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FERNANDA GARCIA LAO (Mendoza, Argentina, 6 de Octubre de 1966), novelista y narradora, drama-

turga y poeta argentino-española que en la actualidad reside entre Argentina y Barcelona, y ha sido elo-
giada como una de las más originales e irreverentes escritoras argentinas actuales; es autora de novelas
como Muerta de hambre (2005), merecedora del Primer Premio de Novela por el Fondo Nacional de las
Artes; La perfecta otra cosa (2007); La piel dura (2011); Vagabundas (2011), finalista del Premio Inter-
nacional de Novela Letra Sur; Fuera de la jaula (2014); Amor invertido (2015), novela erótica en coauto-
ría con Guillermo Saccomanno; Nación Vacuna (2017) y Sulfuro (2022); de los volúmenes de relatos Có-
mo usar un cuchillo (2013), donde convierte veintisiete relatos breves en una experiencia de lectura en
la que hace con la literatura lo que el punk hizo con el rock, experiencia que prosigue en El tormento
más puro (2019); y, además de la media docena de piezas teatrales propias y las ajenas que puso en
escena, ha publicado los poemarios Carnívora (2016), Dolorosa (2017) y Autobiografía con objetos
(2022).
Hija del periodista argentino Ambrosio García Lao, vivió en Madrid, exiliada con su familia, de 1976 a
1993, realizando allí sus estudios desde Primaria a la Universidad: licenciada en periodismo, estudió
piano y danza clásica, y actuación. A su regreso a Buenos Aires, se formó como actriz con Norman Briski
y como dramaturga con Mauricio Kartun y desplegó una intensa actividad en el mundo del teatro inde-
pendiente tanto en Buenos Aires como en Madrid, habiendo escrito y dirigido varias piezas teatrales: su
primera experiencia como directora de teatro fue con la puesta en escena de la obra de Witold Gom -
browicz Ivonne, princesa de Borgoña; su obra La mirada horrible obtuvo el Premio de la Secretaría de
Cultura de la Nación en el 2000; Ser el amo, estrenada en el 2002, ganó el Subsidio a la creación Antor-
chas; La amante de Baudelaire (2004), recibió el Auspicio de la Embajada de Francia y el Apoyo de Pro-
teatro, así como el Premio a la Mejor Actuación (compartido con su compañera de elenco, Gabriela
Luján) en el Festival Cumbre de las Américas de Mar del Plata.
Desde comienzos de este siglo ha participado en Ferias y Festivales literarios, viene colaborando en
diferentes medios y coordina talleres de escritura en Latinoamérica y Europa,. e imparte . Considerada
una de las escritoras más relevantes de la literatura latinoamericana actual, como lo prueba su selec -
ción como tal en la Feria Internacional de Libro de Guadalajara (México) en el 2011, ha sido traducida al
francés, inglés, italiano, portugués y sueco.
Amor invertido (2015) es una novela erótica que apela a los recursos del género y a los aires libertinos
para buscar cuestionarlos y trascenderlos, además de la experiencia paródica y gozosa, íntima y abierta
de escribir a cuatro manos: eso es lo que hicieron Guillermo Saccomanno y Fernanda García Lao par -
tiendo de un intercambio de emails impuesto por la distancia, diseñando los primeros pasos de una
trama que se fue desplegando mediante la incorporación de citas y lecturas diversas, transitando del
Marqués de Sade y el misticismo erótico a Apollinaire y Alejandra Pizarnik en esta propuesta más que
singular.
La ucrónica novela Nación Vacuna (2017), a cuya autora calificó Silvina Friera (en Página 12) de «la na-
rradora más rara y original de la literatura argentina actual», relata, con sorprendente y a veces perver-
so humor, la suerte de unas mujeres que en la era de las Fake news, la mentira política y el neoliberalis-
mo, son arrastradas a un proyecto delirante, donde cualquier intento de rebelión ha sido previsto y
anulado por el sistema. La historia parte de cómo al funcionario Jacinto Cifuentes se le encarga una
delicada misión: seleccionar un grupo de mujeres para un «servicio patriótico» en una isla devastada
por una guerra reciente y una enfermedad desconocida, que amenaza la estabilidad del país. Así empie-
za un viaje hacia la locura colectiva, una falsa ucronía donde el engaño altera hasta el absurdo la per -
cepción del presente y de la historia. Por un lado, la novela nos enfrenta en un plano de lectura con la
Dictadura argentina, el autoritarismo y el actual populismo; por el otro, con la soledad del individuo, la
búsqueda de poder, y el entramado sociopolítico de las manipulaciones. Nación Vacuna es una novela
sobre el poder mediático, burocrático y performativo de los Gobiernos contemporáneos: en una socie -
dad tecnócrata, donde los ciudadanos son tratados como ganado; pero es, también, una novela sobre
las relaciones afectivas, sobre todo en los momentos de crisis (crisis personal, crisis sociopolítica y cul -
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tural.): los personajes de la novela, en especial Jacinto Cifuentes, el protagonista, viven en un mundo
fabricado por el ejercicio del poder, donde los vínculos, desde la familia hasta las parejas sexuales, se
entienden casi como transacciones comerciales, tráfico de influencias o luchas de poder.
El tormento más puro (2019) es la última entrega de formas breves, filosas y enrarecidas que se mue-
ven entre lo siniestro, lo onírico y lo absurdo, con personajes llevados al extremo y escenarios alucina -
dos donde el cuerpo ocupa un lugar central: desde el escritor que copula con el piano de su abuela has -
ta el niño que muerde a una víbora, pasando por las muñecas parlantes, la mujer congelada o el prínci-
pe paralítico, los personajes se mueven en un borde vertiginoso entre lo real y lo onírico, la truculencia
y la risa, el erotismo y la locura. Persistiendo en esa estética que la autora misma caracterizara como
“una escritura desbocada, sin control; un automático surrealista que me permite jugar a no saber lo
que viene, a soltar la razón; luego hay una instancia de corrección, sometimiento a cierto orden y cam-
bio de temperatura que hace que el cuento se vuelva aún más contradictorio"; los relatos que integran
este libro, que no hace concesiones al realismo ni a ninguna fórmula prefabricada, instauran unos uni -
versos literarios que parecen siempre recién inventados, desplazados del sentido común, inasibles y,
por eso mismo, abiertos a múltiples significados: como E. T. A. Hoffmann, como Silvina Ocampo, como
Clarice Lispector, es en lo familiar donde la autora instala el extrañamiento y el horror para fabricar
estas historias únicas, dueñas de un extraño y poderoso magnetismo.
Sulfuro (2022), que se desenvuelve en el territorio de las ideas y de la evocación de experiencias, sen -
saciones y flujos de conciencia; es una novela filosófica y fantástica, que a ratos asemeja un cuento de
terror y locura, donde la conciencia de muerte y de la «gente sufrida» que es su protagonista, una mu -
jer de treinta y tantos divorciada y recasada, madre a su pesar de hijos vivos e hijos muertos, que no
encaja nada bien su sometimiento a la rutina y las horas muertas: estamos ante el retrato de mujer
vacía —o vaciada— de vida, casi una muerta en vida, embalsamada, que atraviesa un alucinado proceso
de duelo y desconsuelo; una mujer afantasmada que reencarna o reemplaza a otras en esta pesadilla
paranoide entre dos mundos, acá y allá, que al aparearse engendran monstruos y fantasías necrófilas.

RELATOS: Familia de vidrio (p.2), Mis dos hermanos (p.5); y relatos y “minis” de EL TORMENTO
MÁS PURO: El tormento más puro (p.9), Huérfanos en la nieve (p.12), Fragilidad (p.14), Las par-
lantes (p.15) y Primer amor (p.17).

