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Nita Prose

La

Traducción de Ángela Esteller

Barcelona, 2023
A Jackie
PRÓLOGO

S oy tu camarera. Soy la que limpia tu habitación de hotel,


la que entra como un fantasma mientras tú estás por ahí,
deambulando todo el día, sin realmente preocuparte por el
desorden que has dejado atrás o por lo que yo pueda encon-
trarme una vez que te has marchado.
Soy la que vacía tus papeleras, en las que has tirado los ti-
ques que no quieres que nadie encuentre. Soy la que cambia
tus sábanas, la que puede decir si has dormido en ellas o si la
noche anterior tuviste compañía. Soy la que coloca tus zapatos
al lado de la puerta, la que sacude las almohadas y encuentra
algún que otro cabello. ¿Tuyos? No creo. Soy la que limpia
después de que en plena borrachera salpiques el asiento del
inodoro o algo peor.
Cuando termino mi trabajo, dejo tu habitación prístina. Tu
cama está pulcramente hecha, con cuatro almohadas bien mu-
llidas, como si nadie la hubiese utilizado nunca. El polvo y la sucie-
dad que has dejado a tu paso han sido aspirados y convertidos en
recuerdo. El reluciente espejo te devuelve el reflejo de un rostro
inocente. Es como si nunca hubieses estado aquí. Como si toda
tu basura, todas tus mentiras y engaños hubiesen sido borrados.
Soy tu camarera. Y sé muchas cosas de ti. Pero, en el fondo,
lo que importa es: ¿qué sabes tú de mí?
9
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Lunes

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R E G E N C Y G R A N D H O T E L
p
n
CAPÍTULO
1

S oy muy consciente de que mi nombre es ridículo. No era ri-


dículo antes de que aceptara este trabajo, hace cuatro años.
Soy camarera de piso en el hotel Regency Grand y mi nombre
es Molly. Molly Maid. Menuda broma.* Antes de que aceptara
el trabajo, Molly era solo un nombre que me había dado mi
distante madre, la cual me abandonó hace tanto tiempo que ni
siquiera albergo recuerdos de ella; solo unas pocas fotos y las
historias que Gran me ha contado. Ella me contó que mi ma-
dre pensaba que Molly era un nombre bonito, que le recorda-
ba a mofletes y coletas. Da la casualidad de que no tengo nada
de eso. Mi pelo es bastante común: una melenita corta bien
marcada y de tono oscuro. Me lo peino con la raya en medio,
exactamente en medio. Y lo llevo siempre liso. Me gustan las
cosas sencillas y limpias.
Tengo los pómulos marcados y una piel pálida que hace
que la gente se maraville, a saber por qué. Soy tan blanca como
las sábanas que quito y pongo una y otra vez, durante todo
el día, en las veintitantas habitaciones que preparo para los

*  Molly Maid es el nombre de una empresa de limpieza a domici-


lio. Maid, en inglés, se traduce por «criada», «sirvienta», «camarera» o
«doncella». (N. de la T.)

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La camarera

apreciados huéspedes del Regency Grand, un exclusivo hotel


boutique de cinco estrellas que se enorgullece de ofrecer «so-
fisticada elegancia y la etiqueta apropiada para los tiempos
que corren».
Nunca pensé que acabaría ejerciendo tan noble trabajo en
un hotel de categoría. Sé que hay gente que piensa lo contra-
rio, que ser camarera es ser una doña nadie. Sé que se supone
que todos debemos aspirar a convertirnos en doctores, abo-
gados o ricos magnates del negocio inmobiliario. Pero yo no.
Estoy tan agradecida por mi trabajo que cada día tengo que
pellizcarme. En serio. Y más ahora, sin Gran. Sin ella, la casa
ya no es igual. Es como si todos los colores del apartamento
que compartíamos se hubiesen desteñido. Sin embargo, en el
preciso momento en que entro en el Regency Grand, el mundo
vuelve a ser en tecnicolor.
En cuanto apoyo la mano en la lustrosa barandilla de latón
y subo los peldaños escarlatas que conducen al majestuoso
pórtico del hotel, soy Dorothy adentrándose en Oz. Empujo
las relucientes puertas giratorias y me veo a mí misma, a mi
verdadero yo, reflejada en el cristal; el pelo negro y la palidez
son omnipresentes, pero un rubor regresa a mis mejillas al re-
cuperar mi razón de ser.
Una vez que he dejado las puertas atrás, suelo detenerme
para captar la majestuosidad del vestíbulo. Nunca se deslus-
tra. Nunca luce un aspecto apagado o polvoriento. Nunca está
decaído o abotargado. Por suerte, está siempre igual, día tras
día. A la izquierda se encuentra Recepción y el conserje, con
su mostrador de obsidiana y los elegantes recepcionistas vesti-
dos de blanco y negro, como si fueran pingüinos. Y allí está el
amplio vestíbulo, que se extiende en forma de cerradura, con
suelos de mármol italiano blanco que brillan por su limpieza
y que hacen que la mirada se dirija arriba, hacia la terraza del
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Nita Prose

