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En los últimos treinta años hemos pasado de considerar a España como una realidad
inmutable, casi eterna, cuyos caracteres existenciales han permanecido inalterados desde la
Prehistoria, a reducir España a un concepto geográfico, a un simple espacio físico. Es esa
postura tan extendida entre políticos, periodistas y aún historiadores que se resisten a
utilizar la palabra “España” en sus escritos y discursos, sustituyéndola por algún eufemismo
cercano, menos hiriente, siendo el más utilizado el de “este país”. De la misma manera sus
habitantes, los españoles, han dejado de considerarse como un pueblo unido, con raíces
históricas ancestrales, para pasar a ser un mosaico heterogéneo de comunidades con
características culturales propias, cuando no excluyentes, alimento fundamental de los
movimientos nacionalistas de la actualidad.
Estamos ante un ejemplo más del abuso de la Historia por parte de las sociedades
contemporáneas. Abusaron los ideólogos del franquismo cuando se apropiaron del
concepto de España y lo revistieron de connotaciones totalitaristas. En el fondo se trataba
de la interpretación clásica y épica de la historia de España, aunque llevada hasta sus
últimas consecuencias. Los primeros esbozos de esta teoría se remontan nada menos que al
siglo IX, con las primeras crónicas de la Reconquista que ensalzan el pasado visigótico y
lloran la pérdida de España tras la invasión musulmana del 711. Posteriormente, estas ideas
serán recuperadas y realimentadas por la historiografía posterior hasta llegar al siglo XIX,
el siglo de la nación y de la historia. Esta interpretación, digamos españolista de la historia,
habla de una nación hispánica unida en lo político y religioso desde época visigoda (s. VI-
VII) que tras la invasión musulmana se resiste a perder sus señas de identidad e inicia en las
montañas del norte una movimiento secular de resistencia (la reconquista) que acabará con
éxito tras la conquista de Granada y la unificación definitiva de España en época de los
Reyes Católicos. A estos monarcas se les debe no sólo la unidad política, sino también la
unificación religiosa y aún cultural. La expulsión de los judíos (1492) y el bautismo forzoso
de los musulmanes que vivían en sus reinos son la prueba más evidente de esta política. No
es casual que a partir de este momento España conozca su historia más gloriosa con el
descubrimiento de América y la forja del Imperio.
Pero también hay abuso por parte de muchos intelectuales y políticos actuales que
insisten en señalar en sus discursos aquello que nos diferencia y no mencionan nunca lo que
nos ha unido y nos une. Nos referimos al nacionalismo periférico que ve a España como
algo ajeno, como un estado opresor del que sólo cabe esperar agravios y amenazas. Frente a
una idílica comunidad hispánica, reivindican una España inexistente, unida únicamente en
momentos puntuales de nuestra historia y siempre bajo el recurso de la fuerza. El ejemplo
más significativo data del siglo XVIII, con la Guerra de Sucesión y la instauración de la
dinastía borbónica que acabó con los fueros tradicionales e impuso en España un fuerte
centralismo de estilo francés. Lo más significativo es que en los últimos años los
nacionalistas vascos, gallegos, catalanes y aún de otras regiones españolas, se han afanado
en buscar en el pasado las huellas que justifiquen sus políticas actuales y sus anhelos de
futuro. En este contexto se pasa fácilmente del uso al abuso de la historia, sobre todo en la
etapa medieval, la época preferida por los nacionalistas. Los orígenes de la nación vasca,
catalana y gallega se encuentran en el medievo y se habla sin rubor de Sancho III el mayor
de Navarra como el primer rey “vasco”, cuando nunca existió ni un rey ni un reino con tal
denominación, o Wifredo el velloso, como “el padre de la nación catalana”, en realidad un
conde de la Marca Hispánica que siguiendo la tendencia dominante en la época se negó a
jurar fidelidad vasallática al emperador carolingio.
