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EN LA ESPAÑA MEDIEVAL: ENTRE LA FRAGMENTACIÓN POLÍTICA Y LAS

SEÑAS DE IDENTIDAD COLECTIVA

Jesús Molero García


Universidad de Castilla-La Mancha

Publicado en el libro: España y Rumanía. De las monarquías autoritarias a la democracia


(siglos XIV-XX) = Spania şi România. De la monarhia autoritară la democraţie (secolele
XIV-XX), Târgovi te (Rumanía), 2008, pp. 69-87.

En los últimos treinta años hemos pasado de considerar a España como una realidad
inmutable, casi eterna, cuyos caracteres existenciales han permanecido inalterados desde la
Prehistoria, a reducir España a un concepto geográfico, a un simple espacio físico. Es esa
postura tan extendida entre políticos, periodistas y aún historiadores que se resisten a
utilizar la palabra “España” en sus escritos y discursos, sustituyéndola por algún eufemismo
cercano, menos hiriente, siendo el más utilizado el de “este país”. De la misma manera sus
habitantes, los españoles, han dejado de considerarse como un pueblo unido, con raíces
históricas ancestrales, para pasar a ser un mosaico heterogéneo de comunidades con
características culturales propias, cuando no excluyentes, alimento fundamental de los
movimientos nacionalistas de la actualidad.
Estamos ante un ejemplo más del abuso de la Historia por parte de las sociedades
contemporáneas. Abusaron los ideólogos del franquismo cuando se apropiaron del
concepto de España y lo revistieron de connotaciones totalitaristas. En el fondo se trataba
de la interpretación clásica y épica de la historia de España, aunque llevada hasta sus
últimas consecuencias. Los primeros esbozos de esta teoría se remontan nada menos que al
siglo IX, con las primeras crónicas de la Reconquista que ensalzan el pasado visigótico y
lloran la pérdida de España tras la invasión musulmana del 711. Posteriormente, estas ideas
serán recuperadas y realimentadas por la historiografía posterior hasta llegar al siglo XIX,
el siglo de la nación y de la historia. Esta interpretación, digamos españolista de la historia,
habla de una nación hispánica unida en lo político y religioso desde época visigoda (s. VI-
VII) que tras la invasión musulmana se resiste a perder sus señas de identidad e inicia en las
montañas del norte una movimiento secular de resistencia (la reconquista) que acabará con
éxito tras la conquista de Granada y la unificación definitiva de España en época de los
Reyes Católicos. A estos monarcas se les debe no sólo la unidad política, sino también la
unificación religiosa y aún cultural. La expulsión de los judíos (1492) y el bautismo forzoso
de los musulmanes que vivían en sus reinos son la prueba más evidente de esta política. No
es casual que a partir de este momento España conozca su historia más gloriosa con el
descubrimiento de América y la forja del Imperio.
Pero también hay abuso por parte de muchos intelectuales y políticos actuales que
insisten en señalar en sus discursos aquello que nos diferencia y no mencionan nunca lo que
nos ha unido y nos une. Nos referimos al nacionalismo periférico que ve a España como
algo ajeno, como un estado opresor del que sólo cabe esperar agravios y amenazas. Frente a
una idílica comunidad hispánica, reivindican una España inexistente, unida únicamente en
momentos puntuales de nuestra historia y siempre bajo el recurso de la fuerza. El ejemplo
más significativo data del siglo XVIII, con la Guerra de Sucesión y la instauración de la
dinastía borbónica que acabó con los fueros tradicionales e impuso en España un fuerte
centralismo de estilo francés. Lo más significativo es que en los últimos años los
nacionalistas vascos, gallegos, catalanes y aún de otras regiones españolas, se han afanado
en buscar en el pasado las huellas que justifiquen sus políticas actuales y sus anhelos de
futuro. En este contexto se pasa fácilmente del uso al abuso de la historia, sobre todo en la
etapa medieval, la época preferida por los nacionalistas. Los orígenes de la nación vasca,
catalana y gallega se encuentran en el medievo y se habla sin rubor de Sancho III el mayor
de Navarra como el primer rey “vasco”, cuando nunca existió ni un rey ni un reino con tal
denominación, o Wifredo el velloso, como “el padre de la nación catalana”, en realidad un
conde de la Marca Hispánica que siguiendo la tendencia dominante en la época se negó a
jurar fidelidad vasallática al emperador carolingio.
El problema es que la idea y realidad histórica de España son ante todo conceptos
históricos y por tanto cambiantes. No se puede reducir España a lo meramente geográfico,
como algo más o menos inmutable a lo largo del tiempo, ni tampoco a lo político, como
sinónimo de estado. España es un concepto histórico-cultural que hay que definir en cada
momento. En realidad durante la Edad Media y buena parte de la Moderna muchos
historiadores prefieren hablar de “las Españas”. En efecto, aunque parezca contradictorio la
unidad y la diversidad han estado siempre presentes en la historia de nuestro país, sobre
todo en la Edad Media, época de fragmentación por excelencia. Hablamos por un lado de la
diversidad entre el ámbito musulmán y el cristiano, pero también de la división política y de
la proliferación de poderes locales. Junto a ello se perciben no pocas peculiaridades
regionales de carácter socioeconómico, institucional e incluso cultural y lingüístico que
lejos de empobrecer nuestro pasado, lo enriquecen desde la pluralidad. Pero frente a esa
diversidad, hay también elementos de unión, el primero y más importante la religión, el
cristianismo y junto a él la unidad geográfica y el sentimiento de pertenencia a un linaje
común: la nación hispánica.

