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CESAR TEJEDOR
LA CONDICIÓN HUMANA
«En nuestros días, lo que se afirma no es tanto la ausencia o la muerte de Dios, sino el fin del
hombre (...); se descubre entonces que la muerte de Dios y el último hombre han partido unidos (...).
Así, el último hombre es a la vez más viejo y más joven que la muerte de Dios; dado que ha matado
a Dios, es él mismo quien debe responder de su propia finitud; pero dado que habla, piensa y existe
en la muerte de Dios, su asesino está evocado al mismo morir; dioses nuevos, los mismos, hinchan
ya el Océano futuro; el hombre va a desaparecer» (M. FOUCAULT, Las palabras y las cosas,
México, 1968, páginas 373-74)
Ese hombre del que hablan tan seriamente algunos filósofos, ¿quién es, dónde está?
Porque no encontramos sino hombres concretos, angustiados por mil problemas,
manipulados y alienados, unidimensionales, es decir, viviendo en un mínimo de dimensiones
de lo humano, pero anhelando de un modo más o menos consciente una humanidad ideal
que ninguno posee. ¡Y buscándola quizá en Dios! Con lo cual no habría sino que dar razón
a Feuerbach cuando afirma que «la antropología es el secreto de la teología», que en último
término Dios no es sino el producto de la proyección de los deseos del hombre, de su
esencia ideal (ideal, es decir: no realizada).
Si todo esto fuera así, mejor sería dejar de hablar tanto del hombre y preocuparnos más
de los hombres: de sus sufrimientos y de sus problemas, precisamente los de hoy. Todo
esto es verdad, pero queda una duda: ¿se puede «pasar por ser» hombre sin la esperanza
y la promesa de «llegar a serlo»? No hay más remedio que seguir hablando del hombre,
pero no del que somos, sino del que podríamos llegar a ser.
La pregunta clásica de la antropología filosófica: «¿Qué es el hombre?» (o todo lo más:
«¿Quién es el hombre?»), debería ser definitivamente abandonada por su carácter
abstracto y estático. No se trata de afirmarse en lo que somos, sino de intentar superarlo y
afirmar lo que podemos ser, pero afirmarlo en la esperanza: nuestras posibilidades son
reales, puesto que son el mismo Jesucristo. «Si Cristo no ha resucitado, nuestra fe es una
ilusión» (1 Cor 15, 17). Y no sólo nuestra fe en Dios, sino también y sobre todo nuestra fe
en el hombre: nuestra esperanza en el hombre nuevo que podemos llegar a ser se reduciría
a una utopía sin fundamento.
La antropología teológica nuestro modo de hablar aquí del hombre deja entonces de ser
«abstracta», puesto que se basa en un hecho concreto: la Pascua de Jesús y su existencia
hoy como el hombre perfecto; y deja de ser «estática», puesto que habla del hombre hacia
el que caminamos. Una antropología de este estilo se convierte en una «provocación»: nos
obliga a abandonar nuestros prejuicios sobre lo que somos, el cómodo resignarse a nuestra
actual situación y a nuestro limitado modo de conocernos, para enfrentarnos con
posibilidadesrealesinsospechadas.
H/COSAS/HEIDEGGER H/FUGITIVO: Hay que volver a Dios y a sus promesas,
convertidas en un «sí» gracias a Jesucristo (2 Cor 1, 20). Es verdad que a la muerte de Dios
sigue irremediablemente la muerte del hombre. Heidegger Carta sobre el humanismo
señaló como el mal de nuestra civilización «el olvido del ser», para caer en el dominio de las
cosas. Y es que el hombre no es sólo un «olvidadizo», sino un perpetuo «fugitivo». Adán
comienza huyendo de Dios, y Caín termina por huir de sí mismo y del mundo (cf.
/Gn/09/09-10; /Gn/04/09-14). La Palabra que llama al hombre hacia el Creador de su
existencia es también la Palabra que le llama a existir auténticamente: «¿Dónde estás»? y
«¿Dónde está tu hermano?» Y, de verdad, ¿dónde estamos?, ¿qué Palabra hemos de
escuchar para encontrar de nuevo el camino de nuestro ser? El hombre debe acercarse de
nuevo a su Dios, en total desnudez, para no terminar por huir de sí mismo, sino para
encontrar el camino hacia sí mismo, hacia el hombre.
«Así como la Biblia no es un libro de texto o tratado del ser de Dios, tampoco es un tratado de
antropología. Lo que se conoce acerca del hombre se infiere de la manera como él actúa en
respuesta a la actividad de Dios (...). Por consiguiente, es difícil hablar de una doctrina bíblica
de la
naturaleza del hombre, excepto cuando se concibe la doctrina en términos de teología como
narración» (G. E. WRIGHT, El Dios que actúa. Teología bíblica como narración, Madrid, 1974,
págs.
124 y 130).
La Biblia cuenta la historia del hombre en su relación con Dios, pero sin hablar nunca del
hombre en sí mismo: «esta doble relación entre Dios y el hombre no se desarrolla como
doctrina, sino que más bien se realiza como acontecimiento en una historia... No es una
relación intemporal y estática, partiendo del mundo de las ideas y sólo para una relación tal
es la doctrina una forma adecuada, sino que más bien la relación es un acontecimiento, y
por consiguiente, su forma adecuada es la narración» (E. Brunner). No se trata de volver a
narrar pura y simplemente lo que la Biblia ya ha narrado, sino de hacer una narración que
incluya nuestra propia experiencia y nuestra propia historia: la historia de Israel, de Jesús de
Nazaret y de la primitiva comunidad cristiana sirven, así, para esclarecer nuestra propia
historia como una lucha por el Reino de Dios.
Una segunda posibilidad sería partir de Jesucristo. L. Malevez comienza un interesante
artículo sobre «La antropología cristiana de Karl Barth» con esta cita de Pascal:
Sin embargo, parece que para Pascal conocer al hombre a la luz de Cristo consiste
simplemente en conocerlo a la luz de la Escritura: Cristo nos revela con su palabra el
pensamiento de Dios sobre el hombre. Tal es también la postura de E. Brunner. K. Barth va
mucho más lejos: no basta con escuchar a Jesucristo, hay que contemplarlo; El es el
compendio y la quintaesencia (Inbegriff) de la humanidad.
«Por ello, no debemos considerar y juzgar a ese hombre particular que es Jesucristo a partir de
una noción general del hombre, noción previamente aceptada como la verdadera realidad
humana.
Todo lo contrario: debemos partir de este hombre único y particular para decidir lo que es cada
hombre, lo que es el hombre en general» (K. BARTH, «L'actualité du message chrétien».
Conferencia pronunciada el 13-IX-1949).
Según Tillich, este método se opone a otros tres, considerados como insuficientes: el
método «supranaturalista», que no contiene sino respuestas, y que se reduce a una suma
de verdades que se convierten en «cuerpos extraños procedentes de un mundo extraño»; el
método «naturalista» o «humanista», que parte de las preguntas del hombre e intenta
deducir todo el mensaje cristiano a partir de ellas, con lo que no consigue salir de la
inmanencia de lo humano; y el método «dualista», que se reduce a una especie de
concordismo, ya que intenta poner en correlación las respuestas humanas con las
respuestas cristianas, en vez de poner en correlación preguntas con respuestas. En rigor, lo
que debería hacerse es considerar toda respuesta humana como una pregunta que se
dirige a Dios.
Este método tiene en cuenta el carácter propio de la Palabra de Dios: Dios no habla
simplemente, sino que habla al hombre, tal y como éste existe. Dios habla al hombre porque
le ha oído, porque le conoce en su situación y quiere salvarlo: «He visto la aflicción de mi
pueblo en Egipto, y he escuchado el clamor que le arrancan sus capataces: conozco sus
sufrimientos. He bajado para librarle...» (/Ex/03/07-08). El contexto da a entender que Israel
no se dirige a Dios en su clamor, sino que simplemente grita de desesperación. Por eso las
preguntas del hombre no son necesariamente preguntas explícitas, sino las que brotan de
su situación. El hombre mismo es la pregunta dirigida a Dios: «El hombre es la pregunta que
se hace acerca de sí mismo, antes de que haya formulado ninguna otra pregunta.» Por eso,
señala Tillich, «la teología sistemática procede de la siguiente manera: realiza un análisis de
la situación humana del que surgen las cuestiones existenciales, y demuestra luego que los
símbolos utilizados en el mensaje cristiano son las respuestas a tales cuestiones» (pág. 89).
Pero también el método tiene en cuenta las posibilidades de recepción del mensaje: la
teología y la predicación han fracasado demasiado frecuentemente porque han pronunciado
palabras atemporales que a nadie podían interesar, porque se han preocupado por
cuestiones sin incidencia alguna en la realidad de los hombres: ¿cómo es posible llegar a
tomar en serio, cómo es posible llegar a apasionarse por lo que no me dice nada?
Haremos todavía referencia a una última posibilidad: renunciar a hablar sobre el hombre.
Es la posibilidad que apunta Moltmann, aunque no de un modo totalmente consecuente:
«No se dice al hombre propiamente quién sea él en el fondo, qué sea lo que puede y qué lo que
no
puede, qué lo que debe y qué lo que no debe. Se le abre ante él una historia, hacia cuyo futuro le
conduce la promesa de Dios. Se le ofrece la perspectiva de un nuevo poder-ser en comunidad
con
Dios. Al hombre no se le da aquí el verse como en un nuevo espejo. Se le da una perspectiva
nueva.
Su determinación la experimenta él en su vocación histórica. Y si se confía a ella olvidándose de
sí
propio, experimentará su vida en la historia de Dios con él. No se le ofrece una imagen de sí
mismo,
sino que se le llena de una esperanza y un cometido que le hacen salir de la seguridad de sus
imágenes, y marchar hacia la libertad y el peligro...» (J. MOLTMANN, El hombre, Salamanca,
1973,
pag. 35).
Bien, estas son las posibilidades. O, al menos, algunas de ellas. Y puesto que no son
contrarias entre sí, se las acepta todas, aunque aparentemente se adopte sobre todo la
tercera. Se va a partir, efectivamente, de la situación y condición humanas, tal y como las
caracterizaremos más adelante. Por desgracia, los análisis que haremos a partir de las
ciencias humanas y de la experiencia no podrán ser sino muy breves y esquemáticos. Al
leerlos se requiere un cierto esfuerzo para ponerlos en relación con lo que cada uno vive y
siente en su propia carne. También se darán los elementos suficientes para poder realizar
una cierta relectura bíblica que permita incluir cada situación dentro de la Historia del pueblo
que vivencia la presencia del Dios vivo que salva por su Palabra. La respuesta la
encontraremos siempre y en cada caso en el mismo Jesús, pero será una respuesta que
nos remitirá al futuro realmente posible de la esperanza.
PD/RESPONDE-PREGUNTA: Por otro lado, el método de la correlación requiere algunas
precisiones. Por ejemplo, la Palabra de Dios no es nunca sólo una pura respuesta, sino que
también es una pregunta dirigida al hombre. Dios es el que nos interroga, y la actitud
creyente es dejarse interrogar por Dios, constituirse en «oyente de la Palabra» (Rahner). La
pregunta que transciende nuestras propias preguntas se encuentra incluso contenida en las
mismas respuestas de la Palabra de Dios: quiere decirse que las respuestas de Dios
modifican nuestras preguntas humanas. Este es un rasgo típico del diálogo de Jesús con
sus contemporáneos. Al paralítico de Cafarnaúm (/Mc/02/01-12) no le responde con una
curación inmediata, como podría esperarse, sino de un modo sorprendente: le perdona los
pecados. Es como si Jesús quisiera decirle: tu pregunta tu petición de ayuda, en este caso
está mal planteada, tienes que ir más lejos, al fondo de tu dolor: al pecado que te esclaviza.
Respondiendo con el perdón de los pecados y luego, consecuentemente, con la curación
del cuerpo, Jesús da la respuesta total que modifica la pregunta misma. Si no fuera así, la
Palabra de Dios ni sería transcendente, ni nos salvaría. Por eso, el método de la correlación
debe tener en cuenta, en cada caso, el peculiar y creador modo de hablar de Dios.
3. LA CONDICIÓN HUMANA
Volvamos a nuestra pregunta inicial: ¿hablar sobre el hombre? Pero esta pregunta ¿no
implica hablar sobre el hombre, es decir, sobre el hombre en general o, más exactamente,
sobre la esencia o la naturaleza del hombre? Aquí se renuncia a hablar en tales términos,
no sólo porque se han hecho sospechosos para la filosofía aun en el caso de que el
existencialismo está pasado de moda, sino también porque en nombre de una supuesta
«naturaleza» del hombre se han cometido y se cometen los más graves atentados contra
la libertad humana: se define previamente la esencia del hombre o de un pueblo, y luego se
obliga a todos a acostarse en ese lecho de Procusto. Desde nuestro punto de vista,
tampoco cabe tal recurso: Dios no habla a «el hombre», sino a un pueblo histórico, a
hombres concretos. Y con Jesús de Nazaret el diálogo con cada hombre sobre todo en el
Evangelio de Juan llega a sus últimas consecuencias: «Cuando Jesús vio que Natanael
venía a su encuentro, comentó: Este es un verdadero israelita; hombre honrado y cabal.
Natanael le preguntó: ¿De qué me conoces? Jesús respondió: Antes de que Felipe te
llamase, ya te había visto yo cuando estabas debajo de la higuera» (/Jn/01/47-48). Los
esfuerzos por interpretar este pasaje de un modo simbólico (la higuera como símbolo de la
felicidad mesiánica: Miq 4, 4; Zac 3, 10; o como símbolo entre los rabinos de la sabiduría)
proceden de considerar como una escandalosa trivialidad algo que, sin embargo, constituye
el modo de acercarse Jesús a los hombres. Jesús, aquí, está diciendo: Me importas tú
mismo, en tu aquí y ahora; no sólo en tu «ser», también en tu «estar». Natanael se siente,
entonces, conocido y tomado en su realidad concreta total, hasta el mínimo detalle, y
comprende que Jesús es el que habla, no al hombre en general como los rabinos de Israel,
sino que tiene en cuenta a todos y cada uno de los hombres, tal y como realmente son:
«Además, si es imposible encontrar en cada hombre una esencia universal que constituya
la naturaleza humana, existe, sin embargo, una universalidad humana de condición. No es
un azar que los pensadores de hoy día hablen más fácilmente de la condición del hombre
que de su naturaleza. Por condición entienden, con más o menos claridad, el conjunto de
los límites a priori que bosquejan su situación fundamental en el universo. Las situaciones
históricas varían: el hombre puede nacer esclavo en una sociedad pagana, o señor feudal, o
proletario. Lo que no varía es la necesidad de estar en el mundo, de estar allí en el trabajo,
de estar allí en medio de los otros, y de ser allí mortal» (El existencialismo es un humanismo,
Buenos Aires, 1977, págs. 17-18).
Para empezar, puede decirse que cuando una situación se convierte en universal puede
ya hablarse de «condición humana». El mismo «estar-en-situación», puesto que es algo
ineludible, es el primer dato de la condición humana: puedo cambiar mi situación, pero no
puedo hacerlo sino para pasar a otra situación. La condición tiene un cierto carácter de
«no-poder»: no hay posibilidad ninguna de escapar a ella. No puedo dejar de morir, no
puedo dejar de sufrir, no puedo vivir sin contar con los demás... Ese no-poder me limita y me
condiciona: la condición es también lo condicionante de mi existencia.
Y ahora es cuando se plantea el problema humano con toda su gravedad: en principio
puedo responder al porqué de mi situación remitiéndome a un «más allá» de ella que es la
condición. Pero resulta que ese <<más allá» no es tal «más allá» de la situación, sino la
necesidad de permanecer en los límites de una situación universal (la condición humana). El
recurso a la condición se convierte en un retorno a mi mismidad. ¿No es, pues, posible ir
más allá, escapar a nuestra propia condición, romper nuestros limites? ¿Nos queda algo
más que la resignación? Son preguntas, efectivamente. Preguntas desde la condición
humana. Sólo el silencio responde desde el hombre. Así somos. Pero quedan las preguntas.
a) El hombre en relación
H/SER-EN-RELACION: De algún modo y desde casi todos los campos, se viene
caracterizando últimamente al hombre como un ser-en-relación La insistencia es, casi,
fatigosa, hasta tal punto que la denominación se ha convertido en un lugar común. Pero no
por ello es menos válida... ¿o no?
