que Pablo quiere sacar
ahora unas consecuencias: «Justificados, pues, por la fe...». Con ello se refiere a la
exposición del hecho de la justificación que ha tenido lugar en la parte primera. Con la
palabra «justificación» concluía la sección anterior (4,25). Ahora saca Pablo nuevas
consecuencias del hecho que ha proclamado ¿Qué significa que nosotros hayamos sido
«justificados»? Ante todo que tenemos paz y que nos gloriamos en la esperanza de la gloria
de Dios (5,1-2). La exposición que empieza aquí se prolonga hasta el final del capítulo 8;
aun cuando los capítulos 5-8 no contienen una exposición sistemática. Característica de los
mismos es una serie de conceptos nuevos, como «paz», «gracia», «esperanza», «amor»,
«espíritu», «reconciliación», «salvación», «vida», «santificación», «gloria», «filiación»...
Estos conceptos no se han empleado en la parte primera o sólo contadas veces. Su
finalidad es desarrollar el acontecimiento de la justificación como una realidad que abraza
y
define al hombre. Para ello conviene, ante todo, no pasar por alto que la nueva realidad es
algo que, por parte del hombre, necesita siempre de una realización ulterior (véase
especialmente los capítulos 6 y 8). Sorprende, por el contrario, que los conceptos de
«justificación» y «justicia» retroceden sensiblemente. En el contexto de la parte segunda,
los nuevos conceptos van a expresar una vez más de qué se trata cuando se habla de la
«justificación» del hombre. Es preciso entenderlos como aclaraciones del mensaje de la
justificación. Se mantiene, pues, en estos capítulos el tema del hecho de la justificación,
aunque enfocado desde nuevos puntos de vista.
a) Los dones
(Rm. 05/01-05)
1 Justificados, pues, por la fe, estamos en paz con Dios por medio
de nuestro Señor Jesucristo, 2 mediante el cual hemos obtenido -por
la fe- incluso el acceso a esta gracia, en la que estamos firmes, y nos
gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios. 3 Y no sólo esto; sino
que también nos gloriamos en las tribulaciones, sabiendo que la
tribulación produce paciencia; 4 la paciencia, virtud probada; la virtud
probada, esperanza; 5 y la esperanza no defrauda porque el amor de
Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu
Santo que nos ha sido dado.
«Justificados, pues...» estamos en paz... (v. 1): a lo largo de toda la perícopa 5,1-11
emplea Pablo preferentemente la primera persona del plural. Nosotros somos los que
hemos experimentado el hecho de la justificación, objeto de la predicación paulina. Pablo
habla aquí a los hombres e intenta exponer la nueva conciencia del hombre creyente.
Aparece, pues, en un primer plano el presente como tiempo de la fe y sobre todo -según
muestran a continuación los v. 3-4- como tiempo de la prueba. Ahora tiene que mostrarnos
qué significa «nuestro Señor Jesucristo».
La paz, que nosotros hemos alcanzado en nuestras relaciones con Dios por medio de
Jesucristo, es un don divino que se nos ha otorgado con el acontecimiento cristiano. Pero
no debe desfigurarse entendiéndola como un descanso, como un dormirse en los laureles
que Jesucristo nos ha conquistado. Esto lo demuestra con singular claridad el capítulo 6. La
«paz» es aquella paz escatológica a la que, desde un punto de vista histórico, debemos
tender siempre, pero que en el fondo ya la tenemos aquí habiendonosla ganado Jesucristo.
«Paz con Dios» designa precisamente esas relaciones escatológicas de las que ya ahora
podemos disfrutar como justificados. Por tanto, la paz ya no es simplemente un deseo del
hombre, un sueño acariciado, sino una realidad. En consecuencia, también la esperanza
histórica de paz que el hombre tiene es una esperanza real y no una utopía. Esto es
también lo que los cristianos han de proclamar hoy con justa razón, para lo cual tienen sin
duda que comprometerse de forma resuelta. El v. 2a recuerda una vez más la obra de
Cristo: por su acción hemos logrado el acceso «a esta gracia, en la que estamos firmes». El
justificado ha sido llamado a ocupar su puesto para que como tal se muestre agradecido a
quien le ha llamado. Eso es justamente lo que significa «estamos firmes». Se insinúan ya
las exigencias del estado de gracia, que sólo en el capítulo 6 alcanzarán un desarrollo
temático. Gracia evoca aquí la paz de que goza el hombre justificado.
Junto al don de la paz aparece en el v. 2 la esperanza. Como justificados, podemos
gloriarnos en dicha esperanza, sin que el hecho se convierta en una jactancia vana, porque
Dios ha habilitado para la esperanza a quienes creen en Jesucristo y todo lo esperan de él.
La «gloria de Dios» es, por ello, el objeto adecuado de la esperanza. En ella se anuncia la
prolongación futura y escatológica del presente estado de justificación. Pero, en cuanto don
esperado, la participación en el mismo no es sólo una realidad pendiente, sino que
fundamentalmente ya está dada en el hecho de Jesucristo. De ahí que la esperanza pueda
constituir también un título de gloria. Este gloriarse escapa al peligro de un vano
engreimiento en la medida en que se sabe sustentado por la obra de Jesucristo. Por esa
misma razón la esperanza de la que se enorgullece el cristiano no es tampoco un
sentimiento fantástico y exaltado.
Se impone, pues, acentuar ambos aspectos: la nueva realidad otorgada por Dios y la
realización por parte de Dios que todavía es objeto de esperanza.
El v. 3 menciona como nuevo timbre de gloria las «tribulaciones». ¿Qué quiere decir
Pablo con esto? ¿Acaso piensa en las apreturas que ha experimentado personalmente en
su ministerio apostólico (cf. 2Cor 11,23-30), o en su «debilidad» de la que se gloría en
2Cor
11,30-33? Probablemente también esto. Pero las «tribulaciones» sirven aquí para
designar el estado cristiano. Es propio del cristiano gloriarse de la esperanza en la gloria de
Dios lo mismo que gloriarse en los sufrimientos. Tales sufrimientos no son únicamente las
persecuciones padecidas por la fe, sino las miserias de la vida con las que la muerte
irrumpe ya, o sigue irrumpiendo todavía, en nuestra vida: el temor, la preocupación por el
futuro, los desengaños, los dolores, las enfermedades, la estrechez y todo lo que la vida
trae consigo, pero que ahora junto con la vida hay que afirmar también que es don de Dios.
El cristiano, por ende, no tiene sólo que superar los padecimientos, sino que para él son a
la vez un don y una tarea que debe aceptar. De cara, pues, a los padecimientos que hay
que soportar, el cristiano no tiene el camino más fácil que el no cristiano. Por lo demás, en
razón de su fe el cristiano descubre una coherencia de sus padecimientos, cuyo
conocimiento no es posible al no creyente. Pablo describe paradójicamente la postura del
cristiano frente a las tribulaciones como un gloriarse. Lo cual no significa naturalmente
enorgullecerse de las tribulaciones que se padecen, andar refiriéndolas y exaltándolas. Lo
que se quiere decir es más bien que es preciso acogerlas como venidas de Jesucristo. Ese
gloriarse excluye cualquier vano triunfalismo.
El v. 3b aclara el contexto desde el que debe entenderse la gloria cristiana de cara a las
tribulaciones: «Sabiendo que la tribulación produce la paciencia.» Esta es el primer eslabón
de una cadena que se prolonga hasta el v. 5a. Ninguno de estos eslabones debe
entenderse en un plano psicológico, sino más bien teológico. En esa enumeración no se
puede calcular a qué distancia se está de la perfección o qué es lo que hay que hacer en
cada caso para superar las tribulaciones; lo que importa más bien es un contexto de
eficacia en el que coinciden la tribulación terrena y la esperanza escatológica. Con ello
queda al descubierto el fundamento de la aceptación de las tribulaciones. Hay que
aceptarlas justamente porque en ellas, en su aspecto de muerte destaca la esperanza en la
vida.
Dentro de este encadenamiento, cada uno de los eslabones contiene ideas fecundas
para la realización práctica de la esperanza cristiana. La tribulación en la que nos
encontramos produce «paciencia», literalmente el «aguante», es decir, todo lo contrario de
la huida e impaciencia. La paciencia produce a su vez «virtud probada». De la «prueba en
la tribulación» habla Pablo en 2Cor 8,2. Y en 10,18 de la misma carta se dice de forma
clara
y bella que no es el cristiano quien se da la aprobación a sí mismo, sino que se la da Dios
por medio precisamente de las tribulaciones a las que aquél se ve expuesto. Es Dios quien
prueba y discierne. «Pues no es aceptado el que se recomienda a sí mismo, sino aquel a
quien Dios recomienda.» Pablo cierra la cadena con una cita libre de los Salmos 22,6 y
25,3.20: «la esperanza defrauda». La esperanza cristiana es algo distinto de un consolarse
y hasta de un olvidarse de las tribulaciones. Es la irrupción alentadora del pensamiento de
la gloria de Dios que se abre paso en las tribulaciones.
La esperanza cristiana tiene su razón de ser en las nuevas relaciones del hombre con
Dios, relaciones establecidas por el acto único de Jesucristo. Esto es lo que afirma el v. 5b
al referirse al amor de Dios que «ha sido derramado en nuestros corazones por medio del
Espíritu Santo que nos ha sido dado». Según el v. 8 Dios nos ha demostrado su amor en
esto: en que Cristo murió por nosotros pecadores. Este amor, «derramado en nuestros
corazones 19 por medio del Espíritu Santo», es decir, por el Espíritu de Cristo, es un
constante don de Dios.
...............
19. Acerca de esta misma idea, véase también Ez 39,29; Jl 2,28s; Za 12,10; Sal 45,3; 69,25;
79,6; 2R 22,13.
...............
b) Superioridad de la gracia
(Rm. 05/15-17)
18 Así pues, como por la falta de uno solo recayó sobre todos los
hombres la condenación, así también por la acción justa de uno solo
recae sobre todos los hombres la justificación que da vida. 19 Pues,
al igual que por la desobediencia de un solo hombre todos quedaron
constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno solo
todos quedaran constituidos justos. 20 La ley intervino para que se
multiplicaran las faltas; pero, donde se multiplicó el pecado, mucho
más sobreabundó la gracia, 21 a fin de que, así como el pecado reinó
para la muerte, así también la gracia, mediante la justicia, reine para
vida eterna por Jesucristo nuestro Señor.
La antítesis entre Adán y Cristo demuestra a lo largo de la sección que forman los v.
12-17 el valor universal de la acción salvadora de Cristo. Pablo vuelve a resumirlo en el v.
18: al igual que todos los hombres han experimentado la desgracia por un solo hombre, así
ahora todos los hombres alcanzan la salvación por un solo hombre: Cristo.
El tema principal de esta perícopa es, pues la universalidad de la salvación. Al final Pablo
afirma que «así como el pecado reinó para la muerte, así también la gracia, mediante la
justicia, reina para la vida eterna» (v. 21).
Merece especial atención que en este contexto vuelva el v. 19 -con mayor claridad que el
v. 12- a conectar la desgracia, y con ella el pecado de todos los hombres, con la acción
pecaminosa de Adán. Cómo haya que explicar tal conexión no lo dice nuestro pasaje, pues
sólo habla del contraste con la acción de Cristo. Para la comprensión, tanto del v. 12 como
del 19, es de vital importancia no aislar las afirmaciones sobre el pecado de Adán y de
todos los hombres, toda vez que alcanzan todo su significado al exponer la acción de Cristo
y la nueva conciencia de los creyentes.
El v. 20a habla una vez más de la función fatídica de la ley; lo que debe entenderse sin
perder de vista lo dicho en 3,20 y 5,13-14. El v. 20b es una simple puntualización: por el
advenimiento de Cristo se ha puesto esto en evidencia: a un pecado que sólo llega a
consumarse por la ley debía corresponder la sobreabundancia de la gracia. En 6,1-2, Pablo
señalará cómo puede interpretarse mal el sentido de esta frase.
La consecuencia que Pablo saca de esta afirmación en el v. 21 conduce una vez más al
tema del capítulo 6: entre pecado y gracia ha tenido lugar un cambio de soberanía, en el
que se fundan las exigencias bajo las que ahora se encuentra la nueva humanidad
justificada por la fe.
________________________
El v. 15 repite la pregunta del v. 1, y con ella se abre una nueva exposición de las
exigencias morales que incumben al justificado para darles un mayor relieve. Las
expresiones clave son ahora «esclavos del pecado», «esclavos de la justicia»,
«obediencia» y «libertad».
El creyente se encuentra bajo la gracia; de ello no cabe la menor duda. Sólo que ahora
debe abrazar con fe la nueva realidad que se le brinda como su posibilidad. Y eso ocurre
con la entrega a «la obediencia». La pregunta del v. 16 no sólo formula una regla conocida,
sino que apunta de forma inequívoca a la obediencia total y vital del creyente. La imagen
de
la esclavitud subraya la vinculación en la que entra el cristiano con su autoentrega. Pablo
utiliza comparaciones de su entorno, en este caso también sacándolas del orden general
que preside la sociedad de su tiempo. Su aplicación importa aquí en la medida en que el
Apóstol la da a conocer en este contexto. Que Pablo aplique la imagen de la esclavitud al
estado cristiano, se funda ante todo en la oposición a la esclavitud del pecado. A ella
corresponde el estado de cosas de la esclavitud en sentido propio, mientras que los
cristianos han sido «liberados para la libertad» 26 Por lo que la fórmula de que el cristiano
ha de hacerse esclavo de Dios, o sea de la «justicia» (v. 18s), hay que entenderla
metafóricamente. Al mismo tiempo refuerza la vinculación a Cristo que se da con la
obediencia del creyente y por la cual éste es arrancado a la esclavitud del pecado.
...............
26. Cf. Ga 5,1.13.
...............
A partir de Cristo las relaciones resultan claras e inequívocas; lo que induce a Pablo
espontáneamente a dar gracias a Dios. Porque a partir de Cristo la esclavitud del pecado
es ya una forma de vida caducada. El presente se caracteriza por la obediencia de los
creyentes, obediencia para la que Cristo les ha liberado. El v. 17b constituye dentro del
conjunto un inciso de difícil explicación. Recuerda la fuerza vinculante de la «doctrina»
que,
en una determinada forma, representa el contenido de la fe cristiana.