El punto de partida: una realidad política fragmentada


El aspecto más conocido de la historia medieval de España es sin duda la profunda
huella que dejaron los musulmanes en la Península de tal manera que nuestra historia
adquiere pronto unas características singulares dentro del panorama general del continente
europeo. Dos formaciones socioeconómicos y culturales distintas se reparten el solar
hispano. Por un lado, al-Andalus, nombre que dieron los musulmanes al territorio
peninsular sometido a su dominio y, por otro, la España cristiana, de claras raíces latinas y
occidentales, situada al norte de la anterior y en continua expansión hacia el sur. Con
frecuencia habrá enfrentamientos entre ambos mundos, la mayor parte de las veces por
motivos políticos y económicos, más que por cuestiones socio-culturales y religiosas (el
choque de civilizaciones que diríamos hoy). Pero también hay unas relaciones muy fluidas
entre las dos sociedades, con un trasvase cultural fructífero que benefició sobre todo a los
reinos cristianos y a través de ellos al resto de Europa.
La conocida división entre la España musulmana y la España cristiana, sin duda
cierta pero también demasiado esquemática, esconde una realidad mucho más compleja
caracterizada por la fragmentación del poder político. En el ámbito andalusí las autoridades
omeyas intentaron crear un estado centralista imitando modelos bizantinos y persas, pero
no siempre consiguieron sus objetivos. Solamente durante el Califato (929-1031) se puede
hablar con propiedad de unidad política en al-Andalus. En las etapas anteriores –waliato
(711-756) y emirato (756-929)–, los poderes regionales, agrupados por afinidades étnicas y
tribales, mostraron con demasiada frecuencia su rebeldía, de tal manera que no existe la
unidad política plena. A partir de 1031, con la crisis del califato de Córdoba, esas
tendencias autonomistas resurgen de nuevo en forma de reinos Taifas, agrupados después
de manera efímera por sendas invasiones norteafricanas (almorávides y almohades).
Finalmente, a finales del siglo XIII, los progresos de la reconquista cristiana harán que al-
Andalus quede reducido al reino nazarí de Granada.

En cuanto al norte cristiano, la característica dominante es también la fragmentación