Especialmente se ha vulgarizado el pensamiento de Martin Buber (1878-1965) y su obra
Yo y Tú (1922). En esta «filosofía del diálogo», el hecho fundamental es el «encuentro» con
el otro. El hombre no es nunca el hombre solo, sino el-hombre-con-el-hombre, así como la
palabra fundamental no es tampoco «Yo», sino el par de vocablos «Yo-Tú». En la misma
línea se encuentra una buena parte del existencialismo y toda la filosofía personalista,
ejerciendo una influencia decisiva sobre la teología y el pensamiento cristiano en general
(debe tenerse en cuenta que los pensadores personalistas son judíos como Buber o
cristianos). Por lo demás, encontramos afirmaciones semejantes en las diversas ciencias
del hombre. Desde el punto de vista de la psicología, y por lo que se refiere a la génesis de
la conciencia del «yo», parece claro que «el tú precede al yo» (Allport). E. Fromm otro
autor ampliamente conocido y vulgarizado afirma que el impulso sexual no es la fuerza más
poderosa que actúa en el hombre: «Las fuerzas más poderosas que motivan la conducta
del hombre nacen de las condiciones de su existencia, de la 'situación humana'» 1. La
primera necesidad que nace de la existencia humana es la necesidad de relación (frente al
narcisismo), que sólo puede ser satisfecha por la pasión del amor: «la condición para
cualquier tipo de vida equilibrada es alguna forma de relación con el mundo. Pero entre las
diversas formas de relación, sólo la productiva, el amor, llena la condición de permitir a uno
conservar su libertad e integridad mientras se siente, al mismo tiempo, unido con el
prójimo» 2. No es sorprendente encentrar las mismas afirmaciones en el ámbito de la
antropología cultural y de la sociología: «El sí mismo es, en todos sus aspectos,
predominantemente, un producto social» (M. Mead); así como en el marxismo: «el hombre
es el conjunto de las relaciones sociales» (K. Marx), cualquiera que sea la interpretación de
este hecho.
b) La situación de la relación
Todos estos datos coinciden, además, con la antropología bíblica: el hombre es un ser
necesitado, una «carne» común, un «cuerpo» presente en el mundo, un «espíritu» abierto a
Dios... Y, sin embargo..., la «situación» de este rasgo de la «condición» humana nos impide
el perdernos en afirmaciones románticas. Nada nos hace sufrir más que el fracaso en
nuestras relaciones humanas, la soledad, el aislamiento y la superficialidad en que vivimos.
De un modo progresivo, podemos calificar este fracaso como: agresividad, incomunicación,
cosificación y solitariedad. La agresividad es todavía una forma distorsionada de
comunicación con el otro; en la incomunicación el otro está todavía ahí, pero no consigo
relacionarme con él; con la cosificación el otro desaparece como «otro» y se convierte en
«cosa» que se instrumentaliza; finalmente el yo queda aislado en absoluto: solitariedad.
CAIN/INMORTAL: Algunos psicólogos han señalado que, en muchos casos, la
AGRESIVIDAD es una forma de comunicación: se golpea al otro cuando ya no es posible
hablar con él. «Le golpeé porque no me quería escuchar, porque ya no quería hablar más
ni me entendía.» A menudo, después de un arrebato así se llega a los niveles más
profundos en el diálogo verbal y en la comunicación afectiva. Pero en otros casos se busca
ya la destrucción del otro como «otro», porque esa alteridad resulta insoportable. Es la
historia de Caín, el homicida del «otro» más cercano y semejante posible: el homicida del
hermano. La historia que cuenta el Génesis (/Gn/04) es «historia» precisamente por no
serlo, por ser el paradigma continuamente imitado por los hombres que viven ya fuera del
paraíso terrenal. No hay diálogo alguno entre los dos hermanos, cada uno parece trabajar y
hacer sus ofrendas a Yahvé por su cuenta. Sólo hay una lacónica frase de Caín: «Vamos
afuera», que revela la violencia que se va a desencadenar: la agresión requiere un espacio
en la exterioridad, «afuera» del techo familiar, «afuera» de la ley. Y Caín descarga sobre
Abel la irritación que siente contra sí mismo, matando lo que él quisiera ser, la imagen
obsesiva del otro que está siempre ahí y siempre le acompaña. Inútil intento: la sangre del
hermano continúa clamando y es imposible acallarla; el otro se hace aún más presente
después de muerto, vive en quien lo ha matado. La agresión consumada perpetúa otro tipo
de presencia y de comunicación. Por eso Caín se convierte en el perpetuo fugitivo, se
siente condenado a huir sin descanso, llevando consigo la huella del hermano asesinado, y
por eso Caín siente ahora sobre sí la amenaza de la muerte violenta: «Cualquiera que me
encuentre me matará.» Ya no se concibe otro modo de comunicación que la violencia
asesina.
«Los hijos de Caín» (Camus), es decir, los que se rebelan contra Dios convirtiéndose en
fratricidas no han desaparecido. L. Szondi, en su estudio Caín y el cainismo en la Historia
universal, afirma: «Caín rige el mundo... Ambición, envidia y vanidad son peculiares en
Caín. No Dios, sino Caín, es el nombre del hombre que se manifiesta en la Historia
Universal. Así piensa el psicólogo del destino. Cualquier fricción entre los hombres aun
cuando sea mínima es suficiente para despertar el eterno Caín. Al cabo de miles y miles de
años no ha disminuido la actividad de matar en Caín. Persiste el fratricidio». Por eso se
pregunta Szondi: «¿No consistiría la señal de Caín no en que no podía ser matado, sino
precisamente en que no pueda ser destruido?» Y es que como afirma también
repetidamente Hermann Hesse en sus novelas, por ejemplo en Demian todo hombre es
Caín y Abel, sombras y luz, comunicación afectiva y violencia agresiva. Esta dualidad
interna en cada hombre revela también que Caín no es nunca un solitario, por más que
asesine y destruya: precisamente porque no está solo, mata y destruye, sin conseguir
jamás la solitariedad. Matando y destruyendo se relaciona con el «otro» del modo más
paradójico posible. También así intenta negar y matar a Dios. Caín es un obseso de la
presencia del «otro», cuya compañía es al mismo tiempo deseada e intolerable.
Si la agresividad tiene un carácter eminentemente activo, la INCOMUNICACIÓN reviste
la forma de la pasividad. Caín sale «fuera» para matar; el hombre incomunicado se ve cada
vez más encerrado en sí mismo, en un mutismo desesperante o en una palabrería que no
dice nada. A veces sería preferible que este tipo de hombre estallara con violencia; por eso,
este Abel bondadoso y distante provoca la agresividad de los demás. El Abel bíblico no
pronuncia una sola palabra ni provoca en su nacimiento exclamación alguna de gozo por
parte de su madre. Abel no parece sino «el hermano de Caín» (Gén 4, 1-2). Es un
personaje distante, cuyo sufrimiento interior se adivina y que muere en silencio, sin un solo
grito. No gritará sino después de muerto y su ausencia es más expresiva que su fugaz
presencia.
«La comunicación existe. Pero en cada caso hay que preguntarse qué es lo que se
comunica y cuánto queda por comunicar... La comunicación se verifica a modo de esferas
tangentes, que contacta cada una respecto de la otra por la periferia del Yo de cada cual»
(C. Castilla del Pino) 3. El espejismo de una comunicación aparente impide caer en la
cuenta de lo poco que comunicamos y nos comunicamos. La masiva recepción de
informaciones muchas más de las que podemos asimilar a través de los medios de
comunicación, tiene como resultado que cada vez nos comuniquemos menos de un modo
activo. Y el día que falta la televisión, la prensa o la radio, surge la gran tragedia del no
saber qué hacer ni qué decir. Pero también la sociedad puede ser fuertemente represiva y
ejercer un severo control sobre «lo que no se puede decir» o que sólo puede ser mentado
mediante fórmulas disfrazadas, enmascaradas. De ahí a que cada hombre termine por
llevar su propia máscara, no hay sino un paso. Jung llama «persona» a esa realidad social
enmascarada, en contraposición con el yo interior o «alma». Hay que recordar que
«persona» era primitivamente la palabra para designar la máscara de los histriones
antiguos. La máscara surge como consecuencia de la presión social, como tendencia a
conformarse a la opinión colectiva. Lo más profundo y auténtico del yo se recluye. Hay una
tendencia a mostrarse eso es también una exigencia social «pero se trata de mostrarse
bajo una máscara: mostrar una máscara: larvatus prodeo» (Ch. Bandouin). Finalmente uno
termina por identificarse con su propia máscara, que rigurosamente no es sino una máscara
colectiva. Hay comunicación, efectivamente, pero sólo comunican entre sí los personajes
de una gigantesca farsa social, que repiten el texto previamente convenido. Son las
«habladurías» y las «escribidurías» de Heidegger: lo que se habla y lo que se dice. Habla y
escribe un «se» impersonal, nada más.
Del personaje o la máscara a la «cosa» no hay sino un pequeño umbral que transponer,
porque la farsa que se representa es la de la competencia, el triunfo y la posesión. Se trata
de la COSIFICACIÓN del otro. El mundo en que se vive es una gigantesca Babel en la que
ya no importa la imposibilidad de comunicarse por la palabra: no hay más lenguaje que el
de las cosas. Un impresionante mídrash judío lo refiere así:
«Cuando los hombres se pusieron a construir la torre de Babel, sucedió que los trabajos no iban
bastante deprisa. Entonces los capataces decidieron que había que trabajar incluso los sábados.
Dios no
dijo nada. Algunos días más tarde, resbaló un obrero del andamio y se mató. Se le enterró
rápidamente,
sin ceremonia alguna. En ese momento se desencadenó la cólera de Dios. Porque el pecado
contra el
hombre es más grave que el pecado contra Dios.»
Pero además del solitario abandonado, existe el solitario que abandona a los demás, el
único auténtico solitario. Porque en Job hay una decidida voluntad de relación, que
concluye con éxito, y su historia termina en alegría. Por el contrario, ahí está el hijo fiel de la
parábola del padre que tenía dos hijos (Lc 15, 11-31). No dice palabra cuando su hermano
decide abandonar la casa, no acompaña a su padre en la espera y en el salir al encuentro,
está ausente cuando comienza la fiesta y, cuando llega, «se irrita y no quiere entrar». El
padre se ve obligado a salir a buscarlo, y entonces le responde con altanería; lo único que
parece preocuparle de su padre: las cosas, no las personas. Incluso a la expresión de su
padre sin duda, intencionada «tu hermano», contesta con un despreciativo «ese hijo tuyo»
y un «tu hacienda». La respuesta final es significativa: «Hijo, tú siempre estás conmigo, y
todo lo mío es tuyo.» Pero el hijo «fiel» no parece haberse dado cuenta de ello nunca: su
presencia en la casa no ha sido sino una ausencia; su padre, un extraño; su hermano,
alguien que estaba definitivamente «muerto» y que no podía «volver a la vida». El mismo
no se considera «hijo»: es un solitario que ni reconoce a Dios por padre ni ama a los demás
como hermanos. No es capaz de matar como Caín, hace algo peor: ignora al otro, lo tiene
condenado en su corazón. La parábola no olvidemos que va dirigida contra los fariseos y
los escribas, que murmuran porque Jesús acoge a los pecadores lleva a una paradójica
conclusión: ¿quién es realmente el hijo fiel y quién el pródigo?, ¿quién es el que está lejos
y quién el que está cerca? «Poned atención: / un corazón solitario / no es un corazón» (A.
Machado). Curiosamente, el hijo fiel no vive en soledad: tiene sus amigos. Pero es fácil
suponer la relación que le liga con ellos. Desconoce la soledad, necesaria para la plenitud
interior, pero es un solitario en compañía de los otros.
Lo terrible del solitario es que, al no relacionarse con los demás, no se encuentra
«situado» respecto a nadie. Sólo se sitúa respecto a las cosas, sus cosas. Se crea su
propio mundo, fetichista y mezquino, en el que él mismo es una cosa más. En el mundo de
los demás se siente extraño y extranjero (Camus). Y paradójicamente, él, que sólo goza en
la posesión de cosas incluso el otro no es sino un cuerpo en la relación sexual vive en la
mayor privación. Vive sólo esa vida suya «privada», es decir, carente de todo lo que es
realmente bello y humano.
De este modo concluye el proceso de degradación de lo humano como ser-en-relación.
La descripción puede haber provocado un cierto estupor. ¿No es demasiado negativa? En
realidad se trata sólo de una tipología, muy rápida y un tanto caricaturizada. Como tal, es
irreal cada hombre es distinto, pero ayuda a comprender la realidad. Por otro lado, ¿es
realmente una graduación? Se puede haber llegado a la solitariedad sin haber pasado por
los estadios anteriores: la graduación tiene un carácter «lógico», no histórico. Por fin, ¿no
es demasiado individualista? La utilización de figuras bíblicas puede haber acentuado esta
impresión. Pero no se debe olvidar que por ejemplo Caín no es un individuo, sino una
imagen colectiva: el cainismo es un estado de la humanidad.
2. INTERPRETACIÓN
¿Cómo es que, si el hombre es relación, pueda fracasar en eso mismo que «es»?
Teóricamente, parece imposible. Y, sin embargo, así sucede. La única explicación consiste
en afirmar: el hombre nace y vive siempre en relación, aun en el caso de que se convierta
en un solitario o de que su modo de relacionarse sea un verdadero fracaso. Pero el que se
abra a una relación plenamente humana y constructiva sólo es el término de un largo
proceso de personalización. Es esto lo que hay que investigar: ¿cómo puede explicarse
que ese proceso fracase? Yendo directamente al núcleo de la cuestión, debe decirse lo
siguiente: hay un «antes» que determina la relación y desde el que el hombre la entabla. Se
trata de la previa «disposición» de cada uno, que le orienta en uno u otro sentido. C. G.
Jung ha definido muy bien este concepto en su obra Tipos psicológicos. En nuestro caso
se trataría de que el hombre puede orientarse hacia el «don de si», o bien hacia la
«afirmación de si mismo». Claro que no se trata de dos orientaciones excluyentes. Pero
puede darse el caso de que uno se encuentre dispuesto de forma casi exclusiva hacia la
«afirmación de sí mismo». Y ahí está el problema.
a) La afirmación de sí mismo
Pascal habló de «amor propio» «La naturaleza del amor propio y de ese 'yo' humano es
no amarse sino a si mismo y no considerarse sino a si mismo»; pero desde el siglo XVIlI se
utilizó el término «egoísmo». Más tarde, Stendhal introdujo una palabra de origen inglés,
«egotismo»: excesiva importancia concedida a si mismo y a su propio desarrollo, tendencia
a hablar mucho de sí. La existencia de un vocabulario preciso es ya un síntoma de que
«algo tiene que haber cuando se lo nombra». Profundamente, el hombre es ante todo
pulsión, tendencia, deseo, acción, poder. A un cierto nivel se descubre lo que todavía suele
llamarse «instinto de conservación»; a un nivel superior, conocer y querer son un poder de
afirmación o negación, o un poder de decir «sí» o «no». Decimos lo que las cosas son o
no-son (nos lo decimos a nosotros, y lo decimos a los demás); pero también pronunciamos
el «sí» o el «no» de nuestra voluntad libre a la vida, a los hombres, al trabajo, a la alegría o
al dolor, al mismo Dios... Nuestra existencia se convierte en «positiva» cuando predomina el
«sí» sobre el «no», los motivos de afirmar sobre los de negar, cuando se vence toda
ambigüedad del «sí, pero...» o del «quizá». En la parábola de los dos hijos (Mt 21, 28-32),
ante la invitación del padre a ir a trabajar, el primero responde: «No», pero luego acude; el
segundo, en cambio, dice: «Sí», pero luego no va. La pregunta a que nos lleva la parábola
es: ¿dónde se encuentra el verdadero, el interior «sí» de la obediencia? Palabra, corazón y
acción se encuentran aquí profundamente distorsionadas. Por eso: «que vuestro lenguaje
sea un: ¿Sí?, sí; ¿No?, no» (Mt 5, 37; Sant 5, 12; 2 Cor 1, 17-20).
El desagrado que suscitan en nosotros la negatividad y la renuncia procede de nuestra
tendencia a dar mayor peso a la afirmación y, con ella, a la vida y al ser. El Renacimiento y
la Edad Moderna se caracterizaron por una afirmación de lo humano y de lo mundano
frente a la oscura negatividad que se adivinaba en el pensamiento de la Edad Media. Para
Descartes, la voluntad es, ante todo, la facultad de afirmar y negar. Spinoza va mucho más
lejos al decir que el hombre es esfuerzo por mantener y acrecentar la propia existencia, y
que la esencia del alma consiste en la afirmación de la existencia del cuerpo: existir es
auto-afirmarse. Y la virtud no es sino este mismo esfuerzo por afirmarse a sí mismo.
Algunos han visto aquí el colmo del egoísmo expresado en sus fundamentos filosóficos.
Aunque tal interpretación no sea justa respecto al pensamiento de Spinoza, al menos
descubre por dónde pretenderá justificarse a sí misma directa o indirectamente toda forma
de egoísmo.