Nosotros hemos sido «liberados del pecado», y esto significa que hemos entrado en la
esclavitud de la justicia (v. 18). El contraste de la oposición entre libres y esclavos agudiza
el problema ético. Ni hay por qué rebajar este contraste, cuando se aclara precisamente
que la libertad es justamente una liberación de... y una liberación para. O, dicho con otras
palabras, en lugar de la vieja esclavitud ha entrado ahora necesariamente la nueva
esclavitud por la acción liberadora de Cristo; de tal modo que, a juicio de Pablo, nunca se
puede vivir sin alguna ligadura. Con semejante explicación no se toma la libertad en toda la
amplitud de su verdadero sentido. Más bien hay que acentuarla vigorosamente en el
sentido que le da Pablo. Y el verdadero problema de la ética paulina consiste precisamente
en esto: ¿cómo pueden realizar de hecho los cristianos esta libertad que Cristo les ha
merecido? La respuesta de Pablo a lo largo de toda la sección no deja la menor duda: se
realiza con la entrega personal del creyente, con la obediencia que abarca toda su vida.
En los v. 20 y 21 Pablo pone una vez más ante los ojos el pasado pecaminoso con un
propósito de exhortación y advertencia. Como «esclavos del pecado» los ahora justificados
tuvieron una libertad aparente, por cuanto que no sentían la fuerza de la justicia de Dios,
que crea la salvación y compromete al hombre. Pero, echando una mirada atrás, el
justificado se avergüenza del «fruto» que le produjo la esclavitud del pecado; ese «fruto»
desembocaba en la muerte.
«Pero ahora» (d. 3, 21), en el momento presente, que se caracteriza por el acto liberador
de Jesús y por la nueva obediencia de los justificados, hay que hablar de un verdadero y
auténtico «fruto». Es el fruto de la consagración de los justificados, que se realiza en la
«santificación», no sólo como separación preservativa del mundo pecador, sino como
reafirmación de la gracia que opera la santidad, en un enfrentamiento constante con el
pecado que siempre supone una amenaza. Su prueba última y definitiva es la «vida eterna»
de la consumación esperada. El v. 23 lleva hasta las últimas consecuencias la fecundidad
contrastante de la vieja esclavitud al pecado y del nuevo servicio de Dios.
No se puede pasar por alto que a lo largo de todo el capítulo, y pese a que la exhortación
a una nueva vida está formulada en tono positivo, prevalece la amonestación a no
entregarse ya más al pecado. Tal amonestación encuentra su complemento más positivo en
los capítulos 12 y 13. Allí la palabra del Apóstol aclara a sus lectores que la fidelidad
cristiana tiene que ser siempre consciente de su inminente enfrentamiento al pecado, pero
que también y ante todo se logra con la acción del amor, que transforma al mundo.
(_MENSAJE/06.Págs. 97-125)
Si el cristiano tiene que verse como un liberto de Cristo, que ya no ha de pagar tributo
alguno a los poderes del tiempo pasado, esta libertad no deja, sin embargo, de
convertírsele en problema, pues que con ella queda roto todo lazo vinculante con su
pasado personal. El problema debió de preocupar principalmente a los judeocristianos, para
quienes la ley mosaica no podía resultar indiferente desde su tradición judía. De ahí que
Pablo hubiera de exponer justamente al judeo-cristiano el alcance de su mensaje de
libertad de cara a la ley. Cierto que con el argumento de que la disolución de la ley es
legítima incluso según el sentido de la propia ley, no sólo se dirige a los judíos, o más en
concreto a los judeo-cristianos, sino a los cristianos todos, porque en todos ellos se dejaba
sentir con mayor o menor fuerza la herencia legal judía para poner en duda y limitar la
libertad obtenida y la confianza lograda en Cristo. La libertad debe tomarse también en
serio como libertad frente a la ley. Tal es el propósito que Pablo persigue con su prueba
analógica tomada del derecho matrimonial, y que formalmente no deja de ser discutible.
Pablo parte de un principio general reconocido por todos: la obligatoriedad de la ley
sobre un hombre cesa con la muerte de éste; un ejemplo que podría ilustrarse con lo que se
dice en 6,3ss acerca de la muerte con Cristo. En los v. 2 y 3 intenta Pablo ilustrar lo relativo
a la libertad cristiana con un ejemplo sacado del derecho matrimonial. Una mujer casada
queda libre a la muerte de su marido y puede pertenecer a otro. En el v. 3 se agrega
inmediatamente que si el marido muere, la mujer queda libre de la ley. Este es el genuino
propósito del Apóstol: probar la libertad frente a la ley. Por eso no tiene para él
transcendencia alguna el que, según el v. 1, la libertad venga dada por la defunción del
hombre, mientras que en el v. 3 es la ley que aparece a través de la muerte del primer
marido, mezclándose así la realidad objetiva con la imagen.
El v. 4 expone la conclusión de una forma un tanto sorprendente. Los cristianos han
muerto por medio del cuerpo de Cristo; lo cual responde al principio fundamental del v. 1,
con el que ahora se une la conclusión del v. 3: los cristianos pertenecen ahora a otro. Que
en el v. 3 no sea la mujer que pasa a pertenecer a otro la que muera o sea matada, sino el
primer marido que representa a la ley, se pasa aquí por alto y no tiene para Pablo
importancia alguna de cara al resultado objetivo. De este modo el argumento de Pablo en el
pasaje presente se muestra como una argumentación interesada de tipo kerygmático y
teológico, y no como una verdadera prueba en el sentido moderno.
La pregunta de la que Pablo arranca se nos antoja un tanto teórica. Pese a lo cual tiene
un fundamento práctico. «¿Es pecado la ley?» Esta consecuencia podía sacarse de la
demostración de la libertad cristiana frente a la ley y de todo el contexto del mensaje de la
justificación. Porque Pablo no deja la menor duda de que la ley no proporciona la
salvación,
sino que sólo se ha mostrado como una colaboradora del pecado; por lo cual forma parte
del mundo de la ruina. Pero un judío no podía estar precisamente de acuerdo con
semejante afirmación. Y es que, pese a todo, la ley ha sido y sigue siendo la ley de Dios
promulgada por medio de Moisés. En este sentido rechaza Pablo la consecuencia
formulada en la pregunta. Pero intenta una mayor precisión. «Sin embargo, yo no he
conocido el pecado sino por medio de la ley». Aquí hay que recordar al respecto 3,20: «La
ley sólo lleva el conocimiento del pecado.» Como Pablo habla en primera persona de
singular, se nos plantea la cuestión de si habla de su propia experiencia personal o piensa
simplemente en el hombre. Quizá no se excluyan entre sí ambas hipótesis. De todos modos
en los v. siguientes se podrá conocer mejor el contenido de este «yo».
Pablo trae un ejemplo concreto de la experiencia del pecado con el precepto de «no
codiciarás». Esta cita literal introduce el noveno mandamiento del decálogo (cf. Ex 20,17;
Dt
5,21). Pero en este pasaje Pablo piensa más bien en el pecado del primer hombre; así lo
demuestra lo que se dice inmediatamente en el v. 8. La caída de Adán se pone como
ejemplo ilustrativo de cómo «el pecado con el estímulo del mandamiento, despertó toda
suerte en codicia». Corresponde esto a la tesis del Apóstol de que sin la ley el pecado es
«cosa muerta», es decir, que no actúa. Si la ley ejerce, de este modo, una función nefasta,
es porque pertenece al pasado.
Los v. 9-11 ahondan en la experiencia del yo con la ley. En una exposición
autobiográfica, el yo viviendo su propio pasado. De todos modos, la historia del paraíso
está al fondo, hasta el punto de que de acuerdo con ella puede distinguirse un tiempo
anterior a la ley, es decir, al precepto, y un tiempo de la ley. Sin embargo, el tenor de toda
la exposición no proporciona ninguna explicación psicológica de la experiencia del pecado
bajo la influencia de la ley, sino que pone de relieve una vez más el contraste de la ley,
buena en sí, y su función maléfica. La ley es, pues, simultáneamente santa, justa y buena
(v. 12) y una ley «para muerte» (v. 10).
En este punto siempre cabe preguntarse: ¿Toma Pablo en serio esta apología de la ley?
¿Se trata de una simple concesión a los judíos, y más en concreto a los judeo-cristianos, o
piensa realmente que la ley tiene todavía un significado positivo? Estos interrogantes sólo
pueden obtener una respuesta en el contexto general de la predicación del Apóstol. Y es
preciso reconocer ante todo que, vista desde Cristo, no corresponde a la ley ninguna
función salvífica positiva. Cualquier aferrarse a la ley como a un factor de salvación sería
oponerse a la gracia otorgada por Cristo. El acto, pues, de Jesús anula fundamentalmente
la ley como exigencia de Dios. Y es precisamente a los judeo-cristianos, que estando bajo
la gracia siempre pretenden esperar algo de la ley, a quienes Pablo debe mostrar que esa
ley no es la salvación sino que, por el contrario, ha desatado la desgracia.
El yo que Pablo introduce en estos versículos con un sentido generalizador, puede ahora
entenderse de un modo más preciso como el yo del presente, el yo del cristiano. La
exposición del estado de cosas bajo los poderes del pecado y de la muerte permite al
cristiano echar una mirada a su propio pasado, privado de redención. En el mismo sentido
apunta la forma verbal de pretérito que acompaña al yo. Entonces, antes del cambio
decisivo operado por el acontecimiento cristiano, el creyente se encontraba bajo la ley, y
esa ley se mostraba impotente de cara a la historia evolutiva de la desgracia. Con este
pasado funesto se enfrenta el yo para comprobar que el pecado es pecado y que como
realidad pasada no debe ya condicionar el presente.
Existe una conexión entre pecado, muerte y ley, que en los viejos tiempos se manifiestan
como fuerzas y factores que cooperan entre sí. Por ello en este contexto nefasto, y aunque
no sin dificultad, puede Pablo reservar un lugar especial a la ley. La fuerza mortífera no es
la ley como tal, así argumenta el Apóstol, sino el pecado que sólo llega a serlo por medio
de
la ley. Esta se revela impotente en cuanto que no produce la vida, la cual sólo llega a través
de Cristo. Si, pese a todo, hay que hablar de una función positiva de la ley, habrá que
ponerla en el desenmascaramiento del pecado con toda su malicia y con ello, en el
descubrimiento de la situación desesperada del hombre sin Cristo.
Con esta frase, la argumentación de Pablo lejos de resultar más fácil se complica aún
más. Sigue todavía en el primer plano la apología de la ley, y aquí puede Pablo atribuirle
incluso el calificativo de espiritual, mientras que, por ejemplo, en 2Cor 3,3.6, se la
contrapone como letra al espíritu y al ministerio espiritual de la nueva alianza. Como ley de
Dios es de carácter espiritual. Pero, así debemos proseguir la interpretación, no ha podido
transmitir su espiritualidad a quienes se encuentran debajo de ella; no se ha demostrado
como una ley transmisora de vida. Por el contrario, los hombres que viven bajo las
exigencias de la ley, se muestran carnales, pues el pecado ha ganado terreno en ellos, sin
que la ley sea la última de las causas de tal hecho.
La ley y el yo se enfrentan en el v. 14. A través de la ley, el yo descubre su condición
carnal y con ello su estar abandonado al poder del pecado. El yo no puede ayudarse a sí
mismo para conseguir su liberación; ni tampoco de la ley puede esperar ayuda alguna. Esta
situación inerme y desesperada bajo el pecado y bajo la ley, que colabora
irremediablemente con él, se expone con mayor detalle en los versículos siguientes. Frente
a los v. 7-13 ahora el tiempo verbal de la exposición pasa a ser el presente. Así puede
expresarse la relación del acontecimiento expuesto con la situación actual del creyente. No
obstante lo cual, también aquí el abandono al poder del pecado se presenta como una
experiencia fundamentalmente pasada del yo cristiano.
Este versículo da la respuesta al grito desesperado del v. 24. Cierto que la frase -que
literalmente reza: «Gracias a Dios...»- no es una respuesta directa. Pero ¿es que existe de
hecho una respuesta a la existencia del hombre irremediablemente fallida en el pecado? En
cualquiera de los casos no es una respuesta que indique el modo con que el hombre podría
liberarse a sí mismo. La situación calamitosa del hombre hundido en el pecado es
precisamente lo que el cristiano ha de tener ante los ojos. Su «gracias a Dios» no puede
significar que ya ahora haya sido salvado hasta el punto de que ya no necesite contar para
nada con su pasado pecaminoso. Lo que Pablo presenta en el capítulo 7 a los cristianos es
justamente la imagen del hombre hundido en su pecado, y desde luego como exposición de
su propio origen del que se libera sólo por la gracia de Dios. Los cristianos han de seguir
considerando siempre y de modo serio la vieja esclavitud al pecado como su posibilidad
negativa, o mejor, como su imposibilidad.
El v. 25b no encaja bien realmente con la acción de gracias precedente. Echando una
mirada a través se intenta una vez más expresar con una fórmula la tensión del hombre bajo
el pecado. Probablemente se trata aquí de un añadido posterior, hecho por algún lector o
copista, que quiso compendiar la exposición del capítulo, difícilmente inteligible.
Lo que Pablo expone en Rom 7 como situación del yo precristiano, no se ha vivido así o
al menos no así simplemente, ni se ha descrito como una experiencia consciente. Pablo, sin
embargo, está persuadido de que ésta fue justamente la situación que vivió el hombre de
hecho no redimido, aun cuando no siempre con las mismas categorías experienciales. Pero
en realidad sólo desde su experiencia cristiana puede el hombre adquirir conciencia clara
de esta sustitución precedente; de tal modo que la postura del yo de cara a su situación de
no redimido en el tiempo pasado hay que definirla como una postura preventiva. En la
media en que el cristiano adquiere conciencia de su situación anterior, en esa medida
obtiene una idea clara, como yo, de su nueva existencia en la hora presente, determinada
por el Espíritu de Cristo (cf. 7,6). Así pues, el sentimiento del creyente sobre su yo
precristiano sirve para adquirir conciencia justamente de ese yo que ha obtenido por la
redención de Jesucristo. Esta es la idea que se desprende del contexto de los capítulos 7 y
8.
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CARNE/QUE-ES: Las posibilidades del hombre desde su propio ser han quedado
superadas. ¿Qué es el hombre? ¡Por sí solo nada más que «carne»! Eso es lo que el
capítulo 7 ha puesto bien en claro. «Carne» es la existencia terrena y presente del hombre
en contraste con su destino que es obtener la vida. Pero en el presente de la fe se
demuestra que la vida sólo la otorga el Espíritu. Es preciso dejarse conducir por este
Espíritu , y sólo en la medida en que el hombre corresponde al don y a las solicitaciones del
Espíritu, se convierte en «hombre según el espíritu».
No hay que olvidar que Pablo ve al hombre única y exclusivamente por Cristo y por su
obra salvadora. Por ello no hay que esperar una reflexión sobre el hombre en sí mismo.