segundo piso, con sus decoraciones art déco y su magnífica


escalera de opulentos y relucientes pasamanos, serpientes que
suben zigzagueando hasta boliches dorados sujetos por unas
mandíbulas de latón. Los huéspedes a menudo se detienen en
las barandillas, con una mano apoyada en un reluciente pos-
te, y contemplan la gloriosa escena a sus pies: botones que se
cruzan arrastrando maletas, otros huéspedes que se reclinan
en las suntuosas butacas o parejas que se ocultan en los confi-
dentes esmeraldas para contarse secretos que su mullido ter-
ciopelo absorbe.
Sin embargo, mi parte favorita del vestíbulo quizá sea la
sensación olfativa, ese primer soplo impregnado de fragancias
que me llega cuando aspiro el aroma del hotel al inicio de cada
turno: la combinación de los delicados perfumes de las damas,
el penetrante almizcle de los sillones de cuero, la chispa ácida
del producto con olor a limón que se utiliza dos veces al día
para lustrar el reluciente suelo de mármol. Es la mismísima
esencia del alma. Es la fragancia de la vida misma.
Cada día, cuando llego al Regency Grand para trabajar, noto
que revivo, me siento parte del material con el que están he-
chas las cosas, parte de su esplendor, de sus colores. Soy parte
del diseño, un cuadrado brillante y único, esencial en esa rica
complejidad.
Gran solía decirme: «Si te gusta tu trabajo, no trabajarás
ni un solo día de tu vida». Y tenía razón. Cada día laborable es
una alegría para mí. Nací para hacer este trabajo. Me encanta
limpiar. Me encanta mi carrito de camarera y me encanta mi
uniforme.
A primera hora de la mañana no hay nada mejor que un
carro de camarera equipado con todo. Es, en mi humilde opi-
nión, una cornucopia de grandeza y belleza. Los paquetitos de
jabones que huelen a azahar envueltos con delicadeza y por
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La camarera

estrenar, los diminutos frascos de champú Crabtree & Evelyn,


las achaparradas cajas de pañuelos, los rollos de papel envuel-
tos en un higiénico plástico, las toallas de color blanco nuclear
en tres diferentes tamaños –tocador, lavabo y baño– y las pilas
de servilletitas para el servicio de té y café. Y por último, aun-
que no por ello menos importante, el kit de limpieza, que in-
cluye un plumero, cera abrillantadora con aroma a limón, bol-
sas de basura antisépticas ligeramente perfumadas y una
impresionante colección de espráis disolventes y desinfectan-
tes, todos ellos dispuestos y listos para combatir cualquier
mancha, ya sean anillos de café, vómito o incluso sangre. Un
carrito de camarera bien equipado es un milagro portátil de la
higiene; es una máquina de limpiar con ruedas. Y, como ya he
dicho, es una auténtica belleza.
Y mi uniforme. Si me obligaran a elegir entre él y el carro,
no sé si sería capaz. El uniforme representa mi libertad. Es la
mejor capa de invisibilidad que existe. En el Regency Grand
se ocupan de él a diario en la lavandería, situada bajo el vestí-
bulo, en las húmedas entrañas del hotel, a unos pasos de nues-
tro vestuario. Cada día, antes de que llegue al trabajo, alguien
cuelga el uniforme de la puerta de mi taquilla. Viene envuelto
y encerrado en un plástico, con una pequeña etiqueta en la que
han garabateado mi nombre con un rotulador negro. Qué ale-
gría da verlo cada mañana, mi segunda piel, limpia, desinfec-
tada y recién planchada, que huele a una mezcolanza de papel
nuevo, piscina interior y vacío. Un nuevo principio. Es como
si el día de ayer y todos los anteriores se borraran de golpe y
nunca hubieran existido.
Cuando me pongo el uniforme de camarera –no uno de
estilo anticuado como los de Downton Abbey ni tampoco el
típico cliché de conejita de Playboy, sino uno que consiste en
una camisa de etiqueta almidonada de un blanco resplande-
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ciente y en una ajustada falda lápiz de color negro (confec-