En otros filósofos, la cosa es ya más clara. De un supuesto egoísmo universal, Max
Stirner concluye en la solitariedad del yo que sólo vive para sí mismo:
«Dios no se ocupa más que de sí mismo, de lo suyo... La causa que defiende la humanidad, ¿no
es
puramente egoísta?... Yo basaré, pues, mi causa en Mí; soy, como Dios, la negación de todo lo
demás;
soy para mí Todo, soy el Único... Lo divino es la causa de Dios; lo humano es la causa del
hombre. Mi
causa no es divina ni humana, no es lo verdadero, ni lo bueno ni lo justo, ni lo libre, es lo mío;
no es
general, sino Única como Yo soy Único. No admito nada por encima de mí» (El único y su
propiedad,
Barcelona, Maten, 1970, págs. 25-26).
El «único» de Max Stirner (el yo egoísta), deja paso en Nietzsche a la aristocracia de los
superhombres:
«Aun a riesgo de desagradar a los oídos inocentes, establezco lo siguiente: el egoísmo es algo
propio
de la esencia de las almas nobles. Esta es mi insensata fe: a un ser como 'nosotros somos' deben
someterse por naturaleza los demás seres y sacrificarse por él» (Más allá del bien y del mal,
265).
Por eso concluye lógicamente: para el alma noble «el concepto 'gracia' carece de sentido
y de fragancia... Su egoísmo se lo prohíbe: mira con disgusto hacia 'arriba'... ya que se
sabe en la altura misma» (Ibíd.).
Son expresiones que llenan de asombro. Bajo su indudable grandiosidad una titánica,
una agónica afirmación de sí mismo hasta la desorbitación se oculta la solitariedad del
«único» que se cree tal: «Soy demasiado orgulloso escribe Nietzsche a su hermana en
1885 para creer que alguien pueda amarme. Ello supondría que él sabe quién soy.
Tampoco creo que yo pueda llegar a amar a nadie. Necesitaría encontrar a un hombre de
mi condición. Para lo que me preocupa, me aflige, me eleva, no he tenido jamás un
confidente ni un amigo.»
Lo que asusta es la exclusividad de la autoafirmación: ¿no hay más forma de afirmarse a
sí mismo que negando a todos los demás? Es claro que necesitamos poseernos a nosotros
mismos para poder «ser». La historia del concepto de «persona» es ya reveladora: para los
medievales es ante todo autoposesión, dominio sobre la propia realidad una realidad
completa; no dispersa, sino clausurada; el ser personal es un ser «en-sí». Para los
filósofos modernos, la persona se posee a sí misma por medio de una vuelta reflexiva sobre
sí misma, es decir, por medio de la conciencia: ser «paraíso», es ser persona. El concepto
actual de «relación»ser «para-otros»no elimina los anteriores: los completa y corrige,
haciendo ver que en la orientación y apertura a los otros se encuentra la posibilidad de
afirmarse a sí mismo.
La psicología ha revelado cómo en determinados momentos de extremada carencia física
las motivaciones humanas se reducen a lo más elemental: hambre y sed. Hasta el sexo
queda relegado. No resta, pues, sino el «instinto de conservación», forma biológica de la
«afirmación de sí mismo». Ahora bien, eso es lo básico; pero el hombre se encuentra más
allá. Lo básico no es lo esencial, sino que el hombre lo humano es hacia arriba y hacia
adelante. O como dice Pascal: «el hombre supera infinitamente al hombre». El hombre es
un ser abierto al mundo y a los demás: ése es su mundo, en el que categorías como
«ajuste» y «adaptación» que permiten al animal conservar su existencia en su medio
ambiente son claramente insuficientes; no se trata ya de adaptarse y conservarse en la
existencia, se trata de relacionarse. De este modo parece evidente que la «afirmación de sí
mismo» aún a los niveles superiores, cuando se torna en exclusiva y excluyente, se
contrapone a la vida en relación y a la realización de lo estrictamente humano.
b) El don de sí
El fracaso de la relación pone de manifiesto que hay algo más radical en el hombre que
el puro ser-en-relación, un núcleo profundo de lo humano del que procede la disposición
favorable a la relación. Esta deriva en solitariedad generalmente disfrazada bajo lo que
Jaspers llama «el intento desesperado de una comunidad de los solitarios» cuando
procede de la exclusiva afirmación de sí mismo. Sólo cuando la relación se basa en la
afirmación del otro y en el «don de sí» se convierte en algo positivo y creador ya que es
manifestación del poder y de la fuerza mas radicales que posee el hombre: el amor.
El amor es «el tema» del hombre: ocupa a la religión, a la filosofía, a la poesía, al arte.
Cuando se le dedica un amplio discurso, se tiene finalmente la impresión de haberse
perdido en cuestiones secundarias; si se habla breve y sobriamente, entonces parece que
no se ha pasado del umbral del tema; si se opta por callar quizá lo más sabio, el vacío
producido se torna demasiado evidente. Y es que el amor no es algo que pueda
conceptualizarse sin más. Es una realidad absolutamente original, que no puede reducirse
a ninguna otra. Sólo puede ser captado en la experiencia, como algo que nos sobreviene y
que se nos regala inesperadamente, o como algo por completo «distinto» de todo lo demás,
que surge en nosotros en el estupor de la sorpresa. Ese carácter de «lo totalmente distinto»
se pone de manifiesto en el hecho de que es quizá la única experiencia ante la que uno
debe preguntarse: ¿qué me está pasando? En ese momento, todo intento «explicativo» es
decir, todo intento de analizar sus causas y sus elementos, y de reducirlo a otras
experiencias mejor conocidas fracasa por completo: el amor es siempre otra cosa. No es
emoción, ni deseo, ni sentimiento, aunque los provoque y le acompañen: «El amor lleva
consigo su propia evidencia, inconmensurable con la evidencia de la razón... Por ello es
accesible a la intuición, pero no puede ser definido» (M. Scheler). Es decir: el amor sólo
puede ser comprendido no explicado desde dentro, desde su propia presencia, no en la
objetividad de la ausencia.
También han fracasado los intentos de establecer una clara distinción entre los diversos
«tipos» de amor, como lo demuestran las interminables polémicas y la falta de acuerdo
entre los teóricos del tema. Más bien parece que el amor es una realidad muy compleja y
polivalente, que afecta a toda la persona en cuanto se dirige a otra persona, considera
también en su totalidad. Por eso hay que apresurarse aquí a indicar que nuestro modo de
tratar el tema es premeditadamente muy parcial: sólo se tendrán en cuenta aquellas
características del amor que más directamente nos interesan.
A/EGOISMO EGOISMO/A: Frente al egoísmo como «afirmación de sí», el amor aparece
como la incondicionada «afirmación del otro»: «En todos los casos imaginables del amor,
amar quiere decir apropiar... Amar algo o alguna persona significa dar por 'bueno', llamar
'bueno' a ese algo o a ese alguien. Ponerse de cara a él y decirle: Es bueno que existas, es
bueno que estés en el mundo» (J. Pieper) 4. Lo que importa es el «tú». El «yo», en cambio,
se convierte en sujeto activo de un modo estricto: el sujeto que afirma al tú como lo
«bueno», como lo que merece existir, como lo que debe existir. El que ama quiere hacer
vivir en plenitud al otro Jesús ama a los hombres, por eso les trae «la abundancia de la
vida» y da la suya propia a cambio de la de sus discípulos, incluso desearía salvarlo de la
muerte. Amar es voluntad de eternización: «Amar a una persona es decirle: tú no morirás»
(G. Marcel). Pero no es tanto la «permanencia» la no-muertedel otro lo que se afirma,
como su continuo progreso en la vida: «El amor dice Nédoncelle en una expresión famosa
es voluntad de promoción. El yo que ama desea ante todo la existencia del tú; quiere
además el desarrollo autónomo del tú».
Pero la fuerza creadora del amor quedaría completamente desvirtuada si se la desplazara
fuera de ella misma. No son las obras del amor lo que da vida al otro: es el amor mismo. El
que se siente amado y sólo él descubre que su vida tiene un sentido, descubre su propio
valor, es decir, el valor de su «yo», y se ve impulsado a realizar lo que el otro espera de él.
Por el contrario, la falta de amor paraliza y destruye. La mirada del que no ama esta mirada
precisamente, no toda mirada del otro, como pretende Sartre «cosifica». San Juan lo
intuyó y lo expresó sorprendentemente: «Todo el que no ama a su hermano, es un
homicida» (1 Jn 3, 15). Nadie existe ante sí mismo, si al mismo tiempo no existe ante los
demás, y sólo en la medida en que uno se siente aceptado por los demás puede llegar a
aceptarse a sí mismo. No tiene otro origen la inseguridad profunda que tantas veces
sentimos.
Si ahora nos preguntamos cómo el amor afirma al otro, la respuesta es: no por una
afirmación verbal ni por un deseo, sino por el don de sí. Afirmo al otro dándome a él, afirmo
su vida entregándole la mía. De nuevo es San Juan quien mejor lo ha formulado: «El amor
supremo consiste en dar la vida por los amigos» (/Jn/15/13). Es decir: sólo cuando uno se
ha dado al otro totalmente como «vida» es cuando ha llegado a amar, cuando ha llegado
al nivel del amor. Interpretar la frase de Juan en el sentido de que el amor debe llevar
incluso hasta aceptar la muerte por el otro la desvirtúa parcialmente, en cuanto que
convierte al amor en un acto extremo y heroico, es decir, en un acto final o un término. Amar
es más bien «estarse dando» como ser vivo y personal, como realidad existente e histórica.
Ortega ha descrito este aspecto de un modo excelente. No sólo el amar es «hallarse
psíquicamente en movimiento, en ruta hacia el objeto», es decir, un «constante estar
emigrando», sino que en contraposición con el acto de pensar y el de la voluntad que son
instantáneos, que no duran, sino que son puntuales, aunque puedan requerir una larga
preparación «el amor se prolonga en el tiempo»:
«no se ama en serie de instantes súbitos, de puntos que se encienden y se apagan como la chispa
de la magneto, sino que se está amando con continuidad... El amor es una fluencia, un chorro de
materia anímica, un fluido que mana con continuidad como de una fuente» (Estudios sobre el
amor, Madrid, 1970, páginas 68-69).
Llevadas las cosas al extremo, podría llegar a afirmarse que el amor es un dar que
excluye el recibir. E puro amor sería un dar «puro», con lo que quedaría netamente
distinguido el carácter centrífugo del amor del carácter centrípeto y egoísta del eros. Pero
esta distinción es artificial. El amor no puede dar sin por ello mismo recibir. Recibe, en
primer lugar, de sí mismo. Si el amor es la suprema fuerza del hombre, al amar libera éste lo
mejor que hay en él y alcanza la perfección de la acción. «Tú existes solamente si amas; el
ser solamente es ser si es el ser del amor» (Feuerbach). Después, todo acto de amor
reclama una respuesta, y lo hace con increíble energía precisamente por no reclamarla en
absoluto, es decir, por ser un acto gratuito.
Comprender este último aspecto es fundamental, puesto que nos lleva a la raíz misma de
la relación. Puesto que el otro es libre, sólo se le puede solicitar en la libertad. La relación
no puede ser impuesta, ya que la coacción por más sutil e inteligente que sea la impide o
la destruye. Para recibir al otro hay que darse sin más. «Acaece con la persona individual
que sólo por el acto de amor y en el acto de amor nos es dada» (Scheler). Y si sólo en el
amor es posible iniciar la relación ése acto suele llamarse «encuentro» también sólo en el
amor es posible mantenerla. Si intento atar al otro, lo pierdo como persona; lo tengo como
cosa, pero no lo «poseo» en la libertad. Es decir, la relación se convierte en dominación
alienante que puede durar únicamente a costa de ir anulando progresivamente al otro. «Sin
la separación dice Tillich desaparecen el amor y la vida. Sólo la relación de persona a
persona, superior a todas las demás, es la que conserva la separación de cada centro
individual y, no obstante, opera su reunión en el amor» 5.
El amor, pues, re-úne, no unifica. Como es creador del otro, lo ayuda a alcanzar su
plenitud personal, con lo que acentúa las diferencias (lo que Tillich llama «separación»);
pero «eso» que promociona el amor es «dado» al otro y no guardado para sí. Con otras
palabras: es «puesto en común», ya que al ofrecerlo no se renuncia a nada. Darse no es,
de ningún modo, renunciar, sino conservar y acrecentar por medio de la puesta en común.
«Comunidad» es entonces la palabra más exacta y rica para expresar la «relación» entre
dos o más personas: indica ese fluir dar y recibir de vidas en crecimiento y
enriquecimiento mutuo.
La «afirmación de sí mismo» resulta ahora justificada dentro del contexto único de su
posibilidad: la «afirmación del otro» por medio del don de sí. Si me afirmo aislándome, me
pierdo. Jaspers lo ha visto con toda claridad: «Querer sustraerse a la verdadera
comunicación significa renunciar a mi ser-mí-mismo; si me sustraigo a ella me traiciono a mí
mismo juntamente con el otro». No es sino la gran paradoja evangélica: hay que dar
«perder» la vida para poder conservarla (Mt 10, 39). Probablemente el mismo Jaspers la
tuvo en cuenta cuando añade:
«En la patentización me pierdo a mí mismo (como empírica existencia constituida) para
recobrarme (como posible 'existencia'), en el hermetismo me conservo (como existencia
empírica), pero perdiéndome (como posible 'existencia')» (Filosofía, Madrid, 1958, val. I, pág.
466).
«¡Una acción gratuita! ¿No le dice eso nada a usted? A mí, me parece algo extraordinario.
Durante
mucho tiempo pensé que era eso lo que diferenciaba al hombre de los animales: una acción
gratuita.
Llamaba al hombre: el animal capaz de una acción gratuita. Pero después pensé lo contrario: que
era el
único ser incapaz de actuar gratuitamente. ¡Gratuitamente! Imagínese: sin razón sí, ya lo
entiendo
digamos: sin motivo. ¡Incapaz! Entonces eso empezó a fastidiarme. Me preguntaba: ¿Por qué
hará esto?
¿Por qué aquello?... Y, sin embargo, no es que yo sea determinista. Una anécdota, de cualquier
modo, al
respecto:
Tengo un amigo, aunque le parezca increíble, que es millonario. También es inteligente. Una vez
se
dijo: ¿Una acción gratuita? ¿Cómo hacerla? Y fíjese que no hay que entenderlo como una acción
que no
reporta nada, porque si no... No, sólo gratuita: un acto que no esté motivado por nada.
¿Entiende? Ni
interés, ni pasión, ni nada. El acto desinteresado, nacido de sí mismo; el acto sin tampoco
objeto, por lo
tanto, sin dueño; el acto libre, ¡el Acto autóctono!
Ponga atención. Mi amigo sale por la mañana llevando encima un billete de 500 francos en un
sobre y
una bofetada dispuesta en la mano. Se trata de encontrar a alguien sin elegirlo. Así que en la
calle deja
caer un pañuelo, y al que lo recoge (buen hombre, puesto que recoge), el millonario: «Disculpe,
caballero,
¿quizá conocerá usted a alguien?» El otro: «Sí, a varios.» El millonario: «En este caso,
caballero, me
figuro que será usted tan amable de escribir su nombre en este sobre; aquí tiene usted plumas,
tinta,
lápiz...» El otro escribe como un buen hombre; luego: «Ahora quizá pueda usted explicarme,
caballero...»
El millonario contesta: «Cuestión de principios.» Luego (olvidé decir que tiene mucha fuerza) le
pega en la
mejilla un bofetón que llevaba en la mano. Luego llama un coche de punto y desaparece.
¿Se fija usted? Dos actos gratuitos a la vez: el billete de 500 francos para un destinatario que él
no ha
elegido, y una bofetada para alguien que se elige por sí solo recogiéndole el pañuelo. ¡Vaya! ¿Es
lo
bastante gratuito? Pero, ¿y la relación? Apuesto a que no profundiza usted lo bastante en la
relación; ya
que siendo el acto gratuito, también es lo que por aquí llamamos: reversible. Uno que recibe 500
francos
por un bofetón, otro que recibe un bofetón por 500 francos... y luego, cualquiera sabe.... ahí nos
perdemos.
¡Imagínese! ¡Un acto gratuito! No hay nada que desmoralice tanto» (Prometeo mal encadenado,
Barcelona, 1974, págs. 18-21).
«Dad a cada cual lo que se le debe: a quien impuestos, impuestos; a quien tributo, tributo; a
quien
respeto, respeto; a quien honor, honor. Con nadie tengáis otra deuda que la del amor mutuo»
(Rm 13,
7-8).
Todo puede ser pagado, sólo el amor es una deuda insaldable. Es lo debido-indebido, lo
necesario-gratuito, lo reclamado-irreclamable. «Debemos amarnos unos a otros» (1 Jn 4,
11), pero el amor es un mandamiento, una orden, que supera todo orden. «La caridad es,
por tanto, la ley en su plenitud» (Rm 13, 10).
Al concluir este apartado es ya posible sacar una consecuencia importante: «gracia» o
«gratuidad» es el modo propio de la existencia humana en cuanto tal, es decir, en cuanto
existencia recibida y entregada gratuitamente a los demás en el acto de amor. El «ser» nos
ha sido dado y existe para que lo entreguemos.