Ciertamente que para Pablo existe el hombre en sí mismo, es decir el hombre que se cuida
de sí mismo y trabaja para sí, que comete el pecado, que no deja de hecho que Dios se
cuide de él y que en el fondo no espera la salvación de Dios, sino de sí mismo, porque
confía en sí mismo y para él el bien es procurarse la vida. Pero en realidad lo único que
encuentra es la muerte y, desde la perspectiva de Dios, su existencia aparece como una
enemistad divina. Pablo no deja la menor duda de que la única posibilidad del cristiano de
responder a la voluntad de Dios es precisamente la vida regida por el Espíritu.
Pablo habla directamente a los cristianos como a quienes están «en el espíritu». La
realidad que fundamenta este nuevo ser es «el Espíritu de Dios... en vosotros». «Espíritu
de Dios» y «Espíritu de Cristo» son la misma cosa. Lo decisivo es que se experimenta el
«Espíritu» como la realidad que define el presente, y desde luego en la vida de cada uno de
los creyentes lo mismo que en la universalidad y comunión de los creyentes, es decir, en la
comunidad. Tal vez no habría que considerar un hecho casual el que Pablo se dirija aquí en
plural a los hombres que están «en Cristo», de forma distinta que a los hombres anteriores
a Cristo y privados de él (capítulo 7). El Espíritu, que ha sido dado al creyente, es siempre
el Espíritu comunicado a la Iglesia de Jesucristo. Pero en la comunidad de los creyentes se
manifiesta también la fuerza determinante del Espíritu como una nueva vida de cada uno.
«En el espíritu» experimentamos la vida que ese espíritu produce. Y esa vida afecta al
hombre entero, al igual que el espíritu determina la realidad de todo el hombre. Ni es otro
el
contenido de la fórmula dialéctica relativa al «cuerpo» que «está muerto por causa del
pecado» y del «espíritu» que «es vida por causa de la justicia» (v. 10). Una y otra cosa,
«cuerpo» y «espíritu» indican la totalidad del hombre, aunque desde una perspectiva
distinta. El «espíritu» es aquí el fundamento de la nueva vida que penetra por completo al
hombre, hasta el punto de que éste ahora está «muerto» para el pecado.
El Espíritu otorga la vida, que significa la vida de la resurrección. La vida que el creyente
vive en la hora actual es la vida de Cristo resucitado de entre los muertos, y por lo mismo
es
ya un anticipo en la resurrección futura de nuestros «cuerpos mortales», gracias
precisamente al Espíritu que habita en nosotros. La posesión actual del Espíritu nunca
debe conducir a un desconocimiento del auténtico don del Espíritu, es decir, la vida del
futuro que Dios nos ha prometido y de la que nosotros no podemos disponer.
2. LA VIDA EN EL ESPÍRITU
(Rm. 08/12-17)
Como quienes están «en el espíritu» (v. 9) y viven ahora según la norma del espíritu,
ahora somos libres gracias a la acción liberadora de Dios. Y por ello, precisamente en
cuanto libres, somos «deudores», aunque nunca deudores de la «carne». Pues, la vida de
quien confía en su «carne», es decir, en sí mismo, conduce necesariamente a la muerte.
Por el contrario, nos oponemos a ella cuando, «con el Espíritu, dais muerte a las obras del
cuerpo». La idea que aquí late es la práctica pecaminosa en la que el «cuerpo» -o, lo que
es lo mismo, el yo del hombre- encuentra siempre placer. Tal práctica debe ser muerta por
el Espíritu, que nos capacita y nos guía hacia una nueva práctica cristiana (v. 14).
En el v. 13, la muerte y la vida aparecen como las dos posibilidades que se presentan al
cristiano. Pero ¿se le brindan realmente a su libre elección, de tal modo que pueda decidir
entre ambas? Si puede darse la libertad psicológica de elección o de decisión, ello se debe
a que esta libertad está ya intrínsecamente condicionada de forma bien explícita por el
poder del Espíritu que guía al cristiano en la fe. Todo lo que ahora le interesa es
mantenerse en la libertad que le ha otorgado el Espíritu. Así pues, la elección que el
cristiano debe hacer de conformidad con todo ello, consiste en adherirse al Espíritu, en
dejarse guiar por el Espíritu. Si no se mantiene firme ahí, necesariamente sucumbirá al
impulso mortífero del pecado.
Puesto que somos libres, somos realmente hijos de Dios (v. 14). Pues, el espíritu que
hemos recibido no es el «espíritu de servidumbre», sino el de «adopción», con el que nos
otorgan nuevas relaciones como hijos adoptivos de Dios (v. 15). Al acto liberador del Hijo
de Dios (v. 24) responde el nuevo estado de liberados como hijos de Dios, que por la
acción salvífica divina han entrado en posesión plena de sus derechos de hijos adoptivos
(v. 16s)34. Pablo recuerda estas nuevas relaciones con Dios, que los cristianos han
obtenido, para referirse una vez más a la libertad refrendada por Dios como base de la
nueva práctica de vida cristiana.
Así como la adopción de los cristianos lograda en el Espíritu se funda en el acto del Hijo
de Dios, así también éstos le dan una respuesta adecuada en su vida, por lo que se refiere
al padecer con él en el presente como a la glorificación con él en el futuro. Es curioso que
Pablo, de cara a la salvación, defina el presente como un «padecer con él», que tiene
asegurada la promesa de la gloria futura. Por lo que hace a la glorificación de los hijos de
Dios, en su nueva vida ellos sólo la experimentan de momento como un «todavía no»
dentro de «lo que ya han logrado». Lo cual no equivale precisamente a una ilusión, sino a
una promesa y esperanza. Pues, es justo el conocimiento seguro de la promesa de Dios en
la experiencia del Espíritu lo que no solamente hace que nos mantengamos firmes frente a
los trabajos del presente, sino que además nos mantiene esperanzados. Por todo lo cual el
caminar según el Espíritu hace que no despreciemos con un entusiasmo exaltado la
existencia en el mundo transitorio, sino que nos la presenta a una luz completamente nueva
y llena de sentido.
...............
34. Cf. Ga 4,4-7.
.............................
3. CERTEZA DE LA ESPERANZA
(Rm. 08/18-30)
El llamamiento del Apóstol a los fieles para que sean conscientes de su nueva dignidad
de hijos de Dios se cerraba al final del v. 17 con la promesa de que los que ahora
«padecemos» «seremos glorificados» en el futuro. Con ello apunta ya el tema que domina
los próximos versículos, a saber: la esperanza futura de los cristianos. Este tema es de una
importancia capital. De ahí que el desarrollo objetivo del Evangelio en la segunda parte de
esta carta no desemboque casualmente en la promesa del futuro que Dios tiene reservado
a los justificados por la fe.
La promesa cristiana del futuro tiene su fundamento en Dios y en su acción liberadora por
medio de la muerte y resurrección de Jesús. De la «gloria venidera» sólo puede hablarse
desde ese fundamento que ha sido puesto con Cristo. Por eso cuando el cristiano
contempla el futuro desde la nueva vida planteada en él e intenta alcanzar ese futuro
«lanzándose hacia por lo que está delante» (Flp 3, 13), no es una aspiración audaz de la
propia suficiencia, sino la verdadera tarea que le incumbe al cristiano en la hora presente.
La nueva vida, que ahora ya se le ha otorgado al creyente, reclama por su misma
naturaleza la consumación en la «gloria». La fe, por la que hemos sido justificados,
comporta la promesa de la gloria futura. Por eso, el cristiano sólo vive de la fe en cuanto
que permite la vigencia de la promesa del futuro. Una fe estrecha y que por lo mismo,
aportaría un consuelo precipitado, que sólo mirase hacia atrás, hacia la redención operada
una vez por Cristo, renunciaría a una de sus características esenciales; concretamente, a la
perspectiva de la gloria futura y a un impulso decisivo para la acción cristiana en el
presente.
El presente se define desde luego por los «sufrimientos». Son los sufrimientos del tiempo
final, los sufrimientos que se le derivan al cristiano de la época mundana que pasa, de sus
deficiencias, de sus fallos y desarrollos, que todavía no permiten ver claramente a la
«nueva creación» (2Cor 5,17; Gál 6,15) que ha irrumpido con Cristo. A esa categoría no
pertenecen sólo los sufrimientos y necesidades de cada uno de los creyentes, sino también
las situaciones sociales embarazosas de toda la humanidad, cuya cambiante expresión
histórica solicita constantemente a los creyentes a una conducta liberadora y con visión de
futuro. La consideración de la gloria futura no puede dejar a quienes creen en modo alguno
inoperantes de cara a los sufrimientos presentes, sino que los fieles, recordándose de la
dinámica revolucionaria de la esperanza, deben dar testimonio de la «nueva creación»
incluso en la práctica cristiana.
La salvación de Dios afecta a toda la creación. De ahí que pueda Pablo describir la
situación presente de las criaturas en general como una «anhelante espera». También la
creación en general existe por la promesa. Y será asumida en la «revelación de los hijos de
Dios», en la glorificación de éstos y asimismo liberada de su propia «vacuidad», para
alcanzar la «libertad de la gloria de los hijos de Dios». Aunque se supone claramente que la
gloria futura corresponde, en primer término y en sentido estricto, a los «hijos de Dios», no
se excluye, sin embargo, que la creación entera pueda ser glorificada con ellos. Al ser
llamados por Dios, los hombres no se aíslan del resto de la creación, sino que más bien son
llamados precisamente para convertirse en una «nueva creación» (2Cor 5,17; Gál 6,15) 35.
La visión esperanzada que el Apóstol tiene del futuro no deja nada que desear por lo que
hace a su universalidad y amplitud.
Por lo demás, esta visión amplia de toda la creación redimida no deja indiferentes a los
cristianos en la hora actual. Si la creación aguarda la «revelación de los hijos de Dios»,
quienes ahora pueden ya denominarse hijos de Dios, y que lo son en realidad, tienen que
asumir de forma nueva y seria su responsabilidad frente a la creación. En todo caso no
responde al pensamiento cristiano abandonar la creación a su propio destino
permaneciendo inactivos. El paso de la creación es un paso cargado de salvación, un paso
en la forma más salvífica que Dios le ha dado. Por eso, este mundo, que camina hacia su
salvación, tiene ciertamente un futuro, que los cristianos deben proclamar en toda su
realidad.
El v. 22 subraya una vez más que la creación entera se halla vinculada estrechamente
con nosotros. Es solidaria de lo perecedero que en ella impera por una necesidad transida
de esperanza, pues es en este mundo perecedero donde surgirá la «nueva creación».
Mas no solamente la creación en su conjunto, «también nosotros... gemimos». Cosa tanto
más sorprendente cuanto que ya hemos recibido al «Espíritu» como «las primicias» de la
gloria futura. Esta posesión del Espíritu no preserva de semejante solidaridad en la
indigencia con la creación entera. Y es en esta indigencia y transición así como en la
confirmación del Espíritu en medio de este mundo transitorio en que aparece la «adopción»
más bien como un bien futuro, si bien ya ahora hemos entrado de hecho en posesión de los
derechos de «hijos de Dios» (v. 15-17). Aguardamos esa adopción como un bien salvífico
futuro, en cuanto que significa la «redención de nuestro cuerpo» precisamente de la
caducidad de esta creación transitoria. De acuerdo con esto, el presente cristiano es algo
bien distinto de una existencia triunfal, es más bien la existencia de un hombre en la
necesidad en que el propio Espíritu le pone, y que continuamente se experimenta como una
tensión entre la creación vieja y la nueva.
Así, la frase «en esta esperanza fuimos salvados» puede sonar de primeras como una
limitación: solamente o únicamente en esperanza. Pero aquí Pablo no piensa en semejante
limitación cuando habla de que hemos sido salvos. Nuestra redención, que hemos obtenido
en Cristo y cuya victoria es don del Espíritu, la proclama Pablo sin duda alguna como una
redención ya lograda. Pero, si es una redención en esperanza, en este anuncio se
descubre la promesa inherente a nuestra redención de que en el futuro se manifestará lo
que ahora está oculto y que es ya como una realidad anticipada. La redención futura, que
aguardamos con paciencia, no es una redención distinta y posterior de la que ya hemos
alcanzado en Jesucristo, sino que será la manifestación de «lo que ahora no vemos
(todavía)» (v. 25). La paciencia que nosotros los cristianos debemos desplegar a este
respecto, consiste precisamente en que no corremos tras ninguna otra cosa, tras ninguna
otra promesa, que puede parecer más fácil y apremiante, pero que en realidad no haría más
que desviar nuestra mirada de la llegada de la verdadera promesa. La esperanza de los
cristianos aguarda la llegada del Señor, que vendrá en su gloria.
...............
35. Véase Is 65,17: «Pues, he aquí que yo creo un cielo nuevo y una tierra nueva.»
...............
La certeza de nuestra esperanza nos permite soportar con paciencia «los sufrimientos del
tiempo presente» (v. 18). Por lo que hace a la parte que nos afecta de esos sufrimientos
sabemos con esa certeza que «todas las cosas cooperan al bien» nuestro. Lo cual no
significa que para los cristianos todo resulte más fácil de como puede aparecer desde una
consideración meramente naturaL ni que les resulten más llevaderos que a los demás sus
padecimientos y penalidades. Por el contrario, los sufrimientos son siempre sufrimientos,
aun cuando se integren en la esperanza del cristiano. La esperanza cristiana no permite
superarlos tan fácilmente como una y otra vez han creído erróneamente los carismáticos
exaltados. Por consiguiente, Pablo no predica una indiferencia estoica frente a las
experiencias penosas de la vida, sino la certeza de la esperanza en todos los sufrimientos.
Esta certeza encuentra en el v. 28 un mayor relieve desde un doble aspecto. Es la
certeza de quienes «aman a Dios» y que han sido «llamados» según el decreto
misericordioso de Dios. Que nosotros amemos a Dios no es mérito nuestro ni tampoco
producto de nuestro esfuerzo; no es fruto de nuestra inclinación y buena voluntad, sino que
es «el amor de Dios... derramado en nuestros corazones» (5,5), el amor con que Dios
«viene en ayuda a nuestra debilidad» (8,26) y que en nosotros se convierte en la postura
de los «hijos de Dios», (8,16s) que todo lo supera. Quienes aman a Dios no son
ciertamente distintos de aquellos a los que Dios ha llamado en su voluntad salvífica
precedente y universal. Cómo Dios ha trazado esta vocación y cómo la ha llevado a
término
lo exponen los versículos 29-30 en una especie de eslabonamiento.
Cada uno de los eslabones de esta cadena 36 está unido a los otros de tal modo que
desarrollan la única acción salvífica de Dios en favor de los hombres en sus diversos
aspectos. Se parte de la vocación que Dios ha hecho llegar a los hombres por medio de
Jesucristo (v. 28 y 30). Es la llamada que se escucha y a la que se responde con la fe de
los cristianos y con la conducta según el Espíritu. La vocación de Dios es universal como
también es universal la fe, en cuanto los hombres aceptan de hecho esa llamada que se les
dirige y llegan así a la fe.