política. Por un lado, la atomización del poder en el ámbito señorial propia de las
sociedades feudales del momento, por otro, la existencia de varias entidades estatales,
muchas veces enfrentadas entre sí, cuyas fronteras poco a poco se van ampliando a costa
sobre todo del vecino musulmán. Los primeros estados cristianos nacen en las montañas del
norte peninsular, donde se refugia la población indígena y ciertos elementos residuales del
poder visigodo que juntos, hacen frente al invasor musulmán. En un primer momento lo
que predomina es la resistencia, la voluntad de supervivencia, pero conforme avance el
siglo IX asistimos al nacimiento de las primeras formaciones estatales: el reino Astur en el
ámbito occidental y el reino de Navarra y los condados aragoneses y catalanes en el
oriental. Posteriormente el reino Astur se convertirá en reino de León (s. X) del que se
escindirán en el XI y XII los reinos de Portugal y Castilla, en origen simples condados
fronterizos. Por su parte, en el ámbito oriental, se consolida el reino de Navarra, nace el
reino de Aragón (1035) y se independizan los condados catalanes del poder franco,
quedando agrupados bajo la órbita del condado de Barcelona.
Entre los siglos XII y XIII, la política matrimonial de los reyes cristianos hace que
se simplifique el mapa político peninsular. De oeste a este distinguimos el reino de
Portugal, independiente desde 1139, el reino de Castilla y León, unido definitivamente
desde 1230, Navarra, cada vez más orientada hacia el territorio francés y finalmente la
Corona de Aragón que surge en 1137 con la unión entre el reino del mismo nombre y el
condado de Barcelona. A partir de entonces, estos cuatro reinos se configuran como los
marcos políticos de referencia de la España cristiana, manteniéndose como tales hasta fines
de la Edad Media. Pero el período plenomedieval es también la época clásica de la
Reconquista, se amplían los reinos al compás de la crisis andalusí, irrumpe con fuerza el
espíritu de cruzada, nacen las Órdenes Militares, se produce un aperturismo sin precedentes
a las influencias europeas, y se asiste a un espectacular crecimiento económico. Es una
época de expansión política, económica y cultural, que incluso se percibe de forma
eufórica por los cristianos que ven cercano el fin de la presencia musulmana en la
Península. El conjunto de la población, ya sean nobles, burgueses, clérigos o campesinos,
se ven favorecidos por la abundancia de tierras y por los beneficios económicos derivados
de la guerra y sus consecuencias. De forma paralela, el reino de Castilla y León se convierte
en la principal potencia territorial de la Península, sobre todo con la incorporación del valle
del Guadalquivir y Murcia (s. XIII). Por su parte la Corona de Aragón, el otro gran reino
peninsular, termina pronto su reconquista y desde la primera mitad del siglo XIII se dispone
a la expansión por el Mediterráneo (las islas Baleares se conquistan entre 1229 y 1235 y
Sicilia a fines del siglo XIII). En el ámbito Atlántico, la conquista del Algarbe por Portugal
y la toma de Algeciras por parte de Castilla abren definitivamente el estrecho de Gibraltar,
lo que sentará las bases de la futura expansión ultramarina.

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El concepto de España en la Edad Media
A pesar de la evidente fragmentación política de la etapa medieval y de la ruptura
radical que supuso la invasión musulmana con respecto al tradicional pasado latino, existió
durante todo el medievo un concepto de España como entidad común que se superpone a
otros niveles de pertenencia. Los hombres y mujeres de la Edad Media vivían en una aldea,
villa o ciudad, estaban encuadrados en una parroquia, pertenecían a un señor y a un reino,
pero también formaban parte de una comunidad llamada España. Quizás los primeros
elementos eran más prácticos, más tangibles, y los dos últimos más etéreos y abstractos,
pero todos ellos eran a distintos niveles igual de reales. Las fuentes dan prueba de esta
presencia ya que crónicas, documentos reales de diverso tipo y algunos particulares hablan
con frecuencia de Hispania, en latín o España, en castellano. ¿Qué significaba este
término?, ¿Cuál era la idea de España que se tenía en el medievo?. En primer lugar cabe
pensar que no sería el mismo concepto el que se tendría en los círculos intelectuales y de
poder que en el resto de la población, mayoritariamente campesina y por consiguiente
iletrada. Los habitantes de los distintos reinos hispánicos verían demasiado lejana su
pertenencia a una comunidad, la española, que tenía connotaciones históricas y culturales,
pero que afectaba poco al devenir diario de su existencia. Durante mucho tiempo fue más
importante el encuadramiento respecto al régimen señorial que cualquier otro sentimiento
nacionalista superior. Pero la misma reflexión puede hacerse para el caso de los distintos
reinos (Portugal, Castilla y León, Navarra y Aragón), cuyo origen y conciencia como
entidad común es incluso más moderna que la española.
La palabra “España” viene del latín Hispania, término supuestamente de origen
fenicio que será recogido por los romanos para designar a la Península Ibérica. En la
Antigüedad, por tanto, el concepto de Hispania es en primer lugar geográfico, pero también
tendrá connotaciones político-administrativas, al convertirse en una provincia más del
imperio Romano. Lo que todavía no ha nacido es el sentimiento nacionalista español. A
partir del siglo VI, la llegada de los visigodos no supondrá cambio alguno en la
denominación de nuestro territorio (Hispania gothorum), lo que es la mejor prueba del
elevado grado de romanización que existía por aquel entonces en la Península. El reino
visigodo de Toledo sucumbió pronto debido a la rápida conquista protagonizada por los
musulmanes (711), sin embargo, el legado visigodo se va a convertir en uno de los
primeros fundamentos de la nación hispana. En el futuro, el recuerdo de la Hispania
visigoda va a quedar como un modelo de unidad política y religiosa (conversión de
Recaredo al catolicismo en el 587), aunque hoy sabemos que esa unidad era más bien un
ideal forjado por la pluma de San Isidoro que otra cosa.

