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¿De qué trata este capítulo?

En este capítulo se aborda, en primer lugar, el concepto de cambio social, desde La perspectiva de la Sociología, se
exponen los principales agentes y factores de cambio social y se analizan otros conceptos de importante valor
interpretativo, para el estudio de las transformaciones sociales, como son los de evolución social, proceso social y acción
histórica. A continuación, se describen los principales cambios sociales en las fases del sistema socioeconómico
capitalista, que se expande mundialmente desde el siglo XVIII y se convierte en el predominante, en su variante de
capitalismo de consumo, en el siglo XX. Desde finales de este siglo, muestra, también, otras características definitorias,
en un sistema de creciente globalización neoliberal que ha favorecido la economía financiera especulativa y los nuevos
movimientos migratorios internacionales.

9.1. CONCEPTO DE CAMBIO SOCIAL. AGENTES Y FACTORES DE

CAMBIO SOCIAL

El cambio social ha sido un tema nuclear para la Sociología, desde sus propios orígenes como ciencia, pues hemos visto
en los primeros capítulos de este libro que nace en el contexto de grandes transformaciones sociales, políticas y
económicas que requerían ser interpretadas y explicadas. Por cambio social puede entenderse «toda transformación
observable en el tiempo que afecta, de una manera no efímera ni provisional, a la estructura o al funcionamiento de la
organización de una colectividad dada y modifica el curso de su historia»

Los rasgos que determinan qué es el cambio social son, según Guy Rocher, en primer lugar, que el cambio social es
necesariamente un fenómeno colectivo, es decir, debe implicar a una colectividad o a un sector apreciable de la misma;
debe afectar también a las condiciones o modos de vida, o también al universo mental de un importante número de
individuos. En segundo lugar, un cambio social debe ser un cambio estructural, es decir, debe producirse una
modificación de la organización social en su totalidad o en algunos de sus componentes. Para hablar de cambio social es,
pues, esencial poder indicar los elementos estructurales o culturales de la organización social que han conocido
modificaciones y poder describir esas modificaciones con suficiente precisión. En tercer lugar, un cambio de estructura
supone la posibilidad de identificarlo en el tiempo, pues es imposible apreciar y medir el cambio social como no sea con
respecto a un punto o puntos de referencia en el pasado y, desde ahí poder plantear la existencia de un cambio, indicar
lo que ha cambiado y en qué medida ha habido cambio. En cuarto lugar, para que se trate realmente de un cambio de
estructura, todo cambio social debe dar pruebas de una cierta permanencia, lo que significa que las transformaciones
observadas no deben ser superficiales y efímeras. Por último, concluye el mencionado autor, el cambio social afecta al
curso de la historia de una sociedad; esto es, la historia de una sociedad habría sido diferente de no mediar dicho
cambio social

Esta acepción de cambio social y, por ende, la problemática de la historicidad de las sociedades contiene los elementos
que permiten distinguir el cambio social de otros términos asociados; entre ellos, la evolución social, la acción histórica y
el proceso social. Exponemos, a continuación, los aspectos diferenciales que caracterizan estos tres importantes
términos interpretativos de la realidad social, a partir de las definiciones dadas, también, por el sociólogo canadiense.
Hay una cierta unanimidad en considerar que la evolución social es el conjunto de las transformaciones que conoce una
sociedad durante un largo periodo de tiempo, es decir durante un periodo de tiempo que rebase la vida de una sola
generación e incluso de varias generaciones. La evolución social se circunscribe a lo que conocemos como tendencias
sociales, esto es, tendencias imperceptibles a una escala reducida, pero evidentes cuando se adopta una perspectiva a
largo plazo. En este nivel de análisis, los pequeños cambios se esfuman puesto que sólo subsiste el efecto acumulativo
de un gran número de cambios, a fin de constituir una cierta línea o curva que describe el sentido o el movimiento de
una tendencia general.

Por otro lado, es importante no confundir acción histórica y cambio social.

La acción histórica es el conjunto de las actividades de los miembros de una sociedad, de índole propia o destinadas a
provocar, intensificar, frenar o impedir transformaciones de la organización social en su totalidad o en algunas de sus
partes. Por regla general, sólo ciertas personas, grupos o movimientos concretos influyen, en un momento dado, sobre
la orientación de una sociedad, sobre su destino, y contribuyen activamente a su historia.

Estas personas, grupos o asociaciones son denominados agentes de cambio social y son los responsables de introducir el
cambio, lo sostienen, lo fomentan o se oponen a él. La acción de estos actores sociales está motivada por objetivos,
intereses, valores, ideologías, etc., que tienen un impacto sobre el devenir de una sociedad. Otro concepto, muy
vinculado al estudio sociológico del cambio social, es el de proceso social, entendido como la secuencia y el
encadenamiento de los acontecimientos, de los fenómenos, de las acciones cuya totalidad constituye el discurrir del
cambio. El proceso muestra cómo acontecen las cosas, en qué orden se presentan y cómo se disponen (Rocher, 1990:
410-419).

Determinar cuáles son los factores que generan cambios sociales ha sido una cuestión que ha suscitado gran interés en
la historia del pensamiento sociológico. Para Karl Marx los cambios en los modos de producción eran el principal
elemento de transformación social; Max Weber estudió la influencia de los valores religiosos en el desarrollo del sistema
económico capitalista; sociólogos actuales abordan el impacto de las nuevas tecnologías de la información y los avances
científicos en la constitución de la Sociedad del Conocimiento, etc. Además de los factores económicos, culturales y
tecnológicos, otros autores, también analizan la influencia del factor medioambiental (necesidades sistémicas de
adaptación), o la forma de organización política y los instrumentos de poder, en relación a los cambios sociales y los
tipos de sociedad resultantes (Giddens, 1998: 658-662).

En el siglo XXI, podríamos señalar el proceso de globalización como uno de los factores de cambio social que mayor
efecto transformador ha tenido en distintos ámbitos de la sociedad. Su análisis permite comprender la propia evolución
seguida por el sistema capitalista y algunos fenómenos derivados, como son los nuevos movimientos migratorios.
Procesos sociales de largo alcance histórico, pero que adquieren nuevas dimensiones en la sociedad global y de los que
nos hacemos eco en este capítulo.

9.2. FASES DEL SISTEMA CAPITALISTA. EL NACIMIENTO DEL CAPITALISMO DE CONSUMO[21]

El capitalismo es un sistema de relaciones económicas y sociales basado en el predominio del mercado y la libertad en
los intercambios económicos.

Como otros sistemas sociales evoluciona constantemente a lo largo del tiempo. De tal forma que, sus contradicciones
internas, han variado en las diferentes fases del sistema capitalista, dando lugar a crisis cíclicas y conformando una
sucesión de sistemas sociales. Estos, esquemáticamente, han sido principalmente tres: el capitalismo de producción, el
de consumo y el financiero-especulativo. Previamente, había existido una fase pre capitalista de crecimiento en los
intercambios mercantiles, de incipiente capitalismo comercial.

Las principales características de cada fase se sintetizan en el cuadro 1. Los partidarios del capitalismo más liberal (sin
control estatal) eran mayoritarios en las políticas públicas europeas y norteamericanas del siglo XIX hasta que estalló la
Gran Depresión, crisis económica que comenzó en los años 1929- 30 en Estados Unidos y que se extendió a toda Europa
a lo largo de la década de 1930.

GRÁFICO

La primera revolución industrial, del vapor y ligada al consumo de carbón, había continuado con la segunda revolución
industrial (de la electricidad).