cionada con tejido elástico para facilitar los movimientos)–
estoy completa. Una vez que me he vestido para mi jornada
laboral, me siento más confiada, como si supiera lo que tengo
que decir y hacer –al menos, la mayoría del tiempo–. Y cuando
me lo quito al terminar el turno, me siento desnuda, despro-
tegida, inacabada.
Debo confesar que suelo tener problemas con las situacio-
nes sociales; me siento como si todo el mundo tomara parte
en un elaborado juego con complejas reglas que todos cono-
cen y en el que yo siempre participo por primera vez. Cometo
errores de etiqueta con una regularidad alarmante, ofendo al
querer elogiar, malinterpreto el lenguaje corporal, digo siem-
pre lo que no debo cuando no debo. Es solo gracias a Gran, mi
abuela, que sé que una sonrisa no significa necesariamente
que alguien esté feliz. A veces, la gente sonríe cuando se ríen
de ti. O te dan las gracias cuando, en realidad, lo que quieren
es abofetearte. Gran solía decir que estaba mejorando en mis
lecturas de las situaciones –«Un poquito cada día, cariño»–,
pero ahora, sin ella, me cuesta. Antes, en cuanto terminaba de
trabajar, me apresuraba a llegar a casa, abría la puerta de nues-
tro piso y le hacía las preguntas que había ido acumulando du-
rante el día: «¡Ya estoy en casa! Gran, ¿el kétchup funciona con
el latón o es mejor que siga usando sal y vinagre? ¿Es verdad
que hay gente que toma el té con nata? Gran, ¿por qué hoy me
han llamado “Rumba” en el trabajo?».
Sin embargo, ahora, cuando la puerta de casa se abre, no
hay ningún «Ay, Molly, cariño, ven aquí y te lo explicaré», ni
ningún «Vamos a tomar una buena taza de té y aclararemos
todo eso». Ahora, nuestro acogedor piso de dos dormitorios da
la sensación de estar vacío, sin vida, hueco, como una cueva.
O un ataúd. O una tumba.
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La camarera

Creo que el hecho de que no me resulte fácil leer las caras


y las expresiones hace que siempre sea la última persona a la
que alguien invitaría a una fiesta, y eso que me encantan. Al
parecer, mis conversaciones se vuelven incómodas y, si se da
credibilidad a los rumores, no tengo amigos de mi edad. Sien-
do honesta, esto es cierto al cien por cien. No tengo amigos
de mi edad; de hecho, tengo pocos amigos de cualquier edad.
Pero en el trabajo, cuando llevo puesto el uniforme, me mi-
metizo. Me convierto en parte del decorado del hotel, como el
papel pintado de rayas blancas y negras que adorna muchos
pasillos y habitaciones. Con mi uniforme, mientras manten-
ga la boca cerrada, paso desapercibida. Podrías verme en una
rueda de reconocimiento policial y no me señalarías aunque te
hubieses cruzado conmigo diez veces ese mismo día.
Hace poco cumplí veinticinco años, «un cuarto de siglo»,
diría mi abuela en este momento si pudiera decirme algo. Pero
no puede, porque está muerta.
Sí, muerta. ¿Por qué utilizar otras palabras cuando es lo
que es? No se fue, como si fuera una suave brisa que le ha-
cía cosquillas al brezo. No falleció. Murió. Hace más o menos
nueve meses.
El día siguiente a su muerte se levantó agradable y cálido, y
yo acudí al trabajo, como siempre. Al verme, el señor Alexan-
der Snow, el director del hotel, se sorprendió. Me recuerda a
un búho. Sus gafas de concha son demasiado grandes para su
rostro achaparrado. Lleva el pelo, cada vez menos espeso, pei-
nado hacia atrás y con un pico de viuda. En el hotel, excepto
yo, nadie siente mucho aprecio por él. Gran solía decir: «No
hay que preocuparse de lo que piensen los demás; lo que im-
porta es lo que pienses tú». Y yo estoy de acuerdo con ella. Hay
que vivir según el código moral propio y no seguir al rebaño
con los ojos cerrados.
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Nita Prose