Desde esta orientación, universal por esencia, de la acción de Dios que llama a la
salvación no hay que esperar que los eslabones de la cadena mencionados en los v. 29 y
30, al igual que los anteriores y los siguientes, expresen una limitación de la salvación a
determinados hombres o grupos de hombres, que han podido aportar ciertos requisitos para
obtener esa salvación. Por el contrario, las primeras expresiones sobre la presciencia y la
predestinación atribuyen a Dios de tal manera la acción salvífica y vocacional, que en
definitiva la vocación experimentada en la fe sólo puede entenderse como un
acontecimiento salvífico que no está en la mano del hombre sino quo depende sólo de
Dios.
Pero al hablarse en este contexto de la predestinación, se puede entrever en ella de modo
especial el objetivo de la acción salvífica de Dios de cara a la imagen cristiana de la
salvación. Dios ama a los creyentes como a hijos suyos, y por lo mismo también como a
hermanos de Cristo.
En la llamada que Dios hace a los creyentes están incluidas la justificación y la
glorificación de éstos (v. 30). Pues por la fe a la que hemos sido llamados por Dios, y sólo
por medio de esa fe, somos justificados (cf. 3,27.28; 5,1). Resulta sorprendente que el
despliegue de la acción salvífica de Dios sobre los creyentes abarque también la
glorificación, y de tal modo que aquí esa glorificación aparece ya como realizada, en tanto
que 5,2 y 8,18 la prometen como futura. Pero en el pensamiento del Apóstol el bien futuro
de la gloria de Dios se les comunica ya ahora a los creyentes inicialmente, junto con «las
primicias del Espíritu» (v. 23) y, lo que viene a ser lo mismo, con la justificación del
pecador
ya realizada. Es precisamente esta inclusión la que permite poner en claro cómo el futuro
esperado no nos aporta un bien salvífico distinto del que ya se nos ha otorgado por medio
de Jesucristo, y cómo Dios, según afirma el v. 32, de hecho nos lo «ha dado todo» al
darnos a su Hijo.
...............
36. En la exposición de los padres de la Iglesia esta serie de actos salvíficos de Dios viene
valorada como la
«cadena de oro». La especulación dogmática posterior se interesó de modo especial por las
afirmaciones
del Apóstol sobre la predestinación y elección divinas, cayendo en su búsqueda de una
pretendida doctrina
paulina de la predestinación en el peligro de desconocer la afirmación central y constante
del Apóstol acerca
de la causalidad del único acto salvífico de Dios, que no puede deducirse con criterios
humanos y morales.
...............
4. CONCLUSIÓN NOSOLÓGICA
(Rm. 08/31-39).
De este modo la profesión de fe en Jesucristo permite al final una vez más -y echando
una mirada a todos los «sufrimientos del tiempo presente», cuya descripción adquiere
singular relieve con la cita del Salmo 44,23- cantar en forma de himno la certeza de la
salvación presente y futura. Es una alabanza al amor de Dios, que él nos ha demostrado en
Jesucristo y en cuyo amor sabe el Apóstol que se sostiene y funda la salvación del mundo.
Manteniéndonos inconmovibles en ese su amor, nuestra existencia quedará vencedora por
encima de todo, pues a través del acuerdo de nuestra existencia creyente con el amor de
Dios, y sólo así, pueden superarse todas las fuerzas y potencias que le ponen trabas.
Mientras mantengamos firmes esa unión con Dios, se afianzará nuestra libertad para la
que hemos sido liberados (cf. 8,2), como libertad de la servidumbre del pasado y
alcanzamos de hecho «la libertad de la gloria de los hijos de Dios» (8,21).
El tema principal de la parte primera de la carta a los Romanos es, pues, la revelación de
la justicia de Dios en el Evangelio y como Evangelio (1,17). Que Pablo trate de la justicia
de
Dios para proclamar la acción salvífica en Cristo a favor de la humanidad pecadora y para
interpretar esa acción en forma de mensaje, hay que atribuirlo en buena parte al
enfrentamiento del Apóstol con la tradición judía y restablecimiento de ésta en el
cristianismo naciente. Al final del capítulo 8 aparece el concepto de amor de Dios, que a
primera vista podría descubrir una tensión contradictoria con el concepto de la justicia
divina. Pero, lejos de ver una oposición entre ambos conceptos, Pablo descubre su
correspondencia y unidad objetiva. La justicia de Dios que redime y crea la salvación no es
más que su amor a nosotros. De este modo -y no por primera vez en el capítulo 8, sino ya
antes en 5,5.8- el concepto de «amor de Dios» se convierte para nosotros en un desarrollo
singularmente luminoso y en una aclaración cargada de promesas de lo que a lo largo de
toda la carta se describe como la justicia de Dios que se ha manifestado en Cristo.
(_MENSAJE/06.Págs. 125-159)
Parte tercera
ISRAEL
9,1-11,36
En el contexto de toda la carta los capítulos 9-11 parecen a primera vista como una gran
interpolación sobre un tema distinto. Pablo afronta ahora el destino de Israel. La pregunta
se
la formula precisamente dentro del anuncio del mensaje de la justificación. Y es ahí, por lo
mismo, donde hay que buscar el engarce que enlaza estos tres capítulos sobre Israel con el
tema principal de la carta a los Romanos.
¿Qué ocurre con Israel, si todo depende de Jesucristo y no ya de la ley? Puesto que
Cristo es «el final de la ley» (10,4). Israel, sin embargo, no se ha convertido. Pretendió
permanecer fiel a su especial elección por parte de Dios, pese a lo cual ha marrado, al
presente, el blanco de su elección histórica. Con ayuda del concepto de elección Pablo se
esfuerza por comprender que con su conducta Israel se ha excluido a sí mismo de la
«justicia de Dios», que ahora se ha manifestado, y contra la cual pretendió Israel asegurar
su propia justicia (10,3). La acción selectiva de Dios adquiere ahora toda su importancia en
la Iglesia universal formada por judíos y gentiles. Pero al propio tiempo siempre
permanece
orientada hacia el Israel histórico. Esta tensa simultaneidad temporal de rechazo y elección
hay que tenerla en cuenta a lo largo de los tres capítulos. Y en ella busca el Apóstol la
solución del problema de Israel.
Los capítulos 9-11 no representan, por lo mismo, una divagación, sino que constituyen un
último desarrollo, de marcado acento histórico-teológico del tema único, que no es otro que
el Evangelio para los judíos y para los gentiles. También Israel tiene que convertirse, y al
propio tiempo tiene que volverse hacia los gentiles, tiene que contarse entre los
necesitados para así salvarse.
Con el v. 6 toca el Apóstol una objeción posible, aunque no explícita, que proyecta una
cierta duda sobre la fidelidad de Dios a sus promesas. Si todos esos timbres de honor,
señalados anteriormente, tienen una legitimación intrínseca, deberían confirmarse al
presente, habida cuenta de la fidelidad de Dios a su palabra. La respuesta a esta objeción
la da Pablo con un pasaje de la historia de las relaciones de Yahveh con su pueblo. En él
se muestra que siempre se trata de una acción gratuita de Dios que elige y dispone
libremente teniendo en cuenta sus promesas y su cumplimiento. Con sus promesas Dios se
liga a la historia de los hombres, sin dejarse coartar ni detener en la libertad de su
actuación soberana por las especulaciones y exigencias humanas. Eso es precisamente lo
que debe poner en claro la historia de Israel, que es al mismo tiempo una historia de
promesas, de elección y de cumplimiento. La acción y el gobierno de Dios en la historia de
Israel siempre está, sin embargo, orientada hacia el pueblo que no es el «Israel según la
carne» (lCor 10,18) sino el «Israel de Dios» (Gál 6,16). Eso, y no otra cosa, es lo que
afirma
esta frase breve y rotunda: «Es que no todos los que descienden de Israel son Israel» (v.
6b). Con ello no se enfrenta un Israel al otro, sino que lo que se pretende aclarar es que
Dios siempre ha amado y protegido a su Israel a lo largo de toda la historia israelita.
I/ISRAEL:No deja de tener su importancia el que ya en este pasaje nos encontremos con
que se aluda a la Iglesia como al verdadero Israel de un modo inequívoco. Con toda certeza
la Iglesia de los que creen en Cristo y que ya existe al presente se relaciona aquí con la
acción soberana del Dios que elige. Pero en un primer momento la mirada se dirige hacia el
Israel de la historia de la alianza y de las promesas, como aparece en el testimonio de la
Escritura. En esa historia y a través de la misma Dios se revela ya como el Dios de su
Israel. Y es en esta perspectiva en la que hay que entender los versículos siguientes.
La descendencia carnal de Abraham no significa por sí sola que sus hijos según la carne
sean realmente «hijos» suyos sin excepción (v. 7). Esta idea surge en el Nuevo Testamento
con la predicación de Juan Bautista, que ha encontrado un eco múltiple 37. Lo que aquí se
entiende por «hijos» lo explica con más detalle el v. 8. Pablo empieza por aclarar la
afirmación del v. 7a mediante un ejemplo sacado del enfrentamiento que el Antiguo
Testamento establece entre los dos hijos de Abraham. Que la elección divina recayese
sobre Isaac, y que de este modo la pertenencia a la descendencia de Abraham sólo se
transmitiese a través de Isaac, es cosa exclusiva de Dios 38. Tal elección no se puede
investigar desde el campo meramente histórico. Aquí se demuestra que la historia de Dios
no coincide simple y llanamente con la historia, aun cuando se realice constantemente
dentro de nuestra historia.
El resultado de esta unión cargada de tensiones entre la acción de Dios y la historia
externa de su pueblo es éste según el v. 8: «No por ser hijos de la carne, éstos son hijos de
Dios; sino que los hijos de la promesa son los que cuentan como descendencia.» Se
contraponen los «hijos de la carne» y los «hijos de la promesa». Entre ellos se encuentra la
acción electiva de Dios. De momento todavía no se formula explícitamente el problema
que
surge al respecto -¿dónde está, pues, la justicia de Dios?-, que se afrontará de forma
temática en el v. 14. Por el contrario en el v. 8 habrá que probar cómo los «hijos de Dios»
deben por completo su adopción a la intervención de Dios que elige; pues, depende
exclusivamente de Dios quién ha de contarse «como descendencia» de Abraham. Por
supuesto que, pensando en 8,15-17, no se puede pasar por alto que el concepto de «hijos
de Dios» sólo adquiere su verdadero sentido en relación con el acontecimiento cristiano de
la hora presente.
Lo que importa, pues, es la promesa de Dios; sólo por ella puede valorarse la historia de
Dios con su pueblo. Así lo subraya una vez más el v. 9 echando un vistazo al caso de
Isaac.
...............
37. Cf. especialmente Mt 3,9; Lc 3,8; Jn 8,33.37-47.52-59; Rm 4; Ga 3.
38. Véase la confrontación entre las dos mujeres de Abraham, Sara y Agar, en Ga 4,21-31,
donde -aunque de
forma diversa que en Rom 9- el esfuerzo por demostrar que los cristianos son el verdadero
pueblo de Dios,
condiciona de antemano la identificación alegórica de Isaac con la Iglesia.
...............
Pablo enlaza un ejemplo con otro. Para ello la historia de Israel le brinda el material
deseable. Mas tampoco aquí debe centrarse la atención del lector en el cómo ni en el
porqué. El inciso del v. 11b y 12a señala inequívocamente el punto que aquí interesa.
También en este pasaje se contraponen dos hijos. Sólo que sus relaciones experimentan
un cierto desplazamiento en comparación con el ejemplo precedente: no se trata de los
hijos de dos madres, sino de una madre y de un padre. Aquí cuenta la circunstancia de
entrar en juego dos hermanos gemelos. Todo ello contribuye aún más a poner de relieve el
dato sobre la elección de Dios. Con ello parece que se subraya con mayor fuerza aún que
antes el hecho de que ningún antecedente humano histórico condiciona la elección de Dios.
El v. 11a destaca una vez más la libertad de acción del Dios que elige: los mellizos no
habían nacido aún ni habían hecho nada bueno ni malo, cuando -según el v. 12b-se le
comunicó a Rebeca la palabra de la promesa divina.
Así, pues, hay que aceptar la libre elección en la acción y disposición divinas (v.
11b-12a). Es precisamente esa su acción electiva la que alcanza su objetivo, que en
definitiva es la salvación, que Dios otorga y con la que culmina la historia de su pueblo. Es
verdad que Pablo no expone todavía aquí expresamente el resultado de sus reflexiones.
Pero, teniendo en cuenta el v. 6, tampoco se debe olvidar que Dios se ha ligado con su
palabra a Israel y que se trata en general del problema de Israel, y no sólo de exponer un
tratado sobre la providencia de Dios y la libertad de su acción. Pero el giro del v. 12a: «La
cual no depende de las obras», indica claramente que no puede separarse el problema
fundamental de Israel de la teología de la justificación. Esto es lo que aparecerá con mayor
claridad en los versículos siguientes.
El v. 13 presenta una última fórmula de la idea de la elección, que irrita el sentimiento
natural del hombre, y eso con palabras de la Escritura: «Amé a Jacob, y a Esaú aborrecí»
(Mal 1,2s). El acento de la frase recae, según la interpretación de Pablo, en la acción de
Dios que elige libremente. Mas la libertad de Dios no consiste en que muestre amor hacia
una parte y odio hacia la otra, sino en que allí donde derrama amor, allí está él. Y esto es lo
que se demostrará con el otorgamiento de la gracia divina en Cristo. Que no por ello
desaparece sin más la ira de Dios como fondo oscuro de la actuación de la gracia, es lo
que ya hemos visto en el contexto tenso de los capítulos 1-4.
Los v. 22 y 23 presentan una forma incompleta; pero aun faltando la conclusión, resulta
claro el objetivo a que apuntan. Teniendo en cuenta la historia, que discurre de hecho
según los planes de Dios, se solucionan todas las dificultades teóricas de los hombres que
interrogan. Contra la acción predestinante y electiva de Dios ni el crítico más receloso
puede aducir nada, cuando ve que la revelación de la ira de Dios sobre los «vasos de ira»
no se realiza de forma caprichosa -ciertamente que para demostrar su poder, mas no de
forma caprichosa-, y cuando ve que en definitiva lo que Dios pretende es manifestar su
gloria a los «vasos de misericordia» con fines de salvación. De cara a esta manifestación
salvadora «soporta Dios con inmensa paciencia» a los vasos de ira «destinados a la
perdición». Es evidente que la idea de la predestinación aparece totalmente permeada por
la presente experiencia del amor misericordioso de Dios, alejando por lo mismo de ella el
carácter de una lúgubre fatalidad. Pues la misericordia de Dios se ha mostrado al presente
como su poder creador en el nuevo pueblo escogido que forman los judíos y los gentiles.