FAMILIA DE VIDRIO (en rev. Luvina 77, Univ. de Guadalajara, México,


invierno de 2014)

Esto que me atraganta se llama miedo. Y lastima a la altura del estómago. Hiere por vos. Tengo
terror a la distancia. El estómago se endurece y se cierra. Soy dura en el centro de mí. Tu ausen -
cia persevera, me aturde. La deserción es una víbora. Clama por devorar el terror y lo único que
logra es encerrarlo. El terror cerrado no deja entrar a la víbora que debe comer alrededor. Sólo
queda el miedo.
Desde que no estás, soy un ateneo abandonado. Para qué estas tetas, estos pezones. Sin vos, mi
infraestructura no tiene razón. Me tiembla el cuerpo. El abismo se produce cada vez que la san-
gre sube o baja. El abismo es el cuerpo. Una sustancia hecha de fluidos que se turnan para cho-
car.
Intento satisfacerme pero no me sale. Ni un asomo de deseo por acá.

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Salgo a dar una vuelta cuando la luna ya no es roja. Hay gente dormida en la calle. Los pobres
de todas las noches y los observadores que salieron aferrados a sus cámaras. El barrio está sucio.
Hay basura, pero todos miran al cielo.
Me tropiezo con una pierna dura y caigo junto a un montículo de residuos. Insulto al dueño y
entonces descubro que la pierna no es humana. Un maniquí en mal estado es el propietario. En-
cuentro su torso más allá, y la otra pierna. La cabeza entera, pero faltan los brazos.
Si hubieras estado conmigo nos habríamos reído, pero no estás. Así que llevo al deshecho y lo
armo en casa como un puzzle, mientras el agua hierve para un té. Siento que a él y a mí nos
iguala la desgracia. A las tres de la mañana, le paso la manguera en el balcón. Es un poco más
alto que vos. Queda secando toda la noche.
*
Por primera vez en la semana, duermo sin pensar en el miedo. Pero me despierto sofocada. Sue -
ño lisérgico. Mi oreja izquierda crecía y se hacía pupila. Un ojo amarillo, que veía para sí. Se
cerraba y se abría, serpenteaba. Me despierto dolorida. Voy al baño a mirarme. Dos ojos, como
siempre.
Me acuerdo del tipo que dejé secando. Levanto la persiana y lo encuentro sonriendo. El sol le da
un brillo especial a sus nalgas. Dan ganas de reflejarse ahí. Buen día, le digo. Me sale sin pen-
sar. Lo entro y lo acomodo junto al teléfono para que parezca natural. No puede sentarse. Tiene
rodillas pero no articulaciones. Y entonces, cuando termino de acomodarlo, llamás.
No estoy sola, te digo. Llamame luego. Vos me cortas y Henri me sonríe. O algo así. Esa inten-
ción de sonrisa dispara su nombre y decido ponerle anteojos. Los tuyos. Seguro que era eso lo
que querías. No decirme algo tierno. Tus palabras pueden ser adivinadas antes de su generación
mental. Llegan viejas a mi oído.
*
Salgo a comprar, Henri se queda. Está desnudo. Pienso en su estilo, qué debería vestir. Siempre
quise un tipo elegante en casa, así que voy a complacerme. Un vendedor me asesora y regreso
con bolsas. Como no tiene brazos le meto las mangas hacia adentro.
Dos mensajes en el contestador. La luz titila y pienso en los primeros días con vos. Cuando esa
intermitencia estaba asociada al amor como una línea de puntos rojos que terminaba en la cama.
En tu sexo. Henri ni siquiera tiene testículos. Una breve elevación, nada más.
Le pongo el pantalón que le compré y no los calzones. Me parece un poco inútil esconder lo que
no existe. Con él no voy a caer en el juego de la mentira. Voy a ser distinta. Y buena.

*
De pronto, me sorprendo cantándole en francés. Entiende perfecto, pero no dice nada. Vos tam-
poco hablabas y no estoy segura de que llegaras a comprender el castellano. Te conté mi vida al
principio pero sólo esperabas las pausas para tocarme. Cada coma era un centímetro de deseo.
Me chupabas los pezones como una mascota hambrienta. El contenido de mis recuerdos nunca
te interesó. Mi presente tampoco.
Podía decirte cosas como Mi madre consultó con un técnico por la osamenta que ha florecido en
su corteza cerebral, y recibir un Uh, qué cagada, como toda respuesta. Esos comentarios despla-
zados del sentido, inusuales y ridículos, se transformaron en nuestras conversaciones cotidianas.
Mi deseo está recortado a la altura del puente.

3
Ah, mirá.
Un orgasmo es un ejemplo de duración, cada respiración anula el tiempo.
Sí, hace mucho que no cogemos.
El amor es una categoría de lo muerto.
¿No viste mi tijerita?
*
La camisa le queda apretada. Toco sus dorsales como si fueran otra cosa. Es verdad que el cuer -
po de Henri es demasiado rosado. Me gustan los tipos más hechos, de cuero seco. Gente sufrida.
Pero desde vos, tengo que aprender a poner en duda mis ideas.
Me restriego sobre el montículo de Henri, pero no pasa nada. Nuestra relación es antilúbrica. La
conexión es más profunda, de orden existencial: adoración pagana. Dejo sus pies al aire y no se
queja. Así que dormimos hasta tarde. Calculo su signo y somos compatibles. Aire y fuego. Él
me enciende. No lo quemo. Mejor no, porque es de fibra de vidrio.

*
Increíble. Te vi espiando mi departamento. El corazón se me puso arisco. Pensé que me moría.
Después, tocaste el portero. No te puedo atender, estoy con gente. ¿Estás viviendo con alguien?
No te respondí. Fijate si me olvidé los anteojos. Henri negó con la cabeza levemente. Los tenía
puestos. Acá no hay nada tuyo, susurré. De pronto, el triángulo me puso libidinosa. Quiero que
hablemos. Por ahí la semana que viene.
Cómo nos reímos con Henri. Te conocemos los tonos. Seguro que te fuiste con el banderín para-
do.
*
Me citaste y fuimos a tomar algo a la vuelta. Tenías los ojos más profundos que nunca, será por
andar sin ver. Cuando me rozaste al tomar la copa, sentí una convulsión bien al fondo de mí. Por
poco no deposito mis labios en cualquier zona tuya. Entonces dijiste tu frase. Conocí a otra y
nos vamos, no sé a dónde. Me quedé sin escuchar el final. El champán te hizo arder los ojos y
no terminaste la idea. Parece que te sacaron los últimos vidriecitos en la cocina del restorán.
Pudimos ser felices, te grité, pero no. Preferiste ser hiriente. Amar a alguien que no soy yo cuan-
do yo te quería. Sos un mierda. Así, en masculino.
Me fui antes de que llamaran al patrullero.
Otra vez la sierpe, el terror que se desencadena cada vez que me ponés freno. Liberarse del amor
duele. Henri me jura que el dolor es absurdo, un concepto humano. Estuvo conmigo toda la se-
mana, consolándome en silencio. No me moví de casa a pesar de las amenazas de la secretaria
del instituto. Son los exámenes finales, no puede abandonar a sus alumnos, tomarán represalias.

*
Hoy me depositaron el cheque. Pero estoy formalmente despedida. Camino sin rumbo por el
centro y me quedo extraviada frente a una vidriera. La boutique está llena de corazones transpa-
rentes y la maniquí más chiquita me mira fijo. Te juro que primero pensé en vos, en la vez que
no me venía. Hacía dos semanas que dibujaba caritas cuando se precipitó como un caudal aque-
lla sangre. Qué decepción. Una tristeza excedida. Extratristeza devenida en aullido.

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La nenita es encantadora, se parece a mí. Entro y averiguo dónde la compraron. Ya es hora de
que Henri y yo encarguemos una. Seremos una familia. La felicidad se ha puesto en marcha,
colérica y desenfrenada. Como una cobra.