Los mozárabes de al-Andalus, es decir, los cristianos que vivían bajo dominio
musulmán, recogieron esa tradición y la difundieron por los primeros reinos cristianos
peninsulares. Es el neogoticismo. La crónica mozárabe del 754 habla de la pérdida de
España y el ciclo cronístico de Alfonso III (866-910) mitifica el enfrentamiento de
Covadonga (722) y defiende la idea de una monarquía astur que desciende de la visigoda y
que aspira a dominar una España unida bajo la misma fe (reconquista). Sin duda es una
idealización histórica con fines políticos, pero lo importante es que actúa como núcleo
creador de una conciencia común: la idea de Hispania. Según J. A. Maravall, el
neogoticismo contribuyó durante siglos a mantener la noción de un denominador común
histórico hispano por detrás de la división en reinos y sirvió de elemento legitimador de las
luchas contra el Islam. En el futuro otros reyes cristianos, sobre todo los de León y Castilla
asumirán este ideal y no dudarán en llamarse emperadores de España o de las Españas
(Alfonso VI, Imperator totius Hispaniae, 1085). Este concepto imperialista supone el
principal fundamento de las aspiraciones políticas de los reyes de Castilla y León que
aspiran no tanto a conquistar el resto de reinos hispánicos y unificar políticamente España,
pero sí a convertirse en el árbitro indiscutible de la política peninsular.
A partir del siglo XII es frecuente encontrar en los textos referencias a la existencia
de una conciencia común hispana compatible con la división política existente y las
singularidades de cada región. De forma paralela, en otros países de Europa es cada vez
más común utilizar el término “español” para referirse a los habitantes de la Península
Ibérica, con independencia de su adscripción política particular. Incluso el rey Fernando III
el Santo, conquistador de Córdoba y Sevilla, es reconocido por el cronista ingles Mateo
París como “rey de toda España” gracias a su poder y eminencia. Desde el exterior, España
se percibe como una de las grandes nationes de la cristiandad formada por diversas partes o
reinos que en ocasiones también se designan con el termino nación. Sus habitantes, los
españoles, se presentan como un pueblo común con características propias que lo
diferencian de los demás, aunque en ocasiones se manejen tópicos sobre dichos caracteres
nacionales:

Los pueblos de Espanna mucho son ligeros


Pereçen los françeses valientes cavalleros
Engleses son fremosos, de falsos coraçones
Lombardos cobdiçiosos, aleymanes son fellones...

(Juan Lorenzo de Astorga, Libro de Alexandre, s. XIII)

