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Cultura

Samanta Schweblin: “El mal no es la


tecnología; es quien está al otro lado”
La escritora argentina vuelve a la novela con 'Kentukis',
nombre de unos peluches de última generación a través de
los cuales disecciona la sociedad tecnológica de hoy

JORGE MORLA
Madrid - 25 OCT 2018 - 23:27 CEST

La escritora Samantha Schweblin, en Madrid.CARLOS ROSILLO

A Samanta Schweblin (Buenos Aires, 1978) se le da bien poner precio a las cosas. Por
ejemplo, para los talleres de literatura que imparte en Berlín —ciudad en la que vive
desde 2012—, lo tiene claro: “El precio medio entre ir al gimnasio e ir al psicoanalista”. A
su última criatura, los kentukis protagonistas de su novela homónima —la primera desde
su hit de 2015 Distancia de rescate, nominada al premio Man Booker—, los tasa en 279
dólares.

Y bien, ¿qué son los kentukis, esas criaturas artificiales que permean todos los rincones
de su segunda novela? “Algo a medio camino entre un teléfono y un peluche”, describe la
autora. Como si fuera la evolución de un furby, lo que distingue al kentuki de otros
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peluches, y lo que le da a Schweblin la herramienta perfecta para señalar muchos de los
males (y bienes) de la sociedad hipertecnologizada en la que de repente estamos
inmersos, es que además del “amo” del muñeco aquí interviene el muñeco mismo: alguien
anónimo maneja el juguete a distanciadesde una tableta que puede estar al otro lado del
mundo. Un futuro distópico sugerente pero a la vez pasmosamente posible, como un
episodio (de los buenos) de Black Mirror convertido en literatura.

"La gente se toma la novela como algo de ciencia ficción, pero


toda la tecnología que sale ya existe"
Schweblin, que a las primeras de cambio se confiesa pesimista con respecto a la
disrupción tecnológica, añade un matiz: “Desde hace muchas generaciones pensamos la
tecnología como este mal gigantesco pensante. La Inteligencia Artificial, un Gobierno
supremo, una mega empresa…. No digo que eso no vaya a pasar, pero hoy por hoy ese mal
no está en la tecnología en sí, sino que está en el otro”. El otro, en su novela, puede ser
alguien que se convierte en tu mascota un par de horas al día, pero también un voyeur, un
espía, un tarado. Suena familiar.

“Me fascina cómo la gente se toma la novela como algo de ciencia ficción, cuando todo lo
que sale puede ser real, la tecnología ya existe”, confiesa. “El ejercicio de Kentukis en
todas sus historias es disparar los interrogantes que tienen que ver con los límites de esas
tecnologías. ¿Hasta qué punto es o no legal, moral, correcto?” Preguntas que son zonas
móviles en las distintas sociedades del mundo, zonas de conflicto. “Terrenos inhóspitos.”

Bregada en los libros de cuentos, la estructura de la novela de Schweblin sigue a diversos


personajes a lo largo del mundo: un padre que ve cómo la aparición de un topo de peluche
(o quien está detrás) trastoca a su familia, una mujer que a través de su nuevo cuervo
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comienza a ver a su novio con otros ojos, un hackerque se aprovecha del terreno aún no
regulado de los kentukis para ofrecer experiencias a la carta. Ese terreno de la acción
antes de la regulación es una de las partes más sugerentes de la novela. “Hay gente
dispuesta a pagar por vivir la pobreza unas horas, hacer turismo sin moverse de sus casas,
pasear por la India sin una sola diarrea, un chico sin piernas que quiere un amo que
practique deportes extremos, pero también quien buscaba pasearse como muñeco toda
la noche sobre los papeles de un estudio de abogados en Doha”, esgrime en un momento
el hacker. “Las nuevas tecnologías llegan antes de la regulación, que al final es decidir
quién saca beneficio de ellas. Hasta entonces, se pueden hacer cosas maravillosas con
ellas. También terribles”, cuenta Schweblin. Por el lado bueno vemos, por ejemplo, la
compañía que hacen los kentukis a los ancianos de una residencia. Por el malo, vemos
cómo las relaciones afectivas con los peluches a veces se vuelven de dominación, a veces
de sumisión, a veces de chantaje e incluso bordean el filo de la sexualidad.

La vida en Berlín ha supuesto para Schweblin, además de la distancia necesaria para


sobrevivir al éxito —“tengo pocos amigos, y si me encierro en mi casa nadie llama a mi
puerta”—, una refundación de su herramienta de trabajo: el lenguaje. “Mi español está
manchado de otros españoles. Mis amigos ya no son solo porteños, hay mexicanos,
chilenos, guatemaltecos, venezolanos… Por un lado se neutralizó mi español, por otro
descubres nuevas esquinas, formas”. Algo que ha venido muy bien para una trama que,
tecnología mediante, se desarrolla en medio mundo.

“Las tecnologías han cambiado ya todas las artes. Música, cine, teatro… ¡y lo ha hecho para
bien! Ha hecho una herramienta más preciosa, exquisita y sensitiva”, exclama Schweblin
sobre la irrupción de la tecnología en la cultura. Aunque se pone a sí misma un pero: “En
el único lugar que no pudo meterse es en la literatura. Creo que como sociedad es de vital
importancia tener un espacio donde funcione la ficción. Me parece algo curativo,
ordenador, el espacio en que nos pensamos, nos probamos como individuos y volvemos
a nuestra vida ilesos y con una información vital”. Eso son los kentukis, y eso es su novela.
La misma experiencia, afortunadamente, por bastante menos de 279 dólares.

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