Son precisamente éstos, que parecían perdidos, los hijos de la ira, judíos y gentiles, los que
se convierten en hijos de su misericordia. En este nuevo acto creador se demuestra ahora
la libre elección de Dios como una elección misericordiosa.
Con ello Pablo no se contenta con enlazar el presente con la historia pasada, de la que
antes ha sacado los ejemplos ilustrativos en favor de la actuación de Dios que elige. El
presente cristiano no es sólo un ejemplo histórico, sino justamente el presente manifiesto
del Dios elector, que se crea su Israel con judíos y gentiles.
Dios nos llamó como «vasos de misericordia». Con ello se refiere el Apóstol a la
comunidad cristiana de Roma, que se conecta aquí con todos los que creen en Cristo. La
llamada creadora de Dios se nos dirige a nosotros, que respondemos con la fe a ese
llamamiento. Son judíos y gentiles aquellos a quienes ha llegado la llamada de Dios en el
Evangelio, y no solamente «de entre los judíos, sino también de entre los gentiles». Entre
los vasos de ira Dios se procura los vasos de su misericordia. Y los elige libremente. Pero
su elección no tiene lugar en una mera continuidad histórica con el viejo Israel, sino
quebrando precisamente la historia del antiguo Israel en favor de un Israel nuevo y
universal. Israel tenía justamente que interrumpirse en favor de la universalidad ilimitada
de
la acción salvadora de Dios, a fin de que el nuevo Israel de Dios adquiriese su forma
auténtica y definitiva.
Pablo desarrolla en este pasaje el problema de Israel ayudándose de la idea
veterotestamentaria sobre el pueblo de Dios. Así se demuestra que el problema que
constituye la historia de la elección de Israel, no se soluciona por sí mismo a través de las
reflexiones sobre la historia de esa elección, sino mediante la contraposición de Israel y la
Iglesia, lo que equivale a decir, mediante la confrontación entre el antiguo pueblo de Dios y
el nuevo.
1. LA «PIEDRA DE TROPIEZO»
(Rm. 09/30-33)
2. LA PROPIA JUSTICIA
(Rm. 10/01-03)
3. LA NUEVA JUSTlClA
(Rm. 10/04-13)
Con toda la claridad deseable subraya el Apóstol una vez más el carácter universal de la
nueva justicia que se abre en Cristo. Esto lo hace refiriéndose al valor universal de la
soberanía de Dios: uno mismo es el Señor de todos. Para alcanzar la plenitud, esta
soberanía universal de Dios en Cristo tiene que comprender también a Israel. Bajo esa
soberanía ya no hay «diferencia» entre judíos y gentiles. Éste es ciertamente el aspecto
histórico-salvífico del problema, que es el mismo Israel; pues, como pueblo elegido de
Dios,
siempre debía tener ante los ojos lo que le diferenciaba del mundo pagano. De otro modo
¿dónde se manifestaba el hecho de la elección? En Cristo resulta patente que la elección
encuentra precisamente su manifestación en el hecho de que todas las esperanzas
humanas, incluso las esperanzas e ideas de Israel sobre la justicia, vienen superadas por
Dios mismo, y en que Dios llama a todos los hombres sin distinción alguna. La igualdad de
cara a la salvación obtenida supone la igualdad en el pecado; supone que «todos pecaron
y están privados de la gloria de Dios» (3,22s). De ahí que también a Israel interese volverse
hacia ese Señor.
4. ISRAEL ES INEXCUSABLE
(Rm. 10/14-21)
18 Pero pregunto: ¿Es que no oyeron? ¡Claro que sí! «Por toda la
tierra se difundió su voz, y hasta los confines del mundo llegaron sus
palabras» (Sal 19,5).
Israel oyó, puesto que el Evangelio ha resonado «por toda la tierra». Las palabras del
salmo citadas aquí no hablan ciertamente, en su sentido original, del Evangelio como
«palabra de Cristo» (v. 17), sino de las obras de la creación en las que Dios se manifiesta.
Pero el Apóstol puede aplicar este acontecimiento revelador, cantado en el salmo del
Antiguo Testamento, a la predicación del Evangelio, sin intentar hacer violencia al texto.
Pues, todas las palabras de Dios ya pronunciadas encuentran en el Evangelio su verdadero
y definitivo alcance. Por ello afirma Pablo del Evangelio que sus ecos han resonado por
toda la tierra. Ha sido proclamado para todo el mundo y con el anuncio del Apóstol está
corriendo por todo el planeta, hasta llegar a Roma y aún más allá. Pese a todo, Israel no ha
alcanzado la fe, y eso es lo que constituye su culpa delante de Dios.
¿Qué le falta aún a lsrael para escuchar el Evangelio? ¿Le falta sólo el reconocimiento?
Pero precisamente Israel debería haberlo reconocido antes que nadie, puesto que se jacta
de conocer la voluntad de Dios y aquello que más interesa en las relaciones con Dios (cf.
2,18). Pero, evidentemente, el hombre no alcanza la fe mediante ese pretendido
conocimiento sino gracias al Dios que llama. Así lo demuestra la vocación de los gentiles,
que han sido llamados siendo un «pueblo insensato» y que, por lo mismo, no contaban con
ninguna disposición para ese reconocimiento.
De este modo ha quedado anulada la prioridad de Israel en la historia de la salvación.
Dios se ha revelado a un «pueblo que ni siquiera es pueblo», a «los que no me buscaban...
a quienes no preguntaban por mí». Todo esto lo ha hecho Dios para hacer «tener celos» al
pueblo de Israel. Pues, ni aun ahora ha olvidado Dios a Israel ni le ha abandonado sin más.
«Todo el día» -lo que se extiende también al presente- Dios extiende sus manos «hacia un
pueblo indócil y rebelde». La elección de Israel no es algo puramente casual, puesto que
ahora mismo el Dios de la elección sigue actuando en ese sentido. El camino de «los
celos» o de la emulación bien puede ser en definitiva el camino por el que Israel recupere
lo
que de hecho ya ha perdido.
(_MENSAJE/06.Págs. 160-186)
1. EL «RESTO» DE ISRAEL
(Rm. 11/01-10)
Habida cuenta del presente cristiano, el problema de Israel se plantea ahora en estos
términos: ¿Es que Dios ha desechado a su pueblo? Afirmarlo equivaldría a sacar una
consecuencia falsa de las reflexiones expuestas en los capítulos 9 y 10. Pablo no ve en
Israel al pueblo desechado como contrapuesto radicalmente al nuevo pueblo de Dios que
ha sido aceptado en razón de la fe. Por lo que hace al presente, hay que reconocer de
modo manifiesto que Dios se ha reservado un «resto» de Israel, el cual ha entrado en el
nuevo pueblo de Dios. A este respecto el Apóstol puede empezar aduciendo su caso
personal. Pablo pertenece al pueblo de Israel, es heredero legítimo de Abraham y
concretamente de la tribu de Benjamín. Esta primera alusión, a la que seguirán otras, debe
contribuir a reforzar lo que Pablo tiene ahora que decir sobre el destino de Israel. Dios no
ha desechado a su pueblo que antes eligió. La elección y promesas hechas a Israel, que
encuentran su confirmación en la misma fe de los individuos que creen en Cristo, a la que
pueden seguir otros y finalmente Israel como pueblo. Pero de momento Dios ha empezado
por actuar en Israel provocando una crisis por medio del Evangelio. Al igual que en 9,s13
había que distinguir entre el Israel histórico y material y el Israel de Dios, entre los «hijos
de
la carne» y los «hijos de la promesa», así ahora hay que reconocer la elección como
referida a un «resto».
Lo que ocurre al presente en Israel tiene un precedente profético en Elías y en los siete
mil hombres que Dios se ha «reservado». Elías fue perseguido un tiempo por Jezabel, la
esposa del rey Acab que se había entregado a la idolatría. En tal situación el profeta se
queja a Dios contra Israel. Israel es un pueblo apóstata, sólo el profeta se ha mantenido fiel,
y aun ahora le persiguen a muerte. Pero Dios va más allá de la desesperación de su
profeta. Con los siete mil hombres, que Dios se ha «reservado», Dios continúa su causa en
Israel. Ese mismo hecho se repite al presente, o mejor dicho, lo que ahora ha acontecido
con los israelitas que se han convertido a la fe cristiana, adquiere una importancia especial
por el hecho de que Dios se los ha reservado para poder ser reconocido, incluso ahora, al
igual que en la historia de Israel, como el Dios de la elección.
Lo que ha ocurrido ahora, «en el tiempo presente» (cf. 3,26), se define por la acción
electiva de la gracia en Jesucristo. El «tiempo presente» es, por lo mismo, un tiempo de
salvación en un sentido único e incomparable. Pues, no se trata simplemente de una época
cualquiera, sino el tiempo en el que Dios nos sale al encuentro en Jesucristo y su Evangelio
creando la salvación. Esta condición escatológica define también al «resto» que Dios se ha
«reservado» (v. 3; cf. 9,27).
Pablo no habla de un cierto «resto» indeterminado. El judaísmo coetáneo estaba
perfectamente familiarizado con la idea de un «resto» entresacado de Israel 40. Con tal
resto aparece al presente el pequeño puñado de los israelitas que creen en Cristo. Pero el
acento no recae tanto en la salvación del resto, por contraposición consagrado a la ruina,
sino sobre el hecho de su «elección» por parte de Dios, y desde luego «por gracia». Así ha
entendido Pablo su ser cristiano: ha sido elegido por gracia, lo cual quiere decir que no lo
ha sido por las obras. Por lo mismo, no presenta su ser cristiano con una arrogancia
farisaica frente a Israel, sino que acentúa el carácter inmerecido de esa elección gratuita
para ser cristiano.
Pero el resto que al presente ha sido elegido por Dios no es todavía la meta de la acción
salvífica de Dios. Respecto de Israel como pueblo este resto aparece más bien como una
muestra preliminar de la actuación del Dios que elige. Su objetivo sigue siendo siempre la
totalidad del pueblo de Israel, como se demostrará de forma más clara en los versículos
siguientes.
...............
40. La idea del «resto», bien conocida del Antiguo Testamento, se difundió sobre todo entre
los grupos y
movimientos apocalípticos del judaísmo, alcanzando en ellos una importancia notable.
Véase el Henoc
etiópico 83,8; 90,30; 4Esd 9,7; 12,34; 13,48. La comunidad de Qumrán se vio a si misma
como el «resto»
escogido por Dios de entre el Israel que se había desviado de la alianza: «Pero porque se
acordó de la
alianza con los patriarcas, se ha reservado un resto en Israel y no han sido entregados a la
destrucción»
(CD 1,4s). Resulta notable que, por lo contrario, en la teología rabínica la idea del resto
pasa a un segundo
plano tras la espera de la salvación de todo Israel.
...............
Del «resto» elegido se desprende, sin embargo, una luz para la totalidad del pueblo de
Israel. Como la gracia de Dios ha aparecido «en el tiempo presente» y la mayor parte de
Israel no ha tomado conocimiento de ella, sino que sigue empecinado en su principio de las
obras, sobre Israel pende necesariamente el juicio. Y es que el juicio viene a ser el reverso
de la gracia. Así como la gracia está subordinada a la elección y a la fe, así el juicio lo está
al endurecimiento y a las obras. No cabe la menor duda: el resto elegido se convierte en
signo del juicio contra Israel. La gracia rechazada es al presente la razón de ser del juicio.
Mas no se trata de un juicio aniquilador, desprovisto de misericordia y de gracia; bajo el
juicio presente se mantiene más bien la elección, y la gracia vuelve a alumbrar como una
posibilidad para el futuro de Israel. Las citas del Antiguo Testamento en los v. 8-10
subrayan, sin embargo, de forma explícita y en primer término el juicio que ha llegado en
la
hora presente como endurecimiento, sordera y obscuridad sobre Israel.
a) Provocación a celos
(Rm. 11/11-16)
11 Y ahora pregunto: ¿Tropezaron para quedar siempre caídos? ¡Ni
pensarlo! Al contrario, por un mal paso ha venido la salvación a los
gentiles, a fin de provocar celos en aquéllos. 12 Ahora bien, si ese
mal paso de aquéllos es riqueza para el mundo, y su reducción a un
resto es riqueza para los gentiles, ¡cuánto más lo será la inclusión
total de aquéllos!
Pablo se dirige aquí abiertamente a los gentiles, y más en concreto a los cristianos
procedentes de la gentilidad. Para ellos la conexión intrínseca de su salvación con la
elección de Israel representa una obligación constante hacia ese pueblo. De ahí también
que Pablo tampoco entienda su ministerio de «apóstol de los gentiles» -que, por otra parte,
intenta desarrollar con la plena entrega a la salvación del mundo pagano- como un volver la
espalda a Israel, sino más bien como una incitación indirecta a su pueblo para que se sume
al ejemplo de los gentiles y busque y obtenga la salvación únicamente por la fe en Cristo.
La primera parte del v. 15 repite la idea de los v. 11s. En la segunda parte la idea se
desvía hacia una nueva afirmación. Sin duda alguna que al rechazo provisional de Israel
responde su acogida definitiva por parte de Dios. Pero ésta no es algo natural, sino tan
extraordinario como «un retornar de entre los muertos a la vida». Esa es la vida que se vive
al presente como una libertad otorgada por Dios frente a las obras mortíferas de la ley. Si
Israel se aparta del anticuado principio de las obras, Dios lo tornará a la vida. El hecho
mismo de apartarse de las obras hace que la gracia de Dios se ponga en acción para crear
la vida.
Lo que el pueblo de Israel será alguna vez, lo será única y exclusivamente por la gracia
de Dios que suscita a una nueva vida.
Mediante una doble comparación llega Pablo a introducir una vez más, y en conexión con
lo precedente, la idea de la elección. La elección histórica de Israel por Dios no ha
desaparecido sin dejar hueLla, sino que mantiene su eficacia hasta en la hora presente. La
primera imagen está tomada del campo litúrgico. Mediante la ofrenda de «las primicias» de
la cosecha del año queda santificada toda la «masa» 41. Idéntica es la relación que media,
por lo que hace al Israel de la hora presente, que ya ha sido cualificado en sus «primicias»,
las cuales aquí no pueden ser otras que los patriarcas.
En la segunda comparación, la imagen se desvía un poco de la precedente, porque
Pablo no dice que si la raíz es santa, lo será también todo el árbol, sino que «también lo son
las ramas». Evidentemente que, al establecer la comparación, el Apóstol está pensando ya
en su argumentación ulterior. Por cuanto la santificación, según las ideas
veterotestamentarias, supone siempre una segregación para Dios, la acción divina que
segrega y elige se pone también de relieve por lo que a la santidad de las ramas se refiere,
como demostrará Pablo en los versículos siguientes.