(·TEJEDOR-CESAR-1. Págs. 37-57)
...........................................................
....................
1. E. FROMM, Psicoanálisis de la sociedad contemporánea, México, 1970, Página 31.
2. Ibid., Pag. 37.
3. C. CASTILLA DEL PINO, La incomunicación, Barcelona, 1970, páginas 12-13.
4. J. PIEPER, Las virtudes fundamentales, Madrid. 1972, pág. 436.
5. P. TILLICH, Amor, poder y justicia, Barcelona, 1970, págs. 44-45.
1. SITUACIÓN
a) La mundaneidad del hombre
La condición del hombre como ser-en-el-mundo ha sido puesta de manifiesto
especialmente por la fenomenología y el existencialismo. Quiere decir algo más que la
simple perogrullada de que «estamos» en el mundo (¿dónde, si no?). Es más bien la
afirmación de que sólo somos si somos en-el-mundo, que nuestro ser es siempre ser-en, y
que no es posible «salirse del mundo». No sin cierta ironía escribía Pablo: «Os decía en mi
otra carta que no tuvieseis trato con gente lujuriosa. Es claro que no hablaba en plural, de
todos los lujuriosos de este mundo, como tampoco de todos los avaros, ladrones e
idólatras; para evitar todo trato con esta gente tendríais que vivir en otro mundo. Lo que
quería deciros en la carta es que no tengáis trato con gente que presurice de cristiano y es
lujurioso, avaro, idólatra, calumniador, borracho o ladrón. Con alguien así, ¡ni sentarse a la
mesa!» (1 Cor 5, 9-11). Con ello se pone en evidencia la imposibilidad literal de «renunciar
al mundo». La fórmula sólo es válida si se entiende como una renuncia activa y
beligerante, por supuesto a cierto «orden» del mundo, sólo posible para aquellos que
poseen una energía suficiente. Cuando la renuncia se convierte en simple «huida», se ha
de pagar un fuerte precio: la creación artificial de un pequeño mundo mezquino y ridículo,
en el que las cosas más pequeñas se convierten en «todo un mundo». La única solución
entonces es precisamente volver al mundo...
MUNDANEIDAD/INTIMIDAD: No existe, pues, un «yo puro», un aislado «yo pienso»,
una «pura conciencia». El «estar en» ésta es la primera pregunta del que vuelve en sí e
intenta recuperar su propia identidad: «¿dónde estoy?» es la primera referencia del yo.
Somos y estamos siempre «aquí», es decir, «fuera»: existir es ex-sistir, estar fuera, para
luego poder estar «dentro», consigo mismo. Mundaneidad e intimidad se dan en continua
dialéctica, el yo vive en la encrucijada del dentro y el fuera. La conocida fórmula «hemos
sido arrojados a la existencia» denota no sólo el «trauma del nacimiento», cuando
materialmente fuimos arrojados al mundo; supone también una experiencia de la necesidad
de estar continuamente «saliendo» de sí mismo hacia los otros y hacia el mundo.
MUNDO/QUE-ES: Se impone ahora hacer toda una serie de precisiones. «Mundo» no se
entiende aquí en un sentido absolutamente objetivo, como el conjunto de todas las cosas
que me rodean. Así concebido, el mundo no puede ser captado por el hombre: no es
posible captar todo, menos aún es posible captarlo como una totalidad estructurada y
englobante, tampoco podemos hacerlo con una absoluta objetividad. Sólo puedo conocer el
mundo parcialmente y desde mí mismo, subjetivamente (lo cual no quiere decir que no sea
una visión real; incluso, es la única visión real posible). Lo único que nos es dado es partir
de nuestras propias experiencias. Cada experiencia puede ser ampliada con otras nuevas,
que se integran a las anteriores y las modifican. Todo ello se realiza dentro de un cierto
horizonte de referencia. La aparición de ese horizonte es la aparición del mundo, que no es,
entonces, sino «el horizonte último de toda experiencia y de toda posibilidad». Nada puede
ser experimentado fuera de él, aunque este horizonte está siempre en transformación al
ritmo del progresivo experimentar humano. Y es que, como explica uno de la Karamazov:
«Todo es como las aguas del océano, todo corre y se junta; tocas un extremo, y se
comunica y resuena inmediatamente en el otro extremo del mundo» (Dostovevski).
Se trata de un horizonte realmente último: no puede ser rebasado en ningún caso,
siempre se amplía y permanece como horizonte. No hay, en la misma dirección y
dimensión, un «más allá» del mundo. Lo cual no nos impide hablar de la «transcendencia»:
únicamente nos impide concebirla como una experiencia dada en un más allá en la misma
dirección que el mundo. En la misma dirección no hay un punto un «non plus ultra» del
mundo en el que comienza «otra cosa» distinta del mundo. La psicología de la Gestalt
corrobora todo esto: toda percepción supone un «fondo» del que se destaca; percibir la
totalidad del fondo, y percibirla a su vez sin fondo alguno, no es posible. Pero si ello fuera
posible, entonces nuestra percepción cobraría un carácter de irrealidad. Cuando en el
teatro contemporáneo se prescinde en absoluto del decorado no hay sino unas cortinas
negras «al fondo», por ejemplo, o bien el espectador lo suple con su imaginación, o bien la
acción resulta en absoluto fuera de toda realidad. También la lógica clásica se encuentra
de acuerdo: no es posible pensar nada fuera del mundo, ya que la cópula «es» la cópula
del juicio más elemental «S es P» remite a la realidad en la que es lo que se piensa.
Con todo, cada uno tiene su propio mundo, construido a base de sus propias e
irrepetibles experiencias. Puede ser muy estrecho (hay quienes no ven «más allá de las
narices») o muy amplio; estático o móvil; unidimensional o pluridimensional (la
unidimensionalidad absoluta es prácticamente imposible; con esta expresión sólo quiere
indicarse la preponderancia de una determinada dimensión en la construcción del mundo:
hay unidimensionales «consumidores», pero también los hay «políticos» o «religiosos», en
los que la castración de la persona coincide con la limitación de su mundo). Sin embargo,
«cada uno tiene ciertamente su mundo, pero lo que éste es para él no se lo debe
exclusivamente a él mismo..., sino que ha aprendido de los otros cuál es la forma de
manejarse, cuál la forma de valorar, qué es preciso saber... Es siempre un mundo en
común. La experiencia es experiencia en común, sólo que el individuo la recoge en sí y en
lo recogido hace entonces sus nuevas experiencias propias» (Landgrebe). Es decir: mi
mundo es siempre un determinado modo de vivir nuestro mundo.
Pero el mundo no está «enfrente» del hombre de un modo absoluto. Yo me incluyo en mi
propio mundo, y por eso es precisamente mío: es el mundo en el que yo habito y me
muevo. Por eso, también, existe una permanente y mutua interpelación: mi mundo me hace
cambiar y yo cambio mi mundo. Y no sólo por el conocimiento, sino sobre todo por la acción
(praxis), que me lleva a nuevas experiencias concretas; o, más exactamente, a
experimentar de modo distinto la realidad del mundo. Los éxitos o los fracasos, los
momentos de gran intensidad, las experiencias nuevas, pueden hacer que «todo cambie» y
que todo lo vea distinto. De todos modos, el hombre conserva siempre un puesto central en
la experiencia del mundo (aunque no lo tenga en la visión científica del mundo). «El cuerpo
del hombre es siempre la mitad posible de un atlas universal», dice M. Foucault. Mi cuerpo
se convierte más bien «es» el centro de mi mundo, lo cual nada tiene que ver con una
especie de ridículo egocentrismo; afirma sólo la necesidad de situarme en un mundo «en
torno de mí» y por tanto de ponerme «en medio» de ese mundo y contemplarlo desde mí
mismo, es decir, desde mi cuerpo.
«Cuanto más se ponga el acento sobre la objetividad de las cosas, cortando el cordón umbilical
que
las liga a mi existencia, a lo que llamo mi presencia órgano-psíquica para mí mismo (...), tanto
más este
mundo así proclamado como el único real, se convertirá en un espectáculo sentido como
ilusorio, un
inmenso film documental ofrecido a mi curiosidad, pero que en resumidas cuentas se suprime
por el
simple hecho de que se ignora. Creo, por ello, que el universo tiende a anularse en la medida
misma en
que me sumerge y esto es, creo, lo que se olvida cada vez que se intenta aplastar al hombre bajo
el peso
de los datos astronómicos. Esto quiere decir que se penetra en la abstracción pura tan pronto
como, por
temor al antropocentrismo, se intenta romper el nexo que me une al universo el nexo de mi
presencia en
el mundo, no siendo mi cuerpo más que este nexo hecho manifiesto» (G. MARCRL, Filosofía
concreta,
Madrid, 1959, páginas 31-32).
Si me coloco en el «centro» del mundo no es para que todo gire en torno mío, lo que
sería propiamente el egocentrismo, sino para poder desde mi propio puesto orientarme en
y hacia el mundo. «Ser centro», pues, «centrarse», no es «concentrarse», sino
«des-centrarse», «orientarse», lo cual supone hallar un sentido. El problema del
ser-en-el-mundo se convierte, entonces, en el problema del sentido del mundo, que puede
ser calificado, sin demasiadas vacilaciones, como el problema fundamental de la existencia
humana. Es inevitable, pues, dedicarle algunas reflexiones.
V/SENTIDO H/SANO-EQUILIBRADO: En primer lugar, el sentido aparece como una
exigencia: la vida «tiene que tener» un sentido. Pero el hecho mismo de que se exija revela
la no evidencia del sentido; el «tiene que» del sentido recuerda las expresiones que
empleamos cuando buscamos una cosa que no está en su sitio: «tiene que estar aquí»,
«debería estar aquí»... pero no está. Ahora bien, V. Frankl ha demostrado que «no puede
haber un hombre sano y equilibrado si carece de un sentido de la vida. Un hombre que ha
perdido el sentido de la vida, la razón de existir, aunque sea sano psíquicamente, está
espiritualmente enfermo y requiere un tratamiento que el psicoanálisis no puede dar» 2
La pregunta es: ¿por qué no se encuentra el sentido de la vida?, la cual nos lleva a otra
pregunta más radical: ¿es que el sentido de la vida es algo que deba estar ahí para que yo
pueda «encontrarlo»?, ¿o es más bien algo que yo debo poner para que mi vida lo tenga?
Nuestra opinión es, sin rodeos, esta última: es el hombre el que presta sentido a la vida, y
por ello se constituye en centro del mundo. Entonces, lo que se ha perdido no es el sentido,
sino la capacidad de dar sentido a la vida, a la propia vida. Podemos muy bien remitirnos a
lo que dice Paul Tillich acerca de la «dimensión perdida»:
b) Situación de la mundaneidad
¿Cuál es, de hecho, la situación del hombre en el mundo? Ya se habló del fracaso de la
relación. Ahora habría que hablar de las formas posibles y reales del fracaso del sentido:
sin-sentido y absurdo son la continua amenaza del «ser-en-el-mundo» que es el hombre.
Pero antes hay que referirse a una paradójica forma de estar en el mundo: vivir fuera de
él. Ya Heráclito señalaba: «Hay un mundo uno y común para los que están despiertos; pero
el que duerme se reduce a su mundo propio.» Existe una gran dificultad por interesarse por
algo más allá del «aquí y ahora» rara vez nos conmociona lo que está lejos en el espacio o
en el tiempo, puesto que tendemos a vivir reducidos a nuestro pequeño mundo inmediato.
También (empleando términos del actual argot) se puede vivir «pasando de» todo. Pero se
puede vivir fuera del mundo. El tipo «introvertido» está tendencialmente abocado a esta
conducta ya que, como observa Jung, «no se orienta por el objeto y lo objetivamente dado,
sino por factores subjetivos; interpone entre la percepción del objeto y su propio obrar una
opinión subjetiva que impide que el obrar tenga un carácter que responda a lo
objetivamente dado. La disposición introvertida ve, ciertamente, las condiciones exteriores,
pero elige como decisivas las determinantes subjetivas». Esta situación se convierte en
francamente patológica en la conducta «autista» propia del esquizofrénico. El autismo es,
en efecto, la «polarización de toda la vida mental del sujeto hacia su mundo interior, con
pérdida de contacto con el mundo circundante. El enfermo vive en el mundo familiar de sus
deseos, angustias, sensibilidad e imaginación; éstas son para él sus únicas realidades. El
mundo exterior no es más que una apariencia o, por lo menos, es un mundo que carece de
conexión con el suyo propio» (Porot). El proceso puede terminar en «enclaustración»: el
sujeto se encierra materialmente en su propio cuarto o casa, y teme toda salida al exterior
(agorafobia).
Estos comportamientos de temor y huida no hacen sino substraer al hombre de la primera
de sus responsabilidades: vivir en el mundo. El que puedan adquirir formas patológicas
extremas no hace sino revelar el hecho fundamental de que no se puede vivir
humanamente fuera del mundo, y que toda forma de huida o negación del mundo es, de
algún modo, una actitud enferma.
Pero aquél que se expone a vivir en el mundo corre también un riesgo indudable. En
primer lugar está la posible FRUSTRACION. El mundo es, efectivamente, un horizonte de
posibilidades infinitas, pero aparece también como un límite, no sólo en cuanto que no me
es posible vivir sino en mi finitud espacio-temporal (lo que supone también una finitud
cultural, social, etc.), sino, sobre todo, porque supone una continua resistencia a nuestros
esfuerzos de realización creativa. El hombre admite que este mundo tiene o debería tener
un sentido, pero una y otra vez se ve frustrado en sus esfuerzos de realizarlo. Es, de algún
modo, la experiencia de Adán: este mundo no es el paraíso, y el paraíso está guardado por
querubines con espadas de fuego (Gén 3, 24), símbolos de que la vida en plenitud en el
mundo encuentra obstáculos infranqueables. La añoranza de lo que debería ser persigue a
Adán en su trabajar la tierra, esta tierra, el ensueño de la utopía irrealizada e irrealizable. Y
Adán se siente doblemente frustrado porque su propio sudor, al regar la tierra, no obtiene
sino «espinas y abrojos» (Gén 3, 18-19).
H/CREADOR-DESTRUCTOR: Pero es que la frustración del último Adán es mayor que la
del primero, porque ahora Adán convertido en un omnipotente «homo faber» ve cómo su
increíble capacidad de construir el mundo y darle sentido se está empleando en destruir el
mundo. De algún modo, el hombre, que debería ser un «creador», está realizando una
creación al revés.
El sinsentido tiene en este texto una significación estricta: si todo gira y se repite, nada va
«hacia» ninguna dirección, nada en el mundo se encamina en un «sentido».
La solución o, al menos, una de las soluciones que aporta el Cóhelet, es de lo más
simple: «Esto he experimentado: lo mejor para el hombre es comer, beber, pasarlo bien en
todos sus fatigosos afanes bajo el sol, en los contados días de su vida que Dios le da;
porque esta es su paga» (Ecl 5, 17. Cf. 2, 24; 8, 15; 9, 7). Es una afirmación de la vida sin
esperanza. Pero aquí nos interesan más bien las actitudes que suponen una NEGACIÓN.
Puesto que el mundo provoca una continua frustración, puesto que nos amenaza y
destruye, puesto que carece de sentido, neguémosle. No se trata, ya, de huir a «otro»
mundo, sino de huir a «ningún» mundo. Se trata de evadirse, o bien de iniciar una dialéctica
puramente negativa y destructiva. El «gran rechazo» del mundo y de la civilización se
convierte en una agresividad generalizada que no busca sino destruir. La «lógica», de
nuevo, lleva a la tentación del suicidio. Y éste entendido como una forma de negación del
mundo bajo la forma paradójica de la negación de sí mismo. El suicida se «despide» del
mundo, en el que se siente «de más», pero es porque antes como en la Náusea de Sartre
ha sentido «de más» al mundo mismo. «No hay más que un problema filosófico
verdaderamente serio: el suicidio dice Camus al principio de El mito de Sísifo. Juzgar que
la vida vale o no vale la pena de que se la viva es responder a la pregunta fundamental de
la filosofía (...). Matarse, en cierto sentido, y como en el melodrama, es confesar. Es
confesar que se ha sido sobrepasado por la vida o que no se la comprende». El que se
suicida es el que no desea seguir siendo Sísifo. La vida es una carga absurda. Y si Camus
piensa que, al bajar de la montaña, es cuando Sísifo muestra su verdadera grandeza, ya
que entonces puede tomar conciencia de su destino y mostrar «la fidelidad superior que
niega a los dioses y levanta las rocas», la verdad es que resulta difícil «imaginarse a Sísifo
dichoso». En todo caso, hay un Sísifo que, un día, se niega a volver a subir a la montaña,
aun sabiendo que negarse a aceptar su destino absurdo es negarse a vivir. Es el día en
que sus amigos, sus compañeros de trabajo, sus vecinos, aquellos con los que se cruza por
la calle... notan su ausencia. Sísifo se ha suicidado.