Ambas habían supuesto un aumento constante de la producción fabril y global que, unida a la posterior producción en
cadena y al taylorismo, con la aplicación de técnicas científicas a la producción y a la organización del trabajo, habían
provocado un nuevo aumento de la productividad y un incremento constante de la producción masiva de bienes de
consumo. Pero la demanda no tenía capacidad para absorber tanta oferta. No había un consumo suficiente de todo lo
producido, a causa principalmente de los bajos salarios de la clase trabajadora y a la escasa seguridad social. Esta falta
de consumo y la espiral especulativa de las acciones en bolsa produjeron la primera gran crisis internacional del
capitalismo, que provocó el cierre de miles de empresas y millones de parados. Esta crisis, la Gran Depresión, ha sido
considerada la más importante de la historia hasta que comienza, también en

Estados Unidos, la crisis de 2007, la Gran Recesión.

El capitalismo de producción había mostrado sus insuficiencias, su techo de crecimiento dentro de una economía política
liberal. La solución a la crisis de los años 30 viene con la aplicación de un nuevo modelo económico-social a partir de
diversas propuestas, con objetivos a priori diferentes, pero coincidentes en ser partidarias del intervencionismo estatal,
resumidas en el fordismo y el keynesianismo. Por un lado, y desde una perspectiva económica desde dentro del
mercado, el industrial Ford había puesto en marcha un modo de producción en cadena taylorista, cuyos pilares básicos
fueron la aplicación de técnicas científicas a la organización de la producción y la especialización del obrero,
convirtiéndolo en trabajador cualificado, lo que provoca un aumento de la producción y la reducción de costes.

Frederick Winslow Taylor (1856-1915), realizó su planteamiento en la obra Principles of Scientific Management (1911),
que luego fue conocido como «taylorismo», consistente en un sistema de organización integral, con la aplicación de
métodos científicos de control de la producción y, específicamente, de control sobre los obreros y su relación con las
máquinas.

Esto exigía un control exhaustivo cronometrado de los tiempos necesarios para cada acción concreta de trabajo, con el
fin de maximizar la eficiencia de la mano de obra, de las máquinas y herramientas, y de sus relaciones. En este sistema el
obrero está controlado minuto a minuto y es una pieza más de la cadena productiva.

Por otro lado, John Maynard Keynes (1883-1946) plasma sus teorías desde una perspectiva económica más ideológica,
en las que, tras analizar la fluctuación de los ciclos económicos y su influencia en los niveles de empleo e ingresos,
propone dotar a los Estados nacionales y a sus instituciones de mayor poder para intervenir y controlar el mercado, con
el objetivo último de lograr una mayor estabilidad y prosperidad. La herramienta principal para este control sería una
política fiscal redistributiva que asegurase el crecimiento económico y la protección social de las clases trabajadoras,
permitiendo así el aumento del consumo popular y su desarrollo como una nueva «clase media». Ford se había dado
cuenta de que poco servía producir mucho, si los trabajadores no tenían capacidad adquisitiva para comprar, para
adquirir sus propios automóviles ford. La conclusión de ambas propuestas fue que el sistema económico capitalista y su
organización social requerían que el

Estado asegurara a toda la población la protección social (educación, sanidad, vivienda) y la creación de seguros y
pensiones (públicas y facilitar las privadas), para que los trabajadores pudieran dedicar sus salarios principalmente al
consumo directo. Única manera de mantener el crecimiento de la producción a lo largo del tiempo.

El debate entre los keynesianos, intervencionistas-planificadores, y los nuevos liberales (neoliberales-conservadores,


cada vez menos liberales y más conservadores) se mantiene desde los años treinta del pasado siglo hasta la actualidad.
Tony Judt (2012) lo expresó acertadamente:

Los tres cuartos de siglo que siguieron al colapso de Austria de la década de 1930 pueden considerarse como un duelo
entre Keynes y Hayek. Keynes comienza con la observación de que bajo unas condiciones económicas de incertidumbre
sería imprudente suponer unos resultados estables, y por tanto sería mejor diseñar formas de intervenir a fin de
conseguirlos. Hayek, que escribe conscientemente en contra de Keynes y desde la experiencia austriaca, argumenta en
su Camino de servidumbre (1945) que la intervención —la planificación, por benevolente o bienintencionada que sea
independientemente del contexto político— termina mal (Tony Judt citado por José María Sánchez Ron, 2013).

Desde los años treinta se da así el paso paulatino del capitalismo de producción al de consumo y el paralelo y necesario
impulso del Estado de Bienestar (Welfare State), con un nuevo pacto social (New Deal), entre las clases trabajadoras y
los «cuadros» del Estado y del empresariado. Pacto por el que los trabajadores participarían tímidamente en el liderazgo
políticosocial, y los segundos se convierten en agentes de los intereses de la ciudadanía, que se concretan en subidas de
impuestos, más derechos a los trabajadores y fuertes inversiones públicas para salir de la crisis.

El desarrollo del Estado de Bienestar en los países industriales occidentales también fue posible por el colonialismo que,
entre otros factores, permitió obtener materias primas y energía barata, procedente de los países colonizados. El
capitalismo de consumo y el pacto social entre trabajadores y empresarios tomó un nuevo impulso después de la
Segunda Guerra Mundial, llevando al mayor desarrollo del Estado de Bienestar. También fue, desde el principio, una
forma preventiva de diluir las aspiraciones revolucionarias de una parte de la clase trabajadora, ya que en 1917 las
organizaciones obreras comunistas habían tomado el poder en Rusia y habían creado la URSS y, con la Segunda Guerra
Mundial, se había extendido su influencia al Este europeo y a China. El aumento de los medios disponibles para las clases
trabajadoras, y la diversificación y especialización profesional y productiva, propiciaron el desarrollo de una economía de
servicios que favoreció el paulatino crecimiento de la clase media, a cuya categoría social pasaría a autoidentificarse la
mayoría de la población (Alberich y Amezcua, 2017).

Cada fase del capitalismo asume e incluye a la anterior. El precapitalismo comercial aumentó con la mejora de los
sistemas fabriles productivos. La economía productiva sigue siendo base sustancial del capitalismo, pero es el consumo
el que toma el relevo como principal factor económico para que pueda seguir creciendo. El consumismo tira de la
economía desde los años 30 del pasado siglo. Sin consumo no hay producción que valga.

El capitalismo de consumo se sustenta en una triple base, necesaria para propiciar su desarrollo y que se va implantando
paulatinamente:

a) endeudamiento fácil, favoreciendo el acceso generalizado al crédito, que implica el endeudamiento permanente de
empresas y familias;

b) el marketing, que asegura la constante creación de nuevas necesidades sociales, «necesidades» que debemos
satisfacer mediante la inmediata compra de bienes y servicios,

c) y la obsolescencia programada de los productos, para asegurar que ningún producto comprado dure demasiado,
«más de lo justo» en el sentido de lo que se considera muy rentable para el fabricante.

Está constatado que la obsolescencia programada comenzó hace ya casi un siglo, con acuerdos fraudulentos entre los
principales fabricantes de bombillas eléctricas (para que no duraran mucho) y se ha extendido a la fabricación de todo
tipo de productos manufacturados. Ha llegado a ser tan escandalosa en el siglo actual que hay países como Francia que
la han prohibido. El debate está muy presente en la Unión Europea con varias propuestas para su reducción o
prohibición.