El problema es que la idea y realidad histórica de España son ante todo conceptos
históricos y por tanto cambiantes. No se puede reducir España a lo meramente geográfico,
como algo más o menos inmutable a lo largo del tiempo, ni tampoco a lo político, como
sinónimo de estado. España es un concepto histórico-cultural que hay que definir en cada
momento. En realidad durante la Edad Media y buena parte de la Moderna muchos
historiadores prefieren hablar de “las Españas”. En efecto, aunque parezca contradictorio la
unidad y la diversidad han estado siempre presentes en la historia de nuestro país, sobre
todo en la Edad Media, época de fragmentación por excelencia. Hablamos por un lado de la
diversidad entre el ámbito musulmán y el cristiano, pero también de la división política y de
la proliferación de poderes locales. Junto a ello se perciben no pocas peculiaridades
regionales de carácter socioeconómico, institucional e incluso cultural y lingüístico que
lejos de empobrecer nuestro pasado, lo enriquecen desde la pluralidad. Pero frente a esa
diversidad, hay también elementos de unión, el primero y más importante la religión, el
cristianismo y junto a él la unidad geográfica y el sentimiento de pertenencia a un linaje
común: la nación hispánica.
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El concepto de España en la Edad Media
A pesar de la evidente fragmentación política de la etapa medieval y de la ruptura
radical que supuso la invasión musulmana con respecto al tradicional pasado latino, existió
durante todo el medievo un concepto de España como entidad común que se superpone a
otros niveles de pertenencia. Los hombres y mujeres de la Edad Media vivían en una aldea,
villa o ciudad, estaban encuadrados en una parroquia, pertenecían a un señor y a un reino,
pero también formaban parte de una comunidad llamada España. Quizás los primeros
elementos eran más prácticos, más tangibles, y los dos últimos más etéreos y abstractos,
pero todos ellos eran a distintos niveles igual de reales. Las fuentes dan prueba de esta
presencia ya que crónicas, documentos reales de diverso tipo y algunos particulares hablan
con frecuencia de Hispania, en latín o España, en castellano. ¿Qué significaba este
término?, ¿Cuál era la idea de España que se tenía en el medievo?. En primer lugar cabe
pensar que no sería el mismo concepto el que se tendría en los círculos intelectuales y de
poder que en el resto de la población, mayoritariamente campesina y por consiguiente
iletrada. Los habitantes de los distintos reinos hispánicos verían demasiado lejana su
pertenencia a una comunidad, la española, que tenía connotaciones históricas y culturales,
pero que afectaba poco al devenir diario de su existencia. Durante mucho tiempo fue más
importante el encuadramiento respecto al régimen señorial que cualquier otro sentimiento
nacionalista superior. Pero la misma reflexión puede hacerse para el caso de los distintos
reinos (Portugal, Castilla y León, Navarra y Aragón), cuyo origen y conciencia como
entidad común es incluso más moderna que la española.
La palabra “España” viene del latín Hispania, término supuestamente de origen
fenicio que será recogido por los romanos para designar a la Península Ibérica. En la
Antigüedad, por tanto, el concepto de Hispania es en primer lugar geográfico, pero también
tendrá connotaciones político-administrativas, al convertirse en una provincia más del
imperio Romano. Lo que todavía no ha nacido es el sentimiento nacionalista español. A
partir del siglo VI, la llegada de los visigodos no supondrá cambio alguno en la
denominación de nuestro territorio (Hispania gothorum), lo que es la mejor prueba del
elevado grado de romanización que existía por aquel entonces en la Península. El reino
visigodo de Toledo sucumbió pronto debido a la rápida conquista protagonizada por los
musulmanes (711), sin embargo, el legado visigodo se va a convertir en uno de los
primeros fundamentos de la nación hispana. En el futuro, el recuerdo de la Hispania
visigoda va a quedar como un modelo de unidad política y religiosa (conversión de
Recaredo al catolicismo en el 587), aunque hoy sabemos que esa unidad era más bien un
ideal forjado por la pluma de San Isidoro que otra cosa.