2. INTERPRETACIÓN
¿Por qué fracasa el sentido del mundo? ¿Y por qué fracasa, en consecuencia, el sentido
de la existencia en el mundo? Nuestros anteriores análisis en los que se describen los
casos más extremos de este fracaso nos han hecho descubrir un progresivo cierre del
mundo en torno al hombre, de tal modo que este último termina por sentirse excluido. El
animal no posee «mundo» en sentido estricto, ya que vive limitado por la inmediatez de los
datos sensibles y el instinto; pero él «no sabe» que no lo posee. El hombre sí lo sabe, y por
eso se le hace insoportable que su mundo deje de ser «mundo», que se le cierre
progresivamente, que pierda todo sentido... Nuestra interpretación del problema del sentido
analizará, por ello, esta disyuntiva: ¿un mundo «abierto» o un mundo «cerrado»?
a) El mundo cerrado
La Fenomenología de la religión en especial, Mircea Eliade ha hecho ver cómo para el
hombre primitivo, esencialmente religioso, el mundo entero era una revelación de lo
sagrado. La actitud de ese hombre suponía un continuo volverse sobre el mundo para
descubrir y adorar allí la presencia del «Misterio». La experiencia constitutiva del mundo
como cosmos era, pues, una experiencia religiosa: lo sagrado es lo más real, más
exactamente, la realidad misma, y a partir de ello cobra valor y sentido lo profano. Además,
se trata de una experiencia fuertemente estructurada: las «hierofanías» es decir, las
manifestaciones concretas de lo sagrado, como pueden ser una montaña, un árbol, una
piedra, un río o una fuente se constituyen en «centro» del mundo, el cual se convierte así
en «cosmos», a saber: en un mundo ordenado y preñado de significaciones
transcendentes. El espacio entero queda referido al lugar sagrado de la hierofanía y se
organiza en torno suyo.
Lo sagrado consagra el mundo y le da sentido. Todo se convierte en «símbolo» de una
realidad superior y, como tal, permite un vuelo sin límites del espíritu. Toda actividad
humana, hasta la más prosaica, adquiere un especial valor. Por lo demás, el lugar que se
constituye en «centro» del mundo no es sólo un punto de atracción y referencia para el
hombre, sino que también es una apertura hacia lo alto, hacia el «otro mundo», el mundo
de los dioses. «Este mundo» queda así unido al otro, y el hombre experimenta en sí mismo
un movimiento hacia arriba, hacia afuera.
En la Edad Media a pesar de las radicales diferencias que la separan de la cultura
primitiva encontramos algunos elementos afines: «El hombre medieval vive en un universo
del que no es dueño técnico. Vive las pulsaciones del cosmos. Este es un tejido de
correspondencias llenas de significación, que evocan intercambios constantes entre las
diferentes realidades que forman el universo. Un árbol no es sólo una planta cuyo
crecimiento se conoce; tiene otra existencia no menos importante, una existencia imaginaria
que permite al hombre conocerse y situarse en el mundo» (Ch. Duquoc). Pero a partir del
Renacimiento, «el cosmos es concebido no ya como un lenguaje para la sensibilidad, sino
como cuantificable y, por ello, como universalizable. En virtud de esta universalidad, es
posible la verificación técnica. Se trata, para el hombre, de dominarlo todo por el logos» 4.
El problema no radica en que el hombre haya dominado o creído dominar actualmente
el mundo por medio de la ciencia y la técnica. El problema es que no haga sino eso, que
olvide la dimensión simbólica y metafísica del mundo. Con ello, como diría Heidegger,
abandona el terreno del «ser» para caer en el del «ente». La instrumentalización del
hombre que habíamos notado en el capítulo anterior se convierte ahora en
instrumentalización del ser, convertido en un puro «útil». Las cosas ya no son sino simples
elementos instrumentalizados, sin significación propia alguna. Heidegger señala que es
aquí donde descansa el auténtico materialismo de nuestra época: «la esencia de
materialismo se oculta en la esencia de la técnica». Este materialismo «no consiste en la
afirmación de que todo sea materia, sino más bien en una determinación metafísica de
acuerdo con la cual el ente aparece como material de trabajo» 5. Por ello, el hombre actual
carece de «mundo». No es un ser «arrojado al mundo», sino que ha sido «arrojado fuera
del mundo»; más exactamente, ha sido «arrojado a las cosas». Por ello también, el hombre
es un ser apátrida, para volver a otra expresión de Heidegger, ya que ha abandonado el ser
del mundo. El hombre se ha creído dueño absoluto del mundo, y al ponerlo enteramente a
su disposición, lo ha perdido. Pero el hombre no es el dueño, sino el «pastor del ser», y por
ello debe respetarlo. Resulta sorprendente que un simple cartel como: «Respetad las
plantas» pueda llegar a constituir más allá de las normas de convivencia ciudadana una
verdadera advertencia metafísica.
De hecho, el mundo se ha convertido para el hombre contemporáneo en un mundo
«cerrado», que ya no habla de nada distinto de sí mismo. Este mundo es el único mundo y
debe explicarse por sí mismo. Pero ha perdido todo carácter de «revelación»: nada revela
nada, nada simboliza nada, nada remite a significación transcendente alguna. Incluso la
orientación dentro de nuestro mundo es casi imposible: ya no hay un «centro», ni existen
puntos significativos de referencia, sino únicamente «polos» de poder profano y opresor.
Todo ello crea la angustia espacial. Carente de unidad, de poder simbolizador, cerrado
sobre sí mismo, nuestro mundo existe bajo el signo de la ausencia de «sentido». El hombre
vive en él perdido en la dispersión de las cosas: las utiliza, pero ya casi se siente incapaz
de gozar de ellas y de darles un valor.
Recientemente, J. Monod ha vuelto a insistir en la angustia del hombre para encontrar su
lugar en el Universo. Se diría que las investigaciones de M. Scheler para señalar el «lugar
del hombre en el cosmos» han perdido toda significación. Pero cuando Monod recurre al
azar como toda respuesta, da la impresión de que más que una respuesta lo que está
haciendo es sacar las últimas consecuencias de una situación de total extrañeza y
alienación:
«Has hablado muy bien, y estoy muy contento de que quieras vivir de esa manera -exclamó
Alejó-. Yo
pienso y estoy convencido de que todos, en este mundo, debemos apreciar ante todo la vida.
¿Amar la vida más que su sentido?
Exactamente, hay que amarla así. Hay que amarla contra toda lógica, como tú dices, y entonces
ya
comprenderé su sentido. He aquí lo que estoy soñando hace muchísimo tiempo. La mitad de tu
tarea ya
está resuelta: tú amas la vida. Ahora tienes que preocuparte de la otra mitad, y entonces estarás
salvado»
(Los hermanos Karamazov, V, III).
Una nueva cita nos revelará por qué sólo la fe y el amor permiten descubrir el sentido del
mundo para el hombre: porque sólo el amor al mundo descubre su sentido en el amor
mismo.
«Era éste el sentido y el significado del universo: el amor. Todos los rodeos de mi vida me
habían
llevado a él. Y ahora todo era verdaderamente sencillo y se revelaba ante mis ojos con una
límpida
claridad, como si un súbito rayo de luz iluminara el mundo de parte a parte, un rayo de luz
después del
cual ya no podrían volver más las tinieblas. ¿Por qué había tenido que buscar durante tanto
tiempo? ¿Por
qué había estado esperando una enseñanza que me viniera de fuera? ¿Por qué había estado
esperando
que el mundo se justificara ante mí y me demostrara su sentido y su pureza? Era yo quien debía
justificar
al mundo amándolo y perdonándolo, quien debía descubrir su sentido a través del amor, quien
debía
purificarlo a través del perdón» (P. DUMITRIU, Incógnito, 1964, pág. 354).
Efectivamente, no parece fácil que el hombre actual pueda descubrir que el sentido
último de este mundo, tecnificado y en peligro de destrucción, es el amor; ni que el Reino
de Dios, coincidente con el «nuevo cielo y la nueva tierra», son su meta final. Sin embargo,
ése es el único camino para que el hombre pueda volver a vivir, conforme a su dignidad
humana, como un ser-en-el-mundo.
3. REVELACIÓN
«El sentido del mundo dice Wittgenstein debe quedar fuera del mundo. En el mundo
todo es como es y sucede como sucede: en él no hay ningún valor, y aunque lo hubiese no
tendría ningún valor. Si hay un valor que tenga valor, debe quedar fuera de todo lo que
ocurre y de todo ser-así» 6 Debemos añadir: el mundo no se justifica por sí mismo, sino por
algo que lo transciende: Dios, de quien recibe su sentido; ni tampoco termina en su aquí y
ahora, sino que posee un futuro. Así se manifiesta la doble «apertura» del mundo:
transcendente e histórica. La Biblia la expresa a través de la idea de creación: Dios, que
está en el origen del mundo, está también al final porque le conduce hacia su «nueva
creación».
«El hombre se subleva simplemente contra la posibilidad de que no haya absolutamente ningún
sentido; con la fe quiere lograr por la fuerza que haya un sentido: no quiere mirar a la cara de lo
real como
algo absolutamente indiferente para con él.` Cree, en efecto, que la vida no valdría la pena en
otro caso.
Brega con el destino, con el curso del mundo, con el orden del mundo» (Ontología, V, México,
1964, pág.
244).
D/A-MUNDO: No hay por qué entrar ahora en una justificación del pensar teleológico. Es
un modo de pensar distinto, pero tan válido como otras formas de pensar. Lo que aquí
vamos a tratar de mostrar es que, aun prescindiendo del fin, el mundo puede tener un
sentido. Es decir, que aun negando que el mundo pueda tener un «sentido» (como fin «en
cuyo sentido» se encamina), el mundo no deja de poseer un «sentido» (como valor en sí
mismo). El relato de Gén 1 no dice expresamente que Dios cree el mundo con un fin
determinado, ni siquiera se deduce claramente que lo cree para el hombre; pero sí dice que
Dios se complace en el mundo, que lo encuentra «bueno». En definitiva: Dios ama al
mundo (Jn 3, 16): «Amas a todos los seres y no aborreces nada de lo que has creado. Y
¿cómo subsistirían las cosas si tú no lo hubieses querido? ¿Cómo conservarían su
existencia si tú no las hubieses llamado?» (Sab 11, 24-25). Dios es el «amigo de la vida»
(Ibid., v. 26). La creación se convierte en un acto de amor gratuito: el mundo es «gracia», y
por ello, también, plenitud de sentido. Ha sido llamado y elegido por Dios: la misma Palabra
que es vocación para el hombre lo es para el mundo.
La idea del amor y complacencia de Dios por el mundo se puede expresar a través del
simbolismo del JUEGO, que permite destacar el carácter de gratuidad de la creación.
Realmente, el tema no es nuevo. Heráclito decía: «El tiempo es un niño que juega y
desplaza los dados: ¡el reino es de un niño!» La oscura sentencia hizo fortuna: Proclo habla
del demiurgo que juega haciendo el cosmos, y Clemente de Alejandría de un Zeus que
juega un juego de niños. Y Nietzsche pone de manifiesto la gran originalidad de Heráclito,
quien ante el juego de unos niños pensó lo que nadie podía pensar: «el juego del gran niño
del mundo, Zeus». El mismo Nietzsche dice en otro lugar: «El juego, lo inútil como ideal del
exceso de fuerza, como lo 'infantil'. La infantilidad de Dios, el niño de niños». El
pensamiento hindú se halla en el mismo registro. Dios no crea por necesidad alguna, ni por
obtener ningún beneficio: la creación es un juego (lila). Es verdad que según los
Upanisadas el mundo se convierte para el hombre en un juego mágico (maya), un sortilegio
del que se ha de escapar por la meditación, pero esta otra concepción peyorativa del Juego
no elimina la anterior. El Bagavad-Gita hace ver que el mundo no es sino el juego que Dios
se ofrece a sí mismo, al «mover todos los seres como marionetas en el teatro». Si los
brahamanes pensaron que el hombre debe retirarse del juego, Krishna le pide que participe
en él, ya que no se trata de liberarse de toda actividad, sino que la perfección está en la
actividad gratuita: «El hombre que actúa con total desprendimiento ha alcanzado el fin
supremo.»
Quizá esta idea del juego pertenezca al inconsciente colectivo de la humanidad y revele
una cierta añoranza del paraíso perdido. Si el mundo debería llegar a ser el lugar del juego
de los hombres, y no del trabajo alienante y agobiador, no puede haber sido creado como
un trabajo de Dios, sino como un juego divino. Los Proverbios (/Pr/08/30-31) hablan, en
efecto, de la Sabiduría de Dios, que «todo el tiempo jugaba en su presencia: jugaba con la
bola de la tierra, disfrutaba con los hombres».
JUEGO/CREACION: Los estudios recientes sobre el juego son muy numerosos, así
como los estudios sobre esa forma de juego que es la fiesta. Y puede decirse que existe un
cierto acuerdo en la descripción de sus caracteres fundamentales. El juego es inútil: no se
juega para algo; por ello es gratuito: se juega por jugar, por el placer, el gozo, la expansión
del espíritu y la alegría del juego mismo. Se trata de una actividad libre: el juego surge de la
pura espontaneidad y se mantiene mientras ésta dure; nadie puede ser obligado a jugar, ni
forzar a los otros a que le acompañen en su juego. Se crea un tiempo y un espacio
singulares: cuando se juega, el tiempo pasa «como en un voleo», y los jugadores entran en
un «campo» en el que todo es diverso, en el que no existe sino el juego mismo. Rigen allí
leyes y normas diversas que carecen del carácter de lo impuesto, ya que son vividas y
queridas para poder mantener el juego mismo, y que igualan a todos; es un orden en el que
se entra y que ejerce un hechizo. Un hechizo y una liberación: en el juego se liberan
energías y posibilidades, y por ello se convierte en una purificación. También el hombre es
liberado de su soledad: no se sabe bien, muchas veces, si se busca al otro para jugar, o si
se juega para buscar al otro. Crea así el juego una comunidad que va más allá del mismo
juego: la unidad y amistad permanecen después de haber jugado.
¿Cómo no va a ser, entonces, la creación el «juego de Dios»? El mundo es, por ello,
«gracia» de Dios y la creación actividad «graciosa», en todos los sentidos de la palabra:
porque es gratuita y porque está llena de espontaneidad, frescura, originalidad. El mundo
adquiere así pleno sentido para el hombre, ya que se convierte no sólo en el lugar creado
por el juego de Dios, sino donde Dios invita al hombre a jugar con El, a sentir el mismo gozo
de crear.
¿Visión demasiado ingenua? ¿Aparece realmente la vida como un juego, o más bien
como «lo serio», aquello a lo que «no se puede jugar»? Sin embargo, quizá no hay nada
más «serio» que el juego de la creación, también precisamente porque el hombre vive
alejado de él. Es verdad; ya ni sabemos ni podemos jugar al vivir, hemos perdido la
espontaneidad y la libertad: «¿Cómo cantar los cánticos del Señor en tierra extranjera?»
(Sal 137, 4). El juego aparece, entonces, como la utopía por la cual es preciso luchar, como
el injusto privilegio de unos pocos que juegan a costa del dolor de la mayoría y también,
quizá, como la huida de la realidad de los esclavos que juegan a ser libres. Pero el juego
aun en las presentes circunstancias, podría ser un camino para no decir el único de
liberación. Lo que comienza siendo juego de niños puede terminar en una revolución; la
fiesta termina en desorden (negación del «orden» establecido). Todo depende de que el
pueblo se dé cuenta de «a qué se juega», y desde qué situación; si se es capaz de jugar a
ser libres desde la conciencia de la opresión. Entonces la libertad «jugada» será una
libertad «gozada» (en el juego) y llegará a ser libertad «reclamada» (en la realidad). Es
típico del juego el que no se tolere su interrupción desde fuera. La alienación de la vida
terminará por aparecer como una interrupción intolerable de la vida vivida sin alienaciones
en el juego y en la fiesta.
Jugando, descubre el hombre el mundo de la «gracia», de lo gratuito: un mundo que no
es el suyo, pero que podría llegar a serlo porque de algún modo ya lo vive en la amistad y
en el amor. Y atisba el Reino de Dios prometido como una utopía quizá realizable, ya que
se siente capaz de disfrutarla en sus realizaciones imperfectas. Pero también descubre que
sólo la alcanzará si pone en acción su propia capacidad creadora, que es una imitación de
la acción creadora y en la que se manifiesta su condición de hijo de Dios:
«A la libre creación por pura complacencia divina como símbolo cósmico, corresponde la
filiación
divina como símbolo antropológico. Es lo que quiso indicar Jesús volviéndose de los niños a los
apóstoles: 'En verdad os digo: quien no recibe el reino de Dios como un niño, no entrará en él'
(Mc 1, 15).
No sabemos si la sentencia de Heráclito era conocida en tiempos de Jesús y si llegó a sus oídos.