MIS DOS HEMISFERIOS (2016; en Golpes: relatos y memorias de la Dictadura;


edic. de la UNLP, Univ. Nac. de la Plata, Argentina, 2019)

Lo que sigue son fotos a las que doy espesor. Un álbum que solo existe en mi cabeza. Me veo
seria en blanco y negro, diminuta; y, entonces, un estremecimiento. El mundo nunca fue inge-
nuo. Uno nace y se incorpora a un asunto cruel, en movimiento. Hay que correr para subirse o
atajar los golpes. Saber caer.
A él lo veo sonriendo con un premio en alto, micrófono en mano, o en la calle, rodeado de gen-
te. Mi padre fue pionero de la televisión mendocina, periodista radial y gráfico. Ahora es una
imagen en el álbum.
1974. Su productora es estatizada por el Gobierno de María Estela Martinez de Perón. Se apro-
pian del archivo, cámaras, vehículos. Sólo se salva la máquina de escribir. Una Lexicon 80. Y
no sé dónde quedó. Las mudanzas o el tiempo nos privan de las cosas. Los objetos icónicos de
una familia, después de cruzar tantas veces el océano, se pierden de vista.
1976. Los militares intervienen la provincia y le ofrecen la dirección de la Escuela de Periodis -
mo. A cambio, mi padre debe vigilar y señalar docentes, personal no docente y alumnos. Le
muestran una lista con nombres y un punto de color al lado. Cada color significa una desgracia,
salvo el verde. Ve, usted está limpito.
Rechaza el ofrecimiento sin dudar. Le piden que lo reconsidere. Lo dejan solo un rato largo.
Encerrado en la oficina castrense donde lo han citado. Regresan con el ofrecimiento. Vuelve a
negarse. Lo encierran de nuevo. La escena se repite varias veces, durante horas. Mi padre piensa
que no lo van a dejar salir más. Pero lo dejan. Cuando llega a casa, la decisión ya está tomada:
nos vamos.
La realidad demanda improvisar, hay que moverse. Yo, que nada sé, celebro el evento con aleg-
ría, por imprevisto. Me veo sonreír, con una valija en la mano. Lista para no ser yo. Obnubilada
por el deseo de partir.
Mis padres resuelven no vender el departamento, dejar todo como esta. Por si acaso. Dudan de
conseguir empleo en un lugar donde nadie los conoce. Hasta las toallas en el toallero, es la con -
signa. Podemos elegir un libro y una muñeca cada una -somos tres hermanas-, y ropa para pocas
valijas. Viajaremos ligero. Yo elijo Tom Sawyer. Algún día seré como Tom regresando de la
cueva. Pero falta para eso. De momento, parezco Huckleberry Finn, sin casa.
No recuerdo si hubo despedida. El cerebro anestesia lo que no entiende. Pero supongo que las
vimos antes de viajar. Cuando pienso en mi abuela y en mi tía, sus siluetas están en camisón.
En sus cuerpos siempre había una siesta cercana. También una tortuga, un limonero, paredes
que mi abuela hacia blanquear y un teléfono negro. Vivian juntas, eran insondables. Dos versio-
nes de lo femenino. Una ancestral cocinera, tejedora de crochet, de exuberancia mamaria. La
otra, independiente, solterona, lenta de reflejos y dueña de un 600. Adorables diminutas y cerra-
das. Hubieran cabido en una caja de cartón. Mi tía guardaba los papeles de regalo y los monos
como si fueran criaturas, para después. Embriones de una felicidad que no llegaba nunca. Tam-
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bién tenían un pianito de madera sobre el armario. Aquel individuo de teclas mínimas represen-
taba para mí la imagen del deseo. Conseguir que lo bajaran, hacerlo mío un instante, muy pare -
cido a la felicidad. Me hubiera gustado que me lo regalaran, llevármelo en el viaje, pero no. Mi
deseo fue condenado al vértigo del armario.
Entonces, no hay imagen para la despedida. A las cosas que no están, se suman los momentos.
El tiempo se alimenta de eso Cada minuto, una masticación.
Es 5 de octubre por la tarde, el avión carretea. Sé que después de cenar, en medio del Atlántico,
va a ser mi cumpleaños. Mis padres se conocieron sobre esas mismas aguas, pero dentro de un
barco y en sentido inverso. A las doce en punto, me cantarán el cumpleaños feliz en el aire pero
no soplaré ninguna vela. Somos un árbol al revés: las raíces al descubierto.
Al llegar, pasamos algunos días en León, en la casa de mi abuelo, mientras mis padres resuelven
el tema del alojamiento en Madrid. Me dedico a jugar, a esperar, a espiar por la ventana a las
vecinas de enfrente. Ejercen sobre mí una fascinación extraña. Porque hablan, es decir, piensan,
distinto. El mundo se transforma sin aviso. Hasta el cielo es otro. Las Tres Marías no están. En
su lugar, miles de desconocidas. De un plumazo, sin infancia ni universo. El pasado, desvaneci-
do. Mi inocencia tiene los días contados.

Ya en Madrid, vamos a vivir a un departamento alquilado lleno de muebles oscuros. Las venta-
nas dan a un patio de luces. Aunque las luces brillan por su ausencia. La puerta de entrada está
forrada por dentro con un acolchado verde, como de manicomio extravagante. Lo más grande
del departamento es el pasillo. Un pasillo que pega la vuelta. Nosotras tres dormimos con las
camas pegadas porque no hay lugar para nada mas en el dormitorio. Mi padre se encierra a es-
cribir y así pasa horas. Sólo se escuchan las teclas de su máquina y el encendedor, a cada rato
prendiendo un nuevo cigarrillo. Pronto, consigue trabajo en radio, aunque no puede salir al aire
por su acento argentino. Colabora esporádicamente en el diario El País, gana poco.
En las fotos de esos años, parezco un varón desgarbado, con cara de pocos amigos. El pelo atado
hacia atrás, la boca torcida no es una sonrisa. Llevo camisa con lacito y pulóver oscuro, a juego
con el panorama.
Las clases ya empezaron. Aunque no terminé cuarto grado en Mendoza, acá me inscriben en
quinto. No entiendo nada. Franco murió, pero la educación española conserva intactos valores
absurdos. Hay dos alas en esa escuela para separar por género: niños por un lado, niñas por otro.
Mi profesora de lengua es franquista y disfruta poniéndome en evidencia. Todos los días me
hace leer algo para corregir mi acento. Hablas mal, asegura. Y el coro de niñas ríe. Sonar argen-
tina es una señal de irreverencia. La madre patria exige la entrega absoluta de mi lengua, de mi
identidad. Los primeros recreos los paso en el baño, encerrada y sentada sobre el inodoro de
forma que no se me vean los pies. Hay momentos en que deseo ser invisible. Hasta que me hago
experta en zetas y ces. Ya colonizada, me cambian del banco de las atrasadas al de las estudio-
sas. Duro poco. La geografía es un problema. De pronto, ríos nuevos con sus afluentes frente a
mis ojos, montañas que nunca escuché mencionar. El mapa entero, un enigma. Y la Historia ni
menciona a San Martin. En su lugar gente rara, palaciega, que parió monarquías hereditarias.
Hijosdalgos, caballeros, doña Urraca. Un delirio de proporciones funestas para una memoria
recién llegada. Pero atrapante para una mente sensible al disparate como la mía.
Mientras tanto, las noticias de la Argentina son aterradoras. Mi madre regresa para vender el
departamento y nuestros objetos son metidos en un barco. Ya no hay vuelta atrás. Al cabo de
unos meses, llegan las cosas, sobre todo libros, lo indispensable. El resto va a parar a la casa de
mi abuela. O es regalado. Estamos más grandes, la ropa no crece.
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No tenemos familia ni amigos en Madrid. Pero al principio hay cartas. Mis amigas me escriben
misivas encantadoras. Aunque me resulta extraño que no hablen de milicos. De a poco aquellas
cartas empiezan a molestarme. Suplen la ignorancia con lugares comunes. Acá te mando una
foto en vacaciones de invierno, esquiando en la montaña. Claro, siguen con sus vidas. Yo no.
Mucha gente no. Mis amiguitas parecen vivir un paréntesis idiota. Son unas farsantes. Dejo de
contestarles.
Al poco tiempo, comienzan a llegar a Madrid algunos escritores, músicos y artistas amigos de
mi padre. Cada tanto, un encuentro signado por la nostalgia. Escuchan tango y hablan de políti-
ca. También de muertos. Argentina se convierte en una película vieja. Los amigos más cercanos
son Antonio Di Benedetto y Enrique Sobisch. Un escritor y un pintor de una cultura impresio-
nante. Empiezo a pensar que el país, además de violento, está ciego. La melancolía en el exilio
me enfurece. Decido que hay que empezar de cero. Construirse, como si uno fuera nuevo. Seré
una persona sin historia, me digo. Me voy a inventar entera. Yo me fundo y me gobierno.
1981. Tengo gripe, mi padre también en cama. Afiebrada, me voy al living a ver televisión. Sólo
hay dos canales. Uno no me interesa. En el otro, la Cámara de Diputados en vivo y en directo.
Me instalo a ver la sesión para la investidura de Leopoldo Calvo-Sotelo. Es 23 de Febrero. De
pronto, un grupo de guardias civiles ingresa a tiros. Quieto todo el mundo. Y yo grito como si
me estuvieran apuntando a mí. Secuencia de disparos. Viene mi padre a ver qué pasa. Se corta la
transmisión y él se va a la radio sin recordar que no se siente bien. Yo, congelada. Segura de que
todo ha terminado. Que habrá que irse. ¿A dónde?. Esa noche, nadie duerme. Pienso que el
mundo conspira contra nosotros. Y me enamoro de Adolfo Suarez. Por ser el único que se man -
tiene en su butaca. Por suerte, el amor dura poco. Y el intento de golpe, también.

