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Lo cierto es que fueron años de arduo y pragmático aprendizaje, con lapsos de desaliento en los que estuvo a punto

de desistir. Pero al fin triunfó la perseverancia y Raimundo aprendió a ladrar. No a imitar ladridos, como suelen hacer
algunos chistosos o que se creen tales, sino verdaderamente a ladrar. ¿Qué lo había impulsado a ese adiestramiento?
Ante sus amigos se autoflagelaba con humor: «La verdad es que ladro por no llorar». Sin embargo, la razón más
valedera era su amor casi franciscano hacia sus hermanos perros. Amor es comunicación. ¿Cómo amar entonces sin
comunicarse? Para Raimundo representó un día de gloria cuando su ladrido fue por fin comprendido por Leo, su
hermano perro, y (algo más extraordinario aún) él comprendió el ladrido de Leo. A partir de ese día, Raimundo y Leo
se tendían, por lo general en los atardeceres, bajo la glorieta y dialogaban sobre temas generales. A pesar de su amor
por los hermanos perros, Raimundo nunca había imaginado que Leo tuviera una tan sagaz visión del mundo. Por fin,
una tarde se animó a preguntarle, en varios sobrios ladridos: «Dime, Leo, con toda franqueza: ¿qué opinas de mi
forma de ladrar?». La respuesta de Leo fue escueta y sincera: «Yo diría que lo haces bastante bien, pero tendrás que
mejorar. Cuando ladras, todavía se te nota el acento humano».

La fábula El asno y el perro sobre la cooperación

Salió de paseo un campesino con su asno y su perro, pero a mitad de camino se sintió cansado y decidió dormir un
poco a la sombra de un árbol. Los dos animales quedaron entonces libres y decidieron buscar algo para comer. El
asno pronto comenzó a degustar la hierba de un enorme campo de pasto, mientras el perro iba de un lado a otro en
busca de algún hueso que roer. Al cabo de un rato, el perro se acercó al asno y le dijo: – Amigo asno, no encuentro
nada para comer. ¿Te importaría agacharte un poco para que pueda llegar a la bolsa donde el amo guarda mi comida
y poder comer un poco? El asno, que estaba feliz en su campo, no quería perder ni un minuto en nada y decidió
hacerse el sordo. El perro insistió una y otra vez. – Qué pesado es el perro– pensó el asno- Va listo si piensa que voy a
hacerle caso. No pienso pararme para que él pueda comer tranquilo. Y como el perro no se daba por vencido, el asno
al fin le dijo: – Mira, perro, no voy a agacharme ni hacer lo que me dices. Lo mejor será que esperes en el camino a
que el amo se despierte y te de la comida como hace siempre. El perro, decepcionado, se echó a un lado del camino
y esperó. De pronto, llegó un lobo hambriento, al que se le iluminaron los ojos al ver a lo lejos al asno. El animal, al
ver el peligro, comenzó a gritar: – ¡Socorro! ¡Amigo perro, ayúdame! ¡Un lobo quiere comerme! Y el perro, sin apenas
inmutarse, dijo: – Vaya, espera a que el amo se despierte y te ayude, como hace siempre. Y el asno terminó
convertido en almuerzo del lobo.