El capitalismo de producción y el de consumo siguen vigentes y han provocado un inevitable crecimiento del capitalismo
de servicios, factor causante y, a su vez, producto del consumismo. Así mismo, para que el consumo y los intercambios
internacionales pudieran seguir aumentando, se incrementó la economía financiera, con endeudamiento y préstamos
fáciles.

Esta economía cobró vida propia mediante su constante financiarización, convirtiéndose en predominante en las últimas
décadas del siglo xx yarropando el desarrollo del capitalismo especulativo. En las décadas de 1950- 60 se produce la
tercera revolución industrial, de la electrónica y las telecomunicaciones, que facilitó su extensión a caballo con la
creciente globalización. El nuevo capitalismo postfordista cohabita con el anterior y crea nuevas pautas de producción y
de consumo. El sociólogo francés Pierre

Bourdieu (1930-2002) dedicó buena parte de su extensa obra al análisis de las nuevas formas de producción y a su
relación con el consumo cultural.

Considera que el capital puede ser básicamente de dos tipos: capital económico y capital cultural (Bourdieu, 1988). El
capital económico con los bienes materiales que se pueden acumular (el tipo de capital al que normalmente nos
referimos al hablar de capital), mientras que el capital cultural hace referencia a conocimientos y beneficios simbólicos
adquiridos por los sujetos, marcando pautas diferenciadoras en el consumo cultural.

En este análisis del postfordismo y sus pautas de consumo, es destacable en España la obra de Luis Enrique Alonso
(2007):

El consumo nacional, y su compañero natural, el de cultura de masas, ha tendido a sustituirse por el de la articulación de
nuevos estilos de vida y consumos distintivos, compuestos a nivel mundial, representando un conjunto de normas
adquisitivas diferenciadas que han venido a crear un nuevo modelo de consumo global postfordista a la vez unificado,
individualizado y diferenciado

[...]La crisis del compromiso keynesiano, del Estado social y de la cultura de la seguridad nacional, ha ido cristalizando en
la percepción de una sociedad del riesgo que, como ha diagnosticado Ulrich Beck (1992, 1999), impulsa hacia una
autoconstrucción particularizada e individualizada de biografías cada vez más diversificadas […] La gestión privada e
individualizada del riesgo se hace central en una cultura de consumo donde la autorresponsabilidad en temas como la
formación, la sanidad, el cuidado corporal, la cultura alimentaria, las pensiones, o la seguridad personal se convierten en
bienes adquiribles en mercados de servicios cada vez más presentes en la esfera de lo directamente comprable [...]

Del consumidor receptor pasivo típico de la era del objeto mecánico y eléctrico (o incluso de la primera electrónica)
hemos pasado al consumidor autoproducido, activo e interconectado, donde elaumento hasta el infinito de las
posibilidades de elección, pasa por el aumento paralelo del poderde los códigos comunicativos y las tecnologías de
consumo (2007: 43 y ss).

9.3. LA GLOBALIZACIÓN. SOCIEDAD DE SERVICIOS Y DE LA

INFORMACIÓN EN EL CAPITALISMO FINANCIEROESPECULATIVO

La tercera fase del capitalismo, a la que denominamos de capitalismo financiero-especulativo, comienza en las décadas
de 1970-80. Se ha desarrollado conjuntamente con la expansión de la globalización neoliberal.

Entre sus características definitorias están el imparable desarrollo tecnológico de la microelectrónica y de las nuevas TIC
y el paralelo aumento de las desigualdades.

La globalización se produce en todo el planeta y en todos los ámbitos, pero no de manera simultánea. En cuanto a
proceso de intercomunicación e interconexión mundial, la globalización es un proceso histórico natural. En la historia de
la Humanidad siempre se han producido procesos de más información, fusión y «contaminación» entre culturas,
economías, etc. Es un proceso de mundialización que se ha ido construyendo durante siglos entre las diferentes
civilizaciones, pero, desde finales del siglo pasado, es cuando se habla de globalización moderna para referirse a la
globalización neoliberal, que comienza en la segunda mitad del siglo XX y especialmente a partir de los años setenta. Sus
defensores escogieron la palabra «globalización» frente a otras como mundialización —más exacta para referirse a
procesos económicos y de homogeneización del sistema productivo mundial, porque globalizar es un concepto de
connotación positiva, defendido desde posiciones progresistas, que apoyaban actuaciones sociales integrales globales.
Por ejemplo, el movimiento ecologista desde los años 90 había hecho famosa su proclama de «actuación local con
pensamiento global». La contracumbre mundial de Río, en 1992, se denominó precisamente «Foro Global». La palabra
«globalización» evoca así aspectos positivos y modernos: visión global como visión integral, holística, comunicación
mundial, nuevas tecnologías, etc., frente a los «antiglobalizadores», palabra que sugiere reminiscencias contra el
progreso, de aislamiento, nacionalismo o localismo.

La globalización neoliberal moderna se da en, al menos, cinco aspectos diferentes, pero interconectados:

1) En la Cultura. Es la globalización neoliberal más antigua, que comienza con el proceso de exportación mundial del
modelo de vida norteamericano (american way of life) a través de su potente industria cultural, especialmente de las
películas de Hollywood, pero también con la música, comida rápida, bebida-refrescos, la MacDonalización mundial. Se
plantea como la cultura abierta de la libertad. Potenciar o proteger las culturas nacionales o locales se considera como
algo antiguo, retrógrado.

2) En la Economía. Desregulación y deslocalización, libertad para el movimiento de capitales, principalmente del capital
financiero especulativo que se mueve gratis a nivel mundial, sin tasas y, en menor medida, de la industria, la agricultura
y servicios, que siguen teniendo aranceles, pero paulatinamente disminuyen, arruinando a las economías locales.
Libertad para los movimientos económicos, pero no para su base fundamental, los recursos humanos, no para las
personas.

3) Tecnología y Conocimiento. Especialmente de las nuevas tecnologías de la Información y la Comunicación (TIC), pero
que se da en todos los sectores: globalización en la investigación, biomedicina, automatización, etc. Los avances
tecnológicos son la parte más visible e inmediata de la globalización.

4) Globalización del crimen organizado, de las actividades económicas ilegales y alegales: tráfico de drogas ilegales, de
armamento, tráfico ilegal de mercancías, etc. El de obras de arte y de falsificaciones es el que más dinero mueve
después de los dos anteriores (drogas y armamento). Y tráfico ilegal de personas. Con la globalización, el dinero en
paraísos fiscales no ha dejado de aumentar hasta cifras astronómicas. Igual que el porcentaje de la economía en manos
del crimen organizado y de las mafias internacionales.

5) Globalización política y social, de los derechos humanos y de la democracia, que es la que menos se da o que menos
se respeta.

Promovida por organismos y acuerdos internacionales, la ONU, protocolos de protección ambiental (como el de Kioto y
posteriores), Corte Penal Internacional, etc., y la impulsada desde organizaciones y movimientos sociales internacionales
(Green Peace, Amnistía Internacional, movimientos altermundialistas y foros sociales, OIT, entre otros).

Los cinco aspectos en que la globalización se produce están interconectados y, en ocasiones, superpuestos. La
revolución tecnológica, a partir de la tercera revolución industrial, ha facilitado el desarrollo de la globalización y dado
soporte a la globalización mediática. Ha puesto las vías (más bien autopistas) por la que transita la información e
intercomunicación, facilitando todo lo demás. A su vez, el acrecentado poder de los más media ha impulsado la
globalización e incluso ha impuesto sus modelos y sus diversas visiones globalizadoras, resumidas en el «pensamiento
único» neoliberal.