1982. Nos mudamos dos veces. Cambio de colegio. Tengo quince y viajo a Francia en intercam -
bio escolar. Nadie sabe de dónde soy. Hablo como cualquier madrileña. Bebo como cualquier
madrileña. Es en Versalles, haciendo fila para entrar al palacio, donde mi origen se revela. Un
tipo lee el diario Clarín. En la portada dice: ≪Tropas argentinas enfrentan a la fuerza invaso-
ra≫. Le pido el diario. Me pongo a llorar. Nadie entiende qué me pasa. Porque moqueo por una
guerra ridícula del otro lado del mundo. Les cuento.
Al día siguiente, recibo una carta de mi madre. Tres páginas explicando qué pasa ahora. La gen-
te, autoconvocada en la plaza: vivas a los asesinos.
Al regresar, me rebautizo. Reduzco mi nombre original. De Maria Fernanda conservo las pri-
meras letras y las ultimas: ma y da. El centro se evapora, como un núcleo autodevorado. El co-
nector y le da un aire de integración al asunto de tajearse. Pero lo latinizo. La verdad es que el
experimento Maida no causa buen efecto en casa; se niegan al travestismo. Pero es bien recibido
por el entorno. En breve, mi cáscara será perfecta. Quiero mimetizarme para sobrevivir. Yo sé
de mi impostura, me siento poderosa. Y también débil. Digamos que practico la contradicción
como método de resistencia.
1983. De pronto, cuando la familia ha logrado cierta estabilidad, sobreviene lo peor. Mi padre
muere en el Mediterráneo mientras estaba de vacaciones. Es agosto. Yo estoy en otra playa. Fal -
tan unos meses para que la Dictadura argentina llegue a su fin. Pero el fin es ahora. Su muerte
descompone para siempre mi visión de las cosas. Si la vida es cruel, no merece la pena quedar
bien con nadie. Todos, incluida yo, somos imbéciles actuando de cínicos. El mundo, un tratado
sobre la adversidad. Solo tengo dieciséis.

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Veo las imágenes de Alfonsín y no me mueve un pelo. Pienso en mi padre. Él si lo habría feste-
jado. Pero está muerto. Para mí, el exilio continúa. Y se prolongará hasta el momento en que
vuelva a Argentina. Pero falta para eso.
Contra la muerte, decido escribir. Me obligo a fracasar frente a una hoja en blanco cada noche.
Me humillo a mí misma por falta de discurso propio. No se puede decir yo si uno no existe. Mis
parrafadas están tan huecas como un decorado. El teatro es más genuino que la realidad. Co-
mienzo a estudiar actuación.
1985. Se produce un terremoto en Mendoza. Mi abuela y mi tía no sufren ningún daño, pero el
lado más frágil de la casa se derrumba. En esa habitación de adobe habían quedado nuestras
cosas. Juegos de copas de cristal, un pesebre inmenso, cuadernos escolares, lámparas, juguetes,
ropa. Todo sepultado y después, tirado a la basura. Es un anticipo de lo que nos espera.
1986. Mi madre decide que es hora de volver. Yo no. Pero me faltan recursos económicos para
desobedecer. Y tiempo. El tema se resuelve en un par de meses. Al llegar a Mendoza no distingo
las calles. Parece una maqueta. En cambio, conozco a freaks que me salvan. Gente hermosa,
fuera de lugar. Porque las amigas de las cartas han crecido como reinas de la vendimia. Todas
teñidas. Me dicen que no hablo, que ladro. Que los chicos hacen el asado y las chicas la ensala-
da. Que fumo mucho y puteo demasiado. Que gilipollas aquí no se entiende. Que mi pelo batido
hacia el techo y los labios negros no combinan con Phil Collins, que es lo único que escuchan.
Pero lo más triste no es eso. La sorpresa mayor la da mi tía, que se niega a recibirnos. Como en
una película mediocre, ha engañado a mi abuela y lleva tres años escribiendo cartas firmadas por
mi padre. Su muerte no figura en la historia que ha inventado, en la que nosotras no estamos en
Mendoza sino triunfando en el exterior. La abuelita está muy mayor y no quiero darle un disgus-
to, dice. Discutimos sin éxito. A mi abuela la veo desde la vereda [ acera] de enfrente. No me
reconoce
Así que perdemos por turno las cosas, la memoria, la identidad y la familia. El álbum se arma
con fotos que no están. Que no han sido reveladas. Algo bueno: vuelvo a ser Fernanda Sin Ma -
ría. Asumo que no soy santa. Después de un año en Mendoza, Buenos Aires. Más mudanzas,
regreso a Madrid.
Pero allá tampoco. Ya no soy la que fui, me veo reflejada en las vidrieras y me pierdo, me extra-
ño. La gente querida se ha mudado. De barrio o de cabeza. El marketing conspira contra la
poesía y establece que hay que pasar por el aro. Como animales de circo. Entonces me digo que
si hay que saltar, que sea el charco.
Cuantas veces se puede empezar de nuevo. Hubo un tiempo en que pensé que había quedado
prisionera de un recorrido en bumerang para siempre. El tiempo y el espacio se habían confun-
dido en ese cruce “Buenos Aires/Madrid”. Como mi padre, encerrado en la oficina siniestra en
el 76. A veces, se dice que no para ser libre. A riesgo de vida.
1993. Sucede. Mi exilio se termina. Vuelvo a Buenos Aires una vez más. Mi abuela ya no exis-
te. Mi tía, tampoco. Bajo el pianito del armario y lo traigo conmigo. Le paso el plumero. Está en
mi escritorio. Al tocarlo, suena el pasado. Parece una melodía triste, pero está viva, contiene mis
dos hemisferios. Las veinte mudanzas. Los que no están
Ahora vivo lejos del centro, rodeada de plantas crecidas. Tengo dos hijas, un compañero. Un
poco más allá, el océano. Ese salvaje. Bajo un cielo irrepetible, sonreímos para la foto. Aunque
salga movida. Pero la felicidad no se escribe. Es obscena.