Los
padres de la Iglesia que nos han transmitido el dicho de Heráclito vieron siempre en él algo de
común» (J.
MOLTMANN, Sobre la libertad, la alegría y el juego, Salamanca, 1972, pág. 33)
«¿Por qué preocuparos a causa de la ropa? Aprended de los lirios del campo, cómo crecen. Ni
trabajan, ni hilan, y, sin embargo, os digo que ni siquiera el rey Salomón, con todo su esplendor,
llegó a
vestirse como uno de ellos. Pues si Dios viste así a la hierba del campo, que hoy está verde y
mañana
será quemada en el horno, ¿no hará mucho más por vosotros? ¡Qué poca es vuestra fe! No os
preocupéis pensando qué vais a comer, qué vais a beber o con qué vais a vestiros. Esas son las
cosas
que preocupan a los que no conocen a Dios; pero vuestro Padre que está en los cielos ya sabe
que las
necesitáis» (Mt 6, 28-32).
Bonnard comenta sobre este pasaje: «En pocos textos evangélicos se expresa con tanta
sencillez la fe de Jesús y sus discípulos en el Dios creador: creador soberano, pero
infinitamente próximo a los hombres y a la naturaleza... No se trata de un entusiasmo fácil y
natural ante el paisaje de Palestina, por otra parte incomparable, en especial en la región
de Nazaret; para descubrir esta naturaleza de Dios, y encontrar en ella una llamada a la
confianza, hace falta nada menos que la fe.»
La revelación bíblica acerca de la creación del mundo no significa, pues, una respuesta a
la pregunta teórica sobre el origen de las cosas. Es una enseñanza acerca del modo de
vivir en el mundo y acerca del sentido de la vida, que contiene, además, un nuevo
elemento: si el mundo es don de Dios, se convierte en responsabilidad para el hombre, a
quien se le dirige en todo momento esta palabra inquietante: «Dame cuenta de tu
administración» (Lc 16, 2). Ciertamente, la primera «respuesta» del hombre al don de Dios
es un «sí» a Dios y al mundo. La «fidelidad a la tierra» del cristiano posee una base más
positiva que la de Nietzsche: no se formula mediante la tesis sin horizonte del «eterno
retorno» de la historia, en la que la afirmación de la realidad radica en la afirmación del
permanente retorno de lo mismo, sino mediante la acción de gracias y la alabanza al
Creador de todo. La creaturidad del mundo no disminuye su dignidad, sino todo lo contrario:
como obra de Dios, el mundo goza ya de por sí del refrendo y la aceptación de Aquél que al
crearlo lo encontró «muy bueno».
Pero la responsabilidad del hombre es sobre todo activa: puede transformar el mundo,
corrompiéndolo o mejorándolo. Cuando el hombre hace el balance de su actividad
mundana, no puede dejar de hacerlo ante el mismo Dios. El juicio que recoge la Biblia es
más bien negativo: por el «pecado» humano la tierra sufre maldición (Gén 3, 17) y el mundo
está «condenado al fracaso» y sometido a la «corrupción» (Rm 8, 19-22), aunque su
bondad radical no haya podido ser corrompida y los elementos sigan obedeciendo a Dios a
pesar de la desobediencia del hombre (Dt 4, 26; Is 1, 2-3; Mi 1, 2; Jer 8, 7, etc.).
La fiesta es el modo como el hombre celebra el don de Dios que es el mundo, aunque no
sea sólo eso, puesto que, al menos la fiesta cristiana, tiene un contenido esencialmente
histórico. Frente a la «di-versión», que es olvido de sí mismo y del mundo, evasión de una
realidad con la que ya no se es capaz de enfrentarse, la fiesta es afirmación de la vida y del
mundo, afirmación que presupone que la vida tiene un sentido: solamente por esto es
posible la fiesta. Por más que los acontecimientos contradigan la celebración, la fe y la
esperanza sostienen y afirman el sentido de la vida y provocan la alegría festiva. Por eso,
no todos son capaces de participar en una fiesta sin convertirla en distracción. «No es
muestra de habilidad escribía Nietzsche organizar una fiesta, sino el dar con aquellos que
puedan alegrarse en ella.» La parábola del banquete de bodas (Mt 22, 1-14; cf. Le 14,
16-24) muestra hasta qué punto las preocupaciones de la vida pueden impedir el goce de la
existencia y la capacidad festiva. Sólo los verdaderamente pobres, los excluidos de los
banquetes de los poderosos como Lázaro (Lc 16, 19-31)- son capaces de alegrarse en
una fiesta en la que lo que se celebra es la liberación futura y la bondad de un mundo
otorgado por Dios a los sencillos de corazón, los únicos que «poseerán la tierra en
herencia» (Mt 5, 4). El invitado expulsado del banquete por no llevar el traje adecuado no
es aquél que carece de dinero para ir ricamente vestido sino el que no es capaz de acudir
«llena la boca de risas y los labios de gritos de alegría» (Sal 126, 2), revestido de
esperanza, de justicia y de alegría escatológica.
Todos los seres creados realizan la perfección de la Palabra, aunque de modo imperfecto
y según grados. Todos son «palabra», pero sólo el hombre es no sólo palabra «sida», sino
también palabra «dicha»: sólo él habla, y por eso es imagen de Dios, colaborador en su
obra creadora al poner nombre a todos los animales de la tierra (Gén 2, 19). Sin embargo,
también de algún modo el mundo entero habla, y habla precisamente al hombre:
«Es cierto que a Dios jamás le vio nadie; pero si nos amamos unos a otros,
Dios vive en nosotros, y su amor alcanza en nosotros cumbres de perfección...
Si alguno viene diciendo 'Yo amo a Dios', pero al mismo tiempo odia a su
hermano, es un mentiroso. ¿Cómo puede amar a Dios, a quien no ve, si no es
capaz de amar al hermano, a quien ve?» (1 Jn 4, 12 y 20).
Juan nos da aquí una importante clave de «lectura»: sólo el amor es capaz de descubrir en el
otro la imagen de Dios. Sin embargo, la pregunta de la «parábola» del Juicio final «¿Cuándo te
vimos hambriento y te dimos de comer...?» (Mt 25, 37-39)- parece contradecir esta afirmación,
tampoco confirmada por nuestra propia experiencia. Por eso hay que completar: sólo el amor...
que nace de la fe en la encarnación de la Palabra de Dios en el hombre-Jesús. Porque,
efectivamente, el Nuevo Testamento no habla del hombre como imagen de Dios: la única
imagen es Cristo, el Cristo glorificado, según la teología de Pablo 7. Dios ha dicho su primera
palabra al hombre a través del hombre mismo; pero su palabra última y definitiva la ha dicho
por
medio de su HiJo (Heb 1, 1-5), y quien por la fe y el amor descubre en todo hombre la presencia
del Hijo sigue escuchando esa eterna palabra.
«Un aliento gigantesco un gran Grito, al que llamamos Dios, sopla a través
del cielo y de la tierra, en nuestros corazones y en el corazón de todas las
cosas vivas. La vida vegetal deseaba permanecer en su sueño inmóvil, junto a
las aguas estancadas, pero el grito palpitó en ella y estremeció violentamente
sus raíces: '¡Fuera, sal de la tierra, anda! ' Si el árbol hubiera podido pensar y
juzgar, hubiera gritado: '¡No quiero! ¿A qué me acucias? ¡Me estás pidiendo lo
imposible! ' Pero el grito, implacable, siguió estremeciendo sus raíces y
gritando: '¡Fuera, sal de la tierra, anda!' Siguió gritando así durante miles de
eones, y he aquí que como consecuencia del deseo y de la lucha, la vida salió
del árbol inmóvil y quedó liberada. Aparecieron los animales los gusanos
viviendo cómodamente en el agua y el lodo. '¡Qué bien estamos decían.
Tenemos paz y seguridad. ¡No queremos cambiar!'
Pero el grito terrible siguió golpeándoles los lomos sin piedad: '¡Dejad el
barro, levantaos, haced nacer a quienes os han de superar! ' '¡No queremos! ¡No
podemos hacerlo! ' 'Vosotros no podéis pero yo sí! ¡Levantaos!' Y he aquí que
después de miles de eones, apareció el hombre, temblando sobre sus piernas
aún débiles.
El ser humano es un centauro; sus pezuñas equinas están plantadas en el
suelo, pero desde el pecho a la cabeza tiene el cuerpo trabajado y atormentado
por el implacable Grito. También durante miles de eones el hombre ha luchado
por salir, como una espada, de su vaina animal. Y está luchando ahora en
esta su nueva pelea por salir de su vaina humana. El hombre se pregunta
desesperado: «¿A donde puedo ir? He alcanzado la cumbre: más allá columbro
el abismo.» Y el Grito le responde: «Yo estoy más allá. ¡Levántate!» Todas las
cosas son centauros. De no ser así, el mundo estaría hincado en la inercia y la
esterilidad» (Nikos KAZANTZAKIS, citado por J. A. ROBINSON, Exploración en
el interior de Dios, págs. 157-58).
Con razón la Palabra es aquí denominada «Grito», puesto que es no sólo la Palabra que está
al principio del mundo, sino sobre todo la Palabra que llama desde su meta final. Dios es el
futuro del mundo, y, por ello mismo, su sentido. Y aquí «sentido» no es ya «significación», sino
«movimiento hacia», determinado por la Palabra de Dios. «El cielo y la tierra pasarán, pero mis
palabras no pasarán» (Mc 13, 31; cf. Mt 5, 18): la palabra de Dios impulsa la historia y sostiene
el mundo en su dinámica, sin ella . «pasarían» como una sombra y perderían todo su sentido.
Todo esto nos obliga a profundizar en el tema de la Creación. El «grito» de Dios domina:
Dios grita y surge el mundo. La Biblia emplea para designar esta actividad de Dios el verbo
hebreo BARA, traducido ordinariamente por «crear». El sujeto de este verbo es siempre y
exclusivamente Dios, nunca el hombre. Designa el hecho de que Dios hace algo nuevo,
inesperado y maravilloso. Fundamentalmente lo encontramos en el Deuteroisaías (Is 40-55), «el
primero en haber aplicado a Yahvé de manera total la noción de Dios creador» (Auzou). Y es
que la creación no ha terminado: el Dios de «lo nuevo» no deja de actuar, su palabra no cesa,
sino que es continuamente emitida, es un acto siempre presente. Hay, pues, una «creación
continuada» «creatio continua» en la teología clásica, pero que tiene una dimensión
fundamentalmente histórica: Dios es el «creador de Israel» (Is 43, 15), y cada pasaje importante
de su historia es una maravillosa aparición de «lo nuevo». Sacar el mundo de las aguas
primitivas, sacar a Israel de Egipto, haciéndole pasar por las aguas del mar Rojo, o rescatar a
los desterrados en Babilonia, devolviéndoles a su tierra a través de un desierto que recordará el
comienzo del mundo (Gén 2, 5), son todo una misma acción continuada de la Palabra
omnipotente. Con el trasfondo de la creación del mundo, el Deuteroisaías une el éxodo y el
retorno del exilio, mostrando que Yahvé, el rey de Israel, es «el primero y el último, el único
Dios» (44, 6), el que pone en la existencia y conduce a la libertad final:
«He aquí que Dios ha montado su tienda de campaña entre los hombres.
Habitará con ellos, ellos serán su pueblo y él será el Dios-con-ellos. Enjugará
las lágrimas de sus ojos, y ya no habrá más muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor.
Es todo un mundo viejo el que pasó.
Y el que estaba sentado en el trono anunció:
Ahora voy a hacer nuevas todas las cosas» (Ap 21, 3-5).
«El día del Señor vendrá como un ladrón. Entonces los cielos se
derrumbarán con estrépito, los elementos del mundo quedarán pulverizados por
el fuego, y desaparecerá la tierra con cuanto hay en ella. Si todo ha de ser aniquilado, ¡qué vida
tan
entregada a Dios y tan fiel debe ser la nuestra, mientras esperáis y aceleráis la venida del día del
Señor!
Ese día en que los cielos arderán y se desintegrarán, y en que los elementos del mundo se
derretirán
consumidos por el fuego. Nosotros, sin embargo, confiados en la promesa de Dios, esperarnos
unos
cielos nuevos y una tierra nueva que sean morada de la justicia» (2 Pe 3, 10-13).
El mundo nuevo no es dado al que simplemente «espera», sino al que vive y lucha en
una esperanza activa. O, como acabamos de leer, al que «acelera» la venida del día del
Señor. La resurrección de Cristo debe convertirse en la insurrección de los hombres contra
un mundo que han de denunciar como caduco y contrario al Reino de Dios. El anuncio
evangélico se hace también denuncia. Y la proclamación alcanza una dimensión cósmica:
«anunciad la buena noticia a toda la creación» (Mc 16, 15).
(·TEJEDOR-CESAR-1. Págs. 89-123)
...................
1. E FROMM, Psicoanálisis de la sociedad contemporánea, México, 1970.
2. V, E. FRANKL, Psicoanálisis y existencialismo, México, 1967.
3. Destino y esperanzas del mundo moderno, Madrid 1971, págs. 25-26.
4. Ch. DUQUOC, Ambigüité des théologies de la sécularisation, París 1972, págs. 17-20.
5. M HEIDEGGER, Carta sobre el humanismo, Madrid, 1959, pág. 30.
6. L. WITTGENSTEIN, Tractatus Logico-philosophicus, Madrid, 1973, página 197.
7. Cf. U. Luz, «La imagen de Dios en Cristo y en el hombre según el Nuevo Testamento», en
Concilium, núm.
50, 1969, págs. 554 y sgs.
«Viendo Yahvé que la maldad del hombre cundía en la tierra, y que todos los pensamientos que
ideaba
su corazón eran puro mal de continuo, le pesó a Yahvé de haber hecho al hombre en la tierra, y
se indignó
en su corazón. Y dijo Yahvé: Voy a exterminar de sobre la haz del suelo al hombre que he creado
desde
el hombre hasta los ganados, las sierpes y hasta las aves del cielo, porque me pesa haberlos
hecho'»
(Gén 6, 5-7).
«La tierra estaba corrompida en la presencia de Dios: la tierra se llenó de violencias. Dios miró a
la
tierra, y he aquí que estaba viciada, porque toda carne tenía una conducta viciosa sobre la tierra.
Dijo,
pues, Dios a Noé: 'He decidido acabar con toda carne, porque la tierra está llena de violencias
por culpa
de ellos. Por eso, he aquí que voy a exterminarlos de la tierra'» (/Gn/06/11-13).
Lot escapa con su familia de la ciudad en llamas, pero ésta, aun en el momento de su
pura auto-destrucción, es un señuelo demasiado poderoso, una fascinación de la que no es
posible sustraerse. La mujer de Lot no consigue escapar a este dominio que seduce las
mentes y esclaviza los espíritus. Su volver la cabeza no es sino un signo de que realmente
no ha conseguido «salir». ¡Escapar, escapar, para no convertirse del todo en estatua de
sal, seco el corazón y helada la mirada, rígido el gesto y las manos crispadas!
b) La necesidad de optar
Jesús ha venido a este mundo para desvelarlo en su verdadera realidad de «reino del
pecado» e instaurar el Reino de Dios: «Mi Reino no es de este mundo... Para esto he
nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de
la verdad, escucha mi voz» (Jn 18, 36-37) Al rechazarle, el mundo pierde su oportunidad
única de salvación quedando así juzgado: «La condenación está en que vino la luz al
mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz» (Jn 3, 157 19). Son las obras de
cada uno las que le juzgan. Por ellas queda la humanidad dividida en dos bandos: «Como
en los días de Noé (! ! ), así será la venida del Hijo del hombre. Porque como en los días
que precedieron al diluvio comían, bebían, tomaban mujer o marido, hasta el día en que
entró Noé en el arca, y no se dieron cuenta hasta que vino el diluvio y los arrastró a todos,
así será también la venida del Hijo del hombre. Entonces estarán dos en el campo: uno
será llevado y otro dejado; dos mujeres estarán moliendo en el molino: una será llevada y
otra dejada» (Mt 24, 37-41). La venida del Hijo será como el diluvio: este mundo perecerá
en el caos y surgirá una nueva humanidad. Y este reino brutal, salvaje, como lo son los
cuatro reinos animales de la profecía de Dan 7 será sustituido por el único reino que puede
realmente ser «humano»: el Reino de Dios. Entonces el mundo será lo que siempre debió
ser y nunca fue: no el reino de la dominación, sino el Reino de la Libertad. La muerte y
resurrección de Jesús lo anuncian ya: «Ahora es el juicio del mundo; ahora el Príncipe de
este mundo será echado abajo» (Jn 12, 31). Libres de la fascinación del mundo, los
hombres se dirigirán hacia su centro: «Cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a
todos hacia mí» (Jn 12, 32). Y en esta fórmula misteriosa habría que ver no sólo una
alusión a la cruz y a la resurrección de Jesús, sino también a su venida gloriosa, cuando
convoque a todos los hombres a su Reino definitivo.