–Molly, ¿qué haces aquí? –me preguntó el señor Snow


cuando me presenté a trabajar al día siguiente de la muerte
de Gran–. Te acompaño en el sentimiento. El señor Preston me
ha dicho que tu abuela falleció ayer. Ya había avisado para que
te sustituyeran. Suponía que te tomarías el día libre.
–¿Y por qué supuso eso, señor Snow? –pregunté–. Como
Gran solía decir, cuando se suponen cosas, lo único que se con-
sigue es quedar como un imbécil.
El señor Snow parecía que iba a regurgitar un ratón.
–Te doy mi pésame. ¿Seguro que no quieres tomarte el día
libre?
–Es Gran la que ha muerto, no yo –respondí–. Ya sabe, la
función debe continuar.
Puso los ojos como platos. ¿Quizá implicaba estupefacción?
Nunca entenderé por qué la gente encuentra la verdad más
chocante que las mentiras.
Aun así, el señor Snow cedió.
–Como quieras, Molly.
Unos minutos más tarde, ya estaba en el piso inferior, en
uno de los vestuarios, poniéndome el uniforme de camarera
como hago cada día, como he hecho esta misma mañana y como
haré mañana a pesar de que otra persona –aunque no mi abue-
la– ha muerto hoy. Y no en casa, sino en el hotel.
Sí. Así es. Hoy, en el trabajo, me he encontrado con un hués-
ped bien muerto en su cama. El señor Black. El mismísimo se-
ñor Black. Aparte de eso, mi jornada ha transcurrido con total
normalidad.
¿No resulta de lo más interesante cómo un evento de pro-
porciones sísmicas puede cambiar tus recuerdos de lo ocurri-
do? Los días laborales por lo normal se solapan, las tareas se
entremezclan. Las papeleras que he vaciado en el cuarto piso
se fusionan con las del tercero. Juraría que estoy limpiando la
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La camarera

suite 410, la habitación esquinera con vistas al lado oeste de la


calle, aunque, en realidad, me encuentro al otro extremo del
hotel, en la habitación 430, la de la esquina oriental, que es
justo un reflejo inverso exacto de la suite 410. Pero entonces,
sucede algo fuera de lo corriente –algo como encontrar al se-
ñor Black bien muerto sobre su cama– y, de repente, el día cris-
taliza y pasa de estado gaseoso a sólido en un instante. Cada
momento se convierte en memorable, en único, muy diferente
de todos los días laborables que ha habido en el pasado.
Ha sido hoy, sobre las tres de la tarde, casi a punto de fina-
lizar mi turno, cuando ha ocurrido el evento de proporciones
sísmicas. Ya había terminado de limpiar todas las habitaciones
que tenía asignadas, incluyendo la suite del ático de los Black en
el cuarto piso, pero he tenido que regresar para limpiar el baño.
Espero que nadie piense que soy descuidada o desorgani-
zada en mi trabajo solo porque he tenido que limpiar el ático
de los Black dos veces. Cuando hago una habitación, la ataco de
principio a fin. Queda inmaculada y prístina –no hay superfi-
cie por la que no pase el trapo, no dejo ni una mota de polvo–.
«La limpieza nos acerca a Dios», solía decir Gran, y creo que,
de entre todos los dichos populares, es uno que hay que tomar
en consideración. Yo no limpio por encima; yo saco brillo. No
dejo huellas dactilares ni manchas.
Así que no ha sido que me haya entrado pereza y haya de-
cidido no limpiar el baño cuando he hecho la suite de los Black
esta mañana. Au contraire, el baño estaba ocupado durante mi
primera visita. Giselle, la esposa actual del señor Black, entró
poco después de que yo llegara. Y aunque me dio permiso (más
o menos) para limpiar el resto del ático mientras se duchaba,
se rezagó durante tanto rato que unas nubes de vapor empeza-
ron a serpentear por debajo de la rendija de la puerta del baño.