Los mozárabes de al-Andalus, es decir, los cristianos que vivían bajo dominio
musulmán, recogieron esa tradición y la difundieron por los primeros reinos cristianos
peninsulares. Es el neogoticismo. La crónica mozárabe del 754 habla de la pérdida de
España y el ciclo cronístico de Alfonso III (866-910) mitifica el enfrentamiento de
Covadonga (722) y defiende la idea de una monarquía astur que desciende de la visigoda y
que aspira a dominar una España unida bajo la misma fe (reconquista). Sin duda es una
idealización histórica con fines políticos, pero lo importante es que actúa como núcleo
creador de una conciencia común: la idea de Hispania. Según J. A. Maravall, el
neogoticismo contribuyó durante siglos a mantener la noción de un denominador común
histórico hispano por detrás de la división en reinos y sirvió de elemento legitimador de las
luchas contra el Islam. En el futuro otros reyes cristianos, sobre todo los de León y Castilla
asumirán este ideal y no dudarán en llamarse emperadores de España o de las Españas
(Alfonso VI, Imperator totius Hispaniae, 1085). Este concepto imperialista supone el
principal fundamento de las aspiraciones políticas de los reyes de Castilla y León que
aspiran no tanto a conquistar el resto de reinos hispánicos y unificar políticamente España,
pero sí a convertirse en el árbitro indiscutible de la política peninsular.
A partir del siglo XII es frecuente encontrar en los textos referencias a la existencia
de una conciencia común hispana compatible con la división política existente y las
singularidades de cada región. De forma paralela, en otros países de Europa es cada vez
más común utilizar el término “español” para referirse a los habitantes de la Península
Ibérica, con independencia de su adscripción política particular. Incluso el rey Fernando III
el Santo, conquistador de Córdoba y Sevilla, es reconocido por el cronista ingles Mateo
París como “rey de toda España” gracias a su poder y eminencia. Desde el exterior, España
se percibe como una de las grandes nationes de la cristiandad formada por diversas partes o
reinos que en ocasiones también se designan con el termino nación. Sus habitantes, los
españoles, se presentan como un pueblo común con características propias que lo
diferencian de los demás, aunque en ocasiones se manejen tópicos sobre dichos caracteres
nacionales:
Parece lógico pensar que la maduración política e ideológica de los reinos hispanos
en el Bajo medievo tendría que afectar negativamente al concepto de España como nación,
pero como hemos visto anteriormente, nada más lejos de la realidad. Podemos considerarlo
como dos movimientos paralelos de tal manera que la conciencia nacional hispana se va a
retroalimentar con argumentos similares a los utilizados en cada reino, sobre todo en el
caso de Castilla donde con frecuencia se confunden ambos sentimientos. En todo caso, la
inexistencia de unidad política y las diferencias institucionales y culturales entre los reinos
hispanos servirán de freno a la maduración definitiva de la conciencia nacional hispana.
El final de la Edad Media en España se hace coincidir con el gobierno de los Reyes
Católicos, Isabel I de Castilla y Fernando V de Aragón. En 1479 ambos monarcas contraen
matrimonio y se produce la unión dinástica de ambas coronas. Mucho se ha especulado
sobre el significado histórico de esta unión. Para la historiografía tradicional es sinónimo de
la unión política de España. Es una unidad nacional que junto con la posterior conquista del
último reino musulmán (1492), supone la culminación de un proceso ¿irreversible? iniciado
casi ocho siglos antes en Covadonga. No vamos a insistir sobre lo inadecuado de este tipo
de reflexiones, hechas de forma apriorística o incluso interesada, sin tener en cuenta los
datos históricos. Como es sabido el matrimonio de los Reyes Católicos fue una unión
personal, dinástica, de dos casas reinantes, pero no la unión nacional y política. Las dos
coronas se mantendrán separadas y conservarán sus instituciones, leyes y fronteras. La
incorporación de Navarra a partir de 1512 repetirá la misma fórmula, por lo que mantendrá
en el futuro sus propios fueros y costumbres. La política de los Reyes Católicos no es la
culminación de un proceso secular medieval, sino más bien el punto de partida del concepto
de monarquía hispánica propio de la Edad Moderna.
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