A ese Reino se le invita al hombre ya desde el momento presente, porque éste es el
tiempo de la decisión, cuando aún estamos en poder de este mundo: «Convertíos, porque
el Reino de Dios está cerca.» El momento es acuciante, porque la oportunidad de entrar en
el Reino de Dios se nos ofrece ahora: este mundo está ya en el caos, sumergido en las
aguas del diluvio, abrasado por el fuego de la dominación. La decisión ha de ser clara y
definitiva: «el que es amigo de este mundo es enemigo de Dios» (Sant 4, 4).
Sin embargo, el «ahora» de la decisión por el Reino de Dios, el tiempo de la conversión,
es, sin duda, cada momento, y eso ya desde el principio. Este es quizá el mensaje
fundamental del Gen 3, aunque se haya ignorado casi en absoluto. ¿Qué es lo que
encontramos en el relato de la «caída» de Adán? Toda una serie de oposiciones que es
preciso desvelar: Dios y el hombre, el hombre y la serpiente, la obediencia y la
desobediencia, el bien y el mal, la bendición y la maldición, la vida y la muerte, el
trabajo-juego y el trabajo-maldición, la relación (desnudo) y la soledad (cubierto), el Edén y
el Mundo, el linaje de la mujer y el linaje de la serpiente. Puestos estos términos en dos
columnas, la oposición es total, y es difícil pensar que no ha sido pretendida directamente.
Quien lee el texto según esta clave tan sencilla, no tiene más remedio que concluir: es
preciso optar, no es posible quedarse en medio, ni intentar estar en las dos partes. «No
podéis servir a dos señores> (Mt 6, 24) y «el que no está conmigo, está contra mí» (Mt 12,
30).
Frente a esta narración, el hombre se ve forzado a optar, «condenado a ser libre». No
optar es ya una forma de opción, la peor posible: permanecer bajo el poder de este mundo.
Cada encuentro con Jesús pone al hombre ante esta necesidad, la misma que experimentó
Israel a lo largo de toda su historia:
«Mira, yo pongo hoy ante ti vida y felicidad, muerte y desgracia. Si escuchas los mandamientos
de
Yahvé tu Dios que yo te prescribo hoy, si amas a Yahvé tu Dios, si sigues sus caminos y guardas
sus
mandamientos, preceptos y normas, vivirás y te multiplicarás; Yahvé tu Dios te bendecirá en la
tierra que
vas a entrar a poseer. Pero si tu corazón se desvía y no escuchas, si te dejas arrastrar a postrarte
ante
otros dioses y a darles culto, yo os declaro hoy que pereceréis sin remedio y que no viviréis
muchos días
en el suelo en cuya posesión vas a entrar al pasar el Jordán. Pongo hoy por testigos contra
vosotros al
cielo y a la tierra: te pongo ante la vida o la muerte, la bendición o la maldición. Escoge, pues, la
vida,
para que vivas tú y tu descendencia, amando a Yahvé tu Dios, escuchando su voz, uniéndote a
él; pues en
eso está tu vida, así como la prolongación de tus días mientras habites en la tierra que Yahvé
juró dar a
tus padres, Abraham, Isaac y Jacob» (Dt 30, 15-20. Cf. 11, 26 y sgs.; 27-28).
Es Moisés quien habla aquí al pueblo que va a poseer la tierra prometida, que va, de
alguna manera, a «constituir el mundo», su propio mundo. Si opta por la muerte y la
maldición, ese mundo suyo será el caos, el reino de las tinieblas, no el Reino de Dios. El
contexto es, indudablemente, el de la Alianza: si Israel, al entrar en la tierra prometida,
guarda la Alianza, vivirá en paz en esa tierra; si no, la convertirá en un infierno. La tentación
consistirá en renegar del Dios liberador, el que hizo «salir» de Egipto, en caer en poder de
la dominación de dioses alienantes: los dioses de Canaán. En el momento en que se crea
la narración de Gén 3, «Canaán está a punto de vengarse de su conquistador, ganando
para el culto de sus baales seductores y para el naturalismo de la religión agraria a los
adeptos de un Yahvé excesivamente austero y lejano. La forma más representativa y, sin
duda, la más tentadora de esta religión de la tierra y de las estaciones era el culto de la
serpiente, dios de la fecundidad» (Auzou). ¿Viene la vida de Yahvé, o del dios-serpiente,
símbolo sexual de la fecundidad? ¿O viene del poder del hombre mismo? ¿A quién hay que
adorar, quién es el verdadero dios, Yahvé, la serpiente o el hombre? Esta lucha es la
eterna lucha interior del hombre, es decir, de Adán. Dejarse seducir por la serpiente, piensa
el autor del relato, es arriesgarse a ser arrojados de la tierra prometida, del paraíso
prometido por Yahvé: si Israel cae ante la tentación de adorar a los dioses de Canaán, será
arrojado de Palestina y jamás poseerá tierra alguna: vivirá errante y perdido.
Esta interpretación está corroborada por una nueva clase de lectura de Gén 3: en el texto
se dan todos los elementos típicos de la Alianza. Dios se presenta como el creador del
mundo, que elige (creándole) a Adán y le prepara una tierra, de la que ha de entrar en
posesión; hay unos estatutos de la Alianza (mandamientos); se formulan bendiciones y
maldiciones. El destino y la tragedia de Adán aparece, pues, como una advertencia a todo
el que desea «poseer la tierra» y entrar en Alianza con Dios. De la opción fundamental del
hombre depende el que su mundo sea humano o no: un paraíso, o una tierra que sólo
produzca «espinas y abrojos» (Gén 3, 18).
La tragedia de Adán es que, nada más creado, es llamado a ser dueño de la tierra, pero
a condición de ser dueño de sí mismo. No puede poseer el mundo si no empieza por
poseerse a sí mismo mediante un acto fundamental en el que ha de comprometer toda su
libertad. Adán tiene que optar necesariamente. Allí está el árbol de la ciencia del bien y del
mal, aparentemente uno más entre tantos; parece que lo más fácil sería olvidarse de él,
pero eso ya no es posible en absoluto. De pronto se ha convertido en el centro del paraíso
y todo parece confluir hacia él. Adán se siente extrañamente atraído y no podrá hallar la paz
hasta que no se «sitúe» ante él. Intenta pasar de largo, no mirarlo, olvidarlo; pero cuanto
más lo intenta, más presente lo tiene. Se siente incapaz de ser dueño del jardín entero,
mientras no descifre el enigma de ese árbol, mientras no sea capaz de tomar una postura
ante él, hacerlo suyo mediante una opción concreta. O decide comer, o decide no comer.
Pero tiene que decidir: hasta entonces no podrá hallar la paz y sentirse a gusto. Adán
siente que esta decisión compromete toda su vida, la totalidad de su existencia. Y sabe que
de esa decisión va a depender la configuración entera de su mundo.
Hay algo verdaderamente enojoso en ese árbol: su ambigüedad. Es el árbol «de la
ciencia del bien y del mal». Si no fuera tan ambiguo, la elección sería mucho más fácil.
Además, su exterioridad que se impone. No es Adán quien lo ha plantado, pero ni puede
arrancarlo, ni puede prescindir de él. También la serpiente es terriblemente ambigua en su
astucia animal, aunque su exterioridad es menor: «la serpiente seria una parte de nosotros
mismos que no reconocemos; seria la seducción de nosotros mismos por nosotros mismos,
proyectada en el objeto de la seducción» (Ricoeur). La ambigüedad del objeto se enfrenta
con la ambigüedad del hombre, aunque esta última no quiera ser reconocida. Es decir, el
hombre que ha de decidir y optar por el mundo que quiere construir, se ve obligado a
decidir antes por el hombre que quiere ser él mismo. La ambigüedad del mundo no puede
ser resuelta sin resolver antes la propia ambigüedad.
Ese árbol expresa la posibilidad de inversión de la realidad. Un texto de Isaías resulta
especialmente esclarecedor: « ¡Ay, los que llaman al mal bien, y al bien mal; que dan
oscuridad por luz, y luz por oscuridad; que dan amargo por dulce, y dulce por amargo! ¡Ay,
los sabios a sus propios ojos, y para si mismos discretos! » (Is 5, 20-21). Estos mismos
sabios son los que «absuelven al malo por soborno, y quitan a los justos su derecho» (5,
23). He aquí, pues, al hombre que se hace a sí mismo «como dios», dueño del bien y del
mal, dispuesto a llamar «bien» en su propio provecho a aquello que es «mal». Y dispuesto
a ejercer la violencia para que todos lo llamen así. La violencia y la injusticia se asientan
sobre la mentira. Es el mundo de la dominación. Ahora bien, en este mundo está ausente el
árbol de la vida: lo que impera es la muerte. Dios no puso árbol alguno de la muerte en el
paraíso. El árbol de la vida carece en absoluto de ambigüedad, es el don puro de Dios; la
muerte, es el hombre quien la crea y quien la instala en su propio mundo. Desde ese
momento, el paraíso se convierte en este mundo, como producto de la opción del hombre
por la mentira.
La ambigüedad del árbol es para nosotros ya algo distinto. Vivimos no en el paraíso, sino
en este mundo, con toda su larga historia de dominación y mentira que invierte los valores.
La opción de cada hombre se formula ahora así: o por este mundo, o por el Reino de Dios.
La llamada de Jesús a la conversión adquiere, entonces, todo su significado concreto, que
también podría ser formulado así: o por Adán, o por Cristo, o por el hombre «viejo» o por el
hombre «nuevo». Esta contraposición es propia de Pablo: «Adán es figura de aquél que
había de venir, por más que no hay comparación entre el delito de uno y el don del otro»
(Rm 5, 14-15; cf. vv. 12-21). También en el pensamiento de Pablo nos encontramos con el
juego de las contraposiciones: Cristo o Adán, el árbol de la cruz o el del paraíso, la
obediencia o la desobediencia, la vida o la muerte, la gracia o el pecado, la salvación o la
condenación, el don de sí o la afirmación de sí mismo. El texto coloca, pues, ante la misma
necesidad de optar. Sólo que ahora la situación ha variado: ya no existe la exterioridad del
primer relato. Adán veía el árbol como algo ajeno a él mismo y se esforzaba por proyectar
fuera de sí mismo en la serpiente su propia ambigüedad. Nosotros, en cambio, no
podemos considerar a Adán como algo exterior: Adán somos nosotros mismos, Adán
significa «el hombre». Hay aquí un hecho de pertenencia y de dominación: pertenecemos,
desde el principio, a Adán, a este mundo. La opción sólo puede realizarse desde la
interioridad de una situación: o seguir perteneciendo a este mundo u optar por el Reino de
Dios.
Nicodemo, en el evangelio de Juan, lo entendió muy bien. Hemos nacido como Adán,
hemos nacido en este mundo y a él pertenecemos. ¿Cómo volver a nacer de nuevo, puesto
que de eso se trata? La opción que se nos exige es tan radical, que equivale a convertirse
en otro hombre. «¿Cómo es posible que un hombre ya viejo vuelve a nacer?» (Jn 3, 1-21).
La imposibilidad parece, en principio absoluta: no puedo cambiarme desde mí mismo,
volvería a hacerme, de nuevo, a mi propia imagen y semejanza. Por eso dice Jesús:
efectivamente, «lo que nace de la carne, es carne», de Adán sólo puede nacer Adán (cf.
Gén 5, 3: «Tenía Adán ciento treinta años cuando engendró un hijo a su semejanza, según
su imagen...») Pero a continuación añade: «lo nacido del Espíritu, es espíritu». El hombre
nuevo es una creación de Dios, puesto que es realmente una creación. La opción adquiere,
así, un nuevo matiz: o permanecer fieles al mundo, o bien optar por el Dios que nos salva y
nos recrea.
El «Dios maligno»
D/MANIPULACION: Todos los que dominan, todos los opresores, pretenden hacerlo en
nombre de Dios. Sólo Prometeo, el que lucha por la libertad, parece enemigo de Dios:
«Aquí estoy. ¡Miradme! Clavado en esta roca, con un buitre en el pecho.» No sólo
Prometeo enseñó a los hombres todas las artes, les liberó del temor a la muerte y les
entregó el supremo don del fuego, sino que -en la evolución posterior del mito fue él quien
creó del barro a todos los hombres. El «dios alfarero» es sustituido por el hombre que se
crea a sí mismo y que, por ello, se convierte en enemigo de Dios:
La imagen del Dios maligno provoca la rebelión y la huida. Pero es, quizá la huida de
Caín, hacia la nada. La liberación es pesimista y resignada:
«EVA: Se ofenderá.
ADAN: ¿Y después?
EVA: Nos expulsará.
ADAN: Nos expulsará. ¿Y después?
EVA: ¿Cómo nos arreglaremos sin él, completamente solos?
ADAN: No tengo la menor idea. ¿Y con él? ¿Cómo nos arreglaremos con él? Muy mal; con
toda franqueza, muy mal. Por consiguiente, en cualquier otra parte nos puede ir a lo sumo
igualmente mal.»
El «Dios liberador»
J/REVELADOR-DE-D PARA/HIJO-PRODIGO /Lc/15/11-32:
Jesús nos libera, ante todo, de esta imagen del Dios opresor. No sólo nos prohíbe
crearnos «imágenes» que terminarían siendo fantasmas de dominación del Padre, sino
que nos revela un Dios distinto. El hombre, si quiere ser libre, ha de renunciar
definitivamente a pensar a Dios por su cuenta. No hay más Dios que el Padre de
Jesucristo, y sólo a través suyo podemos llegar a él. La parábola del «hijo pródigo» es, más
bien, la parábola de los dos hijos, pero también la parábola de los dos padres. El hijo menor
huye del padre sentido como opresor si nos es permitido releer así la parábola y, al volver
a la casa, descubre un padre distinto, un padre liberador que celebra el banquete del
reencuentro y le pone el anillo de los hombres libres, de los hijos. El mayor, en cambio,
sigue en la casa, incapaz de huir de alguien que es sentido como un ser extraño y
dominante. Entre la huida y la opresión soportada, está el reencuentro del Padre que nos
libera.
Ante todo, el Dios liberador es el Dios libre. El hombre ha concentrado su esfuerzo en
dominar a Dios, ya desde las prácticas mágicas primitivas, manipulación de lo sagrado.
Dios sería un poder «a disposición» del hombre; Dios sería una voluntad totalmente
previsible y deducible, y el hombre pretenderá saber en todo momento lo que Dios va a
querer (la Ley sería la premisa mayor de esa suprema deducción, de tal modo que algunos
rabinos judíos llegaron a pretender que Yahvé dedicaba varias horas al día a su estudio:
algo que haría reír si no se tratase de una monstruosidad); la institucionalización de la
religión pondría en manos de unos pocos la administración del mismo Dios, de tal modo que
los hombres no tendrían sino que acudir a ellos para saber infaliblemente cuál es la
voluntad de ese Todopoderoso encadenado por sus mismos servidores..
Pero el Dios que se nos revela no es un Dios manipulable, porque es libre; ni deducible a
partir de su propia esencia, porque ésta permanece inaccesible. Se niega a comunicar su
nombre la magia empieza ya por la posesión del nombre del otro y el apelativo que nos
entrega proclama su carácter imprevisible: no es el que «es», sino el que «actúa»
libremente. La eternidad de este Dios no radica en una esencia inmóvil y congelada, sino
que él mismo es Historia, pero una historia sin determinismo alguno. El es el «creador» y su
acción es siempre pura creación. Jesús dice: «Mi Padre no cesa nunca de actuar» (Jn 8,
17), y con ello proclama la suprema libertad de aquél que «hace nuevas todas las cosas»
(Ap 21, 5).
H/LIBRE-FRENTE-A-D: Consecuencia sorprendente y casi escandalosa: también el
hombre es libre ante Dios. No otra cosa significa el que seamos hijos de Dios, y no
esclavos suyos. «Que Dios sea Dios de la libertad significa, ante todo, que yo tengo el
deber de no dejarme coaccionar por Dios» (P. de Benedetti). Con mayor razón, no debo
tolerar que nadie me coaccione en nombre de Dios. Jacob luchó contra Dios y venció (Gén
32, 23-33), y sólo así fue bendecido. Como Moisés, que se atrevió a plantar cara ante
Yahvé y solo así alcanzó el perdón para el pueblo. Job se atreve a citar a Dios a juicio,
pretendiendo llevar la razón; y Dios, efectivamente, le justifica.
Está la emocionante oración de un pobre sastre: «Tú quieres que yo me arrepienta de
mis pecados, pero yo solamente he cometido faltas menores: puedo haberme apropiado
algunos vestidos abandonados, o haber comido en una casa no hebrea, donde trabajaba,
sin lavarme las manos. Pero Tú, Señor, has cometido crueles pecados: Tú has arrebatado
hijos a sus madres y madres a sus hijos. Perdóname y yo te perdonaré, y así estaremos a
la par.» El hombre ante Dios se manifiesta como el libre ante el Libre, como la imagen ante
el creador. No hay aquí resistencia a la gracia, no hay orgullo malsano alguno. Dios nos ha
hecho libres y sólo en la libertad descubriremos a Dios. Entre la rebelión y la sumisión que
abdica de sí mismo, está la libertad ante el mismo Dios.