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Relatos y “minis” de EL TORMENTO MÁS PURO (edit. EMECÉ, Buenos. Aires, 2019)

“Escribí estos relatos pensando por qué escribo. Y terminé sin saberlo. En el medio fueron
apareciendo diversos seres. Me dije que eran tan reales como yo. O tan irreales. Que la fic -
ción y la carne son materiales parecidos: necesitan un punto de vista, un lugar y un tiempo;
se mueven por deseo, respiran, dejan de respirar. La única ventaja es que la ficción tiene
más vida… Los protagonista son seres desorientados, como yo, como nosotros: no pueden
establecer con certeza lo que es real, si su familia fue un invento suyo, si tuvo pareja…
Si hay un territorio idealizado es el de la infancia. Se dice, equivocando mil veces la fuente,
que la patria es la infancia. Como si con eso bastara para calmar el desequilibrio que signifi-
ca aparecer en un mundo armado y demencial que no te necesita. En la infancia descubri-
mos el miedo, lo fantástico, dudamos del tiempo y jugamos con la muerte. Pero la infancia
como fenómeno burgués niega el hambre, el terror, y hace hincapié en la inocencia, mien-
tras fomenta el consumo de actividades y fuerza la mímesis de las criaturas con sus progeni-
tores biempensantes. Nadie se asume idiota. Heredamos mucho más que bienes muebles, o
inmuebles, problemas gástricos o disfunciones de variado tenor. Heredamos dogmas, men-
tiras, duelos y formas de ejercer la violencia sobre los otros, más o menos solapadas por la
velocidad de existir.
Fragilidad, Las parlantes y Primer amor son tres relatos, breves y aun muy breves, que ha-
cen ancla en ese campo oscuro del principio, donde los límites son borrosos, que resulta tan
fructífero para imaginar. A pesar de las apariencias, son pseudo-realistas: los hechos de Fra-
gilidad acontecieron -leí la noticia en un diario local-, no así el desarrollo de su intimidad,
que desconocía e inventé; lo mismo sucede con Las parlantes, aunque a veces dudo de mis
fuentes y me da por suponer que también fueron inventadas; en cuanto a Primer amor, es
fruto de una pesadilla: soy adicta a mis sueños, de ellos extraigo la libertad que la vigilia me
roba”.

EL TORMENTO MÁS PURO

UNO

Empieza por empezar, instalo el ahora como quien escupe en el suelo. Sobre esa mancha co-
mienzo. Enseguida, un par de seres aparece en el sillón. Mi baba a sus pies. Gente sin nombre.
Curvas como personas que viven por el deseo de ser. No son más que un bulto en mi cabeza,
pero ella me mira. Él no. Aún no le pensé los ojos. Es una protuberancia masculina. Como todos
nosotros. Una flecha hacia adelante. En cambio, las mujeres crecen hacia adentro.
Nadie viene a verme. Ya no sé si quedan personas en mi familia. Con esto de no hablar, se achi -
can las posibilidades. Una vez éramos muchos. Un batallón de gente con esperanza. Y frases
listas para decir. Un ruido espantoso en las reuniones. Quitarse la palabra, decir no. Había que
ocupar el silencio y estrujarlo, ser asonante. Desorbitarse un poco para que el otro no pueda.
Una familia es eso. Un escuadrón que se aniquila. Si crecen las desavenencias, da la sensación
de que el tiempo no está de adorno. Es importante crear la sensación de que pasa algo. En la
calma sucede poco. Que nadie se duerma. El primero en enmudecer será aniquilado.

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DOS

La mujer del sillón me sonríe. Le veo una teta, no dos. Una. Con el pezón. Un leve sabor ahí.
Una mácula dulce. Observa mi reacción con un leve movimiento de ojos. Me ubica en el espacio
y me dan ganas de moverme. Voy a hacer un paso hacia la izquierda sólo para obligarla a vivir
hacia ese lado. Gira todo. Ella, él y el sillón sobre el que los ubico. A ella, la luz le da en el pelo.
El no tiene, apenas una pelusa seca. Allí hubo una vez una cabellera. Ahora, ni el sol lo reclama.
Un gesto, sin embargo. Le escribo un gesto para decir que no está paralizado. Lo pongo a silbar,
mientras me refugio en las teclas. Sus labios no los veo. Las arrugas le escapan al silbido. Se
cuela el aire por ahí. Me silba un clásico. Me viene la idea del mirlo a los dedos. Escribo mirlo y
me da miedo. Los pájaros me asustan. El pulmoncito dónde está. Puro aire que vuela y sisea. Ni
un poco de carne en ese manojo de viento.
Mi novia Uno era una pobrecita. Casi inexistente. De tan ligera se me iba. Tuve que aferrarla. O
eso dije. La escribí hace tanto que casi no la recuerdo. La puse sobre el piano. Por entonces yo
tocaba. Las teclas eran menos mecánicas que ahora. Otro pulmón. Ese piano tenía más cuerpo
que ella. Metía su cabeza ahí para enseñarle. Semioculta, le quedaban las patitas en el aire. Pare -
cía una osamenta. Yo le sacaba las medias para tener una actividad acorde. Y le introducía mi
compás. Ella hacia ecos en el piano. Su voz era excelente. Desde el centro, ensordecía. Hacía-
mos un compás atribulado. A veces rapidito, otras tan lento que la perdía. En salir me tardaba
horas. O nos quedábamos dormidos. Ella adentro del piano; yo, de ella.
Mi padre entró a la habitación. Qué haces copulando con el piano de la abuela. Mi novia no es-
taba. O sí. Estaba escrita. Papa no la leyó. Nunca tenía un hueco. Era un tipo completamente
colmado. Un productor de situaciones. No estoy copulando, alcancé a decir. Pero una gotas
blancas discrepaban con mis palabras. El semen brilla sobre la laca negra.

TRES

El tipo del sillón la está tocando. Me evado un minuto y éste me la quita. Ella se deja tocar. In -
cluso parece contenta. Le desbrocha el pantalón. Pero no hay carne. El tapizado es verde oscuro.
Ella se recuesta sobre lo que no hay y absorbe el terciopelo. Agita su lengua en estado de ser-
piente repentina. Ahora sí, él se merece un genital. Uno, aunque más no sea. La cosa se pone
dura y ella se da cuenta. Se siente útil. Los dejo entretenidos y me hago un té.
Papá vendió el piano. Entonces, mi novia Dos tuvo que conformarse con la cama. La tiraba ahí
cuando quería. La tapaba con la sábana para verla sonreír yo solo. Tenía la boca enorme, plásti-
ca. Era ella quien me inventaba a mí. Yo era una proyección de su apetito. Humedecía mis la-
bios, se inclinaba de costado. Besitos en el ángulo me daba. No de frente, nunca. El amor se
hace así, escribía yo. Hay que persistir. Ponía su cuerpo a mi disposición, flácida como un de-
seo. Nunca dijo nada. Era yo quien la forzaba con la lengua. Quería llenarla de leche. Hay muje-
res vacunas. Ésta era al revés. Un espacio a inundar. Las horas se hacían sobre ella. Contaba el
tiempo por sus gemidos afónicos. Ahí voy de nuevo, le decía. Mis manos se ponían calientes de
sacudirla tanto.

CUATRO

Vuelvo con la taza de té quemándome la boca, y no hay nadie. Los del sillón se han ido. Me
obligan a suponer. Entonces digo bebé, y un resto envuelto en un pañal acuoso se hace lugar
entre los almohadones. Nunca vi a nadie desde el principio. Los inicios me ofenden. Cómo se

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piensa algo que no es. Es más fácil seguir una idea que provocarla. Orinar un asunto es expri-
mirlo hasta el jugo. Dejo el té en la mesa y me acerco a esa carga que llora. Se le ve la campani-
lla. Es roja, resplandece por el llanto. El sujeto que berrea no me registra. Estoy fuera de su án -
gulo de dolor. Él sí participa del mío. Busco una palabra que lo defina. No la encuentro. Estre-
nar el mundo suplicando, a los gritos, es un acto estéril. Yo no sé cómo fui. Escribo y borro el
centro de la idea sin darle tiempo a instalarse. Estrenar el mundo es un acto estéril. Punto.