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Nita Prose

El señor Charles Black y su segunda esposa, Giselle Black, son


huéspedes habituales del Regency Grand. Todo el mundo en el
hotel los conoce; todos en el país conocen sus vidas. El señor
Black se hospeda –o, mejor dicho, se hospedaba– con nosotros
durante al menos una semana al mes para supervisar sus nego-
cios inmobiliarios en la ciudad. El señor Black es –era– un em-
presario notable, un magnate, uno de los grandes. Él y Giselle
a menudo amenizaban las páginas de sociedad. Lo describían
como «un zorro plateado de mediana edad» aunque, seamos
claros, ni es plateado ni tampoco un zorro. A Giselle, por su
parte, se la describía con frecuencia como «una socialité joven
y esbelta, un trofeo».
Yo encontraba esta descripción elogiosa, pero cuando Gran
la leyó, no estuvo de acuerdo. Al preguntarle por qué, dijo:
«Es por lo que se dice entre líneas, no por lo que han escrito».
El señor y la señora Black llevan casados poco tiempo, unos
dos años más o menos. Aquí, en el Regency Grand, hemos te-
nido la suerte de que esta célebre pareja nos honre a menudo
con su presencia. Nos otorga prestigio. Lo que, a su vez, equi-
vale a más huéspedes. Lo que, a su vez, equivale a que yo ten-
ga trabajo.
En una ocasión, hace más o menos veintitrés meses, mien-
tras caminábamos por el Distrito Financiero, Gran señaló to-
dos los edificios propiedad del señor Black. No me había dado
cuenta de que un cuarto de la ciudad le pertenecía, pero sí, así
es. O así era. Al parecer, si eres un cadáver, no puedes ser pro-
pietario de nada.
«El Regency Grand no le pertenece», había declarado una
vez el señor Snow acerca del señor Black cuando este todavía
estaba bien vivo. El señor Snow puntualizó este comentario
con un extraño resoplido. No tengo ni idea de qué quería decir
aquel resoplido. Una de las razones por las que le he cogido
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La camarera

cariño a la segunda esposa del señor Black es porque me habla


abiertamente. Y con sus propias palabras.
Esta mañana, cuando he estado por primera vez en el ático
de los Black, lo he limpiado de arriba abajo –menos el baño,
que estaba ocupado por Giselle–. No parecía ella. Al llegar he
advertido que sus ojos estaban rojos e hinchados. «¿Será algu-
na alergia? –me he preguntado–. ¿O tal vez tristeza?». Giselle
no se ha explayado mucho. En lugar de eso, poco después de
mi llegada, se ha metido corriendo en el baño y ha cerrado
de un portazo.
No he permitido que su comportamiento interfiriera en la
tarea que tenía entre manos. Más bien al contrario: me he
puesto a trabajar de inmediato y he limpiado la suite con dili-
gencia. Cuando todo estaba impoluto y en perfecto orden, me
he quedado en pie ante la puerta cerrada del baño con una caja
de pañuelos y me he dirigido a Giselle tal como me ha enseñado
el señor Snow.
–¡Su habitación ha recobrado su estado ideal! ¡Regresaré
más tarde para limpiar el baño!
–De acuerdo –ha contestado Giselle–. ¡Y no hace falta que
grites, por Dios!
Al final ha salido del baño, y yo le he tendido un pañuelo
por si sufría de verdad alguna alergia o estaba disgustada por
algo. Esperaba que me diera un poco de conversación porque,
por lo general, suele ser bastante parlanchina, pero me ha ig-
norado y se ha dirigido al dormitorio a vestirse.
A continuación, he salido de la suite y he limpiado las habita-
ciones de la cuarta planta, una tras otra. He mullido almohadas
y he sacado brillo a los espejos dorados. He rociado con espray
las manchas y rozaduras en el papel pintado y en las paredes.
He hecho fardos con las sábanas sucias y las toallas húmedas.
He desinfectado los inodoros y lavamanos de porcelana.
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Nita Prose

A mitad de mi cometido me he tomado un breve descan-


so que he aprovechado para empujar el carro hasta el sótano,
donde he dejado dos enormes y pesadas bolsas de sábanas y
toallas sucias en la lavandería. Pese a la falta de aire en esas
dependencias, condiciones que se agravan por el resplandor
de los fluorescentes y unos techos muy bajos, ha sido un ali-
vio poder deshacerme de los fardos. Ya en los pasillos, me he
sentido mucho más ligera, como si fuera rocío.
He decidido entrar en la cocina para hacerle una visita a
Juan Manuel, un lavaplatos. He pasado zumbando por la ma-
raña de pasillos, doblando las esquinas familiares –izquierda,
derecha, izquierda, izquierda, derecha–, como si fuera un ra-
tón listo y bien entrenado dentro de un laberinto. Cuando he
llegado ante las grandes puertas de la cocina y las he empuja-
do, Juan Manuel ha dejado sus quehaceres y enseguida me ha
traído un vaso enorme de agua fría con hielo, lo cual he apre-
ciado enormemente.
Tras una charla corta y agradable, me he marchado. A con-
tinuación, he repuesto toallas y sábanas limpias en las depen-
dencias de Limpieza y Mantenimiento. Me he dirigido hacia
el ambiente bastante más fresco de la segunda planta para
empezar a limpiar una nueva serie de habitaciones, las cuales,
sospechosamente, solo tenían propinas en calderilla, aunque
hablaré de este asunto más adelante.
Para cuando he mirado el reloj, ya habían dado las tres de
la tarde. Era el momento de regresar al cuarto piso y limpiar el
baño del señor y la señora Black. Me he detenido ante la puerta
de la suite y he aguzado el oído para comprobar si los huéspe-
des estaban dentro. He llamado, por protocolo. «¡Limpieza!»,
he anunciado en un tono alto y autoritario pero educado. No he
recibido respuesta. He sacado mi tarjeta llavero maestra y
he entrado en la habitación, seguida por el carrito.
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La camarera