Como vemos, el concepto de Hispania se aplica a toda la geografía peninsular,


incluida al-Andalus, cuyas tierras se reparten entre sí los reyes cristianos como si de una
tarta se tratara. A partir del siglo XIII la literatura y la cronística castellana recogen el ideal
neogoticista que incluye la idea unitaria de España, con raíces ancestrales y una trayectoria
histórica ininterrumpida. Quizás el ejemplo más representativo sea la Estoria de Espanna
de Alfonso X el Sabio (1270-1280) una obra que pretende narrar la historia de toda la
Península, desde sus orígenes míticos vinculados a Hércules que tras vencer al gigante
Gerión, entrega el poder a noble Hispán. El mito del linaje común está asociado con la
creencia que tienen los miembros de una comunidad de poseer un mismo origen y
descendencia. Son miembros de la misma familia, hijos de la misma sangre, una
construcción cultural imaginaria pero muy importante en la creación de la conciencia
nacional. Pero el verdadero referente común del pueblo hispano es el glorioso período
visigodo. En el imaginario medieval los godos se presentan como los padres de los
españoles, creadores del linaje común. Además, el período visigodo legitima una
imaginaria continuidad histórica y se presentan como los forjadores del primer orden
comunitario en la Península que sustituye al antiguo imperio universal romano. El sucesor
de los visigodos no es otro que el reino astur-leonés que tendrá la responsabilidad de
reconstruir la unidad política y religiosa de la Península. Su estela será recogida a partir del
siglo XIII por Castilla que es considerada la columna vertebral de la nación española.
En los otros reinos peninsulares se recoge esta tradición, incluso se reconoce el
protagonismo vertebrador del reino de Castilla. Las crónicas aragonesas, navarras y
portuguesas muestran en el relato de su historia particular una conciencia común de saberse
españoles, compatible con la exaltación de cada país. En Cataluña, por ejemplo, el autor de
Flos Mundi (s. XV) se siente “espanyol” a pesar de referirse también a la nació catalana.
En 1495, el cronista aragonés Fabricio de Vagad, defiende “las excelencias de nuestra
España” y define a los primeros caudillos aragoneses como “de sangre de reyes godos”. No
obstante, seguirá siendo en Castilla donde encontremos más ejemplos de esa conciencia de
unidad, aunque privilegiando siempre la función rectora de este reino. Durante el siglo XV
los cronistas castellanos insisten en la antigüedad de la nación española, como una entidad
geográfica y cultural, a pesar de la reiterada falta de unidad política.
Junto con la unidad geográfica (la Península Ibérica) y el linaje común (la herencia
goda), el tercer elemento fundamental en la configuración de la identidad nacional hispana
en la unidad religiosa. La conversión del pueblo visigodo al catolicismo en el III Conciclio
de Toledo (589) se presenta como un hito en la historia de España. A partir de entonces
hablar de españoles es hablar de cristianos. Los andalusíes, por mucho que hayan vivido
durante siglos en la Península Ibérica, por mucho que desciendan en gran parte de la
antigua población hispano-visigoda, son considerados como extraños, extranjeros. La
diferenciación respecto a los otros, la confesionalidad de los estados y la unidad en la fe
católica pone en relación a los miembros de la comunidad que se sienten unidos
compartiendo unos símbolos, unos valores y unas tradiciones de credo y rito. Con
frecuencia, la literatura eclesiástica habla de los españoles como un nuevo pueblo elegido,
una nueva Israel de tal manera que los habitantes de España quedan unidos a la tierra con
un lazo espiritual, sagrado. Al mismo tiempo, la frontera con el Islam supone un factor de
cohesión fundamental y permite fijar en la mentalidad colectiva un destino común: la
defensa armada de la cristiandad y la expulsión del infiel de un territorio considerado como
propio. Propio y a la vez sagrado, porque está habitado nada menos que por el apóstol
Santiago.
La tumba del apóstol Santiago y el fenómeno de las peregrinaciones permite poner
en contacto España con Europa, facilitando el intercambio de personas e ideas, y a su vez
sirve para apreciar las diferencias entre los hispanos y los francos, es decir, el resto de
comunidades europeas. Por otro lado, Santiago se erige en protector del pueblo hispano, en
patrón de la nación española, se mitifica su figura al convertirse en un caudillo militar que
encabeza las campañas de la Reconquista. Es el Santiago Matamoros que encabeza los
ejércitos del norte para instaurar de nuevo el cristianismo en las tierras de la Península. De
esta manera, bajo la tutela de los ideólogos de la iglesia, la Reconquista se convierte en
guerra religiosa que unifica a los pueblos hispanos frente al enemigo común. El
cristianismo, la figura de Santiago y la guerra contra el infiel son elementos esenciales de la
identidad nacional, de tal manera que son consideradas como cualidades propias del ser
hispano, en detrimento de otros estados cristianos extrapeninsulares:

“Pero non olvidemos el apostol honrrado,


fyjo del Zebedeo, Santyago llamado.
Fuerte mient quiso Dios a Espanna honrrar,
Quand al santo apostol quiso y enbyar,
D’Inglatierra en Frrançia quiso la mejorar,
Sabet non yaz apostol en tod aquel logar
(Poema de Fernán González)
Además, en la cronística medieval, el enemigo musulmán se presenta siempre como
imagen del anticristo. En palabras de Rodrigo Jiménez de Rada (s. XIII): Los soldados
visten de rojo y las riendas de sus caballos son de fuego, y sus caras, como el tizón; la
galanura de su rostro es como las ollas, y ss ojos como fuegos”. Es decir, el musulmán se
presenta como la imagen del diablo en persona: vestidos de rojo, con la piel morena y la
mirada de fuego. Son valores negativos que se suman a la consideración de la población
andalusí como bárbara, en el sentido clásico del término, es decir, extraña, extranjera. Esta
valoración negativa del vecino andalusí no hace sino reforzar el sentimiento nacional
propio, tendiendo a identificar lo hispano con lo cristiano, y lo musulmán con “los de
fuera”, los bárbaros.