Para Manuel Castells vivimos en la sociedad red, que es a la Era de la Información lo que la sociedad industrial fue a la
Era Industrial (Castells, 2010: 27). Los modelos político-económicos son diversos y, como también indica Castells, a pesar
de la globalización sigue existiendo la pluralidad y los Estado-Nación, pero con unas reglas de juego diferentes. Se
coincide en el enorme poder de la comunicación:

Poder es algo más que comunicación, y comunicación es algo más que poder. Pero, el poder depende del control de la
comunicación, al igual que el contrapoder depende de romper dicho control (2010: 23).

Bernard Cohen (1963) ya indicaba que puede que la prensa no tenga mucho éxito en decir a la gente qué tiene que
pensar, pero sí sobre qué temas tiene que pensar. Así, la agenda informativa establece la agenda pública y ciudadana,
establece además el framing, el marco o encuadramiento sobre lo que hay que pensar, sobre los temas que pensamos y
debatimos.

La actual cuarta revolución industrial, con Internet y las nuevas redes sociales, está creando nuevas formas diferentes de
comunicación y de consumo que aún no sabemos hasta qué punto cambiarán las reglas del juego social (ver el siguiente
capítulo).

9.3.1. Estado de Bienestar y crisis

A partir de 1971-1973 se producen una serie de crisis que van a tener notables repercusiones en el modelo de Estado
existente hasta entonces. Las sucesivas crisis del petróleo supusieron incrementos constantes de los costes de la energía
¿Cómo solventó el capitalismo estas crisis para mantener o incluso incrementar las tasas de beneficio empresarial? A
unos años de ahorro energético y de reestructuración industrial continuaron cinco tipos de respuestas en los años
ochenta, que en buena parte habían sido impulsadas por el tándem Ronald Reagan-Margaret Thatcher:

1. Disminución de costes fiscales a las empresas y a las grandes rentas, mediante reducción de impuestos y disminución
de controles, reducción del papel fiscalizador de los Estados, en nombre de la «libertad» y de las nuevas palabras-
fetiche: «flexibilidad» y, más aún, «desregulación» que es «la palabra de moda y el principio estratégico elogiado y
aplicado activamente por cualquiera que tenga poder. Hay demanda de desregulación porque los poderosos no desean
ser “regulados” tener limitada su libertad de elección y constreñida su libertad de movimientos».

2. La reducción de impuestos implica una disminución de ingresos del Estado y, como consecuencia, la paulatina
disminución del Estado de Bienestar, ya que comienza a no poder hacer frente a los servicios que hasta entonces había
prestado. Consecuencia: aumento de las desigualdades sociales.

3. Abaratando costes de producción. Disminución de los salarios reales y de los derechos laborales: menos seguridad en
el empleo, descenso de la indemnización por despido, aumento del empleo precario, más eventualidad. Una sociedad
en la que todo fluye, todo se disipa, todo cambia y en la que los derechos y valores fundamentales no tienen una base
sólida, se nos escurren entre las manos. Es la «modernidad líquida» gráficamente expresada por Zigmunt Bauman
(2005).

4. Para que las reformas citadas se pudieran llevar a cabo se realiza el mayor enfrentamiento desde la Segunda Guerra
Mundial con sindicatos, organizaciones obreras y movimientos sociales que se oponían a estas medidas. Comenzando en
el Reino Unido, el enfrentamiento se salda con una disminución del poder de sindicatos y movimientos sociales y con la
paulatina asunción, desde las organizaciones socialdemócratas, de parte del nuevo ideario neoliberal (a través de
propuestas como la de la tercera vía, socialdemocracia liberal).

5. Las grandes empresas comienzan la conquista de nuevos mercados. La expansión de las multinacionales lleva a la
creación de las grandes corporaciones empresariales «transnacionales». Las economías nacionales pierden poder y se
producen los primeros procesos de deslocalización de las empresas. Se acelera, en definitiva, el proceso
demundialización socioeconómica conocido como globalización.

Saskia Sassen ha analizado detenidamente y explicado cómo, en una primera fase, la financiarización facilitó el
crecimiento de la economía y permitió su expansión. Pero, el exceso de endeudamiento mediante la financiarización
constante y autoalimentada, nos llevó a una economía especulativa e inestable. «La crisis se convierte en una
característica de los sectores económicos no financieros a través de su financiarización [...] El resultado general es un
potencial extremo de inestabilidad incluso en sectores fuertes y sanos (capitalistas), en especial en países con unos
sistemas de financiación muy desarrollados» (2014: 64).

En palabras de Göran Therborn (2012): «las finanzas se han convertido en Escala de valores intangibles a través de
complejas operaciones bursátiles, formando burbujas especulativas que finalmente estallan. Cuando explotan, las
pérdidas reales recaen en los más débiles del sistema (desempleados, bajos salarios, etc.), provocando el aumento de la
desigualdad, resultado de los entresijos de una economía cada vez más virtual y menos real». Óscar Iglesias (2012: 161)
lo resume afirmando que «la globalización financiera sin regulación ha ocasionado un crecimiento exponencial de las
transacciones financieras a corto plazo, que han favorecido la especulación financiera y han provocado la crisis actual,
aumentando las desigualdades en todo el planeta».

Durante décadas, las clases trabajadoras habían mantenido su poder adquisitivo por el incremente del endeudamiento
hasta que la crisis explota.

Paralelamente, la riqueza, de las mismas élites económicas que provocaron la crisis, aumenta constantemente. Por
ejemplo, en 2011, según datos del Banco Mundial, las veintinueve personas más ricas tenían una fortuna equivalente a
la del total de los 95 países con menor PIB en 2009. Mientras, los gobiernos de la Unión Europea recortaban los
presupuestos públicos de gasto social para corregir la deuda contraída, precisamente para rescatar a los bancos de esas
mismas élites, obstaculizando así el desarrollo económico.
¿Cómo se produjo el cambio del capitalismo de consumo al especulativo, el paralelo declinar del Estado de Bienestar y la
predominancia de la globalización neoliberal? Sabemos que estos cambios sistémicos, como los anteriores en la historia,
son procesos que no se pueden concretar en una sola fecha, pero sí hay consenso entre los analistas para señalar que el
cambio se produce en la época del tándem Thatcher-Reagan.

La denominada «revolución de los muy ricos» (Galbraith, 2011), había empezado antes, pero es en los años 1970 cuando
se visualiza y en losochenta cuando triunfa internacionalmente. De hecho, Göran Therborn ha calculado que fue
precisamente en 1980 el año concreto de la máxima expansión del Estado de Bienestar y la fecha del cambio de ciclo (al
menos en los países anglosajones y en los más industrializados, en España fue posterior). Como afirman Gérard Duménil
y Dominique Lévy, si el citado New Deal se trataba de un compromiso entre los cuadros y las clases populares, en el
neoliberalismo este pacto se establece entre los cuadros (gerentes y ejecutivos) y la clase capitalista. El liderazgo de esta
alianza es asumido en esta fase por la clase capitalista, mientras que los cuadros están a su servicio, recibiendo
importantes remuneraciones dependiendo de su posición respecto a los objetivos neoliberales.