–¿Señor y señora Black? ¿Puedo terminar de limpiar la sui-


te? Me encantaría restituir su habitación a su estado ideal.
Nada. Resultaba evidente que marido y mujer habían sali-
do, o eso he pensado. Mejor para mí. Podía aplicarme a fondo
y sin interrupciones. He dejado que la pesada puerta se cerra-
ra a mis espaldas. He examinado el salón. No conservaba el
mismo estado de pulcritud y limpieza en que lo había dejado
unas horas antes. Las cortinas estaban bajadas y cubrían las
impresionantes ventanas de suelo a techo que dan a la calle,
y había varias botellitas de whisky del minibar volcadas sobre
la mesa de cristal, un vaso medio vacío junto a ellas, un puro
sin fumar a su lado, una servilleta arrugada en el suelo y una
depresión en el canapé, allá donde había descansado el trasero
del bebedor. El bolso amarillo de Giselle ya no estaba donde lo
había visto esa misma mañana, en el aparador de la entrada,
lo que significaba que había salido por la ciudad.
«El trabajo de una camarera nunca termina», he pensado
para mis adentros. He esponjado el cojín, lo he devuelto a su
lugar y he alisado cualquier imperfección que quedaba en el
canapé. Antes de limpiar la mesa, he decidido comprobar el es-
tado del resto de las habitaciones. Daba toda la impresión de
que tendría que limpiar de nuevo la suite desde cero.
Me he dirigido hacia el dormitorio, al fondo de la suite. La
puerta estaba abierta, y uno de los lujosos albornoces blan-
cos del hotel estaba tirado en el suelo, justo ante ella. Desde
mi perspectiva privilegiada, veía el ropero del dormitorio, con
una hoja apenas cerrada, exactamente como lo había dejado
en mi primera visita esta misma mañana, puesto que, al tratar
de cerrarla, la caja fuerte del interior del armario, que también
estaba abierta, no me había permitido hacerlo. La mayor parte
del contenido de la caja fuerte estaba intacto –he reparado en
ello de inmediato–, pero los objetos que me habían causado
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Nita Prose

cierto asombro aquella misma mañana habían desaparecido


visiblemente. De alguna manera, ha supuesto un alivio. He
dejado de prestarle atención al ropero, he pasado con cuidado
por encima del albornoz y he entrado en el dormitorio.
Ha sido en ese instante cuando lo he visto. Al señor Black.
Iba ataviado con el mismo traje con doble botonadura que
llevaba unas horas antes, cuando casi me derriba al toparnos
en el pasillo, solo que el papel que guardaba en el bolsillo del
pecho de la americana había desaparecido. Estaba tumbado so-
bre la cama, boca abajo. La cama estaba deshecha y arrugada,
como si hubiese dado muchas vueltas antes de colocarse en esa
posición. Apoyaba la cabeza en una almohada, no sobre dos, y
las otras dos almohadas estaban transversales junto a él. Ten-
dría que buscar la cuarta almohada obligatoria; estaba segura
de haberla colocado al hacer la cama aquella misma mañana,
porque, como se suele decir, todo reside en los detalles.
El señor Black no llevaba puestos los zapatos, que se en-
contraban al otro extremo de la habitación. Lo recuerdo bien
porque un zapato apuntaba hacia el sur y el otro hacia el este,
y supe de inmediato que, antes de abandonar la habitación,
era mi deber profesional colocarlos para que apuntaran en la
misma dirección y deshacer la maraña de cordones.
Por supuesto, lo primero que he pensado ante esta escena
no ha sido que el señor Black estuviera muerto. Más bien que
estaba haciendo una siesta, que dormía profundamente des-
pués de haberse tomado una copa de más en el salón. Pero, tras
una observación más minuciosa, he advertido ciertas rarezas
en la habitación. En la mesita a la izquierda del señor Black
había un pequeño frasco de pastillas volcado, un medicamen-
to que recordé que era de Giselle. Varias de aquellas pequeñas
píldoras azules habían caído en la mesita, mientras que otras
habían acabado en el suelo. Un par de ellas estaban aplastadas,
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La camarera