Esta segunda comparación sirve al propio tiempo en el contexto como transición para el
discurso alegórico del olivo (v. 17-24), aunque la imagen del v. 16b no haga pensar todavía
en un olivo.
b) El olivo silvestre
(Rm. 11/17-24)
El lenguaje metafórico del olivo silvestre y del buen olivo hay que entenderlo en conexión
real con todo el problema de Israel. Pablo plantea a sus lectores esta cuestión en cuanto
que, pese a la obstinación presente de Israel, ya no puede caber la menor duda de que esa
obstinación es transitoria y de que aun en el mismo endurecimiento hay esperanza en razón
precisamente de la fidelidad de Dios a sus promesas. Si al presente algunas de las
«ramas» (cf. v. 16) han sido desgajadas del olivo bueno, cuya existencia se debe a la
elección de Dios, esto no solamente ha ocurrido para que dejen lugar a las ramas del olivo
silvestre, sino también porque en ellas tiene que manifestarse el juicio de Dios y porque
Dios tiene poder para terminar injertándolas de nuevo (v. 23s). Pablo tiene ante los ojos
este objetivo, aun cuando de primeras empiece su discurso amonestando a los cristianos
procedentes de la gentilidad para que no se engrían contra Israel (v. 18). El tema del que
Pablo quiere hablar determina hasta tal punto la imagen, que no es posible volverse contra
ésta, aunque en la práctica la que se injerta en el olivo silvestre es la rama buena, y no al
revés, como aparece aquí 42. Lo que importa demostrar es que Dios hace su elección en
favor de Israel y que también los gentiles tienen parte en esa elección israelita.
Con relación a Israel, y por causa de su propio origen, el cristiano gentil es un «olivo
silvestre»; Israel, al contrario, es el olivo bueno que Dios ha plantado43. De su savia y raíz
participa el cristiano procedente de la gentilidad. Estas relaciones entre Israel y los
cristianos gentiles no son reversibles, aun cuando las ramas hayan sido desgajadas del
olivo de Israel y Dios acabe por reinjertarlas (v. 23s).
Tras los versículos 19-22 se transparenta la tentación cristiana de enorgullecerse contra
el Israel incrédulo y de olvidar que el cristiano está firme por la fe, o, lo que es lo mismo,
por
la gracia del Dios que elige. El que Pablo llegue incluso a amenazar al orgullo de los
cristianos con la severidad de Dios, hace pensar que ya en su tiempo hizo sus primeras
apariciones algo que tenía que ver con el funesto fenómeno que más tarde iba a
manifestarse más claramente como un antisemitismo cristiano. Tal vez Pablo había de
encontrarse con ciertas tensiones entre los judeo-cristianos y los cristianos gentiles de
Roma.
...............
41. Cf. Núm. 15.17-21. Ciertamente que de este pasaje no se deduce sin más la conclusión
que saca Pablo en
Rom 11,16 (también lo es la masa).
42. H. LlETZMANN observa al respecto con una cierta ironía: «Pablo era justamente un
hombre de ciudad,
mientras que Jesús era un hombre del campo.» De hecho las parábolas tomadas de la
naturaleza las
desarrolla mejor Jesús que el apóstol Pablo.
43. Así ya en el AT; por ejemplo, Jr 11,16.
...............
Si al final, incluso aquellos de Israel, que dejan de lado su incredulidad, vuelven a ser
reinjertados, ello no será por causa de su elección primitiva, sino únicamente por obra de
Dios que puede hacerlo en exclusiva. En esta reinserción, que no sólo tiene carácter de
restauración sino de creación nueva, acabará por demostrarse que el Dios de la elección
sigue siendo siempre el Dios fiel a sus promesas a través de todos los aprietos y
dificultades de la historia de Israel, el Dios cuya palabra nunca queda sin efecto (9,6). El v.
24 («¡con cuánta mayor razón!») permite conocer hasta qué punto esta idea responde a los
afanes del Apóstol. No obstante lo cual, también Pablo sabe que a esa meta sólo conduce
un camino, el camino de la gracia y misericordia de Dios que suscitan la vida incluso para
el
Israel endurecido.
Pablo tiene un «misterio» que comunicar a los «hermanos» de Roma. Este anuncio se
destaca claramente en el contexto precedente, incluso por lo que hace al estilo, ya que
Pablo se había servido de la forma de diálogo con preguntas. argumento y
contraargumento.
Por mucho que Pablo se esfuerce por afrontar el problema de Israel tal como se le
plantea al presente, y por poner de acuerdo la elección histórica con el endurecimiento
presente, Israel sigue siendo en definitiva un problema que sólo Dios puede resolver. Tal es
el contenido del misterio que Pablo tiene que comunicar. Ya en la Biblia de los judíos que
hablaban griego -la versión de los Setenta- emplea la palabra griega mysterion para
indicar el anuncio velado de los acontecimientos futuros que dependen de Dios. Su
desvelamiento se debe a Dios y al depositario a quien él ha confiado ese misterio, que en
nuestro caso concreto es el Apóstol. Frente a este misterio y su manifestación toda
prudencia y astucia humana tiene que aparecer como una arbitrariedad. Por ello empieza el
Apóstol por reducir al silencio todas las especulaciones humanas relativas al destino de
Israel. Como tal representación insensata hay que enfocar también ese afán celoso de
querer pedir cuentas a los «asesinos de Dios», como a menudo se designa a los judíos, de
cuya historia frecuentemente se hacen también culpables los cristianos.
El misterio, que Pablo tiene para comunicar, es la interpretación inteligente e inspirada
por Dios del endurecimiento actual de Israel. Teniendo ante los ojos las exposiciones
precedentes, esa interpretación no puede referirse a todo Israel, toda vez que al presente
hay un resto que reconoce la fe salvadora en Cristo. Se trata incluso de una obstinación
limitada en el tiempo: «hasta que la totalidad de los gentiles haya entrado». Difícilmente ha
podido Pablo pensar aquí en una cristianización total del mundo. La cuestión es saber si se
trata de establecer un término y o si más bien no se trata de establecer las relaciones
consiguientes entre gentiles y judíos.
La conversión de los gentiles, que entonces estaba en pleno desarrollo, precederá a la
conversión de Israel (cf. v. 12 y 23). Ni sobre el momento ni tampoco sobre el «cómo» de
la
salvación de Israel se dice nada. El misterio que Pablo comunica podría así aparecer como
pobre si se enfoca sólo desde el punto de vista de su contenido. Pues con lo que Pablo nos
dice en el capítulo 11 no sabemos mucho al respecto. Pero es aquí donde se manifiesta el
verdadero carácter del misterio como promesa de Dios. Lo esencial de su revelación no hay
que verlo en la presentación y anticipación lo más detalladas que sea posible del curso
futuro de la historia humana, sino en que Dios se encuentra detrás de esa historia que aún
permanece en la penumbra del futuro. Mas es precisamente a través de esa revelación que
la obscuridad del futuro se ilumina hasta convertir para nosotros el futuro de Dios en un
futuro cierto por la fe.
Que Dios se encuentra tras el futuro presentado como misterio, es lo que Pablo termina
poniendo en claro con las palabras de Isaías, el profeta escatológico. En ellas mantiene
Dios su promesa a Israel.
Pablo concluye con un himno de alabanza a los designios de Dios. Nadie se adelanta a
sus planes y operaciones, nadie puede por lo mismo entrever sus designios. Pero esos
designios de Dios se han manifestado ahora, de tal modo que el hombre que se somete a
su dirección entiende cada vez mejor que «todas las cosas», la historia entera de la
humanidad, es «de él, por él y para él». En la medida en que el mundo reconoce la
soberanía de Dios, alcanza su salvación definitiva.
____________________
Parte cuarta
LA CONDUCTA CRISTIANA
12,1-15,13
La última parte de la carta a los romanos, conocida como parte parenética, expone con
indicaciones concretas las exigencias que la justicia revelada de Dios plantea a los
creyentes. Tampoco aquí se olvida el tema central de la carta. No se puede vivir como un
justificado por Dios, si no se practica la caridad. La práctica cristiana del amor, que define
todos los campos individuales y sociales de la vida, es por lo mismo algo irrenunciable de
parte de la fe que justifica. Dentro de las exigencias siempre cambiantes de la vida humana,
ese amor llega incluso a convertirse en una demostración externa y palpable del poder de
Dios. Los problemas éticos concretos, que Pablo trata en estos capítulos, están integrados
en conjunto en este amplio contexto de una práctica del amor ordenada por la escatología.
Especialmente en los capítulos 14 y 15 las cuestiones concretas de la vida comunitaria de
los distintos miembros ocupan el primer plano en la única Iglesia de Cristo.
Estos dos versículos son como una especie de epígrafe a la parte que sigue (c. 12-15).
Dan la orientación en la que hay que entender y valorar las exhortaciones concretas que
siguen. En ellas se expresan los dos elementos fundamentales para la realización de la
existencia cristiana:
1º. la existencia cristiana tiene que cumplirse en el ofrecimiento de los «cuerpos» como
«sacrificio viviente» y como «culto espiritual» de Dios;
2º. la existencia cristiana tiene que contar con el «mundo presente»; lo que quiere decir
que el cristiano debe guardarse de cualquier acomodación al «esquema» de este mundo
que pasa.
Por otra parte, esto significa que debe transformarse en un proceso continuo de la
renovación del espíritu, con lo que será capaz de conocer la voluntad de Dios. Si bien se
mira, el doble contenido parcial de esta primera exhortación introductoria, está relacionado
con el mundo.
La exhortación del Apóstol es algo muy distinto del encarecimiento moral y apremiante en
unas determinadas normas y reglas de conducta. Como Apóstol, exhorta «por las
misericordias de Dios». Por lo que en sus palabras es Dios mismo quien habla con su
misericordia. De ahí que la amonestación del Apóstol tenga un carácter de Evangelio; es
consuelo, edificación y aliento para los cristianos, al tiempo que una exigencia obligatoria
para los mismos.
Pablo clama por un culto-corporal. El cuerpo no es aquí sólo la parte física del hombre,
como contrapuesta al alma, sino el campo material en un sentido amplio dentro del cual
presta el hombre su servicio. La existencia cristiana se realiza así en una existencia para
Dios y en una existencia para los otros, aspecto este último que está esencialmente inserto
en el primero. La realización de sí mismo por parte del cristiano acontece paradójicamente
en la enajenación en el servicio, entendido este servicio en un sentido profundo y radical.
Tal es la perspectiva en la que puede hablarse de un «sacrificio» de los cristianos. Aquí no
se trata en realidad de un nuevo culto que ocupe el puesto del viejo culto anticuado. Pablo
se sirve de las expresiones e imágenes de la tradición cúltica del Antiguo Testamento para
exponer con ellas algo realmente nuevo como es el tema del Evangelio.
Este culto corpóreo de la vida cristiana se caracteriza por ser, al mismo tiempo un «culto
espiritual». Lo que esta expresión entraña debe entenderse a partir de la crítica, que, en su
tiempo, ejercían los judíos helenistas cultos sobre la práctica litúrgica externa y proyectada
al exterior, que contemplaban por igual en el judaísmo y en la gentilidad. Pero, en este
pasaje, Pablo no introduce, en la expresión que emplea, el mismo tipo de interiorización y
espiritualización que correspondería a un culto divino descubierto antes. Para él el
auténtico «culto espiritual» consiste precisamente en la ofrenda de los cuerpos, lo cual
suponer en resumen, que el cristiano, en una forma adecuada y «agradable a Dios», se
sirve del mundo en que como «cuerpo» se halla.
Si en el v. 1 el objeto de la exhortación lo constituye la entrega total del hombre a Dios, y
las relaciones cristianas del hombre con el mundo, anejas a dicha entrega, en el v. 2 cobra
mayor relieve el tono de la exhortación. Los cristianos no deben amoldarse «a las normas
del presente». En cuanto justificado, el cristiano ha sido arrancado de raíz al «mundo
presente», es decir, al viejo mundo sometido a la soberanía del pecado. Pese a lo cual,
debe precaverse contra el mundo. Esta es una idea que resuena ya en los capítulos 6-8.
Pero sería peligroso definir la conducta mundana del cristiano sólo desde el punto de vista
de esta amonestación. El propio Pablo deja entrever en estos versículos un enfoque
distinto. La vida cristiana no se realiza con abstenerse «del mundo presente», con una
tendencia puramente negativa, sino con la transformación positiva de uno mismo, con la
«renovación de la mente».
La renovación de la mente no sólo se cumple en el conocimiento cristiano de sí mismo,
realizado aquí y allá, una y otra vez, sino en la escucha y atención tensa y constante a la
novedad que Cristo ha puesto en marcha como una nueva creación 44; en una escucha
que me capacita ahora para aprobar y juzgar lo que es la voluntad de Dios en el desarrollo
concreto de la vida, en el que siempre tiene que cumplirse lo que es «bueno» y «perfecto».
Pero el bien que debe hacerse no se deja conocer y valorar por una norma establecida,
sino que mi acción y mi conducta se demuestra justamente como buena cuando con la
«renovación» de mi espíritu comprendo aquí y ahora la voluntad de Dios y respondo a ella
con la obediencia.
Aquí se echa de ver con singular claridad que esa obediencia de vida en la que nos
acomodamos a la voluntad de Dios y no a los deseos «del mundo presente» no se realiza al
margen del mundo, sino justamente en este mundo y a través del mundo. Eso, a su vez,
pone de relieve que el cristiano todavía no ha alcanzado plenamente el mundo de Dios de
modo que deba postergar las condiciones concretas de vida que encuentra en este mundo,
sino que debe aceptar este mundo concreto -lo que forma parte de su obediencia de vida-,
y que se halla en un tránsito constante, que en medio de este mundo y junto con este
mundo le conduce a la nueva creación, la cual ya le ha sido otorgada como gracia en
Cristo. El Apóstol no clama por una salida del mundo, sino por un tránsito escatológico a
través de este mundo hasta el mundo de Dios, en el que siempre hay lugar para la creación
llamada a la salvación, que hemos de llevar con nosotros y que personalmente hemos de
representar en medio de dicho tránsito.
...............
44. Ga 6.15; 2Co 5,17.
...............
Las exhortaciones que el Apóstol ha de hacer en los versículos siguientes, las hace en
virtud de la gracia que le ha sido otorgada. El exhortar a las comunidades es algo que
pertenece a su ministerio apostólico. De ahí que cuanto dice a la comunidad con vistas a su
conducta práctica tenga carácter oficial; su obligatoriedad deriva de la gracia de Dios que
llama y por la que Pablo se ha dejado captar para el servicio. Es la gracia con la que Dios
se vuelve misericordiosamente hacia los hombres (cf. v. 1) y que ahora, mediante la
exhortación del Apóstol a la comunidad, alcanza su efecto.