A finales del siglo XX, la producción se socializa crecientemente, se establece como un conjunto de interacciones entre
diferentes agentes, convirtiéndose en una cuestión social. Siguiendo a Duménil y Lévy (2014), esta socialización de la
producción tiene tres características:

1) Cada vez requiere utilizar más medios, tanto en capital como en trabajadores, convirtiéndose en macroempresas con
complejos sistemas de organización.

2) Las redes empresariales se amplían, estableciéndose conexiones tanto dentro de la empresa como con otras
empresas, entre territorios y países, hecho favorecido por la globalización.

3) La interdependencia empresarial se convierte en el sistema dearticulación principal de la propiedad de las


instituciones privadas, surgiendo grandes corporaciones en las que unas empresas poseen a otras. Dentro del sistema
capitalista se produce una nueva contradicción, por la que el capital ya no es una propiedad privada de uno o varios
individuos, sino compartida por un gran grupo de ellos y gerenciada por otros muchos.

El capitalismo actual es una maraña de redes superpuestas e interconectadas, que cada vez es más difícil de comprender
y de saber quien ostenta el poder.

9.3.2. El capitalismo del siglo xxi

El actual modelo capitalista está en crisis. El capitalismo goza de buena salud y no tiene alternativa. Estas dos
afirmaciones que parecen antagónicas son perfectamente compatibles y conviven en el momento actual. Si por algo se
caracteriza el sistema económico que llamamos capitalismo es por su inagotable capacidad de mutación (Carreño,
2017).

La desigualdad y las diferencias salariales no han parado de aumentar y, paralelamente, la fragmentación social y
económica también se ha incrementado constantemente. Es un objetivo fundamental para el mantenimiento del status
quo que no se visualicen las clases sociales ni los «bloques sociales» (burguesía frente a proletariado, trabajadores
frente a empresarios, sociedad de los dos tercios). Para conseguirlo el bloque dominante ha seguido durante décadas la
estrategia de crear diferencias en el interior de las clases sociales trabajadoras, fragmentándolas. Así, dentro de cada
empresa cada vez hay más niveles salariales, categorías y subcategorías, privilegios diferenciados para los fijos,
complementos de antigüedad, incentivos según la producción, etc. frente a los precarios, eventuales, becarios,
contratados por horas, falsos autónomos (que dependen de una sola empresa), etc. Para facilitar este proceso de
fragmentación económica también ha sido fundamental los procesos de externalización (outsourcing), impulsando la
división de las grandes empresas en unidades menores, lo que facilita el control empresarial sobre los trabajadores y
dificulta la organización sindical.

El nuevo capitalismo globalizado incluye la creación de nuevos conceptos, como los de calidad total, círculos de calidad,
gobernanza, desarrollo sostenible, etc. En el sistema productivo, el trabajador ya no es controlado y cronometrado al
minuto en una cadena de producción taylorista: ahora se trata de que cada empleado se sienta como parte activa de la
empresa, que forma parte de un objetivo colectivo.

Cada trabajador es un «emprendedor», un activista que promoverá la calidad de la empresa y proyectará una imagen
positiva siempre. Al obrero ya no hay que controlarle los tiempos dentro de la empresa, porque el principal controlador
será el mismo: habrá asumido que su dedicación debe ser permanente a la empresa y estar disponible las 24 h. del día.
Los círculos de calidad funcionan mediante la participación colectiva, para que el trabajador, dentro de un equipo,
participe activamente y promueva la competitividad, sintiendo que es sujeto y parte imprescindible. Si uno trabaja
menos estará perjudicando a sus compañeros, no a la empresa. Se trata de superar al trabajador cosificado y alienado
del capitalismo de producción, sustituido por el trabajador autoexplotado.

Las grandes empresas se disocian en múltiples empresas en red, que realmente pertenecen a la misma corporación,
pero en la que apenas existe el gran centro, la gran fábrica. De la corporación empresarial dependerá una multitud de
empresas auxiliares y complementarias y de estas una infinita red de microempresas y de trabajadores autónomos. Sin
derechos. Ahora es la autoexplotación una de las bases del sistema, ya se sea trabajador por cuenta propia o ajena. Esto
es en un proceso de cambio mundial y la tendencia predominante, pero no debemos olvidar que en buen parte de Asia
(China, India… las fábricas del mundo), permanece la producción fabril en cadena del fordismo o taylorista y aún lo hará
durante bastante tiempo.

¿Cuál puede ser la alternativa? «Construir una globalización razonable supone avanzar en un modelo de consumo
mundial que combine la diversidad con la equidad» (Alonso, 2007: 51), que cambiaría la situación internacional. Pero, en
la segunda década del siglo XXI, las acciones internacionales para regular o «controlar» la globalización no pasan por
estas propuestas de combinación de la diversidad con la equidad. Más bien responden mayoritariamente a otros fines.

La crítica tradicional progresista del proceso de globalización, neoliberal- uniformador, se puede resumir en las
demandas de los movimientos sociales por una «justicia global» (Della Porta y Diani, 2011). Pero, desde hace años, han
aparecido las surgidas desde la ultraderecha nacionalista, reflejo de enfrentamientos entre diferentes fracciones de la
clase capitalista internacional. Con frecuencia las luchas por el poder están representando el enfrentamiento entre los
diferentes intereses económicos grupales. Posiciones neoliberales a nivel planetario, defendidas por las corporaciones
transnacionales, han entrado en contradicción con algunos intereses empresariales nacionales.

EE.UU. ha abanderado las posicionas más liberales y desreguladoras, que han propiciado la eliminación de tasas
internacionales y de aranceles fronterizos. Esto ha sido un factor fundamental en el aumento de las desigualdades
internas e internacionales, y en el estallido de la crisis de la

Gran Recesión (2007). Pero, desde hace años, defiende el proteccionismo de su economía nacional, cuando ha analizado
que difícilmente pueden sus empresas competir con las instaladas en China y el resto de Asia. Este nuevo
proteccionismo, que políticamente se ha traducido en el triunfo electoral de Donald Trump, entra en conflicto con las
corporaciones globales transnacionales que, aunque tengan sede norteamericana en origen, carecen de sentido
nacional o de «valores patrios». Estas contradicciones son también la base de otros procesos políticos, como el triunfo
del Brexit o el ascenso de la ultraderecha en Europa.

Aquí debemos recordar la distinción entre empresa multinacional y transnacional. La empresa o corporación
multinacional es un conglomerado empresarial que desde un determinado país se ha extendido a otros. Con
«transnacional» nos referimos a una corporación que actúa globalmente y que puede cambiar su sede central en
cualquier momento porque actúa en la economía-mundo. Realmente, estará controlada por fondos de inversión o
especuladores internacionales que nada tienen que ver con su origen ni ubicación geográfica.

9.4. MIGRACIONES INTERNACIONALES EN LA ERA DE LA GLOBALIZACIÓN

La inmigración ha sido siempre una fuerza de crecimiento económico y de cambio social. A pesar de la importancia de
los movimientos de población provocados por la escasez de recursos naturales, los ocasionados por conflictos bélicos u
otros de carácter coactivo, como el tráfico ilegal de personas para su explotación sexual, etc., podemos afirmar que la
mayor parte de los desplazamientos de población actuales revisten, fundamentalmente, el carácter de migraciones
laborales. Por lo tanto, su análisis debe realizarse en el contexto expuesto de evolución del sistema capitalista mundial.