Cuando nos conocimos, ella me dijo: «Te doy el punto final. Es un punto muy valioso, no lo pierdas. Consérvalo, para
usarlo en el momento oportuno. Es lo mejor que puedo darte y lo hago porque me mereces confianza. Espero que
no me defraudes». Durante mucho tiempo, tuve el punto final en el bolsillo. Mezclado con las monedas, las briznas
de tabaco y los fósforos, se ensuciaba un poco; además, éramos tan felices que pensé que nunca habría de usarlo.
Entonces compré un estuche seguro y allí lo guardé. Los días transcurrían venturosos, al abrigo de la desilusión y del
tedio. Por la mañana nos despertábamos alegres, dichosos de estar juntos; cada jornada se abría como un vasto
mundo desconocido, lleno de sorpresas a descubrir. Las cosas familiares dejaron de serlo, recobraron la perdida
frescura, y otras, como los parques y los lagos, se volvieron acogedoras, maternales. Recorríamos las calles
observando cosas que los demás no veían y los aromas, los colores, las luces, el tiempo y el espacio eran más
intensos. Nuestra percepción se había agudizado, como bajo los efectos de una poderosa droga. Pero no estábamos
ebrios, sino sutiles y serenos, dotados de una rara capacidad para armonizar con el mundo. Teníamos con nuestros
sentidos una singular melodía que respetaba el orden del exterior, sin sujetarse a él. Con la felicidad, olvidé el
estuche, o lo perdí, inadvertidamente. No puedo saberlo. Ahora que la dicha terminó, no encuentro el punto final por
ningún lado. Esto crea conflictos y rencores suplementarios. «¿Dónde lo guardaste? —me pregunta ella, indignada—.
¿Qué esperas para usarlo? No demores más, de lo contrario, todo lo anterior perderá belleza y sentido». Busco en los
armarios, en los abrigos, en los cajones, en el forro de los sillones, debajo de la mesa y de la cama. Pero el punto no
está; tampoco el estuche. Mi búsqueda se ha vuelto tensa, obsesiva. Es posible que lo haya extraviado en alguno de
nuestros momentos felices. No está en la sala, ni en el dormitorio, ni en la chimenea. ¿El gato se lo habrá comido? Su
ausencia aumenta nuestra desdicha de manera dolorosa. En tanto el punto no aparezca, estamos encadenados el
uno al otro, y esos eslabones están hechos de rencor, apatía, vergüenza y odio. Debemos conformarnos con seguir
así, desechando la posibilidad de una nueva vida. Nuestras noches son penosas, compartiendo la misma habitación,
donde el resquemor tiene la estatura de una pared y asfixia, como un vapor malsano. Tiñe los muebles, los armarios,
los libros dispersos por el suelo. Discutimos por cualquier cosa, aunque los dos sabemos que, en el fondo, se trata de
la desaparición del punto, de la cual ella me responsabiliza. Creo que a veces sospecha que en realidad lo tengo,
escondido, para vengarme de ella. «No debí confiar en ti —se reprocha—. Debí imaginar que me traicionarías». Era
un estuche de plata, largo, de los que antiguamente se usaban para guardar rapé. Lo compré en un mercado de
artículos viejos. Me pareció el lugar más adecuado para guardarlo. El punto estaba allí, redondo, minúsculo, bien
acomodado. Pero pasaron tantos años. Es posible que se extraviara durante una mudanza, o quizás alguien lo robó,
pensando que era valioso. Luego de buscarlo en vano casi todo el día, me voy de casa, para no encontrar su mirada
de reproche, su voz de odio. Toda nuestra felicidad anterior ha desaparecido, y sería inútil pensar que volverá. Pero
tampoco podemos separarnos. Ese punto huidizo nos liga, nos ata, nos llena de rencor y de fastidio, va devorando
uno a uno los días anteriores, los que fueron hermosos. Sólo espero que en algún momento aparezca, por azar,
extraviado en un bolsillo, confundido con otros objetos. Entonces será un gordo, enlutado, sucio y polvoriento punto
final, a destiempo, como el que colocan los escritores noveles.

Los que querían dormir, no por cansancio sino por nostalgia de los sueños, recurrieron a toda clase de métodos
agotadores. Se reunían a conversar sin tregua, a repetirse durante horas y horas los mismos chistes, a complicar
hasta los límites de la exasperación el cuento del gallo capón, que era un juego infinito en que el narrador
preguntaba si querían que les contara el cuento del gallo capón, y cuando contestaban que sí, el narrador decía que
no había pedido que dijeran que sí, sino que si querían que les contara el cuento del gallo capón, y cuando
contestaban que no, el narrador decía que no les había pedido que dijeran que no, sino que si querían que les
contara el cuento del gallo capón, y cuando se quedaban callados el narrador decía que no les había pedido que se
quedaran callados, sino que si querían que les contara el cuento del gallo capón, y nadie podía irse, porque el
narrador decía que no les había pedido que se fueran, sino que si querían que les contara el cuento del gallo capón, y
así sucesivamente, en un círculo vicioso que se prolongaba por noches enteras.