CINCO
Recuerdo a mis hermanos. Eran muchos, cada uno con su tenedor. Había que lanzarse sobre la
cacerola para obtener alimentos. Mamá no ponía platos. La multitud se esforzaba. Parecíamos
las patas de un cangrejo que se devora a sí mismo. Inclinados hacia las salsas, los fideos se enre-
daban a velocidades enormes. Los rollos de pasta eran ingeridos con desesperación. Yo comía
poco. Apenas unos gramos, lo que quedaba en el fondo, pegado. Por eso no me desarrollé hacia
afuera. Y crecí sin ocupar espacio. Me hice cóncavo, casi femenino. Mis hermanos eran altos,
hacían deportes arriesgados. Siempre regresaban con sangre, oliendo a vendas, a costra. O eso
pensé. Hablaban esa clave indescifrable tan típica de los atletas. Gente guturalmente muy desen -
vuelta. Fue triste que murieran de golpe. De un vuelco fui hijo único. El vacío se precipitó en
ellos. Y quedaron irreconocibles. Sus elementos de escalar fueron a parar al lavadero. El sistema
de poleas era bueno, pero el peso de sus músculos cortó los cables. Me recuerdo llorando frente
a los calzones enganchados a aquellas sogas fuertes, tan masculinas y tan muertas. Mis herma-
nos tuvieron una vida potente pero breve. Los hubiera hecho durar más, pero el cuaderno donde
los escribí tenía pocas páginas.
La pareja vuelve al sillón y el bebé enmudece. Parece que era de ellos. La mujer le pasa la mano
por el pañal y dice está sucio. El hombre saca uno nuevo de la cartera de goma. La operación
dura uno o dos pensamientos míos. Un montículo de caca es pateado debajo del sillón.

SEIS
Una tarde, papá se metió en mi cama a dormir la siesta. Estaba enojado con mamá. Cuando entré
no sabía. La Dos estaba haciéndolo debutar con su erotismo de silencio, la luz entraba rota por
la persiana. Los vi de atrás, desnudos bajo las sábanas. Ella le lamía las tetillas y él se contonea-
ba. Habían apagado el ventilador. Cerré la puerta sin ser visto y entonces inauguré el insomnio.
Dejé de acostarme ahí para no pensar en ellos. Puse una bolsa de dormir en el suelo, sobre las
baldosas grises. La espalda se me hacía de mármol. La pérdida del amor duele en los riñones,
escribí. Fue mi primer textito razonable: Algo se filtra. Papá lo leyó sin permiso y al mes si-
guiente salió publicado en una revista. Lo había firmado con su nombre.
Mamá se fue el lunes siguiente. Podría haber elegido otro momento menos incómodo. No me
despertó para mis clases, tomé un café aguado. Tampoco dejó una nota, ni siquiera una adver-
tencia. Ese hueco dio lugar a la mentira. Papá inventó dos versiones. Entonces, el recuerdo era
intermitente. A veces era de día, otras no. Ella lo insultaba o le daba un beso tibio que duraba
hasta que dolían los labios, hasta que comenzaban a arder. La única coincidencia entre ambas
leyendas era el final, la plata. Mamá había llenado un bolso después de destripar el colchón.
Resulta que yo había dormido sobre el vil metal. De ahí mi pesimismo histórico. El peso deva-
luado había lisiado la felicidad posible.

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SIETE

Ya no sé quién inventó primero a mamá. Si él o yo. Lo cierto es que ella tuvo que existir así,
escindida. Una mujer sin claridad, mal realizada. Por eso nos dejó, estoy casi seguro. Qué fue
primero, el feto o la gallina.
El sillón ha quedado vacío. El trío se anuló en un bostezo doméstico y familiar. Han dejado el
pañal como única reseña de vida.
Tal vez aquella tarde, papá no estaba abusando de mi novia Dos, y sólo buscaba dinero. Pero
hubiera preferido el deseo por un cuerpo que no existe que esa avaricia torpe que no es otra cosa
que decadencia moral. Mejor una traición de la carne, escribí. Tuve la precaución de quemar mis
ideas. Nunca más un papelito nauseabundo. Andá a plagiarme, papá. No entrás en mi cabeza.
Me quedo instigando un asomo de lucidez, suponiendo otra vida que mejore mi yo, haciéndome
el otro. Escribir es eso. Entonces, descanso en el sillón y cabeceo, hasta que el mundo se ahoga.
Despacio.
Empieza por empezar, incluso cuando no se mueve.

HUÉRFANOS EN LA NIEVE

Las nieves eternas me atraen. El mundo se derrite y hace rato que sólo encuentro paz en el frío.
Lejos de la gente estoy menos sola. Desde la muerte de mi padre, la alegría ajena me espanta. Y
huyo, malgastando lo que me dejó por herencia. Pedí un receso en el laboratorio porque las mi-
radas de luto me recordaban su agonía.
Arjánguelsk en mayo no parece primavera. Llegué al monasterio de las islas Solovetsky cuando
aún no había amanecido. Me dieron la única habitación con chimenea y, sin embargo, el vaho de
mi respiración se alargaba. Lo veía sobrevolar la alfombra, congelarse. Cené una sopa de remo-
lacha frente al fuego, acobardada frente a su aspecto crudo. Afuera nevaba en silencio, sólo el
viento y la cuchara, teñida de rojo, me mantenían despierta.
Desde San Petersburgo mis noches eran para el insomnio. Aún tenía sobre mí la presencia de la
muerte. Habían pasado seis meses y ningún frío me conformaba. Escribí en mi cuaderno hasta
que la luz de un sol tímido se insinuó en el ventanuco más alto. Me quedé dormida. Tuve un
sueño breve pero tan realista que, al despertar, la vida me pareció incoherente.
Tomé el desayuno antes que los monjes, y pedí mi abrigo. Esquivé el jardín del monasterio que
tenía plantas exóticas. Las rosas silvestres tibetanas ocupaban un pabellón techado, pero caminé
sin mirarlas.
Dejé el pueblo atrás. Anduve casi dos horas hasta un terreno escarpado. Mientras ascendía, el
frío me quemaba la cara. Me detuve a descansar.
Sobre una piedra chata y brillante encontré una inscripción en francés. Ha muerto aquel que me
creó, y cuando yo deje de existir, el recuerdo de ambos desaparecerá pronto. Yo, el infeliz, el
proscripto. A su lado, las cenizas de lo que parecía una antigua pira funeraria que el hielo había
preservado. Quedé paralizada y en llanto. Aquellas palabras parecían hablarme. Me llamó la
atención una especie de caparazón oscuro debajo de ese témpano. Parecía el tórax de un escara-
bajo púrpura, del tamaño de un puño. Me incliné junto al montículo. No me animé a tocarlo.
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Sabía que el monasterio había sido una prisión y luego un colegio para niños abandonados, pero
el tamaño de la pira insinuaba los restos de un sólo cuerpo gigante. Me invadió el miedo.
Al mediodía me senté a almorzar en el comedor. Los monjes ocupaban tres mesas y parecían
obnubilados con sus rezos. Me sentí liberada de entablar conversación, aunque tenía preguntas
para hacerles. Rechacé el plato de carne, pero no así la sopa de pescado. Incluso chupé la cabe -
za, y después, cada uno de mis dedos. Había algo nuevo en mí, una sensación extraña.
En lugar de regresar a mi habitación caminé hasta el pueblo. A esa hora, pocos paseantes. Un
muchacho en bicicleta hizo sonar su timbre antes de resbalar en el hielo. Lo ayudé a levantarse y
entonces me di cuenta de que hacía mucho que no estaba en contacto con un cuerpo caliente. Me
agradeció en inglés mientras sonreía. Tenía la boca gruesa y colorada. Se subió a la bicicleta.
Pero no lograba sacarme sus labios de la cabeza.
Aunque di algunas vueltas, no podía dilatar el deseo de regresar a la pira. Compré en el único
almacén una palita de jardinero y un recipiente de vidrio, regresé a mi habitación. Enseguida se
hizo de noche. Escribí en mi cuaderno, pero las anotaciones, de pronto, me resultaron absurdas.
Las quejas y los gerundios se retorcían en cada página. Aún no he cumplido treinta y sin embar-
go escribo como una viuda de otro tiempo, anoté. Después, dibujé un corazón y, con tinta roja,
una boca que lo devoraba. La del chico caído.