La globalización ha tenido, sin duda, un gran impacto en los procesos migratorios de finales del siglo XX y comienzos del
XXI. Por un lado, si bien es cierto que la globalización económica comporta una intensificación de los intercambios
comerciales y las relaciones financieras, se sabe que se ha realizado de una forma desigual. Mientras se afirma la
soberanía de unos Estados, disminuye la autonomía de otros. De tal manera que, las desiguales relaciones de fuerza
interestatales han hecho que las condiciones de intercambio en el mercado internacional sean cada vez más
desfavorables para los países periféricos, condenando a muchos de ellos a permanecer en la pobreza más absoluta.
Entre otras cosas, porque uno de los principios rectores que subyace al proceso de globalización es utilizar los recursos
allí donde son más productivos. De ahí, el desarrollo de la agricultura comercial, la producción industrial dirigida a la
exportación y la contratación de mano de obra intensiva en sectores como el textil o el electrónico a muy bajo coste en
países en vías de desarrollo (Rodríguez, 2013).

La devaluación del factor trabajo es, como sabemos, una de las características de este periodo y explica, en sí misma,
muchos de los desplazamientos de trabajadores. Tanto porque las situaciones de pobreza y desigualdad, que afectan a
gran parte de las poblaciones de los países periféricos, les impulsa a migrar como porque, a su vez, favorecen la
externalización de los costes de mano de obra y también porque determinadas condiciones de los mercados de trabajo y
estructurales, originan la demanda de mano de obra inmigrante en los países más desarrollados. Sin embargo, la
movilidad de la fuerza de trabajo no va paralela a la de los flujos de capital.

Mientras que se promueve la desregulación y liberalización de los mercados financieros y las relaciones comerciales
transnacionales, se restringe y «supervisa» la libre circulación de trabajadores, lo que tendrá como consecuencia directa
el incremento de los desplazamientos anárquicos y clandestinos (Rodríguez, 2011: 93-100).

La Nueva División Internacional del Trabajo, efectivamente, no sólo supone la deslocalización del sector industrial hacia
las regiones periféricas, donde la fuerza de trabajo es más barata (movimientos de capital); sino que también genera
importantes movimientos del factor trabajo en el sentido contrario (de la periferia hacia el centro), tanto de fuerza de
trabajo cualificada como no cualificada atraída por una fuerte demanda. Por un lado, como consecuencia de la nueva
economía del conocimiento y del proceso de globalización, se incrementan los servicios altamente especializados y
cualificados, sobre todo financieros. En países como Estados Unidos,

Canadá, Suecia, Alemania o Japón se asiste a un aumento apreciable en la proporción de profesionales, técnicos,
directivos y empleados de cuello blanco, en general, que va consolidando un segmento de la población con rentas
elevadas y pautas de consumo caras. Pero, por otro, esta rápida proliferación de los servicios más cualificados genera
una fuerte demanda auxiliar de muchos puestos de trabajo con salarios bajos, condiciones laborales inestables y con
escasas oportunidades de promoción. Tal incremento surge como respuesta a la demanda de una mano de obra que
permita asegurar el nivel de vida de los empleados y directivos de sueldos elevados y satisfacer sus pautas de consumo y
estilos de vida; sin olvidar los efectos del envejecimiento de la población y las necesidades reproductivas relacionadas
con el nuevo estatus de las mujeres autóctonas que se incorporan al mercado de trabajo. Se trata de actividades
intensivas, en fuerza de trabajo, que no pueden «deslocalizarse» y que deben realizarse in situ, en el mismo lugar donde
existe la demanda. Hablamos de ocupaciones poco cualificadas como guardias jurados, camareros, empleados de
limpieza, servicios relacionados con la asistencia de ancianos y toda clase de servicios reproductivos (cuidado de niños,
tareas de la casa, etc.) (Sassen, 1999).

Es aquí, en esta gama de actividades del sector servicios, donde se crea un espacio económico para el que los y las
inmigrantes —sobre todo las mujeres jóvenes— se convierten en oferta de mano de obra deseable y preferente.

De ese modo, la internacionalización de la producción se interrelaciona con los movimientos migratorios laborales, no
sólo en el sentido de determinar la dirección o el volumen de los flujos, sino también en cuanto a su feminización.
Muchos de estos productos y servicios se llevan a cabo dentro de la economía informal o sumergida, dando cabida en
ellos a personas inmigrantes en situación de irregularidad documental que son explotados y no tienen condiciones
laborales mínimamente dignas. La inmigración se erige como la principal proveedora de mano de obra en estas
actividades de servicios mal remuneradas, en tanto que la población autóctona, con mejores expectativas y
aspiraciones, las rechaza. La feminización de los flujos migratorios es una tendencia que podríamos denominar global,
adquiriendo dimensiones significativas y creándose, en continentes como Asia, procesos migratorios genuinos (Asís,
2004: 45-48).

La creciente segmentación y «etnificación» de los mercados de trabajo, la ubicación de la gran mayoría de los
trabajadores inmigrantes en empleos precarizados y en los sectores más desregulados como pauta dominante en la
«lógica de aprovisionamiento de fuerza de trabajo» en el siglo XXI por parte de las sociedades avanzadas, no puede
hacernos olvidar otra tendencia, también gestada al amparo de variables implícitas en los procesos de globalización, que
es la demanda de mano de obra con alta cualificación

(Abella, 2006: 185-186). Para este tipo de trabajadores, las políticas de admisión lejos de restringir su movilidad la
fomentan, pues el crecimiento económico de determinados sectores productivos requiere personas con conocimientos
especializados y con perfiles muy heterogéneos, en su mayoría, dirigidos a potenciar los objetivos (al menor coste
posible y maximizando beneficios) de las grandes corporaciones transnacionales (ONU, 2006) o para suplir las carencias
de trabajadores autóctonos, con las cualificaciones necesarias, para competir en el mercado global o «sobrevivir» en el
nacional.

La contratación de «trabajadores inmigrantes virtuales» es, por ejemplo, un exponente diferencial de los impactos de los
nuevos sistemas productivos, derivados de los avances en materia de tecnologías de la información, en las formas de
organización del trabajo (a escala planetaria). La posibilidad que ahora tienen los informáticos de trabajar a distancia
provoca cambios significativos en los flujos internacionales de mano de obra, en particular entre la India y EE.UU. Unos
cambios que no pueden reducirse al esquema organizativo de la subcontratación y la externalización. La «migración
virtual de mano de obra» que consiste en trabajar en el extranjero al tiempo que el trabajador permanece en su país,
lleva la problemática de los migrantes más allá de sus fronteras habituales.

Las fuerzas de la globalización pueden ser analizadas también desde el punto de vista de sus efectos «localizadores». El
capitalismo contemporáneo gana con ello una nueva flexibilidad en la contratación de mano de obra que, además,
permite a las empresas, por una parte, evitar toda tensión con el Estado-nación con respecto a la inmigración extranjera
y los costes derivados de su integración física, social y cultural, y por otra, dado el carácter invisible del trabajo virtual,
no manifestar públicamente su preferencia por una mano de obra extranjera altamente cualificada, más flexible y
barata. Una organización cualitativamente nueva del capital y de la mano de obra afecta a las prácticas migratorias de
una manera inimaginable hace una década. En una economía global en constante crecimiento, las tecnologías de la
información generan una forma de migración que añade una nueva dimensión a lo que se ha dado en llamar «división
internacional del trabajo» (Aneesh, 2004: 54).