El Dios «opresor» ha sido expulsado por la crítica a la religión (Feuerbach, Marx, Freud),
aunque aún subsista en muchas conciencias sumisas. Esa expulsión es una gran noticia
que nos acerca a la buena nueva de la llegada del Dios liberador de las opresiones
humanas, cuya expulsión todavía no ha sido anunciada por nadie. ¡Sólo Dios puede darnos
la libertad! «Si el Hijo os da la libertad, seréis realmente libres» (Jn 8, 36).
Así llegamos, pues, a una tercera afirmación: es Dios quien nos libera. Pero esta
afirmación debe ser hecha con mucho cuidado. Porque, ¿basta decir que Dios nos ha
creado libres, y que es ya tarea nuestra el liberarnos de hecho? Por el contrario, el mensaje
bíblico habla de una acción liberadora de Dios en la Historia. Pero, ¿dónde puede
detectarse esa acción liberadora? ¿No debería hablarse, más bien, del fracaso y del
ocultamiento del Dios liberador del hombre?
El Antiguo Testamento presenta a un Dios que «baja» al hombre esclavo para sacarle de
la «opresión». En la historia del Éxodo de Egipto la gran historia de liberación de Israel el
grito de los oprimidos juega un papel preponderante. La liberación se convierte en una
historia del grito, en la que la palabra «opresión» aparece con una frecuencia que debiera
hacer pensar a los que la consideran como «sospechosa» (Ex 1, 11-12, por ejemplo).
El primer grito, el que comienza todo, es, naturalmente, el de los oprimidos: «los hijos de
Israel, gimiendo bajo la servidumbre, clamaron, y su grito, que brotaba del fondo de su
esclavitud, subió a Dios» (/Ex/03/07). Nada hace suponer que ese grito se dirija a Dios: es
un clamor desesperado de un pueblo que ha llegado al límite. Primero es un murmullo en el
interior del propio corazón, que luego se comunica al oído o en pequeños grupos, y que
finalmente estalla y llega al cielo. Los recién nacidos lo escuchan ya en el seno de sus
madres, nacen en ese arrullo espantoso así nacería Moisés y lo reciben como la primera
palabra a pronunciar. La actitud de Dios está expresada en una serie de verbos
significativos: «Oyó Dios sus gemidos, y acordase Dios de su Alianza con Abraham, Isaac y
Jacob. Y miró Dios a los hijos de Israel y conoció...» (Ex 2, 24-25. En 3, 7-10: he visto, he
escuchado, he bajado, yo te envío; 3, 9: «El clamor de los hijos de Israel ha llegado hasta
mí y he visto además la opresión con que los egipcios los oprimen»). Dios parece salir de
un letargo de cuatrocientos años y «recordar» de pronto una Alianza olvidada. Es un
«olvido» que significó la detención de la Historia en el aplastamiento de los hombres. Dios
olvida, y todo se detiene; Dios recuerda, y todo se pone en marcha.
Entonces, es Dios quien grita: « ¡Aquí estoy Yo! ¡Yo soy el que actúa! » (cf. Ex 3, 14).
Diez terribles plagas asolan Egipto, mientras resuena una voz que grita: « ¡Israel es mi hijo,
mi primogénito! ¡Deja salir a mi hijo! » (Ex 4, 22-23). Es la voz terrible del celo de Yahvé, de
la ira de Dios contra el opresor. Un grito que sólo puede ser comparado con aquel que hizo
surgir al mundo de la nada. Habla como la tormenta y el rayo, como el viento huracanado, y
todo se estremece, y el mundo cambia:
La negativa del opresor a liberar al Hijo de Dios obtiene una respuesta fulminante de la
voz que ha hablado: «A media noche pasaré Yo a través de Egipto.» Es ahora Egipto quien
va a gritar de horror: «Y se elevará en todo el país de Egipto un alarido tan grande como
nunca lo hubo ni lo habrá. Pero entre los hijos de Israel ni siquiera un perro ladrará...» (Ex
11,4-6-7). Es un grito de espanto ante la muerte: el opresor se destruye a sí mismo, el que
pretende vivir esclavizando contempla con horror cómo la muerte es el único resultado: «y
hubo un gran alarido en Egipto, porque no había casa donde no hubiese un muerto»
(12,30). La liberación del pueblo concluye con otro grito, ahora de alabanza: «¡Cantad a
Yahvé, pues se cubrió de gloria arrojando en el mar caballo y carro! » (15, 1 y 21).
En el Nuevo Testamento, el grito liberador de Dios se encarna en el hombre Jesús de
Nazaret, el que condena al opresor con su palabra y llama al oprimido a la libertad. El
mismo fue el «hombre libre» (Duquoc), mostrando así que «la palabra de Dios Jesús
mismo no está encadenada» (2 Tim 2, 9), ni podrá estarlo, sino que es la palabra que
rompe todas las cadenas. Jesús habló con una sorprendente libertad: su palabra está por
encima de toda otra palabra, habla con «autoridad» (Mc 1, 22) y transforma la Ley con un
«pero Yo os digo» (Mt 5, 22, 28, etc. La fórmula «yo os digo» aparece 25 veces en Mt, 4 en
Mc y 34 en Lc). Nadie puede rebatir sus palabras (Jn 7, 26; Mt 22, 46). Nadie habló jamás
como él; su palabra domina el cosmos, expulsa los demonios y cura las enfermedades,
símbolos de la dominación diabólica. Sus palabras dan la vida eterna (Jn 6, 68).
«Lo característico de Jesús es su extraordinaria libertad. La libertad de Jesús se
manifiesta como el tema cristológico central de un replanteamiento histórico-crítico de lo
que es Jesús: su querer y actuar, su realidad, su historia, su acción, su persona...» (R.
Pesch). Resulta, pues, inútil volver a abordar un tema que ha sido abordado desde todas
las perspectivas posibles. Sólo queremos destacar este hecho: Jesús es la voz que llama a
la libertad, la palabra liberadora. En él, Dios nos hace libres, llamándonos a la liberación,
con la gran diferencia respecto a toda otra palabra de que es la Palabra creadora del
mismo Dios. Pero es una palabra encarnada en el hombre Jesús y en todos los gritos
humanos por la libertad. Dios alienta y suscita el grito del hombre por la Liberación: El es
ese grito. Y las implicaciones de esta última afirmación han de ser destacadas con todo
cuidado.
LBC/RV-D SV/QUE-ES: La afirmación procede de una experiencia: es en la lucha por la
liberación y no fuera de ella donde Dios se manifiesta. Esa lucha es el «lugar» de la
revelación de Dios. Así es como habría que interpretar la experiencia de Israel al salir de
Egipto y la experiencia de los discípulos al contacto con Jesús: una liberación así en
cuanto que aparece como una «salvación», es decir, como una realización de lo
«imposible» para el hombre dominado, como puro don gratuito e inesperado de un poder
más fuerte que todo otro podersólo puede proceder de Dios.
Por otro lado, si Dios se manifiesta en el grito por la liberación, el grito adquiere un valor
absoluto, hasta un límite inigualado por ninguna otra doctrina de liberación: no grita sólo el
hombre, es el mismo Dios quien clama con él. La sangre derramada de Abel, y con ella la
tierra entera empapada por el asesinato del inocente, eleva su voz ante Dios. Pero en la
sangre de Cristo es el mismo Dios quien pide justicia (Heb 12,24), mostrándonos que El se
identifica con los oprimidos.
Por ello, finalmente, ese grito no podrá ser acallado nunca y un día alcanzará su objetivo.
Gritará Dios si se calla el hombre, «gritarán las piedras» si enmudece el hombre (Lc 19,
40). La reclamación de la viuda no pudo ser dominada por el juez injusto: «día y noche»
siguió y seguirá repitiéndose incesante (Lc 18,1-8), con una constancia que nada humano
puede explicar, hasta que advenga la libertad. La esperanza del cristiano no consiste, pues,
únicamente en saber que llegará un día el Reino de Dios; significa también, y aun antes, la
seguridad de que la lucha de los oprimidos no podrá ser nunca dominada. El grito seguirá,
saltando por encima de todos los engaños o de todas las victorias parciales, filtrándose a
través de todas las mordazas.
La lucha de Jesús
Juan hace ver con las imágenes del apocalipsis que la lucha de los cristianos a los que
escribe no es sino la lucha de toda la humanidad, desde Adán, pasando por Israel en
Egipto y Babilonia, hasta el combate escatológico final: su lucha cobra así sentido de
totalidad y recibe la esperanza que se asienta en las promesas de Dios.
INCONSCIENTE/HT-HM: Lo más terrible de la lucha es la soledad. El luchador solitario,
perseguido e incomprendido, es un ideal casi imposible. Es espantosa la soledad de Jesús
en la cruz cuando grita: «¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?» (Mc 15, 34,
cf Sal 22, 2). Sin embargo, el hombre nunca se encuentra solo, sino que, de algún modo, es
siempre «el representante de toda la humanidad». Jung descubre aquí una de las
funciones de las imágenes míticas: «llevamos en nosotros, en la estructura de nuestro
cuerpo y de nuestro sistema nervioso, toda la historia de la humanidad». Por ello
analizando un sueño, en el que a alguien que se encuentra en un serio peligro se le
aparece la arquetípica imagen del «dragón» de los mitos y las leyendas, Jung dice: «Tú te
encuentras en una encrucijada en la que el ser humano, si intenta vivir plenamente la órbita
de su vida, se ha encontrado ya con frecuencia antes de ti. La situación que hoy es la tuya
ha sido ya vivida, en el transcurso de los milenios, un número incalculable de veces. Esto
es lo que demuestra el mito del dragón...» Es decir, «estas imágenes arquetípicas sirven
para incluir en un cuadro general y supraindividual el caso específico personal que parece
único e indisoluble; muestran, al mismo tiempo, que el sufrimiento de cada uno es también
el sufrimiento de todos, y que la situación particular, inextricable, constituye un problema
humano absolutamente general» 15.
Cuando Jesús nos invita a tomar la cruz y seguirlo, nos está presentando un símbolo la
cruz cuya significación es: no estás solo, tu lucha es la mía, «yo estoy con vosotros hasta
el final de la historia» (Mt 28, 20). Y el caso de Jesús es absolutamente único: él asumió la
humanidad entera, su lucha fue realmente la lucha de todos los hombres, y su victoria, la
victoria final.
Hay que renunciar expresamente remitiéndonos a la Cristologia a estudiar ahora el
conjunto de la vida de Jesús, y sobre todo su muerte-resurrección, como el combate del
Profeta y del Siervo de Dios para la liberación de los hombres. Puede ser suficiente
limitarnos a un solo pasaje: las tentaciones en el desierto (/Mt/04/01-11; /Lc/04/01-13;
/Mc/01/12-13).
En los tres evangelios sinópticos, este pasaje aparece dentro de un conjunto muy
sólidamente establecido: predicación del Bautista en el desierto, bautismo de Jesús,
tentaciones en el desierto, comienzo de la predicación de Jesús acerca de la cercanía del
Reino. Lo que aquí se nos ofrece es todo el sentido de la misión de Jesús, el Siervo de
Yahvé (cf. Is 42, 1), el Hijo de Dios (cf. Sal 2, 7), el profeta que comienza su camino de
dolor y liberación, para el cual recibe la plenitud del Espíritu liberador (cf. Is 61, 1-2, cit. por
Lc 4, 18-19). La narración nos traslada al desierto, lugar tradicional de la tentación, de la
presencia diabólica, de la lucha. Este dato, y el simbolismo del número cuarenta, nos pone
en relación con los temas del Éxodo, temas que han de aparecer, efectivamente, en las
citas del Antiguo Testamento. En Marcos sólo encontramos una breve alusión (la referencia
a los «animales» podría aludir a la era mesiánica Is 11, 6-9 o a los poderes del mal Ez 34,
5.8.25). En Mateo y Lucas, la segunda y tercera tentación se hallan invertidas, quizá por el
deseo de Lucas de terminar en Jerusalén; o bien porque Mateo quiere seguir el mismo
orden histórico de las tentaciones del pueblo de Israel en el desierto, consiguiendo una
progresión de escenarios (desierto-Jerusalén-mundo), que permite una universalización
gradual de la lucha del hombre.
Jesús se enfrenta al príncipe de este mundo. En esta batalla se asume toda la historia de
Israel y todo el destino del hombre. «Di que estas piedras se conviertan en panes», «No
sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Dt 8, 3, que
alude a Ex 16, 1-4). La tentación es la vuelta a Egipto, el «lugar de la esclavitud», aunque
también el símbolo de la seguridad y la abundancia. ¡Volver a esclavizarse! O bien, fiarse
de Dios y de su palabra que dice: ¡Sal de la esclavitud!, acepta el riesgo y la inseguridad de
la libertad, ponte a caminar por el desierto, sé tú mismo y no temas a la soledad del
desierto; busca a los que caminan contigo, no te fijes en lo que queda atrás. Es Abraham
quien aquí reaparece y triunfa.
«Si eres Hijo de Dios, tírate de aquí abajo.» La cita del salmo 91, 11-12 indica por dónde
va la tentación ahora: te has fiado de Dios totalmente y has cometido una locura, ¿no te
estarás engañando?, ¿no será todo imaginación tuya? Luchas contra el mundo, pero te has
quedado solo: más allá de este mundo no hay nada; quédate en él «vuelve a Egipto» que
te irá mejor. En la terrible soledad de la cruz suenan las mismas palabras: «Ha puesto su
confianza en Dios; si tanto lo quiere, que lo salve ahora» (Mt 27, 43). Lo que se pone a
prueba es la confianza misma que ha permitido salir de Egipto y llegar al desierto. La
tentación va a la raíz misma de la existencia: ¿es un engaño, un delirio, la llamada a la
libertad? Jesús cita Dt 6, 16 «No tentarás al Señor tu Dios» que remite a la sed del pueblo
en el desierto (Ex 17, 1-7). El martirio de la sed es más insoportable que el del hambre:
«¿Nos ha hecho salir de Egipto para morir de sed?» Entonces las gargantas resecas, las
lenguas acartonadas, formulan la terrible duda: «¿Está Yahvé entre nosotros o no?» El
Dios de la libertad, ¿es un espejismo del desierto? Jesús, entonces, nos hace decir: Nada
permite demostrar que la llamada a la libertad no sea una locura o un suicidio. Síguela,
aunque se te oculte el que te llama. Sé capaz de decir: Confío tanto en ti, que no necesito
prueba alguna de que estás conmigo; sé que me amas, y eso me basta; en medio del
abandono total y del fracaso, aunque no te sienta a mi lado, sigo confiando; aunque yo sea
tentado, no te tentaré yo a Ti, porque entonces todo habría terminado.
La segunda tentación concluye con el triunfo de la confianza y la libertad. Por ahí se va a
insinuar la tercera tentación: la confianza en Dios se va a convertir en una confianza
absoluta en sí mismo, y la libertad en posibilidad de esclavizar a los otros. La tentación del
poder resulta la más fuerte de todas, ya que sobreviene en el momento de la exaltación del
propio yo, como culminación del valor personal. Ceder a las dos primeras tentaciones es
convertirse en oprimido, a cambio de calmar el hambre y la sed. Lo que ahora se ofrece es
convertirse en opresor: conquista el poder y obtendrás, por fin, la libertad total; nadie podrá
ya oprimirte, alcanzarás una seguridad sin límites, no dependerás de nadie. Satán tienta
con el poder, pero detrás se encuentra algo mayor aún: hay que abandonar al Dios
liberador, al Dios que obliga a «salir», y adorar al príncipe de este mundo, al que da el
poder. El juicio de Lucas es terminante: el poder es una realidad satánica: «Yo te daré todo
ese poder y esa grandeza, porque todo ello me pertenece, y puedo dárselo a quien quiera.
Tuyo será si te pones de rodillas y me adoras.» Jesús responde con otra cita del
Deuteronomio (6, 13), cuyo contexto ya no es el desierto, sino la tierra prometida:
«ciudades grandes y prósperas que tú no edificaste, casas llenas de toda clase de bienes,
que tú no llenaste...». Todo este poder y esta riqueza es lo que tienta al hombre fuerte y
libre, que está a punto de endiosarse a sí mismo. Por eso Jesús dice: ¡No adores más que
a Dios, no adores el poder ni el dominio, porque entonces será el poder el que te dominará
a ti!
Las tentaciones concluyen aquí precisamente: la tentación del poder es la más grave y
definitiva, toda otra tentación conduce a ella. Se adivina a la serpiente diciendo a Eva:
«Seréis como dioses, conocedores (dueños) del bien y del mal.»