reducidas a un polvo fino que ahora estaba enterrado en la al-


fombra. Para que recobrara su estado ideal, requeriría de una
buena pasada de aspirador a la máxima potencia, seguida de
una pulverización de ambientador de alfombras.
No resulta habitual que me encuentre con un huésped dor-
mido como un tronco al entrar en una suite. De hecho, para
mi consternación, me topo más a menudo con huéspedes que
presentan un comportamiento del todo diferente: in flagranti,
como se dice en latín. La mayoría de los que desean dormir o
dedicarse a actividades privadas son lo bastante atentos como
para utilizar el aviso de no molestar: zzzz, siempre disponible
en el aparador de la entrada para este tipo de eventualidades.
Y la mayoría de ellos gritan inmediatamente si, sin querer,
los sorprendo en un momento inoportuno. Pero con el señor
Black no ha ocurrido así: no me ha gritado ni me ha ordenado
que me «largara», como solía despacharme si me presentaba
en un mal momento. En lugar de eso, ha continuado durmien-
do como un tronco.
Ha sido entonces cuando me he dado cuenta de que, duran-
te los diez segundos o más que había permanecido en el um-
bral de la puerta de su dormitorio, no lo había oído respirar.
Puedo decir que, gracias a mi abuela, soy algo conocedora de la
gente que duerme profundamente, y no hay nadie que lo haga
de tal manera que deje de respirar por completo.
He creído prudente asegurarme de que el señor Black esta-
ba bien. Eso también figura entre los deberes profesionales de
una camarera. Con un pequeño paso me he acercado a él para
escrutar su rostro. Y es entonces cuando he advertido lo hincha-
do y gris que estaba, lo claramente indispuesto que parecía. Con
cautela, me he aproximado un poco más, por el lado derecho de
la cama, y me he inclinado sobre él. Tenía las arrugas muy mar-
cadas y la boca en una mueca, aunque eso, en el caso del señor
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Nita Prose

Black, no podía considerarse insólito. Alrededor de sus ojos había


unas pequeñas y extrañas marcas, como si fueran pinchazos de
un color entre rojo y morado. Justo en ese momento han sonado
todas las alarmas en mi mente. Ha sido en ese preciso instante
cuando he comprendido la inquietante situación: había más co-
sas que no encajaban de lo que había pensado al principio.
He alargado la mano hasta el hombro del señor Black y le
he dado unos golpecitos. Me ha parecido rígido y frío, como
un mueble. He colocado la mano delante de su boca, ansiosa
por sentir el aliento, pero ha sido en vano.
–No, no, no –he implorado mientras ponía dos dedos sobre
su cuello, buscando un pulso inexistente. Lo he tomado por
los hombros y lo he zarandeado–. ¡Señor! ¡Señor! ¡Despierte!
Ahora que lo pienso me parece una tontería, pero en aquel
momento me parecía bastante imposible que el señor Black
estuviera realmente muerto.
Cuando lo he soltado, se ha desplomado y se ha golpeado
el cráneo ligeramente contra el cabezal. Ha sido en ese preciso
instante cuando he empezado a retroceder, alejándome de la
cama, con los brazos rígidos y pegados a los costados.
He ido corriendo hasta la otra mesita, en la que está el telé-
fono, y he llamado a Recepción.
–Recepción del Regency Grand. ¿En qué puedo ayudarle?
–Buenas tardes. No soy una huésped. No suelo llamar para
pedir ayuda. Soy Molly, la camarera. Estoy en la suite del ático,
la 401, y me he encontrado con una situación de lo más insóli-
ta. Un desbarajuste poco corriente, por decirlo de algún modo.
–¿Y por qué llamas a Recepción y no a Limpieza y Mante-
nimiento?
–Yo soy Limpieza y Mantenimiento –he señalado, elevando
el tono–. Por favor, ¿podría avisar al señor Snow de que hay un
huésped que está… permanentemente indispuesto?
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La camarera