Las zoonosis son enfermedades infecciosas transmisibles naturalmente desde animales vertebrados al ser humano.
La estrecha interacción entre hombres y animales, así como el aumento de la actividad comercial y la movilización de
personas, animales, sus productos y subproductos han propiciado una mayor diseminación de las zoonosis. Además,
la diseminación de estas enfermedades también puede ser impulsados por la modernización de las prácticas
agrícolas, particularmente en las regiones en desarrollo vulnerables a la destrucción del hábitat, la invasión humana y
el cambio climático. El impacto de las zoonosis no solo radica en el daño a la salud pública, sino que ocasiona severas
pérdidas económicas en la región. Considerando que, en la inmensa mayoría de los casos, la intervención o control
en la fuente animal podría evitar problemas ulteriores de salud pública, se hace necesario considerar y desarrollar
intervenciones integradas, que tengan en cuenta las causas que interactúan y son responsables de los problemas
intersectoriales de salud. Así, la búsqueda de soluciones para estos problemas, dada su complejidad, implica un
abordaje mediante la cooperación a escala intersectorial en el marco “One Health” (Una Salud), que requiere el
aporte, intervención y colaboración de equipos profesionales de los sectores de la salud humana, animal y ambiental.
El Centro Panamericano de Fiebre Aftosa y Salud Pública Veterinaria (PANAFTOSA/SPV) proporciona cooperación
técnico-científica a los países de las Américas apoyándolos en el desarrollo y fortalecimiento de los programas de
control y erradicación de las principales zoonosis que impactan en la salud humana. Generando e intercambiando
informaciones en un abordaje conjunto entre los sectores de salud pública, sanidad animal y medioambiente, así
como una colaboración intersectorial a nivel local y regional, el objetivo es reducir los impactos en salud, sociales y
económicos asociados a la ocurrencia de las enfermedades zoonóticas.

Si tenemos dos hieleras, una con agua a 95°C y otra con agua a 50°C y las metemos en el congelador al mismo
tiempo, ¿cuál de las dos se congelará antes? Si se guía por su sentido común, errará. Ni se congelarán a la vez ni lo
hará primero la de 50°C. La primera en congelarse será la más caliente. Éste es el efecto Mpemba, bautizado así en
honor al joven tanzano que lo descubrió mientras hacía helados en 1969.Todo tiene que ver con el súper
enfriamiento: a veces el agua no solidifica a 0°Cy se mantiene líquida incluso a -20°C. En esas condiciones, si
comienza la congelación se produce a una velocidad mucho mayor que de forma normal. El agua caliente es mucho
más proclive a súper enfriarse por un motivo: cuanto más caliente esté el agua, menos burbujas de gas contiene.
¿Pero qué tiene que ver esto con la congelación? La existencia de estas burbujas permite que el agua solidifique por
que actúa como “agarraderas” para que las moléculas de agua empiecen a orientarse y formen la estructura
cristalina del hielo. Cuantas menos agarraderas tenga el agua, más fácil es que se obtenga líquida por debajo del
punto de congelación. También hay que tener en cuenta que el hielo flota en el agua líquida: un lago congelado lo
está en su parte superior, y la capa de hielo crece hacia abajo. Esta capa aísla el resto del agua del aire frío, lo que
hace que se congele con más lentitud. Sin embargo, el agua supere enfriada lo está completamente y cuando
comienza la congelación se produce de golpe, con lo que le gana la partida a la masa de agua que lo hace
normalmente. (Revista Muy interesante)

Escuchad a los perros salvajes a lo lejos, en la noche. Aúllan y gimen porque él hambre les corroe las entrañas. Pero
dadles de comer y observad lo que hacen. Se pelean y se pavonean. Y después siguen peleándose y pavoneándose,
sin preocuparse por el mañana. Exactamente igual que los hijos de los hombres. Dadles a escoger entre el oro y la
sabiduría: que hacen? Ignoran la sabiduría y malgastan el oro. Al día siguiente, gimen porque ya no tiene oro.

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