Esa noche cené pelmeni [plato tradicional de Europa del Este parecido a los tortellini italianos: se ela-
bora rellenando pequeñas bolsitas, elaboradas con harina, huevos y agua o leche, de carne picada de
cerdo, cordero o vaca] en el comedor. Como los monjes hacían ayuno, yo era la única. Las mesas
en fila, y los velones sobre mí, parecían el simulacro de una tragedia gótica. El único que iba y
venía con los platos usaba un hábito con capucha, pero no tenía la gravedad de un monje. Cuan-
do se acercó a mi mesa esperé sus labios. No eran como los del ciclista, sino finos y amarillen-
tos. Sentí una arcada. Se dirigió a mí para invitarme a la misa de medianoche.
Campanas lentas sonaron y recorrí el estómago del monasterio hasta una capilla dorada y, sin
embargo, oscura. Los cánticos guturales de los monjes resonaron en mis costillas. Sus sombras
contrastaban con la nieve que parecía caer con mayor delicadeza, igual que pájaros sin alas. El
bajo profundo de las gargantas ascendía como si el cielo las llamara.
Regresé a mi habitación y no recordé a mi padre. Algo ardía en mí, el deseo de estar viva. No
soñé ni revisé mi infortunio.

En la mañana, después del desayuno, oculté la palita de jardinero y el recipiente de vidrio bajo
el abrigo, y caminé en busca de la pira. Pero no la encontré. La nieve se había derretido en algu -
nas zonas, los árboles parecían distintos. Recorrí en vano los alrededores; cuando estaba por
creer que mi tristeza había construido esa visión, me torcí el tobillo y grité hacia el monasterio.
Entonces la vi. La piedra estaba a mi izquierda. El montículo, un poco más atrás.
Intenté quebrar la costra helada para liberar el caparazón, pero era más dura que la palita, que se
quebró al tercer intento. Sin embargo, había logrado astillar la primera capa. Me saqué los guan -
tes e introduje un dedo. El calor fue derritiendo la distancia entre el caparazón y yo. Al llegar a
él, sentí que estaba blando, incluso me pareció que latía. El ser estaba vivo, aunque no tuviera
patas ni cabeza.
Saqué el dedo, entre el asombro y la repugnancia, y sin pensarlo me lo metí en la boca. Una risa
sórdida se apoderó de mí al recordar a mi padre. Después tomé una rama firme y amplié el agu-
jero, cuidando de no volver a tocar a la criatura. El hielo se quebró y volví a ponerme el guante.
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Regresé al monasterio con color en las mejillas. El monje de labios angostos me lo hizo saber.
Yo le dije que me iba. Enseguida guardé el recipiente con el ser adentro, entre mi ropa. Esperé
en el puerto el barco que me llevaría de regreso a casa. Toda la melancolía quedó atrás. El frasco
estaba lleno de hielo, el mismo que lo había protegido de la muerte, y que serviría para conser-
varlo. Yo me sentí resucitar.
Aunque era domingo, en cuanto llegué a la ciudad, le indiqué al taxista que me dejara en el labo-
ratorio. Estaba excitada con la nueva tarea. Quería observar el animal con los instrumentos ade -
cuados. Subí a la sala. Encendí la luz blanca, me saqué el abrigo, busqué los guantes de látex y
extraje el recipiente.
En cuanto lo vi, me di cuenta. No era lo que había previsto. El hielo se había derretido. Tomé
una pinza. Observé detenidamente el corazón. Estaba intacto y vivía. Era humano, desafiante.
Trabajé toda la noche para que el músculo no se fatigara y bombeara sangre nueva.
La muerte me arrebató a mi padre. A cambio, volveré a la vida al ser que ya late frente a mí.

FRAGILIDAD

Leonardo tiene dos años y nueve dientes. Juega solo entre las macetas del patio. La luz del me-
diodía cae sobre la baldosa que ocupa. Y así, tan iluminado, parece bendecido desde el cielo.
Junto al malvón hay un ser extraño, como un muñeco largo que saca intermitente la lengua fini-
ta, nerviosa. A Leonardo le pesa el pañal, pero igual se arrastra, seducido. Gatea y la cosa se
paraliza, se deja atrapar. El nene la pesca con las dos manos, la reduce y se la mete en la boca.
La muerde con sus colmillos recién nacidos. Le mastica la cabeza. Oprime ese cuerpo como si
fuera un demonio al que someter. El juego consiste en aguantar el tironeo. Perder un poco el
equilibrio sin soltar. Las baldosas se humedecen bajo el pañal.
A la madre le resulta raro tanto silencio. Y asoma medio cuerpo por la ventana de la cocina. Lo
que ve, la espanta. Su hijo tiene la cara y las manos llenas de sangre. Una víbora entre los dien -
tes. No te asustes, Leonardito, mamá te salva.
Frente a ella, el nene se niega a abrir la boca. La madre tira, pero de una patinada se golpea
contra al suelo. La cabeza de la bicha sigue adentro de Leonardo, que la muerde con felicidad.
La madre teme. La víbora parece mala. El nene mordisquea un ojo. Lo desprende, se lo traga. La
madre no sabe qué hacer y le golpea la espalda para que escupa. Pero no funciona.
Corre a buscar cualquier cosa. Un elemento contundente. Piensa en la tijera, pero vuelve con un
martillo. Lo primero que encontró. Leonardo se asusta al verla armada y tira lejos a su presa,
que cae muerta junto al malvón. La madre la golpea con el martillo para asegurarse de que ya no
existe. Después, levanta al nene y busca la moto, lo sienta adelante. Acelera.
Las diez cuadras hasta el hospital parecen doscientas. Sube la rampa, sortea unas camillas y en-
tra a los gritos. Las enfermeras de la guardia se lo arrancan de las manos. Leonardo llora fuerte,
la madre no puede pasar. Los chillidos del nene retumban en la sala de espera.
La tarde se dilata en la observación de las lesiones mientras la madre moquea, desesperada.
Cuando por fin se abre la puerta, un médico la calma. No hay heridas ni síntomas de envenena-
miento. La sangre no era del nene. Pueden volver a casa. Si hay fiebre, paracetamol.

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El regreso en moto es lento. Por ser tan valiente, Leonardo se gana un cucurucho. El sol se retira
del cielo.
La puerta del patio quedó abierta y llamó la atención de las libélulas, están por todos lados. La
madre las espanta con la escoba, y con su furia.
Leonardo quiere salir, pero es hora de bañarse. No desea que la madre lo moje, lo seque, lo per-
fume. Un pañal limpio significa que es hora de dormir, la retirada. Pero la madre sabe cómo
convencerlo. Primero se bañará ella, mientras él toma la leche en su sillita.
El vapor borra rápido la imagen de los dos. La madre se mete veloz bajo el agua, corre la corti -
na. Se enjabona. Al cerrar la ducha, silencio. ¿Leonardito estás bien? Se asoma. El nene salió.
En su lugar, la mamadera goteando.
Afuera, hasta hace un instante, la cabeza sin vida de la víbora era picoteada por un pájaro negro.
Un mirlo corregía esa muerte inútil, convirtiéndola en su improvisada cena. La carne de la ser-
piente es blanda, deliciosa.
Leonardo salió al patio y gateó hasta la carroña con el martillo en la mano. Tenía la seguridad de
un ingenuo. El ave no lo vio llegar. Por eso ahora, aletea y se desangra. Leonardo golpea como
su mamá, con la boca abierta. Hay plumas negras junto al pañal.