Puede afirmarse que los procesos asociados a la globalización económica potencian las migraciones internacionales y
generan la demanda de nuevos perfiles de trabajadores inmigrantes —por ejemplo, el de las trabajadoras jóvenes que
se ubican, esencialmente, en el sector servicios y de cuidados y el de los trabajadores de alta cualificación— que se
suman al perfil de inmigrantes «tradicional», que ocupa la gran mayoría de empleos dirigidos a la mano de obra
extranjera. El proceso de desregulación laboral y la extensión de la economía informal han favorecido, pues, la creación
de muchos puestos de trabajo precarios y de bajos sueldos, que no quieren ser cubiertos por la fuerza de trabajo
autóctona. Éstas, y otras variables estructurales de las economías de los países receptores de inmigración, se entrelazan
con las de los países de origen de los trabajadores inmigrantes y que podríamos sintetizar, en las tres d’s explicativas de
la emigración, señaladas por la Comisión Mundial sobre las Migraciones: «desarrollo, demografía y democracia» (Global
Comission on Internacional Migration, 2005: 25). Ciertamente, las situaciones de empobrecimiento, la desigualdad en
aumento, un fuerte crecimiento demográfico y una oferta de trabajo estancada o decreciente, los conflictos bélicos, la
existencia de gobiernos corruptos, dictaduras, la falta de respeto a los derechos humanos, la destrucción del
medioambiente o la carencia de recursos naturales básicos, como el agua a causa de la desertización, el deterioro de las
condiciones de vida, la falta de alternativas para la supervivencia en muchas partes del planeta son algunas de las causas
que están detrás de las migraciones actuales.

En la base de estos factores subyace, como principal, el desequilibrio existente entre población y riqueza, que se ha visto
agravado por el impacto de la internacionalización económica y de los modelos de desarrollo impuestos desde los
países, económicamente, más poderosos.

Según José Félix Tezanos:

El modelo económico imperante da lugar a una concentración asimétrica de la riqueza en un núcleo reducido de países
—los de la OCDE—, donde reside poco más del 14% de la población (un

21% en 1965) y donde se concentran tres cuartas partes (un 75,63%) del PNB mundial. En nuestra época, los
desequilibrios entre población y riqueza se están sustanciando no en términos de lograr que la riqueza tenga
posibilidades de generarse allí donde está la población, sino en una dinámica que tiende a llevar la población allí donde
está la riqueza, y no al revés (2008: 14).

Por otro lado, el desarrollo de las nuevas tecnologías de la comunicación acorta las «distancias físicas» entre países y
presenta, diferencialmente, las formas de vida existentes en el mundo. La confrontación visual de la sociedad de la
opulencia con las sociedades de la pobreza actúa como impulso motivador de los desplazamientos, que sólo se ven
frenados por los enormes costes económicos (y personales) que supone un proyecto migratorio, por los riesgos que en
muchos casos tiene para la seguridad personal —dadas las condiciones de algunos viajes— o por las políticas restrictivas
existentes en la gestión de determinados flujos migratorios.

En las migraciones internacionales actuales no hay fronteras para el capital, pero sí para los trabajadores que incluso han
llegado a ser percibidos como una amenaza. Así, por ejemplo, ante la presión migratoria que tiene lugar en Europa,
desde finales de la década de 1980, se extiende una especie de visión apocalíptica que se expresa en el temor a una
inundación del viejo continente, por las «nuevas invasiones» de inmigrantes del Este (sobre todo, después de la apertura
del telón de acero) y del Sur. Sin embargo, este temor, según el historiador Klaus Bade, existía más en las visiones de los
europeos que en el fenómeno migratorio real «ya que tuvieron lugar enormes movimientos migratorios, pero no hacia
Europa sino en Oriente y en el hemisferio Sur, donde fueron, precisamente, los países vecinos más pobres, los que
tuvieron que acoger auténticas «mareas» de personas, por no hablar de la cantidad de «refugiados interiores» dentro
de las fronteras nacionales y de las enormes migraciones del campo a la ciudad» (Bade, 2003: 315). La reacción de
Europa, influenciada por estos temores y los peligros asociados a unos flujos migratorios excesivos, ha sido concebir su
política migratoria como política de seguridad. De ahí los conceptos de «bastión europeo» o «Europa fortaleza» que se
han gestado al amparo de una normativa estricta, que regula la circulación de personas y cuyo máximo exponente es, en
esta etapa, el Acuerdo de Schengen, firmado en junio de 1985 (entró en vigor en 1995). Su objetivo final: suprimir por
completo las fronteras internas de un grupo de Estados y desviar todos los controles hacia sus fronteras exteriores.

La gestión de los flujos migratorios, no sólo en Europa sino en todo el mundo, pone de manifiesto la desigual valoración
que existe entre la libertad de circulación de los flujos del capital y la de los flujos del trabajo, que ha llevado a la
desregulación o a la regulación estricta de este último factor, según intereses políticos y necesidades de los mercados de
trabajo. Las políticas migratorias puestas en marcha defienden estratégicamente esta postura de los países
demandantes de mano de obra inmigrante y también, de alguna forma, extienden el temor al inmigrante; incidiendo,
sobre todo, en la idea de que ahora el volumen de personas que llegan puede ser insostenible.

En realidad, una visión panorámica de la extensa historia de las migraciones internacionales, nos permiten pensar que el
temor (o la prevención) que las migraciones del siglo XXI despiertan en las sociedades de los países receptores está
dirigido a una forma de migrar, a un perfil de inmigrantes y a sus repercusiones para las sociedades receptoras. Miedo a
un tipo de inmigración económica compuesta por personas de baja cualificación que provienen de países pobres, que
muchas veces llegan en condiciones de irregularidad administrativa; pero que, no olvidemos, se encargan de realizar el
trabajo que los autóctonos no están dispuestos a desempeñar, porque se trata de los conocidos como trabajos de las
tres «D»: dirty, dangerous, difficult; esto es, sucios, peligrosos y difíciles o, simplemente, mal pagados.
La llegada —ininterrumpida y, en ocasiones, incontrolada— de un importante volumen de personas provenientes de
países altamente poblados, para asentarse en sociedades «del bienestar» buscando mejores condiciones de vida, a
cambio de insertarse en mercados de trabajo que los utilizan como mano de obra rentable: es una ecuación frágilmente
equilibrada, inestable y generadora de tensiones para los Estados. La insolidaria respuesta que los países occidentales
han tenido con la crisis de los refugiados sirios es una constatación de este hecho. Actualmente, hay 68,5 millones de
personas refugiadas, desplazadas internamente y pendientes de la resolución de su solicitud de protección internacional
(CEAR, 2017: 17).

Se produce, pues, un fenómeno característico de nuestro tiempo y que Saskia Sassen perfila lúcidamente:

La globalización económica desnacionaliza la economía nacional, la inmigración renacionaliza la política. Existe un


consenso creciente en la comunidad de Estados para levantar los controles fronterizos para el flujo de capitales,
información y, en sentido más amplio, mayor globalización.

Pero cuando se trata de inmigrantes y de refugiados, el Estado reclama todo su antiguo esplendor afirmando su derecho
soberano a controlar sus fronteras… [por otra parte], más allá de los hechos de la transnacionalización económica,
cuando de inmigración se trata, el Estado se enfrenta al auge internacional del régimen de derechos humanos. Los
inmigrantes y los refugiados plantean la tensión entre la protección de los derechos humanos y la protección de la
soberanía del Estado.