Se amonesta a la comunidad a no tener de sí mismo estimación superior a la que se
debe, lo que -en una formulación positiva- equivale a estimarse con moderación, a pensar
de un modo sensato. Mas ¿hacia dónde apunta en definitiva esa moderación a que se
exhorta? Hay que reconocer evidentemente que Pablo repite y utiliza aquí una palabra
clave con un estilo retórico. Por lo que hace al contenido, esta amonestación introductoria
logrará todo su alcance en los versículos siguientes. Como quiera que sea, en el v. 3,
menciona la «medida» de la fe que Dios «concedió» a cada uno. Pero ¿hasta qué punto se
mide y se concede la fe? O ¿hay que hablar aquí más bien de una medida aplicada a los
dones de la gracia, cuya aplicación está condicionada por la fe? En favor de esta última
interpretación hablan los versículos siguientes. Pero lo que Pablo quiere poner
especialmente de relieve es la moderación de la fe frente a todos los peligros de los
entusiasmos espiritualistas y de la sobrestima de los cristianos.
El Apóstol da una serie de instrucciones para una conducta ordenada. En este catálogo
de exhortaciones no resulta posible descubrir un tema constante o un determinado
ordenamiento de cada una de las amonestaciones. De todos modos, aparece en primer
término y por encima de las demás la exhortación al amor. Un amor que debe ser «sin
fingimiento». Y se insiste especialmente en el amor a los hermanos (v. 10). El amor es el
fundamento último de la conducta cristiana; así lo demuestran con singular relieve una vez
más las instrucciones de 13,8-10. En esta sección de 12,9-21 la posición incomparable del
amor queda un poco velada por venir dentro de una lista de numerosas exhortaciones, bien
que ocupe el primer lugar; concretamente el amor a los hermanos aparece como una
exhortación más entre otras varias.
Si se pregunta cuál es el distintivo cristiano entre las actitudes que aquí se mencionan,
no sería fácil responder de forma satisfactoria cuál de todas estas virtudes es la primera y
más específica de cuantas han de practicar los cristianos. Cabría referirse ante todo tanto
al fervor de espíritu que se nos ha dado (v. 11), como a la esperanza que nos alegra (v. 12).
Las afirmaciones que aquí se hacen sobre el espíritu y la esperanza, como fuerzas
condicionantes de la conducta cristiana, sin duda que Pablo no las entiende en un sentido
diverso del que les otorga en otros pasajes (véase especialmente el capitulo 8). Pero en
conjunto Pablo no presenta aquí unas posturas específicamente cristianas, sino más bien
unas actitudes que también puede adoptar el no cristiano por otros motivos racionales. Que
se haya de aborrecer el mal y tender al bien (v. 9) es un principio ético de validez universal,
que aún vuelve a repetirse un par de veces dentro de esta misma sección (v. 17 y 21).
Pablo se apropia aquí en parte puntos de vista y preceptos morales de la ética helenística y
judía de su tiempo. Tampoco hay que pasar por alto el empleo de citas sapienciales del
Antiguo Testamento y del judaísmo y sus exhortaciones: v. 16.17 y 20. Pero lo
específicamente cristiano de las amonestaciones paulinas no hemos de buscarlo en cada
uno de los contenidos concretos, sino más bien en el hecho de que a través de todo eso se
realiza la ofrenda del propio cuerpo de los cristianos (cf. 12,1).
En su conducta moral los cristianos pueden hacer las mismas cosas que quienes no lo
son y obran de acuerdo con su recta conciencia; sin embargo, no se trata de la misma
realidad. Pues el cristiano puede llevar a efecto múltiples obras buenas, en las que pone su
esfuerzo, como exigidas por Dios, y desde luego como preceptos que es preciso observar
en la hora presente, sin que por lo mismo realice todavía un acto sagrado propiamente
dicho. Esto es lo que pondría especialmente de relieve el v. 11 que manda «servir al
precepto del tiempo»45. Según el v. 2 pertenece al cristiano el juzgar rectamente «cuál es
la voluntad de Dios, lo que es bueno, lo que le agrada, lo que es perfecto». Ahora bien, esto
acontece precisamente cuando me esfuerzo por comprender cuál es la voluntad de Dios
ahora, en este nuestro tiempo, en este nuestro momento. Reconozco la voluntad de Dios
cuando tomo en serio este mi tiempo y en él descubro la presencia divina. El cristiano
procura responder a esa voluntad.
...............
45. En el v. 11b la mayor parte de }os manuscritos antiguos lee, en lugar del texto que
nosotros hemos
preferido. «Servid al Señor», pues las dos palabras griegas kairo ( = tiempo) y Kyrio ( =
Señor) eran muy
parecidas, especialmente en las abreviaturas. Se echa de ver fácilmente que en la trasmisión
del texto
resultaba más fácil corregir kairo por kyrio que no al revés.
(_MENSAJE/06.Págs. 187-212)
BIBLIA NT CARTAS PABLO ROMANOS /RM 13 y 14 y 15 y 16
MATERIA: EL N.T. Y SU MENSAJE: CARTA A LOS ROMANOS: ·KERTELGE-KARL
¿Pretende Pablo en esta sección hablar de modo particular sobre la conducta del
cristiano en el mundo y frente al mundo? Planteada así la cuestión, difícilmente haríamos
justicia al texto. Porque, según el pensamiento de Pablo, no podemos limitar el concepto de
«mundo» en el sentido de la tradición occidental a la realidad estatal como contrapuesta a
la Iglesia. Para Pablo «mundo» es siempre toda la realidad mundana, y especialmente el
universo de las relaciones humanas, en su cualidad de ser creado, aunque al propio tiempo
como creación que en muchos aspectos renuncia de su Creador. Desde Cristo y por Cristo,
este mundo es el mundo viejo en el que ya ha irrumpido la nueva creación. Esta tensa
existencia de la nueva creación en el viejo siglo que pasa la representa el cristiano en su
conducta, en cuanto que se deja condicionar constantemente por la nueva realidad dada en
Cristo. Conviene reflexionar también aquí sobre este punto preliminar para no hablar de la
conducta de los cristianos en el mundo, con demasiada precipitación y facilidad en estos
versículos.
La exhortación a comportarse de una forma adecuada frente al poder estatal no hay que
separarla de las numerosas exhortaciones precedentes. Por lo demás, Pablo otorga al tema
una especialísima atención, tal vez movido por alguna circunstancia concreta.
También por lo que se refiere a su actitud frente al poder estatal vale para los cristianos
el «que nadie tenga de sí mismo estimación superior a la que debe tener» (v. 12,3). Los
cristianos no han sido arrancados, por el mero hecho de serlo, del ordenamiento estatal y
social en el que estaban insertos, sino que deben realizar su ser de cristianos dentro de la
realidad dada. Ahora bien ¿significa esto un reconocimiento de cualquier autoridad estatal,
independientemente de cuál sea el tipo de Estado en cada caso concreto? El principio que
Pablo formula en el v. 1b no deja la menor duda de que para él las autoridades existentes
proceden de Dios. Pablo no se pregunta hasta dónde se considera el poder estatal como
establecido por Dios, ni si de hecho realiza y representa, en todo o en parte, un
determinado orden de cosas impuesto por Dios, sino que -pese a todas las posibles y hasta
probables incongruencias del ejercicio del poder- cuenta con autoridades superiores que
descansan en el «orden establecido por Dios».
De esta realidad tienen que partir también los cristianos, aun cuando en cada caso
concreto les incumba la obligación de discernir cuál es aquí y ahora la voluntad de Dios
(12,2). Mas lo que preocupa a Pablo por encima de todo es precaver contra un entusiasmo
que, partiendo de una falsa interpretación del don de Dios, cree que puede dejar de lado el
estado de cosas existente. Pablo es ciertamente un predicador «ferviente» en el espíritu (v.
12,11); pero no es un hombre fantasioso ni exaltado. De ahí que requiera de todos los
cristianos que soporten y no aligeren la tensión entre lo que aún persiste del mundo y la
participación ya lograda de la creación nueva.
Con una lealtad al Estado, casi burguesa, exhorta a proseguir haciendo el bien. Si obras
el bien, hasta el poder estatal puede ayudarte en esa empresa, en otro caso tendrás que
temer a esa autoridad. Pero en ambas funciones en el reconocimiento y alabanza del bien
como en el castigo del mal, el poder del Estado es un funcionario o ministro de Dios. Por
ello, es necesario someterse al mismo. Pero en su conducta frente al poder estatal el
cristiano no solamente considera una fuerza a la que no puede oponerse, sino que obra lo
que debe obrar en libertad, y eso es lo que significa el «por deber de conciencia» (v. 5).
En realidad, Pablo no exige nada extraordinario ni nuevo, cuando exhorta a los cristianos
a que se muestren obedientes frente a la autoridad estatal. Pero es precisamente lo que en
la vida cotidiana acontece como algo ordinario y natural, por ejemplo, los tributos en favor
del Estado (v. 6s), lo que el cristiano debe aceptar con la misma naturalidad que cualquier
otro ciudadano. Es evidente que aquí no se dice todo lo que habría que decir sobre la
conducta del cristiano en general frente al Estado. Así, por ejemplo, Pablo no roza para
nada si la obediencia al poder estatal tiene algunas limitaciones y cuándo, ni alude tampoco
a la justificación de tales cuestiones. En principio esa limitaciones vendrían impuestas para
Pablo en aquellos casos en que el cristiano se viere forzado a renegar de las exigencias del
Evangelio.
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Aunque en su vida cotidiana el cristiano hace lo que tiene que hacer con una cierta
naturalidad, dentro de la escrupulosidad religiosa de su servicio sigue habiendo siempre
una obligación que no es fácil eliminar: el amor mutuo. El amor es su tarea permanente, y
desde luego como «cumplimiento de la ley». El hombre no cumple la ley, y eso quiere
decir
que el amor como cumplimiento de esa misma ley es y seguirá siendo un deber del hombre
y también del cristiano. Las exigencias de la ley, tal como se expresan en cada uno de los
mandamientos, se concentran y concretan para el cristiano en una nueva forma del
precepto del amor. El amarse unos a otros es la nueva posibilidad cristiana, aunque con
ello no se pida nada nuevo respecto de lo que ya pedía Lv 19,18. Por lo que hace al
contenido, con este mandamiento se ponen en práctica las mismas realizaciones que ya
requería la ley del Antiguo Testamento. Sólo que la verdadera intención de ese
mandamiento del amor, conocido ya en su tenor literal, vuelve ahora a definirse de nuevo
desde el acto de Cristo. El amor, que Jesucristo nos ha demostrado con la entrega de su
vida «por mí» (Gál 2,20), permite reconocer nuestro amor como la nueva posibilidad que
Dios nos otorga. El mandamiento del amor, revigorizado con el acto de Cristo, pone al
cristiano en relación con el prójimo, es decir, con el hombre que se encuentra en este
mundo. El amor es, por lo mismo, la forma con que los cristianos dan testimonio ante el
mundo del acto de Cristo. En ese amor se cumple la ofrenda del propio cuerpo a que Pablo
exhorta ya en la introducción (12,1). Aunque ante todo sólo muestre la forma íntima con la
que no se «hace mal alguno al prójimo» (v. 10), por lo que hace al «cumplimiento de la
ley»,
al amor se le abren en la vida cotidiana posibilidades siempre nuevas de una forma de culto
práctica.
1. ¡NO JUZGUÉIS!
(Rm. 14/01-12)
Además de los problemas de la comida, había otros puntos en los que se ponían de
manifiesto las diferencias entre los dos grupos. El grupo de los «débiles» observaba
determinados días, como podrían ser los correspondientes al sábado y a los días de ayuno,
de acuerdo con la ley judía. Pero Pablo no dice taxativamente que se trate de un uso judío
y ni siquiera que fueran judeo-cristianos quienes establecían tales diferencias. Diversos
indicios parecen justificar esta opinión (cf. especialmente 15,8s). Hay que pensar sobre
todo que unas tendencias de inspiración pagana difícilmente habrían merecido de Pablo
tanta atención como los usos judíos, por cuanto en el fondo no ponían en peligro la libertad
cristiana.
Pablo exige de ambos grupos la mutua tolerancia. Sólo que «en su juicio personal, cada
uno tenga plena convicción»; así también será posible la mutua armonía. La convicción de
cada uno es una convicción de fe, en cuanto que todo acontece «para el Señor». Para
Pablo el argumento decisivo está en que cada uno da gracias a Dios con su conducta. Con
tal que todos mantengan orientada hacia el Señor su existencia y la desarrollen siempre en
ese sentido, la unidad de la Iglesia estará asegurada. La muerte y resurrección de Cristo
alcanzarán su objetivo si él es el Señor de su comunidad. Como tal quiere Jesús ser
reconocido por todos, por los «débiles» y por los «fuertes».
Los versículos 7-9 presentan una conexión especial dentro de la sección, tanto por la
forma de himno que presentan como por el emparejamiento de la vida y la muerte. La
forma
«nosotros», empleada aquí por primera vez, da a estos versículos un carácter de profesión
de fe. Evidentemente Pablo ha adoptado aquí un texto litúrgico, para expresar así el destino
hacia Cristo que comprende a todos los miembros de la comunidad.
Pablo alude a la pregunta retórica del v. 4. Puesto que todos se encuentran por igual bajo
el mismo Señor, el juicio entre hermanos es imposible de raíz. Los cristianos deben
comportarse siempre como hermanos unos de otros. Todo juicio queda reservado a Dios,
ante cuyo tribunal hemos de comparecer alguna vez. Esta referencia al juicio futuro la
subraya Pablo con una cita de Is 45,23.
3. ¡SOPORTAOS RECÍPROCAMENTE!
(Rm. 15/01-13)
Pablo se incluye entre los fuertes mediante el empleo de la primera persona de plural:
«Nosotros, los fuertes...» Confirma con ello el derecho de los fuertes de la comunidad.
Estos pueden remitirse al Evangelio como al mensaje de la libertad cristiana. Pero, con el
mismo Evangelio, Pablo les pone ante los ojos la necesidad de que el cristiano no se
complazca en sí mismo. Todos deben procurar más bien complacer a su prójimo, mirar por
su bien y edificación. Esto responde a la caridad fraterna que constituye la ley fundamental
de la comunidad cristiana (cf. 14, 15). Pero en definitiva también responde al ejemplo
personal de Cristo, que no se ha buscado a si mismo, sino que más bien ha cargado con
los «insultos». Incluso se ha negado a sí mismo y se ha vaciado de sí mismo en su absoluta
libertad.