LAS PARLANTES

Eran mofletudas, con los ojos fijos y las pupilas de vidrio. Los tirabuzones secos, el tronco de
metal, miembros articulados. Fueron realizadas a fines del XIX. La producción de estas muñe-
cas fue un fracaso. Demasiado raras, las boquitas entreabiertas mostraban mucho los dientes.
Filas en carey diminuto, de sonrisa falsa. Algunas se vendieron, por la novedad. Estas dos que-
daron sin dueño, en la vidriera de la juguetería Fingen. El dueño del local, Álvaro Fingen, se
negaba a dejarlas ir. Era amigo del fabricante y por eso, su hija Rosie, de seis años, les había
prestado la voz.
En cuanto salieron a la venta las muñecas, la nena cayó enferma. El infortunio mostró su perfil
más macabro y, a los tres meses, Rosie murió sin decir una palabra.
Después del entierro, el cielo parecía un bache, una depresión oscura. El señor Fingen pasó en el
local toda la noche, dando cuerda a las muñecas. Quería escuchar a la fallecida.
En el cuerpo de la rubia, Rosie cantaba una vieja canción de cuna. Y centelleo, centelleo, a tra -
vés de la noche. Su voz era triste, distante. Parecía venir del sepulcro. A través de la pelirroja,
repetía otra frase como un mantra. Según Fingen, hablaba del paraíso. Los labios del cielo dicen
cosas, parecía decir. Nunca se entendió qué cosas. A la vocecita quebrada, se le sumaba el cruji -
do de la grabación.
Se hizo rutina en él pasar la noche con ellas. Temía dejar sola a Rosie, apagarle la luz. Nunca
cierren los ojos, les decía. Como si pudieran. Esperaba a que el primer rayo rozara la persiana
para subir a su casa y dormir hasta el mediodía. Su mujer no abandonaba la casa, detestaba a las
muñecas. Y los empleados tenían prohibido tocarlas. Renovaban la vidriera cada mes, salvo por
esos cuerpitos duros de robadoras de garganta. Una junto a la otra, la rubia y la pelirroja fueron
cercadas por juguetes menos sofisticados que se vendían bien: pistolas, caballos mecedora, blo-
ques de madera, burbujas, bancos mecánicos y monos a cuerda.

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Cuando nació Rosie B, la segunda hija del matrimonio, el señor Fingen dejó de visitar a las mu-
ñecas. Su mujer murió en el parto y él debía concentrarse en la sobreviviente. Pero prohibió que
las parlantes fueran retiradas de vidriera.
Una tarde, el encargado rozó a la rubia con un plumero y tuvo ahí mismo una convulsión nervio-
sa. Se atribuyó al contacto. Quedó como extraviado, la boca seca. Fue internado. Dos meses más
tarde regresó, pero nunca se recuperó del todo. Temblaba o se quedaba duro, agarrotado de mie -
do.
El personal comenzó a temer. Las parlantes encarnaban el horror. Si se cortaba la luz de golpe,
eran ellas. Un rayón en el vidrio de color rojo, ellas. Dolores, pérdidas, ellas, ellas. Quedaron
más aisladas que nunca. Los cilindros escondidos bajo sus ropas enmudecieron. Nadie giraba la
manivela de aquellas espaldas. El polvo hizo un dibujo sobre sus bucles más espeso que la nie-
bla.
Durante meses, los nenes que se detenían a contemplar la vidriera de la juguetería, lloraban fren-
te a la visión de las parlantes. Algo siniestro, un imán amargo, hacía imposible no perturbarse
delante de aquel doble rictus congelado de bocas entreabiertas. El empleado, resentido, resolvió
tapar ese sector con un teloncito de corazones rojos. Pero el sol fue destiñendo el color y, al
poco tiempo, el aspecto era tétrico de nuevo.
Al igual que su padre, la pequeña Rosie B se sintió, en cuanto pudo bajar al local, cautivada por
las muñecas. Les pasaba un algodón cada semana para retirarles la mugre. Les cepillaba los tira-
buzones con un peine chino. Y pidió que, en las tardes, le fuera servido un té para tomar con
ellas en la vidriera, ocultas por el telón descolorido. Ya no quería salir, ni subir a la casa. Fingen
tuvo que traer un maestro para que le diera lecciones, la nena se negaba a ir al colegio. Aprendió
algunas cosas sin moverse de la vidriera, pero los asuntos mundanos no le interesaban.
Algunos dicen que, a los quince, Rosie B tenía largas conversaciones con las parlantes sin darles
cuerda. Pero son habladurías. No se cansaba nunca de las frases repetidas.
Nuestro mundo habla más alto que el paraíso, cantaba con las Rosie. Las muñecas parecían me -
nos severas, incluso infantiles. El señor Fingen se sentía casi feliz. Sus hijas derrotaban a la
muerte. Él no pudo, murió bastante joven. Su fortuna pasó a Rosie B, pero ella eligió mal. Así
dijeron. En lugar de quedarse con la casa y alquilar el local, hizo al revés. Los empleados reci -
bieron un telegrama de despido.
La primera noche que pasó sola en el local, alguien forzó la puerta. Varios sospecharon del en -
cargado, resentido por el asunto del plumero y sus secuelas. Pero no pudo probarse. Fue junto a
las parlantes que el extraño la forzó, a cara bien cubierta. Ni se bajó el pantalón. Con una mano
pudo inmovilizar a Rosie B, con la otra, dio cuerda a las muñecas. Pero se quedaron mudas, ni
pestañearon.
En cuanto el atacante huyó, ella cerró la puerta. Nunca más puso un pie en la vereda. Vivía en la
vitrina, con la persiana baja. Le gustaba la noche porque la gente está menos consciente y las
rarezas se notan menos. Permanecía sentada junto a las muñecas, hablando de sus visiones.
Mientras tanto, adentro suyo, se gestaba otra. Una distinta, carne nueva.
Los inquilinos de la casa le dejaban comida caliente y la asistieron en el parto. Pero Rosie B
parió a una Rosie que no se parecía a las otras. Los ojos diminutos, muy pegados: parezco un
pájaro. Hui en cuanto pude. Ayer me informaron que murió. Su madre murió, dijeron. Y tardé
en asociar esa palabra con ella.

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Hoy tomo el control, un avión. Tengo ideas. Al llegar, encuentro las persianas del local bajas.
Un abogado me espera en el restorán de enfrente. Papelerío, certificados. La llave. Lo primero
que hago al entrar es buscar a las muñecas. Es lo único que sé de mi familia.
La rubia estaba bajo una viga de madera que se desplomó por falta de mantenimiento. El meca-
nismo descompuesto, la cabeza rota. La meto en una bolsa de basura. A su lado, la pelirroja ha
salvado su cuerpo. La examino. Le doy cuerda. Una vocecita antigua susurra una frase idiota.
Me parece cómica, inofensiva. Decido venderla. Hago lo mismo con la casa y el local.

PRIMER AMOR

Qué limpita fue tu infancia, aunque mataras insectos. Nunca te vi sucia. Y mirá que arrancar con
los dientes alas de mosca no es asunto delicado. Pero usabas delantal. Los cuerpitos heridos iban
a tarros de vidrio. Había que verlos de noche, qué brillo. Nos invitabas a pasar, de a uno. Cerrá
los ojos y elegí. A ciegas, el bullicio crecía. Los zumbidos se enredaban. Cuando fue mi turno,
señalé sin ver. Es un grillo, dijiste, tuviste suerte. Abrí la boca sin mirar. Voy a destapar el fras-
co, no te asustes. Escuché tu risita muy cerca. Cuando abrí los ojos, la vi. Con tu lengua infantil
chupabas el cuerpo de una araña. Después la guardaste en el tarro. Ahora besame, dijiste. El
terror me cerró la garganta.

FIN

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