Esta tensión es particularmente aguda en el caso de los inmigrantes indocumentados, porque su mera existencia
significa una erosión de la soberanía. Por lo menos en parte, la tensión se origina en el propio Estado, en el conflicto
entre su autoridad para controlar la entrada en el país y su obligación de proteger a aquellos que se encuentran en su
territorio (2001: 73).

Los efectos de estos procesos migratorios se perciben como inciertos para las economías, para la seguridad, los servicios
sociales y oportunidades que dichas sociedades han alcanzado; sobre todo, cuando algunos de los términos de esa
ecuación se rompen por cambios en las necesidades de los mercados de trabajo o por periodos económicos recesivos.

No consideramos que el importante protagonismo de las migraciones actuales responda al difícilmente cuantificable
volumen de personas inmigrantes esparcidas por el mundo. Pero, lo que sí es un hecho característico del siglo XXI es la
mundialización y diversificación de los flujos migratorios internacionales, que se manifiesta en la gran diversidad de
países implicados (tanto emisores como receptores de inmigración) y en la falta, ante la variedad de perfiles migratorios
existentes, de un «patrón» único en los desplazamientos. Lo que impide que podamos hablar de modelo migratorio, en
singular. Hace cien años, por ejemplo, la mayoría de los migrantes internacionales, nueve de cada diez, desembarcaba
en cinco grandes países: Estados Unidos, Argentina, Brasil, Canadá y Australia (Arango, 2007: 9). Ahora, para dar cuenta
de una proporción equivalente, habría que sumar los recibidos por una cuarentena de países. Ello significa que la
nómina de países receptores de inmigración, entendiendo por tales los que reciben flujos de forma sostenida y
sistemática, se ha multiplicado. La mayor parte de ellos se agrupan en cuatro grandes sistemas migratorios
internacionales —Norteamérica, Europa occidental, la región del Golfo Pérsico y la cubeta occidental del Pacífico— que
pueden calificarse de mundiales por ser destinatarios de flujos de múltiples procedencias. A ellos hay que añadir un
grupo de países que no forman parte de ningún sistema reconocible como Israel, Libia, Costa Rica o la República
Sudafricana. Por el lado de las áreas de origen, los principales proveedores de la emigración internacional ya no están en
Europa, sino en Asia, América Latina y África.

Hace un siglo pues, nueve de cada diez emigrantes internacionales eran europeos. En nuestros días, el número de
países que nutren sistemática y significativamente los flujos migratorios internacionales supera el centenar.

Algunos son «viejos» países receptores de inmigración, otros como España e Italia países de nueva incorporación en la
primera década del siglo XXI.

La conversión, en la primera década del siglo XXI, de España en un país receptor de inmigración se debió a la confluencia
de múltiples factores. De la misma manera que para los demás países del denominado Modelo Migratorio Sur-europeo,
la integración de España en la Comunidad Europea contribuyó a su «salto» económico a través de la inyección de capital
extranjero, la financiación de la Unión Europea con los fondos estructurales, las imponentes obras de infraestructura, el
apoyo a la agricultura a través de la política agraria común, etc. A este impulso externo, se sumaron otros importantes
procesos de cambio social que tienen como antecedente previo el final del régimen franquista y la institucionalización
de un sistema político democrático, punto de partida para posibilitar la participación de la población en la vida social,
política y económica. Este proceso se vio inicialmente acompañado por una transferencia de rentas hacia los sectores de
menos ingresos de la sociedad, mediante un refuerzo de los servicios públicos y de las prestaciones sociales. Y, por otro
lado, se produce, según los investigadores del Colectivo Ioé, un desarrollo de la pequeña y mediana empresa, de unas
clases medias dinámicas y de un sistema productivo con un importante sector de economía sumergida. Otros cambios
que explican la conversión de España en país de inmigración son: descenso de la natalidad y estancamiento del
crecimiento demográfico; envejecimiento de la población; universalización de la asistencia sanitaria pública; extensión
de la edad de enseñanza obligatoria; ampliación del sistema de pensiones y jubilaciones; cambio en la estructura del
empleo (disminución de los puestos de trabajo en la agricultura y en la industria, oscilación cíclica en la construcción y
expansión en los servicios); importante incorporación de las mujeres al mercado de trabajo, etc., son algunos de los
cambios más significativos. La reactivación de la estructura productiva española generó muchos puestos de trabajo que
no encontraron cobertura en la población española. Ciertamente, se había producido una reducción del tamaño de las
nuevas cohortes de españoles que alcanzaban el mercado laboral, pero también se daba el hecho de que, como
consecuencia del aumento generalizado de la renta de las familias y de sus niveles de bienestar, muchos españoles veían
el empleo no cualificado y mal pagado como una alternativa poco deseable. Esto se explica, en parte, por el éxito de la
importante expansión del sistema educativo español que aumentó los años de escolarización medios de la población en
general y, a su vez, creaba unas expectativas laborales más elevadas (Colectivo Ioé, 2002: 10-15). Esos puestos de
trabajo sin cubrir por los españoles encontrarán, rápidamente, candidatos en los países menos desarrollados como
hemos visto anteriormente.

Los efectos de la inmigración sobre la renta per cápita española han sido positivos, sin embargo la valoración del papel
de los inmigrantes no se corresponde, en base a las condiciones de trabajo y de vida que la sociedad española les ofrece,
a todo lo que aportan. Como ocurre en, prácticamente, todos los países receptores de inmigración del mundo, la
desigualdad de estatus jurídico del inmigrante frente al nacional y su impacto en las condiciones de trabajo y de vida de
estas personas, son un revival de antiguas leyes de exclusión que no parecen dejarse atrás en los nuevos modelos
migratorios del siglo XXI (Rodríguez, 2013).

La marginación de los inmigrantes en el ejercicio de la ciudadanía plena es una situación que se inicia, al menos, con dos
procesos exclusógenos básicos.

Por un lado, con la exclusión legal-normativa, esto es, se les niegan los derechos de ciudadanía y, en el caso de los
indocumentados, también los derechos sociolaborales —aunque se les permita la participación en el ámbito de la
economía sumergida— (Estébanez, 2003: 140). Por otro, con la exclusión económico-social, a la que muchos inmigrantes
se ven sometidos por las peores condiciones laborales, de vida y de oportunidades sociales.

Si bien la exclusión social es el resultado de un proceso en el que intervienen muchas variables y en el que pueden
diferenciarse diversos estadios en el continuo integración-exclusión social, en el caso de la población inmigrante
consideramos que su análisis debe seguir estos dos principales vectores (Rodríguez, 2013). Además, a diferencia de otros
procesos concretos que están dando lugar, en las sociedades avanzadas, a la exclusión social; en el caso de las personas
inmigradas no es un proceso social interno —el camino personal por el que se puede ir de la integración a la exclusión—,
sino que responde a su dimensión global, es decir, como mutación general que da lugar a una nueva caracterización de
la cuestión social que implica el riesgo de fracturas sociales profundas (Tezanos, 2001: 147). Las contradicciones de las
sociedades de nuestro tiempo exigen, sin duda, un intenso debate analítico.

Desde tiempos muy antiguos en Tarija a comparación de otros departamentos de Bolivia, Tarija no ha tenido clases
sociales, simplemente las personas con mayor poder eran las personas que tenían mas terrenos o casas grandes, las
personas de clase media era aquellas personas artesanas, que contaban con una casa y un trabajo fijo, ingresos buenos,
después de esto estaban las personas de clase medio baja, que eran trabajadores que solo contaban con una casa
sencilla, con ingresos diarias para su comida de cada día.

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