–¿«Permanentemente indispuesto»?
Es por esta razón que lo mejor es ser siempre directa y cla-
ra, pero, en aquel momento, he de admitir que había perdido
el control, de manera temporal.
–Está bien muerto –he dicho–. Muerto en su cama. Llame
al señor Snow. Y por favor, llame también a Emergencias. ¡De
inmediato!
A continuación, he colgado. Para ser honesta, lo que ha
ocurrido después parece irreal, como si fuera un sueño. Re-
cuerdo los fuertes latidos de mi corazón, la habitación incli-
nándose como si estuviera en una película de Hitchcock, mis
manos sudorosas y el auricular que casi se me resbala al po-
nerlo de vuelta sobre el aparato.
Ha sido entonces cuando he alzado la mirada. En la pared
frente a mí había un espejo con un marco dorado, que refleja-
ba no solo mi rostro aterrorizado, sino también todo aquello
de lo que no me había percatado antes.
El vértigo ha empeorado y el suelo ha empezado a girar,
como si estuviera en una casa encantada de un parque de
atracciones. Me he llevado la mano al pecho, en un intento fú-
til por calmar mi corazón tembloroso.
Resulta más fácil de lo que se podría pensar: existir a la
vista de todos mientras permaneces bastante invisible. Es lo
que he aprendido siendo camarera. Puedes ser una pieza im-
portante, crucial, de la estructura y, al mismo tiempo, que te
ignoren por completo. Es una verdad que puede aplicarse a
todas las camareras, y según creo, a otros también. Es una ver-
dad que raya lo cruel.
Me he desmayado un instante después. La habitación se ha
oscurecido y yo, sencillamente, me he desplomado, como me
ocurre otras tantas veces cuando la consciencia resulta abru-
madora.
28
Nita Prose

En este momento, sentada en el lujoso despacho del señor


Snow, me tiemblan las manos. Tengo los nervios a flor de piel.
Lo que está bien, bien está. Lo que está hecho, hecho está. Pero,
pese a ello, no puedo evitar temblar.
Recurro al truco mental de Gran para calmarme. Cada vez
que mirábamos una película y la tensión se hacía insoporta-
ble, ella tomaba el mando a distancia y la adelantaba. «Ya, ya…
–decía–. No hace falta ponernos de los nervios cuando el final
es inevitable. Lo que tenga que ser será». Eso es cierto para las
películas, pero no tanto en la vida real. En la vida real, tus actos
pueden cambiar los resultados: de triste a feliz, de decepcio-
nante a satisfactorio, de equivocado a correcto.
El truco de Gran me ayuda. Adelanto y paro mi reproduc-
ción mental justo en el momento adecuado. El temblor dismi-
nuye enseguida. Todavía me encuentro en la habitación, pero
ya no en el dormitorio. Estoy en la puerta principal. He ido de
nuevo hacia el dormitorio a toda prisa, he levantado el auricular
del teléfono por segunda vez y he llamado a Recepción. Esta
vez, he pedido hablar con el señor Snow directamente. Cuan-
do he oído su voz al otro lado de la línea, me he asegurado de
expresarme con total claridad.
–¿Sí? ¿Qué sucede?
–Soy Molly. El señor Black está muerto. Estoy en su habita-
ción. Por favor, llame a Emergencias de inmediato.
Más o menos trece minutos después, el señor Snow se ha
presentado en la habitación seguido de un pequeño ejército
de profesionales médicos y agentes de policía. Me ha sacado de
allí, tomándome del codo como si fuera una criatura.
Y ahora me encuentro en su despacho, justo delante del
vestíbulo principal, sentada en una rígida silla de respaldo alto
y piel marrón que chirría cada vez que me muevo. El señor
Snow se ha ido hace un rato –¿quizá hace una hora, tal vez
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La camarera

más?–. Me ha dicho que no me moviera hasta que él regresara.


En una mano sostengo una agradable taza de té y una galleta
de mantequilla en la otra. No puedo recordar quién me las ha
traído. Me llevo la taza a los labios –está caliente, pero no que-
ma, una temperatura ideal–. Mis manos todavía tiemblan lige-
ramente. ¿Quién me ha preparado está taza de té tan perfecta?
¿Ha sido el señor Snow? ¿O alguien de la cocina? ¿Quizá Juan
Manuel? Puede que haya sido Rodney, el del bar. Esa sí que
es una idea deliciosa: Rodney preparándome una taza de té.
De repente, al bajar los ojos hacia la taza –una propiamen-
te dicha de porcelana, decorada con rosas de color rosa y es-
pinas de color verde–, siento que echo de menos a mi abuela.
Muchísimo.
Me llevo la galleta a la boca. La mastico. La textura es cru-
jiente; el sabor, mantecoso y exquisito. En conjunto, es una
galleta deliciosa. Sabe dulce, tan dulce.

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