“Quedó la tierra vacía de gente, cubierta de sangre, empapada de llanto, atronada de


lamentos, abierta a los de fuera, extraña a los suyos, despojada de habitantes, privada de sus
hijos, confundida por los bárbaros” (Jiménez de Rada, s. XIII)

El proceso de construcción nacional durante la Baja Edad Media


Entre los siglos XIII y XV las referencias a una conciencia hispana común compiten
con el nacimiento de la conciencia nacional particular en cada uno de los reinos que
conforman el mapa político peninsular. En el contexto general de crisis del feudalismo, la
nobleza deja elevarse a su lado al poder del príncipe, de la monarquía, para establecer una
fuerte administración estatal. El poder se comparte entre la monarquía, la nobleza y las
ciudades, adoptándose un nuevo sistema político que permite un mayor control sobre los
individuos y sobre los recursos del reino. De forma paralela, se asiste al nacimiento de una
conciencia nacional, es decir, un sentimiento de unidad capaz de agrupar a todos los
miembros de la colectividad en defensa del conjunto. Según Boyd Schafer (1966), esta
conciencia nacional adquiere en cada reino los siguientes aspectos:

- Existencia de un territorio perfectamente delimitado (fijación de fronteras).


- Respeto general hacia las instituciones políticas y económicas.
- Búsqueda de la unidad legislativa de base romanista.
- Presencia de caracteres culturales comunes: lengua, religión, costumbres, etc.
- Indiferencia u hostilidad hacia las otras naciones.
- Sentimiento de orgullo hacia lo propio
- Creencia en una historia común
- Existencia de proyectos de futuro para la nación, las más de las veces de corte
político-imperialista.

Parece lógico pensar que la maduración política e ideológica de los reinos hispanos
en el Bajo medievo tendría que afectar negativamente al concepto de España como nación,
pero como hemos visto anteriormente, nada más lejos de la realidad. Podemos considerarlo
como dos movimientos paralelos de tal manera que la conciencia nacional hispana se va a
retroalimentar con argumentos similares a los utilizados en cada reino, sobre todo en el
caso de Castilla donde con frecuencia se confunden ambos sentimientos. En todo caso, la
inexistencia de unidad política y las diferencias institucionales y culturales entre los reinos
hispanos servirán de freno a la maduración definitiva de la conciencia nacional hispana.
El final de la Edad Media en España se hace coincidir con el gobierno de los Reyes
Católicos, Isabel I de Castilla y Fernando V de Aragón. En 1479 ambos monarcas contraen
matrimonio y se produce la unión dinástica de ambas coronas. Mucho se ha especulado
sobre el significado histórico de esta unión. Para la historiografía tradicional es sinónimo de
la unión política de España. Es una unidad nacional que junto con la posterior conquista del
último reino musulmán (1492), supone la culminación de un proceso ¿irreversible? iniciado
casi ocho siglos antes en Covadonga. No vamos a insistir sobre lo inadecuado de este tipo
de reflexiones, hechas de forma apriorística o incluso interesada, sin tener en cuenta los
datos históricos. Como es sabido el matrimonio de los Reyes Católicos fue una unión
personal, dinástica, de dos casas reinantes, pero no la unión nacional y política. Las dos
coronas se mantendrán separadas y conservarán sus instituciones, leyes y fronteras. La
incorporación de Navarra a partir de 1512 repetirá la misma fórmula, por lo que mantendrá
en el futuro sus propios fueros y costumbres. La política de los Reyes Católicos no es la
culminación de un proceso secular medieval, sino más bien el punto de partida del concepto
de monarquía hispánica propio de la Edad Moderna.

Reyes de España lamamos a Fernando y a Isabel, porque poseen el cuerpo de


España, y no obsta para que no los llamemos así, el que falta de este cuerpo dos dedillo,
como son Navarra y Portugal
(Pedro Mártir de Anglería, s. XV)

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