Pablo describe el ejemplo de Cristo con la palabra tomada del salmo 69. Ese salmo lo
leía la comunidad cristiana primitiva como un salmo específico de la pasión, y algunos de
sus versículos se aplicaban directamente a los padecimientos de Cristo 48. También Pablo
aprendió así a entender el plan salvífico de Dios en el camino de los sufrimientos de Jesús.
Que Jesús «se despojó a sí mismo, tomando condición de esclavo... se humilló a sí mismo,
haciéndose obediente hasta la muerte» (Flp 2,7s), Pablo, y con él toda la comunidad
cristiana primitiva, sólo podía entenderlo como cumplimiento de la voluntad de Dios;
voluntad que ya se había manifestado con antelación en la Escritura refiriéndose a los
padecimientos del Siervo de Yahveh. De este modo también aquí alude el Apóstol a los
sufrimientos y ejemplos de Cristo con palabras de la Escritura. Con su pasión Jesús ha
demostrado de la forma más conmovedora que no vivió para sí mismo. De todo ello se
deduce la obligación que la comunidad tiene de no fallar en sobrellevarse mutuamente (v.
1) si es que quiere, en serio, seguir a Jesús.
En el v. 4 proporciona Pablo la clave para entender las «Escrituras» que se nos han
transmitido desde tiempos antiguos. Esas Escrituras son, sin duda, las del Antiguo
Testamento. Todo cuanto en ellas ha quedado consignado, contribuye a nuestra
«enseñanza». De modo parecido se dijo ya en 4,24 que también por nosotros se había
escrito aquello de que la justicia le fue imputada a Abraham49. Pablo toma muy en serio la
Escritura del Antiguo Testamento, en cuanto que de ella hay que sacar «paciencia» y
«consuelo», conduciéndonos así en la hora presente a la esperanza que se nos ha dado en
Jesucristo. Es a partir de Jesucristo, como su verdadero intérprete, como las Escrituras
descubren su genuino sentido, de modo que fomentan dicha esperanza.
Pablo concluye con una plegaria de buenos deseos. Y una vez más toma ocasión para
poner de relieve la unidad de la Iglesia, que responde a la voluntad de Jesús y se consuma
en la unidad de la alabanza divina. Pues, el verdadero culto de Dios está en que la
comunidad mantenga la unidad en el amor; lo cual significa a su vez que se realiza en la
mutua paciencia e indulgencia. De hecho no debió ser ésta la forma más fácil del culto
comunitario.
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48. Véase Mc 15,36 y lugares paralelos; Mt 27,34.43, Jn 15,25, Hch 1,20; cf. también Jn
2,17; Rm 11,9s.
49. Véase asimismo 1Co 9,10;10,11
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NOTICIAS FINALES
15,14-32
1. JUSTIFICACIÓN DE LA CARTA
(Rm. 15/14-21)
Al igual que en la introducción a la carta -1,8-17- también en esta conclusión del amplio
escrito aparece claramente el propósito del Apóstol 50. Pablo sabe perfectamente bien que
no es natural escribir a una comunidad a la que todavía no conoce de modo personal 51.
Por eso da a entender en la conclusión que realmente no tenía necesidad de instruir a la
comunidad de Roma; los cristianos de la capital están ya «llenos de buenas disposiciones y
henchidos de toda clase de conocimientos», hasta el punto de que en su especial condición
pueden dirigirse unos a otros palabras de exhortación y de aliento. Pablo, sin embargo, está
persuadido de que una parte de su ministerio apostólico consiste en «reavivar recuerdos»
en las comunidades, en refrescarles la mente, aunque como en el caso de los romanos no
se trate de una Iglesia fundada por él. Y es que su misión se dirige justamente al mundo
gentil. A los gentiles quiere «ejercer una función sacerdotal» al servicio del Evangelio, de
modo que los gentiles sean ofrenda aceptable (v. 16). Pablo entiende el anuncio del
Evangelio entre los gentiles como una «función sacerdotal», pues lo que pretende
conseguir es que los gentiles se conviertan a Dios y, mediante esta conversión, lleguen a
ser una «ofrenda» santificada por el mismo Espíritu de Cristo que opera al presente 52,
Si el Evangelio se ha difundido por toda la tierra llegando a todos los hombres, el
Evangelio puede actuar a su vez como «poder de Dios para salvar a todo el que cree»
(1,16). Por ello, se preocupa Pablo de abrir al Evangelio el mundo gentil. Y quiere, pasando
por Roma, penetrar más dentro de ese mundo de los gentiles. De ahí que intente en su
carta presentar todo el alcance de su misión a la comunidad cristiana de Roma. Su misión
se entiende únicamente desde Cristo (v. 18). Só1o cuenta lo que Cristo obra en El y por él.
Asa es la razón de que el Apóstol se presente a sí mismo y todo su ministerio en la única
norma decisiva: la acción de Cristo en la hora actual. La consecuencia es que a Pablo ni
siquiera le preocupa el haberse puesto con el mayor desinterés al servicio del Evangelio y
el que su ministerio pueda ir acompañado por la demostración poderosa e impresionante
del Espíritu que opera en él. Lo importante no es Pablo ni su presencia, sino Cristo que
habla en el Evangelio.
En su ministerio entre los gentiles Pablo se atiene siempre a una norma fija: no predica
«donde el nombre de Cristo ya había sido invocado», evitando así el «edificar sobre
cimiento ajeno» (v. 20). Tiene que anunciarlo precisamente a quienes «no habían tenido
noticia de él» (Is 52, 15). Al atenerse a esta regla, probablemente recuerda todavía el
Apóstol las dolorosas experiencias que había vivido en la comunidad de Corinto con los
misioneros itinerantes que se entrecruzaban, que defendían la causa de Jesús de una
forma que a él le resultaba más que dudosa y que desorientaban a la comunidad (cf.
2Cor).
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50. Cf. el comentario a 1,8-15.
51. Véase la introducción al comentario.
52. Pablo utiliza aquí palabras e imágenes tomadas del culto y liturgia del Antiguo
Testamento y del judaísmo,
para definir su ministerio apostólico. Tal vez se ha sentido aquí movido por Is 66,19s: los
mensajeros de
Dios son enviados a los pueblos, «y anunciarán mi gloria entre las naciones, y traerán a
todos vuestros
hermanos de todas las naciones, y los ofrecerán como un presente al Señor...».
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2. ANUNCIO DE SU VISITA
(Rm. 15/22-32)
CONCLUSIÓN DE LA CARTA
15,33
BENDICIÓN
(Rm. 15/33)
Pablo concluye el anuncio de su visita con una breve bendición. «El Dios de la paz» (cf.
16,20; 2Cor 13,11) es el Dios que crea la comunión y la unidad. Cuando, desde el punto de
vista humano, hay poca esperanza de tal comunión y del triunfo de la obra divina, Dios
hace precisamente que el hombre espere y obre contra toda esperanza. Esta idea ha
orientado y sostenido al Apóstol incluso en su situación bien crítica.
APE NDICE
16,1-27
Los saludos que los colaboradores de Pablo envían a la comunidad tendrían un lugar
más adecuado -al igual que la lista de saludos de los v. 3-15- dentro de una misiva remitida
a una Iglesia que fuese conocida de los remitentes. De todos modos, no parece imposible
que estos saludos formasen originariamente la conclusión de la carta a los Romanos; cosa
que no puede decirse con la misma probabilidad por lo que se refiere a las dos secciones
precedentes de v. 1-16 y v. 17-20. Es curioso que también el amanuense de la carta, que
actuaba como secretario de Pablo, firme con su saludo personal, aunque no en último lugar
como sería de esperar.
4. DOSOLOGÍA FINAL
(Rm. 16/25-27)
En un himno de alabanza a Dios se resume una vez más, a modo de conclusión, lo que
hay que considerar como el deseo del Apóstol: en este tiempo acontece la «revelación del
misterio», de los planes salvíficos de Dios, «para que obedezcan a la fe». Para ello ha sido
proclamado el misterio de Dios «a todos los gentiles» (v. 26). Que esta proclamación haya
tenido lugar por medio de los «escritos de los profetas», hace pensar sobre todo en la
corroboración de la revelación cristiana por parte de los escritos del Antiguo Testamento.
Pero, como expresamente se habla del «ahora» en que ha sido «revelado» el misterio, la
proclama por medio de los escritos proféticos habría que referirla también al presente de la
revelación cristiana. No parece, por lo mismo, desatinado que el autor de este apéndice,
añadido a la carta de los Romanos, haya considerado ya las cartas paulinas como «escritos
proféticos» que «según disposición del eterno Dios» debían actuar y servir como proclama
de los planes salvíficos de Dios para todas las naciones. En esas cartas se ha conservado
para el cristianismo del futuro el Evangelio paulino («mi Evangelio», v. 25), que no es otra
cosa que «la proclamación» (kerygma) de Jesucristo.
De acuerdo con ese Evangelio, y a través de él precisamente, tienen los cristianos que
seguir afianzándose en su fe aun después del ministerio del Apóstol, limitado por el tiempo.
Y es que en ese Evangelio inimitable opera el único Dios por Jesucristo.
(_MENSAJE/06.Págs. 212-246)
Rm. 07/14-25
Pablo acaba de afirmar que la ley no salva (7,1-13), porque el pecado es pura malicia. La
ley no salva, dice ahora, porque el hombre es pura debilidad: es «carne» y no espíritu, un
esclavo vendido al poder del pecado.
Pero es un esclavo capaz de tener la idea de justicia, de desear la liberación. Por eso,
así como podemos decir que la ley se pone del lado de Dios en cuanto a lo que dice,
también podemos afirmar que Dios tiene otro aliado en el interior del hombre: el hombre
"quiere" (o «querría») el bien, admite que la ley es buena, encuentra gusto en la ley de
Dios, su razón se somete a ella.
Pero eso no sirve de nada. Porque entre indicar el camino, como hace la ley, o pensar y
desear, como hace la razón del hombre, y cumplir realmente la voluntad de Dios en medio
de las dificultades de esta vida hay un abismo que el hombre esclavo no puede salvar.
Sería preciso separar al hombre de su propio cuerpo, cuando precisamente (Pablo lo ha
dicho y lo volverá a decir) la voluntad de Dios se ha de cumplir en el propio cuerpo. Por
eso, la única solución es incorporarse a Cristo: que nuestro cuerpo -por la fe y el bautismo-
sea asumido por el cuerpo que murió y resucitó, vivificado por el Espíritu que resucitó a
Cristo de entre los muertos.
Todos los principios de bien que hay en nosotros (sin los cuales no habría en el mal
inquietud alguna) son inútiles para el que quiere construir la salvación con sus propias
fuerzas, porque no lo conseguirá nunca. Pero sirven para el que acepta la salvación de
manos de Dios: esta salvación no entra en él como un cuerpo extraño, sino como el
cumplimiento de sus más profundas aspiraciones.
(·SANCHEZ-BOSCH/J._BI-DIA-DIA.Pág. 492 s.)
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Rm. 09/01-18
Después de un canto a la fidelidad de Dios hacia los cristianos, Pablo recoge un
interrogante -especialmente doloroso para él- sobre la fidelidad de Dios hacia su pueblo
escogido. Es claro que la idea de elección no era un invento del patriotismo judío, sino una
realidad que Dios había tomado muy en serio. Los judíos tenían una verdadera
participación en la gloria de Dios, habían sido adoptados como hijos y acababan de dar al
mundo a Cristo y a los apóstoles. Sin embargo, la gran masa del pueblo judío no había
entrado a formar parte de la Iglesia. A pesar de todo, Pablo cree (dudar de ellos sería para
él una blasfemia) que Dios se ha mantenido fiel a su palabra.
Buscando a tientas en pleno misterio, Pablo descubre que, incluso cuando elige un
pueblo, Dios es siempre libre y se relaciona siempre con las personas concretas: no se
somete a una ley abstracta. Dios había prometido una gran descendencia a Abrahán, y
Abrahán la tendrá; pero, en el curso de la historia, muchos quedarán excluidos de esa
porción escogida: primero Eliezer (a quien Abrahán había adoptado como hijo), después
Ismael (el hijo de la esclava), después Esaú (pese a que era el primogénito), después
muchos más, hasta llegar a los que hoy han rechazado a Cristo.
Por otra parte, eso no significa un fracaso de Dios como no lo fue la dureza del corazón
del faraón: fue una ocasión para que Dios mostrase con más énfasis su poder y su amor al
pueblo escogido. En el momento presente la infidelidad de los judíos ha sido ocasión de
otro gran triunfo de Dios: la conversión de los paganos, de la que Pablo es el gran apóstol,
y los romanos el testimonio fehaciente. Lo cual significa que la fidelidad de Dios no es un
capital del que nosotros podemos disponer sino la posibilidad que él nos da de vivir
confiadamente según su Espíritu.
(·SANCHEZ-BOSCH/J._BI-DIA-DIA.Pág. 495 s.)
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Rm. 09/19-33
En cierto modo, las primeras respuestas de Pablo no hacen sino agravar el problema:
«¿Por qué se queja Dios si, al fin y al cabo, siempre se hace lo que él quiere?». Pablo
repite su apriori: «¿Quién eres tú para contestarle a Dios?»; pero continúa profundizando
su intento de explicación.
En primer lugar, no se trata de si Dios salva o condena, sino de si Dios escoge o no
escoge. El hecho de que en un campo haya una porción escogida no quiere decir que el
resto tenga que ser sembrado de sal. Un alfarero fabrica vasijas de diversa categoría, pero
todas son vasijas y todas sirven para algo. Indudablemente, entre los vasos escogidos para
usos más dignos no hay sólo judíos, sino también gentiles; pero eso es propio de la
soberana libertad de Dios: Dios ha prometido la salvación de un resto del pueblo, y ese
resto se salvará.
En segundo lugar, Dios no ha rechazado a nadie sin más ni más: había soportado con
gran paciencia a gentes que merecían un castigo, y al final los ha rechazado (mejor dicho,
no los ha llevado a la plenitud de la promesa). ¿Por qué habían merecido el castigo?
Aparece al final del capítulo: «Porque no se apoyaron en la fe, sino en las obras». La
manera que tienen de acusar a Dios por su actuación nos descubre una actitud muy
diferente de la de Abrahán ante las promesas de Dios: ¡ellos no habrían sacrificado a su
único hijo! Ellos creen que sus obras realizadas con su esfuerzo, obligan a Dios a
preferirlos a todos. Y eso equivale a negar la libertad de Dios a la hora de escogerse un
pueblo. Por eso han tropezado con la piedra de escándalo, que es Cristo.
(·SANCHEZ-BOSCH/J._BI-DIA-DIA.Pág. 496)